LA RECONCILIACIÓN EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Gustavo Sánchez Rojas[1]
La publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, en el año
1992, constituye un acontecimiento de singular importancia. Ante
todo, nos encontramos con un documento de relevancia histórica
excepcional: se trata del segundo catecismo propuesto por el
Magisterio a toda la Iglesia. El primero --con el alcance universal
que nuestro actual Catecismo posee-- fue el surgido luego del
Concilio de Trento, publicado en 1566 y conocido como Catecismo
Romano o Catecismo de Trento, siendo Sumo Pontífice San Pío V.
En segundo lugar, el Catecismo de la Iglesia Católica recoge la
riqueza doctrinal del Concilio Vaticano II, que fue llamado por Pablo
VI «el gran catecismo de los tiempos modernos»[2]. Esto es
particularmente significativo, pues la catequesis aparece como un
medio muy oportuno para difundir una enseñanza conciliar; así
ocurrió luego del Concilio de Trento, y así sucedió también, en
nuestras tierras latinoamericanas, con la promulgación del
Catecismo de Santo Toribio o Catecismo limense. En tercer lugar, el
objetivo del actual Catecismo es el de ofrecer una enseñanza sólida
y segura de la doctrina cristiana que sirva como referencia
indispensable para la elaboración de otros catecismos, según las
diversas mentalidades, culturas y situaciones.
Estas razones nos llevan a considerar que la presencia de este
nuevo Catecismo apunta a una finalidad de suyo necesaria: la
renovación de la vida eclesial. Siguiendo con el paralelo entre el
Concilio de Trento y el Vaticano II, observamos que en ambos casos
la renovación de la Iglesia, su adaptación y preparación para la
misión evangelizadora, después de sufrir
momentos muy difíciles, se dio a través de la orientación conciliar. A través del Catecismo
Romano, la Iglesia del siglo XVI mostró y difundió con claridad y sencillez la fe de la Iglesia, en
sus contenidos, su celebración, su "puesta en práctica" y en su oración. De esa manera,
promovió y alentó los esfuerzos por vivir coherentemente la vida cristiana, esfuerzos que se
plasmaron en una impresionante ola de santidad, entre
cuyos grandes exponentes se encuentran --entre muchos otros-- hombres vinculados a la
catequesis: San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, Santo Toribio de Mogrovejo...[3].
También ahora, y en continuidad con iniciativas de diversa índole en otros campos de la
vida eclesial, el actual Catecismo, ofreciendo una presentación nueva de la fe perenne de
la Iglesia, contribuye en la tarea de concretizar la ansiada renovación[4].
Cabría preguntarse lo siguiente: ¿Qué de novedoso trae este Catecismo? ¿Podría
hablarse de "novedad" cuando se trata de la enseñanza tradicional
de la Iglesia? Es evidente que la fe de la Iglesia es siempre la
misma, y lo "novedoso" no debe verse como la añadidura de
nuevas verdades o cosa semejante. Sin embargo, sí se puede
hablar de "novedad" en la manera de presentar la fe multisecular de
la Iglesia: en circunstancias históricas y culturales diversas, los
acentos e impostaciones que el magisterio asume apuntan a una
mejor transmisión y enseñanza de la única verdad para la salvación
que Dios ha revelado plenamente en Jesucristo. Obviamente, en
una coyuntura distinta a la de otras épocas, los acentos variarán
buscando la más adecuada exposición de la fe, respondiendo
además a los signos de los tiempos, como bien recuerda el Concilio
Vaticano II[5]. En la presentación de las verdades de la fe en orden
a su adecuada comunicación y enseñanza, encontramos, pues, lo
novedoso de esta obra.
Sin embargo, más que hacer un análisis puntual y detallado de
todo el Catecismo, quisiéramos en esta ocasión centrarnos en una
materia muy concreta: la presencia del tema de la reconciliación a lo
largo de este documento. En efecto, si tomamos en cuenta que la
reconciliación «últimamente se ha convertido en el tema central de
la tarea de la Iglesia»[6], y que su propuesta obedece a una
inspiración de Dios en respuesta a los signos de los tiempos[7], es
lógico suponer que aparezca como elemento privilegiado de la
enseñanza catequética de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II indicaba
que «es legítimo hacer converger las reflexiones acerca de todo el
misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador»[8], y
recordaba que una catequesis sobre la reconciliación «debe
fundamentarse sobre la enseñanza bíblica, especialmente la
neotestamentaria, sobre la necesidad de restablecer la alianza con
Dios en Cristo redentor y reconciliador y, a la luz y como expansión
de esta nueva comunión y amistad, sobre la necesidad de
reconciliarse con el hermano, aun a costa de tener que interrumpir
la ofrenda del sacrificio»[9]. Acerquémonos, pues al Catecismo y
veamos qué nos dice sobre la reconciliación.
Una nueva perspectiva
Lo "novedoso" del Catecismo de la Iglesia Católica --decíamos--
no está en la añadidura de nuevas verdades o contenidos, como
alguna prensa sensacionalista destacaba antes de la publicación
del texto. Encontramos algo nuevo en el enfoque o acentuación que
se hace al presentar la fe de la Iglesia, destacando algunos matices
e impostaciones que responden a la situación concreta que viven
los hombres de hoy, mostrando de la mejor forma posible los
contenidos de la Revelación y su significado y alcances en la vida
del católico.
El Catecismo se divide en cuatro grandes partes: 1. La profesión
de la fe; 2. La celebración del misterio cristiano; 3. La vida en
Cristo; 4. La oración cristiana. Estas cuatro partes, representadas
cada una por un elemento sintético, abarcan al mismo tiempo las
diversas dimensiones de la fe. Así, por ejemplo, el contenido de la
fe que creemos (fe profesada) está plasmado de manera sintética
en el Credo; esta fe es actualizada y celebrada en la liturgia (fe
celebrada) y se hace especialmente visible en los sacramentos; es
vivida en el seguimiento cotidiano de Jesús (fe vivida) que se
concretiza --entre otros medios-- a través de los mandamientos; y
por último, es fe que se dirige a Dios pidiendo y alabando (fe
orante), encontrando su mejor expresión en la oración del Padre
Nuestro. En torno a estos cuatro "pilares" (Credo, sacramentos,
mandamientos y Padre Nuestro) se ordena y estructura la
exposición completa de la fe católica.
La división presentada por el Catecismo no es nueva; es la misma
del Catecismo Tridentino. Con ello se sigue un orden clásico y se
expresa la continuidad con la tradición catequética anterior. Sin
embargo, se aprecia algo nuevo en el actual Catecismo. Las cuatro
grandes partes mencionadas anteriormente se hallan a su vez
subdivididas en dos secciones cada una, en las que los contenidos
de la fe se ordenan armónicamente según un esquema que
podríamos denominar "presentación-núcleo". La primera sección es
como una introducción global que remite al contenido de la segunda
sección, en la que aparece sintetizado lo nuclear de la doctrina
específica del bloque en cuestión. Resumiendo, el esquema puede
ser presentado así:
Primera parte: La profesión de la fe
1. Primera sección: "Creo"-"Creemos"
2. Segunda sección: La profesión de la fe cristiana (El Símbolo)
Segunda parte: La celebración del misterio cristiano
1. Primera sección: La economía sacramental
2. Segunda sección: Los siete sacramentos de la Iglesia
Tercera parte: La vida en Cristo
1. Primera sección: La vocación del hombre: la vida en el
Espíritu
2. Segunda sección: Los diez mandamientos
Cuarta parte: La oración cristiana
1. Primera sección: La oración en la vida cristiana
2. Segunda sección: La oración del Señor: "Padre Nuestro"
¿Qué nos muestra este esquema? En primer lugar, una
constatación de proporciones. La parte correspondiente a la
profesión de la fe abarca el 39% del total; la que corresponde a los
sacramentos ocupa un 23%; la parte moral tiene un 27%, y la de la
oración un 11%. Esto nos ofrece un dato interesante: el acento del
Catecismo está en la Verdad de la fe, pues ella es la que guía y
dirige la vida cristiana, y es ella la que debe ser afirmada y
proclamada de manera especial ante las negaciones e indiferencias
del tiempo presente[10]. Pero aparece además otra peculiaridad.
Observando las proporciones, se aprecia que las dos primeras
partes (profesión de fe + sacramentos) suman el 62% del total,
mientras que las dos últimas hacen el 38% restante. En otras
palabras, aquello que constituye el don de Dios (la revelación de su
misterio, que acogemos y hacemos nuestro en la profesión de fe, y
el regalo de su gracia presente en los sacramentos) tiene siempre
la primacía respecto a la respuesta (en la vida moral y en la vida de
oración) que el hombre puede dar. El esquema de nuestro actual
Catecismo nos indica que en la vida cristiana --que es vida de fe--
la iniciativa es siempre de Dios, y la salvación es don suyo, si bien
la respuesta del hombre es indispensable, y sin dicha respuesta no
se realiza la salvación[11].
El acento fuerte en la fe profesada, entendida ésta como el
elemento decisivo de la vida cristiana, no es lo único nuevo en el
Catecismo. Si observamos nuevamente el esquema, y echamos una
rápida mirada a los contenidos, encontramos que la primera sección
de la primera parte, titulada «Creo-creemos», comienza con el
tema: «El hombre es "capaz" de Dios»[12], que por haber sido
hecho a imagen y semejanza de su Creador, se lanza a
buscarlo[13]. Mientras que en el inicio de la tercera parte, la primera
sección, que abre la presentación de la moral cristiana, lleva por
título: «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu» y comienza
con el tema: «La dignidad de la persona humana»[14]. ¿Qué nos
indica esto? Si tenemos en cuenta que ambas secciones (la primera
sección de la primera parte y la primera sección de la tercera parte)
introducen respectivamente a la exposición sobre el don de Dios a
los hombres (la fe sintetizada en el Símbolo y la gracia vivida en los
sacramentos) y la respuesta del hombre al don divino (expresada
en la moral y en la oración), entonces el punto de partida para la
presentación global del misterio cristiano está en el hombre. Se
trata de una aproximación antropológica, que remite desde la propia
experiencia humana a la realidad de Dios, en quien el ser humano
encuentra el sentido de su existencia. Hay aquí un tema muy
original del actual Catecismo, que responde así a las inquietudes y
cuestionamientos del hombre hodierno, para quien la primera
experiencia es la de su propia existencia situada, en la que
--respondiendo adecuadamente a sus dinamismos y orientado e
iluminado por la fe-- puede reconocer la presencia de Dios.
Las características descritas hasta este momento son como los
presupuestos de la reconciliación tal como es explicitada por el
Catecismo. Examinemos ahora la temática reconciliadora en la
primera de las cuatro partes del texto.
La historia de nuestra reconciliación
Hacia el encuentro y la comunión
Reconciliados por Dios en Jesucristo
Reconciliación en la Iglesia y por la Iglesia
El Catecismo presenta la totalidad de la fe siguiendo un esquema
histórico-salvífico[15]. Se trata de una presentación al mismo tiempo
tradicional y actual, ya empleada por los Padres de la Iglesia[16] y
retomada por el magisterio del Concilio Vaticano II[17] y la teología
contemporánea[18], como un modo sumamente adecuado para
revitalizar la profundización de las verdades reveladas. La
exposición renovadora de la enseñanza catequética pasa por la
continuidad con la Tradición eclesial.
Hacia el encuentro y la comunión
Dios y el hombre son los protagonistas centrales de la historia. El
ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, no cesa de
buscarlo para vivir el encuentro plenificador con su Creador. Hay
aquí una categoría fundamental: la del encuentro. Pues el hombre
«sólo en Dios encontrará... la verdad y la dicha que no cesa de
buscar»[19], y Dios «no cesa de llamar a todo hombre a buscarle
para que viva y encuentre la dicha»[20]. Y es que este anhelo de
encuentro con Dios brota de lo más profundo de la persona,
expresando el "deseo de Dios" inscrito en el corazón del hombre.
En esto radica lo más propio del ser humano: en ser una creatura
cuya realidad más propia se define por su relación con Dios. El
hombre es una creatura teologal, y sus dinamismos fundamentales
lo muestran como ser-orientado-a-Dios[21].
Pero la búsqueda de Dios por parte del hombre está llena de
dificultades; diversos obstáculos pueden impedir el encuentro y la
comunión: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia, el
afán de riquezas[22]. El mismo pecado del hombre se alza como
una barrera que impide la cercanía con su Creador. Atendiendo a
nuestra debilidad y a las dificultades que no nos permiten
acercarnos debidamente a Dios, Él viene a nuestro encuentro. La
Revelación es precisamente esto: Dios sale al encuentro del
hombre[23] y se manifiesta a él, descubriéndole su misterio e
invitándolo a vivir la comunión de amor. La respuesta del ser
humano a la Revelación de Dios es la fe, por la que acoge lo que
Dios manifiesta y se adhiere plenamente a Él, viviendo la comunión
a la que ha sido invitado. Precisamente, es por la fe que podemos
ofrecer «"...la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra
voluntad al Dios que revela"[24] y entrar así en comunión íntima con
Él»[25].
La Revelación, conocida y aceptada por la fe, nos muestra a Dios
que por amor nos ha creado y nos llama a vivir en su compañía.
Nos recuerda el Catecismo que «el primer hombre fue no solamente
creado bueno, sino también constituido en la amistad con su
Creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a
él»[26]. Esta situación originaria recibe el nombre de "estado de
justicia original", cuya característica era la posesión de la gracia
santificante y la vivencia de la comunión por parte del ser humano
en sus relaciones fundamentales: «Por la irradiación de esta gracia
(santificante), todas las dimensiones de la vida del hombre estaban
fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el
hombre no debía ni morir (cf. Gén 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gén
3,16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre
el hombre y la mujer, y, por último, la armonía entre la primera
pareja y toda la creación constituía el estado llamado "justicia
original"»[27]. Creado en libertad, el hombre debía responder
libremente a la invitación divina acogiendo el don de la gracia y
retribuyendo con su amor y su obediencia al Plan de Dios.
Desgraciadamente, el ser humano empleó mal su libertad, y en
lugar de acercarse más a Dios respondiendo amorosamente a su
designio, se alejó de Él y rechazó su amor[28]. En el inicio de su
historia, el hombre pecó, y de esa manera perdió la privilegiada
condición originaria en que había sido creado. Ante todo el pecado
consiste en la desobediencia a Dios: «El hombre, tentado por el
diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cf.
Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al
mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del
hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será una
desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad»[29].
Las consecuencias son dramáticas: se produce una cuádruple
ruptura, que abarca todos los niveles de su existencia: el hombre
vive la ruptura con Dios, expresada en el miedo y el alejamiento[30];
vive también la ruptura consigo mismo, que se manifiesta en la
rebelión y en los desequilibrios producidos al interior del hombre; se
origina la ruptura con los otros seres humanos, la que se hace
visible en las nuevas relaciones de conflicto entre el primer hombre
y su mujer; y por último, se da la ruptura con la creación: «La
armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia
original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales
del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7); la unión entre el
hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus
relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén
3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se
hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)»[31]. Por el
pecado entra en el mundo el mal y la muerte, y toda la humanidad
cargará con las consecuencias del pecado de los primeros padres.
La situación de desgracia que rodea nuestra existencia tiene en el
pecado su explicación y su origen.
Reconciliados por Dios en Jesucristo
Dios no deja al hombre abandonado a su suerte. Le ofrece la
promesa de salvación (Gén 3,15) que habrá de realizarse
definitivamente en la persona de Jesucristo. Y para ello Dios irá
preparando poco a poco a la humanidad hasta que llegue el
momento propicio para que pueda efectuarse la Redención.
Ahora bien, esta salvación ofrecida por Dios y realizada por su
Hijo, aparece como una gesta de reconciliación. Con el término
"reconciliación" entendemos la recuperación de la amistad con Dios
perdida por el pecado del hombre, y el restablecimiento del amor y
la comunión a todos los niveles de la existencia humana. Indica la
sanación de las rupturas creadas por el pecado y la restauración de
la unidad que se había perdido. Es decir, entendemos esta
expresión en su sentido propiamente soteriológico, tal como ha sido
usada en el Antiguo[32] y en el Nuevo Testamento, especialmente
por San Pablo[33].
La reconciliación entra en el designio divino como obra que ha de
ser realizada por la Trinidad toda. Recogiendo un texto del
Directorio Catequístico General del año 1971, señala el Catecismo
que «"toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia
del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los
hombres, apartados por el pecado y se une con ellos"[34]»35. Ante
todo, se pone de relieve que la historia de la salvación es sinónima
de la "historia de reconciliación", entendiéndose por ello la "gesta"
por la que Dios Uno y Trino rehace lo que el pecado de los hombres
había roto y ofrece al ser humano su Amor, esperando la libre
aceptación de su creatura. Hay una particular insistencia en esta
perspectiva que, por otra parte, también el Papa Juan Pablo II había
indicado: «La historia de la salvación --tanto la de la humanidad
entera como la de cada hombre de cualquier época-- es la historia
admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es
Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su
Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia
de reconciliados»[36].
En la obra de la reconciliación intervienen las tres Personas
divinas: en primer lugar, es Dios Padre quien establece en su divino
Plan la recuperación de la comunión perdida mediante la acción de
su hijo Jesucristo. La teología paulina es enfática al señalar que es
el Padre quien ha querido nuestra reconciliación y la realiza en
Jesucristo. Recogiendo esta aproximación, el Catecismo subraya:
«Cuando San Pablo dice de Jesús que "Dios lo exhibió como
instrumento de propiciación por su propia sangre" (Rom 3,25),
significa que en su humanidad "estaba Dios reconciliando al mundo
consigo" (2Cor 5,19)»[37]. Efectivamente, en pasajes como Rom
5,10-11 y sobre todo en 2Cor 5,18-20, el sujeto de la acción
reconciliadora es siempre Dios Padre[38], lo que indica el hecho de
que nuestra reconciliación es don gratuito del amor paterno,
ofrecido a la humanidad en la persona de Jesús.
Históricamente, es el Señor Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre,
quien realiza la reconciliación, cumpliendo de esta forma el Plan del
Padre. El Catecismo va señalando los momentos "fuertes" en los
que se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo. En primer
lugar, la Encarnación. Al mencionar los motivos por los cuales el
Verbo de Dios se hizo hombre, resulta muy sugerente la perspectiva
indicada por el Catecismo cuando vincula la Encarnación con la
reconciliación: «El Verbo se encarnó para salvarnos
reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). "El Padre
envió a su Hijo para ser Salvador del mundo" (1Jn 4,14). "Él se
manifestó para quitar los pecados" (1Jn 3,5)»[39]. Aparece una
línea de continuidad con lo indicado en el n. 234, cuando se habla
de salvación como reconciliación, realizándose ésta en la historia.
Pero también hay otro elemento muy importante: «El Verbo se
encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre
vosotros mi yugo y aprended de mí..." (Mt 11,29). "Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn
14,6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena:
"Escuchadle" (Mc 9,7; cf. Dt 6,4-5). Él es, en efecto, el modelo de
las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva...»[40].
¿Qué significan estos dos elementos? Al señalar por una parte,
que la Encarnación apunta a la reconciliación, el Catecismo destaca
cuál es la finalidad objetiva e histórica de la venida del Verbo de
Dios a nuestro mundo. La Encarnación puede ser así considerada
como el inicio de la reconciliación, o como una primera
reconciliación, según las enseñanzas de la Tradición[41]. Por otra
parte, cuando enseña que el Verbo vino para ser nuestro modelo
de santidad, indica que la realización humana perfecta --que es
concreción personalizada de la obra reconciliadora del Señor-- sólo
se da en la conformación plena con el modelo supremo de santidad,
que es Jesucristo mismo[42], y de esta manera hace patente que
sólo en Jesús el hombre puede encontrar la respuesta a su propio
misterio, y el camino para su felicidad. En el fondo, encontramos
aquí la misma convicción que proclama el Concilio Vaticano II
cuando afirma que, «en realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el Nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación»[43].
Es importante señalar el papel de Santa María en la obra
reconciliadora de Jesús. En efecto, mediante su fe y su obediencia,
ella ha cooperado de manera singular en nuestra reconciliación.
Recogiendo testimonios del Magisterio y de la Tradición, el
Catecismo nos dice: «La Virgen María "colaboró por su fe y
obediencia libres a la salvación de los hombres"[44]. Ella pronunció
su "fiat" "loco totius humanae naturae" ("ocupando el lugar de toda
la naturaleza humana")[45]: Por su obediencia, ella se convirtió en
la nueva Eva, madre de los vivientes»[46]. María coopera
activamente en la obra reconciliadora, respondiendo desde su
libertad a la misión que Dios le propone. Madre de Jesús, es
también Madre nuestra y nos ayuda a vivir la reconciliación obrada
por el Hijo. En ese sentido, la Tradición ha visto en ella a la Madre
que nos trae la Reconciliación (= Jesucristo) y ella misma medio de
reconciliación[47].
La reconciliación encuentra su momento culminante en la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor Jesús. Recordando que es el
Padre quien ha entregado al Hijo para que fuéramos así
reconciliados por su muerte[48], el Catecismo explica en qué
consiste la acción de Jesús: «La muerte de Cristo es a la vez el
sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los
hombres (cf. 1Cor 5,7; Jn 8,34-36) por medio del "cordero que quita
el pecado del mundo" (Jn 1,29; cf. 1Pe 1,19) y el sacrificio de la
Nueva Alianza (cf. 1Cor 11,25) que devuelve al hombre a la
comunión con Dios (cf. Éx 24,8) reconciliándole con Él por "la
sangre derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt
26,28; cf. Lv 16,15-16)»[49]. Este sacrificio reconciliador que es la
muerte de Jesucristo nos muestra cuánto nos ama Dios Padre, que
por salvarnos --dirá San Pablo-- no perdonó a su propio Hijo, sino
que lo entregó por nosotros; nos muestra también cuánto nos ama
el Hijo, que ha dado su vida por nosotros: «Este sacrificio de Cristo
es único... Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre
quien entrega al Hijo para reconciliarnos con Él (cf. Jn 4,10). Al
mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que,
libremente y por amor (cf. Jn 15,13), ofrece su vida...»[50]. Se
pueden percibir aquí ecos de la tradición patrística que subraya el
papel reconciliador de la cruz de Jesús, expresión magnífica de su
obediencia[51], así como signo de victoria y causa de nuestra
alegría[52].
Mediante su Pasión, Muerte y Resurrección el Señor Jesús nos
da el don de la reconciliación. Gracias a Él, las rupturas producidas
por el pecado son sanadas y podemos acercarnos nuevamente a
Dios Padre, hechos hijos en el Hijo, viviendo al mismo tiempo en
unidad con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y
con la creación toda. Pero la actualización del don reconciliador
dado por el Padre en Jesucristo es obra del Espíritu Santo. Si el
Espíritu es el Amor que une y vincula, entonces su función es hacer
patente la comunión obtenida por la reconciliación. Esto es
especialmente visible en Pentecostés. A la dinámica de ruptura y de
separación creada por el pecado, se contrapone la dinámica de
unidad y de cercanía creada por el Paráclito en este momento
decisivo: «Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el
Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en
ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos
y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella
con los hombres en la paz»[53].
El ámbito privilegiado en el cual se vive la comunión de amor,
fruto de la reconciliación que el Espíritu actualiza, es la Iglesia. En
efecto, en la Iglesia se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo
y hecha extensiva a todos los hombres por la acción del Espíritu.
Gracias a Él, todos los seres humanos pueden participar de la
comunión con Dios Uno y Trino, así como también vivir la comunión
interpersonal. Y esto es especialmente visible en la Eucaristía, en
cuya realización hay una intervención muy especial del Espíritu. El
Catecismo dice al respecto: «El Espíritu Santo prepara a los
hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo.
Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre
su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace
presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para
reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que
den "mucho fruto" (Jn 15,5.8.16)»[54].
Reconciliación en la Iglesia y por la Iglesia
Lo anterior nos ofrece la ocasión para conectar con la enseñanza
del Catecismo sobre la Iglesia en relación con la reconciliación.
Recogiendo los ricos acentos del magisterio del Concilio Vaticano II,
se pone de relieve que la Iglesia participa de la misión
reconciliadora de su Fundador, el Señor Jesús. En cierto sentido,
se puede decir que le es inherente una dinámica reconciliativa,
tanto ad intra (en su propia existencia comunitaria) como ad extra
(en el cumplimiento de la tarea evangelizadora), pues la Iglesia
refleja a Jesús reconciliador, siendo su Cuerpo místico, y al Espíritu
Santo que plasma la reconciliación histórica en el hoy de la vida
cristiana. En otras palabras, se trata de la Iglesia que es al mismo
tiempo reconciliadora y reconciliada[55].
La impronta reconciliativa de la Iglesia se deja ver especialmente
en las notas que la caracterizan. Cuando se dice de la Iglesia que
es una, se hace referencia al hecho de que Jesús, por su sacrificio,
unificó a todos los hombres. Inspirándose en San Pablo, se
describe la reconciliación del Señor mediante su muerte, que reúne
a todos los pueblos enemistados por los pecados y conformando un
nuevo pueblo obtenido por su sangre: «La Iglesia es una debido a
su Fundador: "Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz,
por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo
la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo"[56]»57.
Y como una exigencia peculiar de esta característica eclesial, está
la búsqueda sincera de unidad con los hermanos separados.
Búsqueda que, por lo demás, debe partir del hecho de que esta
tarea excede las solas capacidades humanas y no puede ser hecha
sin la gracia de Dios y el recurso constante a la oración[58].
La catolicidad de la Iglesia es entendida también en perspectiva
de reconciliación. Es significativo que lo católico sea comprendido a
partir de la totalidad, en cuanto que en la Iglesia, por ser "católica"
esté la plenitud (= totalidad) de Jesucristo, su Persona misma, su
Verdad y su Gracia; en la Iglesia encontramos la plenitud de los
medios de salvación que hacen presente y operante la
reconciliación de Jesucristo[59]. Consecuencia de esto es la
vocación a estar presente en todo el mundo y de alcanzar a todos
los hombres para que vivan la unión con el Señor Jesús. Así, la
"universalidad" se sigue de la "totalidad" y ambos aspectos
conforman lo católico. Puesto en otros términos, la catolicidad
implica la recuperación de la unidad a la que Dios invita a todos los
hombres, para que de esta forma participen de la salvación de
Jesús: «El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia
de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado
había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la
humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella
es el "mundo reconciliado"[60]»61.
Finalmente, la misión de la Iglesia también se halla signada por la
reconciliación. Pues el Señor Jesús encargó a sus apóstoles llevar
a los hombres la «palabra de la reconciliación», como bien nos lo
recuerda San Pablo. El Catecismo dice al respecto: «Cristo,
después de su Resurrección, envió a sus apóstoles a predicar "en
su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las
naciones" (Lc 24,47). Este "ministerio de la reconciliación" (2Cor
5,18), no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando
solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros
por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino
comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo
y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las
llaves recibido de Cristo»[62]. La Iglesia no sólo comunica un don
permaneciendo ella ajena a este proceso. A través del Bautismo
concretiza sacramentalmente la reconciliación que Jesús ha
obtenido para cada hombre. Ella (la Iglesia) es el gran sacramento
de reconciliación presente en medio de la humanidad[63], ya que es
el Cuerpo místico de Cristo. Por eso, todo pecado no sólo es una
ruptura de la comunión con Dios y con los hermanos; tiene también
una repercusión eclesiológica, ya que daña la comunión al interior
del Cuerpo místico. De allí que la reconciliación ofrecida
sacramentalmente no sólo lleve a la recuperación de la amistad con
Dios; puesto que se da una reconciliación con la Iglesia, también se
produce una reafirmación de la comunión con ella[64].
La historia de la salvación apunta a la consecución de la
Comunión Definitiva. Al final, llegado el momento del Encuentro con
el Señor, establecido el Reino de Dios de manera definitiva,
podremos vivir en plenitud todas las dimensiones de la
reconciliación. Habrá Comunión plena con Dios Uno y Trino, pues Él
tendrá su morada entre los hombres y todos participarán de su
Amor[65]; el ser humano vivirá la plenitud en sí mismo, pues
resucitado y hecho partícipe de la gloria reinará con Jesucristo para
siempre, amando y siendo amado[66]; la comunión definitiva de los
hombres entre sí, vinculados por el amor a Dios y el amor mutuo,
realizará la unidad del género humano querida por Dios[67]; y, por
último, la creación entera será renovada y glorificada, participando
de la gloria querida por Dios para toda su obra[68]. La historia de la
reconciliación encontrará su culminación en este momento,
cumpliéndose así el Plan de Dios.
Con la categoría teológica "reconciliación" encontramos, pues,
una clave de desarrollo histórico-salvífico y de exposición
catequética muy adecuada para presentar nuestra fe. Hoy, a las
puertas del inicio del tercer milenio de la Encarnación, el Catecismo
de la Iglesia Católica nos propone no sólo enseñar la reconciliación,
sino también hacerla vida en nuestras relaciones con Dios, con
nosotros mismos, con nuestros hermanos y con todo lo creado.
Ante el desafío de la Nueva Evangelización, el anuncio del Señor
Jesús, Reconciliador de los hombres, ha de ser el corazón de toda
proclamación hecha por la Iglesia, que siguiendo a San Pablo,
continúa exhortando: «En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!» (2Cor 5,20).
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[1] Gustavo Sánchez Rojas, peruano, es profesor en la Facultad de Teología
Pontificia y Civil de Lima y en la Universidad Marcelino Champagnat. Es
miembro del Consejo Editorial de la revista «VE». Entre sus obras se
puede mencionar Jesucristo Reconciliador. La reconciliación por
Jesucristo en La Ciudad de Dios de San Agustín.
[2] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 10.
[3] «El ministerio de la catequesis saca energías siempre nuevas de los
concilios. El Concilio de Trento constituye a este respecto un ejemplo
digno de ser destacado: dio a la catequesis una prioridad en sus
constituciones y sus decretos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 9).
[4] El Papa Juan Pablo II destaca la importancia renovante del Catecismo:
«Tras la renovación de la Liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico
de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias orientales católicas,
este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de
renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio
Vaticano II» (Constitución apostólica Fidei depositum, 11/10/1992, 1). Más
adelante, hablando del valor doctrinal de esta obra, dice: «Lo reconozco
como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión
eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe. Dios quiera que
sirva para la renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, en peregrinación hacia la luz sin sombra del
Reino» (allí mismo, 4).
[5] «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la
época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose
a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes
interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la
vida futura y sobre la mutua relación de ambas» (Gaudium et spes, 4).
[6] Juan Pablo II, La Eucaristía, fuente de reconciliación, Téramo, 30/6/1985,
6.
[7] «Poniéndome a la escucha del grito del hombre y viendo cómo manifiesta
en las circunstancias de la vida una nostalgia de unidad con Dios, consigo
mismo y con el prójimo, he pensado, por gracia e inspiración del Señor,
proponer con fuerza ese don original de la Iglesia que es la
reconciliación». (lug. cit.). Anteriormente, señalando la presencia
constante de este tema en el magisterio de los Papas, el mismo Juan
Pablo II afirmaba: «Mis Predecesores no han cesado de predicar la
reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad entera... Y yo mismo,
por un impulso interior que --estoy seguro-- obedecía a la vez a la
inspiración de lo alto y a las llamadas de la humanidad, he querido --en
dos modos diversos, pero ambos solemnes y exigentes-- someter a serio
examen el tema de la reconciliación» (Reconciliatio et paenitentia, 4).
[8] Reconciliatio et paenitentia, 7.
[9] Allí mismo, 26. En este mismo número el Santo Padre menciona cuáles
son los temas que debe incluir una catequesis sobre la reconciliación: la
penitencia, la conciencia y su formación, el sentido del pecado, la
tentación, el ayuno, la limosna, la cuádruple reconciliación (con Dios,
consigo mismo, con los demás y con la creación), los novísimos y la
enseñanza social de la Iglesia.
[10] La comparación con el Catecismo de Trento es interesante. En el caso de
este texto, la proporción es la siguiente: 22% para el Credo; 37% para los
sacramentos; 21% para los mandamientos; y 20% para el Padre Nuestro.
El peso fuerte está en la parte de los sacramentos, lo cual es
comprensible por el contexto de la polémica con el protestantismo, que
rechazaba acremente el corpus sacramental propuesto por la Iglesia. Ver
Mons. Christoph Schönborn, Algunas observaciones sobre los criterios de
redacción del Catecismo, en «L'OR» 1993, n. 4 (1256), p. 10 (46).
[11] El punto de partida para esta constatación está en la comparación del
Catecismo de la Iglesia Católica con el Catecismo Tridentino hecha por
Mons. Schönborn en el artículo citado en la nota anterior. Señala allí: «En
la exposición catequética de la fe, cualesquiera que sean el método y la
articulación de los contenidos, el primado pertenece a Dios y a sus obras.
Lo que el hombre haga, será siempre la respuesta a la obra de Dios» (lug.
cit.).
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, 27ss.
[13] «De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres
han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus
comportamientos religiosos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 28). La
idea se repite continuamente en el primer capítulo; por ejemplo: «"Se
alegra el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3)... Pero esta
búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia...» (n. 30);
«Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre
que busca a Dios descubre ciertas "vías"...» (n. 31). Los subrayados son
nuestros.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, 1700ss.
[15] «¿Hay un "hilo rojo" que enhebre todo el Catecismo de la Iglesia Católica?
Ciertamente, no se buscó de manera explícita. Pero, de seguro, el tema
de la economía divina atraviesa las cuatro partes como un "leitmotiv"»
(Mons. Christoph Schönborn, ob. cit., p. 10).
[16] Ver San Ireneo de Lyón, Demostración de la predicación apostólica, nn.
4-41; San Jerónimo, que habla de siete "edades" de la historia,
Exposición sobre el Apocalipsis, primera visión: PL 17, 771ss; San
Gregorio de Nacianzo, Discurso 41, cc. 2-4: PG 36, 429-436; San
Agustín: «El fundamento para seguir esta religión (cristiana) es la historia
y la profecía, donde se descubre la dispensación temporal de la divina
providencia en favor del género humano para reformarlo y restablecerlo en
la posesión de la vida eterna» (Sobre la verdadera religión, 7,13: PL 34,
128). En un plano eminentemente catequético, ver Sobre la catequesis a
los principiantes, 18,29ss: PL 40, 332ss.
[17] Ver sobre todo los inicios de las Constituciones conciliares: Lumen
gentium, 2-4; Dei Verbum, 2-4; y el decreto Optatam totius, 16, donde
después de exponer el método teológico genético-evolutivo se indica: «Las
restantes disciplinas teológicas deben ser igualmente renovadas por
medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la
salvación».
[18] Sólo dos ejemplos de nuestro tiempo: la enciclopedia Mysterium salutis
subtitulada: Manual de teología como historia de la salvación, publicada
en el ámbito teológico de habla alemana, y la colección Historia salutis,
publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), en el ámbito
teológico de habla hispana.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica, 27.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, 30. Incluye este número una cita de las
Confesiones de San Agustín, donde se insiste nuevamente en este
aspecto: «A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación,
quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello haciendo que encuentre sus
delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón
está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones,
I,1,1).
[21] Lo dice el Catecismo en su n. 44: «El hombre es por naturaleza y por
vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre
no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con
Dios».
[22] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 29.
[23] Éste es precisamente el título del capítulo segundo: «Dios al encuentro
del hombre». Las numerosas referencias a los primeros números de la
Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum refuerzan esta idea.
[24] Concilio Vaticano I: DS, 3008.
[25] Catecismo de la Iglesia Católica, 154.
[26] Catecismo de la Iglesia Católica, 374.
[27] Catecismo de la Iglesia Católica, 376.
[28] «Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se
comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las
personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 387).
[29] Catecismo de la Iglesia Católica, 397.
[30] «La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera
desobediencia. Adán y Eva... tienen miedo del Dios (cf. Gén 3,9-10) de
quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus
prerrogativas (cf. Gén 3,5)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 399).
[31] Catecismo de la Iglesia Católica, 400. Por lo demás, el tema de las cuatro
rupturas lo encontramos presente ya en la Constitución Gaudium et spes,
13a (citada en el n. 401 del Catecismo), así como también en la
exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 26.
[32] En la versión griega del Antiguo Testamento conocida como Septuaginta,
las palabras katallagh/, katall/a/ssw indican la idea de reconciliación como
obra de Dios en favor de los hombres: 2Mac 1,5; 5,20; 7,33. Mientras que
diallagh/, dialla/ssw indican la recuperación de la amistad y unidad: Eclo
22,22; 27,21; o cambiar una situación: 2Mac 6,27; Sab 19,18, o también
recuperar el favor de alguien, hacerse grato: 1Sam 29,4. Por último, los
términos ila/skomai (expiar, aplacar), ilasmo/j (expiación) portan un rico
contenido reconciliador.
[33] El Apóstol de los Gentiles es quien trata de manera preferente el tema de
la reconciliación, empleando para ello las expresiones katalla/ssw,
katallagh/, como en Rom 5,10-11; 11,15; 1Cor 7,11; 2Cor 5,18.19.20, y
a1pokatalla/ssw, como en Ef 2,14-16 y Col 1,20.21.22. Pero también se
habla de la reconciliación en Mt 5,23-24 y en Hch 7,26, aunque allí se
usan otras expresiones.
[34] Congregación para el Clero, Directorio Catequístico General, 11/4/1971,
47.
[35] Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
[36] Reconciliatio et paenitentia, 4.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica, 433.
[38] Rom 5,10-11: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya
reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que
también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien
hemos obtenido ahora la reconciliación»; 2Cor 5,18-20: «Y todo proviene
de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio
de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino
poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues,
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En
nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!».
[39] Catecismo de la Iglesia Católica, 457. El subrayado es propio del texto
original.
[40] Catecismo de la Iglesia Católica, 459. El subrayado es propio del texto
original.
[41] San León Magno: «Queriendo reconciliar la naturaleza humana con su
Creador, el Hijo de Dios mismo se reviste de ella» (Sermón 1 en la
Natividad del Señor: PL 54, 191); San Ireneo de Lyón: «Es reconciliado
aquello que una vez estuvo en enemistad. Si el Señor hubiera tomado
carne de otra sustancia, no habría sido reconciliado con Dios aquello que
por la transgresión fue hecho enemigo. Ahora, en cambio, por la
participación de la misma carne, el Señor reconcilió al hombre con Dios
Padre: reconciliándonos consigo por su cuerpo de carne...» (Adversus
haereses, V,14,2: PG 7 bis, 1162); San Agustín: «El que es Dios sobre
todas las cosas, Hijo igual al Padre, se hizo hombre para que, siendo
Hombre-Dios, fuese mediador entre los hombres y Dios y así reconciliase
a los alejados, llamase a los enemigos y acompañe a los peregrinos. Para
esto se hizo hombre» (Explicación sobre el Salmo 100, 3: PL 37, 1285).
[42] «La completa dignidad del ser humano sólo se realiza, se manifiesta en el
encuentro y confor- mación con quien es el Hagionormo, Aquel que es la
plenitud de lo humano y comunión plena en lo divino, el Señor Jesús, Dios
y hombre perfectos» (Luis Fernando Figari, La dignidad del hombre y los
derechos humanos, Fondo Editorial, Lima 1991, p. 39).
[43] Gaudium et spes, 22.
[44] Lumen gentium, 56.
[45] S.T., III, q. 30, a. 1.
[46] Catecismo de la Iglesia Católica, 511.
[47] San Andrés de Creta: «María... divino instrumento de reconciliación con
los hombres» (Sermón V sobre la Anunciación: PG 97, 895-896); «...el
Salvador nos ha reconciliado con Dios Padre por ti» (Sermón XIV sobre la
Dormición de María, III: PG 97, 1095-1096). San Juan Damasceno: «Por
ella (María) nuestras hostilidades seculares con el Creador han llegado a
su fin, por ella se ha proclamado nuestra reconciliación» (PG 96,
744-745). San Anselmo de Canterbury: «...sus entrañas han traído la
reconciliación al mundo» (PL 158, 950); «Tú has dado a luz un
reconciliador para el mundo... No hay otra reconciliación más que la que
has concebido castamente» (Oración a María para impetrar su amor y el
de Cristo: PL 158, 954 y 956-957).
[48] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 603.
[49] Catecismo de la Iglesia Católica, 613.
[50] Catecismo de la Iglesia Católica, 614.
[51] San Ireneo de Lyón: «Deshaciendo, pues, aquella desobediencia del
hombre, que desde un inicio se había hecho en el árbol, se hizo obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz... Ofendimos a Dios en el primer Adán
no cumpliendo su precepto; pero somos reconciliados en el segundo
Adán, hechos obedientes hasta la muerte» (Adversus haereses, V,16,3:
PG 7 bis, 1168).
[52] San Cipriano de Cartago: «Cristo imparte esta gracia, tributa este oficio de
su misericordia suje- tando la muerte al trofeo de la cruz, redimiendo al
creyente al precio de su sangre, reconciliando al hombre con Dios Padre»
(A Demetriano, n. 25: PL 4, 564); San Juan Crisóstomo: «Hoy está en la
cruz nuestro Señor Jesucristo y nosotros estamos de fiesta, para que
aprendáis que la cruz es una fiesta, una celebración espiritual... Ella ha
sido para nosotros causa de bienes innumerables: nos ha librado del error,
nos ha iluminado cuando estábamos en la oscuridad y nos ha reconciliado
con Dios, haciéndonos de extraños, familiares, y de lejanos, vecinos»
(Homilía sobre la Cruz y el buen ladrón, n. 1: PG 49, 399-400).
[53] Catecismo de la Iglesia Católica, 715.
[54] Catecismo de la Iglesia Católica, 737.
[55] Ver Reconciliatio et paenitentia, 8 y 9.
[56] Gaudium et spes, 78c.
[57] Catecismo de la Iglesia Católica, 813. El texto de San Pablo aludido:
«Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando
el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de
los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos,
un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos
en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la
Enemistad» (Ef 2,14-16).
[58] «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia
entera, tanto a los fieles como a los pastores (UR 5). Pero hay que ser
"conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los
cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las
fuerzas y la capacidad humana"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 822).
[59] «La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la
totalidad" o "según la integridad"... [La Iglesia] es católica porque Cristo
está presente en ella... En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo
unido a su Cabeza (cf. Ef 1,22-23), lo que implica que ella recibe de Él "la
plenitud de los medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido: confesión
de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en
la sucesión apostólica» (Catecismo de la Iglesia Católica, 830).
[60] San Agustín, Serm. 96, 7-9.
[61] Catecismo de la Iglesia Católica, 845. Es particularmente significativa la
referencia agustiniana que trae el texto del Catecismo. En efecto, para
San Agustín la figura de la Iglesia como "mundo reconciliado" es
planteada en el contexto de la polémica antidonatista. Recuérdese que los
donatistas pensaban que la única Iglesia era la de los santos, identificada
con su grupo, que conformaba algunas comunidades del norte de África
(la llamada Pars Donati). Ante esto, San Agustín, a partir de la exégesis
de la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) y de 2Cor 5,18-20,
identifica a la Iglesia con el "mundo reconciliado" subrayando con esto su
catolicidad (pues la Iglesia acoge a todos los que vienen del mundo) y su
identidad más propia (ya que la Iglesia se distingue por haber recibido la
reconciliación y se esfuerza en vivirla, contrariamente a los que no la
acogen, que son "el mundo", sin más).
[62] Catecismo de la Iglesia Católica, 981.
[63] Ver Reconciliatio et paenitentia, 11.
[64] En el n. 980 del Catecismo se recuerda: «Por medio del sacramento de la
Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia».
Se recoge aquí lo que ya afirmaba el Concilio Vaticano II: «Quienes se
acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de
Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian
con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión
con la caridad, con el ejemplo y con las oraciones» (Lumen gentium, 11).
[65] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1044.
[66] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1042.
[67] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1045.
[68] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1046-1047.