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Gentileza de http://www3.planalfa.es/mu/saes.htm
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

REENCARNACIÓN  Y FE CRISTIANA

 

0. Planteamiento del tema

El objetivo de este trabajo es ofrecer elementos para una confrontación con las creencias reencarnacionistas desde la perspectiva cristiana; de ahí que no se centre en la exposición detallada de las distintas modalidades que puede asumir dicha creencia en la reencarnación, modalidades que, no obstante, es necesario tener en cuenta para que la confrontación sea doctrinalmente honrada y metodológicamente rigurosa. No puede decirse que escaseen trabajos de este tipo, lo cual es comprensible a la vista de la fascinación creciente que la reencarnación parece ejercer hoy día no solamente en los ámbitos geográficos o culturales donde cuenta con una larga implantación, sino también entre muchos occidentales, incluidos bastantes cristianos. Al menos así puede deducirse de encuestas de opinión, estadísticas y testimonios personales. Vivir no solamente una vez, sino contar con la experiencia de vidas anteriores y tener ante sí la posibilidad abierta de ulteriores vidas, he aquí un tipo de esperanza que atrae a numerosos contemporáneos. Se comprende, por ello, la necesidad de un diálogo crítico, en un contexto de acercamiento interreligioso potenciado vertiginosamente por la movilidad contemporánea y por los medios de comunicación, diálogo que busca la comprensión recíproca sin tener que renunciar a la propia identidad confesante.

El cometido no es fácil por la pluralidad de representaciones con que se presenta la idea de reencarnación, por la dificultad para comprender planteamientos y mentalidades que se expresan en conceptos muy diversos de los que a uno le son familiares, por el riesgo de malentendidos recíprocos, de presentaciones inadecuadas, de afanes inmediatamente apologéticos; y también por los recelos alérgicos de muchos frente a todo intento de confrontación valorativa entre creencias distintas, ya que lo único posible y correcto sería limitarse a una simple descripción de las mismas como fenómenos antropológicos culturales. A pesar de todo ello, pienso que está justificado intentar respetuosamente, desde la perspectiva teológica cristiana, una valoración de esta creencia milenaria que hoy día comparten casi la mitad de las personas que creen en un más allá de la muerte; como lo estaría igualmente valorar desde la perspectiva reencarnacionista las afirmaciones cristianas sobre la resurrección y sobre la unicidad irrepetible de la existencia humana.

1. Fascinación actual de una creencia antigua

1.1. Diversidad terminológico-conceptual

Aquí hablamos normalmente de "reencarnación", pero ni la terminología respectiva es uniforme ni la idea reencarnacionista representa un sistema doctrinal unitario y cerrado en sí mismo. En un sentido idéntico o muy semejante al de reencarnación se emplean también los términos de "transmigración de las almas", "palingenesia", "renacimiento", "metempsicosis" o "metensomatosis". En todos los casos se comparte la convicción común de que, cuando se descompone el cuerpo material del hombre, permanece, no obstante, un elemento, un factor, una energía, unos resultados, un alma, un espíritu, un yo [la pluralidad terminológico-conceptual es tan variada como lo son las concepciones antropológicas subyacentes], un "algo", que le asegura un tipo de permanencia más allá de la(s) muerte(s) y que es susceptible de transitar a través de numerosas vidas y repetidas existencias.

Cuando se habla de "reencarnación" se supone que una entidad permanente [yo, alma, espíritu, elemento psíquico, factor o factores] entra sucesivamente en diversos cuerpos visibles, se encarna en un cuerpo determinado y se reencarna después de la desaparición del mismo. Con el término de "transmigración" se expresa la idea de que determinados factores pasan de un ser vivo a otro, de un hombre a otro hombre, de un hombre a un animal o viceversa. El término de "metempsicosis" significa que el alma [psyke] entra en un cuerpo nuevo y distinto [meta], después de haber abandonado aquel en el que hasta entonces se encontraba. Con "metensomatosis" se quiere indicar la misma realidad que con metempsicosis, pero el acento se pone ahora más sobre el cuerpo [soma] que sobre el alma. Finalmente, la expresión de "palingenesia" tiene el significado de nacer de nuevo o renacimiento y es una expresión muy antigua para indicar, salvo ligeras diferencias [entre los estoicos, p.e., la palingensia significaba también el renacimiento del mundo después de un cierto ciclo], la misma realidad que la metempsicosis.

Aunque pueda hablarse de una convicción común [pervivencia de un "algo" antropológico a través de las diversas existencias], conviene no olvidar, sin embargo, que las diferencias entre las diversas versiones de la reencarnación no pueden reducirse a un común denominador.

Es distinta la manera de comprender la naturaleza de aquello que asegura la permanencia [perviviría la misma persona viva con una consistencia umbrátil, pero sin su energía vital; o bien sólo los elementos de las energías vitales no corporales; o bien una esencia, alma o núcleo espiritual envuelta en una especie de cuerpo sutil; o bien un conjunto global de impulsos dinámicos]. Es distinta la forma de entender su origen [sin principio ni fin, en un tiempo intemporal, por la voluntad creadora de un Dios, como partícula(s) fragmentada(s) de la misma realidad divina, de condición eterna pero distintas de Dios]. Son diversas las soluciones a la pregunta por la forma de relacionarse entre sí el factor de permanencia con el factor de mutabilidad (el cuerpo como vestido del alma, la mediación de un cuerpo sutil permanente entre el cuerpo material y la esencia íntima o "yo", la identidad de fondo entre los diversos elementos a pesar de su diversidad fenoménica, la ausencia de una unión verdadera). Las divergencias antropológicas repercuten también sobre las formas de entender la reencarnación, bien en la modalidad de una transmigración social [la solidaridad tribal, el karma colectivo], bien en la de una transmigración individual [un alma individual preexistente, fragmentos dispersos de un pléroma primordial o especie de alma universal, renacimiento de los "muertos vivos"]. Diversas son también las implicaciones entre reencarnación y ley moral: hay sistemas en los que la reencarnación y el nuevo nacimiento son independientes de las cualidades morales de la vida pasada; hay otros donde la transmigración se halla determinada por la ley del karma [el acto y sus consecuencias positivas o negativas], si bien esta ley ofrece matices complejos e importantes que relativizan su rigurosidad aparentemente despiadada y tiránica; hay otros donde lo decisivo viene dado por la actitud adoptada frente a una enseñanza o una doctrina bien concreta; hay otros donde la reencarnación es un proceso creciente de perfeccionamiento sucesivo hasta el logro de propia madurez o autorrealización.

Finalmente, se da también otra diversidad importante: en algunos sistemas la rueda sucesiva de reencarnaciones no conocerá final alguno, como no lo conoce el proceso vital continuo de nacimiento, muerte y renacimiento; en otros sistemas filosófico-religiosos, por el contrario, la cadena de reencarnaciones conocerá un fin, puesto que apunta hacia el logro de una meta alcanzable, si bien difícil. En una palabra: la idea de reencarnación ofrece una gran diversidad y complejidad doctrinal que tampoco el teólogo puede olvidar a la hora de confrontarla con la fe cristiana.

1.2. Creencia antigua y versiones nuevas

La reencarnación es una creencia muy antigua y bastante extendida entre las cosmovisiones religiosas y filosóficas, si bien podrían cuestionarse en cuanto testimonios probatorios de su difusión universal algunas referencias de propagadores entusiastas, convencidos de hallar por doquier huellas reencarnacionistas.

Hay una modalidad de reencarnación más propia de las religiones primitivas y de las sociedades arcaicas, que está directamente relacionada con el culto de los antepasados; en el más allá se encuentran acumuladas y disponibles las energías ancestrales o fuerzas vitales de la tribu, la "masa ancestral" de donde proceden y adonde retornan todas las energías vitales. La idea de reencarnación responde a una concepción de la vida como un círculo de fuerza inagotable que no conoce término alguno; así se garantiza una cierta estabilidad y seguridad a la vida social de la tribu en medio de los cambios continuos, el clan pervive en los nuevos nacimientos, hay un "continuum" familiar o tribal que relativiza la muerte de los miembros individuales. Es una modalidad de la reencarnación que puede percibirse, p.e., en bastantes pueblos africanos, donde goza de particular vigencia el culto de los antepasados. La idea de reencarnación, no obstante, a juicio de los estudiosos, resulta menos obvia y uniforme, pues o bien se reencarna uno de los múltiples componentes de la persona, o bien el alma colectiva, o bien tiene sólo una vigencia temporal, o bien se sitúa en la línea fronteriza entre las generaciones, durante el tiempo en que la vida del recién nacido resulta más vulnerable y expuesta.

La reencarnación constituye un elemento central en las tradiciones religiosas orientales, especialmente en el hinduismo y en el budismo. El hinduismo, a lo largo de su evolución histórica desde el a. 1000 a.C. aproximadamente hasta nuestros días, ofrece una diversidad notable de interpretaciones sobre la muerte y el renacer: un renacimiento postmortal, pero no necesariamente en la tierra [Rig Veda, 1000 a.C.]; una muerte recurrente y un eterno renacer, siendo posible también alcanzar la liberación de esta muerte recurrente y de este obligado renacer [Brahmans, 900 a.C.]; con la idea de la transmigración [samsara] va unida la posibilidad de optar libremente entre permanecer sometido a la rueda del morir/renacer repetido o abandonar este sometimiento obligado, si bien se discute sobre cuál sea lo bueno y lo malo [Upanishads, 700 a.C.]; la configuración de la ley del karma [acción], según la cual la condición y la naturaleza del renacer de una persona concreta está determinada por las acciones que para bien o para mal realiza en su vida previa [el alma que se reencarna quisiera liberarse de la reencarnación], apareciendo la idea del cielo o infierno como duraciones temporales [Puranas, 500 - 1000 d.C.]. Todo ello expresado hasta nuestros días en una multiplicidad de narraciones y mitos sobre los mecanismos y las formas de reencarnación, así como con notable diversidad de acentos entre las diversas tendencias o escuelas en el interior de la misma tradición hinduista.

En la tradición religiosa del budismo se profesa la reencarnación, pero también se descubre el camino para poder liberarse de la rueda obligada e inexorable de las reencarnaciones: apagar la "sed" [el deseo ligado al placer] en cuanto origen de todos los males y causa de las sucesivas reencarnaciones; esto requiere un proceso de maduración largo, que sobrepasa la duración de una existencia humana y precisa de sucesivas reencarnaciones para poder percibir el salario de los propios actos, superar la ignorancia y descubrir el camino que Buda descubrió y reveló a sus discípulos. Tal descubrimiento fue el resultado de una iluminación que el príncipe hindú Gautama Sakyamuni [525 a.C. ca.], designado como Buda o Iluminado a partir de este momento, recibió en su deseo de encontrar una respuesta al escándalo del sufrimiento universal: he aquí la verdad oculta sobre el origen del dolor, es la "sed" lo que lleva de nacimiento a nacimiento. De ahí el "nirvana" como extinción de la sed, serenidad perfecta, dominio de las pasiones, superación de la ignorancia, liberación del peso de la reencarnación; los "boddhisatvas" como seres excepcionales, que aceptan libremente reencarnarse mientras haya un ser humano a quien poder ayudar. La reencarnación es necesaria para el proceso de maduración y para poder percibir el resultado de todos nuestros actos. Pero lo que renace y se reencarna no es en rigor ni el hombre [conjunto incesantemente renovado de elementos materiales y fenómenos pasajeros] ni tampoco un alma inmortal, sino el "karma", el producto o resultado de nuestras vidas precedentes. Digamos que, en el proceso de las reencarnaciones, se da una dialéctica permanente de continuidad y discontinuidad, pero este proceso apunta a la cesación final tanto de la muerte como del renacer, es decir, a la liberación total.

La creencia en la reencarnación constituía un elemento común a numerosas tendencias de la filosofía griega. Así Pitágoras [600 a.C.], para quien el número de las almas permanece siempre idéntico, sostenía que éstas no mueren, sino que se hallan sometidas a un ciclo de reencarnaciones sucesivas, admitiendo la posibilidad de que esto acontezca también en cuerpos animales; Jenófanes relata que Pitágoras se conmovió ante el espectáculo de un perro apaleado, pidiendo a quien lo maltrataba que dejara de hacerlo por haber reconocido en aquel animal al espíritu de un amigo suyo difunto.

Tal idea parece haber sido compartida ya antes por los Orficos. Empédocles introduce el matiz de que la reencarnación es un camino doloroso de purificación por culpas cometidas, que dura hasta que el alma retorne a la patria divina, y extiende la reencarnación también al mundo vegetal.

Por su parte, Platón otorga especial relieve a la metempsicosis. Él habla de la reencarnación en el contexto filosófico de su comprensión de la reminiscencia, de las ideas, del mundo y del alma humana. El alma tiene que encarnarse como resultado de una culpa previa y las reencarnaciones sucesivas no son ya un proceso necesario, sino que están relacionadas con el comportamiento moral y con el ejercicio de la propia libertad. La reencarnación en cuerpos de animales la considera como un castigo infligido a las almas que han sido viciosas o que han practicado la injusticia, si bien la admisión de que un alma racional humana se encarne en cuerpos animales irracionales presenta algunas dificultades en el pensamiento global de Platón. Su doctrina se prolonga en el platonismo medio y en el neoplatonismo, pero no todos los seguidores de Platón exponen del mismo modo la idea reencarnacionista: unos sostenían que hay solamente un alma, la racional, que se reencarna sucesivamente en cuerpos humanos, animales o vegetales [Albino, Plotino]; otros [Porfirio, Jámblico] afirmaban que el alma humana solamente puede entrar en cuerpos humanos y no en animales o vegetales. La creencia en la reencarnación gozaba, pues, en el mundo griego de amplia difusión; no obstante, también era objeto de crítica ya entonces. Y así Aristóteles consideraba absurdos los mitos pitagóricos por razones filosóficas, pues el alma es la forma del cuerpo y tal alma no puede estar unida más que a tal cuerpo; en Luciano la crítica se transforma en sátira irónica al mofarse de las reencarnaciones propuestas por Pitágoras.

No es cuestión de describir aquí la historia de la creencia en la reencarnación desde el mundo antiguo hasta nuestros días. Lo llamativo no es que ésta se haya transmitido, sino el éxito progresivo que ha ido obteniendo en el mundo occidental. En la época moderna se hallan representaciones reencarnacionistas entre filósofos de la ilustración y poetas del romanticismo, especialmente en el ámbito alemán [Lessing, Kant, Goethe, Schlosser], como expresión de una simpatía creciente que llega intensificada hasta nuestros días. El mismo pensador neomarxista E. Bloch, en su reflexión sobre la muerte, termina apostando a favor de la transmigración de las almas. A ello se han de añadir las doctrinas espiritistas del pedagogo francés L. H. Dénizard Rivail [1804-1869], conocido por el seudónimo de Alain Kardec, el cual propuso una reforma religiosa donde la reencarnación desempeña un papel decisivo, haciendo del espiritismo la tercera revelación después de la de Moisés y la de Jesucristo.

La idea de reencarnación desempeña un papel muy importante en el pensamiento antroposófico de R. Steiner y en el movimiento inspirado en el mismo: "la cosmovisión antroposófica, decía Steiner, se basa en el fundamento de la reencarnación y del karma". Pero en Steiner se puede percibir además una de las modalidades más características de su recepción moderna y contemporánea; la reencarnación significa sobre todo progreso evolutivo hacia adelante, posibilidad siempre abierta de desarrollos ulteriores, capacidad para aprender de las existencias precedentes, etapa superior del desarrollo espiritual. Posibilidades de las que Steiner quiso deducir, entre otras, consecuencias pedagógicas. Es una valoración positiva de la reencarnación que resulta predominante en los diversos movimientos contemporáneos donde ha sido integrada como un elemento sincretista, bien sea en la New Age, bien sea en las diversas neognosis contemporáneas. Pero esta significativa modificación de acento es ya, a la vez, una de las razones de su atracción actual para muchas personas de nuestra época.

1.3. Motivos de su fascinación actual

Prácticamente todos los analistas de la situación contemporánea en los países occidentales [Europa y América], así como todos los que se han ocupado últimamente del tema de la reencarnación, hablan a este respecto de una fascinación creciente. Lo confirman los datos propios de las encuestas de opinión, según las cuales en los países tradicionalmente "cristianos" llega a aceptar la reencarnación casi uno de cada cuatro de sus habitantes.  En la sociedad española contemporánea, según las recientes encuestas sobre los nuevos valores de los españoles, la situación es muy semejante y también puede percibirse una tendencia creciente de simpatía.

Esta realidad obliga a preguntarse por los motivos de la fascinación actual de una creencia tan antigua. No es fácil identificarlos a primera vista, pero seguramente tienen que ver con la situación contemporánea de malestar difuso, asfixia materialista, crisis de los ideales de la modernidad, pluralismo religioso, revancha de lo reprimido, retorno de lo sagrado al margen de las iglesias y de las instituciones tradicionales. Hay gente en occidente que cree estrictamente en la reencarnación y que está convencida de que la vida presente es el resultado de existencias anteriores y de que el morir no es sino un pasar sucesivo a nuevas vidas ulteriores. Pero lo que predomina es un interés más o menos de moda, un entretenimiento experimental, curioso o lúdico con todas estas cuestiones, todo ello unido al fuerte impacto de culturas o tradiciones religiosas orientales. Lo cual no obsta para que dicho interés termine transformándose en una convicción personal o en una especie de sincretismo individual, donde armonizar elementos muy diversos a condición de que satisfagan las propias necesidades personales.

En las versiones occidentales de la reencarnación, vigentes en nuestros días, se acentúa con más fuerza que en las tradiciones orientales la valoración positiva de la reencarnación, enlazándola con los ideales propios de evolución progresiva, autorrealización personal y logro de la propia madurez; los aspectos más duros y negativos se dejan normalmente a un lado. Es cierto que no pueden hacerse contraposiciones exclusivas entre ambas versiones, pero en Oriente predomina la comprensión de la reencarnación como destino, fatalidad, situación de no salvación, mientras que en Occidente representa una oportunidad de desarrollo espiritual ulterior y de progreso humano más amplio. Puede citarse como ejemplo el pensamiento antroposófico de R. Steiner, antes mencionado: su cosmovisión entiende la reencarnación como desarrollo ulterior y progresivo; la peregrinación a través de las distintas reencarnaciones es un movimiento constante hacia adelante. El hombre aparece como alguien que aprende de su pasado y lo asimila para volver de nuevo a la existencia y para reencontrar a las personas con las que él estaba unido en su vida anterior. La reencarnación es, por tanto, para Steiner no propiamente una transmigración de las almas, sino desarrollo del elemento espiritual en el hombre, un desarrollo que tiene también consecuencias para la vida en el mundo y para la convivencia comunitaria. La meta final es una espiritualización, que se halla más allá de lo concretamente representable: vendrá un tiempo en que el yo espiritual planeará sobre el cuerpo y se servirá de él como de un instrumento desde fuera. Esta valoración positiva de la reencarnación predomina también entre los movimientos religiosos occidentales que la hacen suya, p.e. en la New Age. Se espera que cada época aporte un desarrollo progresivo de la conciencia; la vida humana es tanto el lugar donde se ejercita el alma como el ámbito en que al hombre se le ofrece la posibilidad de influir en el desarrollo de la humanidad; la rueda oriental de los renacimientos repetidos se transforma en occidente en una espiral, en una escalera de caracol, que finalmente conduce al cielo nuevo y a la nueva tierra.

En el occidente actual predomina, pues, la valoración positiva; no obstante, tampoco el hinduismo y el budismo orientales desconocen del todo la idea de la reencarnación como movimiento ascendente, lo cual ha posibilitado que algunos pensadores indios modernos como Aurobindo entiendan el proceso de reencarnación como un proceso evolutivo ascendente.

Propio de la mentalidad occidental es también el esfuerzo por dotar a la reencarnación de una fundamentación científica, pretendiendo hablar en nombre de la ciencia y transmitir más bien una sabiduría que una fe; es la pretensión de cientificidad que contribuye a presentar la reencarnación como algo plausible. El intento se halla prácticamente ausente de los textos indios clásicos, pero hoy día abundan los esfuerzos tanto en Oriente como en Occidente por demostrar su cientificidad. Desde el punto de vista de las ciencias naturales lo intentó ya Steiner. Trautmann lo ha intentado recurriendo a la ayuda de la física nuclear [la persona humana equivaldría a una correlación de electrones pensantes]. En el ámbito de la psiquiatría y de la parapsicología, el profesor I. Stevenson ha investigado cuidadosamente numerosos casos de personas que, ya en su infancia, recuerdan espontáneamente haber tenido otra identidad, haber protagonizado otras experiencias, haber conocido otras personas; de ahí el convencimiento de que la reencarnación constituye la hipótesis científica más aceptable para explicar tales fenómenos. A pesar de todo, hay diferencias notables entre los recuerdos aparentemente espontáneos, interpretados en clave reencarnacionista, y las doctrinas hinduistas y budistas; además, los condicionamientos recíprocos entre imágenes reencarnacionistas e interpretación de las propias experiencias justifican el escepticismo frente a la pretensión de que la reencarnación sea científicamente demostrable.

La aplicación terapéutica de la doctrina reencarnacionista constituye igualmente una de las innovaciones contemporáneas, pudiendo considerarse como una ampliación de los planteamientos psicoanalíticos, más allá de la muerte, hasta vidas anteriores. Entre las numerosas obras publicadas en este ámbito, destacan las de Th. Dethlefsen. Junto a la reencarnación se hallan elementos de la astrología y adquiere una gran importancia el horóscopo. No hay lugar para casualidades, la vida entera del hombre se halla predeterminada; sin embargo, el hombre es responsable de su propia vida, pues el momento del nacimiento, del que depende el horóscopo, tiene su fundamento en la vida anterior del hombre. Lo cual se lleva hasta afirmar que incluso un accidente o una muerte son consecuencias de comportamientos en vidas anteriores, si bien Dethelfsen cuenta con una cierta libertad del hombre. En esta concepción se integra la terapia reencarnacionista. Las experiencias traumáticas de vidas pasadas pueden impedir el desarrollo de determinadas formas de vida y conducir a enfermedades; su tratamiento consiste en buscar bajo la hipnosis la experiencia traumática del pasado y revivirla, haciéndola consciente. Y lo que se vuelve consciente ya no puede hacer daño, revivir conscientemente las existencias anteriores conduce a la curación.

Todas estas aplicaciones se insertan en una sensibilidad cultural en la que diversos factores contribuyen a su aceptación. Hoy día, en medio de una tabuización social progresiva, ha surgido el deseo de afrontar la problemática del morir y de la muerte, sobre todo por parte de médicos y personal sanitario, de una manera humana, que vaya más allá de lo técnico y medicinal, y que no esté condicionada por presupuestos religiosos confesionales. Para ello el modelo reencarnacionista se presenta como adecuado, especialmente la metáfora del morir, propagada por E. Kübler-Ross, como un acontecimiento semejante al de la mariposa que echa a volar saliendo de la larva. Y se presenta además con la pretensión de ser el resultado de investigaciones científicas, confirmadas por los testimonios de personas próximas a la muerte o que han experimentado el trance del morir. Como consuelo para moribundos en un clima secular, no vinculado confesionalmente, solamente resultaría apropiada una visión positiva del morir y de la muerte, un mensaje del morir armónico, lo cual se cree poder descubrir en el modelo reencarnacionista.

No hay duda de que la reencarnación, en su configuración moderna, encaja bien con la necesidad humana, comprensible, de decir bellas palabras al moribundo; pero con demasiada frecuencia apunta hacia una banalización de la muerte y del morir. En rigor, los informes sobre las diversas experiencias del morir desempeñan una función compensatoria de consuelo respecto a la religión y dan testimonio únicamente sobre experiencias de personas que se han encontrado en el límite de la vida y de la muerte, pero que en realidad no han muerto. No son ninguna prueba científica de que exista un más allá de la muerte; una visión armónica y positiva del morir no garantiza por sí sola la existencia real de un más allá armónico y positivo.

La creencia en la reencarnación, con su esperanza de poder revisar decisiones vitales equivocadas, se corresponde bien con una postura moderna de reserva frente a toda decisión vinculante y comprometida. Hay múltiples oportunidades, nada se juega definitivamente a una sola carta, siempre será posible renacer de nuevo para cumplir las tareas que no pudimos o no quisimos llevar a cabo. Además el hombre aparece como el artífice de su propio destino futuro, capaz de acumular un número ilimitado de experiencias, con el sentimiento de dominar las regularidades [causa-efecto] que determinan los acontecimientos de su propia vida.

La actual fascinación de la idea reencarnacionista no puede ser entendida, por tanto, como una simple recaída en un pensamiento primitivo. Más bien tiene mucho que ver con la misma conciencia moderna, con sus problemas no solucionados y con sus anhelos no cumplidos. Se ha necesitado una larga historia y numerosas modificaciones para que la idea de la reencarnación correspondiese a las necesidades y a los planteamientos del hombre moderno. Pero tanto en su formulación originaria y primitiva como en su configuración contemporánea la reencarnación tiene que ver con problemas de su tiempo, con un campo de cuestiones descuidado en gran parte por las iglesias occidentales en los últimos tiempos y hecho propio por el ámbito secular.

2. Revelación bíblica, cristianismo primitivo y reencarnación

No es fácil abordar esta cuestión de manera desapasionada, con la esperanza de que un diálogo objetivo y riguroso sobre las fuentes de la fe cristiana pueda llevar tanto a partidarios como a adversarios de la reencarnación a una coincidencia en la determinación de la postura cristiana primitiva. Las acusaciones recíprocas de apriorismo en la lectura e interpretación de los textos se suceden continuamente. Por una parte está la posición de historiadores de las religiones, exégetas, patrólogos y teólogos cristianos que responden con un no explícito, a veces exasperado, a la pregunta de si el cristianismo primitivo compartió la creencia en la reencarnación. Por otra parte, hay toda una literatura, que alimenta una opinión bastante difusa, en la que, sin atención alguna a los estudios mencionados, se repite impertérritamente que hasta el mismo Jesús habría sido un ferviente adepto de la reencarnación; o, si no tanto, que al menos los primeros cristianos y los Padres de la Iglesia la habrían aceptado hasta el s. V-VI, antes de que la presión creciente de un clero ignorante de la verdadera vida espiritual hubiera conducido a su exclusión. La dificultad de desbloquear este estado de cosas no dispensa de la obligación de abordar brevemente el tema.

 2.1. Los textos bíblicos

En la Biblia no hay ningún texto que proponga explícitamente la fe en la reencarnación; no obstante, sus partidarios consideran que algunos pasajes apuntan claramente hacia la misma y que, por tanto, cuenta con una fundamentación bíblica. No podemos entrar aquí en un análisis detallado de los numerosos textos, tanto del AT como del NT, que, interpretados alegóricamente, eran de uso frecuente, por ejemplo, en la teología gnóstica que profesaba la reencarnación; pero sí hemos de mencionar los más recurrentes.

En primer lugar todos los relacionados con la esperanza de que el profeta Elías retornase antes del día definitivo de Yahvé y con la afirmación de que Juan Bautista no es sino Elías que ha vuelto. El tema nos remite al AT. Y, según los textos respectivos [2Re 2,11; Mal 3, 23-24; Eclo 48, 9-11], Elías fue un personaje que no conoció la muerte, sino que, a semejanza de Henoch y de otros profetas, fue arrebatado hasta los cielos; por eso, precisamente, podrá retornar de nuevo, como signo y testimonio del final. Elías es uno de los personajes escatológicos que volverán a aparecer o a descender del cielo cuando venga el fin. Esta expectativa no se expresa ni en el esquema de la transmigración de las almas, ni tampoco en el de la resurrección de los cuerpos en sentido estricto, sino en el esquema de ascenso a los cielos [ser arrebatado] y descenso de los cielos [reaparición].

En tiempos de Jesús, la idea del retorno de Elías formaba parte de las expectativas escatológicas. Y dicho retorno se considera ya cumplido en Juan Bautista, cumplimiento que aparece en varios lugares del NT: en boca del mismo Jesús ["Si queréis aceptarlo, él es Elías, que ha de venir", Mt 11,14; "Elías ha venido ya... y no lo reconocieron", Mt 17,17], en el comentario del evangelista ["entendieron que les hablaba de Juan el Bautista", Mt 17,13], o en la profecía del ángel a Zacarías ["caminará en el espíritu y en el poder de Elías" Lc 1,17]. Hay, pues, una relación clara entre ambos personajes; pero nada obliga a entenderla como una identidad personal entre Elías y Juan Bautista. Éste viene a ser "otro Elías" en la medida en que aparece en continuidad con la tradición profética de Elías, con su fuerza y con su espíritu, en el marco de una determinada tipología bíblica, de modo semejante a como el profeta Eliseo, discípulo de Elías, prolonga la misma tradición profética de su maestro. Nada habla a favor del esquema reencarnacionista de almas que abandonan un cuerpo para re-incorporarse en otro.

Otro pasaje que se suele invocar es el diálogo de Jesús con Nicodemo a propósito de la necesidad de renacer nuevamente [de arriba] para ver el reino de Dios [Jn 3,3-5].

No cabe duda de que la idea de un re-nacimiento se halla fuertemente arraigada en la tradición reencarnacionista, ya desde la misma doctrina platónica sobre la transmigración de las almas. Pero lo importante, aparte de las dificultades expresadas por el mismo Nicodemo frente a la idea misma en cuanto tal, es la respuesta dada por Jesús: no es un nacimiento nuevo para repetir una vez más la misma existencia terrena, se trata de un renacer del agua y del Espíritu, un renacer de Dios, un renacer de arriba, un renacer divino, como condición previa para poder entrar en el reino de Dios. La tradición cristiana siempre ha visto aquí una referencia clara al acontecimiento del bautismo, como momento clave del tránsito a un nuevo modo de existencia integrada en la vida misma de Dios.

La idea del renacer [por lo demás común a distintas cosmovisiones religiosas] y el lenguaje terminológico son coincidentes, pero el contenido y el esquema de la comprensión cristiana difieren de los esquemas reencarnacionistas.

Igualmente el pasaje sobre la curación del ciego de nacimiento [Jn 9,1-12]. Por una parte está la pregunta concreta ["¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?"] y, sobre todo, el trasfondo ideológico desde el que los discípulos plantean la cuestión; e.d., desde una concepción de la retribución divina en la que los males y las desgracias físicas se interpretan como la respuesta de Dios a las culpas colectivas o individuales de los hombres. Concepción que en parte había sido ya corregida en el mismo AT [cf. Jer 31,29-30 y Ez 18,2-4, como llamada a la responsabilidad personal y anuncio de la retribución individual] y que no tiene validez alguna en el NT [Jesús tiene que corregir la impaciencia de quienes pretenden dilucidar con evidencia prematura lo que sea trigo o cizaña, cf. Mt 13, 24-30]. Por otra parte está la respuesta de Jesús: "Ni pecó él ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios". De esta manera Jesús rompe la lógica que vincula implacablemente culpa moral y castigo, tanto en la perspectiva de una retribución temporal y colectiva [en el caso de que la culpa fuera de los padres] como en la hipótesis de una retribución individual [única posibilidad de que la desgracia actual encajase en un esquema encarnacionista, si es que la existencia previa fue una existencia encarnada]. Como anota Schnackenburg, de Jn 9,2 no se desprende ningún apoyo neotestamentario para la creencia en la reencarnación.

El examen de la tradición bíblica, en consecuencia, no aporta indicación alguna de que Jesús de Nazaret hubiera compartido en lo más mínimo las hipótesis reencarnacionistas; afirmar lo contrario carece de cualquier fundamento neotestamentario. Jesús rechazó además explícitamente la misma lógica inherente del castigo como consecuencia necesaria de la culpa. Él creía en la resurrección de los muertos, de acuerdo en esto con los fariseos y a diferencia de los saduceos [cf. Mc 12, 18-27]. Que en el círculo de sus discípulos hubiera algún simpatizante de la reencarnación, esto es algo que no puede excluirse absolutamente, ya que en algunos ambientes judíos minoritarios parece que las ideas reencarnacionistas eran conocidas y profesadas; pero los datos del NT no permiten afirmar con seguridad que tales ideas las hubieran hecho propias también algunos de los discípulos de Jesús.

2.2. La teología patrística

También a propósito de la teología patrística nos encontramos con una situación semejante a la descrita respecto a los textos bíblicos. Mientras que quienes han analizado con detalle el dossier patrístico sostienen que se produjo un rechazo neto y explícito de la reencarnación por parte de la teología cristiana de los primeros siglos, continúan afirmando los autores pro-reencarnacionistas que la reencarnación fue una creencia ampliamente compartida por la cristiandad de los comienzos.

Ante la imposibilidad de comentar el dossier completo, centramos la atención en algunos pasajes representativos o discutidos. No puede negarse que las ideas reencarnacionistas encontraron acogida entre algunos cristianos de los primeros siglos, pero la cristalización del conflicto terminó con su exclusión de la gran Tradición eclesial. Tales cristianos, los llamados gnósticos, se integraban en una corriente de pensamiento sincretista, donde se entrecruzaban elementos judíos, helenistas y cristianos, una amalgama de carácter cambiante en la que, sirviéndose de materiales bíblicos, se reinterpretaba la fe cristiana modificando profundamente su contenido.

La aceptación de ideas reencarnacionistas es un ejemplo manifiesto de este proceder. Se citan y se comentan los textos bíblicos como referencias decisivas. Pero lo que realmente decide sobre su interpretación es una concepción cosmológica, antropológica y soteriológica previa, extraña a los mismos textos. En este mundo material, creado por el Dios de la Antigua Alianza, impera la ley férrea del destino inexorable y necesario. El alma humana no es sino una partícula divina, precipitada en este mundo desde el pléroma celeste, desde el mundo de Dios donde tiene su lugar originario. Por sí misma es incapaz de salir de la prisión corporal, a no ser que alguien le ayude a ir superando las barreras que la aprisionan y a ascender por las distintas esferas hasta conseguir la reintegración en el pléroma divino. El camino para su logro es el conocimiento [gnosis] proporcionado por Cristo el Salvador, quien, a través de su vida y misión, ha deshecho los errores y nos ha revelado nuestra propia verdad: mi alma proviene del mundo divino y se encamina hacia él, este mundo material constituye un habitáculo extraño, soy un hijo divino desarraigado y perdido en un mundo de esclavitud, que añora y busca su origen/término verdadero. Mientras dure tal situación, mi alma peregrinará por distintos cuerpos. Hasta que se produzca el final del ciclo de reencarnaciones, final que va ligado con la misión de Cristo. Yo me veré definitivamente libre de esa ley cuando haya reconocido mi verdadera condición y haya recorrido el camino gnóstico. Es en el marco y en la lógica de esta cosmovisión donde se interpretan en sentido reencarnacionista textos como Ex 34, 7, Mt 5, 25-26, Rom 7,9 y donde se hace de la redención llevada a cabo por Cristo una liberación final del ciclo obligado de las reencarnaciones.

Fue San Justino, formado en la cultura griega y en la filosofía platónica, convertido al cristianismo, el primer Padre de la Iglesia del que consta que se haya ocupado explícitamente del tema de la reencarnación en su "Diálogo con Trifón". Aunque el tratamiento es breve, indica ya, sin embargo, los motivos fundamentales por los que la fe cristiana no puede integrar en sus contenidos la doctrina de la metempsicosis. Es tan profunda la unidad existente entre los distintos elementos constitutivos del ser humano [cuerpo, alma, espíritu] que uno solo de ellos no puede constituir la realidad humana completa, ni en el orden antropológico ni en el orden moral. La identidad corporal es necesaria para la identidad de la persona. La inmortalidad del alma no se debe a su condición de supuestamente increada ni a un parentesco estrecho con la misma naturaleza divina, sino a la gratuidad de Dios, quien la ha creado y la ha destinado a la visión celeste. Además, si las almas no son conscientes de sus existencias previas, difícilmente podrán sacar provecho de las reencarnaciones ni mantener su propia identidad; mucho menos si la reencarnación tiene lugar en cuerpos de animales. Por ello, la fe cristiana rechaza la reencarnación y espera en la resurrección de los mismos cuerpos, íntegros y glorificados.

Nada tiene de sorprendente que la conciencia cristiana no se reconociera en las modificaciones interpretativas de los gnósticos. Y tal vez pocos como San Ireneo de Lyon han acertado a articular las razones de peso que justifican el rechazo cristiano de la reencarnación. No son únicamente cuestiones de detalle o aspectos secundarios, es el conjunto global de la comprensión cristiana sobre Dios, el hombre, la realidad material, la salvación, es todo un sistema omnicomprensivo el que chirría o se desencaja cuando se quiere integrar a la fuerza en el mismo la idea reencarnacionista.

Para S. Ireneo, Dios es creador y el hombre, todo ser humano, es una creatura suya, querida por Dios en la integridad de su condición, en su identidad corporal y anímica, con este cuerpo y con esta alma, en su unicidad irrepetible; no es una partícula divina precipitada en la prisión del mundo material. Este hombre creado por Dios tiene una historia única, iniciada libremente por un acto creador suyo y llamada a la consumación igualmente por una actuación divina. La vida humana irrepetible es el lugar donde se decide su destino eterno. El cuerpo no es un mero vestido de usar y tirar ni el alma es inmortal porque sea increada. La llamada de Dios a la existencia está en el origen de ambos y en su permanencia.... Éstas son las razones que avalan la comprensión cristiana. A la cual se habrían de añadir las incoherencias de la doctrina reencarnacionista de Carpócrates, puestas de manifiesto en la falta de recuerdo de existencias anteriores, argumento invocado frecuentemente por los autores contrarios a la reencarnación.

Tertuliano se ocupó atentamente del tema de la reencarnación, dedicándole ocho capítulos de su tratado "De anima" para poner de manifiesto la incompatibilidad de la misma con la concepción cristiana. La motivación de fondo se halla en el reconocimiento de la resurrección como quicio central de la fe cristiana ["resurrectio mortuorum, spes christianorum, illam tenendo sumus"], en la importancia otorgada a la "carne" dentro de la antropología y de la soteriología ["caro salutis est cardo"] y en la necesidad de que la carne que resucita sea la misma que integró la verdad del sujeto humano, tanto en el caso de Jesucristo como en el de los demás hombres. Desde estos presupuestos Tertuliano critica las propuestas gnósticas y sus métodos exegéticos; igualmente rechaza las teorías reencarnacionistas de Pitágoras y de Platón, pues, en tal caso, el número de hombres sería siempre idéntico, y considera especialmente absurda la idea de que un alma humana pueda reencarnarse en cuerpos de animales, por haber una pertenencia exclusiva entre el alma individual y el cuerpo humano individual.

En la historia de la teología cristiana el nombre de Orígenes aparece vinculado a la idea de reencarnación, si bien dicha vinculación ha de someterse a un análisis detenido, teniendo en cuenta las condiciones en que se han transmitido los escritos de Orígenes y la polivalencia de su pensamiento. La atribución viene de muy antiguo. El mismo S. Jerónimo le reprocha haber mantenido la metempsicosis de Pitágoras y de

Platón y haber enseñado que el alma se reencarna también en cuerpos de animales; nada extraño que los partidarios contemporáneos de la reencarnación lo consideren como un firme aliado de sus posturas. Ahora bien, el texto actual de la traducción latina que Rufino hizo del "Peri Archôn" de Orígenes no contiene ninguna de las atribuciones hechas por S. Jerónimo; más aún califica la reencarnación como un dogma perverso. Esta misma postura de rechazo aparece también en la exégesis origeniana de textos bíblicos invocados ya entonces por algunos como pruebas bíblicas de la reencarnación.

A propósito de la identidad entre Elías y Juan Bautista [cf. Jn 1,21; Lc 1, 11.17] Orígenes insiste en la importancia de que el hombre "eclesiástico" [el hombre de Iglesia] sepa llevar a cabo una lectura eclesial de la Escritura; así comprenderá que la figura de Elías no puede constituir un argumento a favor de la reencarnación, pues, al ser arrebatado vivo y no muerto, su retorno no será una nueva metensomatosis, sino la vuelta de alguien que había sido arrebatado. Igualmente a propósito de Mt 14, 1-2 [Herodes dice de Jesús que es Juan Bautista] y de Mt 15, 21-28 [los "perros" mencionados por Jesús en la respuesta a la mujer cananea eran interpretados por algunos como almas reencarnadas en cuerpos de animales] la respuesta de Orígenes es neta: en el primer caso se trata de un error inverosímil, pues la opinión de Herodes era que los 'poderes' de Juan habían pasado a Jesús [él y Juan eran además de la misma edad]; en el segundo caso se trata de conjeturas totalmente extrañas a la doctrina de la Iglesia.

Hay un punto en la doctrina origeniana, que ha podido constituir el motivo de que se le atribuyese la creencia en la reencarnación: la preexistencia de las almas. Todo parece indicar que Orígenes admite esta preexistencia; ahora bien, en él es un camino para responder a la grave objeción de que un Dios Creador sería en último término el responsable definitivo de haber creado a los hombres desiguales y de haber originado así una situación de injusticia. A este problema quiere responder sin duda la doctrina de la reencarnación. Pero Orígenes hace otra propuesta. Según él, las almas no serían eternas ni divinas, sino que habrían sido creadas todas por Dios, libres y en un plano de igualdad. Según el uso de su libertad y su comportamiento, reciben un rango diverso, que puede ir desde los ángeles hasta los "monstruos marinos" [equivalentes en comentarios bíblicos tradicionales a encarnaciones del demonio]. En esta diversidad de respuestas radica la causa de la desigualdad. No puede excluirse del todo que Orígenes haya avanzado las hipótesis de una encarnación de almas en algunos animales y de una sucesión de mundos nuevos donde habría nuevas encarnaciones de las almas. Pero, según intérpretes bien autorizados del pensamiento origeniano, siempre se trataría de una sola en-somatosis [encarnación] de las almas y no de una met-en-somatosis [reencarnación].

Esta doctrina de la pre-existencia de las almas es la que fue rechazada en un concilio local de Constantinopla del a. 543, reunido por el patriarca Menas a petición del emperador Justiniano, en el cual se aprobó una carta del emperador que contenía una serie de 10 anatematismos dirigidos contra aspectos radicales de las doctrinas origenianas; carta distinta de la que el mismo emperador Justiniano enviará más tarde a los padres conciliares del II concilio ecuménico de Constantinopla [553], conteniendo 15 anatematismos que condenan no tanto la verdadera doctrina de Orígenes, cuanto su interpretación más extremista del origenismo del s. VI. La reencarnación tiene, ciertamente, como su presupuesto lógico la preexistencia de las almas; pero de la afirmación de ésta [que las almas hayan sido creadas por Dios como preexistentes a su encarnación, tal como sostenía Orígenes] no se deduce necesariamente la re-encarnación. Por otra parte, es igualmente claro que la reencarnación no ha sido objeto expreso de condena por parte de ningún concilio [en sí es una doctrina extracristiana]. La Iglesia rechazó la preexistencia de las almas, mantenida por Orígenes; mas de este rechazo eclesial no es lícito deducir sin más que Orígenes hubiera creído en la reencarnación.

El dossier patrístico relativo a la reencarnación podría ampliarse en gran manera, sobre todo si se hiciera un análisis detallado de la antropología cristiana en los primeros siglos; no es éste el lugar para esta magna tarea. Baste concluir con una referencia al pensamiento luminoso de S. Agustín como síntesis de ideas fundamentales en el cristianismo antiguo. El motivo central para rechazar la reencarnación se halla en el acontecimiento Cristo: su muerte y su resurrección han tenido lugar de una vez por todas [cf. 1Ped 3,18], la muerte ya no tendrá dominio alguno sobre él [cf. Rom 6,], los resucitados participarán para siempre del mismo destino que Cristo [cf. 1Tes 4,17]. La resurrección es la alternativa a la creencia de que las almas vuelvan repetidas veces a cuerpos diversos, creencia que tampoco puede pretender apoyo alguno en el texto de Mt 17,10, pues Juan Bautista no es sino uno que actúa simplemente en el poder y en el espíritu de Elías. La lógica interna al acontecimiento Cristo y a la fe cristiana es la propia de una historia única e irrepetible, no la lógica de un retorno repetido y de unos ciclos circulares.

Del conjunto de la teología patrística se desprende, en consecuencia, un neto rechazo por parte de la conciencia cristiana frente a la idea de reencarnación. A veces va acompañado de comentarios irónicos que tienden a presentar esta creencia como una doctrina absurda y ridícula. Pero la fuerza de su argumentación no radica en los comentarios despectivos, de carácter ocasional, sino en haber profundizado en los centros nucleares del acontecimiento Cristo y de la fe cristiana. Es aquí donde han aportado un tipo de reflexión, cuyos elementos siguen gozando de validez permanente.

3. Puntos centrales de la fe cristiana

Como ya se desprende de lo visto hasta ahora, la reencarnación nunca fue un elemento integrante de la fe cristiana. Fue siempre una creencia religiosa extracristiana. De ahí que no haya sido condenada expresamente ni como herejía ni como doctrina heterodoxa, ya que tal comportamiento por parte de la Iglesia únicamente se lleva a cabo con las doctrinas que, surgidas o articuladas en su interior, resultan incompatibles con el contenido de la fe. Por otra parte, entre fe cristiana y reencarnación se dan importantes convergencias [la afirmación de una vida postmortal, la necesidad de purificación para el encuentro con Dios, la interconexión entre las diversas responsabilidades humanas, el anhelo de una plenitud vital...], que se corre el riesgo de olvidar cuando predomina exclusivamente la preocupación por marcar las divergencias.

Estamos, pues, ante dos formas distintas de articular la pregunta por la muerte y por su significado, por la valoración de la vida y por el sentido de la existencia humana; ante dos propuestas de esperanza con su atractividad específica. Ambas son afirmaciones de fe y ninguna de ellas puede pretender demostrabilidad científica, a pesar de la aureola científica con que la reencarnación aparece en algunos círculos contemporáneos. Es cierto que no escasean los intentos por integrar la reencarnación en el sistema cristiano, asegurando que nada esencial para la fe se perdería en este supuesto. Pero, admitiendo que las distintas modalidades de la reencarnación obligan a una valoración diferenciada por parte de la teología, realmente no es así. Y ello no por cuestiones de detalle, sino por razones de fondo. Es todo un conjunto de cuestiones relativas a la comprensión de Dios, del mundo, del hombre, de la historia humana, del sentido de la vida y de la muerte, del sufrimiento y del mal, de la autorrealización propia y de la gratuidad divina, de las realidades presentes y de la escatología futura, lo que está en juego. La reencarnación aparece como un cuerpo extraño al conjunto y a la lógica de la fe cristiana, difícil de encajar sin violencias o reducciones respectivas. Por ello mismo, la confrontación entre ambas resulta necesaria y esclarecedora.

En lo expuesto previamente ya han ido apareciendo motivos importantes de su divergencia recíproca. Se trata de comentar a continuación algunos elementos centrales de la lógica cristiana.

3.1. Una categoría clave: la creación como historia

La mayor parte de las teorías reencarnacionistas, excepción hecha de algunas que se han configurado en suelo cristiano, como por ejemplo el espiritismo, desconocen la idea de que el conjunto de la realidad existente proceda de Dios en cuanto aquel que ha "creado todo de la nada". En ellas domina más bien una imagen monista de la realidad entera, en la que Dios y el cosmos son un único y gigantesco conjunto vital y energético, una única realidad autodinámica de carácter divino. Como no ha habido un comienzo originario [protología], tampoco tiene por qué darse un final de plenitud [escatología]. La realidad cósmica global, en la repetición recurrente de sus propios ciclos, constituye en sí misma lo definitivo. El hombre aparece como una manifestación del espíritu cósmico englobante; su alma representa lo verdaderamente esencial en él, constituye una partícula de la misma realidad divina, cuyo anhelo más profundo radica en la nostalgia de la fuente originaria y cuyo deseo más intenso apunta a la reintegración en el pléroma divino. Porque no han sido creadas, las almas preexisten desde siempre a su condición encarnada y reencarnada; porque son de naturaleza divina, las almas son indestructiblemente inmortales.

En la tradición judeocristiana, por el contrario, Dios y el mundo constituyen realidades profundamente distintas; la transcendencia divina es un elemento permanente de su contenido doctrinal desde las primeras páginas de la Escritura. No hay entre Dios y el hombre ninguna unidad esencial de naturaleza, pues Dios es el Creador y nosotros somos sus creaturas. Ya la teología patrística advirtió la importancia del hecho de la creación en la confrontación con la gnosis reencarnacionista, importancia que se ha de acentuar también en nuestros días. Todo lo que existe, excepto Dios, ha tenido un comienzo originario en la medida en que la razón última de su existencia radica no en sí mismo, sino en Dios. La historia ha sido creada por Dios, es el único ámbito para la toma de decisiones y el ejercicio de la libertad, tiene una dirección lineal y apunta a un final de plenitud.

Es cierto que la contraposición más usual entre ambas cosmovisiones [circular y lineal] de la historia y del tiempo se halla marcada a veces por esquematismos y simplificaciones. Y, así, en algunas doctrinas reencarnacionistas hay una meta final de maduración plena que consiste en romper la rueda interminable de las reencarnaciones repetidas. No obstante, el cristianismo sostiene el carácter único e irrepetible de una sola vida como el espacio de tiempo adecuado para tomar decisiones responsables. El hombre ha sido llamado por Dios a la existencia, su alma no es de naturaleza divina, ha sido creada por Dios, es finita. Pero Dios, que ama a todos los seres a los que ha creado [cf. Sab 11, 24-26], no interrumpe el diálogo iniciado con el hombre desde la creación, sino que lo prolonga más allá de la muerte. La inmortalidad del alma en la tradición cristiana no es sino la continuación y culminación de este diálogo, de esta relación amorosa y de esta comunión vital que no se ve interrumpida ni siquiera por la muerte, un diálogo y una comunión en la que Dios siempre es el primero y mantiene la iniciativa.

3.2. El Dios hecho carne en Jesucristo

La convicción cristiana de la transcendencia divina no significa cerrar este mundo y su historia concreta a la presencia actuante de Dios. Muy al contrario, el Dios cristiano es un Dios de la historia, devenido él mismo historia humana y carne concreta. Actúa en los acontecimientos históricos y, de esta manera, se convierte en motivo de esperanza para los hombres que caminan y que se esfuerzan por no resignarse a dejar las cosas como están, como si todo fuese el resultado inamovible de un destino ciego.

Es el Dios de la creación y es el Dios del éxodo, presente y actuante continuamente en la historia de Israel. Es el Dios que resucita a los muertos y hace justicia de esta manera a aquellos que habían entregado su propia vida por mantener la fidelidad para con él. Es el Dios que aparece comprometido en procesos de liberación, defendiendo a huérfanos y viudas, haciendo suya la causa de su pueblo. Es un Dios hecho carne y salvación, no de forma pasajera, accidental o provisoria, sino de una vez para siempre, de manera definitiva, irrevocable e insuperable. Que el acontecimiento de Dios en Cristo lo sea de una vez para siempre [cf. Heb], irrepetible y único, es lo que da al conjunto de la soteriología cristiana su carácter de unicidad irrepetible.

Un Dios así es un Dios escandaloso, desconcertante, que inquieta. La asunción concreta, por parte suya, de la carne y de la historia, resulta prácticamente imposible en las tradiciones reencarnacionistas, tan alejadas de una valoración positiva de ambas. Quizás en estas dificultades de fondo radique también un motivo de la aceptación creciente que la idea de reencarnación ha experimentado en la sensibilidad contemporánea. Se está dispuesto a aceptar un Dios que encaja bien en los relatos evolucionistas, en las teologías modernas de la historicidad existencial, incluso en algunas teologías progresistas de la historia; un Dios que sirve de apoyo al "yo" occidental moderno, centrado en sí mismo y en su propia subjetividad. El Dios hecho carne de la historia concreta resulta demasiado intranquilizador, porque no admite que el sufrimiento de tantas víctimas bien precisas termine diluido en la totalidad englobante del devenir histórico. Frente a la perspectiva desactivante de que nada llegue en realidad a término y de que todo sea en realidad un devenir repetitivo, la esperanza cristiana en el Dios de la historia vive bajo la urgencia del tiempo limitado, en el que no hay lugar para el sueño ni para la resignación.

3.3.El hombre individual y completo querido por Dios

Las doctrinas reencarnacionistas se basan todas en un dualismo manifiesto, donde la realidad material y corporal del hombre queda excluida de la salvación definitiva. El cuerpo viene a ser como una cárcel donde el alma está aprisionada, como una forma de existencia degradada y culpable, como un vestido que puede ser reemplazado cuantas veces sean necesarias sin que esto afecte a la verdadera identidad de la persona humana. Ésta radica únicamente en el alma, en la dimensión espiritual-anímica, sin que la realidad corporal concreta e individual tenga realmente un relieve antropológico ni soteriológico.

Tal comprensión del hombre no resulta compatible con la fe cristiana ni con la esperanza de una resurrección del hombre individual y completo. Es cierto que en la historia del cristianismo la influencia platónica ha sido notable y ha estado vigente durante mucho tiempo una notable aversión al cuerpo; pero nunca se hizo propio el dualismo radical de contraposición excluyente. El cuerpo siempre formó parte de la verdad íntegra del hombre, como una realidad buena, querida positivamente por Dios; el cuerpo en cuanto "carne y huesos" y en cuanto historia vital concreta, mundo de relaciones, sufrimientos y alegrías, en cuanto conjunto de experiencias con el cosmos circundante.

Sirviéndose del esquema alma-cuerpo, la doctrina cristiana afirmó que el alma es "forma corporis" para garantizar de esta manera su unidad substancial; y en esta unidad es como el hombre resulta querido por Dios y llamado a la salvación. Las fórmulas más antiguas de fe hablan ya de una resurrección de la carne, de una resurrección de los cuerpos, insistiendo en que se trata de la misma carne y de los mismos cuerpos. Las explicaciones teológicas de las fórmulas de fe que se han ido elaborando en la historia de la teología [el alma separada del cuerpo como sujeto de retribución definitiva en un estado intermedio, la distinción entre cadáver y cuerpo como modo de hacer plausible una corporeidad de los resucitados que no se identifique necesariamente con la materialidad física o bioquímica] han podido hacer pensar a alguno que la diferencia con la reencarnación no es tan grande.

Ello obliga ciertamente a un repensamiento más detenido de toda la cuestión. Pero nadie de los que proponen las respectivas explicaciones considera su propuesta como una versión cristiana de la idea de reencarnación. Es la comprensión del hombre en su integridad y el sentido de la vida humana lo que se halla en juego.

3.4. La salvación como gracia

Es éste un punto que tiene que ver no tanto con la creencia en la reencarnación, propia de las configuraciones clásicas, cuanto especialmente con la configuración que ha recibido en las versiones occidentales más difundidas en la actualidad. La reencarnación se combina aquí con la idea de evolución, de progreso humano generalizado, de constante dinámica hacia adelante, de anhelo de autorredención; representa algo así como la interiorización religiosa de un principio socialmente determinante en nuestra sociedad, según el cual el hombre se identifica con sus logros, con el resultado de sus esfuerzos, con sus propios éxitos. Es la traducción contemporánea de la ley del karma, de la correspondencia rigurosa entre causa y efecto, de la recompensa en estricta justicia de los actos humanos. Y, como una vida humana aparece demasiado corta y limitada para realizar tal cometido, ha de haber varias oportunidades o reencarnaciones sucesivas hasta que el hombre haya llegado a ser lo que él debería ser, hasta que haya logrado él mismo y merced a su propio esfuerzo su propia identidad.

Hay en esta representación un núcleo que resulta ajeno a la lógica de la fe cristiana, que es la lógica de la "gracia". Aquí el logro de la madurez humana y de la plenitud vital es fundamentalmente don gratuito de Dios, el único que puede otorgar la salvación. Del hombre se pide que se muestre abierto a la actuación de la gracia, que responda al amor divino, que corresponda en libertad al don de Dios. Esta respuesta positiva, este sí afirmativo a la oferta del amor divino, es suficiente para que Dios llene con su plenitud la limitación humana. Y para una respuesta semejante basta una única vida, pues tampoco la repetición cuantitativa de existencias humanas es capaz de aportar por sí misma el salto cualitativo de una vida finita a una plenitud infinita. La oferta del amor de Dios y el sí del hombre es lo que se requiere para ello.

Importa, ciertamente, evitar simplificaciones demasiado fáciles y cómodas, pues también las doctrinas reencarnacionistas conocen el equivalente de lo que nosotros llamamos gracia, al afirmar que es Dios quien posibilita y capacita originariamente para que el hombre alcance su madurez en el sucederse de las diversas reencarnaciones. Se trata, en este caso, de la gracia inicial que pone al hombre en movimiento. Pero otros aspectos centrales en la comprensión cristiana no aparecen: el perdón ilimitado y la misericordia infinita de Dios, su amor ofrecido al hombre sin ninguna condición previa, la liberación de la "ley" que angustia al hombre presionándolo para que acumule obras meritorias ante el tribunal de Dios, la participación en la resurrección de Cristo como don inmerecido, el "salario" como otorgamiento de la bondad divina tanto para quien ha trabajado unas horas como para quien ha fatigado el día entero [cf. 20, 1-16]. Esta lógica de la gracia es esencial en la fe cristiana y choca con el postulado reencarnacionista [que algunos califican de "pelagiano", aplicando así categorías cristianas a una propuesta extracristiana] de alcanzar la madurez y la plenitud mediante el esfuerzo humano continuamente mantenido. Lo determinante es la gracia de Dios y la respuesta humana, y para ello basta una vida; repetir las existencias no modificaría en nada la estructura cualitativa de oferta divina y acogida humana.

3.5. La cuestión de la teodicea

No cabe duda de que las doctrinas reencarnacionistas quieren dar una respuesta a problemas existenciales como el origen del mal, el por qué del sufrimiento, la existencia de desigualdades, el sentido de la justicia divina; es la cuestión de la teodicea en sus diversas implicaciones. La ley del karma, con su correlación estrecha entre causa y efecto, se presenta como la explicación más plausible de tales realidades.

También en este ámbito hay aspectos de la ley del karma convergentes con la fe cristiana, pero hay otros dificilmente integrables. Lo que el hombre siembra, lo cosechará en el juicio final, esto es algo que puede sostener la fe cristiana (cf. Gal 6,7). Que en la doctrina del karma pueda expresarse de algún modo lo que quiere indicar la tradición cristiana hablando del "pecado original", esto lo mantienen algunos teólogos: el hombre es concebido y nace en una situación de no salvación, el pecado de origen obedece a una culpabilidad kármica acumulada, tiene aspectos solidarios y comunitarios. Es posible que en este ámbito el diálogo entre el cristianismo y las tradiciones orientales ayude a superar clichés convencionales y ponga de manifiesto posibilidades ulteriores de acercamiento. Ahora bien, hay aspectos que en la comprensión cristiana quedan claramente corregidos.

No es válido sostener que el hombre cosecha únicamente lo que antes ha sembrado. La enfermedad y las desgracias, el dolor y el sufrimiento presente, no pueden interpretarse como la consecuencia necesaria de una culpabilidad previa. Tal respuesta, vigente durante bastante tiempo en la tradición del AT, entra en un crisis irreversible con el libro de Job y es rechazada expresamente en el NT (cf. la respuesta de Jesús a propósito del ciego de nacimiento, Jn 9,3: ni pecó éste ni sus padres). La ley del karma pertenece a los intentos racionales por integrar de manera comprensible en un sistema explicativo las realidades negativas como el mal inexplicable y el sufrimiento aparentemente injustificado. Pero tal intento está destinado al fracaso y va acompañado de graves riesgos: hacer de los triunfadores de este mundo los elegidos de Dios, remitir las deformaciones de los recién nacidos a las culpas previas que cometieron sus almas en existencias anteriores, convertir a los que viven en situación de marginación o de pobreza o de discriminación en responsables de su propio destino como consecuencia de la culpa kármica previamente acumulada. Así resulta que las desigualdades entre los hombres tienen un carácter esencial e insuperable, son causadas por ellos mismos y no se eliminan si siquiera con la muerte [cuyo poder, en la comprensión cristiana, hace a todos los hombres iguales]. Son consecuencias muy peligrosas que, si bien tampoco han sido ajenas de hecho a la tradición cristiana, contradicen el espíritu del Evangelio; en la lógica reencarnacionista, sin embargo, resultan prácticamente inevitables. A ello lleva muy fácilmente la ley del karma y su intento por querer dominar racionalmente el problema del mal.

Es cierto que no hay solución fácil y convincente para este problema, tampoco en la tradición cristiana. La pregunta por la teodicea es una pregunta de permanente actualidad. Pero el camino recorrido por Dios en Jesucristo, hasta el acontecimiento de la cruz, abre la vía a una revelación de la justicia divina donde el Hijo de Dios ha cargado sobre sí con las culpas de todos los hombres y ha roto de esta manera los mecanismos de culpabilización. El mismo Dios asume solidariamente el dolor y el sufrimiento humano. Como expresión de un amor desbordante y de una justicia que está más allá de la dinámica propia a toda ley que establezca una correspondencia estricta entre culpa y castigo, desgracia y pecado, sufrimiento y responsabilidad personal.

3.6. La purificación, necesaria para la madurez espiritual

Una convicción profunda de bastantes doctrinas reencarnacionistas, tal como aparece por ejemplo en la tradición religiosa y en la experiencia mística del hinduismo y del budismo, lo constituye la necesidad de purificación total como condición previa para la integración definitiva en la realidad divina. Las sucesivas reencarnaciones no son sino las diversas etapas de este camino purificatorio, duro y difícil en su largo recorrido, pero beatificante en su plenitud final.

Es este un aspecto que, según el parecer acertado de teólogos contemporáneos, ofrece especial interés para el diálogo con la doctrina católica y ortodoxa (los protestantes rechazan dicha doctrina) sobre el purgatorio. No hay duda de que la forma tradicional en que se ha transmitido necesita de una revisión. Sus representaciones topográficas y mitológicas resultan inviables para la mentalidad actual, su comprensión frecuente hizo del mismo un infierno a escala reducida [lo que es teológicamente un grave error], en la piedad popular dio origen a formas más o menos mágicas de entender la salvación y los sufragios por los difuntos, frente al convencimiento de la misericordia infinita e incondicional de Dios sugería la imagen de Dios como contable cicatero y quisquilloso. Todo ello se ha revisado en la teología contemporánea.

Así queda mejor de manifiesto su núcleo central. Con el purgatorio se está hablando de que en la vida del hombre puede haber al final muchos aspectos no logrados; se está hablando de una cierta posibilidad de crecimiento y de madurez espiritual para los seres humanos después de la muerte. Como purificación de la escoria acumulada a lo largo de la existencia terrena y como condición previa para el encuentro y la visión definitiva de Dios. Como acontecimiento centrado radicalmente en el amor, que sufre intensamente por el contraste tan enorme entre la conciencia lúcida de la propia indignidad y la magnitud asombrosa de la bondad divina. Como dimensión del juicio de Dios, en el que la justicia que sale a la luz no es sino nuestra justificación en y por medio de Jesucristo. Pero, nuevamente aquí, la lógica cristiana de la salvación y su plenitud final como acontecimiento de gracia y como don inmerecido. En rigor no se "madura" espiritualmente por méritos propios, ni por esfuerzos mantenidos de autorrealización, ni por la cantidad de sufragios y de oraciones, ni por repetición incesante de reencarnaciones sucesivas. El amor de Dios, que quema como el fuego, es lo que purifica y lo que nos permite alcanzar nuestra verdadera y propia identidad de hijos de Dios. Dios sale con su gracia y amor al encuentro de todo hombre, siempre y especialmente allí donde la respuesta y la apertura han podido ser deficientes y mezquinas. Un encuentro con Dios, un logro de la madurez espiritual y una identidad que van acompañadas del amor, de la solidaridad y de la oración de los demás creyentes [comunión de los santos], pues, por así decirlo, nadie entra sólo en el juicio purificador del amor divino.

4. Conclusión

Las circunstancias actuales están obligando a la escatología contemporánea a ocuparse de un tema que durante mucho tiempo había desaparecido de su horizonte existencial. Sorprendentemente para ella, la esperanza en la resurrección de los muertos parece perder atractividad, mientras crecen los adeptos de la reencarnación. Es un fenómeno que urge a la reflexión sobre los propios contenidos de la fe cristiana y sobre los caminos más adecuados para hacerla plausible, comunicable y atrayente. En la oferta contemporánea de los diversos modelos de esperanza resulta inevitable y beneficiosa la confrontación con las creencias reencarnacionistas. Entre ambas se da una divergencia radical de fondo, dificilmente superable, a pesar de que profesen comúnmente la fe en una vida postmortal. Pero no solamente hay una vida después de la muerte, hay también una vida antes de la muerte. Y aquí, en la praxis premortal de la esperanza, es donde se decidirá seguramente el debate actual entre los diversos modelos que se hallan ahora en concurrencia. Con razón dice Greshake: "El debate ha de llevarse a cabo también con argumentos, es cierto. Pero, en último término, no se decidirá en las discusiones teóricas..., sino al menos igualmente en la solidez y en la fuerza de convicción de la praxis de la esperanza".

Santiago del Cura Elena