NUEVO SENTIDO DEL SACERDOCIO


Introducción
Una vez examinadas, en las dos lecciones anteriores, las dos 
cualidades fundamentales del sacerdote que caracterizan su 
relación con Dios y su relación con los hombres, debemos ahora 
fijar nuestra atención en el acto sacerdotal por excelencia: el 
sacrificio. 

«Todo sumo sacerdote, por haber sido instituido para ofrecer 
oblaciones y sacrificios, necesariamente debe tener algo que 
ofrecer» (Heb 8,3). 

¿En qué consiste un sacrificio? 
Vamos a profundizar nuestra comprensión de este término que, 
con frecuencia, nos suena de una manera negativa. 
¿Qué trae de nuevo el sacrificio de Cristo? 
Cristo no ha ofrecido un sacrificio según el ritual antiguo, sino que 
ha renovado la realidad misma del sacrificio y nos da del mismo una 
comprensión mucho más hermosa. 
Hablaremos entonces, en primer lugar, del concepto de sacrificio; 
luego, a continuación, de la crítica hecha a los sacrificios antiguos; 
después, de la novedad del sacrificio de Cristo; y, finalmente, 
diremos algo acerca del aspecto sacrificial de la vida cristiana y del 
ministerio sacerdotal. 

1. ¿En qué consiste un sacrificio? 
SC/QUE-ES
En el lenguaje ordinario, la palabra sacrificio ha tomado un 
sentido preferentemente negativo. Ha venido a significar lo 
equivalente a «privación». «No somos ricos—dice una madre de 
familia—; por tanto, debemos hacer sacrificios...»; y podríamos 
multiplicar los ejemplos. 
En realidad, el sentido fundamental de sacrificio no es negativo, 
sino positivo; no significa una privación, sino, al contrario, un 
enriquecimiento; no una pérdida, sino un aumento de valoración. El 
aspecto de privación o de destrucción es muy secundario. 
El sentido esencial de sacrificio es el de hacer sagrado algo, 
convertir en sagrado algo, conferir a algo un valor superior; 
«sacri-ficar» es semejante a «santi-ficar», «hacer algo sagrado, 
santo». No se trata de destruir algo, sino de llevarlo a un nivel más 
rico de realidad. 
SC/REGALO: Otro aspecto encierra también el vocablo sacrificio; 
es una ofrenda. Por eso, para hacer sagrada una cosa, conviene 
ofrecerla a Dios; si Dios la acepta, será santa, consagrada. 
También la oferta es una noción positiva y no negativa. Tiene 
también, es cierto, un aspecto negativo; en el sentido de que si 
ofrezco una cosa en regalo a una persona, esa cosa ya no me 
pertenece más, pero en realidad este aspecto de privación es muy 
secundario y no es, propiamente hablando, real. Ya que la cosa 
dada en regalo queda de alguna manera como mía; pertenece a 
otro en calidad de regalo mío, y al mismo tiempo su propiedad es un 
regalo mío; constituye de esa manera un lazo de unión concreto 
entre la otra persona y mi propio yo. 
Este es exactamente el sentido del sacrificio: una cosa ofrecida 
para que pertenezca a Dios, pero al mismo tiempo una cosa mía 
que establecerá un nuevo lazo íntimo entre Dios y yo. Por esta 
razón es deplorable que la palabra sacrificio haya prevalecido en su 
carácter de connotación negativa, de privación; debería ser 
concebida de una manera mucho más positiva, de la misma manera 
que «regalo», del que queda solamente su carácter positivo. 
El sacrificio es el acto principal del sacerdocio y también del culto, 
para el que el sacerdote es elegido y constituido como tal: para 
ofrecer sacrificios. La idea principal del culto es, ciertamente, 
establecer buenas relaciones entre los hombres y Dios. Los 
hombres tienen una necesidad radical de estas buenas relaciones, 
ya que no pueden lograr de otro modo la plenitud de vida en la 
alegría pura y en la generosidad. 
No pueden llegar los hombres ni siquiera a una buena relación 
entre ellos sin la justa comunión con Dios. 
El culto está basado en esta convicción: es necesario hacer algo 
para alcanzar estas buenas relaciones. Y cuando se ven 
comprometidas o alteradas por alguna culpa, cualquiera que sea, 
se experimenta la necesidad de reparar. El esquema del culto 
antiguo se puede describir de esta manera: el fin del culto es 
establecer una comunicación entre el pueblo y Dios; siendo Dios 
santo para entrar en relación o comunicación con El, es necesario 
hacerse santo; luego todo el problema es, en su raíz, un problema 
de santificación. A este problema, el culto antiguo proponía una 
solución de tipo «ritual», es decir, por medio de separaciones 
rituales se lograba la santidad requerida (cfr. Heb 9). 
En Heb 9, lo primero que se determina es el lugar santo (cfr. 
9,2-5), o sea, separado del lugar profano. El lugar del encuentro 
con Dios debe ser distinto del terreno de las actividades ordinarias. 
Se trata de un espacio reservado (9,3, hagía hagíon). 
Los hombres, además, no tienen la santidad requerida para 
entrar en contacto con Dios. Entre todas las naciones viene elegido 
un pueblo particular, separado. Sin embargo, tampoco este pueblo 
tiene en su conjunto bastante santidad para entrar en el santuario y 
aproximarse a Dios; si lo intentara, si se acercara, quedaría 
destruido, aniquilado (Núm 18,22; Ex 19,12). Es necesario, por 
tanto, la existencia de algún mediador, dotado de la santidad 
requerida. 
Mediadores son los sacerdotes designados por Dios, separados 
del pueblo, para ser introducidos en el terreno sagrado y 
transformarse en aptos para el culto divino. 
El modo de santificarse los sacerdotes lo conocemos por el 
Pentateuco: un baño ritual los purifica de los contactos con el 
mundo profano, ropajes sagrados, observancia de severos 
preceptos de pureza ritual (Ex 29). Se dan dos grados de santidad: 
los sacerdotes comunes entran solamente hasta el espacio anterior 
al santuario; sólo el sumo sacerdote puede entrar en el espacio 
particularmente reservado, el Santo de los Santos. ¡Y no son 
suficientes todavía estas restricciones! 
El sumo sacerdote no puede, a pesar de su consagración, 
presentarse de cualquier manera, tal como está, ante Dios; debe 
antes ofrecer una víctima y la sangre de la misma a Dios. El 
Pontífice, pues, a pesar de todas las ceremonias de su 
consagración, permanecía siendo un hombre terrestre y no podía 
pasar plenamente a la esfera divina. Debía, por tanto, elegir una 
víctima sin defecto ni mancha y presentarla a Dios. Una vez 
consumida e inmolada en el fuego, la víctima era separada 
totalmente de la tierra, subía hasta Dios. 
Es de destacar la importante función del fuego sobre el altar; 
fuego venido del cielo (Lev 9,24; 2 Crón 7,1; 2 Mac 2,10), 
indispensable para la actualización del sacrificio. Una vez sobre el 
altar, el fuego del cielo era continuamente alimentado (Lev 6,5-6). 
El culto antiguo nos presenta todo un esquema de 
consagraciones progresivamente más perfectas, por medio de 
sucesivas separaciones rituales, cada vez más completas: el pueblo 
viene separado del mundo, el sacerdote se separa del pueblo para 
ser consagrado a Dios, la víctima es separada de las manos del 
sacerdote para subir hasta Dios. Detrás de este movimiento 
ascendente de separaciones, el pueblo esperaba el movimiento 
descendente de acogida, que realizara y mostrara la Alianza. 
Si la víctima era aceptada por Dios, el sumo sacerdote también 
será agradable a Dios y podrá obtener para el pueblo los favores 
divinos, o sea, la liberación del pecado y de la tribulación, el 
conocimiento de la voluntad de Dios para fundamentar la vida; de 
esta manera las bendiciones divinas aseguran la fecundidad y la 
felicidad. 
Este es el esquema de culto de la Alianza, esquema teóricamente 
perfecto, pero que, sin embargo, no había funcionado: la Antigua 
Alianza se había roto. 

2. Critica de los antiguos sacrificios
SC-AT/CRITICA: El autor de la Carta a los Hebreos analiza las 
razones de este fallo y las encuentra en el culto mismo, el cual no 
podía establecer una Alianza auténtica. Todos los elementos del 
culto se descubren como defectuosos (cfr. Heb 9,8-10). 
El camino hacia Dios por medio del santuario no sirve. El 
santuario ha sido edificado por los hombres y Dios no puede habitar 
en una casa hecha por los hombres. El autor ve en los mismos ritos 
la prueba, dada por el Espíritu Santo, de que la vía del santuario no 
era reconocida en el culto antiguo primitivo. No dice que el camino 
no esté abierto para todos, sino que el camino todavía no había 
sido «manifestado». 
Si el pontífice hubiera recorrido verdaderamente el camino justo, 
la comunión con Dios se habría establecido, la aceptación se 
hubiera obtenido y, por tanto, el camino hubiera estado abierto 
también para el pueblo; las prohibiciones no se hubieran mantenido. 
Por el contrario, el culto antiguo había mantenido las barreras; 
después del sacrificio prevalecían las censuras de siempre, el 
pueblo no podía acercarse y ni siquiera el sacerdote. Más aún, ni 
siquiera el sumo sacerdote estaba autorizado a adentrarse en el 
Santo de los Santos cuando él quería. Debía esperar un año 
entero. Era una muestra clara de que la aceptación no se había 
logrado. 
No se podía, por otra parte, encontrar otro camino, porque el 
«medio de locomoción», si así queremos llamarlo, no estaba 
adaptado para otro camino; estoy refiriéndome al sacrificio. 
El Autor critica este segundo aspecto en /Hb/09/09-10. Los 
sacrificios de la Antigua Alianza no eran capaces de transportar al 
hombre por el verdadero camino hacia Dios, no podían hacerlo 
avanzar hacia la unión con Dios. 
¿Por qué? 
Porque eran incapaces de transformar al hombre interiormente, 
ineficaces para dar al hombre una renovación interna, radical, 
completa. 

«Significa que en él se ofrecen oblaciones y sacrificios que no 
pueden elevar a la perfección la conciencia del que los ofrece» 
(Heb 9,9). 

SC-AT/INEFICACES: Esta frase resulta significativa; expresa un 
punto de vista muy original acerca de los sacrificios. Es decir, ellos 
deberían transformar al hombre; la condición para caminar por el 
sendero hacia Dios y establecer una Alianza auténtica está en 
encontrar un sacrificio que realice la transformación interna del 
hombre. 
Ahora bien, los sacrificios de la Alianza antigua estaban sin 
eficacia en la conciencia del hombre. Eran meramente exteriores. 
Se verificaba una separación necesaria entre el sacerdote y la 
víctima. El sacerdote no podía ofrecerse a sí mismo, porque él no 
era una ofrenda digna de Dios; él mismo era también pecador y 
debía ofrecer por sus propias faltas, igual que por las del pueblo 
(cfr. 7,27), «la necesidad de ofrecer sacrificio, primero, por los 
propios pecados...». 
El sacerdote antiguo no era ni siquiera capaz de ofrecerse a sí 
mismo porque, siendo pecador, no poseía la perfección de la 
caridad, que es la única capaz de hacer digna la ofrenda. En vez de 
ofrecerse a sí mismo ofrecía la sangre de machos cabríos y toros 
(9,12.13.19). ¿Pero qué comunión puede existir entre un animal 
muerto y Dios? Dios no quiere sangre de animales: 

«La sangre de toros y machos cabríos me repugna» (Is 1,11; cfr. 
Sal 50,13). 

Por consiguiente, en vez de una relación efectiva entre la víctima 
y Dios, lo que encontramos es una separación insuperable. 
La separación entre el sacerdote y la víctima no es menor. ¿Qué 
comunión puede darse entre la carne de un animal degollado y la 
conciencia de un hombre? 

«... porque es imposible que la sangre de toros y machos cabríos 
quite los pecados» (Heb 10,4). 

Tal imposibilidad viene repetidamente afirmada en 10,1 y 10,11. 
Separación entre la víctima y Dios, separación entre el sacerdote 
y la víctima, separación, finalmente, entre el pueblo y el sacerdote. 
Como ya hemos dicho, el pueblo no podía seguir al sacerdote en el 
santuario.
Todo esto demuestra claramente la ineficacia del culto de la 
Antigua Alianza. El sacrificio eficaz tendría que abrir e] camino que 
lleva a Dios, para todo el pueblo. Por el contrario, el culto antiguo 
tenía como único resultado destacar y acentuar todo un sistema de 
separaciones rituales. 

3. El sacrificio de Cristo
J/SACRIFICIO-NUEVO: Con Cristo, el esquema del culto antiguo 
ha sido suprimido. Surge un esquema totalmente nuevo. 
El culto antiguo era ritual, externo, convencional. Era 
necesariamente así porque los hombres eran incapaces de un culto 
perfecto. Cristo lo sustituye por un culto real, personal, existencial, 
el cual ofrece la garantía y fundamento de una comunión auténtica 
con Dios y con los demás hombres. 

«Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros y la 
ceniza de la vaca, con las que se rocía a las personas en estado de 
impureza, santifican en orden a la pureza del cuerpo, ¡cuánto más la 
sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo se ofreció a Dios como 
víctima sin tacha, purificará vuestra conciencia de sus obras 
muertas para servir al Dios vivo!» (/Hb/09/13-14). 

Esta frase describe el acto de Cristo como una ofrenda personal y 
además justifica su eficacia. Si a una oferta ritual y externa se le 
reconoce una cierta eficacia en orden al culto externo, el 
ofrecimiento de Cristo, que es personal, espiritual, perfecto, tiene 
que tener una eficacia absoluta sobre las conciencias y tiene que 
hacer posible un culto auténtico. 
La frase es fecunda y riquísima en contenido. Hagámoslo notar 
aunque sólo sea someramente. 
Cristo «se ofreció a sí mismo»; la afirmación que empalma con la 
de 7,27, con una variación de vocabulario (prosphérein en vez de 
anaphérein) sintetiza dos de los datos de la catequesis del Nuevo 
Testamento: la presentación de Cristo como ofrenda, como víctima 
sacrificial (cfr. 1 Cor 5,7; 1 Pet 1,19), y el aspecto de don voluntario 
por parte de Jesús (Mc 10,45; Jn 10,18; Gál 1,4). Con esta síntesis 
el autor pasa del vocabulario existencial (dar, entregar) a la 
expresión ritual (ofrecer a Dios), con la cual se expresa el aspecto 
religioso del suceso, como aparece, por ejemplo, en la agonía de 
Jesús (Mt 26,36-46; Jn 8,29; 14,30-31). La expresión completa de 
«ofrecerse a sí mismo a Dios» no es ritual, pero constituye una 
novedad inaudita, que supera totalmente el marco ritual antiguo; 
más aún, lo destruye, queda abolido, como se nos dirá más 
adelante (10,9). 
Cristo es, al mismo tiempo, el oferente y la ofrenda, el sacerdote y 
la víctima; situación jamás constatada en el ritual antiguo, el cual 
requería la total distinción entre el sacerdote y la víctima. No estaba 
permitido a los sacerdotes antiguos ofrecerse a sí mismos, porque 
no eran víctimas dignas; además, no les era posible porque no eran 
sacerdotes capaces. Cristo, en cambio, era una víctima digna de 
Dios, porque estaba «sin mancha». 
Ámomos expresa en el Pentateuco la exigencia que se aplica a la 
víctima (Ex 29,1; Lev 1,3-10; etc.). Tratándose de animales, la 
palabra Amomos significaba la ausencia de cualquier defecto físico. 
En el caso de Cristo, el sentido es evidentemente mucho más 
profundo, como en los salmos (14,2; 17,24); pretende expresar la 
ausencia de todo pecado (Heb 4,15), de toda complicidad con el 
mal (7,26). Estando sin mancha, Jesús no tenía necesidad alguna 
de buscar una víctima, aparte de sí mismo (externa a sí mismo), ni 
de recurrir a la sangre de machos cabríos o de toros. El podía 
presentarse a sí mismo ante Dios con la certeza de ser ofrenda 
agradable. 
Pero no bastaba tener una víctima digna; éste era simplemente el 
aspecto pasivo del sacrificio. Era preciso tener también un oferente, 
un sacerdote capaz y apto para ofrecer la víctima, es decir, capaz 
de hacerla subir hasta Dios, éste es el aspecto positivo, activo, del 
sacrificio. 
Cristo fue un sacerdote capaz, porque tenía a su disposición el 
«Espíritu eterno», el cual le concede, por así decirlo, la fuerza 
ascensional necesaria para elevarse hasta Dios. Esta fuerza no es, 
evidentemente, de orden material, y se manifiesta, según la Carta, 
de dos modos: adhesión perfecta a la voluntad de Dios (5,8; 
10,4-10) y solidaridad fraterna con los hombres (2,14-18); todo esto 
hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte. 
Aquí nos encontramos de nuevo los dos aspectos de la caridad: 
amor filial a Dios y amor fraterno a los hombres, de tal modo que 
podamos concluir que Cristo fue un sacerdote capaz porque estaba 
lleno de la fuerza del Espíritu Santo, fuerza de exquisita caridad sin 
la más mínima sombra de egoísmo. 
¿Cuál fue el proceso concreto de esta ofrenda efectuada con el 
poder del Espíritu Santo? Lo hemos destacado en 5,7-8; las 
circunstancias dramáticas fueron afrontadas con una oración de 
súplica confiada. De esta manera, nuestra situación se encontró 
abierta a la acción salvadora de Dios, el cual aceptó y acogió la 
plegaria, concediendo la victoria a través de la obediencia dolorosa. 
De esta manera, el suceso existencial fue transformado en 
«sacrificio perfecto». La muerte fue un verdadero sacrificio, el 
auténtico sacrificio. 
En nuestro texto (9,14), el Espíritu eterno toma el lugar del «fuego 
venido del cielo» correspondiente a los antiguos sacrificios (2 Crón 
7,1; 2 Mac 2,10), o también «el fuego de Yavé» (1 Rey 18,38; Lev 
6,5-6; 9,24). El verdadero fuego venido del cielo es el Espíritu 
Santo, el único capaz de obrar la transformación sacrificial, al ser 
acogida su acción en la oración de súplica y en la obediencia más 
generosa. 
A diferencia de los sacrificios antiguos, el sacrificio de Cristo no 
fue, con toda seguridad, exterior a El mismo, sino personal, interno; 
no fue un rito carnal, sino una acción espiritual. Y, sin embargo, no 
por eso fue menos real que las ofrendas antiguas. 
Cristo derrama su propia sangre (9,12-14), ofrece su propia 
muerte (9,15). Y la eficacia de este sacrificio espiritual-real se 
comunica de la misma manera, es decir: viene transmitido por la 
sangre de Cristo (9,14; 10,19-29) en la fe (10,22). 
La naturaleza espiritual del sacrificio de Cristo obra de tal manera 
que su eficacia se extiende hasta penetrar las conciencias: «La 
sangre de Cristo... purificará vuestras conciencias de las obras 
muertas» (9,14). Nos pone, por tanto, en situación de adentrarnos 
en Dios para poder darle un culto verdadero. 
La cuestión de la eficacia del sacrificio de Cristo vendrá luego 
ampliamente desarrollada en la tercera sección (10,1-18). 
El autor, sin embargo, la presenta aquí, mostrando que la eficacia 
no puede separarse del suceso mismo sacrificial. No se pueden 
distinguir dos tiempos; el primero, que miraría a la glorificación de 
sólo Jesús, y un segundo momento en el cual Jesús intervendría en 
nuestro favor. Estamos envueltos ya en la misma glorificación de 
Cristo, porque esta glorificación es resultado de su pasión, la cual 
es un acto solidarizante (cfr. 2,9). La gloria de Cristo consiste, por 
tanto, en llegar a ser nuestro sacerdote (cfr. 2,17; 5,10), o, más 
bien, como dice el autor, nuestro «Mediador» (9,15). 
Con esta presentación de la obra de Cristo, el autor ha expresado 
la renovación completa del concepto de sacrificio. La muerte de 
Cristo es un sacrificio; más aún, es el único sacrificio verdadero. 
Nosotros estamos invitados a entrar en este sacrificio. Y esto 
comprende dos aspectos inseparables que se actúan el uno con el 
otro. El uno mira a la relación con Dios y es el punto de obediencia, 
de adhesión concreta a Dios, a su voluntad (5,8; 10,7-10). El otro 
se dirige a la relación con los hombres y es el punto de solidaridad 
generosa (2,17-18; 4-15). Estos mismos aspectos se encuentran de 
nuevo en la ofrenda que se exige a los cristianos. 
La misma expresión «hacer la voluntad de Dios», utilizada para 
definir el sacrificio de Cristo (10,7.9), se aplica a la vida cristiana, 
tanto si se trata de soportar las tribulaciones (10,36) como si se 
trata de la actitud positiva de la caridad y actividad cristiana (13,21). 
Por otra parte, todo sacrificio cristiano debe consistir en una vida de 
caridad: 

«No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, 
porque en tales sacrificios se complace el Señor» (Heb 13,16). 

CULTO/V V/CULTO: En el contexto de esta frase el autor rechaza 
el antiguo concepto del culto, que daba una importancia capital a 
algunas observancias de tipo externo-legal (13,9; cfr. 9,10). 
A partir de ahora, el culto ya no se debe poner más junto, 
paralelo a la vida profana, sino que debe abarcar la vida toda. Debe 
consistir en la transformación de la existencia misma en un vivir 
obedientes con Dios y generosos en la donación a los hermanos. 

4. Vida cristiana y ministerio sacerdotal como sacrificio
¿Cuál es la función del ministerio sacerdotal en esta nueva 
concepción del sacrificio? 
Tenemos un hermoso texto de San Pablo, que para definir su 
ministerio apostólico se sitúa en esta perspectiva. Es un pasaje de 
la Carta a los Romanos: 

«Con todo, os he escrito un tanto atrevidamente, hermanos, como 
para refrescaros la memoria, en virtud de la gracia que me ha sido 
dada por Dios, de ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, 
ejerciendo el ministerio del Evangelio de Dios, para que los gentiles 
sean una ofrenda agradable, santificada en el Espíritu Santo» 
(/Rm/15/15-16). 

La traducción no es del todo exacta. El texto griego dice más 
exactamente: «... para que la ofrenda de los paganos resulte 
agradable, santificada por el Espíritu Santo.» 
Decir que los «paganos lleguen a ser una oblación agradable» es 
dejar a los paganos, es decir, a los cristianos convertidos del 
paganismo, en una posición puramente pasiva. Pablo no quiere 
darles sola y simplemente una función pasiva; poco antes ha 
explicado en qué consiste la ofrenda, la oblación cristiana de los 
fieles. Y ha dicho: 

«Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que 
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a 
Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (/Rm/12/01-02). 

El culto de los paganos convertidos es, por consiguiente, el de 
ofrecerse a sí mismos a Dios. 
Tarea del apóstol es intervenir en este ofrecimiento, en este 
sacrificio, de una manera decisiva, gracias al oficio sagrado del 
Evangelio de Dios que le ha sido confiado a él. Debe realizar una 
acción sagrada, una acción sacerdotal. Está claro que Pablo intenta 
aquí hablar de un nuevo sacerdocio. No ha tomado unos términos 
del lenguaje estrictamente sacerdotal antiguo, precisamente porque 
tiene la idea de que se trata de un nuevo sacerdocio. 
Este nuevo sacerdocio consiste en ser instrumento del Espíritu 
Santo para comunicar ese «fuego» a los cristianos, a los 
convertidos, a fin de que puedan ser oblación agradable a Dios. La 
oblación agradable debe ser santificada por el Espíritu Santo. La 
función sacerdotal del ministerio es propiamente ésta: comunicar el 
Espíritu Santo por medio de la Palabra y de los Sacramentos. 
Este es el centro de nuestra vocación sacerdotal: comunicar el 
EspIritu Santo para que la existencia de los cristianos pueda ser 
transformada en una ofrenda permanente. 
En la nueva Liturgia, en la tercera Plegaria Eucarística tenrmos la 
hermosa expresión de esta misma realidad: 

«El Espíritu Santo haga de nosotros un sacrificio agradable a Ti.» 


Esta es la sustancia de la doctrina de Pablo y de la Carta a los 
Hebreos; éste es el fin de la historia de la salvación: que los 
hombres transformados por el Espíritu Santo puedan llegar a ser 
ofrenda agradable a Dios. Y llegar a ofrenda agradable a Dios 
significa, al mismo tiempo, vivir en continuo servicio de los 
hermanos. Esta es la voluntad del Padre: que el amor reine en 
nuestros corazones. Esta es la transformación, la conversión del 
hombre; éste es el designio de Dios: que el amor divino triunfe 
sobre la tierra. El sacerdocio ministerial lleva inherente un papel y 
una tarea esenciales en este misterioso designio de Dios.

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983