CONFIRMACIÓN:

 LA LUCHA POR LA JUSTICIA

 

EL SACRAMENTO de la confirmación es seguramente el que menos interesa a la mayor parte de los cristianos. Y prueba de que interesa muy poco es que hay mucha gente bautizada que se muere sin haberlo recibido. Lo cual, además, no le quita el sueño a nadie. Porque se tiene el convencimiento de que si uno no recibe este sacramento, en definitiva no pasa nada. Es verdad que desde hace algunos años se tiende a dar más importancia a la confirmación, en los colegios confesionales y en bastantes parroquias. Pero también es cierto que el resurgir de la confirmación ha ido unido a no pocas dudas y controversias, tanto en el ámbito de la teología dogmática como en el terreno de la pastoral. Lo que viene a indicar claramente que no todo está resuelto cuando se trata de este sacramento. Y es que, en el fondo, lo que no está claro es la identidad misma de la confirmación. Como se ha dicho muy bien, si la relevancia que se ha dado a la confirmación no siempre ha salvado la identidad del sacramento, habrá que esforzarse por descubrir su identidad sacramental para resituar su importancia. Porque, en definitiva, ahí es donde está el problema: ¿sabemos con certeza por qué este sacramento es tan importante? Y sobre todo, ¿sabemos exactamente para qué es este sacramento?

 La razón de estas dudas es clara y se comprende enseguida: según el Nuevo Testamento, lo propio y característico del bautismo cristiano es la donación del Espíritu (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn 1,33; He 1,5; 11,16; 19,3-5; ver He 10,47; 11,15-17; 1Cor 12,13; Jn 3,5). Pero entonces, ¿a qué viene luego otro sacramento, que se pretende explicar y especificar como el sacramento del Espíritu? ¿No es eso una incongruencia sin base alguna en la revelación cristiana? Por eso, como se ha dicho de manera pertinente, parece que a la confirmación le faltan los elementos importantes para que sea un verdadero sacramento: institución por Cristo, un signo externo constante, el efecto específico junto al bautismo, la necesidad para la salvación; son problemáticos el ministro y su potestad, el sujeto y su edad.

 Todo esto quiere decir que la confirmación es un sacramento indeterminado: en su origen, en su significación y en sus efectos. Por eso, al hablar aquí de la confirmación, intentaré responder a dos preguntas fundamentales: 1) ¿Cuál es el origen de este sacramento? 2) ¿Qué significa la confirmación para la vida cristiana? Sólo después de haber respondido a estas dos preguntas podremos tener los elementos de juicio indispensables para organizar una catequesis inteligente sobre la confirmación.

 

1. Origen histórico

 

a)  ¿Dice algo el Nuevo Testamento?

 La primera dificultad que encontramos al tratar sobre el sacramento de la confirmación es que el Nuevo Testamento no dice en ninguna parte que Jesús instituyera directa e inmediatamente este sacramento. Los especialistas sobre esta materia están hoy de acuerdo sobre este punto. Por otra parte, los testimonios indirectos que hay en el Nuevo Testamento sobre este asunto necesitan algunas puntualizaciones.

 Para comprender exactamente lo que acabo de decir hay que tener en cuenta lo siguiente: muchas veces se ha dicho que el sacramento de la confirmación está claramente atestiguado en el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando se cuenta que fueron Pedro y Juan a imponer las manos a los recién bautizados de Samaría, para que así recibieran el Espíritu Santo (He 8,14-17). Y también cuando se dice que san Pablo llegó a la ciudad de Efeso y allí bautizó e impuso las manos a unas cuantas personas, que así recibieron el Espíritu Santo (He 19,5-7). Pero hoy está más que demostrado que en ninguno de esos casos se trata del sacramento de la confirmación. Lo que en esos textos se quiere enseñar es simplemente que los nuevos cristianos se iban incorporando a la unidad y a la comunión con la Iglesia. Porque, para el libro de los Hechos de los Apóstoles, la incorporación a la Iglesia se expresa mediante la efusión y la intervención del Espíritu (He 2,4.17.38; 4,31; 10,44-48; 9,31; 13,52). Por lo tanto, la intención del autor de los Hechos, al hablar de la comunicación del Espíritu, no es sacramental, sino eclesiológica. Por consiguiente, del texto de He 8,14-17 no se puede deducir nada en concreto a favor de un sacramento determinado.

 Por otra parte, hay que tener en cuenta que la comunicación del Espíritu a los creyentes, tal como aparece en el libro de los Hechos, no está necesariamente vinculada a la imposición de las manos de los apóstoles. Porque hay casos en los que el Espíritu se comunica con ocasión del bautismo (He 1,5; 2,38, etc.), pero hay otros textos en los que el Espíritu Santo se comunica antes del bautismo, por ejemplo en He 10,44-47; y otros en los que se da después del bautismo, como por ejemplo en He 8,14-17. O sea, que no se puede decir que existe un rito religioso (la imposición de manos) mediante el cual se comunica el Espíritu Santo a los cristianos.

 Además, como ya he dicho antes, precisamente lo que caracteriza y especifica al bautismo cristiano, frente al bautismo que administraba Juan, es la donación del Espíritu (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn 1,33; He 1,5; 11,16; 19,3-5). Por lo tanto, no tiene sentido hablar de otro sacramento (la confirmación) para la donación del Espíritu, puesto que eso ya acontece en el bautismo. Y sería absurdo pretender quitar algo esencial al bautismo para justificar de esa manera la confirmación.

 Y no se encuentra nada más sobre todo este tema en todo el Nuevo Testamento.

 

b)  Desarrollo histórico

 Ya en el Nuevo Testamento se habla del gesto de la imposición de manos. Pero casi siempre en relación con curaciones de tipo carismático (Mt 9,18; Mc 5,23; 6,5; 7,32; 8,23; Lc 13,13; He 28,2). Aunque también se establece una relación entre este gesto y el reino de Dios (Mt 19,13.15; ver Mc 10,16) o se habla, en otros casos, del bautismo cristiano (He 8,l7ss; 9,17; 19,16; ver 1Tim 5,22). En todo caso, es cierto que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, cuando se administraba el bautismo se tenía la costumbre de que el obispo hiciera un gesto o ritual de bendición mediante la imposición de manos sobre la cabeza del recién bautizado. De esta manera se recordaba lo que hicieron los primeros apóstoles, según hemos visto que cuenta el libro de los Hechos. Por lo menos, es seguro que desde comienzos del siglo III aparecen ya, en conexión con el bautismo, ritos de los que se formó más tarde la estructura del rito de la confirmación: imposición de manos, unción, signación con la cruz e incluso, en Roma, una segunda unción posbautismal de origen desconocido, pero sumamente importante para el desarrollo del rito posterior de la confirmación.

 Además, también desde los tiempos más antiguos había la costumbre de que a los recién bautizados se les ungía con aceite en la cabeza o en el pecho. Este aceite había sido bendecido antes por el obispo. Y eso tenía un significado: en aquellos tiempos, las medicinas y los perfumes se diluían en aceite. Por eso el hecho de ungir con aceite significaba o simbolizaba la alegría de la fiesta (perfumarse) y la fortaleza de la curación (medicinarse). Pues bien, estas dos cosas se querían significar en el momento del bautismo: la alegría de la nueva vida en Cristo y la fortaleza contra los poderes enemigos del Reino. Hay quienes piensan que ya se habla de esta unción, relacionada con el bautismo, en los escritos del Nuevo Testamento (2Cor 1,21; 1Jn 2,20.27). Pero no es seguro que esos textos se refieran a una unción que ya en aquel tiempo recibieran los cristianos al bautizarse. En todo caso, es seguro que, desde comienzos del siglo III, los cristianos eran ungidos con aceite al recibir el bautismo. En este sentido ya habla la Didaskalía y probablemente también Ireneo.

 Esta costumbre, con ligeras variantes en algunos casos, se mantuvo así hasta el siglo V. Es decir, hasta ese tiempo no existió un rito religioso separado del bautismo para imponer las manos o para ungir a los cristianos. Dicho más claramente, hasta el siglo V no existió la confirmación como rito separado del bautismo. Además, las Iglesias orientales han mantenido hasta hoy esta costumbre, es decir, en oriente no hay ni un rito específico de confirmación, ni consiguientemente una teología específica de la confirmación. Los orientales se atienen sencillamente a la tradición antigua: el presbítero administra el bautismo junto con los ritos posbautismales.

 Fue en occidente, y sólo a partir del siglo V, cuando se introdujo la costumbre de administrar el bautismo sólo con agua. Y entonces la imposición de manos y la unción se empezaron a administrar separadamente, en otro momento después del bautismo. ¿Por qué se produjo esta separación de los dos ritos? Prescindiendo de otras razones de menor importancia, el motivo fundamental de esta separación fue el siguiente: desde finales del siglo IV se impuso la costumbre de bautizar masivamente a todos los niños recién nacidos. En consecuencia, los bautismos eran muy abundantes. De ahí que el obispo no podía estar en todos los bautizos. Por eso desde ese tiempo eran los simples sacerdotes o los diáconos quienes administraban el bautismo con agua, mientras que la imposición de manos y la unción quedaron reservadas para cuando el obispo podía administrar esos ritos. Por lo tanto, la confirmación tiene, en occidente, un origen concreto: el privilegio, reservado a los obispos, de ser ellos y sólo ellos los ministros de los ritos posbautismales. Así pues, el otorgar a los obispos el privilegio de ministros de los ritos posbautismales no presupuso la existencia de dos sacramentos independientes, sino que la creó: inicialmente, la desmembración del rito bautismal no se tiene en absoluto como normal. Todo lo contrario: durante mucho tiempo se buscó con ahínco que al bautismo del niño siguiera lo más rápidamente posible su confirmación. Esta situación se mantuvo así hasta el siglo XIII.

 Por lo tanto, la confirmación nació históricamente como una desmembración del rito bautismal antiguo. La teología de esta confirmación, nacida así, tiene su primera formulación en el siglo V, en una homilía atribuida a Fausto de Riez. Pero para encontrar una teología más elaborada de este sacramento hay que esperar todavía varios siglos, hasta Pedro Lombardo, primero, y luego hasta Tomás de Aquino, que justifica la confirmación sirviéndose de la analogía con la vida corporal: al nacimiento y a la maduración del hombre tienen que corresponder, en la vida espiritual, dos sacramentos, el bautismo y la confirmación. Pero es importante destacar que esta teología tomista, así formulada, no tiene fundamento en la tradición anterior.

 Por último, conviene indicar algo acerca de la indeterminación del rito de la confirmación. Todo el problema consiste en saber si el rito de la confirmación consiste esencialmente en la imposición de manos o más bien en la unción con aceite. Parece que el rito más antiguo es el de la unción. Pero durante muchos siglos se intentó combinar la unción con la imposición de manos, de tal manera que el Pontifical del obispo Durando (siglo XIII) manda que, al ungir, se extiendan ambas manos sobre el confirmando. Sin embargo, para santo Tomás, la “materia” de la confirmación es la unción, pero añade que los apóstoles ungían ya cuando imponían las manos. Este estado de cosas perdura hasta el siglo XVIII, cuando Benedicto XIV restaura la imposición de manos individual, pero de modo que la mano derecha se imponga sobre la cabeza del confirmando durante la signación con el aceite.

 Resumiendo todo lo dicho hasta ahora, podemos llegar a las siguientes conclusiones: 1) Lo que ahora llamamos el sacramento de la confirmación no existió, en un principio, como sacramento separado y completo aparte del bautismo. 2) La separación de los dos ritos se inicia en el siglo V y se consuma en la Edad Media, debido a circunstancias coyunturales. 3) Persiste una cierta indeterminación en el rito mismo de la confirmación, ya que la tradición oscila entre la imposición de manos y la unción con aceite.

 De todas maneras, es importante destacar que el gesto simbólico de imponer las manos y de ungir con el crisma (mezcla de aceite y bálsamo) es un hecho muy antiguo, que se remonta hasta los primeros tiempos de la Iglesia, y que además tiene una significación profunda, como enseguida explicaré.

 

2. Significación fundamental

 

a)  No es completar el bautismo

 Se suele decir, a veces, que la confirmación es el sacramento que viene a completar el bautismo. Pero semejante afirmación, así formulada, es inexacta, ya que al bautismo no le falta nada ni es un sacramento incompleto. No se puede pretender justificar la confirmación a costa de disminuir al bautismo de la manera que sea.

 Por una razón parecida se puede afirmar que también es falso decir que la confirmación es el sacramento del Espíritu, es decir, el sacramento en el que se comunica el Espíritu a los creyentes. Tal manera de hablar no concuerda con la teología del bautismo, que es, según la teología del Nuevo Testamento y en su sentido propio, el verdadero sacramento del Espíritu.

 Lo que sí es cierto es que la confirmación se tiene que entender en relación con el bautismo, puesto que, como hemos visto, en los primeros siglos se administraba juntamente con el rito bautismal. Desde este punto de vista, la confirmación tiene el sentido de corroborar y hacer consciente el compromiso bautismal. Esto es tanto más importante cuanto que, como sabemos perfectamente, el sacramento del bautismo se administra, la mayoría de las veces, a niños pequeños, que ni se dan cuenta ni comprenden lo que significa su bautismo. De ahí la conveniencia de otro rito sacramental ¶en el que, quienes fueron bautizados de pequeños, tomen conciencia de su compromiso cristiano y asuman libremente sus responsabilidades de creyentes. En este sentido y en esta dirección hay que buscar el significado fundamental de la confirmación.

 

b)  Las fluctuaciones de la teología

 El problema se plantea de nuevo cuando se intenta precisar más en concreto cuál es el significado preciso de la confirmación. A este respecto, el parecer de los teólogos no es unánime y los diversos autores buscan aquel sentido que les parece más coherente. Así, unos lo ven en la referencia a pentecostés (Schillebeeckx, Camelot, Lecuyer, Hamman); otros optan por el paralelismo con la actuación del Espíritu en Cristo (Nocent, Magrasi, Thornton); otros prefieren hablar de la especial unión a la Iglesia y a las tareas eclesiales (Breuning, Mühlen, Bouhot, Bourgeois); otros se refieren al crecimiento y la configuración más plena con Cristo (Ligier, Tena), y otros, finalmente, hablan de la función perfectiva que tiene la confirmación con respecto al bautismo en cuanto desarrollo, corroboración y culminación del bautismo (Amougeou-Atangana, Küng).

 Ahora bien, esta multiplicidad de pareceres y teorías, a primera vista dispares, tiene algo en común : todos los autores, de una manera o de otra, pretenden justificar y explicar la confirmación no a partir del rito en sí mismo, sino a partir del bautismo. Pero lo hacen de tal manera que siempre es a base de comprender el bautismo como un rito incompleto, que debe ser perfeccionado por la confirmación. Ahora bien, se ha dicho que ese camino es incorrecto, porque el bautismo, incluso en el caso de los niños, es un sacramento perfecto y completo. Por eso queda aún por responder la pregunta principal: ¿Cuál es el significado fundamental de la confirmación? Este significado tiene que ser deducido del rito mismo de la confirmación, no de lo que inconscientemente le sustraemos al bautismo. Pero entonces, ¿cuál es ese significado?

 

c)  Sanos y fuertes para defender la justicia

 Como ya se ha dicho, lo que caracteriza al símbolo de la confirmación es la imposición de manos y la unción con el crisma. Por lo tanto, recurriendo a lo que significan esos gestos simbólicos es como podremos saber el sentido que tiene la confirmación.

 En cuanto a la imposición de manos, no tiene especial importancia en la tradición bíblica del Antiguo Testamento. Algunas veces se habla de ese gesto para expresar un acto de bendición (Gén 48,18; !s 44,3); en otros casos se trata del gesto que expresa la transmisión de un oficio o una tarea (Núm 27,l2ss; Dt 34,9). En este sentido, se puede decir que es propio de la confirmación que el obispo, en nombre de la Iglesia, bendice a los bautizados y les impone una tarea determinada. Pero con decir eso no basta. Lo importante es saber de qué tarea se trata.

 En el Antiguo Testamento tiene una significación importante el gesto de ungir a los reyes (Jue 9,8.15; 1Sam 9,16; 10,1; 15,1.17; 16,3.12; 1Re 1,39; 2Re 9,3.6, etc.). Mediante esta unción se le otorgaba al rey el poder para ejercer su función (Sal 45,8-9). Pero, por otra parte, esta función estaba estrechamente relacionada con la defensa de la justicia, que era, según la mentalidad hebrea, la defensa de los pobres y desvalidos, los huérfanos y las viudas, es decir, la defensa eficaz de los que por sí mismos no podían defenderse.

 Pero esto necesita alguna explicación. En las ideas del Antiguo Testamento, el gran defensor de la justicia, en favor de los débiles, es Dios mismo. Así se expresa, con toda claridad, en los salmos. Por ejemplo, en el salmo 82 se dice:

 “Dios se levanta en la asamblea divina...

 ¿Hasta cuándo darán ustedes sentencias injustas

 poniéndose de parte del culpable? Protejan al desvalido y al huérfano,

 hagan justicia al humilde y al necesitado,

 defiendan al pobre y al indigente,

 sacándolos de las manos del culpable” (Sal 82,1-4).

 En el mismo sentido se pueden citar los salmos 68, 86 y 98. Dios hace justicia, defendiendo eficazmente a los que por sí mismos no pueden valerse, es decir, los pobres y débiles de la tierra.

 Pero, por otra parte, según la mentalidad del Antiguo Testamento, Dios ejercía esta función no directamente, sino por la mediación del rey. Es decir, la tarea primordial del rey consistía en hacer justicia en nombre de Dios. Por eso cuando, en el Antiguo Testamento, se describe lo que era un rey ideal, se explica diciendo que él era el defensor de la justicia en favor de los pobres y marginados. Así en el salmo 45 se le dice al rey: “Amas la justicia y odias la maldad; por eso, entre todos tus compañeros, el Señor tu Dios te ha ungido con perfume de fiesta” (Sal 45,8). Y más claramente aún en el salmo 72:

 “Dios mío, confía tu juicio al rey,

 tu justicia al hijo de reyes:

 para que rija a tu pueblo con justicia,

 a tus humildes con rectitud.

 Que los montes traigan paz para tu pueblo

 y los cerros justicia,

 que él defienda a los humildes del pueblo,

 socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador...

 porque él librará al pobre que pide auxilio,

 al afligido que no tiene protector;

 él se apiadará del pobre y del indigente,

 y salvará la vida de los pobres;

 él vengará sus vidas de la violencia,

 su sangre será preciosa a sus ojos” (Sal 72,1-4.12-14).

 Por lo tanto, como acabamos de ver, los reyes de Israel eran ungidos para dedicarse a la defensa de la justicia en nombre y en lugar de Dios. Y esa justicia consistía en la defensa de los pobres y desamparados de la tierra. Por eso se comprende la relación que se establece ya en el Nuevo Testamento entre la unción del Espíritu Santo y la solidaridad con los pobres, oprimidos y desgraciados. Así, el evangelio de Lucas nos dice que Jesús fue ungido por el Espíritu, “para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, para dar la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). Y ya después de la resurrección de Jesús, el apóstol Pedro dijo del mismo Jesús que Dios lo ungió con el Espíritu Santo “y pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (He 10,38).

 En consecuencia, recibir la unción del Espíritu es recibir la fuerza y la valentía necesarias para hacer justicia en la tierra, para practicar la justicia de Dios, es decir, para ponerse de parte de todos los desgraciados y oprimidos de este mundo y para defender eficazmente a esas personas. Por lo tanto, recibir el sacramento de la confirmación es recibir la señal y el sello del compromiso en favor de la justicia de los pobres y marginados de este mundo.

 

d)  Exigencias de la confirmación

 El cristiano es un hombre ungido para la lucha en favor de la justicia en el mundo. Esto quiere decir, ante todo, que para el creyente en Jesucristo el lugar del encuentro con Dios no es ni la experiencia metafísica del ser (que caracteriza a la tradición occidental), ni la experiencia nacionalista (que marca a las religiones judía e islámica), ni la experiencia interior intimista (que se da sobre todo en las religiones orientales). Ninguno de esos tres es el lugar del encuentro con nuestro Dios, el Dios que se ha revelado en Jesucristo. Ese lugar es para nosotros el campo de las relaciones con los demás, no sólo en el plano individual, sino sobre todo en el terreno de lo colectivo y lo social. Por consiguiente, el creyente se encuentra con su Dios en la lucha por la justicia. Aquí se debe recordar un texto memorable de Jeremías: “Practicó la justicia con el pobre. ¿No es eso conocerme?” (Jer 22,16). Conocer a Dios y encontrarse con él es lo mismo que luchar en favor de la justicia que defiende al pobre.

 A la misma conclusión se llega si miramos las cosas desde otro punto de vista. Sabemos que el Jesús de la historia fue un hombre cercano a los pobres para anunciarles el reinado de Dios y su justicia (Mc 6,33). Por otra parte, el mesías que confiesa la fe es el Cristo “hecho pobre” (2Cor 8,9), empobrecido y anonadado (Flp 2,7), “para que nosotros nos hagamos justicia de Dios en él” (2Cor 5,21). Todo esto quiere decir que el creyente sigue verdaderamente a Jesús y se une a él en la medida en que participa en la lucha por defender a los pobres, la lucha por la justicia. En consecuencia, se puede decir, con toda verdad, que donde no hay opción por la justicia, no hay conversión a Dios ni seguimiento de Jesús.

 Por eso, cuando el cristiano es ungido en la confirmación, como lo eran los reyes en el Antiguo Testamento, su compromiso en favor de la justicia en el mundo queda sancionado y ratificado definitivamente. El cristiano es un hombre para los demás, es decir, un hombre para la justicia que defiende eficazmente a todos los desgraciados de la tierra.

 Pero aquí se deben hacer dos observaciones importantes. En primer lugar, si queremos que el compromiso en favor de la justicia sea verdaderamente eficaz, ese compromiso tiene que pasar por las mediaciones sociales y políticas, que en la sociedad actual encarnan y completan la lucha por la justicia. El cristiano aislado y solo poco puede hacer en pro de la justicia. Integrado con otros, en grupos e instituciones socialmente significativas, aportará algo verdaderamente serio en la lucha por defender a los oprimidos del mundo.

 Por otra parte, es evidente que este planteamiento de la propia vida desemboca inevitablemente en el conflicto. Porque los intereses sociales, económicos y políticos que se ponen en juego son muy fuertes. Lo cual quiere decir que las situaciones que se provocan a partir de este planteamiento son muy graves. Pero aquí el creyente tiene que recordar siempre que la cruz está en el centro de la existencia del que quiera ser discípulo de Jesús (ver Mt 10,37-39; Mc 8,34-35 par; Jn 12,24-26). La gran cruz que se impone al creyente es su incesante lucha en favor de la justicia de los pobres.

 

3. Consecuencias prácticas

 

a)  La edad de la confirmación

 Se ha discutido ampliamente esta cuestión. Las sentencias principales, a este respecto, se pueden resumir en dos: por una parte están los que defienden que lo ideal es administrar la confirmación lo antes posible, quizá inmediatamente después del bautismo, y en todo caso, antes de la primera comunión. Los que piensan de esta manera se basan en que es necesario defender y asegurar el orden de la “iniciación cristiana” (bautismo-confirmación-eucaristía). De tal manera que la recepción de la Eucaristía debe ser la culminación del proceso de iniciación. Además, en esta manera de ver las cosas queda más patente la unión entre bautismo y confirmación, ya que ésta se administra a continuación del bautismo, como corroboración y complemento del mismo.

 Pero frente a esta tendencia existe la de los que defienden que la confirmación se debe retrasar hasta la edad de la pubertad o quizá algo más adelante (entre los doce y los veinte años). Ésta es la práctica que ha prevalecido principalmente en Alemania, Francia, Italia y en Latinoamérica. La razón fundamental de esta tendencia es que sólo a esa edad más avanzada el sujeto está capacitado para comprender lo que verdaderamente significa la confirmación y las exigencias que ésta impone. De ahí que sólo en esa edad tiene sentido un verdadero catecumenado como preparación a la recepción del sacramento.

 ¿Cuál de las dos tendencias es preferible? A mí me parece más acertada la segunda. Y la razón es clara: si la confirmación se interpreta a partir de su relación con el compromiso en favor de la justicia, es evidente que un niño de siete años no está capacitado para asumir, con todas sus consecuencias, el proyecto en favor de la justicia en el mundo y la lucha en pro de los desheredados de la tierra.

 

b)  El catecumenado

 De la misma manera que en la Iglesia antigua precedía el catecumenado a la recepción del bautismo, así también en la actualidad ese catecumenado debe preceder a la confirmación. Pero con tal que se trate de un catecumenado orientado expresamente a lo que significa y exige el sacramento de la confirmación. Por consiguiente, tiene que ser un catecumenado en el que, además de explicar la razón de ser y la historia del sacramento, se expongan con toda claridad las exigencias de la justicia en el mundo actual. Sobre todo, la justicia en favor de los pobres y marginados de la sociedad presente. Por otra parte, es claro que el catecumenado no se puede reducir a una simple instrucción teórica. Además de eso, es fundamental que el catecúmeno vaya asumiendo personalmente sus compromisos en un proceso de auténtica conversión.

SACRAMENTOS Y SEGUIMIENTO DE JESUS
José M. CASTILLO sj