EL SACERDOCIO DE CRISTO Y NUESTRO SACERDOCIO

ALBERT VANHOYE, SJ


I. JESUCRISTO, NUEVO SACERDOTE

Introducción
Digámoslo de entrada: el tema del sacerdocio es totalmente 
distinto del tema de los ministerios. No debéis esperar de mí largas 
explicaciones acerca de los ministerios en la Iglesia, sino más bien 
un ahondar en el sentido del Sacerdocio. 
¿Qué es el sacerdocio cristiano? ¿Cómo podemos concebirlo? 
¿Cuáles son sus aspectos más importantes? Estas son algunas de 
las preguntas a las que intento responder. 
El que quiera entender bien el sacerdocio cristiano debe, sobre 
todo, contemplar a Cristo, ya que Cristo ha transformado y 
renovado completamente el sentido del sacerdocio y, en última 
instancia, solamente hay un único sacerdote cristiano y éste es 
Cristo. 
Por esta razón, estas seis lecciones tendrán como tema principal 
el sacerdocio de Cristo. El sacerdocio jerárquico y el sacerdocio 
común vendrán estudiados a continuación, secundariamente, en su 
relación con el sacerdocio de Cristo. 
Este es nuestro programa: 

1. Jesús nuevo Sacerdote. 
2. Es el sacerdote digno de fe. 
3. Es el sacerdote solidario con los hombres. 
4. Nuevo sentido del Sacrificio. 
5. La nueva realidad de la Alianza. 
6. Relaciones entre el sacerdocio común y el sacerdocio 
ministerial. 

Nuestro texto básico será naturalmente la Carta a los Hebreos, 
puesto que ella es el único texto de Nuevo Testamento que nos 
habla del Sacerdocio de Cristo; sin embargo, tendremos también 
diversas ocasiones de examinar algunos otros textos del Nuevo 
Testamento. 
Para desarrollar nuestro primer tema, es decir, Jesucristo nuevo 
Sacerdote, haremos el análisis de un texto muy sugestivo de la 
carta a los Hebreos, el cual constituye una gran novedad en la 
Biblia en general y en el Nuevo Testamento, en particular. Este texto 
se encuentra al fin del capítulo II de la Carta; viene a ser la 
conclusión de la primera parte de la carta y anuncia, al mismo 
tiempo, la segunda parte. 
Allí, por primera vez, el autor habla de Sacerdocio y es, 
precisamente para atribuirlo a Cristo. 
Afirma que Cristo 

«... tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos para 
ser ante Dios un Pontífice misericordioso y fiel, capaz de expiar los 
pecados del pueblo; porque, si puede socorrer a los que son 
probados, es porque Él mismo sufrió y fue probado». /Hb/02/17-18

En este texto el autor efectúa dos cambios que nos es preciso 
considerar: 
El primero consiste en aplicar a Cristo el título de «sumo 
Sacerdote» (archiereús). 
El segundo consiste en el nuevo concepto de Sacerdote que aquí 
se nos presenta. 


I. Primera innovación:
Por primera vez en la Carta a los Hebreos y en el Nuevo 
Testamento,
Cristo es llamado Sacerdote, sumo Sacerdote

Nosotros estamos acostumbrados a hablar del Sacerdocio de 
Cristo. La cosa nos parece evidente, sin dificultad ninguna. O sería 
mejor decir: la cosa nos parecía obvia, en imperfecto, porque al 
presente la situación ha cambiado mucho. 
La contestación ha llegado también a este punto especial. Y nos 
es conveniente considerar de cerca cómo estaban las cosas a este 
respecto en tiempo de Cristo y de la Iglesia primitiva. 

1. Los Textos
Si examinamos los textos del Nuevo Testamento observamos que 
anteriormente a la Carta a los Hebreos ningún texto atribuye a 
Jesús el título de Sacerdote o sumo Sacerdote. La tradición 
evangélica no usa jamás esos títulos aplicados a Jesús. Los reserva 
únicamente para el sacerdocio levítico y, en la mayoría de los 
casos, los sumos sacerdotes son presentados como hostiles a 
Jesús, como sus enemigos. La misma situación aparece en los 
Hechos de los Apóstoles; observamos, en más de un caso, cómo el 
título «sacerdote» viene usado para un sacerdote pagano (Hech 
14,13). San Pablo no usa jamás la palabra «sacerdote» o «sumo 
sacerdote»; es decir, no habla nunca de sacerdotes ni judíos, ni 
paganos ni cristianos. Fuera de la Carta a los Hebreos, Cristo jamás 
es llamado sacerdote. 

2. La situación
Esta situación se puede comprender fácilmente. Es cierto que, a 
primera vista, no se percibía ninguna relación entre la existencia de 
Jesús y la institución sacerdotal tal como se la entendía en el 
Antiguo Testamento: 

—la persona de Jesús no se presentaba con carácter sacerdotal; 

—el ministerio de Jesús no había tenido el carácter de un 
ministerio sacerdotal, y 
—la muerte misma de Jesús no se había presentado como un 
sacrificio ritual. 

La persona de Jesús no era sacerdotal, según la Ley de Moi sés, 
puesto que Jesús no pertenecía a una familia de sacerdotes. Entre 
los hebreos el sacerdocio se transmitía solamente por vía 
hereditaria. Había sido concedido por Dios a Aarón y a sus hijos; 
por tanto, no podía transmitirse a ningún miembro de otra tribu 
cualquiera (Núm 3,10-38). De esta manera se expresaba la santidad 
del sacerdocio, por medio de la separación, por una no 
transferencia entre familias sacerdotales y no sacerdotales. Ahora 
bien, Jesús pertenecía a la tribu de Judá; no era, por tanto, 
sacerdote, según la Ley. Nunca, durante su vida, pretendió Jesús 
ser sacerdote ni ejercer ninguna función sacerdotal. 
Su ministerio se desarrolló más bien en la línea profética y no en 
la sacerdotal. Se puso a predicar, que es lo que hacían los profetas. 
A veces se expresa con acciones simbólicas como hacian los 
antiguos profetas (por ejemplo, la higuera estéril, la expulsión de los 
mercaderes del Templo). Hizo milagros como los profetas Elías y 
Eliseo. Jesús manifiesta que se considera a sí mismo como un 
profeta cuando explica la incredulidad de sus paisanos diciendo: 

«La verdad es que ningún profeta es bien acogido en su tierra» 
(Lc 4,24 y par.). 

Y ciertamente fue considerado y tenido por profeta: «Un gran 
profeta ha surgido entre nosotros» (Lc 7,16). 
En la predicación de los profetas se observa frecuentemente una 
lucha contra los sacerdotes, un enfrentamiento. Jesús, en cierto 
modo, continúa esta tradición profética. Los Evangelios nos narran 
un modo sistemático de obrar Jesús en contra de la concepción 
ritualista de la vida religiosa. Con frecuencia e insistencia, de 
palabra y con hechos, Jesús se opone al concepto de la 
santificación como fruto de distancias y separaciones. En una 
controversia sobre la pureza ritual, Jesús demuestra que la 
verdadera religión no consiste en los ritos externos. La pureza ritual 
se levantaba como categoría absoluta, ya que condicionaba hasta 
la misma participación en el culto; Jesús niega esta importancia. En 
este mismo sentido van sus invectivas en contraste con el precepto 
exagerado del sábado. Los textos se multiplican y abundan a lo 
largo de los Evangelios. 
A este propósito, Mateo cita una frase de un valor significativo 
para este tema nuestro: 

«Id, pues, a aprender qué es aquello de misericordia quiero y no 
sacrificios» (/Mt/09/13; /Mt/12/07). 

Aquí «sacrificio» no se entiende como una mortificación 
cualquiera; se trata del sacrificio ritual y de todo lo que con él se 
relaciona. Entre los dos modos de servir a Dios, uno con ritos y 
separaciones, el otro por medio de relaciones humanas, Jesús elige 
con preferencia este segundo. A los sacrificios rituales Jesús 
prefiere la misericordia, esto es, la preocupación por las relaciones 
humanas. 
Nada hay, por tanto, en la persona de Jesús, en su actividad, en 
sus enseñanzas, nada que esté en la línea del sacerdocio antiguo. 
¿Y qué podemos decir de su muerte? ¿No se deberá, al menos 
admitir que aquí todo es realmente sacrificial y, por tanto, 
sacerdotal? No, esto no se puede decir sin algunas aclaraciones y 
puntualizaciones. 
Nos es necesario señalar que eso no es verdad, según la 
concepción antigua, ritual, del sacrificio y del sacerdocio. 
Ciertamente el suceso del Calvario aparece sin ninguna relación 
con un sacrificio ritual. Se presenta, más bien, como todo lo 
contrario, lo opuesto a un sacrificio, ya que fue un castigo legal, la 
ejecución de una condena de muerte. Ahora bien, un castigo legal 
es algo totalmente opuesto a un sacrificio. 
Un sacrificio, en la concepción antigua, es un acto ritual, 
glorificante y que une con Dios. La víctima se ofrece entre 
ceremonias sagradas y así simbólicamente sube hasta Dios. 
Un castigo legal, por el contrario, es un acto jurídico, no ritual; no 
es glorificante sino infamante; separa del pueblo de Dios y de Dios 
mismo. 
Por tanto, visto desde fuera, el suceso del Calvario no tenía nada 
de ritual ni de sacerdotal. Aumentaba la distancia entre Jesús y el 
sacerdocio antiguo. 

3. Razones de la innovación
Si tal era la situación, ¿cómo se justifica la innovación que 
introduce la Carta a los Hebreos? Digámoslo ya de entrada: se trata 
de una innovación que provoca a su vez otra novedad, y es la 
aplicación del título de sacerdotes a los ministros de Cristo en la 
Iglesia. Por tanto, para entender esta última innovación nos será de 
todo punto necesario entender la primera. 
La innovación de la Carta a los Hebreos se justifica como un 
posterior ahondar en el misterio de Cristo, el cual viene reconocido 
como Aquel en quien se dan cumplimiento perfecto todas las 
Escrituras. 
El misterio de Cristo, como hecho, es ya completo con la pasión y 
glorificación de Jesús; pero, aunque la realidad ya fuera completa, 
su comprensión no lo fue inmediatamente. Lo que los apóstoles 
recibieron, de inmediato, fue una revelación global. Entendieron que 
en Cristo las Sagradas Escrituras se habían cumplido plenamente. 
Esta revelación global exigía una reelaboración progresiva al llegar 
el momento de explicar toda su trascendencia y dimensión, en el 
modo de manifestar los diversos aspectos en ella contenidos, en el 
instante de hacer el inventario de las riquezas de Cristo. 
Los apóstoles, ciertamente, leyeron la Escritura para encontrarse 
con los diversos aspectos del misterio de Cristo. Ya el primer 
discurso de San Pedro, el día de Pentecostés nos muestra cómo 
Pedro ilumina los sucesos acaecidos, sirviéndose de la Escritura. 
Pedro utiliza el salmo 16, que predice la Resurrección; a 
continuación, el salmo 110, que predice el triunfo de Cristo a la 
derecha de Dios. El segundo discurso descubre en otros textos 
algunos otros aspectos. Cristo viene presentado como el nuevo 
Moisés anunciado en Dt 18,5.19, y como parte de la descendencia 
de Abraham, de la cual nos viene la bendición. Poco después la 
respuesta de Pedro al Sanedrín lleva a otros puntos del 
cumplimiento de la Escritura. Es de esta manera como se va 
penetrando en el misterio de Cristo, confrontando los hechos con lo 
anunciado en la Sagrada Escritura, es decir, en el Antiguo 
Testamento. 

4. La importancia del Sacerdocio en el Antiguo Testamento
SCDO-AT/IMPORTANCIA: Debemos tener presente, que entre 
las diversas tradiciones aceptadas en la composición del Antiguo 
Testamento ocupa un lugar destacado la Tradición Sacerdotal. El 
sacerdocio es, ciertamente, uno de los puntos sobresalientes de la 
revelación bíblica. Basta repasar un poco las páginas del Antiguo 
Testamento para darnos cuenta de ello. 
Esta importancia aparece todavía más resaltada en el 
Pentateuco, que dedica largos capítulos a las prescripciones 
cultuales, y nos describe con lujo de detalles y especial énfasis la 
consagración del sumo sacerdote y la actividad sacrificial de los 
sacerdotes. Todo ello forma parte básica de la ley mosaica. Ya en 
los libros históricos se puede observar cómo toda la historia del 
pueblo elegido gira progresivamente en torno a dos instituciones: la 
dinastía davídica y el sacerdocio de Jerusalén. Después del exilio la 
importancia del sacerdocio crece todavía más. La comunidad 
hebrea de los repatriados parece ser la primera que se organiza 
sobre la doble autoridad: por una parte, el descendiente de David, 
Zorobabel; y, por otra, Josué, descendiente del sumo sacerdote. 
(De ello dan testimonio las profecías de Ageo dirigidas a uno y 
otros.) Además, pronto desaparece Zorobabel sin tener sucesores, 
de tal modo que el sumo sacerdote asume la responsabilidad de 
dirigir la existencia y sobrevivencia del pueblo (cfr. redacción actual 
de Zac 6,11). De esta manera centra en sí toda la autoridad. 
Esta situación se prolonga, con diversas peripecias, hasta el final 
del siglo primero; consecuencia de ello fue que la dignidad 
sacerdotal suscitó fuertes ambiciones y grandes rivalidades e 
incluso luchas despiadadas. Los documentos de Qumran nos 
manifiestan hasta qué punto fueron duras las polémicas en tiempo 
de Cristo. 
Frente a tantas luchas, tantos abusos y tantas desilusiones, se 
podría pensar en el surgir de una reacción negativa contra el 
sacerdocio desesperando de él. En realidad, se observa la reacción 
inversa, esto es, la esperanza en un sacerdocio renovado en los 
tiempos mesiánicos. 
Nos parece natural pensar, a veces, que para los últimos tiempos, 
los hebreos esperaban solamente un Mesías davídico. La verdad es 
que su esperanza se cifraba en tres personajes. En primer lugar, 
aguardaban al Profeta. No simplemente un profeta, sino «el 
Profeta», con artículo, o sea, el anunciado en el Dt 18,15-9, donde 
Moisés decía que Dios daría a su pueblo un profeta semejante a él 
y que tendrían necesariamente que escuchar a ese Profeta. 
El segundo personaje esperado era el Rey-Mesías. Espera ésta 
fundada en el oráculo de Natán (2 Sam 7), en el cual Dios prometía 
a David un hijo que sería su sucesor y que reinaría para siempre. 
Y el tercer personaje en la esperanza de los hebreos era el 
«Sacerdote-Ungido», el «Sacerdote-Mesías». La espera del 
Sacerdote de los últimos tiempos aparece menos en el Antiguo 
Testamento (cfr. 1 Sam 2,35; Jer 33,14-26; Zac 6,11). Sin embargo, 
esta espera está fuertemente testimoniada y explícita en los 
documentos de Qumran. Allí tenemos textos que nos hablan de dos 
Mesías, dos Ungidos, uno, que será real, y el otro, sacerdotal. Por 
ejemplo, en la «Regla de la congregación» se lee: «Serán 
gobernados por la primera ley, hasta el momento en que llegue el 
Profeta y los Ungidos de Aarón e Israel (I QS 9,10-11). La palabra 
Mesías está en plural. El Mesías de Israel es el Mesías-Rey; el 
Mesías o Ungido de Aarón es el Mesías-Sacerdote. 
En otro lugar, donde se dan las reglas para cuando lleguen los 
últimos tiempos, se dice que, en la comida común debe ser al 
Sacerdote a quien corresponde la presidencia y el primer lugar. 
El texto tiene algunas lagunas, pero en él encontramos lo 
siguiente: 

«Que nadie extienda la mano hacia la primicia del pan o del mosto 
antes que el Sacerdote. El bendecirá las primicias del pan y del 
mosto, será el primero en extender su mano hacia el pan y, a 
continuación, el Mesías de Israel tenderá también sus manos al pan 
y después de él toda la congregación...» (I QS 2,19-21). 

En otros documentos no qumránicos, llamados los Testamentos 
de los doce Patriarcas, se encuentra el anuncio de un 
Mesías-Sacerdote, que vendrá de la tribu de Leví, junto a un 
Mesías-Rey que saldrá de la tribu de Judá. En el Documento de 
Damasco, en vez de usar el plural «los ungidos», se usa el singular 
«el ungido de Aarón y de Israel»; parece, pues, que en algunos 
ambientes, se esperaría un solo personaje con el poder, al mismo 
tiempo, de las dos dignidades. 


5. Distancia entre Jesús y el sacerdocio antiguo
La espera de un Mesías-sacerdote era normal, en cuanto al 
cumplimiento final; debía revelarse como el cumplimiento del 
proyecto de Dios en todos sus aspectos; ahora bien, el aspecto 
sacerdotal es importantísimo, ya que se trata de la relación del 
pueblo con Dios. Esta espera planteaba a los cristianos una 
cuestión: ¿Cuál es la respuesta del misterio de Cristo? ¿Qué 
relación encontramos entre esta espera sacerdotal y el misterio de 
Cristo? 
A primera vista parecería que la respuesta es negativa, según lo 
que ya hemos señalado. Jesús no era de la familia sacerdotal, su 
ministerio no se había presentado bajo el aspecto sacerdotal, su 
muerte lo colocaba completamente fuera del culto sacerdotal 
antiguo. Pero en una reflexión más profunda la Iglesia primitiva llegó 
a percibir cómo el aspecto sacerdotal se encontraba presente en el 
misterio de Cristo; más aún, que Cristo era el único sacerdote 
perfecto. Sólo que el cumplimiento de la Escritura se había realizado 
de una manera paradójica. 
A decir verdad, la paradoja de este cumplimiento no era un caso 
único; también en otros aspectos del misterio de Cristo nos 
encontramos, con cierta regularidad, con este estilo sorpresivo y 
contradictorio. Tomemos, por ejemplo, el aspecto mesiánico. ¿Cómo 
reconocer en Jesús al Mesías, o sea al Rey de Israel elegido por 
Dios y coronado a la derecha en su trono? Jesús no se presenta 
como un Rey, sino como un condenado a muerte: su corona es de 
espinas, su pueblo lo rechaza en vez de aclamarle. Y sin embargo, 
Jesús resucitado revela su poder y se manifiesta como el verdadero 
Mesías; pero de una manera totalmente inimaginable. 
El cumplimiento de las Escrituras, lo hemos de tener presente, 
engloba siempre tres aspectos: uno de continuidad, otro de 
novedad y un último de superioridad. En otros términos: semejanza, 
diferencia, trascendencia. Estos tres aspectos son necesarios para 
que se dé un verdadero cumplimiento de las Escrituras. 
Por eso la primera novedad ya señalada, esto es, la aplicación a 
Cristo del título de Sacerdote, no era posible sin una segunda 
innovación, es decir, la «transformación» del concepto de 
sacerdocio en el sentido de una «profundización»; esta 
profundización lo podemos decir de una vez, está siempre en la 
dimensión de la comunión. 


II. Segunda innovación:
Un nuevo concepto de sacerdocio

Esta segunda innovación se manifiesta ante todo en el modo de 
presentar el acceso al sacerdocio. 

1 Humillación y no exaltación
El autor toma aquí una prospectiva inesperada; como condición 
para llegar a sumo sacerdote se exige de éste una total asimilación 
con los demás hombres. Cristo «... tenía que hacerse en todo 
semejante a sus hermanos» (Heb 2,17). 
Ni la tradición bíblica antigua, ni la historia más cercana educaba 
las mentes hacia una exigencia de este tipo. 
Lejos de hablar de semejanza o asimilación, los textos del Antiguo 
Testamento subrayan más bien la necesidad de una distinción y 
separación; de este modo, conciben la santificación necesaria al 
culto de Dios. Para entrar en contacto con las realidades sagradas, 
los levitas están puestos aparte; ellos no tienen heredad propia 
entre los hijos de Israel (Núm 18,23). 
El censo de los mismos es hecho por separado (Núm 3,15) (Núm 
26,62). Para Aarón y sus hijos la separación aparece todavía más 
remarcada, más insistente, a través de los ritos de consagración 
largamente descritos en el Exodo y en el Levítico: baño ritual, 
investidura, unción, sacrificios... (Ex 28,29; 40,13-15; Lev 8). 
A causa de todo esto el sumo sacerdote aparecía como un ser 
elegido, elevado por encima del común de los mortales; la primera 
palabra que el Sirácida nos dice para hablar de Aarón es la 
siguiente: 

«Dios exaltó a Aarón» (Sir 45,6). 

El sacerdocio lo convierte en diferente de todos los hombres; las 
vestiduras sagradas expresan su gloria, sin posibilidad alguna de 
comparación; el Sirácida no se cansa de describir el esplendor del 
sacerdote (Sir 45,7-13; 50,5-11). 
Desde el tiempo del Exodo una dignidad semejante había 
suscitado ambiciones y envidias (Núm 16-17; Sir 45,18). En los 
siglos que siguieron al exilio las rivalidades se fueron haciendo cada 
vez más ásperas y enconadas, puesto que la autoridad religiosa del 
sacerdote se aumentó con el poder político (cfr. 2 Mac 4). Los 
documentos de Qumran expresan una hostilidad virulenta contra «el 
sumo sacerdote impío», que imponía voluntariamente su ley a la 
comunidad. El historiador Flavio Josefo atestigua, por su parte, al 
principio del primer siglo de nuestra era, cómo el sumo sacerdote 
había caído en una situación bien deplorable, precisamente por ser 
objeto de avidez y de oscuras tramas por parte de los hombres que 
lo consideraban como un medio para ensalzarse por encima de los 
demás. 
La afirmación de la Carta a los Hebreos, separada de este 
contexto histórico, puede darnos la idea de un contraste 
extremadamente fuerte. Ella se opone directamente a la mentalidad 
y a la conducta de los sumos sacerdotes de su tiempo. A sus ojos, 
el pontificado constituía el máximun de todas las promociones 
humanas; para alcanzarlo buscaban medios que les distinguieran 
de los demás, y utilizaban con este fin el dinero y las influencias 
políticas (cfr. 2 Mac 4,7-8.24). 
Cristo inicia su camino justamente en una dirección 
diametralmente opuesta. «Para poder llegar a sumo sacerdote», 
Cristo debe renunciar a todo privilegio y, todavía más aún, debe 
humillarse hasta lo más bajo, y en vez de colocarse por encima del 
pueblo, debe «hacerse en todo semejante a los hermanos», 
aceptando hasta el hundimiento y la humillación de la pasión. 

2. Solidaridad y no separación
Remarquemos que esta actitud no se opone solamente a los 
abusos deplorados por los Macabeos o por el historiador Flavio 
Josofo. Abarca también toda idea tradicional de los hebreos más 
religiosos, aquellos que tenían gran celo por «la santidad del 
sacerdocio» y velaban por el mantenimiento de las separaciones 
legales entre el sumo sacerdote y el mundo profano. Exigir del sumo 
sacerdote una total identificación y semejanza con los demás 
miembros del pueblo, les hubiera parecido incompatible con la idea 
de justa dignidad que tenían del sacerdocio. 
Es evidente que la meditación en torno al misterio de Cristo, es la 
que ha conducido a nuestro Autor a dar vuelta a la prospectiva, 
insistiendo en la exigencia de solidaridad humana y abandonando la 
concepción de separaciones rituales. Estos dos cambios están 
estrechamente relacionados y se condicionan recíprocamente. Su 
condición de posibilidad reside en el hecho de que en el Sacerdocio 
de Cristo, la aceptación de la solidaridad humana realiza, de hecho, 
cuanto los ritos antiguos se esforzaban inútilmente en obtener, es 
decir: la elevación del hombre hasta Dios. El Autor lo ha dicho un 
poco más arriba (Heb 2,9): y «por haber padecido y muerto», por 
haber hecho suya hasta el fondo la condición de hombre es por lo 
que Cristo ha sido «coronado de gloria y honor»; esto es, admitido 
con su humanidad en la intimidad de Dios. En vez de realizarse esto 
a través de separaciones legales rituales, su elevación hasta la 
inmediatez y proximidad de Dios ha llegado a su plenitud gracias a 
la aceptación de una plenitud de comunión con el destino de sus 
hermanos. 

3. Mediación y sacerdocio
¿Qué queda de la concepción antigua del sacerdocio? Pareciera 
que nada. El contraste es completo. Sin embargo, basta reflexionar 
un poco para caer en la cuenta, más allá de la negación ofrecida 
por las apariencias, una continuidad profunda. El fin principal del 
sacerdocio ha estado siempre en verificar una función mediadora 
entre Dios y los hombres. Esto es verdad en el Antiguo Testamento, 
y esto es verdad, todavía más hondamente, en el Nuevo 
Testamento. 
La mediación requiere de parte del sumo sacerdote una doble 
relación: con los hombres y con Dios. 
En el sacerdocio antiguo esta relación con los hombres no era 
ningún problema, siendo como era el sumo sacerdote un hombre 
como los otros, miembros de la familia humana, sujeto a las mismas 
debilidades que los demás hombres. La atención recaía, no sobre 
esta primera relación, sino que se concentraba por entero en la 
segunda que se pretendía establecer y mantener. Las ceremonias 
rituales se practicaban con este fin: poner al sumo sacerdote en 
relación con Dios, elevarlo hasta Dios, hacerlo agradable a Dios. 
Las separaciones exigidas constituían la inevitable contrapartida de 
la empresa perseguida, puesto que no se podía concebir el 
acercamiento y unión con Dios sin la imprescindible ruptura con las 
realidades terrestres. 
Pero en realidad, los ritos no alcanzaban su fin. No tenían la 
eficacia positiva para unir realmente al sumo sacerdote con Dios 
(cfr. Heb 9,9; 10,4). Incluso, después de la consagración, el sumo 
sacerdote continuaba siendo imperfecto, manchado por el pecado 
(Heb 7,18-19). Los sacrificios por él ofrecidos, de hecho, no le 
permitían el acceso y el encuentro con Dios; cuando él se acercaba 
pomposamente al Santo de los Santos, su incidencia no tenía más 
que un valor simbólico; él permanecía confinado a un nivel terrestre 
(Heb 8,5). 
A fin de cuentas, la única eficacia de las prescripciones rituales 
era negativa; ellas separaban al sumo sacerdote de los demás 
hombres. Para avanzar hasta el santuario debía hacerlo solo (Heb 
9,7); separado de los demás hombres e impotente para abrirse 
camino hasta Dios, él no podía cumplir plenamente con la tarea de 
mediador. 
El cambio de situación efectuado por Dios en el misterio de Cristo 
puso remedio a esta ineficiencia esencial del sacerdocio antiguo. 
Las relaciones con los hombres y las relaciones con Dios se han 
visto conducidas, la una a través de la otra, a su perfección; Cristo 
se ha hecho solidario de los hombres y ha llevado a plenitud de 
esta manera la voluntad de Dios. Las separaciones rituales han sido 
sustituidas por el sufrimiento redentor, el cual, al triunfar sobre el 
pecado de los hombres, ha unido a Cristo con las pruebas y 
sufrimientos de los mismos. Han sido abatidas todas las barreras de 
ambas partes. El camino que conduce los hombres hacia Dios está 
abierto (Heb 10, 19-20). 
Hijo de Dios y hermano de los hombres, Cristo es el perfecto 
Mediador. Lo que se ha rechazado del sacerdocio antiguo son sus 
límites y no la intención fundamental, que, por el contrario, ha 
encontrado su total cumplimiento. 

4. El sumo sacerdote celestial
J/MEDIADOR: Aquel a quien el Autor reconoce como el perfecto 
sumo sacerdote es el Cristo glorificado. Por tanto, la mediación no 
se establece plenamente si no es a través de su pasión y su ingreso 
en la gloria. Ciertamente la relación del «Hijo» con Dios no comienza 
ahora; en su introducción de la Carta se ha dejado bien aclarado 
este punto; pero, ya lo hemos subrayado, la mediación exige una 
perfecta unión de las dos relaciones diversas en una única persona. 

En consecuencia, solamente el Cristo glorificado, al verificar una 
perfecta conjunción de este tipo, puede llegar a su perfección. Al 
hijo preexistente, perfectamente unido a Dios en la gloria (Heb 1,3), 
le faltaba, para ser Mediador, la solidaridad con los hombres. Su 
situación era la opuesta a la de los sumos sacerdotes antiguos. De 
aquí la diferencia de perspectiva que observamos; mientras el 
Antiguo Testamento se preocupaba, por encima de todo, de las 
relaciones del sacerdote con Dios, nuestro Autor insiste en la 
necesidad de sus relaciones con los hombres. 
Antes de su pasión, mientras estaba en la tierra, Jesús no se 
encontraba todavía en situación de perfecto Mediador, puesto que 
ni su relación con Dios ni con los hombres había alcanzado su 
totalidad y plenitud. Siendo hombre todavía terrestre Jesús no 
estaba perfectamente unido a Dios en la gloria; era necesario una 
total y radical transformación de su humanidad (Heb 2,10), y, por 
otra parte, su solidaridad con los hombres no había llegado hasta el 
fondo, no había alcanzado su plenitud. 
Por eso el Autor precisa que, para llegar a sumo sacerdote, El 
debía hacerse en todo semejante a sus hermanos, es decir, llegar 
hasta el sufrimiento y hasta la muerte (Heb 2,14). Una vez que Él ha 
efectuado esta asimilación total y, habiendo sido por ello coronado 
de gloria y honor, las dos relaciones se han fusionado para siempre 
en el propio ser de Cristo. Más aún, ellas de tal manera se han 
unido la una a la otra, que se compenetran, se complementan, 
puesto que la relación de Cristo glorificado con Dios está fundada 
en el don que El ha hecho de sí mismo a los hombres; y 
recíprocamente, la relación de Cristo con los hombres ha 
encontrado su perfección, gracias a una total adhesión al amor que 
viene de Dios (Heb 2,10; 5,7-9; 10,9-10). De esta manera Cristo 
glorificado realiza, con una plenitud hasta entonces inconcebible e 
insospechada, el ideal sacerdotal. 

5. Novedad
Como podemos ver se trata de una doble novedad la presentada 
por el Autor de la Carta. En relación a los otros escritos del Nuevo 
Testamento, novedad de nombre; Cristo no había sido nunca 
llamado con el título de «sumo sacerdote». En relación con el 
Antiguo Testamento, novedad de concepción; jamás se había 
pensado en una manera semejante de acceder y de ejercer el 
sacerdocio. 
La segunda innovación condiciona la primera. A fin de que el 
concepto de sacerdocio pueda ser aplicado a Cristo, era 
indispensable una innovación en tal concepto. 
El Autor ha hecho este cambio retomando, en esta primera parte 
de la Carta (Heb 1,5-2,18) los datos tradicionales de la predicación 
primitiva en torno a la muerte y a la glorificación de Jesús y 
mostrando, al final, que esta realización divina correspondía a la 
perspectiva fundamental del sacerdocio antiguo. 
Se trata de una renovación fecunda; ella nos permite comprender 
mejor ciertos aspectos del misterio de Cristo, integrando al 
pensamiento cristiano toda la sustancia de la tradición cultural de 
Israel, la cual, como hemos observado repetidas veces, ocupa un 
puesto destacado y trascendental en la Biblia; además, responde a 
una de las necesidades fundamentales del alma humana, como es 
la de encontrar una expresión social específica de las propias 
aspiraciones hacia Dios.

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983