LAS LLAMADAS EN EL ITINERARIO CRISTIANO DE SALVACIÓN


A) Introducción
Como resumen de cuanto llevamos expuesto hasta ahora, 
intentaremos una nueva síntesis, dar una mirada global en torno al 
problema vocacional. 
BAU/PROPIEDAD-DE-XTO: Como punto de partida elegimos 
algunas palabras que Juan Pablo II dirigió a los párrocos de Roma y 
al clero, con motivo del inicio de la Cuaresma, el 3 de marzo de 
1979. Hablando del tiempo pascual el Papa decía: 

«En este período cada uno debe renovar, es decir, de alguna 
manera descubrir de nuevo, primeramente el propio ser cristiano, la 
identidad que surge de pertenecer en primacía absoluta a 
Jesucristo por el Bautismo.» 

He aquí la base de la identidad fundamental de cada uno de 
nosotros. Pertenecer a Cristo por medio del Bautismo. Toda otra 
razón de identidad y, en consecuencia, toda otra llamad posterior, 
no puede menos que enraizarse en esta primera y fundamental 
identidad que es a la vez nuestra primera y básica llamada. 
El Papa continúa: 

«Recordamos que el sustrato fundamental de nuestro sacerdocio 
es el ser cristiano. Nuestra identidad sacerdotal ahonda sus raíces 
en la identidad cristiana.» 

El Papa no puede menos de unir estrechamente estos dos 
elementos; por esto decíamos en el subtítulo: «De la vocación 
bautismal a la vocación presbiterial.» A la vocación presbiterial la 
consideramos como desarrollo, especificación vocacional de una 
acción de Dios más fundamental: El Bautismo. 
El Papa añadía también una nota litúrgica: 

«En la Cuaresma al prepararnos con todos los hermanos en la fe 
a la renovación de las promesas bautismales en la Vigilia del 
Sábado Santo, nos preparamos de un modo particular a la 
renovación de las promesas sacerdotales con la Liturgia del Jueves 
Santo.» 

Destaca en esta parte con especial intensidad la relación 
existente entre las dos promesas: renovamos las promesas 
sacerdotales como consecuencia de las promesas bautismales. 
Y ésta es la idea básica de la cual partimos para nuestra síntesis. 



B) Los Evangelios como manual de iniciación cristiana
Intentemos ahora exponer más explícitamente en su evolución la 
vocación a través del itinerario cristiano de la salvación. Vocación 
que, ya desde el principio, la Iglesia la ha visto como un gradual 
desenvolvimiento de la iniciación al misterio cristiano; iniciaciones 
progresivas que van desde un punto de partida, a través de varias 
etapas, hasta un punto de llegada. 
Desde mi punto de vista, todo esto está claramente expuesto en 
los cuatro evangelios, entendidos como «manuales» de estos 
diversos momentos o etapas de la iniciación cristiana. Antes de 
nada recordemos brevemente, dado que para la mayoría puede ya 
ser conocida la hipótesis de los Evangelios como «manuales» de 
iniciación al misterio cristiano.
Aplicaremos a continuación este cuádruple esquema evangélico 
al itinerario que va desde el Bautismo al Sacerdocio, para concluir 
con algunas reflexiones globales o de conjunto en torno a la 
llamada bautismal-sacerdotal del cristiano. 
En el misterio de la vida cristiana podemos encontrar cuatro 
etapas ascendentes; etapas fácilmente reducibles, paralelas a los 
cuatro evangelios. 
EVS/4-ETAPAS-VCR: La primera etapa, la del catecumenado, 
correspondiente al Evangelio de San Marcos o Evangelio «de la 
iniciación catecumenal»; la segunda etapa es la de la «iluminación» 
o del Bautismo, más aplicable al Evangelio de Mateo o «Evangelio 
de la Iglesia», porque en él se contiene cuanto los neobautizados 
necesitan para insertarse en la comunidad; la tercera etapa, la «de 
la evangelización» o del testimonio, corresponde más al Evangelio 
de Lucas y a los Hechos de los Apóstoles, en los cuales está 
contenido cuanto contribuye a la función del evangelizador; 
finalmente, la cuarta etapa, o del «presbiterado» o también del 
cristiano maduro, es más recognoscible en el Evangelio de San 
Juan, dado que en él encontramos todo cuanto contribuye a educar 
para una fe madura, para el «presbiterado» cristiano. 
Para justificar esta interpretación expuesta vamos a referirnos a 
algunos puntos fundamentales; sería excesivamente largo hacer un 
detallado análisis de los cuatro evangelios. 
El Evangelio de Marcos sabemos que es el más antiguo. La 
Iglesia, por tanto, lo ha usado ya desde el principio para la 
predicación kerigmática a los no creyentes. Es el Evangelio que 
contiene la experiencia bautismal, que prepara al catecúmeno para 
la conversión. Podríamos sintetizar esta experiencia propuesta a los 
catecúmenos, en los vv. 11-12 del capítulo 4: 

«A vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino, pero a 
los otros de fuera todo les llega en parábolas, para que mirando 
miren y no vean; oyendo oigan y no entiendan, no sea que se 
conviertan y sean perdonados.» /Mc/04/11-12

EV-Mc-DEL-CATECUMENO: De una manera bien gráfica 
encontramos aquí descrito el itinerario del Evangelio de Marcos; es 
como un pasar, desde el que está fuera y conoce sólo de oídas el 
misterio o por curiosidad, costumbre y también por tradición familiar, 
pero sin que este misterio sea una respuesta a la propia vida (es 
más bien algo indeterminado, genérico, difuso, enigmático, no 
integrado, donde se entiende y no se entiende, se cree y no se 
cree, se ve y no se ve), pasar al misterio del Reino, al encuentro 
con el Señor Resucitado. Es un encuentro con el Cristo que llama al 
catecúmeno a la conversión, a renunciar a todo su propio mundo 
religioso, mítico y también familiar-utilitario, moralístico, y poner en 
consecuencia la esperanza y la orientación de la vida en Cristo. Al 
igual que Él, en su muerte, ha puesto toda su confianza en el Padre. 

Esta es la conversión, el cambio de horizonte y de mentalidad que 
Marcos invita a realizar, a través de fases graduales, en su 
Evangelio. Jesús es al principio presentado como un gran 
taumaturgo capaz de curar, de dar confianza. Luego se muestra a 
Jesús misterioso, que pide confianza y la exige. Y, finalmente, 
Marcos nos propone un Jesús que se ofrece con entera confianza al 
Padre por amor. 
Y todo esto para que el catecúmeno comprenda el salto que se le 
pide hacer. Es la preparación a la iluminación bautismal, 
preparación magníficamente representada por Marcos en el 
capítulo 10, en el episodio del ciego Bartimeo, conducido 
gradualmente por el Señor al conocimiento de su propia necesidad 
y recibiendo la fuerza para gritarla públicamente, comunitariamente: 
«Que yo vea.» Y una vez iluminado, sigue al Señor. Esta narración 
es el instante culminante de la educación catecumenal tal como 
Marcos nos la brinda. 

EV-Mt-DE-LA-I: La segunda etapa está representada por el 
Evangelio de Mateo o «Evangelio de la Iglesia». A través de él, 
Mateo ayuda al catequista a fin de que dé al neobautizado una 
doctrina ordenada, sistemática, orgánica del misterio cristiano. 
Ofrece al neobautizado toda la instrucción necesaria para su 
inserción en la vida comunitaria. 
Esta segunda etapa parece estar resumida en los versículos 
19-20 del capítulo 28: 

«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en 
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a 
guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que Yo estoy con 
vosotros todos los días hasta el fin del mundo.» 

El neobautizado, una vez que ha aprendido a reconocer el 
misterio de Dios en la persona de Jesús, debe ahora también saber 
reconocer la presencia de la persona de Jesús en el misterio de la 
Iglesia. «Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo.» 
Jesús tiene también que ser descubierto como presente en la 
comunidad, y esto es ciertamente lo que Mateo desea inculcar en el 
ánimo del neobautizado. 

«Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más 
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). 

«Porque donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí 
estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18,20). 

«Quien os recibe a vosotros me recibe a mí» (Mateo 10,40). 

Todas estas expresiones son típicas de la mentalidad de Mateo, 
el cual tiende a crear el sentido de pertenencia viva a la Iglesia, 
como a una comunidad de salvación, en la cual se hace presente el 
Dios de los padres, al revelarse en Jesús. 

EV-Lc-DEL-TESTIMONIO: La tercera etapa es representada por 
el Evangelio de Lucas: es la etapa de la evangelización y el 
testimonio. 
La Comunidad al tomar conciencia de que forma el nuevo Israel, 
mira alrededor y encuentra un mundo grandemente diverso y 
variado, con una gran multitud de culturas distintas; el mundo de su 
tiempo, contemplado, le recuerda la necesidad del mismo y 
despierta su deseo de evangelizar, de anunciar la Palabra de Dios, 
del Reino, cumpliendo con el mandato del Señor. 
El Evangelio de Lucas (y de los Hechos de los Apóstoles) nace de 
una experiencia de evangelización itinerante, transmite hechos y 
dichos de Jesús, ordenados de manera tal que sirvan para instruir 
al evangelizador y darle gradualmente el sentido de lo que significa 
anunciar la buena nueva, perseverar, ser perseguido, etc. 
Mientras en Mateo, la pregunta inicial era: ¿Cómo debo vivir en la 
Iglesia para encontrar así al Señor?, ahora la pregunta que surge 
es: ¿cómo transmitir la Palabra a aquellos que todavía no la 
conocen? Toda esta problemática podíamos encontrarla o verla 
como resumida en algunos significativos versículos del capítulo 24. 

Los Discípulos de Jesús, al abandonar abatidos Jerusalén repiten 
con sus palabras el Kerigma. Hablan de «Jesús Nazareno, profeta 
poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante los hombres». Los 
Sumos Sacerdotes «lo han entregado para hacerlo condenar a 
muerte y después lo han crucificado». El sepulcro donde ha sido 
puesto, dicen que se encuentra vacío. Ciertamente estos discípulos 
repiten el Kerigma con los labios, mas para ellos un tal Kerigma no 
es una certeza, no es evangelio, es puro contenido verbal y no 
material de predicación, de transmisión. Volverá a serlo cuando sus 
ojos iluminados reconozcan, en aquel peregrino, que hace el 
camino con ellos, el rostro del Jesús que creían muerto. 
Sólo entonces el Kerigma se convierte para ellos en realidad. El 
Evangelio de Lucas con los Hechos aparece completamente apto 
para ayudar al cristiano a verificar el paso de una situación de 
Kerigma verbal, sin vida, a la de Kerigma real, de verdadera y 
auténtica evangelización. 

EV-Jn-DEL-MADURO: La cuarta etapa, representada por el 
Evangelio de Juan, es la «del presbiterado». Presbítero en el 
sentido antiguo significa «hombre maduro», «sabio»; hombre que 
ha tenido una gran experiencia. 
El evangelio de Juan hace permanente referencia a la formación 
para la responsabilidad sobre la comunidad cristiana de aquellos 
que han recorrido ya un largo camino de maduración. Por esto es el 
evangelio contemplativo. 

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el solo Dios 
verdadero, y al que has enviado Jesucristo» (Jn 17,3). 

El evangelio de Juan no se detiene ni se preocupa más de 
mandamientos o preceptos; está todo él concentrado, a través de 
numerosos y variados símbolos en un movimiento ascendente de 
espiral, desde un nudo central. Este nudo central consiste en lo 
siguiente: toda la experiencia cristiana radica en que el Padre se ha 
revelado en el Hijo y el hombre está llamado a responder a esa 
revelación con fe y amor. 
En resumen, esto es todo Juan y todo su mensaje, con el cual 
invita a una contemplación de simplicidad, a un abandono total en 
Dios. 
Desde un punto de vista objetivo subraya los valores de la 
verdad, de la manifestación de Dios mediante Jesucristo. Desde un 
punto de vista subjetivo hace resaltar, sobre todo, la fe y la caridad 
como actitudes que compendian toda la experiencia cristiana. 
La evangelización cala y se adentra en cada uno exigiéndonos 
percibir qué es lo esencial, la verdad del cristianismo. Tal verdad es 
que el Padre se manifiesta en el Hijo. Esto es lo esencial del misterio 
cristiano, el simplex dives, «la simplicidad sumamente rica». 
Simplicidad a la cual solamente ahora se llega, quizá, porque caso 
de haberla adquirido antes, en los estadios anteriores, se corría el 
riesgo de desembocar en puro simplismo, quedar reducido a 
ideología, con todos los inconvenientes de las simplificaciones 
ideológicas. 
Aquí, en este momento, ya no se trata de simplificación 
ideológica, porque es vida vivida, es contemplación en acto. 
Contemplación del misterio del Hijo, presencializado y transparente 
en la historia, en la realidad eclesial, en la comunidad de fe y amor. 
Se trata de una transparencia totalmente clara y simple, que reviste 
todas las características de la contemplación madura. 
Estas son algunas indicaciones esquemáticas sobre las etapas y 
sobre el desarrollo orgánico de la maduración cristiana. 
Me limito a proponerlas como grandes indicadores de un camino 
que tiene su justificación, incluso psicológica, más allá de su 
experiencia cristiana. Deseo destacar el hecho de que se trata de 
etapas sucesivas; son etapas que no se pueden esquivar, evitar. Se 
corre el riesgo, en caso contrario, de entregarse a una 
evangelización sin haber profundizado suficientemente en la propia 
conversión; de dedicarse a una responsabilidad de Iglesia, sin 
haber jamás vivido la vida de la Iglesia, alterando y transponiendo 
los propios tiempos. 


C) Los ministerios en la maduración de la vida cristiana
Nos preguntamos ahora qué significado tienen, cómo se 
manifiestan en este cuadro los diversos aspectos fenomenológicos 
de la experiencia cristiana; cómo se viven, en los diversos 
momentos de su desarrollo, las diversas experiencias de ministerio y 
servicio en la Iglesia. 
Una vez más, no me queda otro remedio que limitarme a sintetizar 
todo lo posible. 
Por cierto, que el primer momento, el de la iniciación cristiana, no 
tiene un ministerio propio, ya que es primordialmente pasividad. En 
el inicio de la preparación prebautismal, el catecúmeno recibe, 
escucha, colabora con docilidad. Se da un ministerio kerigmático 
activo cuyo receptor es el catecúmeno, pero él todavía no es 
llamado a ejercer un ministerio específico, sino es el ejercicio 
profundo de purificación interior, la reflexión consciente en torno a 
su connivencia con la vida pagana, en el propio corazón y, por 
tanto, la necesidad urgente de un esfuerzo ascético. 
Es un estadio todavía prebautismal, en el que no se permanece 
toda la vida, pero cuya importancia sí es para toda la vida. Y con 
mucha razón, porque educa para sincerarse consigo mismo, para la 
lucha contra todo aquello que puede oponerse a la Palabra de Dios, 
para la honestidad y limpieza evangélica. Nos lleva a educar 
aquellas actitudes negativas que Marcos propone a la atención del 
catecúmeno en el capítulo 7,21-22; aquí encontramos una 
instrucción moral y psicológica sobre la malicia del ser humano 
radicada en un corazón viciado: 

«Porque de dentro, del corazón del hombre, proceden los malos 
pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, 
maldades, mentiras, intemperancias, envidias, blasfemias, soberbia, 
insensatez; todas estas cosas malas salen de dentro y manchan al 
hombre.» /Mc/07/21-22 

En esta segunda etapa, que es la de la iniciación eclesial, vemos 
surgir con toda claridad los ministerios y, en consecuencia, de 
alguna manera, las llamadas particulares. (Aunque todavía con 
sentido ampliamente analógico.) 
Dos sacramentos se delinean claramente en esta etapa y junto a 
ellos un ministerio. Los Sacramentos son: El Bautismo y la 
Reconciliación. 
El Bautismo, como Sacramento fundamental, básico, que señala 
el paso de la inquietud prebautismal a la conversión propiamente 
bautismal. Es, por tanto, ingreso, puerta, raíz, fundamento del resto 
de la existencia cristiana. 
La Reconciliación se recibe como sacramento de renovación de la 
situación bautismal, dada la fragilidad que siempre acompaña a la 
experiencia de la Iglesia; es el sacramento correspondiente al 
perdón fraterno. No se puede aprender a vivir comunitariamente, sin 
reconocer en la misma comunidad el lugar, además de la alegría 
pascual, del sacrificio y de la cruz. El perdón «hasta setenta veces 
siete» mutuo y recíproco debe ser la situación normal del ser en 
comunidad. Ejercitamos la reconciliación entre nosotros para poder 
después obtenerla de Dios. 
La Reconciliación debe entenderse ciertamente como el ejercicio 
específico en la educación a la vida cristiana. En consecuencia, se 
convierte en ejercicio de transparencia, de reconocimiento de la 
realidad que uno es, de la mentira que se es, de los múltiples 
refugios y trampas que nos envuelven, dentro de cuyos recovecos 
nos escondemos y también de los miedos que nos atenazan. La 
Reconciliación es el sacramento que al elegir continuamente esta 
veracidad, nos permite comunicarnos en abierta confianza y 
amistad. 
En esta experiencia sacramental se funda el ministerio, único y, 
sin embargo, múltiple, característico de la segunda etapa: 

«Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más 
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). 

«... cuando dejasteis de hacerlo con uno de estos pequeños, 
conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,45). 

San Mateo parece describirnos en estos pasajes la esencia del 
ministerio propio de esta segunda etapa: se trata de la diaconía y 
servicio de la caridad, la gratuidad en que debe ser iniciado el 
bautizado; éste debe ejercer su capacidad de reconocer, descubrir 
las necesidades más perentorias e inmediatas de los otros para, de 
ese modo, ofrecer y prestar un principio de respuesta a esas 
mismas necesidades. 
Entre las diversas iniciativas de este momento del vivir cristiano, 
ésta es la que puede entusiasmarnos más fácilmente, ya que en ella 
encontramos de inmediato resultados tangibles de cuanto hacemos; 
se siente así realizado el innato deseo de entregarnos, la seguridad 
total de que en «el hermano está el Señor». 
La diaconía propia de la tercera etapa es el testimonio. Lo que en 
el Nuevo Testamento, sobre todo en los Hechos de los Apóstoles, 
se denomina martyría. 
En un principio se trataba de servir al enfermo; ¿y ahora? Se 
trata de testimoniarle el carisma más delicado, por cuanto tiene el 
riesgo de no ser espontáneo y superficial. 
La evangelización es la forma más difícil del vivir cristiano. No 
basta repetir elegantemente ciertas palabras, pronunciar magníficos 
recursos retóricos; se requiere toda una habilidad y discreción 
interior en el evangelizador. Y este carisma no todos lo tienen; es un 
ministerio privilegiado de la Iglesia. Ministerio de la Palabra, de la 
Predicación, de la Consolación. 
Hay un sacramento estrechamente unido a este ministerio: El 
Santo Crisma-La confirmación. Ella es la prueba pública del testigo. 
Este ministerio del testimonio está unido a la profundización lógica, 
sapiencial, racional, de las verdades proclamadas y está muy unido 
a la Teología. 
Teología y Evangelización nacen juntamente en este momento de 
la reflexión cristiana. La teología surge cuando, al contacto con 
diversas mentalidades, filosofías y culturas del tiempo, se pretende 
ofrecer razones cordiales de nuestra fe. 
Se experimenta entonces la necesidad de crear, de utilizar y 
elaborar métodos o sistemas culturales, como instrumentos de 
mediación. Brota la teología como ciencia enraizada en la fe, como 
reflexión crítica y sistemática en torno a la vivencia y proclamación 
de la misma fe. Es precisamente en el hecho de la proclamación de 
la fe cuando se percibe con claridad cuán difícil es y, al mismo 
tiempo, qué necesaria resulta una teología filosóficamente 
fundamentada y de largo alcance; ella nos ayuda a esclarecer los 
malentendidos y nos ayuda, de esta manera, a que la verdad no se 
vea rechazada por razones ajenas a la misma verdad. 
Puede darse una doble razón para rechazar la verdad de la 
Palabra: o porque se presenta defectuosa y equivocadamente, no 
penetrada de su situación histórica, social, cultural, filosófica, que, 
por otra parte, es lo único que la hace comprensible; o bien el 
hombre rechaza la Palabra porque el misterio del corazón humano, 
sofocado por espinas de prejuicios personales, se niega a acoger, 
con sus sufrimientos y ansias, la Palabra. En definitiva, es la libertad 
del hombre la que decide entre rechazo y aceptación de la 
Palabra.
Rechazar la Palabra, sin embargo, constituye para el hombre un 
hecho dramático, el cual, a diferencia de los malentendidos, sólo 
puede ser superado con la propia sensibilidad. La teología debe 
despejar los prejuicios o malentendidos a fin de que se manifieste 
un verdadero oponerse a la palabra por parte del corazón y se 
desvelen así las fuerzas negativas que se contraponen a la misma 
Palabra. Este es el trabajo tan difícil y «contestado» de la 
Evangelización. 
Este trabajo supone una maduración cristiana. Es muy dooroso 
ver «contestado» el propio testimonio de fe; el hombre se siente 
sacudido en sus más íntimas certidumbres, en la base y raíz de su 
propia existencia. 
A la acción evangelizadora auténtica se llega después de una 
penosa ascesis personal; es fruto de una fe plenamente adulta, 
capaz de ser comunicada. 
La cuarta etapa consiste en una experiencia de simplificación 
contemplativa. En esta etapa se sobreentiende siempre una gran 
verdad: la manifestación de Dios al mundo por medio de Jesucristo. 


«Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, 
para que como nosotros sean una sola cosa» (Jn 17,11). 

¿Qué sucede en esta experiencia cristiana, una vez llegados a 
este momento contemplativo? A mí me parece que es aquí, a nivel 
sacramental, donde reside el puesto privilegiado de la Eucaristía, 
como sacramento de la unidad; sacramento que resume en sí todo 
el misterio cristiano. Sacramento que simplifica todo en símbolos, 
signos, realidades tan densas y fecundas que abarcan todo lo 
demás. 
Todo cuanto se puede decir del Cristianismo y del Evangelio, 
tiene su centro en este misterio eucarístico. Admitida esta 
centralidad de la Eucaristía, las diaconías específicas de esta etapa 
místico-contemplativa serán aquellas que sitúen a la Eucaristía 
como eje de todo; es decir, la diaconía presbiteral, el Sacerdocio. 
Aquí tenemos, pues, ya delimitado el lugar existencial del 
Sacerdocio «ordenado». El sacerdote, en esta visual, es un hombre 
que ha hecho la experiencia profunda, radical, de la conversión; ha 
vivido una realidad de comunidad y ha sabido adecuarse a ella 
como uno de tantos, necesitado de perdón y con capacidad para 
perdonar. Ha desarrollado en sí mismo la tendencia y la capacidad 
evangelizadora, y está en situación de redescubrir la 
responsabilidad de una comunidad que permanece unida y que es 
significante del Unico Cuerpo de Cristo que todos reciben. 
La etapa presbiterial es aquella en la que el cristiano bautizado 
ha pasado por las diaconías más sencillas de la caridad material, 
del testimonio y de la evangelización y se encuentra ahora 
capacitado para asumir la responsabilidad sobre los demás. 
Y yo encuentro un nexo muy profundo entre la capacidad de 
asumir responsabilidades y la simplificación contemplativa. Tal 
simplificación contemplativa significa que un cristiano ha llegado, 
por la gracia de Dios, a través de cierto proceso experimentado en 
la Iglesia, y a lo largo de grados diversos de maduración, de la cual 
ella sale garante por el Obispo, ha alcanzado—repito—una cierta 
capacidad que le permite distinguir perfectamente lo esencial de 
cuanto es secundario y accesorio. 
Simplificación contemplativa quiere decir tener la mirada puesta 
en lo esencial; reconocer como centrales los puntos que realmente 
lo son y periféricos los verdaderamente periféricos. Por tanto, 
supone saber distinguir entre la verdad y las apariencias; saber 
captar en las personas, en las situaciones, etc., lo que de verdad 
cuenta y merece la pena y, por el contrario, lo que es secundario, 
de segunda línea, marginal. Esta es, a mi parecer, una típica 
capacidad «política» que el presbítero debe poseer. Quien está 
revestido de las responsabilidades de los demás, debe saber intuir 
rápidamente cuáles son los puntos importantes, los problemas 
verdaderamente vitales, las tensiones graves. Sobre todo, debe ser 
consciente de su limitación; de que no todo depende de él. La 
mayor inmadurez consiste precisamente en creerse omnipotente, 
que puede proveer y preverlo todo, que puede colocar cada cosa 
en su lugar correspondiente. Esto siempre es imposible. Por eso, 
madurez supone buscar en cada comunidad cuáles son los 
momentos importantes, las situaciones graves, las crisis que no 
admiten dilación y cómo todo esto debe unificarse y clarificarse en 
torno a la Eucaristía, recreando continuamente la comunión de 
personas. 
Ahora bien, un trabajo de esta clase no puede hacerse con una 
cierta garantía, a menos de vivir en la contemplación. 
Si uno, por decirlo de algún modo, se encierra en los mandatos 
del Maestro, expuestos aquí y allá a lo largo de los discursos de 
Jesús, y quiere ir adquiriéndolos uno a uno, como quien corre 
detrás de las gallinas escapadas de un gallinero, con frecuencia y 
con toda seguridad se perderá en mil cosas, sacando un poco de 
aquí y otro poco de allá. 
Y lo que se pretende es todo lo contrario: se intenta comprender 
qué camino es necesario tomar, cuál es el punto de partida, en fin, 
qué es lo esencial. Estos son los lazos que yo veo en estrecha 
relación entre el Evangelio de Juan y la simplificación contemplativa, 
entre la Eucaristía y la responsabilidad presbiteral de una 
comunidad. 
Esta responsabilidad presbiteral supone también la capacidad 
evangelizadora. Las dos realidades se compenetran. El presbítero 
es aquel que es capaz de evangelizar y ser a la vez operador de 
unidad con la Palabra y el Sacramento. El evangelizador, en 
cambio, no tiene por qué ser necesariamente presbítero. Hay 
muchas personas muy preparadas para cumplir una misión 
evangelizadora, de testimonio, y sin que por esto sólo ya se 
conviertan o lleguen a ser responsables de una comunidad. 
El culmen de la experiencia cristiana es la compenetración íntima 
entre evangelización y responsabilidad, entre contemplación y 
Eucaristía. El culmen es el Presbiterado. 
Queda claro también que un evangelizador realiza obras de 
caridad y es capaz de ser forjador de unidad; pero la síntesis de 
estos dos elementos se encuentra a un nivel más rico y más vivo en 
el Presbiterado. Para una mayor precisión, señalemos que el 
cuadro es, sin embargo, mucho más vasto y articulado. Como 
Sacramento de unidad no existe solamente el presbiterado, está 
también el Matrimonio, concebido como servicio y carisma de 
unidad, capacidad de asumir la responsabilidad el uno por el otro. 
En el matrimonio ciertamente cada uno se hace responsable del 
otro y ambos se convierten en responsables de otras personas. 
Evidentemente, también aquí se forma un núcleo de 
responsabilidades que exige una cierta simplificación contemplativa, 
sin la cual no sería posible ni vivir juntos ni educar a los hijos. El 
matrimonio es también, sin duda, otra forma de la madurez 
cristiana.
A las cuatro etapas de la experiencia cristiana que hemos 
descrito, además de los diversos ministerios o sacramentos, 
corresponde en estrecha unión y conexión, diversos tipos y modos 
de oración. 
ORA/VARIAS-CLASES: Desde nuestro punto de vista, se puede 
encontrar una oración catecumenal, es decir, propia del estado de 
catecúmeno, distinta de una oración específicamente eclesial, de 
otra claramente evangelizadora y, finalmente, de otra oración con 
acento marcadamente contemplativo. 
En el Nuevo Testamento encontramos muchos ejemplos de estos 
variados tipos de oración que caracterizan las diversas etapas por 
las que pasa la experiencia cristiana en su proceso de maduración 
tal como lo hemos descrito. 
Por ejemplo: una oración típicamente prE-bautismal es la 
invocación del ciego Bartimeo: «Señor, que vea.» Es la oración del 
que suplica verse iluminado. 
Una oración netamente eclesial es la que encontramos en Mateo 
y que ni siquiera es mencionada en Marcos; se trata de la oración 
del «Padre Nuestro». 
Oración evangelizadora, caracterizada perfectamente, es la que 
con frecuencia aparece en las Cartas de San Pablo: «Ruego por 
vosotros a fin de que reboséis de toda sabiduría y ciencia...» 
Y, finalmente, como oración definida como contemplativa 
podemos citar todo el capítulo 17 de San Juan, en su Evangelio. 


D) La estructura de la vocación cristiana
Habiendo ya descrito, aunque delineando de una manera simple 
las diversas etapas, un cierto proceso teórico de maduración 
cristiana, podemos ahora abordar algunas observaciones de tipo 
concluyente y que llamaremos «estructura cuádruple de la vocación 
cristiana». 
Me gustaría proponer estas observaciones en forma de 
conclusiones y que son más bien puntos de meditación y de 
estudio. 

1. El perfecto llamado es uno solo: Jesucristo, el que es llamado 
desde siempre con vocación eterna; el que es llamado para todos y 
en favor de todos con vocación irrevocable y totalizante. 
La vocación de Cristo no es solamente a predicar o unificar, sino 
más bien a dar la vida por todos. Esta es la imagen perfecta de la 
llamada: la de uno que está dispuesto a dar la vida. La vocación 
avanza históricamente y termina con una dedicación sin límites. 

2. Todo hombre es llamado a vivir y ser en Cristo. 
La vocación fundamental de todo hombre es imposible siquiera 
imaginarla fuera de la vocación de Cristo. Todos estamos llamados 
a participar y habitar en El. 
Por esta razón, todo hombre al ser incorporado a Cristo por el 
Bautismo empieza la realización de su llamada. Cada hombre la 
realiza para sí, pero en Él se va formando el pueblo de los llamados. 
La Humanidad realiza en Cristo su llamada como pueblo, como 
comunidad. 
La llamada en Cristo se hace a cada persona en particular, pero 
todos los particulares son llamados teniendo en perspectiva el todo. 
Cristo es el mediador de toda llamada. Cada llamada se entiende a 
sí misma como participación en la llamada de Cristo. 

3. Desde Cristo bajan las diversas mediaciones para las llamadas 
más particulares. Tales llamadas están consideradas en los tres 
grados post-bautismales de la experiencia cristiana. 

— La comunidad, la Iglesia, la gran llamada dirigida a toda la 
Humanidad, a todo hombre.
— El Evangelizador, el llamado para muchos el instrumento para 
la conversión y la llamada en favor de muchos otros. 
— El Presbítero, el llamado para la unidad de la comunidad. 

La vocación única de Cristo vocado y convocante se especifica, 
por tanto, en varios grados correspondientes a los diversos 
momentos existenciales de la experiencia viva cristiana. Así 
podemos decir que las cuatro etapas de la vida cristiana, antes 
descritas, hacen referencia a las diversas mediaciones de la 
llamada. 
Existe una sola llamada que es, sencillamente, a vivir en Cristo: es 
la llamada a la conversión. Corresponde al primer estadio, el de 
Marcos, el estadio preparatorio de la conversión. 
Viene la llamada concreta a ser en la Iglesia, a ser de la Iglesia. 
Corresponde a la segunda etapa, la de Mateo, en la que se educa 
para un pertenecer vivo a la Iglesia. 
A continuación, tenemos la llamada a ser evangelizador, de la 
cual surgen los diversos carismas de evangelización, incluso 
aquellos que están en conexión con los consejos evangélicos 
(ejemplo, castidad, pobreza, obediencia, etc.). Estos consejos 
evangélicos, este modo radical de vivir el cristianismo son, de 
alguna manera, evangelización «en acto», evangelización viva, 
integrada, madura, testimonial. 
La última mediación es la que llamamos unificante, la del 
Presbítero; ella es a la vez unificación y carisma contemplativo de 
uno para muchos, de uno a quien la comunidad reconoce y en 
quien se reconoce y unifica. La comunidad, a su vez, es llamada 
también ella, en cada uno de sus miembros a hacer una experiencia 
contemplativa, a fin de que, al término, cada uno sea responsable 
de otra persona o de muchas otras, según el propio grado de 
experiencia contemplativa. 

4. Este cuadro trazado podrá parecer un tanto confuso; se trata, 
sin embargo, de un intento por reunir todos los elementos dispersos 
y que habíamos señalado en las figuras analizadas. Personajes 
representantes, unos de un destino particular preciso, otros un 
destino más bien indefinido y otros una vocación de compromiso en 
un sector particular. Elementos todos válidos, historias distintas, 
vocaciones diversas. 
No se puede decir que vocación sea solamente este aspecto, 
aquel modo de vivir, etc. Se podría decir que la vocación es Cristo; 
pero, precisamente por esto, es imprescindible colocar y reunir 
ordenadamente en Cristo las diversas experiencias que nosotros y 
los demás hacen y reunirlas en una cierta unidad. Sin esta unidad, 
nuestras experiencias, nuestros carismas pueden degradarse y 
desvanecerse al perder la perspectiva de su origen y finalidad. 
Cuando, por ejemplo, el carisma de servicio a los más 
necesitados se cierra sobre sí mismo pretende ser único y absoluto, 
se transforma en una especie de servicio social que excluye todo lo 
demás y se considera la única realidad capaz de cambiar el mundo; 
corta así toda su relación con la dinámica de la vida cristiana. Por el 
contrario, si el carisma presbiteral quisiera prescindir del servicio de 
la caridad, quedaría al margen de la realidad de la vida y se 
convertiría en algo puramente abstracto e inútil: prácticamente 
moriría en su aislamiento. 
También la evangelización, si se la separa del resto, se degrada. 
Puede transformarse en simple fanatismo, propaganda, proselitismo 
cerrado sin perspectiva contemplativa; precisamente sin la 
perspectiva que distingue lo principal de lo accesorio, perdiendo así 
de vista al pequeño, al pobre y al humilde. 
Por esta razón todas estas experiencias deben estar 
estrechamente relacionadas, ligadas unas a otras, porque cada 
vocación individual cristiana debe sentirse y considerarse «siervo 
inútil». Y siervo inútil es quien hace todo cuanto se le asigna, pero 
que además necesita de la ayuda de los otros, de la solidaridad y 
fortalecimiento de los demás. 
Estas reflexiones, a mi modo de ver, a pesar de su 
esquematicidad, pueden conducirnos a un cierto repensar modos y 
criterios de juzgar las diversas situaciones vocacionales, los 
excesivos unilateralismos de servicio y vocación, muchos de los 
cuales pretenden tener la llave de la situación actual de la Iglesia, 
de una comunidad, de un momento histórico. La Iglesia es riqueza 
multiforme de Cristo, participada de mil modos diversos y en mil 
dones variados. Dones y modos que están abundantemente 
esparcidos, pero no sin relación alguna, sino orgánicamente 
ordenados según jerarquías, estructuras, surgidas a lo largo de la 
amplia historia de la Iglesia.


CARLO M. MARTINI
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983. Págs. 91-118