UNA OFRENDA DE AMOR

16 - 7 - 1940

 

1       “Induit nos, Genetrix Domini, vestimento salutis: et indumento justitiae circumdedit nos, aleluya”. “La Madre del Señor nos cubrió con el vestido de la salvación y nos revistió con el manto de la justicia, aleluya”.

Así rezamos del día de la fiesta de María, Reina del Carmelo, en la solemnidad de nuestra Santa Orden. La Madre del Señor es la mediadora de todas las gracias y, por ello, todos los hombres que son rescatados de la perdición por su amor misericordioso reciben de su mano la vestimenta de salvación y la gracia santificante que los consagra y transforma en hijos de Dios. Pero a nosotras, que podemos llamarnos sus hijas y hermanas predilectas, nos obsequia con una vestimenta de salvación todavía más especial. María, como Madre de Cristo, elige a las almas que va a conducir hasta su Hijo y a cubrir, por su honor y gloria, con el vestido nupcial. Ella es la que plantó su Orden en la cumbre del Monte Carmelo como un jardín de delicias para el Rey celestial y también la que la extendió por todo el mundo. Como signo especial de su misericordia y de su protección materna nos obsequió finalmente con el Santo Escapulario.

Hace un año, querida hermana, recibió usted ese Escapulario junto con el Santo Hábito, pero aquella vez solamente en préstamo, para poder ejercitarse, como en un tiempo de prueba, con la armadura de Dios. Ahora lo recibe usted nuevamente, pues se ha decidido a sellar una santa alianza con el Señor del cielo y de la tierra. El hecho de que este celebración coincida con la fiesta de María Reina del Cielo es una prueba especial de amor maternal; de la misma manera que es una prueba de amor que la Madre de Dios le haya concedido a usted su propio nombre.

Tales pruebas de su amor nos obligan de manera especial a la acción de gracias. Cuando recibimos el santo hábito del Carmelo nos comprometemos a servir no sólo a nuestro Esposo divino, sino también a su santa Madre. El vestido de salvación es llamado también vestido de justicia y nos es entregado con la amonestación de que hemos de abandonar el hombre viejo para revestirnos del nuevo, que fue creado a imagen de Dios en santidad y justicia. La Sagrada Escritura entiende por justicia la perfección, el estado del hombre redimido que ha sido “justificado” y así retornado al estado anterior al pecado original. Por la aceptación del vestido de la justicia nos comprometemos, por lo tanto, a luchar con todas nuestras fuerzas por alcanzar la perfección y mantener inmaculada nuestra vestimenta sagrada. No podemos servir mejor a la Reina del Carmelo y tampoco podemos mostrarle mejor nuestro agradecimiento que contemplando su imagen ejemplar y siguiéndola en el camino de la perfección.

2       En los Evangelio nos han sido transmitidas muy pocas y breves palabras sobre la Virgen María, pero esas palabras se asemejan a granos de oro purísimo. Cuando ellos se derriten en el crisol de la contemplación amante se derraman sobre nosotras y cubren toda nueva vida de un brillante resplandor dorado. Lo primero que oímos de la boca de María, en su diálogo con el ángel en el momento de la Anunciación, es: “¿Cómo podrá suceder esto, si yo no conozco varón?” (Lc.1,34). Esta frase no es otra cosa que el reconocimiento de su pureza virginal. María había consagrado su corazón y todas las fuerzas de su cuerpo, de su alma y de su espíritu al servicio de Dios en entrega indivisible. Con ello agradó al Todopoderoso, y El, aceptando su entrega, la premió con la admirable fertilidad de la maternidad divina. María pudo penetrar profundamente en el misterio de la virginidad, sobre la cual su Hijo divino se expresó diciendo: “Quien pueda entender, que entienda”.

Su corazón saltó de gozo cuando ella supo lo que Dios tenía preparado para aquellos que le aman. María no pudo regalar a sus preferidos nada mejor que la llamada al seguimiento de Cristo, en el camino por el cual se alcanza esa admirable fertilidad y una felicidad que supera todo lo pensable. Como símbolo de la belleza resplandeciente, en la cual se encuentra sumida toda alma realmente virgen, le viste ella con el manto inmaculado y blanco. El manto blanco nos recuerda constantemente que hemos sido invitadas a las Bodas del Cordero, que hemos sido llamadas a cantar el himno del amor celestial, que sólo nosotras podemos cantar con el coro de las vírgenes, y que hemos de seguir al Cordero sin separarnos nunca de El.

Cuando el ángel escuchó la declaración de María, disipó inmediatamente todos sus temores. Dios no pensó ni un solo momento en desligarla de su promesa. De ninguna manera; precisamente gracias a su virginidad, puede ser cubierta con la sombra engendrante del Espíritu Santo.

3       María es, por ello, destinada a ser Virgen y Madre. Y ahora dejemos sonar en nuestros oídos la segunda frase de la Virgen: “He aquí la esclava del Señor. Que se haga en mí según tu palabra” (Lc.1,38). Esa es la expresión más perfecta de la obediencia. Obedecer significa prestar atención a la palabra de otro, para someter nuestra voluntad a la de él. Y es una virtud, un ejercicio de la virtud de la justicia, si el otro es un “superior” que sabe dirigirnos mejor de como lo haríamos nosotras mismas. En este caso no se entiende por justicia la perfección total, sino la virtud cardinal, que da a cada uno lo que le corresponde. La obediencia más perfecta es la obediencia que tenemos para con Dios: la subordinación de la propia voluntad a la voluntad divina. Jesucristo fue quien nos dio ejemplo de esa obediencia perfecta, ya que El no vino a cumplir su voluntad, sino la de Aquel que le había enviado. Esa misma obediencia perfecta fue ejercitada por María, que se llamó a sí misma la esclava del Señor, y, como tal, se consagró con todas sus fuerzas a su servicio.

Nosotras, a través de nuestro voto de obediencia, nos comprometemos a vivir también en esa obediencia perfecta. Nos comprometemos a someter nuestra voluntad a la de nuestros superiores, en la absoluta confianza de que el Señor nos habla por sus labios y nos manifiesta en ellos su voluntad. ¿Y quién podría saber mejor que El qué es lo que nos hace falta? El camino de la obediencia se convierte de esa manera en el camino más seguro para alcanzar nuestro destino eterno. Y aun cuando en ella misma no esté todavía contenida la perfección última, es la obediencia la que nos proporciona la llave para alcanzarla. Dios quiere sólo nuestra salvación, y si sintonizamos nuestra voluntad con la suya podemos estar seguros de que alcanzaremos la perfección eterna.

Jesús y María son también nuestros modelos en la subordinación de la voluntad a una autoridad y un orden dados por Dios. En humilde obediencia se sometieron a cada insinuación que el Padre celestial había dado a la Sagrada Familia a través de las autoridades visibles. Todos fueron siempre fieles a las determinaciones de la ley que el Señor había dado a su pueblo y acataron las ordenaciones de las autoridades civiles y religiosas.

4       Como símbolo de los lazos de nuestra voluntad se nos ajusta el cinturón con las palabras que Cristo dijo a Pedro: “Cuando eras joven vivías y actuabas como un joven, te vestías e ibas a donde tú querías; cuando seas viejo, otro te vestirá y te llevará a donde tú no quieres...”(Jn.21,18). Quien se deja conducir como un niño en el andador de la obediencia, ése alcanzará el Reino de los Cielos, que ha sido prometido a los que se hacen como ellos.

La obediencia condujo también a la doncella real de la casa de David a la humilde casita del pobre carpintero de Nazaret; él mismo se vio obligado a sacar a ambos santos del entorno pacífico de su modesto hogar, para llevarlos a los caminos y al establo de Belén, donde habría de nacer el Hijo de Dios en un pesebre. El Redentor y su Madre recorrieron más tarde los caminos de Judea y Galilea, viviendo en la pobreza de las limosnas de los creyentes. Desnudo y abandonado, fue clavado el Señor en la Cruz, y puso el cuidado de su Madre en las manos del discípulo que amaba. Por esta razón exige El la pobreza de aquellos que quieren seguirle. El corazón del hombre tiene que estar liberado de toda atadura a los bienes terrenales, de la preocupación por ellos, de su dependencia, de las ansias de poseerlos. Esa libertad es necesaria para todas aquellas almas que quieren pertenecer al esposo divino de manera indivisible y para la voluntad que pretende seguir todas las insinuaciones de la santa obediencia en estado de disposición libre y absoluta.

Los tres votos se complementan mutuamente. No se puede cumplir con uno a la perfección sin atender simultáneamente a los otros. La Madre de Dios nos ha precedido en ese camino y quiere ser nuestra guía. Querida hermana Miriam, confíese con un corazón de niño a esa Madre misericordiosa. Si así lo hace, no necesita tener miedo ante la grandeza delo que promete. El Señor, que la ha llamado y hoy la acepta como a su prometida, quiere otorgarle la gracia de permanecer fiel a su llamada, y quiere entregársela a través de las manos de su Madre. Usted tiene, además, a su lado otra patrona: Santa Teresita del Niño Jesús. Ella nos muestra cómo podemos seguir al Señor y a la Virgen del Carmelo hasta en los detalles más pequeños de la vida cotidiana. Si usted aprende de ella a amar y a servir a Dios con un corazón puro y desprendido, entonces podrá cantar el himno de gozo de la santa Virgen María: “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador. E ha hecho en mí maravillas, pues El es poderoso y su nombre es santo” (Lc.1,46). Y lo mismo que Santa Teresita, podrá decir usted al final de su vida: “No me arrepiento de haberme entregado al Amor”.