CONTRICIÓN

CONTRICION/PERDÓN:
La contrición no es más que el dolor del alma, de la voluntad y 
del ánimo, es decir, del corazón por los pecados propios. (Se 
puede acusar o llorar por los pecados ajenos, pero es imposible 
arrepentirse de ellos). Se hace sentir cuando se reconoce en la fe 
la maldad y terribilidad del pecado. La contrición incluye en sí el 
apartamiento del pecado y la conversión hacia Cristo; es una 
autocondenación del pecador y una profesión de la santidad de 
Dios revelado en Cristo; en cierto sentido es ya un buen propósito; 
éste no necesita ya ser hecho expresamente. La contrición ocurre 
la mayoría de las veces en la razón, en la voluntad y en el ánimo; 
pero la pura condenación de los pecados hecha con la voluntad sin 
movimiento del ánimo y apartamiento de ellos es también auténtico 
arrepentimiento. El movimiento del ánimo puede faltar, lo decisivo 
es la aversión voluntaria del pecado y la conversión hacia Cristo. El 
movimiento de dolor puede llegar también a los sentimientos 
sensibles, de manera que el hombre tenga sensación del 
arrepentimiento que tiene. Pero también es posible que el dolor del 
alma y del espíritu por los pecados apenas llegue hasta el campo 
de la sensación o no llegue en absoluto. 
La contrición no es, por tanto, la satisfacción del odio al yo o del 
impulso de crueldad contra la propia persona; no es una especie 
de venganza desagradable o un castigo que el pecador se imponga 
a sí mismo; tampoco es el deseo de no haber hecho lo que se ha 
hecho..., ese deseo que es como una especie de eco del castigo 
previsto; no es, por fin, un estado de depresión que ocurra a 
consecuenda de la relajación que sigue a la tensión de la acción o 
a consecuencia de los efectos desagradables de la acción. Si fuera 
una de esas cosas, no tendría sentido y sería un estorbo para la 
vida; habría, pues, que superarlo. Pero en realidad es otra cosa: es 
la decidida condena de una acción, la aversión o vuelta de una 
dirección de la vida que se reconoce como torcida y la conversión 
hacia lo bueno, hacia la santidad de Dios revelada en Cristo. La 
contrición no significa ningún fracaso que paralice las fuerzas, sino 
la irrupción en una nueva vida. El arrepentimiento es algo 
completamente distinto también de un proceso curativo en el 
sentido psicoanalítico o psicológico de la palabra. Es cierto que 
implica el esfuerzo de sacar a la clara luz de la conciencia todo lo 
reprimido en la subconciencia con ocasión de la negación o huída 
de una exigencia y que desde allí entorpece la vida; una vez en la 
conciencia hay que hacer el esfuerzo de entenderlo y resistirlo... 
Pero la contrición no es sólo comprensión; es además condenación 
de lo hecho. 

2. Es evidente que el hombre no puede hacer por medio de la 
contrición que la acción de que se arrepiente no haya sucedido, no 
haya sido un suceso histórico; pero puede librarse de la falta de 
valor y sentido, de la culpabilidad de la acción. 
Para mejor entender esto podemos meditar en que los momentos 
de nuestra vida no forman una serie sucesiva, cuyos miembros no 
tienen ninguna relación entre sí, sino que se implican y complican 
recíprocamente. Las anteriores decisiones libres de la voluntad 
penetran actuando en la actualidad y dan un sello y carácter 
determinado al momento presente de nuestra vida. Por su parte, el 
futuro está ya también de algún modo preformado en el presente. 
El hombre, según esto, posee en cada momento su vida tal como 
ha llegado a ser gracias al pasado y que determina el futuro; es 
decir, en cierto sentido la posee como totalidad. Así pues, aunque 
la culpa ya cometida y pasada determina incluso el futuro en una 
dirección culpable, el hombre, por ser libre, puede en cada 
momento dar a su vida una dirección nueva y un nuevo sentido. 
Reflexionando sobre sí y recogiéndose en sí mismo, puede 
condenar la dirección actual de la vida propia, que ahora actualiza, 
empujar hacia una dirección nueva la totalidad de esa vida que 
ahora tiene en un puño con todas sus fuerzas, y de esta manera 
expulsar del ámbito de su "yo" la disposición e intención 
pecaminosa que tenía hasta ahora. 
En este proceso, el hombre toma sobre sí otra vez el pasado; lo 
traspasa, valora y juzga a la luz de la santidad de Dios y en el amor 
de Dios, y así lo transforma. Para la autocondenación y cambio de 
disposición es un buen presupuesto el que el hombre tenga la 
capacidad de poder captar su vida como totalidad; cuanto más 
capaz de eso tanto más profundamente conseguirá condenar los 
pecados desde su raíz y tanto más central e íntima será la 
autocondenación. Ese centro personal es llamado en la Escritura el 
corazón del hombre. Pero lo decisivo en el arrepentimiento es su 
relación a Dios. Aunque el hombre no esté construído de forma que 
pueda captar perfectamente la totalidad de su vida, aunque no sea 
capaz más que de darse cuenta do los procesos aislados, puede, 
sin embargo, cambiar de dirección su vida mediante la reprobación 
del mal. Lo decisivo es la razón sobrenatural de ser del 
arrepentimiento. El cambio de modo de pensar tiene la significación 
salvífica prometida por Dios y es parte esencial del sacramento -o 
al menos presupuesto o condición sine qua non-; por consiguiente, 
es ese proceso en que el hombre se introduce en la muerte de 
Cristo sólo cuando no nace del puro ser natural del hombre, sino 
cuando es puesto por el yo humano, conformado a imagen de 
Cristo en el bautismo y sellado para Cristo de una vez para 
siempre, en virtud de la realidad de la gracia y dirigiéndose en la fe 
hacia el señor crucificado y resucitado. Sólo el arrepentimiento del 
bautizado puede entrar en relación plenamente real con el 
sacramento; de hecho está en relación con él, y tiene el sello de 
esa relación porque, en razón de haber sido instituído por 
Jesucristo, el sacramento de la penitencia es el medio normal de 
borrar los pecados mortales en el NT e implica, por tanto, el 
arrepentimiento, es decir, la aversión del pecado y la conversión 
del pecador a Cristo. La contrición hecha por la fe en Cristo, no 
puede anular la culpabilidad de los pecados inmediatamente. Pero 
el arrepentido puede esperar con seguridad, en razón de las 
promesas divinas, que Dios le perdonará los pecados y le 
introducirá en la muerte de Cristo. que da la vida. En la contrición 
está el hombre delante de Dios con esperanza y confianza y espera 
la respuesta divina. Cuando el pecador renuncia a la orgullosa 
voluntad del hombre y reza con doloroso conocimiento de la acción 
mala y humilde aversión a ella y al yo que la hizo, pide a Dios, que 
entonces rodea con mirada amorosa, la reconciliación y la salud, la 
recreación de la antigua relación mediante el acto que es 
imprescindible en el restablecimiento del orden entre personas: 
mediante el perdón. Pero el perdón sólo puede darse en el mundo 
cuando Dios perdona los pecados por pura y libre bondad. 
Nosotros estamos ciertos de que la respuesta de Dios a la llamada 
de la contrición es el perdón de los pecados.

3. Puesto que la contrición pertenece al signo externo del 
sacramento de la penitencia, debe mostrarse exteriormente de 
algún modo. La encarnación más evidente y fidedigna de la 
contrición es la confesión de los pecados. 
(Págs. 562-564)
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Llamamos arrepentimiento (contrición) perfecto al que nace del 
amor perfecto a Dios. Amamos perfectamente a Dios cuando le 
amamos más por su gloria revelada que por su comunicación con 
nosotros. Dios mismo es el resumen, modelo y fuente de todo amor 
perfecto (ágape); ama a sus criaturas no porque tengan un valor 
en sí, que pudiera enriquecerle a El, sino en una pura entrega y 
ofrecimiento, que regala de su propia riqueza. Su amor es el 
fundamento de la existencia y valor de las criaturas. Tanto amó 
Dios al mundo, quo cuando éramos enemigos suyos envió a él a su 
Hijo unigénito para que todos los que creyeran en El tuvieran vida. 
El amor, impuesto como precepto a los que creen en Cristo, es una 
participación de ese amor de Dios. El hombre en quien es eficaz el 
propio amor de Dios ama a Dios por Dios, al bien por el bien, al 
bien personal por el mismo bien personal. El amor a Dios -a 
diferencia del amor al "tú" humano, exige entrega incondicional y 
sin reservas, porque Dios es el Señor absoluto; el hombre 
pertenece a Dios; está sometido a El totalmente; y esa pertenencia 
no se le añade al hombre como algo accidental y exterior, sino que 
forma y caracteriza todo su ser. Por tanto, cuando el hombre ama, 
tal como lo exige su ser, a Dios, le ama sin limitaciones y sin 
segundas intenciones, y se ofrece a El dispuesto a todo y 
obediente a cualquier cosa. En ese amor el hombre dice "sí" a Dios, 
el Señor, y el Santo; tal amor implica la adoración. El hombre se 
entrega a Dios no porque espere algo de El, sino por que le 
pertenece, porque Dios es el Señor y el Santo. De este amor a 
Dios, en que el hombre considera como centro de su propia vida a 
Dios y no a sí mismo, sólo es capaz el hombre, cuando el amor de 
Dios mismo le llena. 
El amor, que no busca lo suyo, sino la plenitud del amado, es 
completamente desconocido fuera de la Biblia. Fuera de la Biblia se 
entiende por amor (Eros) algo completamente distinto, un 
movimiento del alma, en el que el amante se dirige hacia el tú, para 
apropiarse su valor. Tal amor tiene su origen en la necesidad de 
perfección y plenitud. 
El tú es amado por el valor que puede hacer feliz a quien lo ama; 
el tú es objeto de amor en cuanto portador de valores. "El yo se 
alimenta del valor del tú, se agranda y crece a través del tú y sobre 
el tú. La fórmula de ese amor... es siempre: te amo porque eres así. 
Si no fueras así, no podría amarte; dejas de ser así y ya no puedo 
amarte. El amor a un hombre es en este caso accidental por así 
decirlo; no se dirige al hombre como tal o al tú en cuanto tú, sino al 
valor que fundamentalmente es independiente de este hombre y en 
general del hombre. Te busco, amigo, por tus valores" (E. Brunner, 
Eros und Liebe 17-18). 
De este amor, enseñado por Platón, por ejemplo, se distingue el 
amor revelado y ofrecido en la Escritura, en que no se dirige al 
objeto amado para perfeccionarse o ser feliz, sino para 
perfeccionarle. 
Este amor sólo es posible respecto a un tú, nunca respecto a una 
cosa impersonal; en él el hombre se agarra al tú no por necesidad 
ni para enriquecerse a través del tú, sino por riqueza y para 
enriquecer al necesitado; tal amor está al servicio de la elevación 
vital del tú, no del yo; sólo es posible para el hombre cuando el 
hombre está dentro del amor de Dios, que se da y regala a sí 
mismo. Sólo el hombre, en quien obra el amor de Dios, puede 
regalarse de esa manera al tú. Sólo el hombre, que está unido a 
Cristo por la fe, puede amar al tú no porque sea bueno o agradable 
o valioso, sino sencillamentei porque el amarse es bueno para el 
otro. 
Con ese amor el hombre perfecciona también su propio ser. Por 
muy raro que parezca tal amor al yo orgulloso y autónomo, por muy 
natural que parezca al hombre pegado a su yo el roferirlo todo al 
círculo de su propia existencia, en realidad sólo la entrega y el 
servicio son la forma de vida propiamente humana. 

Sin embargo, esta forma de amor no puede separarse del 
impulso, en que el hombre tiende hacia el valor, para identificarse 
con él; existe entre ellos una relación viva. El mundo ha sido dado 
al hombre para que trabaje, produzca, crezca en él; debe servirle y 
darle frutos. El hombre encuentra también el tú, como una parte de 
ese mundo que Dios le da, como un objeto de conocimiento y de 
tendencias. Corresponde al fin de la creación ese hecho de que el 
hombre se dirija al tú, porque encuentra en él determinados 
valores. El amor de amistad o el amor entre esposos son imposibles 
si no pudieran inflamarse en el ser así, en el valor del otro. Pero 
esta inclinación hacia el otro está a la vez amenazada por el peligro 
de rebajar orgullosamente al otro, al tú, hasta convertirle en mero 
objeto de uso del propio yo; para evitar ese peligro es necesario 
que esa inclinación se apoye y se rodee del amor de entrega y de 
servicio, que no quiere el propio bien, sino el bien del otro.

Por muy clara que sea la distinción conceptual del amor 
obediente y adorador y del amor exigente, en la realización del 
amor nunca se encuentran completumente separados. 
Cuando el hombre ama a Dios, ama al amor. El amor personal, 
que es Dios, se realiza en la entrega de Dios a los hombres. Por 
tanto, cuando el hombre ama a Dios, se introduce en el amor que 
se le regala, que le quiere dar en posesión sus propias riquezas. La 
amorosa adoración a Dios se convierte, por tanto, en adoración al 
Dios que se nos reveló en Cristo para salvación nuestra; la 
obediencia al Señor se convierte en obediencia a Aquel que quiere 
nuestra propia salvación. El canto a la santidad divina se hace 
alabanza del Dios, que nos quiere santificar. El amor a Dios implica, 
por tanto, el amor a la propia salvación, porque debe implicar lo 
amado y querido por Dios. Quien ama a Dios, en cuanto amor 
personal, debe participar en la entrega de Dios al mundo y al 
propio yo. La amorosa adoración a Dios no puede, pues, separarse 
del impulso hacia Dios y de la esperanza en El. Pero la esperanza 
en Dios puede quedarse (aunque no por mucho tiempo; cfr. D. 
1.327) tan en el fondo de la conciencia, que apenas nos demos 
cuenta de ella; y viceversa, la esperanza en la bienaventuranza 
divina puede tener tal ímpetu, que la adoración apenas sea 
consciente. El amor en que la adoración de Dios domina sobre la 
esperanza en Dios es el que llamamos amor perfecto; y el amor, en 
que la esperanza en la misericordia divina domina sobre la 
adoración de su santidad, es el que llamamos amor imperfecto. 
Como fácilmente puede observarse, en la realización de la vida de 
la fe los límites de ambas formas de amor son variables y fluyentes. 


Por tanto, el arrepentimiento (contrición), en el que el hombre se 
duele de sus pecados, porque están en contradicción con la 
santidad de Dios, porque ha lesionado la obediencia a Dios y le ha 
negado la adoración, es el que llamamos contrición perfecta. Y 
aquel, en que el hombre se duele de sus pecados, porque le han 
separado de Dios porque le priva del amor de Dios y de la plenitud 
de vida, es el que llamamos contrición imperfecta. También en esta 
segunda forma de arrepentimiento obra de algún modo el amor. El 
dolor de haber perdido a Dios, que es el amor, implica 
necesariamente el amor a Dios; si no lo implicara, la pérdida del 
amor de Dios no sería valorada como defecto. Sin amor no se vive 
dolorosamente la falta de amor; sólo puede dolerse de la pérdida 
del amor quien por lo menos concede validez al amor. 
(Págs. 567-570)
...................

Ambas formas de contrición -la perfecta y la imperfecta- son 
auténticas actividades de fe y tienen, por tanto, virtud salvífica. 
Unicamente el puro arrepentimiento por temor carece de valor; en 
él el hombre se duele de sus pecados sólo por el castigo a ellos 
unido, con lo que mantiene su dependencia del pecado; en este 
arrepentimiento se valora el pecado como pérdida, pero no como 
pérdida del amor de Dios; nace del deseo de la propia perfección y 
felicidad, sea cual sea el modo de lograrla; el amor de Dios no tiene 
ningún papel en esa forma de arrepentirse. La esperanza de 
salvación implica el anhelo de Dios. Quien se arrepiente de esta 
forma teme el infierno porque significa desventura, tormento y 
soledad, no porque signifique lejanía de Dios. Con ese temor 
puede coexistir el deseo de que estuviera permitido el pecado, es 
decir, lo contrario a Dios. Quien se arrepiente así, no se apartaría 
del pecado si no tuviera castigos. Pág. 574
...............

Por lo que respecta a la contrición imperfecta, es buena y 
saludable, porque dispone al hombre para la justificación. Dogma 
de fe. Concilio de Trento, sesión VI, can. 8; D. 818, sesión XIV cap. 
4, can. 5; D. 898, 915; cfr. D. 1.305 y 1.525. 

a) La Escritura dice que el temor de perder a Dios es un motivo 
justificado de las buenas obras. Cristo anima a los suyos a 
perseverar fieles con las siguientes palabras: "No tengáis miedo a 
los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed 
más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la 
gehenna" (Mt. 10. 28). Cfr. Mt. 5, 29; Lc. 13, 3. Juan Bautista llama 
a sus oyentes a penitencia invocando el juicio de la ira de Dios que 
está ya inminente (Mt. 3, 7-12; Lc. 3, 7-9). 

b) San Juan ·CRISOSTOMO-JUAN-SAN dice en su Sermón de 
las Estatuas (15 1): "¿Qué cosa hay más terrible que el infierno? Y, 
sin embargo nada hay más saludable que el miedo a él. Pues el 
miedo al infierno nos procura la corona del reino... Nada abrasa 
tanto los pecados ni hace crecer y florecer la virtud tanto como el 
continuo temor." ·Agustín-san, que ensalza más que nadie el 
amor, dice también del temor (Sobre el Salmo 127, 7): "Donde el 
gusano no muere ni el fuego se apaga" (ls. 66, 24; Mc. 9, 44). Esto 
oyen los hombres; y, como en realidad eso es inminente para los 
sin-Dios, temen y se contienen de pecar. Temen, ciertamente, pero 
no aman la justicia. Pero como por el temor se contienen de pecar, 
la justicia se les convierte en costumbre. Y lo que era duro empieza 
a ser amado y Dios empieza a ser suave. Y así empieza el hombre 
a vivir justamente, no porque tema los castigos, sino porque ama la 
eternidad." En el Sermón 161, 8, dice: "Si me dices: yo temo el 
infierno, yo temo abrasarme, yo temo ser castigado eternamente, 
¿qué voy a decirte? ¿Debo decirte que temes sin razón? No me 
atrevo a decirlo, porque el Señor manda superar un temor, pero 
recomienda otro. (Cita ahora a Marcos 10, 23). Pues si el Señor 
nos amenaza y nos amenaza con vehemencia y dobla su amenaza 
repitiendo las palabras, ¿debo decir: temes sin razón? No quiero 
decirlo: Teme, pues, nada temes con más razón. Nada hay que 
debas temer más. Teme, pues, para que ese temor te guarde, para 
que te conduzca al amor."
Págs. 579-580. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VI
LOS SACRAMENTOS
RIALP. MADRID 1961