EN TORNO AL PESEBRE DE BELÉN

 

6 - 1 - 1941

 

1       Una vez más nos arrodillamos ante el pesebre, junto a los tres Reyes Magos. Los latidos del Niño divino han dirigido la estrella que nos condujo hasta aquí. Su luz, reflejo de la Luz eterna, se refracta en múltiples aureolas alrededor de la cabeza de los santos que a Santa Iglesia nos presenta como corte del Rey de los Reyes que acaba de nacer. Ellos nos dejan entrever algo del misterio de nuestra vocación.

María y José no pueden ser separados de ninguna manera de su Hijo divino en la liturgia de la Navidad. Ellos no tienen en ese tiempo una fiesta propia, pues todas las fiestas del Señor son “sus” fiestas, fiestas de la Sagrada Familia. Ellos no “se acercan” al pesebre, pues ellos han estado siempre allí; y quien se acerca al Niño se acerca también a ellos, que están totalmente sumergidos en su luz celestial.

La fiesta más cercana a la del Redentor recién nacido es la de San Esteban. ¿Qué es lo que deparó al primer testigo de sangre del Crucificado este lugar de honor? El realizó con entusiasmo juvenil lo que dijo Cristo a venir al mundo: “Me has dado un cuerpo; mira, que he venido a cumplir tu voluntad”; se ejercitó en la obediencia absoluta, que tiene su raíz en el amor y se expresa también en él. San Esteban siguió al Señor en aquello que es quizás, naturalmente hablando, lo más difícil para el corazón humano, tanto que parece imposible: cumplir con el mandamiento del amor a los enemigos de la misma manera que el Redentor.

El Niño que yace en el pesebre, y que ha venido a llevar a plenitud la voluntad del Padre hasta la muerte y muerte de Cruz, contempla en su espíritu a todos los que le van a seguir por ese camino. Su corazón se inclina hacia el primer discípulo que será recibido en el trono del Padre con la palma del martirio. Su manecita nos le presenta como a nuestro modelo y como si dijera: Mirad, este es el oro que yo espero de vosotros.

2       No muy lejos del primer mártir se encuentran las “flores martyrum”, los pétalos tiernos que fueron arrancados antes de que hubieran podido siquiera madurar para ofrecerse libremente como víctimas. Es un principio piadoso de la fe el que dice que la gracia se adelantó a los acontecimientos naturales y concedió a los niños inocentes la comprensión de lo que sucedería con ellos para hacerles capaces de entregarse libremente y asegurarse así el premio de los mártires. Sin embargo, ni aún así pueden equipararse al confesor resuelto de la fe, que con valentía heroica se compromete en la causa de Cristo. Ellos se asemejan más bien a los corderos que, abandonados e indefensos, son llevados al matadero. En ese sentido son la imagen de la pobreza más extrema. Ellos no poseen ningún otro bien, sino su propia vida, que ahora también se les quita, sin que ellos puedan oponer resistencia alguna. Los Santos Inocentes rodean el pesebre para mostrarnos cuál es la mirra que nosotros hemos de ofrecer al Niño divino; quien quiera pertenecerle totalmente debe entregarse a El y a la voluntad divina como esos niños, en total desprendimiento de sí mismo.

El Redentor tampoco quiere extrañar en el pesebre al discípulo que le fue particularmente fiel durante su vida, al “discípulo que Jesús amaba”. Nosotros le conocemos bajo la imagen de la pureza virginal. El agradó al Señor precisamente porque era puro. El reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y allí fue iniciado en los misterios del corazón divino. De la misma manera que el Padre dio testimonio de su Hijo cuando dijo: “Este es mi Hijo muy amado, oídle”, así parece señalarnos el Niño divino a su discípulo amado y decirnos: No hay incienso que me sea más agradable que la entrega de un corazón puro. Escuchad a aquel que pudo ver a Dios porque tenía un corazón puro.

3       Nadie pudo contemplar más profundamente que él los abismos escondidos de la vida divina. Por eso proclama él solemnemente al final de la Santa Misa, en las celebraciones navideñas, el misterio del eterno nacimiento del Verbo divino. (En aquel tiempo se concluía cada celebración eucarística de la octava de navidad con la lectura del prólogo de San Juan. N.del T.). El vivió las luchas del Señor tan de cerca como sólo lo puede hacer un alma que ama. Ñ El nos mostró al Buen Pastor que va detrás de las ovejas perdidas. De él podemos aprender cuán preciadas son para el corazón divino las almas de los hombres, y, además, que la mayor alegría que podemos depararle es que nos entreguemos voluntariamente a El, como sus instrumentos en el camino del rebaño. El ha guardado cuidadosamente y nos ha transmitido numerosos testimonios en los cuales el Redentor confesó su divinidad, frente a amigos y enemigos. El abrió ante nosotros el relicario del corazón divino en la reproducción de los discursos de despedida del Señor y de su oración sacerdotal. Por su intercesión sabemos qué parte nos corresponde en la vida de Cristo -como sarmientos injertados en la viña divina- y del Dios Trinitario.

El pudo contemplar, todavía en vida, al Dios hecho Hombre como juez del mundo, para dibujarnos luego los grandiosos enigmas de las misteriosas profecías apocalípticas en ese libro que, como ningún otro, nos enseña a comprender las turbulencias de nuestro tiempo como una parte de la gran batalla entre Cristo y el Anticristo. Un libro de inexorable seriedad y consoladora promesa. La presencia de San Juan junto al pesebre nos dice: Mirad lo que se concede a quienes se entregan a Dios con un corazón puro. Ellos van a participar de la total e inacabable plenitud de la vida humano-divina de Cristo como don real. Venid y bebed de la fuente de agua viva que el Salvador abre a los sedientos que caminan hacia la vida eterna. La palabra se hizo carne y yace ante nosotros bajo la forma de un pequeño Niño recién nacido.

4       Hoy podemos acercarnos a El para presentarle el don de nuestros votos, y luego hemos de andar un nuevo año junto a El por los caminos de su vida terrena. Cada misterio de esa vida, en la cual intentamos penetrar en contemplación amante, es para nosotros como una fuente de vida eterna. Y el mismo Redentor, a quien la palabra de la Escritura nos le presenta bajo forma humana en todos sus caminos terrenales, vive entre nosotros, oculto bajo las formas del Pan Eucarístico, y viene a nosotros cada día como el Pan de la Vida. De una u otra forma está siempre junto a nosotros, y de una u otra forma quiere que le busquemos y encontremos. La una apoya a la otra. Si vemos a nuestro Redentor con los ojos del espíritu, tal como nos lo dibujan las Sagradas Escrituras, entonces crecerán en nosotros las ansias de recibirle como el Pan de la Vida. El Pan Eucarístico, por su parte, despierta en nosotros el deseo de conocer al Señor más profundamente en las palabras de la Escritura y fortifica nuestro espíritu para un mayor entendimiento.

¡Un nuevo año de la mano del Señor!Ni siquiera sabemos si podremos experimentar el final de este año, pero si bebemos cada día de las fuentes del Salvador, entonces cada día nos hará penetrar más profundamente en la vida eterna y nos preparará para separarnos más fácilmente de la carga de esta vida terrena, cuando resuene la llamada del Señor. El Niño divino nos ofrece su mano para la renovación de la alianza nupcial. Apurémonos a asir esa mano: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?