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LA CONDUCCIÓN DE LA VIDA SEGUN EL ESPÍRITU DE SANTA ISABEL

 

 

1       ¿Porqué se habrá convertido nuestra época en época ávida y, casi se podría decir, adicta a las celebraciones? ¿No es quizás el peso opresivo de la miseria el que despierta el deseo de evadirse por un momento de la atmósfera gris y aplastante del presente, para calentarse un poco bajo el sol de días mejores? Una tal evasión representaría, sin embargo, un modo estéril de celebrar nuestras fiestas, y hemos de suponer que es un deseo más profundo y sano, si bien no siempre igualmente consciente, el que dirige las miradas al pasado. Una generación pobre en espíritu, pero a la vez sedienta de ese espíritu, vuelve su mirada hacia todos aquellos lugares donde en otro tiempo el espíritu fluyó en abundancia, para beberlo. Una inclinación tal es muy sana, pues el espíritu vive y no muerte jamás Allí donde alguna vez colaboró en el cultivo de la vida humana y de las obras hechas por la mano del hombre, no dejó solamente monumentos muertos, sino que continúa existiendo misteriosamente, como una brasa oculta y bien protegida, que, apenas acariciada por una brisa vivificante, arde, brilla y enciende a otras.

La mirada penetrante y llena de amor del investigador, que reencuentra las chispas escondidas en los monumentos del pasado, es el soplo vivificante que permite reencender la llama. Las almas receptivas de los hombres son la materia donde él enciende ese fuego y donde se convierte en fuerza formante que ayuda a contener y a estructurar la vida presente. Y si se trata de un fuego sagrado, que ardió alguna vez sobre la tierra y dejó en ella las huellas de su obrar, entonces se encuentran todos los lugares y vestigios de ese obrar bajo una protección santa. La brasa escondida es alimentada y mantenida, para ser reavivada como fértil y nunca vencida fuente de bendición.

2       Una tal fuente se nos abre en la memoria de esta santa encantadora que hace siete siglos, en una temprana consumación de su vida, cerró los ojos a este mundo para entrar en el radiante esplendor de la luz eterna. La historia de su vida se asemeja a un cuento maravilloso: la historia de la princesa Isabel de Hungría, que había nacido en el palacio de Pressbourg, mientras que, simultáneamente, el mago de Eisenach Klingsor leía su nacimiento en las estrellas y proclamaba su fama futura y su importancia para el país de Turingia. Las descripciones de los tesoros, que la reina Gertrudis acumulaba para dotar a su hijita, parecían sacadas de “Las Mil y una Noches”, y también las descripciones de la carroza en donde fueron cargadas todas esas maravillas, cuando el landgrave Hermann de Turingia mandó buscar a la princesa, en edad de cuatro años, para desposarla con su hijo, en la lejana Wartburg. La reina prometió agregar aún una cuantiosa dote. Pero sus esfuerzos por conseguir riqueza, esplendor y poderío encontraron un final inesperado, ya que fue asesinada por unos conspiradores y la niña, que había enviado al extranjero para asegurarle una corona, quedó huérfana.

Las narraciones sobre la vida de los niños Luis e Isabel nos recuerdan la ternura de los cuentos populares alemanes. Ambos crecieron juntos en un profundo amor fraternal y permanecieron unidos en una fidelidad indestructible, pese a todas la conspiraciones que su urdieron para separarles y pese a que paulatinamente todos se apartaban de esta niña rara y extraña que prefería ocuparse de mendigos andrajosos en vez de participar en las alegres fiestas del palacio, y que más bien parecía hecha para la vida conventual que para ocupar un trono y ser el centro de una vida cortesana, suntuosa y brillante, como estaban acostumbrados los caballeros de Turingia desde los días en que el landgrave Hermann reinaba sobre Wartburg.

A continuación sigue una novela de caballería: la ceremonia de armar caballero al joven landgrave y su toma de posesión del trono, el matrimonio esplendoroso y la felicidad juvenil de los esposos príncipes; la vida de Isabel, como soberana del país, al lado de su esposo; las fiestas, cacerías, cabalgatas por todo el país y, entro todo esto, la asistencia silencioso a los pobres y enfermos de los alrededores de Wartburg; más tarde, la creciente gravedad de los asuntos del reino: cruzadas guerreras de su esposo, a regencia durante su ausencia, la lucha contra el hambre y las epidemias, que diezmaban al pueblo, y, simultáneamente, contra las resistencias de su entorno, que no le quería permitir atacar con todos sus ímpetus la miseria. Finalmente, la promesa de la cruzada del landgrave, el profundo dolor de la despedida y de la desaparición y el derrumbe de la viuda consternada, cuando llega la noticia de su muerte. Según parece, el destino de una mujer como el de muchas otras.

3       Pero lo que sigue es nuevo y no tienen ningún parangón. La mujer, acongojada por el dooor, se levanta como “mulier fortis” (tal como la presenta la liturgia en su fiesta) y toma en sus manos su propio destino. En medio de la noche y de la tempestad abandona Wartburg, donde no se le permite vivir según los dictados de su conciencia. La santa busca refugio para ella y para sus hijos en Eisenbach y, al no encontrar un alojamiento adecuado, acepta momentáneamente la hospitalidad de su familia materna. Más tarde, una vez reconciliada con los hermanos de su marido, que le piden que retorne a Wartburg, para vivir allí con todos los honores y en amor fraternal, no puede soportar permanecer allí por mucho tiempo. Isabel se siente llamada a concluir el camino que había emprendido y abandona su lugar entre los “grandes”, para vivir entre los más pobres, como una de ellos. Finalmente, pone a sus hijos al cuidado de otras manos, para entregarse totalmente a Cristo y servirle en sus miembros sufrientes.

Despojada de todo, se consagra por los votos al Señor, que se había entregado totalmente por los suyos. El Viernes Santo del año 1229 extiende sus manos sobre el altar desnudo de la iglesia franciscana de Marburg y toma el hábito de la orden, a la que ya pertenecía desde hacía muchos años como terciaria, sin haber podido vivir totalmente según las inclinaciones de su espíritu, tal como se lo dictaba el corazón. Desde entonces se convierte en la hermana de los pobres y les sirve en el hospital, que había hecho construir para ellos. Sin embargo, esta situación no habría de durar mucho tiempo, pues al cabo de dos años sus fuerzas estaban agotadas y a la edad de veinticuatro años entra a participar del gozo de su Señor.

He aquí una vida que, encantadora y polifacética en sus acontecimientos exteriores, nos invita a ocupar la imaginación y despierta asombro y admiración. Sin embargo, es necesario penetrar hasta aquello que se encuentra por debajo de esos acontecimientos exteriores, percibir los latidos del corazón que soportó tales destinos y supo llevar a cabo tales obras y, finalmente, recibir en nosotros el espíritu que los inspira. Todas las cosas que se nos cuentan sobre Isabel y todas las palabras que de ella nos han sido transmitidas atestiguan unánimemente que tenía un corazón ardiente, que acogía con amor cálido, tierno, confiado y fiel a todo aquel que se le aproximaba.

4       Así entregó ya de niña su mano a las manos del joven que las aspiraciones políticas de sus ambiciosos padres le habían dado por marido, para no abandonarlas jamás. De la misma manera compartió toda su vida con las compañeras de juegos, que le habían sido dadas en la infancia, hasta poco antes de su muerte, cuando un maestro severo se las arrebató, para desarraigar de ese modo hasta el último lazo de amor fraternal. Así llevó también en su corazón a los niños que dio a luz, siendo todavía casi una niña. Y si ella más tarde los confió a otros, no fue esto sino una expresión de amor materno, que no quería hacerles compartir la dureza de su propio camino, ni que fueran privados de los modos de vida a los que habían sido destinados naturalmente. Además, sentía en su corazón un desborde tal de amor que la conducción de una vida distinta hubiera sido sólo un obstáculo en la vocación a la cual Dios la había llamado.

Desde su más temprana juventud abrió su corazón, con amor cálido y misericordioso, a todos aquellos que sufrían y estaban oprimidos. Isabel se sentía impulsada a alimentar a los hambrientos y a cuidar a los enfermos, pero nunca se contentaba con saciar sus necesidades materiales, sino que su deseo constante era acoger y dar calor en su corazón a los corazones abandonados. Los niños pobres de su hospital corrían a sus brazos y la llamaban madre, pues sentían que recibían de ella un amor verdaderamente maternal.

Toda esa riqueza desbordante brotaba de una fuente inagotable: del amor del Señor, que la acompañó desde la más tierna infancia. Cuando su padre y su madre la dejaron partir de su lado fue El quien la acompañó a ese país extraño y lejano. Desde que supo que El habitaba en la capilla del palacio, se sintió profundamente atraída a ese lugar, y para ir allí abandonaba incluso sus juegos infantiles. Ese era su hogar, y cuando los hombres se burlaban de ella y la ponían en ridículo, encontraba allí su consuelo. Nadie podía comparársele en fidelidad. Por eso mismo tiene que permanecerle fiel y amarle sobre todos y sobre todas las cosas. Ninguna imagen humana habría de empalidecer la imagen de Dios en su corazón, por eso es arrebatada por un profundo dolor de arrepentimiento, cuando una vez las campanillas de la consagración le hicieron tomar conciencia de que sus ojos y su corazón estaban dirigidos a su marido en vez de seguir el santo sacrificio. Delante de la imagen del crucificado, que colgaba desnudo y sangrante en la cruz, no se atrevía a llevar ni joyas ni corona. El presentaba sus brazos abiertos para coger a todos los que estaban cansados y agobiados. Ella misma se sentía llamada a transmitir ese amor a los cansados y agobiados para suscitar en ellos un amor similar por el Crucificado.

5       Todos son miembros del Cuerpo Místico de Cristo y ella sabe que sirve al Señor cuando les sirve a ellos. Sin embargo, no sólo les sirve, sino que también se preocupa de que se conviertan en miembros “vivientes” del Cuerpo de Cristo a través de la fe y el amor. Todo el que se le acercaba era conducido por ella al Señor, y así ejercía un apostolado colmado de bendiciones. Testimonio de ella son: la vida de sus compañeras, la evolución de su marido y la conversión interior de su cuñado Conrado, que, después de la muerte de Isabel y bajo su influencia evidente, se consagró en la vida religiosa. El amor de Cristo es, sin duda alguna, el espíritu que colmó y dio forma a la vida de Isabel y del cual brotó su incesante amor por el prójimo.

 

Hay todavía otro aspecto del carácter de Isabel que se explica desde esta misma fuente: su alegría, que ganaba los corazones. Isabel amaba los juegos indómitos y se complacía en ellos, aun cuando había superado ya la edad en la que, según la educación y las buenas costumbres, se le podían haber excusado. Isabel experimentaba también un profundo placer en todo lo bello y sabía muy bien cómo engalanarse y cómo organizar fiestas espléndidas para complacer a sus invitados cuando así se lo exigía su condición de princesa. Pero, sobre todo, buscaba llevar la alegría a la casa de los pobres.

Ofrecía juguetes a los niños y jugaba ella misma con ellos. Incluso la viuda acongojada, que fue su compañera en los últimos años de su vida, no llegó a perturbar su alegría y terminó por aceptar sus bromas. En lo más íntimo de su corazón se conmovió también el día de los pobres, en que Isabel invitó a miles de ellos a Marburg para repartirles con sus propias manos el resto de sus bienes de viuda, que le habían pagado en efectivo. Desde la mañana hasta la tarde recorrió las filas de esos desdichados para darle a cada uno lo suyo. Al caer la noche quedaban todavía muchos que se encontraban demasiado débiles y miserables como para emprender el camino de retorno a sus hogares.

6       Todos ellos habían acampado a la intemperie e Isabel les hizo encender fuego; así se sintieron mucho más cómodos y se les oía elevar sus cantos desde las fogatas del campamento. La princesa escuchaba asombrada y esa alegría de los pobres le confirmaba aquello que ella había creído y ejercitado durante toda su vida: “Mirad que os he dicho, hay que llevar la alegría a los pobres”. Desde hacía mucho tiempo estaba absolutamente convencida de que Dios había dado la existencia alas creaturas para que fueran felices y que era mucho más hermoso elevar hacia El un rostro radiante. E incluso esto le fue confirmado, porque la moribunda Isabel fue llamada a la alegría eterna a través del canto de un pajarillo.

Un amor y una alegría desbordantes se manifestaban en ella con una naturalidad que no se dejaba someter a ningún convencionalismo. ¿Es que era posible andar con pasos medidos y delicados y susurrar expresiones elegantes cuando fuera, frente a las puertas del castillo, resonaba la señal que anunciaba el retorno del Señor? Isabel olvidaba irremediablemente todos los convencionalismos y se entregaba simplemente al ritmo y al tacto de su corazón cuando éste comenzaba a latir agitadamente. ¿O es que se debe pensar en la Iglesia para saber cuáles son las formas socialmente permitidas para expresar nuestra devoción? A Isabel le resultaba prácticamente imposible actuar de una manera distinta de como se lo indicaba el amor, aun cuando ello le valía severas reprimendas. Nunca pudo entender que fuera problemático ofrecer personalmente sus dones a los pobres, hablar amistosamente con ellos, ir a sus chozas o atenderlos en su propia casa. No era su intención ser desobediente y obstinada y vivir en desarmonía con los suyos, pero las voces humanas nada podían hacer frente a la voz interior que la impulsaba a actuar de esa manera. Por eso, a la larga, no podía vivir entre aquellos que estaban atados a los convencionalismos y que no podían, ni querían, liberarse de costumbres ancestrales y de concepciones de vida firmemente arraigadas.

Después de la muerte de su esposo se vio obligada a abandonar los círculos en los cuales había nacido y había sido educada para seguir sus propios caminos. Sin duda alguna fue éste un corte profundo y doloroso también para ella, pero con ese corazón lleno de amor, que no se detenía ante ningún obstáculo que pudiera separarla de sus hermanos y hermanas sufrientes, encontró el camino que tantos otros buscan hoy con buena voluntad y el empeño de todas sus fuerzas, pero muchas veces en vano: el camino que conduce al corazón de los pobres.

7       A través de los siglos se puede constatar una ansia de los hombres que no alcanza nunca su plenificación y que se expresa algunas veces con suavidad y otras con gran potencia. Alguien, que experimentó este sentimiento de manera especial, encontró una fórmula muy elocuente para expresarlo: “el retorno a la naturaleza”. Y uno que, abrasado por esas ansias, persigue ese ideal en vano durante toda su vida, hasta caer destrozado, ése se hizo una imagen muy extraña de la persona, cuyo obrar brota en un movimiento incesante desde su interior, sin la consideración de la razón y el esfuerzo de la voluntad, movida solamente por el dictado del corazón; a ése le correspondería el encanto de la marionetas (Heinrich van Kleizt, sobre el teatro de marionetas).

¿Responde Santa Isabel a este ideal? Los hechos mencionados que dan testimonio de su obrar espontáneo parecen confirmarlo. Pero las fuentes históricas nos dan testimonio de otros hechos, que muestran con no menor claridad que ella tenía una voluntad de acero y que hubo de luchar incansablemente contra su propia naturaleza. La santa dulce, alegre, juvenil, admirable en su espontaneidad, es, a la vez, rigurosamente ascética. Desde muy temprano tuvo que reconocer que abandonarse sin reparos a las inclinaciones del corazón es una empresa que no está del todo exenta de peligros. Un amor excesivo por sus parientes, el orgullo y la ambición hicieron que la reina Gertrudis fuera odiada por el pueblo húngaro y prepararan su asesinato súbito e inesperado. Una concuspiscencia desbordada había conducido a la hermana de la reina Gertrudis, Agnes de Meran, a una relación adúltera con el rey de Francia, y esto le valió un interdicto a todo el reino. Las ambiciones políticas desmesuradas le proporcionaron al landgrave Hermann una vida de hostilidades incesantes y le hicieron morir en estado de excomunión. Isabel tuvo que ver muchas veces a su propio esposo comprometido en luchas injustas y excomulgado. ¿Estaba ella liberada en su propio corazón de esas fuerzas inquietantes? De ninguna manera; ella sabía muy bien que no podía entregarse a los dictámenes del propio corazón sin entrar, a la vez, en graves peligros.

8       Cuando la niña, con astucia piadosa, inventaba juegos en los cuales podía escaparse a la capilla o arrojarse al suelo para recitar allí, en secreto, sus oraciones, no podemos ver en ello sino la poderosa acción de la Gracia que actuaba en su corazón infantil; sin embargo, puede también que haya tenido el presentimiento de que en el juego corría el peligro de alejarse de Dios. Este sentimiento es más evidente aún cuando, una vez, después de su primera danza, dio un paso atrás y dijo con rostro serio: “Una danza basta para el mundo, a las otras renunciaré por la voluntad de Dios”. Cuando por las noches se levantaba de su lecho y se ponía de rodillas para orar o, incluso, abandonaba su cuarto para hacerse flagelar por sus sirvientes no la impulsaba solamente el deseo generalizado de hacer penitencia o de sufrir voluntariamente por el Señor, sino la conciencia del peligro que corría al lado de su esposo de olvidar al Señor.

Isabel se sentía, sin duda alguna, mucho más atraída por un niño naturalmente bello que por uno feo, y sentía un movimiento de rechazo ante la visión y el olor de llagas repugnantes. Si ella buscaba siempre precisamente a esas creaturas miserables, para ocuparse de ellas con sus propias manos, no lo hacía simplemente por amor misericordioso hacia los más pobres, sino por una decisión libre de su voluntad, que se propuso superar todo rechazo por ellas. Al final de su vida, Isabel pidió tres cosas al Señor: el desprecio de todos los bienes terrenales, el don de aceptar gozosamente las humillaciones y la liberación de un amor excesivo por sus hijos. A sus sirvientes pudo finalmente confiar que había sido escuchada en todos sus deseos. Pero el hecho de que hubiera tenido que pedir por ellos es una prueba de que no pertenecían a la constitución de su naturaleza y de que tuvo que luchar largamente para conquistarlos.

La meta que Isabel intentaba alcanzar, y no sólo para sí, sino, incluso, en una lucha contra su propia naturaleza, era la conducción de una vida que agradara a Dios. Con absoluta conciencia y con la misma fuerza inflexible intentó actuar en su entorno. Como soberana se esforzó por rechazar el excesivo lujo en las vestimentas y por convencer a las damas de la nobleza a renunciar a tal o cual coquetería. Cuando comenzó a rechazar todos los manjares provenientes de rentas ilícitas se vio muchas veces obligada a pasar hambre frente a la mesa principesca, cargada de delicadezas. Para ella era, además, lo más natural que sus fieles compañeras, Guda e Isentrud, compartieran sus privaciones, de la misma manera que más tarde le siguieron en la miseria y la pobreza del destierro voluntario. ¡Y qué protesta inmensa contra las conductas de vida de su entorno significaba el cumplimiento de la prohibición de comer!

9       La conducción de una vida cada vez más austera fue, sin duda alguna, para su esposo muy difícil de comprender. Las actitudes de Isabel exigían de él un comportamiento muchas veces heroico. El veía muy de cerca cómo Isabel se trataba a sí misma con la más extrema dureza, cómo ponía en peligro su salud, cómo distribuía todos sus bienes a manos llenas y cómo todo esto suscitaba una actitud de rechazo por parte de su familia y de toda la corte. Finalmente hubo de constatar sus luchas por alejarse de él interiormente y las amargas lamentaciones por estar ligada a él con el vínculo matrimonial. En este contexto se entiende que el joven landgrave, que soportaba todo ello con indecible amor y paciencia y se esforzaba fielmente por apoyar a su esposa en sus aspiraciones por alcanzar la perfección, haya alcanzado entre el pueblo la reputación de un santo.

Primeramente, fueron, sin duda, los principios del Evangelio y las prácticas generales de ascetismo de la época las que condujeron a Isabel en sus esfuerzos por alcanzar la perfección. A menudo surgían ideas que iluminaban su espíritu y ella intentaba llevarlas a la práctica. Pero lo que ella buscaba lo encontró, sobre todo, y bajo la forma de un ideal de contornos precisos, cuando los franciscanos llegaron a Alemania y Rodrigo, como huésped de Wartburg, le informó sobre el estilo de vida de los pobres de Asís. A partir de ese momento supo con exactitud lo que quería y a lo que siempre había aspirado: entregarse totalmente a la pobreza, mendigar de puerta en puerta, liberase de todos los lazos humanos, e incluso de su propia voluntad, para pertenecer sólo y totalmente al Señor.

El landgrave Luis no podía resignarse a desligarse del vínculo matrimonial y dejarla partir; sin embargo, estaba dispuesto a ayudarla a llevar una vida ordenada y lo más acorde posible a su ideal. Una gran ventaja fue que su maestro espiritual no fuera un franciscano (en ese caso no habría alcanzado jamás la satisfacción de sus aspiraciones), sino alguien que supiera aplacar su celo con prudencia y que, simultáneamente, comprendiera sus necesidades más íntimas. La persona indicada era el maestro Conrado de Marbourg, que le había sido recomendado al landgrave como director espiritual de su esposa. El maestro Conrado era un sacerdote del clero secular, pero que vivía tan pobremente como los frailes mendicantes; para consigo mismo era en extremo riguroso y también para los otros; estaba íntegramente consagrado al servicio del Señor, y así atravesó Alemania predicando la cruzada y luchando por la pureza de la fe.

10     Isabel hizo ante él voto de obediencia en el año 1225 y permaneció bajo su dirección hasta el día de su muerte. La violencia más fuerte que ella impuso a su voluntad fue subordinársele y permanecer constantemente sometida a él, pues él no sólo asumió su deseo de luchar enérgicamente contra las debilidades de la naturaleza, sino que dirigió también su amor a Dios y al prójimo por caminos distintos a los que respondían a su impulso natural. Jamás le permitió deshacerse de todos sus bienes, ni antes ni después de la muerte de su esposo; se opuso a sus dádivas incontroladas, limitándolas poco a poco hasta prohibírselas totalmente. Finalmente intentó alejarla del cuidado de enfermos contagiosos, pero éste fue el único punto en el que Isabel no pudo ser doblegada.

Ciertamente que el ideal de perfección del maestro Conrado no era inferior al de Isabel. Desde el principio había reconocido claramente que el alma que le había sido confiada a su dirección era un alma santa, y él quería hacer todo lo que estuviera en sus manos para que ella alcanzara la cumbre de la perfección. Sobre los medios para alcanzar esa perfección, sin embargo, no pensaba él lo mismo que Isabel. Al comienzo quiso enseñarle a realizar su ideal “en su propio estado”, de la misma manera que él no había considerado necesario entrar en una orden religiosa para alcanzarlo. Por ello le permitió unirse a los franciscanos como terciaria, ofreciéndole una interpretación de sus votos acorde a sus condiciones de vida.

Mientras viviera su esposo habría de cumplir con todas las obligaciones matrimoniales, pero en caso de su muerte habría de renunciar a un nuevo matrimonio. Debía vivir pobremente, pero sin dilapidar sus bienes de manera insensata, sino administrarlos prudentemente en favor de los pobres. El comienzo de esta vida en la pobreza fue marcado por la prohibición de tomar alimentos que no provinieran de ganancias lícitas de la corona. La obediencia a esta prohibición es, según las últimas investigaciones, lo que habría motivado su partida de Wartburg después de la muerte de su esposo. Es de suponer que su cuñado Heinrich Raspe no quiso tolerar más su ausencia prolongada de la mesa principesca y le bloqueó las rentas de su pensión de viuda, para hacerla más obediente (sin duda alguna para poner fin a su beneficencia dilapidante). La extrema miseria y abandono en la cual la había sumido ese destierro voluntario o involuntario le imposibilitaron totalmente readecuarse a su antiguo estilo de vida.

11     Después de la reconciliación con la familia de su esposo volvió, sólo transitoriamente, a Wartburg e inmediatamente se puso en contacto con el maestro Conrado para deliberar sobre el mejor modo de realizar su ideal franciscano. El no consintió con ninguna de sus propuestas; no aceptó ni que entrara en un convento, ni que llevara una vida de eremita o mendicante. Lo que no pudo impedir es que renovara sus votos y que vistiera el hábito de la orden. Además permitió que se instalara en Marbourg, ciudad en la que él tenía su propio domicilio. El le precisó su estilo de vida, según le dictaba su propia prudencia, y con los fondos de Isabel hizo construir un hospital en Marbourg, en el cual le atribuyeron funciones muy precisas. Por propia iniciativa y de acuerdo con su maestro espiritual se decidió a no vivir más de sus rentas, sino del trabajo de sus manos, hilando lana para el convento de Altenburg.

La tarea más dura e importante era, según la opinión del maestro Conrado, guiar a su protegida por el camino de la obediencia. El estaba absolutamente convencido de que la obediencia es superior al sacrificio y de que no se puede alcanzar la perfección sin el desapego total de los deseos y las inclinaciones propias. En el celo por alcanzar su objetivo llegó, incluso, a infligirle disciplinas corporales, ante transgresiones reiteradas de sus órdenes. Isabel estaba, sin duda alguna, de acuerdo con él en lo más profundo de su alma. La paciencia y la dulzura con que la soportó todas estas duras humillaciones no son las únicas pruebas de ello. Ella nunca hubiera cedido en un punto tan esencial como lo era el de la renuncia a su ansiado estilo de vida si no hubiese estado totalmente convencida de la importancia de la obediencia. El maestro espiritual, que le había sido dado y que ella no había elegido, era para ella el representante de Dios. Sus palabras y pensamientos manifestaban la voluntad de Dios con mucha más fidelidad que las inclinaciones de su propio corazón; y eso es lo único que importa, conducir la propia vida según la voluntad de Dios. Por eso ambos lucharon denodadamente contra las inclinaciones de la naturaleza.

12     Algunas veces es la misma Isabel la que da los primeros pasos y encuentra allí la aprobación de su maestro; por ejemplo, con su traslado a Marbourg y la separación de sus hijos; otras es Conrado el que dicta las órdenes e Isabel se somete dócilmente en obediencia; por ejemplo, cuando él la priva de las amadas compañeras de la juventud, reemplazándolas con mujeres casi insoportables que habrían de vivir con ella. O cuando le limita paulatinamente la satisfacción de dar limosnas personalmente, hasta prohibírselo totalmente. Sólo en un punto no llega a doblegarse nunca totalmente, y éste era el cuidado de un niño, con una enfermedad particularmente repugnante y que ella retenía junto a sí en una pequeña casa, al margen de su trabajo en el hospital. Según informó el maestro Conrado al Papa Gregorio IX, un niño atacado de sarna estuvo sentado en su lecho de muerte. Este mismo Papa le había confiado al maestro Conrado el cuidado de la viuda, después de la muerte del landgrave, y después de la muerte de ésta, se dedicó con mucho celo a conseguir su canonización.

Vista de esa manera la imagen que tenemos de Santa Isabel y de la conducción de su vida parecería contradictoria. Por una parte constatamos su temperamento ardiente, que sigue con espontaneidad las intuiciones de su corazón lleno de amor y de iniciativas y que no se deja intimidar ni por reflexiones propias ni por objeciones ajenas. Por otra parte, una voluntad firme y tenaz, que se esfuerza incansablemente por dominar la propia naturaleza y que, conforme a sólidos principios y en oposición consciente a las inclinaciones del corazón, conduce su vida según una estructura recibida de otros y sometida a reglas prefijadas.

Existe, sin embargo, un punto desde el cual se puede comprender esta antítesis que a final se deriva en una armonía, que es la única que puede satisfacer todas las aspiraciones naturales. En el reconocimiento de la existencia de una naturaleza, que es necesario dominar sin deformar, subyace la confianza de que existe una fuerza inherente al hombre que, obrando desde su interior y sin presiones y molestias exteriores, le permite organizar su vida como un todo acabado y armonioso. La experiencia, sin embargo, no confirma esta hermosa convicción. Es cierto que la “forma” está escondida en el interior del hombre, pero enredada en tejidos exuberantes que impiden una manifestación pura de esa forma.

13     Quien se abandona a los dictados de su naturaleza andará a la deriva, de aquí para allá, sin alcanzar nunca una configuración y una contextura clara. Y la falta de configuración no tiene nada que ver con la naturalidad. Por otra parte, el que intenta dominar la propia naturaleza, encauzar los instintos y darles una forma apropiada, aun cuando haya recibido esa forma prehecha desde fuera, ése puede que alcance a proporcionar a esa forma el espacio necesario para su desarrollo; sin olvidar, sin embargo, que puede violentarla, y en lugar de una naturaleza libremente constituida produce un monstruo o un mamarracho.

Nuestro conocimiento es siempre fragmentario; nuestro querer y nuestro obrar, cuando reposan sólo sobre sí mismos, no pueden crear ninguna forma acabada, pues ellos mismos no tienen absoluto poder sobre sí y se desplomarían antes de alcanzar su objetivo. Esa fuerza interior configurante, que se encuentra contenida en sus propias fronteras, se dirige hacia una luz que la guía con paso seguro y hacia una fuerza que la libera y que le proporciona el espacio necesario para desarrollarse. Esa es la luz y la fuerza de la Gracia divina.

La obra de la Gracia en el alma de la niña Isabel fue muy poderosa. La gracia ardía en su interior y las llamas refulgentes del amor divino se elevaban rompiendo todas las barreras y fronteras. La niña puso su vida en las manos del artista divino y su voluntad se convirtió en un instrumento de la voluntad divina. Guiada por ella se propuso dominar y podar su naturaleza y abrir el camino para la manifestación de la forma interior. Isabel pudo encontrar también una forma exterior que correspondía a la suya interior, y en la cual podía crecer sin perder su ordenación natural. Así fue como ella ascendió a los niveles de una humanidad acabada, que es el efecto más puro de la naturaleza liberada y transfigurada por la fuerza de la gracia. En ese estadio carece de peligro el seguir las inclinaciones del corazón, pues el corazón propio ha penetrado en el corazón divino y late con su misma cadencia y ritmo. La frase audaz de San Agustín puede llegar a ser en este caso el hilo conductor de toda la vida:

 

“AMA ET FAC QUOD VIS”

“AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS”