CRISIS DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

 
¡¡También hay crisis de confesión!! ¡¡Qué le vamos a hacer... si 
estamos en época de crisis!! Y respiramos tranquilos, como si al 
reconocer la existencia de la crisis, nos liberásemos del problema. 
Pero el reconocimiento del problema no debería inhibirnos, sino 
espolearnos en buscar las vías de solución.
Cuando constatamos que hay crisis de confesión, en realidad 
sólo queremos decir que hoy se confiesan menos. ¿Por qué? ¿Qué 
es el sacramento del perdón y en qué ha venido a quedar reducida 
la "confesión"? De los cinco requisitos, previstos en el catecismo, 
nosotros hemos ido liquidando uno a uno, hasta reducir el 
sacramento del perdón a la confesión oral, de presente, íntegra, 
con especificación teológica y moral de los pecados, con precisión 
numérica... El examen de conciencia era sólo un inventario de 
pecados, el dolor y el propósito se simplificaban en la fórmula del 
"Yo pecador" y la penitencia se reducía a rezar tres avemarias o 
tres partes de rosario.
Tal parece que, con el buen deseo de extender la práctica de la 
confesión a todos los cristianos, hemos ido desvaluando el 
sacramento, en una incontenible inflación. ¿Quién no recuerda 
aquellas filas interminables de los cumplidores: colegiales, obreros 
de fábricas, soldados, misiones populares...? ¿Quién no recuerda 
aquellas sentadas, hasta las doce de la noche, de la anterior 
generación de sacerdotes? Si la crisis supone la pérdida del 
sentido y de la necesidad "consciente" del perdón, el problema es 
muy serio. Pero ¿y si la crisis sólo es una actitud contraria porque 
no acaba de aceptarse la mecánica del confesionario? En todo 
caso, es preferible constatar la disminución de las confesiones 
cuando aumentan las injusticias a escala regional y mundial, que 
comprobar -¡sin asombro!- que la gente se sigue confesando 
mucho y el mundo sigue igual. Igual de mal, claro.
Tenemos que reconocer que el perdón de Dios no es un 
calmante contra el dolor de los pecados, sino la liberación del 
pecado para hacernos posible el camino: "Vete... y no peques 
más". La confesión sólo tiene sentido en el interminable proceso de 
conversión, para deshacernos del hombre viejo (el pecador) a fin 
de que pueda vivir el hombre nuevo (el justo).
"Mientras se pensaba que la caducidad de lo viejo afectaba sólo 
a los repliegues íntimos del alma, podía liquidarse el asunto, mejor 
o peor, con remedios individualistas y privados, acudiendo a una 
práctica tan simple como la del confesonario.
Convencidos ahora de que el hombre viejo no está tanto en las 
conciencias cuanto en las instituciones, en las estructuras de la 
producción, en la vida pública, en el sistema social, las prácticas 
individuales de conversión se evidencian inoperantes. La fidelidad 
al radicalismo de la exigencia evangélica de enterrar totalmente al 
hombre viejo, conduce de manera necesaria a su aplicación pública 
y política. La revolución es entonces el resultado social de la 
conversión".

ALFREDO FIERRO
CUADERNOS PARA EL DIALOGO/Núm. 95

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2. Carta del Arzobispo

El sacramento del abrazo

Confesarse no está de moda, y eso sería lo de menos, mas, lo 
que ocurre es que hacerlo no está de actualidad y eso viene ya 
ocurriendo desde hace un cuarto de siglo. Difícil diagnosticar esta 
situación, en la que se entrecruzan numerosas variables de la 
Iglesia y de la sociedad. Dónde encontrar la culpa de que las 
culpas ya no se confiesen? Será acaso porque ya no se cometen? 
O más bien porque no se las considera o experimentan como tales? 
Tal vez la respuesta nos viene de la natural repugnancia que siente 
cada quisque a confesar sus miserias ante un hombre como él, o, 
de que, caso de hacerlo, prefiere hoy el sicólogo al confesor. Será, 
tal vez, porque experimentas menos desagrado en manifestar que 
estás mal, que en reconocer que eres malo. Complicaciones de 
hoy.
En lo que atañe a la Iglesia, durante este mismo periodo, se ha 
registrado en su seno una potentísima transformación histórica, tan 
intensa como necesaria, tan rica como desconcertante para 
muchos, que tuvo por factor desencadenante, aunque no causante 
de ciertos desafueros, el Concilio Vaticano II. De sus sesiones y 
documentos salieron potenciados cuatro grandes sacramentos de 
la Iglesia: las riquezas del Bautismo, la centralidad de la Eucaristía, 
la responsabilidad de la Confirmación, la santidad del Matrimonio.

Devaluación del pecado

P/DEVALUACION: Y la penitencia? No puede decirse con verdad 
que este sacramento fuera preterido o devaluado por el Concilio. 
Es más, fue objeto de una revisión enriquecedora, al establecer la 
celebración comunitaria del mismo, que ha redescubierto su 
dimensión eclesial y producido buenos frutos, al menos en la 
fórmula de confesión y absolución individual. Es cierto que tampoco 
se nos presenta allí la confesión sacramental como el elemento 
primordial de la existencia cristiana o el objetivo prioritario de la 
pastoral de la Iglesia.
Ya advirtió en su tiempo Pío XII que el mundo estaba perdiendo el 
sentido del pecado. Luego, el marxismo de la guerra fría proclamó, 
en Oriente y Occidente, que la conciencia del pecado no eran más 
que resabios burgueses. Posteriormente, tanto la revolución de 
mayo-68, como la postmodernidad acentuada tras la caída del 
muro de Berlín, han ido imponiendo en Europa y por lo mismo en 
España, el llamado pensamiento débil, para el que carece de 
sentido hacerse preguntas trascendentales sobre la culpa y el 
perdón, sobre Dios y el más allá. Aquí todo vale. Basta con vivir a 
tope el momento presente, evitando que nos agüen la fiesta con 
cuestiones impertinentes.
Todo esto flota en el ambiente y nos hace tanto más daño cuanto 
menos se percibe su influjo. Necesitamos imperiosamente de la 
Cuaresma, para entrar con decisión en el fondo de nosotros 
mismos y ponernos a tiro de la Comunidad cristiana, donde 
resuena la Palabra de Dios que nos llama a conversión; ojalá nos 
invada y nos inunde a raudales el viento del Espíritu, que arrastre 
como hojas viejas tantos eslóganes estúpidos y nos permita 
escuchar a los profetas: "Derramaré sobre vosotros un agua nueva 
y os infundiré un espíritu nuevo, arrancaré de vosotros el corazón 
de piedra y os daré un corazón de carne".

Quedas perdonado

Volver a lo de siempre. A nuestra condición pecadora y al Dios 
misericordioso; escuchar la llamada del Bautista que levanta su 
dedo para indicarnos el paso de Jesús: Este es el Cordero de Dios 
que quita el pecado del mundo. El propio Señor, en un momento 
tan señalado como la institución de la Eucaristía, anunció el 
derramamiento de su sangre para el perdón de los pecados. En 
esas estamos. Nos va a todos muchísimo en acceder a la fuente del 
perdón y de la misericordia, ayudados amorosamente por la Iglesia, 
ya que, a nuestro aire, somos un desastre. Si alguno de nosotros 
está libre de pecado, que tire la primera piedra.
Quien no sepa cómo habérselas ante las culpas propias y las 
ajenas ni cómo integrar esa realidad en el universo de la fe y de la 
vida cristiana, padece una mutilación espiritual de inmensa 
magnitud. Digo esto no para poner las cosas negras, puesto que 
sabemos con san Pablo, que "donde abundó el pecado, 
sobreabundó la gracia". Por eso en el Credo hacemos profesión de 
un solo Bautismo "para el perdón de los pecados". Toda la vida 
cristiana arranca su vitalidad y dinamismo desde la muerte continua 
del hombre viejo, pecador, y el crecimiento, al mismo compás, del 
hombre nuevo, justificado por Dios en la santidad de la verdad. De 
ahí que el seguimiento de Cristo y la búsqueda del Reino de Dios 
se vayan verificando a lo largo de la existencia con la acción 
combinada de nuestra libre voluntad y la energía vital del Espíritu, a 
través, sobre todo, de los dones sacramentales. No hay cuerda sin 
esos dos cabos, ni santidad cristiana que no sea tan de Dios como 
nuestra.
Tres de los siete sacramentos se reciben una sola vez: Bautismo, 
Confirmación, Orden. Dos, una o muy pocas veces: Matrimonio y 
Unción de enfermos. Estos siguen operando siempre en quienes 
los han recibido. Pero nos quedan otros dos, importantísimos, para 
reponer fuerzas en el combate cristiano, en la peregrinación 
terrena, en la escalada hacia el Reino: son la Penitencia y la 
Eucaristía.
Por qué acumular tanta teología en asunto tan práctico? Por qué 
no recordarnos, sin más, como en los viejos catecismos, el segundo 
mandamiento de la Iglesia: Confesar por lo menos una vez dentro 
del año, por la Cuaresma, o antes si espera peligro de muerte? 
Pues porque temo presentar como obligación y no como regalo, 
como noticia alegre, el sacramento del perdón. De las clásicas 
cinco cosas que se han mostrado siempre necesarias para recibir 
completo dicho sacramento, la más ingrata para todos ha sido 
siempre la cuarta: "decir los pecados al confesor", siendo así que 
de suyo no es imprescindible hacerlo, ya que pueden confesarse 
los mudos o mostrar signos de arrepentimiento quienes no pueden 
hacer otra cosa. Bueno; pues aquí, la que se ha universalizado es 
la palabra confesión, apellidando a este hermoso sacramento por 
su dimensión más antipática. Tampoco, si me apuran, me gusta 
demasiado lo de Penitencia, porque, si se refiere a la que nos 
impone el confesor, suele quedarse en bien poca cosa. Y si habla 
de la penitencia en general, aunque puede entenderse en 
profundidad, puede sonar a sufrimiento y a castigo

Sacramento del gozo

CONFESION/ALEGRIA: No, por favor. Considero más rico de 
contenido humano y teológico, más acorde con el misterio de Cristo 
y con su Pasión redentora lo del Sacramento de la reconciliación. 
Lo veo también más emotivamente humano, porque cala en 
nuestros sentimientos de reencuentro amoroso con Dios. Es 
también muy correcto teológicamente y religiosamente entrañable 
denominarlo sacramento del perdón. Es ésta la expresión que más 
me gusta, porque le da el protagonismo al Dios misericordioso y a 
nosotros ni nos nombra. Esas dos sílabas rezuman paz y consuelo, 
irradian alegría. Quién no está deseando, necesitando, 
mendigando, ser perdonado, sentirse perdonado?
Pero, hay más. No se trata de un indulto a distancia, sino de un 
abrazo paterno, expresado con trazos sublimes en la parábola del 
Hijo pródigo. Lo quiero llamar, pues, para mi uso privado, con la 
denominación del sacramento del abrazo, sacramento del gozo. 
Siento resonar en mí, cuando me absuelven, algo así como la 
música en la casa de la Parábola, mientras comían alegres el 
novillo sacrificado con tan señalada ocasión. Todavía les resulta 
antipático a ustedes el Tercer Sacramento? 

ANTONIO MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
Número 247. 22 de marzo de 1998