LA RECONCILIACIÓN EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA 

Gustavo Sánchez Rojas[1]


La publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, en el año 
1992, constituye un acontecimiento de singular importancia. Ante 
todo, nos encontramos con un documento de relevancia histórica 
excepcional: se trata del segundo catecismo propuesto por el 
Magisterio a toda la Iglesia. El primero --con el alcance universal 
que nuestro actual Catecismo posee-- fue el surgido luego del 
Concilio de Trento, publicado en 1566 y conocido como Catecismo 
Romano o Catecismo de Trento, siendo Sumo Pontífice San Pío V. 
En segundo lugar, el Catecismo de la Iglesia Católica recoge la 
riqueza doctrinal del Concilio Vaticano II, que fue llamado por Pablo 
VI «el gran catecismo de los tiempos modernos»[2]. Esto es 
particularmente significativo, pues la catequesis aparece como un 
medio muy oportuno para difundir una enseñanza conciliar; así 
ocurrió luego del Concilio de Trento, y así sucedió también, en 
nuestras tierras latinoamericanas, con la promulgación del 
Catecismo de Santo Toribio o Catecismo limense. En tercer lugar, el 
objetivo del actual Catecismo es el de ofrecer una enseñanza sólida 
y segura de la doctrina cristiana que sirva como referencia 
indispensable para la elaboración de otros catecismos, según las 
diversas mentalidades, culturas y situaciones. 
Estas razones nos llevan a considerar que la presencia de este 
nuevo Catecismo apunta a una finalidad de suyo necesaria: la 
renovación de la vida eclesial. Siguiendo con el paralelo entre el 
Concilio de Trento y el Vaticano II, observamos que en ambos casos 
la renovación de la Iglesia, su adaptación y preparación para la 
misión evangelizadora, después de sufrir 
momentos muy difíciles, se dio a través de la orientación conciliar. A través del Catecismo 
Romano, la Iglesia del siglo XVI mostró y difundió con claridad y sencillez la fe de la Iglesia, en 
sus contenidos, su celebración, su "puesta en práctica" y en su oración. De esa manera, 
promovió y alentó los esfuerzos por vivir coherentemente la vida cristiana, esfuerzos que se 
plasmaron en una impresionante ola de santidad, entre 
cuyos grandes exponentes se encuentran --entre muchos otros-- hombres vinculados a la 
catequesis: San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, Santo Toribio de Mogrovejo...[3]. 
También ahora, y en continuidad con iniciativas de diversa índole en otros campos de la 
vida eclesial, el actual Catecismo, ofreciendo una presentación nueva de la fe perenne de 
la Iglesia, contribuye en la tarea de concretizar la ansiada renovación[4].
Cabría preguntarse lo siguiente: ¿Qué de novedoso trae este Catecismo? ¿Podría 
hablarse de "novedad" cuando se trata de la enseñanza tradicional 
de la Iglesia? Es evidente que la fe de la Iglesia es siempre la 
misma, y lo "novedoso" no debe verse como la añadidura de 
nuevas verdades o cosa semejante. Sin embargo, sí se puede 
hablar de "novedad" en la manera de presentar la fe multisecular de 
la Iglesia: en circunstancias históricas y culturales diversas, los 
acentos e impostaciones que el magisterio asume apuntan a una 
mejor transmisión y enseñanza de la única verdad para la salvación 
que Dios ha revelado plenamente en Jesucristo. Obviamente, en 
una coyuntura distinta a la de otras épocas, los acentos variarán 
buscando la más adecuada exposición de la fe, respondiendo 
además a los signos de los tiempos, como bien recuerda el Concilio 
Vaticano II[5]. En la presentación de las verdades de la fe en orden 
a su adecuada comunicación y enseñanza, encontramos, pues, lo 
novedoso de esta obra.
Sin embargo, más que hacer un análisis puntual y detallado de 
todo el Catecismo, quisiéramos en esta ocasión centrarnos en una 
materia muy concreta: la presencia del tema de la reconciliación a lo 
largo de este documento. En efecto, si tomamos en cuenta que la 
reconciliación «últimamente se ha convertido en el tema central de 
la tarea de la Iglesia»[6], y que su propuesta obedece a una 
inspiración de Dios en respuesta a los signos de los tiempos[7], es 
lógico suponer que aparezca como elemento privilegiado de la 
enseñanza catequética de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II indicaba 
que «es legítimo hacer converger las reflexiones acerca de todo el 
misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador»[8], y 
recordaba que una catequesis sobre la reconciliación «debe 
fundamentarse sobre la enseñanza bíblica, especialmente la 
neotestamentaria, sobre la necesidad de restablecer la alianza con 
Dios en Cristo redentor y reconciliador y, a la luz y como expansión 
de esta nueva comunión y amistad, sobre la necesidad de 
reconciliarse con el hermano, aun a costa de tener que interrumpir 
la ofrenda del sacrificio»[9]. Acerquémonos, pues al Catecismo y 
veamos qué nos dice sobre la reconciliación.

Una nueva perspectiva
Lo "novedoso" del Catecismo de la Iglesia Católica --decíamos-- 
no está en la añadidura de nuevas verdades o contenidos, como 
alguna prensa sensacionalista destacaba antes de la publicación 
del texto. Encontramos algo nuevo en el enfoque o acentuación que 
se hace al presentar la fe de la Iglesia, destacando algunos matices 
e impostaciones que responden a la situación concreta que viven 
los hombres de hoy, mostrando de la mejor forma posible los 
contenidos de la Revelación y su significado y alcances en la vida 
del católico.
El Catecismo se divide en cuatro grandes partes: 1. La profesión 
de la fe; 2. La celebración del misterio cristiano; 3. La vida en 
Cristo; 4. La oración cristiana. Estas cuatro partes, representadas 
cada una por un elemento sintético, abarcan al mismo tiempo las 
diversas dimensiones de la fe. Así, por ejemplo, el contenido de la 
fe que creemos (fe profesada) está plasmado de manera sintética 
en el Credo; esta fe es actualizada y celebrada en la liturgia (fe 
celebrada) y se hace especialmente visible en los sacramentos; es 
vivida en el seguimiento cotidiano de Jesús (fe vivida) que se 
concretiza --entre otros medios-- a través de los mandamientos; y 
por último, es fe que se dirige a Dios pidiendo y alabando (fe 
orante), encontrando su mejor expresión en la oración del Padre 
Nuestro. En torno a estos cuatro "pilares" (Credo, sacramentos, 
mandamientos y Padre Nuestro) se ordena y estructura la 
exposición completa de la fe católica.
La división presentada por el Catecismo no es nueva; es la misma 
del Catecismo Tridentino. Con ello se sigue un orden clásico y se 
expresa la continuidad con la tradición catequética anterior. Sin 
embargo, se aprecia algo nuevo en el actual Catecismo. Las cuatro 
grandes partes mencionadas anteriormente se hallan a su vez 
subdivididas en dos secciones cada una, en las que los contenidos 
de la fe se ordenan armónicamente según un esquema que 
podríamos denominar "presentación-núcleo". La primera sección es 
como una introducción global que remite al contenido de la segunda 
sección, en la que aparece sintetizado lo nuclear de la doctrina 
específica del bloque en cuestión. Resumiendo, el esquema puede 
ser presentado así:

Primera parte: La profesión de la fe
1. Primera sección: "Creo"-"Creemos"
2. Segunda sección: La profesión de la fe cristiana (El Símbolo)

Segunda parte: La celebración del misterio cristiano
1. Primera sección: La economía sacramental
2. Segunda sección: Los siete sacramentos de la Iglesia

Tercera parte: La vida en Cristo
1. Primera sección: La vocación del hombre: la vida en el 
Espíritu
2. Segunda sección: Los diez mandamientos

Cuarta parte: La oración cristiana
1. Primera sección: La oración en la vida cristiana
2. Segunda sección: La oración del Señor: "Padre Nuestro"

¿Qué nos muestra este esquema? En primer lugar, una 
constatación de proporciones. La parte correspondiente a la 
profesión de la fe abarca el 39% del total; la que corresponde a los 
sacramentos ocupa un 23%; la parte moral tiene un 27%, y la de la 
oración un 11%. Esto nos ofrece un dato interesante: el acento del 
Catecismo está en la Verdad de la fe, pues ella es la que guía y 
dirige la vida cristiana, y es ella la que debe ser afirmada y 
proclamada de manera especial ante las negaciones e indiferencias 
del tiempo presente[10]. Pero aparece además otra peculiaridad. 
Observando las proporciones, se aprecia que las dos primeras 
partes (profesión de fe + sacramentos) suman el 62% del total, 
mientras que las dos últimas hacen el 38% restante. En otras 
palabras, aquello que constituye el don de Dios (la revelación de su 
misterio, que acogemos y hacemos nuestro en la profesión de fe, y 
el regalo de su gracia presente en los sacramentos) tiene siempre 
la primacía respecto a la respuesta (en la vida moral y en la vida de 
oración) que el hombre puede dar. El esquema de nuestro actual 
Catecismo nos indica que en la vida cristiana --que es vida de fe-- 
la iniciativa es siempre de Dios, y la salvación es don suyo, si bien 
la respuesta del hombre es indispensable, y sin dicha respuesta no 
se realiza la salvación[11].
El acento fuerte en la fe profesada, entendida ésta como el 
elemento decisivo de la vida cristiana, no es lo único nuevo en el 
Catecismo. Si observamos nuevamente el esquema, y echamos una 
rápida mirada a los contenidos, encontramos que la primera sección 
de la primera parte, titulada «Creo-creemos», comienza con el 
tema: «El hombre es "capaz" de Dios»[12], que por haber sido 
hecho a imagen y semejanza de su Creador, se lanza a 
buscarlo[13]. Mientras que en el inicio de la tercera parte, la primera 
sección, que abre la presentación de la moral cristiana, lleva por 
título: «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu» y comienza 
con el tema: «La dignidad de la persona humana»[14]. ¿Qué nos 
indica esto? Si tenemos en cuenta que ambas secciones (la primera 
sección de la primera parte y la primera sección de la tercera parte) 
introducen respectivamente a la exposición sobre el don de Dios a 
los hombres (la fe sintetizada en el Símbolo y la gracia vivida en los 
sacramentos) y la respuesta del hombre al don divino (expresada 
en la moral y en la oración), entonces el punto de partida para la 
presentación global del misterio cristiano está en el hombre. Se 
trata de una aproximación antropológica, que remite desde la propia 
experiencia humana a la realidad de Dios, en quien el ser humano 
encuentra el sentido de su existencia. Hay aquí un tema muy 
original del actual Catecismo, que responde así a las inquietudes y 
cuestionamientos del hombre hodierno, para quien la primera 
experiencia es la de su propia existencia situada, en la que 
--respondiendo adecuadamente a sus dinamismos y orientado e 
iluminado por la fe-- puede reconocer la presencia de Dios. 
Las características descritas hasta este momento son como los 
presupuestos de la reconciliación tal como es explicitada por el 
Catecismo. Examinemos ahora la temática reconciliadora en la 
primera de las cuatro partes del texto.

La historia de nuestra reconciliación
Hacia el encuentro y la comunión 
Reconciliados por Dios en Jesucristo 
Reconciliación en la Iglesia y por la Iglesia 

El Catecismo presenta la totalidad de la fe siguiendo un esquema 
histórico-salvífico[15]. Se trata de una presentación al mismo tiempo 
tradicional y actual, ya empleada por los Padres de la Iglesia[16] y 
retomada por el magisterio del Concilio Vaticano II[17] y la teología 
contemporánea[18], como un modo sumamente adecuado para 
revitalizar la profundización de las verdades reveladas. La 
exposición renovadora de la enseñanza catequética pasa por la 
continuidad con la Tradición eclesial.

Hacia el encuentro y la comunión
Dios y el hombre son los protagonistas centrales de la historia. El 
ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, no cesa de 
buscarlo para vivir el encuentro plenificador con su Creador. Hay 
aquí una categoría fundamental: la del encuentro. Pues el hombre 
«sólo en Dios encontrará... la verdad y la dicha que no cesa de 
buscar»[19], y Dios «no cesa de llamar a todo hombre a buscarle 
para que viva y encuentre la dicha»[20]. Y es que este anhelo de 
encuentro con Dios brota de lo más profundo de la persona, 
expresando el "deseo de Dios" inscrito en el corazón del hombre. 
En esto radica lo más propio del ser humano: en ser una creatura 
cuya realidad más propia se define por su relación con Dios. El 
hombre es una creatura teologal, y sus dinamismos fundamentales 
lo muestran como ser-orientado-a-Dios[21]. 
Pero la búsqueda de Dios por parte del hombre está llena de 
dificultades; diversos obstáculos pueden impedir el encuentro y la 
comunión: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia, el 
afán de riquezas[22]. El mismo pecado del hombre se alza como 
una barrera que impide la cercanía con su Creador. Atendiendo a 
nuestra debilidad y a las dificultades que no nos permiten 
acercarnos debidamente a Dios, Él viene a nuestro encuentro. La 
Revelación es precisamente esto: Dios sale al encuentro del 
hombre[23] y se manifiesta a él, descubriéndole su misterio e 
invitándolo a vivir la comunión de amor. La respuesta del ser 
humano a la Revelación de Dios es la fe, por la que acoge lo que 
Dios manifiesta y se adhiere plenamente a Él, viviendo la comunión 
a la que ha sido invitado. Precisamente, es por la fe que podemos 
ofrecer «"...la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra 
voluntad al Dios que revela"[24] y entrar así en comunión íntima con 
Él»[25].
La Revelación, conocida y aceptada por la fe, nos muestra a Dios 
que por amor nos ha creado y nos llama a vivir en su compañía. 
Nos recuerda el Catecismo que «el primer hombre fue no solamente 
creado bueno, sino también constituido en la amistad con su 
Creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a 
él»[26]. Esta situación originaria recibe el nombre de "estado de 
justicia original", cuya característica era la posesión de la gracia 
santificante y la vivencia de la comunión por parte del ser humano 
en sus relaciones fundamentales: «Por la irradiación de esta gracia 
(santificante), todas las dimensiones de la vida del hombre estaban 
fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el 
hombre no debía ni morir (cf. Gén 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gén 
3,16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre 
el hombre y la mujer, y, por último, la armonía entre la primera 
pareja y toda la creación constituía el estado llamado "justicia 
original"»[27]. Creado en libertad, el hombre debía responder 
libremente a la invitación divina acogiendo el don de la gracia y 
retribuyendo con su amor y su obediencia al Plan de Dios.
Desgraciadamente, el ser humano empleó mal su libertad, y en 
lugar de acercarse más a Dios respondiendo amorosamente a su 
designio, se alejó de Él y rechazó su amor[28]. En el inicio de su 
historia, el hombre pecó, y de esa manera perdió la privilegiada 
condición originaria en que había sido creado. Ante todo el pecado 
consiste en la desobediencia a Dios: «El hombre, tentado por el 
diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cf. 
Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al 
mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del 
hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será una 
desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad»[29]. 
Las consecuencias son dramáticas: se produce una cuádruple 
ruptura, que abarca todos los niveles de su existencia: el hombre 
vive la ruptura con Dios, expresada en el miedo y el alejamiento[30]; 
vive también la ruptura consigo mismo, que se manifiesta en la 
rebelión y en los desequilibrios producidos al interior del hombre; se 
origina la ruptura con los otros seres humanos, la que se hace 
visible en las nuevas relaciones de conflicto entre el primer hombre 
y su mujer; y por último, se da la ruptura con la creación: «La 
armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia 
original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales 
del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7); la unión entre el 
hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus 
relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén 
3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se 
hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)»[31]. Por el 
pecado entra en el mundo el mal y la muerte, y toda la humanidad 
cargará con las consecuencias del pecado de los primeros padres. 
La situación de desgracia que rodea nuestra existencia tiene en el 
pecado su explicación y su origen.

Reconciliados por Dios en Jesucristo
Dios no deja al hombre abandonado a su suerte. Le ofrece la 
promesa de salvación (Gén 3,15) que habrá de realizarse 
definitivamente en la persona de Jesucristo. Y para ello Dios irá 
preparando poco a poco a la humanidad hasta que llegue el 
momento propicio para que pueda efectuarse la Redención.
Ahora bien, esta salvación ofrecida por Dios y realizada por su 
Hijo, aparece como una gesta de reconciliación. Con el término 
"reconciliación" entendemos la recuperación de la amistad con Dios 
perdida por el pecado del hombre, y el restablecimiento del amor y 
la comunión a todos los niveles de la existencia humana. Indica la 
sanación de las rupturas creadas por el pecado y la restauración de 
la unidad que se había perdido. Es decir, entendemos esta 
expresión en su sentido propiamente soteriológico, tal como ha sido 
usada en el Antiguo[32] y en el Nuevo Testamento, especialmente 
por San Pablo[33]. 
La reconciliación entra en el designio divino como obra que ha de 
ser realizada por la Trinidad toda. Recogiendo un texto del 
Directorio Catequístico General del año 1971, señala el Catecismo 
que «"toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia 
del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, 
Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los 
hombres, apartados por el pecado y se une con ellos"[34]»35. Ante 
todo, se pone de relieve que la historia de la salvación es sinónima 
de la "historia de reconciliación", entendiéndose por ello la "gesta" 
por la que Dios Uno y Trino rehace lo que el pecado de los hombres 
había roto y ofrece al ser humano su Amor, esperando la libre 
aceptación de su creatura. Hay una particular insistencia en esta 
perspectiva que, por otra parte, también el Papa Juan Pablo II había 
indicado: «La historia de la salvación --tanto la de la humanidad 
entera como la de cada hombre de cualquier época-- es la historia 
admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es 
Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su 
Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia 
de reconciliados»[36]. 
En la obra de la reconciliación intervienen las tres Personas 
divinas: en primer lugar, es Dios Padre quien establece en su divino 
Plan la recuperación de la comunión perdida mediante la acción de 
su hijo Jesucristo. La teología paulina es enfática al señalar que es 
el Padre quien ha querido nuestra reconciliación y la realiza en 
Jesucristo. Recogiendo esta aproximación, el Catecismo subraya: 
«Cuando San Pablo dice de Jesús que "Dios lo exhibió como 
instrumento de propiciación por su propia sangre" (Rom 3,25), 
significa que en su humanidad "estaba Dios reconciliando al mundo 
consigo" (2Cor 5,19)»[37]. Efectivamente, en pasajes como Rom 
5,10-11 y sobre todo en 2Cor 5,18-20, el sujeto de la acción 
reconciliadora es siempre Dios Padre[38], lo que indica el hecho de 
que nuestra reconciliación es don gratuito del amor paterno, 
ofrecido a la humanidad en la persona de Jesús.
Históricamente, es el Señor Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, 
quien realiza la reconciliación, cumpliendo de esta forma el Plan del 
Padre. El Catecismo va señalando los momentos "fuertes" en los 
que se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo. En primer 
lugar, la Encarnación. Al mencionar los motivos por los cuales el 
Verbo de Dios se hizo hombre, resulta muy sugerente la perspectiva 
indicada por el Catecismo cuando vincula la Encarnación con la 
reconciliación: «El Verbo se encarnó para salvarnos 
reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo 
como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). "El Padre 
envió a su Hijo para ser Salvador del mundo" (1Jn 4,14). "Él se 
manifestó para quitar los pecados" (1Jn 3,5)»[39]. Aparece una 
línea de continuidad con lo indicado en el n. 234, cuando se habla 
de salvación como reconciliación, realizándose ésta en la historia. 
Pero también hay otro elemento muy importante: «El Verbo se 
encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre 
vosotros mi yugo y aprended de mí..." (Mt 11,29). "Yo soy el 
Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 
14,6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: 
"Escuchadle" (Mc 9,7; cf. Dt 6,4-5). Él es, en efecto, el modelo de 
las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva...»[40].
¿Qué significan estos dos elementos? Al señalar por una parte, 
que la Encarnación apunta a la reconciliación, el Catecismo destaca 
cuál es la finalidad objetiva e histórica de la venida del Verbo de 
Dios a nuestro mundo. La Encarnación puede ser así considerada 
como el inicio de la reconciliación, o como una primera 
reconciliación, según las enseñanzas de la Tradición[41]. Por otra 
parte, cuando enseña que el Verbo vino para ser nuestro modelo 
de santidad, indica que la realización humana perfecta --que es 
concreción personalizada de la obra reconciliadora del Señor-- sólo 
se da en la conformación plena con el modelo supremo de santidad, 
que es Jesucristo mismo[42], y de esta manera hace patente que 
sólo en Jesús el hombre puede encontrar la respuesta a su propio 
misterio, y el camino para su felicidad. En el fondo, encontramos 
aquí la misma convicción que proclama el Concilio Vaticano II 
cuando afirma que, «en realidad, el misterio del hombre sólo se 
esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el Nuevo 
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, 
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la 
sublimidad de su vocación»[43]. 
Es importante señalar el papel de Santa María en la obra 
reconciliadora de Jesús. En efecto, mediante su fe y su obediencia, 
ella ha cooperado de manera singular en nuestra reconciliación. 
Recogiendo testimonios del Magisterio y de la Tradición, el 
Catecismo nos dice: «La Virgen María "colaboró por su fe y 
obediencia libres a la salvación de los hombres"[44]. Ella pronunció 
su "fiat" "loco totius humanae naturae" ("ocupando el lugar de toda 
la naturaleza humana")[45]: Por su obediencia, ella se convirtió en 
la nueva Eva, madre de los vivientes»[46]. María coopera 
activamente en la obra reconciliadora, respondiendo desde su 
libertad a la misión que Dios le propone. Madre de Jesús, es 
también Madre nuestra y nos ayuda a vivir la reconciliación obrada 
por el Hijo. En ese sentido, la Tradición ha visto en ella a la Madre 
que nos trae la Reconciliación (= Jesucristo) y ella misma medio de 
reconciliación[47].
La reconciliación encuentra su momento culminante en la Pasión, 
Muerte y Resurrección del Señor Jesús. Recordando que es el 
Padre quien ha entregado al Hijo para que fuéramos así 
reconciliados por su muerte[48], el Catecismo explica en qué 
consiste la acción de Jesús: «La muerte de Cristo es a la vez el 
sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los 
hombres (cf. 1Cor 5,7; Jn 8,34-36) por medio del "cordero que quita 
el pecado del mundo" (Jn 1,29; cf. 1Pe 1,19) y el sacrificio de la 
Nueva Alianza (cf. 1Cor 11,25) que devuelve al hombre a la 
comunión con Dios (cf. Éx 24,8) reconciliándole con Él por "la 
sangre derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 
26,28; cf. Lv 16,15-16)»[49]. Este sacrificio reconciliador que es la 
muerte de Jesucristo nos muestra cuánto nos ama Dios Padre, que 
por salvarnos --dirá San Pablo-- no perdonó a su propio Hijo, sino 
que lo entregó por nosotros; nos muestra también cuánto nos ama 
el Hijo, que ha dado su vida por nosotros: «Este sacrificio de Cristo 
es único... Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre 
quien entrega al Hijo para reconciliarnos con Él (cf. Jn 4,10). Al 
mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, 
libremente y por amor (cf. Jn 15,13), ofrece su vida...»[50]. Se 
pueden percibir aquí ecos de la tradición patrística que subraya el 
papel reconciliador de la cruz de Jesús, expresión magnífica de su 
obediencia[51], así como signo de victoria y causa de nuestra 
alegría[52].
Mediante su Pasión, Muerte y Resurrección el Señor Jesús nos 
da el don de la reconciliación. Gracias a Él, las rupturas producidas 
por el pecado son sanadas y podemos acercarnos nuevamente a 
Dios Padre, hechos hijos en el Hijo, viviendo al mismo tiempo en 
unidad con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y 
con la creación toda. Pero la actualización del don reconciliador 
dado por el Padre en Jesucristo es obra del Espíritu Santo. Si el 
Espíritu es el Amor que une y vincula, entonces su función es hacer 
patente la comunión obtenida por la reconciliación. Esto es 
especialmente visible en Pentecostés. A la dinámica de ruptura y de 
separación creada por el pecado, se contrapone la dinámica de 
unidad y de cercanía creada por el Paráclito en este momento 
decisivo: «Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el 
Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en 
ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos 
y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella 
con los hombres en la paz»[53]. 
El ámbito privilegiado en el cual se vive la comunión de amor, 
fruto de la reconciliación que el Espíritu actualiza, es la Iglesia. En 
efecto, en la Iglesia se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo 
y hecha extensiva a todos los hombres por la acción del Espíritu. 
Gracias a Él, todos los seres humanos pueden participar de la 
comunión con Dios Uno y Trino, así como también vivir la comunión 
interpersonal. Y esto es especialmente visible en la Eucaristía, en 
cuya realización hay una intervención muy especial del Espíritu. El 
Catecismo dice al respecto: «El Espíritu Santo prepara a los 
hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. 
Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre 
su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace 
presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para 
reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que 
den "mucho fruto" (Jn 15,5.8.16)»[54]. 

Reconciliación en la Iglesia y por la Iglesia
Lo anterior nos ofrece la ocasión para conectar con la enseñanza 
del Catecismo sobre la Iglesia en relación con la reconciliación. 
Recogiendo los ricos acentos del magisterio del Concilio Vaticano II, 
se pone de relieve que la Iglesia participa de la misión 
reconciliadora de su Fundador, el Señor Jesús. En cierto sentido, 
se puede decir que le es inherente una dinámica reconciliativa, 
tanto ad intra (en su propia existencia comunitaria) como ad extra 
(en el cumplimiento de la tarea evangelizadora), pues la Iglesia 
refleja a Jesús reconciliador, siendo su Cuerpo místico, y al Espíritu 
Santo que plasma la reconciliación histórica en el hoy de la vida 
cristiana. En otras palabras, se trata de la Iglesia que es al mismo 
tiempo reconciliadora y reconciliada[55].
La impronta reconciliativa de la Iglesia se deja ver especialmente 
en las notas que la caracterizan. Cuando se dice de la Iglesia que 
es una, se hace referencia al hecho de que Jesús, por su sacrificio, 
unificó a todos los hombres. Inspirándose en San Pablo, se 
describe la reconciliación del Señor mediante su muerte, que reúne 
a todos los pueblos enemistados por los pecados y conformando un 
nuevo pueblo obtenido por su sangre: «La Iglesia es una debido a 
su Fundador: "Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, 
por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo 
la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo"[56]»57. 
Y como una exigencia peculiar de esta característica eclesial, está 
la búsqueda sincera de unidad con los hermanos separados. 
Búsqueda que, por lo demás, debe partir del hecho de que esta 
tarea excede las solas capacidades humanas y no puede ser hecha 
sin la gracia de Dios y el recurso constante a la oración[58].
La catolicidad de la Iglesia es entendida también en perspectiva 
de reconciliación. Es significativo que lo católico sea comprendido a 
partir de la totalidad, en cuanto que en la Iglesia, por ser "católica" 
esté la plenitud (= totalidad) de Jesucristo, su Persona misma, su 
Verdad y su Gracia; en la Iglesia encontramos la plenitud de los 
medios de salvación que hacen presente y operante la 
reconciliación de Jesucristo[59]. Consecuencia de esto es la 
vocación a estar presente en todo el mundo y de alcanzar a todos 
los hombres para que vivan la unión con el Señor Jesús. Así, la 
"universalidad" se sigue de la "totalidad" y ambos aspectos 
conforman lo católico. Puesto en otros términos, la catolicidad 
implica la recuperación de la unidad a la que Dios invita a todos los 
hombres, para que de esta forma participen de la salvación de 
Jesús: «El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia 
de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado 
había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la 
humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella 
es el "mundo reconciliado"[60]»61.
Finalmente, la misión de la Iglesia también se halla signada por la 
reconciliación. Pues el Señor Jesús encargó a sus apóstoles llevar 
a los hombres la «palabra de la reconciliación», como bien nos lo 
recuerda San Pablo. El Catecismo dice al respecto: «Cristo, 
después de su Resurrección, envió a sus apóstoles a predicar "en 
su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las 
naciones" (Lc 24,47). Este "ministerio de la reconciliación" (2Cor 
5,18), no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando 
solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros 
por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino 
comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo 
y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las 
llaves recibido de Cristo»[62]. La Iglesia no sólo comunica un don 
permaneciendo ella ajena a este proceso. A través del Bautismo 
concretiza sacramentalmente la reconciliación que Jesús ha 
obtenido para cada hombre. Ella (la Iglesia) es el gran sacramento 
de reconciliación presente en medio de la humanidad[63], ya que es 
el Cuerpo místico de Cristo. Por eso, todo pecado no sólo es una 
ruptura de la comunión con Dios y con los hermanos; tiene también 
una repercusión eclesiológica, ya que daña la comunión al interior 
del Cuerpo místico. De allí que la reconciliación ofrecida 
sacramentalmente no sólo lleve a la recuperación de la amistad con 
Dios; puesto que se da una reconciliación con la Iglesia, también se 
produce una reafirmación de la comunión con ella[64].
La historia de la salvación apunta a la consecución de la 
Comunión Definitiva. Al final, llegado el momento del Encuentro con 
el Señor, establecido el Reino de Dios de manera definitiva, 
podremos vivir en plenitud todas las dimensiones de la 
reconciliación. Habrá Comunión plena con Dios Uno y Trino, pues Él 
tendrá su morada entre los hombres y todos participarán de su 
Amor[65]; el ser humano vivirá la plenitud en sí mismo, pues 
resucitado y hecho partícipe de la gloria reinará con Jesucristo para 
siempre, amando y siendo amado[66]; la comunión definitiva de los 
hombres entre sí, vinculados por el amor a Dios y el amor mutuo, 
realizará la unidad del género humano querida por Dios[67]; y, por 
último, la creación entera será renovada y glorificada, participando 
de la gloria querida por Dios para toda su obra[68]. La historia de la 
reconciliación encontrará su culminación en este momento, 
cumpliéndose así el Plan de Dios. 
Con la categoría teológica "reconciliación" encontramos, pues, 
una clave de desarrollo histórico-salvífico y de exposición 
catequética muy adecuada para presentar nuestra fe. Hoy, a las 
puertas del inicio del tercer milenio de la Encarnación, el Catecismo 
de la Iglesia Católica nos propone no sólo enseñar la reconciliación, 
sino también hacerla vida en nuestras relaciones con Dios, con 
nosotros mismos, con nuestros hermanos y con todo lo creado. 
Ante el desafío de la Nueva Evangelización, el anuncio del Señor 
Jesús, Reconciliador de los hombres, ha de ser el corazón de toda 
proclamación hecha por la Iglesia, que siguiendo a San Pablo, 
continúa exhortando: «En nombre de Cristo os suplicamos: 
¡reconciliaos con Dios!» (2Cor 5,20).

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[1] Gustavo Sánchez Rojas, peruano, es profesor en la Facultad de Teología 
Pontificia y Civil de Lima y en la Universidad Marcelino Champagnat. Es 
miembro del Consejo Editorial de la revista «VE». Entre sus obras se 
puede mencionar Jesucristo Reconciliador. La reconciliación por 
Jesucristo en La Ciudad de Dios de San Agustín.
[2] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 10.
[3] «El ministerio de la catequesis saca energías siempre nuevas de los 
concilios. El Concilio de Trento constituye a este respecto un ejemplo 
digno de ser destacado: dio a la catequesis una prioridad en sus 
constituciones y sus decretos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 9).
[4] El Papa Juan Pablo II destaca la importancia renovante del Catecismo: 
«Tras la renovación de la Liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico 
de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias orientales católicas, 
este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de 
renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio 
Vaticano II» (Constitución apostólica Fidei depositum, 11/10/1992, 1). Más 
adelante, hablando del valor doctrinal de esta obra, dice: «Lo reconozco 
como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión 
eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe. Dios quiera que 
sirva para la renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la 
Iglesia, Cuerpo de Cristo, en peregrinación hacia la luz sin sombra del 
Reino» (allí mismo, 4). 
[5] «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la 
época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose 
a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes 
interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la 
vida futura y sobre la mutua relación de ambas» (Gaudium et spes, 4).
[6] Juan Pablo II, La Eucaristía, fuente de reconciliación, Téramo, 30/6/1985, 
6.
[7] «Poniéndome a la escucha del grito del hombre y viendo cómo manifiesta 
en las circunstancias de la vida una nostalgia de unidad con Dios, consigo 
mismo y con el prójimo, he pensado, por gracia e inspiración del Señor, 
proponer con fuerza ese don original de la Iglesia que es la 
reconciliación». (lug. cit.). Anteriormente, señalando la presencia 
constante de este tema en el magisterio de los Papas, el mismo Juan 
Pablo II afirmaba: «Mis Predecesores no han cesado de predicar la 
reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad entera... Y yo mismo, 
por un impulso interior que --estoy seguro-- obedecía a la vez a la 
inspiración de lo alto y a las llamadas de la humanidad, he querido --en 
dos modos diversos, pero ambos solemnes y exigentes-- someter a serio 
examen el tema de la reconciliación» (Reconciliatio et paenitentia, 4).
[8] Reconciliatio et paenitentia, 7.
[9] Allí mismo, 26. En este mismo número el Santo Padre menciona cuáles 
son los temas que debe incluir una catequesis sobre la reconciliación: la 
penitencia, la conciencia y su formación, el sentido del pecado, la 
tentación, el ayuno, la limosna, la cuádruple reconciliación (con Dios, 
consigo mismo, con los demás y con la creación), los novísimos y la 
enseñanza social de la Iglesia. 
[10] La comparación con el Catecismo de Trento es interesante. En el caso de 
este texto, la proporción es la siguiente: 22% para el Credo; 37% para los 
sacramentos; 21% para los mandamientos; y 20% para el Padre Nuestro. 
El peso fuerte está en la parte de los sacramentos, lo cual es 
comprensible por el contexto de la polémica con el protestantismo, que 
rechazaba acremente el corpus sacramental propuesto por la Iglesia. Ver 
Mons. Christoph Schönborn, Algunas observaciones sobre los criterios de 
redacción del Catecismo, en «L'OR» 1993, n. 4 (1256), p. 10 (46).
[11] El punto de partida para esta constatación está en la comparación del 
Catecismo de la Iglesia Católica con el Catecismo Tridentino hecha por 
Mons. Schönborn en el artículo citado en la nota anterior. Señala allí: «En 
la exposición catequética de la fe, cualesquiera que sean el método y la 
articulación de los contenidos, el primado pertenece a Dios y a sus obras. 
Lo que el hombre haga, será siempre la respuesta a la obra de Dios» (lug. 
cit.).
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, 27ss.
[13] «De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres 
han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus 
comportamientos religiosos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 28). La 
idea se repite continuamente en el primer capítulo; por ejemplo: «"Se 
alegra el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3)... Pero esta 
búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia...» (n. 30); 
«Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre 
que busca a Dios descubre ciertas "vías"...» (n. 31). Los subrayados son 
nuestros.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, 1700ss. 
[15] «¿Hay un "hilo rojo" que enhebre todo el Catecismo de la Iglesia Católica? 
Ciertamente, no se buscó de manera explícita. Pero, de seguro, el tema 
de la economía divina atraviesa las cuatro partes como un "leitmotiv"» 
(Mons. Christoph Schönborn, ob. cit., p. 10).
[16] Ver San Ireneo de Lyón, Demostración de la predicación apostólica, nn. 
4-41; San Jerónimo, que habla de siete "edades" de la historia, 
Exposición sobre el Apocalipsis, primera visión: PL 17, 771ss; San 
Gregorio de Nacianzo, Discurso 41, cc. 2-4: PG 36, 429-436; San 
Agustín: «El fundamento para seguir esta religión (cristiana) es la historia 
y la profecía, donde se descubre la dispensación temporal de la divina 
providencia en favor del género humano para reformarlo y restablecerlo en 
la posesión de la vida eterna» (Sobre la verdadera religión, 7,13: PL 34, 
128). En un plano eminentemente catequético, ver Sobre la catequesis a 
los principiantes, 18,29ss: PL 40, 332ss.
[17] Ver sobre todo los inicios de las Constituciones conciliares: Lumen 
gentium, 2-4; Dei Verbum, 2-4; y el decreto Optatam totius, 16, donde 
después de exponer el método teológico genético-evolutivo se indica: «Las 
restantes disciplinas teológicas deben ser igualmente renovadas por 
medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la 
salvación».
[18] Sólo dos ejemplos de nuestro tiempo: la enciclopedia Mysterium salutis 
subtitulada: Manual de teología como historia de la salvación, publicada 
en el ámbito teológico de habla alemana, y la colección Historia salutis, 
publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), en el ámbito 
teológico de habla hispana.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica, 27.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, 30. Incluye este número una cita de las 
Confesiones de San Agustín, donde se insiste nuevamente en este 
aspecto: «A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, 
quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello haciendo que encuentre sus 
delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón 
está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones, 
I,1,1).
[21] Lo dice el Catecismo en su n. 44: «El hombre es por naturaleza y por 
vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre 
no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con 
Dios».
[22] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 29.
[23] Éste es precisamente el título del capítulo segundo: «Dios al encuentro 
del hombre». Las numerosas referencias a los primeros números de la 
Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum refuerzan esta idea.
[24] Concilio Vaticano I: DS, 3008.
[25] Catecismo de la Iglesia Católica, 154.
[26] Catecismo de la Iglesia Católica, 374.
[27] Catecismo de la Iglesia Católica, 376.
[28] «Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se 
comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las 
personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» 
(Catecismo de la Iglesia Católica, 387).
[29] Catecismo de la Iglesia Católica, 397.
[30] «La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera 
desobediencia. Adán y Eva... tienen miedo del Dios (cf. Gén 3,9-10) de 
quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus 
prerrogativas (cf. Gén 3,5)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 399).
[31] Catecismo de la Iglesia Católica, 400. Por lo demás, el tema de las cuatro 
rupturas lo encontramos presente ya en la Constitución Gaudium et spes, 
13a (citada en el n. 401 del Catecismo), así como también en la 
exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 26.
[32] En la versión griega del Antiguo Testamento conocida como Septuaginta, 
las palabras katallagh/, katall/a/ssw indican la idea de reconciliación como 
obra de Dios en favor de los hombres: 2Mac 1,5; 5,20; 7,33. Mientras que 
diallagh/, dialla/ssw indican la recuperación de la amistad y unidad: Eclo 
22,22; 27,21; o cambiar una situación: 2Mac 6,27; Sab 19,18, o también 
recuperar el favor de alguien, hacerse grato: 1Sam 29,4. Por último, los 
términos ila/skomai (expiar, aplacar), ilasmo/j (expiación) portan un rico 
contenido reconciliador.
[33] El Apóstol de los Gentiles es quien trata de manera preferente el tema de 
la reconciliación, empleando para ello las expresiones katalla/ssw, 
katallagh/, como en Rom 5,10-11; 11,15; 1Cor 7,11; 2Cor 5,18.19.20, y 
a1pokatalla/ssw, como en Ef 2,14-16 y Col 1,20.21.22. Pero también se 
habla de la reconciliación en Mt 5,23-24 y en Hch 7,26, aunque allí se 
usan otras expresiones.
[34] Congregación para el Clero, Directorio Catequístico General, 11/4/1971, 
47.
[35] Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
[36] Reconciliatio et paenitentia, 4.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica, 433.
[38] Rom 5,10-11: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con 
Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya 
reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que 
también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien 
hemos obtenido ahora la reconciliación»; 2Cor 5,18-20: «Y todo proviene 
de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio 
de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo 
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino 
poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, 
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En 
nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!».
[39] Catecismo de la Iglesia Católica, 457. El subrayado es propio del texto 
original.
[40] Catecismo de la Iglesia Católica, 459. El subrayado es propio del texto 
original.
[41] San León Magno: «Queriendo reconciliar la naturaleza humana con su 
Creador, el Hijo de Dios mismo se reviste de ella» (Sermón 1 en la 
Natividad del Señor: PL 54, 191); San Ireneo de Lyón: «Es reconciliado 
aquello que una vez estuvo en enemistad. Si el Señor hubiera tomado 
carne de otra sustancia, no habría sido reconciliado con Dios aquello que 
por la transgresión fue hecho enemigo. Ahora, en cambio, por la 
participación de la misma carne, el Señor reconcilió al hombre con Dios 
Padre: reconciliándonos consigo por su cuerpo de carne...» (Adversus 
haereses, V,14,2: PG 7 bis, 1162); San Agustín: «El que es Dios sobre 
todas las cosas, Hijo igual al Padre, se hizo hombre para que, siendo 
Hombre-Dios, fuese mediador entre los hombres y Dios y así reconciliase 
a los alejados, llamase a los enemigos y acompañe a los peregrinos. Para 
esto se hizo hombre» (Explicación sobre el Salmo 100, 3: PL 37, 1285).
[42] «La completa dignidad del ser humano sólo se realiza, se manifiesta en el 
encuentro y confor- mación con quien es el Hagionormo, Aquel que es la 
plenitud de lo humano y comunión plena en lo divino, el Señor Jesús, Dios 
y hombre perfectos» (Luis Fernando Figari, La dignidad del hombre y los 
derechos humanos, Fondo Editorial, Lima 1991, p. 39).
[43] Gaudium et spes, 22.
[44] Lumen gentium, 56.
[45] S.T., III, q. 30, a. 1.
[46] Catecismo de la Iglesia Católica, 511.
[47] San Andrés de Creta: «María... divino instrumento de reconciliación con 
los hombres» (Sermón V sobre la Anunciación: PG 97, 895-896); «...el 
Salvador nos ha reconciliado con Dios Padre por ti» (Sermón XIV sobre la 
Dormición de María, III: PG 97, 1095-1096). San Juan Damasceno: «Por 
ella (María) nuestras hostilidades seculares con el Creador han llegado a 
su fin, por ella se ha proclamado nuestra reconciliación» (PG 96, 
744-745). San Anselmo de Canterbury: «...sus entrañas han traído la 
reconciliación al mundo» (PL 158, 950); «Tú has dado a luz un 
reconciliador para el mundo... No hay otra reconciliación más que la que 
has concebido castamente» (Oración a María para impetrar su amor y el 
de Cristo: PL 158, 954 y 956-957).
[48] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 603.
[49] Catecismo de la Iglesia Católica, 613.
[50] Catecismo de la Iglesia Católica, 614. 
[51] San Ireneo de Lyón: «Deshaciendo, pues, aquella desobediencia del 
hombre, que desde un inicio se había hecho en el árbol, se hizo obediente 
hasta la muerte, y muerte de cruz... Ofendimos a Dios en el primer Adán 
no cumpliendo su precepto; pero somos reconciliados en el segundo 
Adán, hechos obedientes hasta la muerte» (Adversus haereses, V,16,3: 
PG 7 bis, 1168).
[52] San Cipriano de Cartago: «Cristo imparte esta gracia, tributa este oficio de 
su misericordia suje- tando la muerte al trofeo de la cruz, redimiendo al 
creyente al precio de su sangre, reconciliando al hombre con Dios Padre» 
(A Demetriano, n. 25: PL 4, 564); San Juan Crisóstomo: «Hoy está en la 
cruz nuestro Señor Jesucristo y nosotros estamos de fiesta, para que 
aprendáis que la cruz es una fiesta, una celebración espiritual... Ella ha 
sido para nosotros causa de bienes innumerables: nos ha librado del error, 
nos ha iluminado cuando estábamos en la oscuridad y nos ha reconciliado 
con Dios, haciéndonos de extraños, familiares, y de lejanos, vecinos» 
(Homilía sobre la Cruz y el buen ladrón, n. 1: PG 49, 399-400).
[53] Catecismo de la Iglesia Católica, 715.
[54] Catecismo de la Iglesia Católica, 737.
[55] Ver Reconciliatio et paenitentia, 8 y 9.
[56] Gaudium et spes, 78c.
[57] Catecismo de la Iglesia Católica, 813. El texto de San Pablo aludido: 
«Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando 
el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de 
los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, 
un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos 
en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la 
Enemistad» (Ef 2,14-16).
[58] «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia 
entera, tanto a los fieles como a los pastores (UR 5). Pero hay que ser 
"conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los 
cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las 
fuerzas y la capacidad humana"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 822).
[59] «La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la 
totalidad" o "según la integridad"... [La Iglesia] es católica porque Cristo 
está presente en ella... En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo 
unido a su Cabeza (cf. Ef 1,22-23), lo que implica que ella recibe de Él "la 
plenitud de los medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido: confesión 
de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en 
la sucesión apostólica» (Catecismo de la Iglesia Católica, 830).
[60] San Agustín, Serm. 96, 7-9.
[61] Catecismo de la Iglesia Católica, 845. Es particularmente significativa la 
referencia agustiniana que trae el texto del Catecismo. En efecto, para 
San Agustín la figura de la Iglesia como "mundo reconciliado" es 
planteada en el contexto de la polémica antidonatista. Recuérdese que los 
donatistas pensaban que la única Iglesia era la de los santos, identificada 
con su grupo, que conformaba algunas comunidades del norte de África 
(la llamada Pars Donati). Ante esto, San Agustín, a partir de la exégesis 
de la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) y de 2Cor 5,18-20, 
identifica a la Iglesia con el "mundo reconciliado" subrayando con esto su 
catolicidad (pues la Iglesia acoge a todos los que vienen del mundo) y su 
identidad más propia (ya que la Iglesia se distingue por haber recibido la 
reconciliación y se esfuerza en vivirla, contrariamente a los que no la 
acogen, que son "el mundo", sin más).
[62] Catecismo de la Iglesia Católica, 981.
[63] Ver Reconciliatio et paenitentia, 11.
[64] En el n. 980 del Catecismo se recuerda: «Por medio del sacramento de la 
Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia». 
Se recoge aquí lo que ya afirmaba el Concilio Vaticano II: «Quienes se 
acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de 
Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian 
con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión 
con la caridad, con el ejemplo y con las oraciones» (Lumen gentium, 11).
[65] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1044. 
[66] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1042.
[67] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1045.
[68] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1046-1047.