LA NUEVA ALIANZA


Introducción
El tema que vamos a abordar ahora es el de la Nueva Alianza; 
tema muy importante, ya que define la obra de Cristo y también 
nuestro ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser «ministros de 
la Nueva Alianza» (2 Cor 3,6). Con esta consideración podremos ir 
completando cuanto hemos dicho sobre el nuevo sacrificio. 
Conviene también reconocer que el tema de la Alianza es central 
en la Eucaristía. Según el relato evangélico, Jesús mismo, en la 
última cena, expresó señaladamente este aspecto, cuando tomó el 
cáliz y dijo a sus discípulos: 

«Esta es mi sangre de la nueva alianza.» 

o mejor: 

«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre...»

La primera formulación es de Mateo y Marcos; la segunda, 
corresponde a Lucas y a San Pablo en la primera Carta a los 
Corintios. 
Podemos observar que, entre todas las palabras a interpretar, la 
palabra Alianza es la única que se encuentra en todos los relatos de 
la institución. Los otros elementos, que encontramos a veces 
reunidos conjuntamente en la consagración de la Misa, son a veces 
omitidos; por ejemplo, la palabra «pan» se reduce a «Esto es mi 
Cuerpo», en los Evangelios de Mateo y Marcos. 
La palabra sobre el cáliz no comprende la expresión «derramado 
por vosotros» ni «derramado por todos», en el relato de Pablo. 
Mateo, además, es el único que habla del «perdón de los pecados». 
El tema de la alianza, por el contrario, lo encontramos en todos los 
relatos y aparece ciertamente o se presenta como el más 
importante para expresar el sentido de la Eucaristía.
ALIANZA/Hb: Si podemos estar de acuerdo en este punto, quizá 
no lo estemos tanto en otro punto, a saber: sobre la utilidad de 
tomar la Carta a los Hebreos como guía del estudio de nuestro 
tema. ¿Por qué no tomar mejor los Evangelios?, ¿o algunos pasajes 
de San Pablo? 
La respuesta es bien simple. En los Evangelios la palabra alianza 
no se nos explica para nada; en los Evangelios la palabra alianza no 
se encuentra nunca más fuera de la simple mención hecha en la 
institución de la Eucaristía y una ligera mención en el cántico del 
Benedictus. San Pablo la usa con alguna mayor frecuencia, pero 
muy poco todavía, a saber: dos o tres veces en algunas cartas 
suyas, nueve veces en total, y nunca se explaya sobre este tema. 
Tenemos, por el contrario, que la Carta a los Hebreos profundiza 
mucho más y repite la palabra «alianza» no menos de diecisiete 
veces. 
De todo el Nuevo Testamento, la Carta a los Hebreos es el único 
escrito en que se nos hace referencia a la restauración de la alianza 
mesiánica. En Heb 9,19-21 se nos recuerda el relato del Exodo, 
cuando Moisés tomó la sangre de las víctimas y roció al pueblo con 
esta sangre, diciendo: 

«Esta es la sangre de la Alianza que el Señor ha hecho con 
vosotros...» (Ex 24,8). 

De una manera semejante, la Carta a los Hebreos es el único 
escrito en todo el Nuevo Testamento en que viene citada 
expresamente la profecía de Jeremías sobre la Nueva Alianza (Jer 
31,31-34); la cita se encuentra en Heb 8,8-12, y es cita completa, la 
más larga de todas las que se han hecho en el Nuevo Testamento. 
El autor no se contenta, además, con citarla una sola vez, retoma el 
texto en el capítulo 10, citando de nuevo la parte principal (10,16). 
Vale la pena, por tanto, examinar la doctrina de la Carta a los 
Hebreos sobre el tema de la Alianza, si queremos entender las 
expresiones de la consagración eucarística: «Esta es mi sangre de 
la Alianza»; «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». 
Así como la Carta se refiere a toda la tradición del Antiguo 
Testamento, y considera todo el misterio de Cristo, así también 
nuestra perspectiva no debe ser restringida, sino que queremos 
abrirnos a un estudio amplio. 
Como punto de partida tomaremos la bellísima profecía de 
Jeremías y nos preguntaremos cuál es el significado de «Nueva 
Alianza»; en un segundo tiempo, consideraremos la relación entre 
alianza y culto en el Antiguo Testamento; y, en una tercera parte, 
veremos esa misma relación entre alianza y culto, pero en el 
misterio de Cristo. 

1. Alianza nueva
ALIANZA-NUEVA/QUE-ES: Tomemos, entonces, ahora la profecía 
de Jeremías /Jr/31/31-34. En un tiempo de catástrofe general, en el 
cual las relaciones entre Dios y su pueblo se ven rotas, el profeta 
Jeremías predice la venida de tiempos mejores. 
Es un texto espléndido. Jeremías predice una nueva alianza y la 
describe como una alianza interior, personal, fundada sobre el 
perdón. 
Alianza interior: Dios pondrá su Ley en sus corazones (v. 33). 
Alianza personal: cada uno tendrá una relación inmediata con 
Dios (v. 34). 
Alianza fundada sobre el perdón: Dios no se acordará más de sus 
pecados (v. 34b). 
Para la interpretación exacta de esta profecía, hay una palabra 
cuyo sentido preciso es decisivo: se trata de saber qué quiere decir 
«nueva alianza». 
Dos parecen los sentidos posibles: nuevo, en el sentido de una 
renovación, de una restauración de la alianza antigua; pero hay otro 
sentido, el de una novedad absoluta, el de un cambio completo. 
La lengua griega tiene dos adjetivos para expresar la novedad: 
néos (nuevo-reciente) y kainós (nuevo-diverso). Néos significa 
«joven» (neótes: juventud), y en español encontramos neonato y se 
opone a geraiós, «viejo». Indica, por tanto, una novedad en relación 
de tiempo, la frescura de una cosa que comienza a existir, y se 
aplica sobre todo a los seres vivientes o semejantes. 
Los evangelios sinópticos usan este adjetivo para el vino nuevo 
(oînon néon), es decir, recientemente fabricado. 
El otro adjetivo, kainós, puede expresar otro matiz distinto, indicar 
no simplemente algo reciente, sino una especie nueva de realidad, 
una especie que antes no existía. 
Tomemos un ejemplo moderno: la expresión «coche nuevo» 
puede significar un coche de modelo bien conocido, pero de 
fabricación reciente; pero también puede significar un modelo 
totalmente distinto de coche. 
Esta diferencia entre novedad cronológica y novedad de especie 
podemos observarla comparando dos textos de Mateo sobre el vino 
nuevo. En /Mt/09/17, Jesús dice que el vino nuevo no se pone en 
odres viejos; el adjetivo usado es néon porque Jesús habla del vino 
recientemente elaborado y fermentado. En /Mt/26/29, por el 
contrario, Jesús, en la última cena, anuncia que no volverá a beber 
vino, hasta que lo beba «nuevo» en el reino de Dios.
En este último caso no usa néon, sino kainón, es decir, un vino de 
una clase distinta, de un nuevo género; no vino terrestre, sino la 
alegría celeste. 
Del mismo modo, en 2 Cor 5,17, cuando Pablo escribe: 

«Si uno está en Cristo es una nueva creatura.» 

no usa el adjetivo néos, sino el kainós. No se trata, pues, del 
mismo hombre rejuvenecido, sino más bien de un hombre 
transformado totalmente, que ha recibido un modo nuevo de 
existencia. 
La distinción entre estos dos significados es muy importante 
cuando se trata de aclarar el sentido de nueva alianza. Nos es 
imprescindible determinar si la novedad de la alianza es solamente 
cronológica o más bien se trata de una especie nueva de alianza. 
Veamos ahora el texto en cuestión (Jer 31,31-34; Heb 8,8). 
Cuando se habla de nueva alianza la interpretación más obvia y 
simple es pensar en la restauración de la alianza vieja. Podemos 
observar que, ya inmediatamente después del principio de la 
alianza, la idea de restauración estuvo unida a la realidad de la 
alianza divina. Por cierto, las tablas de la alianza, apenas fueron 
escritas, fueron también destruidas a causa del pecado del pueblo 
(Ex 32,19). Fue, por tanto, necesario sustituir aquellas tablas 
primeras (cfr. Ex 34,1). Dios ordenó a Moisés buscar otras tablas y 
volver al monte para que la Ley fuera nuevamente esculpida en la 
cima. En este texto está claro que se trata de una restauración y no 
de una institución de nuevo tipo. 
Los exegetas modernos nos hacen notar que, cuando algunos 
autores del Antiguo Testamento hablaban de la Alianza, su 
concepto era siempre, en cierto modo, un concepto de alianza 
renovada. Normalmente, escribían después de una crisis de la 
alianza y tenían a la vista una renovación de las relaciones de Dios 
con su pueblo. ¿Podemos, quizá, interpretar en este sentido el 
oráculo de Jeremías? 
Es cierto que muchos hebreos lo entendieron así. Pensaban en 
un retorno a la Ley de Moisés, a una fidelidad más exacta y 
profunda. En tiempo mismo de Jesús, la gente de Qumran, por 
ejemplo, pensaba estar ya en una nueva alianza gracias a una 
conversión de este género; retornar a la Ley, interpretarla mejor 
gracias a las lecciones del Maestro de Justicia y seguirla mejor, 
mediante un esfuerzo y compromiso comunitario. 
Se llamaban «gente de la nueva alianza». Sin embargo, la Carta a 
los Hebreos no acepta esta interpretación y subraya que Jeremías 
anunciaba una disposición realmente nueva, un modelo nuevo de 
alianza. 
De hecho, la diferencia es grande entre Jeremías 31,31 y Ex 34,1. 
En Ex 34,1 Dios promete una simple restauración, diciendo a 
Moisés: 

«Hazte dos tablas de piedra como las anteriores; que voy a 
escribir en ellas las palabras que había en las otras que rompiste.» 


Nada de nuevo; las tablas son semejantes a las primeras, serán 
talladas o esculpidas en el mismo modo que las anteriores, se 
escribirán las mismas palabras. En Jeremías, por el contrario: 

«Yo haré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza 
nueva. No como la alianza que hice con sus padres... » 

El oráculo subraya bien claro la diferencia; será una alianza de 
tipo totalmente nuevo. Más adelante nos dará la razón de este 
cambio operado: la alianza del Sinaí ha sido rota. 
Cierto que la ruptura de por sí no exige, necesariamente, una 
nueva institución, completamente diversa; podría haber bastado, tal 
vez, una restauración. Pero en el caso de la alianza sinaítica, la 
historia demostraba que una restauración no podía ser suficiente; la 
institución antigua era totalmente insuficiente. 
Presentando la cita y concluyéndola, nuestro autor insiste 
repetidamente en el cambio radical que se ha verificado. En la 
presentación (8,7) hace notar que se trata de una alianza diversa 
«a la anterior» (he proté ekeiné), es «una segunda» (deutéras) y 
que el solo hecho de pretender y buscar una segunda alianza 
demuestra la imperfección de la primera. 

«En efecto, si la primera Alianza hubiera sido intachable, no 
habría habido lugar de buscar otra» (Hab. 8,8). 

Y después se apoya en la cita de Jeremías para confirmar con los 
hechos su razonamiento (8,8). 
En la conclusión volverá de nuevo al adjetivo «nuevo» y lo 
analizará, deduciendo del análisis consecuencias negativas para la 
primera alianza. 

«Al decir alianza 'nueva', Dios ha declarado 'vieja' a la primera; 
ahora bien, lo antiguo y viejo está a punto de desaparecer» (8,13). 


Podemos ver aquí la oposición entre nuevo y antiguo. Si una 
alianza es llamada kainé, «nueva», esto implica que la otra es 
considerada como palaiá, «antigua». La oposición implica una 
novedad de especie: kainé, especie nueva; palaiá, especie antigua. 
La misma oposición se encuentra en Pablo en 2 Cor 3,6.14; Pablo 
usa la expresión tés palaías diathékes para la oposición a la 
expresión de Jeremías kainé diathéke. 
Es el único pasaje de la Biblia donde encontramos la expresión he 
palaiá diathéke, traducida luego al latín vetus testamentum, de 
donde nos viene el término «Viejo (Antiguo) Testamento» con que 
denominamos a la parte precristiana de la Biblia. 
De manera semejante, en Rom 7,6 se contrapone la «novedad 
del Espíritu» a «la antigüedad de la letra»; y Ef 4,22-24 nos invita a 
despojarnos del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo. 
En Heb 8,13a, la expresión es mucho más fuerte, porque el autor 
no utiliza el simple adjetivo «antiguo», sino el verbo «añejar, 
aviejar», y lo pone en voz activa. El sujeto no está expreso, sino 
tácito y sobreentendido; de la cita se deduce que el sujeto es Dios, 
porque el que habla en el texto citado es Dios mismo, y viene 
nombrado hasta tres veces. 
Por tanto, es Dios mismo el que ha dicho «nueva»; y «nueva» es 
la Palabra de Dios transmitida por el Profeta. Ahora bien, con esta 
palabra, Dios pepalaíoken «ha hecho envejecer» la primera alianza; 
o mejor aún, la «ha vuelto vieja, anticuada». 
Nuestro Autor llama a la alianza mosaica «la primera» y considera 
la nueva alianza como «la segunda» alianza. Insiste fuertemente en 
la superioridad de esta nueva alianza. Jeremías quería dejar a 
entender claramente este aspecto, aunque no lo afirmaba 
explícitamente. El autor de la Carta es explícito; ya en 7,22 y luego 
en 8,6 habla de «mejor disposición», «promesa mayor». 
Todavía más, Jeremías sugiere, de alguna manera, que la 
primera alianza no merecía verdaderamente el nombre de alianza; y 
en este punto se muestra reticente con sus aseveraciones. Cuando 
la nombra por primera vez no dice «la primera alianza», sino 
«aquella primera» (8,7); y luego, en 8,13, dice simplemente «la 
primera»; lo mismo repetirá en 9,1, «la primera». 

2. Culto y Alianza
La novedad de esta segunda alianza está perfectamente 
expresada en la descripción que de ella hace Jeremías, la cual 
comprende tres partes: 

—Dios introducirá sus leyes en los corazones. 
—Cada uno tendrá una relación inmediata con Dios. 
—Los pecados serán perdonados, abolidos. 

El autor expone esta descripción (8,8-12), pero no la comenta. Lo 
que de verdad le interesa no es la descripción, sino el modo como 
ésta se instaura. 
Aquí llegamos a nuestro segundo punto, o sea, a la relación entre 
alianza y culto. Sobre este tema nuestro Autor, en comparación con 
Jeremías, resulta original. 
Jeremías se contentaba con exponer y describir; nuestro Autor se 
da cuenta de que la descripción no basta. El elemento decisivo es el 
fundamento de esa nueva alianza. Para que se dé una alianza 
verdaderamente nueva, se requiere un fundamento nuevo en que 
estar basada. El oráculo de Jeremías no lo menciona; describe la 
alianza, enumera sus aspectos específicos, pero no dice nada de 
los medios con que se va a realizar. Los hebreos leyeron el oráculo 
de Jeremías y tenían planteada la cuestión del fundamento. Por ello 
concibieron una nueva alianza que no era verdaderamente tal, sino 
que consistía solamente en una profundización de la antigua. 
La gente de Qumran creía haber entrado ya en la nueva alianza, 
sin advertir que le faltaba un fundamento nuevo. 
Nuestro Autor, por el contrario, parece haber estado muy atento 
respecto a este aspecto decisivo. Su perspectiva aparece ya en 8,6, 
donde une estrechamente culto y alianza. 

«Pero EI ha recibido un ministerio tanto más alto cuanto que es 
mediador de una Alianza superior...» 

Alianza mayor-liturgia bien distinta. No puede haber nueva alianza 
sin un nuevo culto, un tipo nuevo de sacrificio. La ligazón entre 
alianza y culto no la ha inventado él; está perfectamente expresada 
en el Pentateuco. Pues, ciertamente, el relato de la conclusión de la 
alianza se nos manifiesta realizada por medio de un sacrificio (Ex 
24,3-8). Además, por otra parte, a todo este relato le siguen las 
leyes rituales (Ex 25-31). 
La redacción sacerdotal del Pentateuco insiste constantemente 
sobre este nexo e indica cómo en el culto está el remedio a la 
ruptura de la alianza. Para renovar la alianza bastaba restaurar el 
culto. Si el templo era destruido, era necesario reconstruir un nuevo 
templo y rejuvenecer el culto. 
También para nuestro Autor este nexo resulta sumamente 
importante; nos lo muestra en 9,1, donde dice: 

«La primera Alianza tenía también sus reglas cultuales y su 
santuario terrestre.» 

El culto pertenece a la alianza y el nivel de ésta, de alguna 
manera, viene determinado por el nivel que adquiere el culto. La 
eficacia de la alianza también depende del culto. Por ello, si se 
pretende establecer una alianza mejor, superior, no basta con 
restaurar el culto antiguo; se necesita una liturgia bien distinta. 
Todo el problema de la alianza nueva estaba en el problema del 
culto nuevo, del sacrificio nuevo. El culto viene a ser el elemento 
decisivo. Para procurar remedio a la insuficiencia de la antigua 
alianza, es imprescindible analizar los defectos de su culto, o sea, 
encontrar, en sustitución de un rito ineficaz, un verdadero acto de 
alianza que ofrezca al pueblo la posibilidad de entrar en comunión 
auténtica con Dios. 
La distribución misma de la Carta a los Hebreos revela toda esta 
fundamentación; el puesto central no lo ocupa el tema de la alianza, 
sino que deja el paso al tema del sacrificio para que ocupe el lugar 
central. 
La Carta a los Hebreos, como ya es sabido, está construida 
según un esquema simétrico muy detallado. Los capítulos 8 y 9 
forman la sección central. El mismo autor dice en 8,1 que esta 
sección ocupa la descripción del punto capital de su discurso. En 
esta sección central nos encontramos los dos pasajes que tratan 
más largamente el tema de la alianza, es decir: 8,6-13 y 9,15-23. 
Estos pasajes no están situados ni al principio, ni al centro, ni al 
final, sino en una posición intermedia; después del principio y antes 
del medio; y luego, después del centro y antes del final. El principio 
(8,3-5) y el final (9,24-28) hablan del culto al igual que el pasaje 
central. 
La primera y última subdivisión consideran el nivel o plano al cual 
pertenece el culto: el culto antiguo no sobrepasaba el plano 
terrestre (8,3-5), a saber: no establecía una relación auténtica con 
Dios, sino una simple representación simbólica. 
Por el contrario, Cristo, con su sacrificio, ha llegado al plano 
celeste (9,24-28), es decir: ha establecido una relación de auténtica 
intimidad con Dios. 
Las subdivisiones centrales describen el culto en sí mismo y 
analizan su valor. El culto antiguo (9,1-107) se desarrollaba en el 
santuario edificado por Moisés y consistía en ofrendas «carnales», 
externas e ineficaces. El sacrificio de Cristo es totalmente distinto 
(9,11-14), o sea, es una ofrenda personal, espiritual y perfecta. 
La alianza pasa a ser considerada en las subdivisiones 
intermedias 8,7-13 y 9,15-23, lo cual demuestra claramente una 
estrechísima conexión con el culto; tenemos la sucesión 
culto-alianza-culto-culto-alianza-culto. Pero, además, una de las 
subdivisiones dedicada al tema alianza (9,15-23) elige como tema 
central el sacrificio de la alianza. 
Recíprocamente, cuando el Autor habla del culto, conserva como 
trasfondo el concepto de la alianza, y sobre esta base critica él el 
culto antiguo. 
Ya observamos, en el capítulo anterior, que la idea fundamental 
del culto es restablecer las buenas relaciones entre los hombres y 
Dios. En otros términos, la idea fundamental es establecer una 
alianza. 
El esquema del culto, tal como lo hemos descrito, pretende ser un 
esquema de mediación, con un movimiento ascendente, que parte 
del pueblo para llegar hasta Dios, y un movimiento descendente, 
que brota de Dios para bajar hasta el pueblo. 
Por eso el culto tiene una estrecha relación con el concepto de 
alianza; no sólo el sacrificio de alianza propiamente dicho, sino toda 
la organización cúltica y sacerdotal. El Autor de la Carta está 
totalmente convencido y es consciente de ello; y para valorar la 
primera alianza él hace notar cómo funcionaba el culto antiguo, 
sometiendo después a crítica este funcionamiento. 
También hemos visto que el culto antiguo presentaba un 
esquema de consagración progresiva, a través de sucesivas 
separaciones rituales: pueblo-levitas-sumo- sacerdote-víctima 
sacrificial. 
El Autor nos hace ver ahora que este esquema no había 
funcionado y que no podía funcionar, dado que no estaba en grado 
de efectuar la unión realmente válida entre el pueblo y Dios. Se 
realizaban las separaciones, pero no se verificaba la comunión; en 
consecuencia, no era un culto de alianza. 
Esta es la crítica rigurosa que la Carta realiza contra el culto de la 
antigua alianza. Se podría objetar que esta crítica es unilateral, 
injusta, y que más justo sería reconocer a los ritos antiguos algún 
valor. ¿No tenían acaso el mérito de expresar las aspiraciones 
religiosas, dignas de todo respeto? Esto es verdad. La crítica, sin 
embargo, no está considerando el valor expresivo de los ritos; más 
aún, el Autor reconoce en algunos pasajes la intención religiosa de 
expiar los pecados y de buscar una buena relación con Dios (cfr. 
5,1-3; 9,13; 9,18-22, etcétera). Admite el valor figurativo de los ritos 
y su eficacia en el plano externo, «para la pureza de la carne» (cfr. 
9,13; es decir, para la pureza ritual). La crítica de los ritos, sin 
embargo, hace referencia propiamente al valor de la mediación. Y 
sobre este punto debemos reconocer que la crítica tiene toda la 
razón. Los sacrificios antiguos no se revelan como medios válidos 
para fundar una alianza entre el pueblo y Dios. 
El fallo de la alianza antigua se explica por la insuficiencia radical 
de los ritos. Si se pretendía establecer una alianza mejor, era 
necesario encontrar un fundamento también mejor. 

3. Culto y alianza en el misterio de Cristo
Existe ciertamente un fundamento nuevo y superior. No es otro 
que la transformación de Cristo a través de su muerte y 
resurrección. La nueva alianza está fundada sobre esta 
transformación de Cristo. 
Cristo, ciertamente, ha sido transformado. El hombre en Cristo ha 
sido completamente «refundido», por así decirlo, en el molde de los 
sufrimientos, como una estatua de bronce que el artista hace fundir 
de nuevo para darle una forma perfecta. 
La Eucaristía es sacramento de la nueva alianza porque hace 
presente a Cristo en esta transformación. Para afirmar esta 
reestructuración del hombre en Cristo, nuestro autor utiliza el mismo 
verbo que hemos encontrado en 9,9; el verbo teleiún, 
«perfeccionar», «dar la perfección», verbo que evoca al mismo 
tiempo una consagración sacerdotal. 
Ya en la primera parte de la Carta, en 2,10, se ha afirmado la 
necesidad de una total transformación por Cristo. 

«Pues era conveniente que aquel por quien y para quien ha sido 
creado todo, queriendo conducir a la gloria a muchos hijos, elevara 
al más alto grado de perfección al jefe que los iba a llevar a la 
salvación.» 

Luego, en 5,8-9, viene proclamado el hecho: Cristo 

«... aprendió por sus sufrimientos lo que es la obediencia. Así 
consumado, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le 
obedecen.» 

En esta frase tenemos ya, sin introducir todavía la palabra 
diathéke, la presentación de una nueva alianza. 
La sección central que vamos a considerar ahora no hace más 
que desarrollar diversos aspectos de esta transformación en Cristo, 
la cual constituye el fundamento de una nueva relación entre el 
pueblo y Dios. 
La transformación de Cristo puede ser descrita de diversas 
maneras. Pablo, por ejemplo, dice que Cristo ha llegado a ser 
«hombre celeste», «espíritu vivificante» (/1Co/15/45-49). 
En esta sección central el Autor describe este hecho con 
imágenes tomadas de la liturgia antigua. Reúne conjuntamente las 
imágenes de movimiento local con las de transformación sacrificial. 
Movimiento local: 9,11-12 y 9,24; Cristo es comparado con el 
Pontífice supremo antiguo que atravesaba la primera parte de la 
tienda para llegar al santuario. Transformación sacrificial: Cristo es 
comparado con la víctima inmolada. El vocabulario que hace 
referencia al movimiento local permite también expresar la 
superación de la distancia que separaba al hombre de Dios: 
«Cristo... entró una vez para siempre en el santuario» (9,11); «no 
en un santuario fabricado..., sino en el cielo mismo», es decir, «en 
presencia de Dios» (9,24). 
La unión, por tanto, ha sido conseguida. Ahora bien, este 
movimiento estaba condicionado por una transformación sacrificial, 
la cual viene declarada expresamente en 9,12; el ingreso se ha 
conseguido «no por medio de la sangre de los machos cabríos o de 
novillos, sino por medio de la propia sangre»; la transformación 
mediante el sacrificio es explicada después más ampliamente en 
9,14. 

«... la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a 
Dios como víctima sin tacha.» 

Versículo éste fundamental que introduce inmediatamente todo el 
tema de la alianza, lo que es fácil de comprobar por la fuerte 
conexión con la frase siguiente: 

«Por eso El es el mediador de la nueva alianza...»

Podemos observar aquí la gran novedad del sacrificio de Cristo, 
es decir, la abolición de todas las separaciones rituales. Caen todas 
juntamente y hay allí un condicionamiento recíproco que nos hace 
difícil encontrar un orden lógico para poder explicar todas las cosas. 

Se tendría que empezar por todas las partes al mismo tiempo, es 
decir: hablar de la separación entre el pueblo y el sacerdote, y a la 
vez de la separación entre el sacerdote y la víctima, y otro tanto 
hacer con la separación entre la víctima y Dios. 
Empecemos, entonces, por este último punto. En el caso de 
Cristo no existe ya más separación entre la víctima y Dios, como en 
el caso de los sacrificios de animales, porque Cristo es una víctima 
completamente digna de Dios. Cristo no es una víctima inconsciente 
y pasiva, como eran las bestias inmoladas, totalmente incapaces de 
una unión con Dios. Cristo es una persona plenamente consciente, 
capaz de la mayor comunión con Dios, perfectamente abierto a su 
acción amorosa. 
Oferta en la cual nada puede molestar a Dios, porque Cristo es 
«sin mancha» (9,14), «santo, inocente, inmaculado» (7,26), sin 
complicidad ni connivencia alguna con el pecado (4,15); en 
consecuencia, la víctima completamente digna. 
Por consiguiente, Cristo no tenía ninguna necesidad, como los 
antiguos sacerdotes, de buscar una víctima fuera de sí mismo. Se 
entregó a sí mismo. No entró en el santuario «por medio de la 
sangre de otros» (9,25), sino «por medio de su propia sangre» 
(9,12), la cual se convirtió de esta manera en sangre de la nueva 
alianza. 
En su ofrecimiento, Cristo agrada a Dios, porque esta ofrenda 
consiste en hacer aquello que agrada a Dios: 

«Aquí estoy yo; vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,9). 

Se entiende, pues, perfectamente, el que Cristo-víctima sea 
plenamente aceptado por Dios, que lo glorificó y lo entronizó a su 
derecha: 

«... le vemos coronado de gloria y esplendor por haber padecido 
y muerto» (2,9). 

Gracias a este sacrificio se ha verificado también la perfecta 
unión entre la víctima y Dios, esto es, entre la humanidad de Cristo 
y Dios; la distancia ha sido rebasada, la separación plenamente 
abolida. 
No existe tampoco ya separación entre el sacerdote y la víctima, 
ya que el sacerdote y la víctima son una misma persona. Jesucristo 
no ofreció «dones y sacrificios» externos a él mismo, sino que se 
ofreció «a sí mismo» (/Hb/09/14-25); así aparece el gran contraste 
con los sacerdotes antiguos que no podían ofrecerse a sí mismos 
como víctimas. 
En vez de la inmolación de animales, Cristo ofrece su obediencia 
personal, sus sufrimientos, su muerte. Por este mismo hecho, 
desaparece la separación entre culto y vida. Cristo no se sirvió de 
ceremonias externas, sino que tomó su propia existencia y la 
transformó en un sacrificio real. 
En el capítulo 5, el Autor describe la situación dramática de 
Cristo, su angustia y su muerte, y muestra la transformación de 
aquella situación en sacrificio agradable; todavía más, nos 
manifiesta también cómo el mismo Cristo, en una situación tal, 
acepta ser transformado. Aceptación activa que permite decir luego 
en 9,14 «se ofreció a sí mismo». 
No hay, por tanto, en el sacrificio de Cristo ninguna distancia o 
separación entre el sacerdote y la víctima, entre el culto y la propia 
existencia; precisamente por este motivo el sacerdote y la víctima 
son totalmente gratos a Dios. 
Este sacrificio, de hecho, funda y crea el verdadero camino para 
llegar hasta Dios. No se efectúa más en un templo terrestre, 
figurativo, sino que construye una nueva «tienda» (/Hb/09/11), es 
decir, el santuario edificado en tres días en el misterio de la 
pasión-resurrección de Cristo. Tienda que da acceso a la auténtica 
morada de Dios (9,24); en consecuencia, coloca a Cristo (y 
después de Él a los cristianos) en perfecta relación de amistad con 
Dios mismo. 

Nos falta considerar la última separación: la que existía entre el 
sacerdote y el pueblo. 
¿Qué nos sucede en el caso de Cristo? 
A primera vista, se nos puede ocurrir pensar que al menos esta 
distancia y separación parecen mantenerse. De hecho, la Carta 
dice de Cristo glorioso que se «encuentra separado de los 
pecadores» (7,26). Cristo, plenamente unido a Dios en la gloria, no 
puede, al mismo tiempo, estar unido a los enemigos de Dios. 
/Hb/09/14-15: Hay, sin embargo, otro aspecto, afirmado en los 
versículos 14-15 del capítulo 9; la sangre de Cristo es capaz de 
ejercer una acción tan profunda sobre nosotros que nos pone en 
relación auténtica con Dios, es decir, que es capaz de purificarnos 
internamente («purificará nuestras conciencias») de modo tal, que 
podamos «participar del culto al Dios vivo». 
Esta acción de la sangre de Cristo tiene un doble fundamento, y 
necesariamente, puesto que debe establecer una relación entre dos 
partes diversas. El primer fundamento asegura la unión con Dios ya 
explicada: la sangre de Cristo es eficaz porque proviene de un 
sacrificio perfecto. El segundo fundamento asegura la unión con los 
hombres y está expresado en 9,15; la muerte de Cristo ha 
intervenido para poder librar a los hombres del pecado: «para 
rescate de las transgresiones de la antigua Alianza». 
Vemos entonces que la muerte de Cristo no fue solamente un 
acto de perfecta obediencia filial, sino, al mismo tiempo, un acto de 
solidaridad extrema con nosotros hombres pecadores. Este último 
aspecto de solidaridad está descrito magníficamente al principio ya 
de la primera parte de la Carta, o sea, en /Hb/02/10-18. Jesús 
debía sufrir como «jefe de salvación» (2,10); se solidariza de este 
modo totalmente con los hombres, no se avergüenza de llamarlos 
hermanos suyos (2,11); tomó sobre sí nuestra propia muerte para 
librarnos del mal (2,14-15); debió «hacerse en todo semejante a los 
hermanos» en los sufrimientos y en la muerte, para llegar a 
constituirse en pontífice misericordioso y digno de fe, capaz de 
cancelar los pecados del pueblo (2,17). 
La misma perspectiva vuelve a aparecer en la segunda parte de 
la Carta, en 4,15-5,10, donde este tema de la solidaridad es 
retomado e ilustrado de una manera conmovedora. Podemos notar 
cómo encontramos aquí, bajo un punto de vista algo distinto, una 
observación que ya fue hecha anteriormente. En el sacrificio de 
Cristo no hay distancia entre el culto y la realidad de la existencia 
humana. En esta unión extraordinaria de la obediencia filial y la 
solidaridad fraterna, llevadas hasta el extremo de la muerte, 
encontramos el secreto de la nueva alianza. 
J/MU-REDENTORA REDENCION/QUE-ES: La muerte de Cristo 
es un acto de solidaridad y de entrega insuperable. En la pasión, la 
relación entre Cristo y Dios, su Padre por una parte, y su relación 
con los hombres por la otra, fueron sometidas a prueba con una 
tremenda tensión. Sin embargo, no sólo no sucumbieron, sino antes 
bien, se reforzaron mutuamente. En vez de oponerse la parte de 
Dios contra los hombres o viceversa, Cristo une las dos fidelidades. 
Por amor de su Padre se ha hecho solidario con los hombres hasta 
la muerte. Por amor a los hombres, ha cumplido la voluntad de su 
Padre con toda docilidad. Por esto, en la prueba, las dos relaciones 
se han compenetrado la una con la otra, de tal manera que ya 
resulta imposible separarlas en lo sucesivo. 
Habiendo sido un acto de solidaridad, la muerte de Cristo no vale 
solamente para Él, sino también para todos aquellos hombres que 
aceptan su acción santificante. En sus sufrimientos Cristo ha 
conseguido la teleiosis, esto es la transformación de la naturaleza 
humana, no solamente para sí mismo, sino también para nosotros. 
Al teleiolhéis de 5,9 responde el teteleíoken de 10,14: Cristo «fue 
hallado perfecto» (5,9); Cristo al mismo tiempo «ha hecho perfecto 
a aquellos que reciben la santificación» (10,14). 
En la comunicación de esta transformación de Cristo, el Autor 
reconoce la realización de la nueva alianza preanunciada por 
Jeremías, con la inscripción de la ley de Dios en los corazones (Hb 
10,15-16). Veamos finalmente con qué profundidad el Autor concibe 
la instauración de la alianza. 
El problema estaba en cambiar el corazón del hombre, dándole 
un corazón verdaderamente dócil a Dios. Cristo asumió la tarea de 
someterse en su propio ser de hombre a esta transformación 
radical, a favor de todos sus hermanos. Se presentó para afrontar 
los sufrimientos que fueran necesarios. Cumpliendo la voluntad de 
Dios (10,7) hasta la oblación de su propio cuerpo (10,10), Cristo 
«aprendió la obediencia» (5,8). 
Desde este momento ya existe un nuevo hombre, formado en la 
obediencia perfecta, el cual tiene la ley de Dios inscrita en su propio 
corazón. Existe un corazón de hombre transformado, totalmente 
dócil a Dios. Y este corazón, creado para nosotros (cfr. Sal 51,12), 
está a nuestra disposición.
Por medio de nuestra adhesión a Cristo, este corazón se hace 
nuestro, puesto que entonces nos hacemos partícipes de Cristo. De 
esta manera, y solamente de esta manera, se realiza (actúa) para 
nosotros la nueva alianza: tener la ley de Dios inscrita en el corazón 
(Jer 31,33), tener un corazón nuevo (Ez 36,36) renovado por el 
Espíritu de Dios (Ez 36,27).
La transformación del hombre en Cristo (Heb 5,8-9) se ha hecho 
nuestra (10,14). 
Cae por tanto la última separación (barrera), la que existe entre el 
pueblo y el sacerdote; la unión entre el pueblo y Dios es completa, 
la alianza ha sido establecida. Tenemos esta afirmación en 9,14-15: 
Por esta razón—es decir, a causa de la eficacia de su sacrificio— Él 
es mediador de una nueva alianza. .. » 
La alianza es perfecta: todos los obstáculos han sido superados; 
la comunicación entre el pueblo y Dios no es solamente figurativa, 
sino efectiva. Todos los fieles son ahora invitados a acercarse a 
Dios, sin temor, por el camino inaugurado por Cristo (cfr. 10,19-21). 
Tenemos una alianza verdaderamente nueva, porque está 
establecida sobre un fundamento nuevo, o sea, un sacrificio de una 
especie totalmente nueva, un sacrificio no externo, no ritual, sino 
real y personal, no convencional sino existencial; espiritual y total, 
un sacrificio que transforma verdaderamente al hombre y lo une con 
Dios; por tanto, un sacrificio verdadero de alianza. 
J/MEDIADOR-PERFECTO: Habiendo ofrecido este sacrificio, 
Cristo es reconocido como «mediador de la alianza»; en este caso, 
además, la noción de mediador adquiere una profundidad inaudita, 
porque Cristo no solamente ofrece, sino que es Él mismo el 
sacrificio, de manera que la alianza se realiza en Él y no 
simplemente por medio de Él. 
EU/FUTO-NUEVA-ALZ: Hemos visto de qué modo extraordinario, 
el sacrificio de Cristo significa el verdadero fundamento de una 
alianza nueva. Y podemos entonces comprender un poco mejor 
cómo la Eucaristía es el fundamento de la nueva alianza. 
Para concluir, añadimos una observación importante: la institución 
de la Eucaristía no fue solamente un rito simbólico añadido o 
adjunto al sacrificio del Calvario, para permitir la representación del 
mismo, sino que la institución fue parte integrante de aquel 
sacrificio, una parte que tenía un valor propio de acción y de 
revelación. 
Por medio de la institución Jesús se ofreció a sí mismo y fijó de 
esa manera el sentido de su pasión y resurrección. El carácter 
voluntario de la oferta de Jesús aparece propiamente en la 
institución: Jesús se dio a sí mismo con las propias manos. El 
aspecto personal y total aparece más claramente: Jesús dio su 
propio Cuerpo y su Sangre. 
Por otra parte, la palabra de la institución «este cáliz es la nueva 
alianza en mi sangre» revela el valor de esta oferta personal. Sin 
esa palabra, podríamos dudar: ¡la pasión es susceptible de tantas 
interpretaciones diversas! La institución eucarística confirma 
(asegura) la pasión, en su orientación más profunda y más 
completa de sacrificio de alianza entre Dios y los hombres. 
Más aún, el gesto sacramental expresa de una manera especial la 
eficacia comunitaria del sacrificio de Jesús. Por medio de su 
sacrificio Jesús se convierte en comida y bebida para nosotros. Su 
sacrificio, por tanto, no sólo lo hace agradable a Dios, sino también 
sirve de beneficio y provecho para nosotros, ya que nos pone en 
estrecha comunión con El y por medio de El, con Dios. 
Pero también nos sitúa en íntima comunión con los otros porque 
se trata de un alimento comido por todos conjuntamente; todo acto 
de comer tiene este sentido de comunicación entre las personas, de 
acogida recíproca, de relaciones amistosas y fraternas. Tanto más 
en el banquete eucarístico: 

«Pues, siendo uno sólo el pan, un solo cuerpo somos todos 
nosotros, porque todos participamos en ese único pan 
(/1Co/10/17), que es el Cuerpo de Cristo.» 

Estas dimensiones de la alianza no se manifiestan en el Calvario. 
Allí Jesús está solo; sus discípulos lo han abandonado; sin la 
Eucaristía, por tanto, la revelación sería incompleta y el sacrificio 
mismo de Jesús no desplegaría su maravillosa eficacia. 
Nuestras misas hacen presente al mismo tiempo la Cena y el 
Calvario. Para actuar bien el ministerio sacerdotal, necesitamos 
hacer referencia a la Cena y al Calvario, los cuales se 
complementan e iluminan mutuamente. 
Sólo de esta manera es posible comprender mejor todas las 
dimensiones de la nueva alianza, ser ministros de ella (2 Cor 3,6) y 
actuarla en la propia vida a la vez que la transmitimos a los demás. 

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983. Págs. 179-209