EL PRESBÍTERO, SIERVO Y SERVIDOR
La razón interna de que no se confieran órdenes más que a los
bautizados y varones no debe verse en la incapacidad natural de la
mujer para el oficio sacerdotal, sino en las tareas del sacerdocio
que son más apropiadas al modo de ser del varón; tales tareas
hacen ver como conveniente que su servicio se confiera al varón.
Del mismo modo que el servicio del sacerdote sólo puede ser visto
rectamente con los ojos de la fe en Cristo y en su obra, el hecho de
estar reservado al varón este servicio como todo misterio de Dios
sólo puede ser valorado dentro de la fe.
La reflexión de la fe debe partir del hecho de que el sacerdote es
instrumento de Cristo de un modo especial. Es natural que todo
bautizado que deba servir de un modo especial a Cristo como
instrumento de su obra salvadora deba participar también de su
carácter natural. No se funda en la esencia de Dios el hecho de
que el Hijo de Dios se encarnara en forma de varón, ya que Dios
está más allá de todas las diferencias de sexo. La razón es más
bien la obra de Cristo. El Hijo de Dios encarnado debía realizar la
misión que el Padre le había confiado en la publicidad de la tierra
para todo el mundo. La publicidad es preferentemente el campo de
acción del varón; la mujer obra en lo escondido. En el ser varón
hay una alusión especial a la misión de Cristo: volver a dar vida al
mundo caído y muerto. Es misión del varón engendrar la vida. En
esta relación y hechos naturales hay una analogía del hecho de
que el Hijo de Dios, a quien el Padre ha concedido tener la vida en
sí mismo, lo mismo que el Padre, engendre en el hombre la vida
divina en toda su plenitud. Y así en el sacerdote su ser varón
significa una alusión natural a su misión de predicar el mensaje del
reino de Dios en la publicidad del mundo y de administrar los
sacramentos y de conceder así la vida divina en una creatividad
realizada en la virtud de Cristo. La misión de la mujer es más bien
recibir la vida y abrigarla.
La limitación del Orden al varón no ha nacido de su apetito de
mando; no significa ninguna postergación o minusvaloración de la
mujer dentro de la Iglesia; es una expresión de la diferencia de
caracteres del varón y de la mujer. Las características del ser
masculino y femenino tienen como consecuencia el que los varones
y mujeres no tengan las mismas tareas. La mujer sigue estando
autorizada y obligada al servicio conferido por el sacerdocio
universal. La diversidad de oficios en la Iglesia no significa
distinciones de rango en el reino do Dios; creer eso delataría un
modo mundano de pensar. No es el poder de oficio lo que decide la
intimidad de la comunidad con Dios, sino sólo y exclusivamente la
fuerza del amor dispuesto al sacrificio. Lo más valioso en el reino
de Dios no es el poder oficial conferido para los servicios, sino la
vida divina concedida por medio de esos poderes, la vida de Cristo
que se realiza y crece hacia la plenitud en el servicio a los
hermanos y hermanas configurado por la fe y por el amor.
El celibato sacerdotal, recomendado por el ejemplo de Cristo,
formado después de una larga evolución y ordenado con gran
severidad para toda la Iglesia occidental desde 1139, no está
indisolublemente unido a la esencia del sacerdocio, como lo
demuestra la costumbre de la iglesia oriental. Pueden asignársele
las siguientes razones de conveniencia: el sacerdote es
instrumento de Cristo; representa, pues, en cierto modo, a Cristo
mismo. Cristo está unido a la Iglesia como la cabeza al cuerpo,
como el esposo a la esposa; el sacerdote debe representar la
unión de Cristo con la Iglesia; no debe pertenecer, pues,
exclusivamente a otro, sino a toda la comunidad. Está en cierto
modo desposado con la comunidad. El anillo del obispo simboliza
sus desposorios con la diócesis. Además podemos decir: el
sacerdote, que es instrumento oficial de Cristo y cuya existencia,
por tanto, no tiene más sentido que el servir de instrumento a
Cristo, debe penetrar en su disposición de ánimo el sentido de su
existencia. Intencionalmente debe quedar agotado en ese estar al
servicio de Cristo. Esto quiere decir: debe dirigir su amor
inmediatamente hacia Cristo y por Cristo y en Cristo a todos los que
encuentre para que les dé la vida divina. Además debe recordar
con su misma vida, que lo que él da es una vida divina distinta de la
vida terrestre. Si no se hubiera cometido en el mundo ningún
pecado, la vida divina sería regulada junto con la natural; a
consecuencia del pecado, la concesión de la vida divina no está ya
ligada a la de la vida natural. Del mismo modo que por la
procreación sexual se produce la vida natural, a la que falta la
elevación sobrenatural, quien por razón de su oficio engendra la
vida sobrenatural, no debe engendrar la natural; así se acentúa y
hace consciente la diferencia de ambas vidas. El celibato es
además expresión de la comunidad de sacrificio con Cristo. El
sacerdote es instrumento sobre todo en la actualización del
sacrificio de la cruz. Es, pues, conveniente y laudable que el
sacerdote imprima también ese carácter en su vida y en su
conducta. La expresión más clara es el sacrificio del cuerpo que
supone el celibato. Para entender esto hay que reconocer quo el
matrimonio es un valor que da plenitud corporal y anímica al
hombre. La falta de matrimonio es renuncia a esa plenitud natural
por amor a Cristo y a la comunidad de la Iglesia. El celibato no
implica, pues, una minusvaloración del matrimonio; quien desprecia
el matrimonio desprecia el celibato. En definitiva, el celibato es una
alusión a la forma de vida, que empezará después de la segunda
venida de Cristo (cfr. Mt. 22, 30). Aunque el matrimonio se
acomoda mejor que el celibato al estado actual del mundo, Dios
obrará en el mundo un estado en que la unión mutua e intercambio
vital de los hombres no se realizará en la forma actual. Mediante el
celibato se mantiene despierta la esperanza en esa forma de
existencia. A estas razones provenientes del misterio del sacerdocio
se añaden otras consideraciones de utilidad pastoral; las
reflexiones indicadas demuestran que el celibato en esencia no
significa una cerrazón del sacerdote en sí mismo, sino una
liberación y libertad a favor de Cristo y de la comunidad total; nació
de la plenitud del amor servicial e implica la afirmación incondicional
de toda atadura de sentido más valioso: de la comunidad con Cristo
y de la comunidad de Cristo. Se mantiene y decae a la par que la fe
viva y la entrega incondicional a Cristo y a la comunidad destinada
a la vida sobrenatural; sólo es posible en el amor a Cristo y sólo
puede ser valorado dentro de la fe en Cristo y de la vida traída por
El. Para el pensamiento puramente intramundano está cerrada la
puerta al celibato y a su comprensión. Los ojos de la fe, en cambio,
reconocen en él una fuente del puro amor de sacrificio siempre
fructífero.
(...)
La importancia de la transformación ocurrida en el ordenado
gracias al nuevo carácter se verá con claridad reflexionando qué
clase de servicio es el que se le encomienda. Sus características
están determinadas por el hecho de ser participación del servicio
que Cristo cumplió en su vida. Cristo dijo de sí que su vida estaba
consagrada al servicio, y amonestó a sus discípulos a que
siguieran su ejemplo justamente en la hora en que les transmitió los
poderes sacerdotales más importantes. Dice San Lucas después
de narrar la última Cena: ';Se suscitó entre ellos una contienda
sobre quién de ellos había de ser tenido por mayor. El les dijo: los
reyes de las naciones imperan sobre ellas y los que ejercen la
autoridad sobre las mismas son llamados bienhechores; pero no
así vosotros, sino que el mayor entre vosotros será como el menor,
y el que manda como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor, el que
está sentado a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está
sentado? Pues yo estoy en medio de vosotros como quien sirve"
(Lc. 22, 24-27). Cristo simboliza su voluntad de servicio en aquella
misma hora, lavando los pies a sus discípulos (lo. 13, 2-ll). El
servicio que El prestó consistió en entregar su vida para rescate de
muchos (Mc. 10, 41-45). En el reino de Dios hay grandeza y rango;
consisten en el servicio desinteresado a los demás y toda
"ambición" debe dirigirse a ese servicio (Mt. 20, 24-28). Sólo hay un
privilegio en el reino de Dios: el mayor es el servidor de todos.
Cristo sirvió al honor del Padre y a la salvación de los hombres
entregando su vida; por este servicio instauró el reino de Dios, es
decir, el dominio del amor de Dios que es un amor que se regala a
sí mismo: por él concedió al hombre obligatoriamente la
participación de su propia gloria. Su servicio se convierte así en
imperio, en cuanto que conforma según su imagen a quienes le
sirven.
El sacerdote participa en el servicio de Cristo, ya que como
instrumento de Cristo es capaz y tiene obligación de implantar en
los hombres el testimonio de la gloria del Resucitado. Los poderes
que se le conceden son facultades para su servicio especialmente
importantes; su dignidad consiste en haber sido llamado al servicio
de la vida gloriosa de Cristo. No tiene más poder ni dignidad. El
sacerdote está obligado a ponerse al servicio de la salvación con
toda su persona y con todo su ser. El orden sacerdotal no es
conferido para salud del ordenado, sino para salud de los demás
(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Suplemento 35, q. 1 al
1). Estaría en contradicción con el sentido del sacramento el
sacerdote que usara del orden primariamente como un servicio
para su propia salud, o no lo usara como servicio para los demás
por no estorbar su piedad; por ejemplo, si dijera la misa solo o ante
todo como un auxilio para la realización de su piedad privada o la
considerara como una especie de seguro de la salvación de su
alma. No puede celebrar la liturgia para sí mismo sin tener en
cuenta al pueblo. Cuando San Pablo habla a los Corintios de la
celebración del sacrificio, no destaca expresamente al sacerdote
porque es la Iglesia quien celebra el sacrificio por medio del servicio
del sacerdote (I Cor. 11, 17-34). El sacerdote participa en el
servicio de Cristo por ser instrumento de Cristo; no puede usar los
poderes que le han sido conferidos según su voluntad y capricho;
no es señor del misterio de la salud a él confiado; Cristo es el
Señor y El es quien obra en cada acción de servicio del sacerdote.
San Pablo se llama a sí mismo servidor y hasta siervo de Cristo
(Rom. 1, 1. 9; I Tim. 1, 12; Col. 1, 25; I Cor. 4, 1; ll Cor. 3, 6; 4, 1; 6,
3, 11, 23; cfr. I Petr. 5, 1-4). Este hecho traza una línea bien
definida que separa al sacerdote del mago de las religiones
naturales. Al sacerdote no se le concede en la ordenación ningún
poder oculto, desconocido y mágico que él solo pueda tener y
ejercitar; no se le comunica entre misterios cómo se pone uno a
buenas con la divinidad; la ordenación no hace más que
concederle la idoneidad para servir a Cristo con su actividad como
instrumento. Cristo, que es quien lo hace todo dentro de la Iglesia,
ha dispuesto que tal idoneidad sea causada mediante
determinadas consagraciones; pero el sacerdote no está
capacitado, gracias a ellas, para obrar por sí mismo efectos
sobrenaturales imposibles para los no ordenados. Es Cristo mismo
quien los obra mediante la acción y en la acción del sacerdote. El
sacerdote no cierra el camino hacia Cristo, sino que le abre, por no
ser señor de los misterios de Cristo, sino servidor de Cristo.
El servicio del sacerdote es servicio a la vida: a la vida
sobrenatural, a la vida imperecedera y gloriosa del Señor
Resucitado, ascendido al cielo y unido con la Iglesia; en eso
consiste la grandeza de tal servicio. Dice San Agustín (G. Morin,
Augustini Tractatus sive sermones inediti, 917, q. 32, 1, pág. 142):
"Quien quiera regir al pueblo debe saber antes que es servidor de
muchos. No es ninguna humillación ser servidor de muchos, pues el
Señor no creyó indignante el servirnos." Como en definitiva es
Cristo quien obra la salud en la acción del sacerdote, un mal
servidor no puede impedir la eficacia salvadora de su servicio.
PBRO/PECADOR: Dice ·Agustín-san:
"Todos lo dicen y yo también os lo digo: sólo los justos deben ser
servidores de este Juez... Un servidor orgulloso es un demonio pero
el don de Cristo, que pasa por él, no se mancha, sino que fluye
puro a través de él y llega intacto hasta la tierra. Este servidor es
de piedra y el agua que le riega no puede lograr frutos; pero el
agua pasa por el canal de piedra y llega a través de él hasta los
fértiles campos; en el canal de piedra no produce vida, pero
demuestra su fertilidad en los jardines. La fuerza espiritual es
comparable a la luz: llega limpia a los objetos que ilumina y no se
mancha, aunque pase por objetos impuros. Los servidores deben
ser justos y no buscar su propia honra, sino la gloria de Aquel a
quien sirven" (Sermones sobre el evangelio de San Juan, 5, 15).
Como el sentido del sacerdote es el servicio a la vida gloriosa de
Cristo, su razón debe estar cerrada plenamente al pensamiento
puramente intramundano; tal modo de pensar le debe parecer
superfluo y escandaloso.
2. PBRO/SERVIDOR El servicio sacerdotal implica: la
administración de sacramentos y la predicación de la palabra de
Dios. Como hemos visto, sacramento y palabra se pertenecen
mutuamente y están recíprocamente ordenados el uno al otro.
Cristo mismo instauró el reino de Dios por medio de su palabra y de
su acción, mediante la predicación eficaz de la palabra salvadora
de Dios y mediante su sacrificio lleno de espíritu; El es el
sacramento original y la palabra originaria. Como Señor glorificado
realiza su obra salvadora por medio de la Iglesia, de manera que la
Iglesia también puede ser llamada sacramento y palabra originales.
En la palabra que predica, dice lo que es; en los sacramentos, que
administra, se desmembra el sacramento que ella misma es. El
sacerdote, mediante cuyo servicio la Iglesia predica la palabra y
administra los sacramentos, es, por tanto, administrador de los
sacramentos y servidor de la palabra; ambas tareas se resumen en
la celebración del sacrificio; el sacerdote es instrumento de Cristo
sobre todo en la actualización del sacrificio de la cruz, que ocurre
en la liturgia de la Iglesia; éste es su poder más importante; lo
ejercita en el altar. Todas las demás tareas se agrupan en torno al
altar, de él salen y a él vuelven; se ordenan al sacrificio eucarístico
y le realizan. Santo Tomás de Aquino dice: "El poder que el
sacerdote tiene sobre el cuerpo místico de Cristo depende del
poder que tiene sobre el cuerpo real del mismo Cristo" y "al
sacerdote competen dos actividades; la principal se refiere al
verdadero cuerpo de Cristo; la subordinada, a su cuerpo místico"
(Suma-Teológica, Suplemento 17, q. 3 al 3 y 36, q. 2 al 1).
Cuando el orden de rango de esas actividades sacerdotales fue
lesionado por evoluciones históricas, fue lesionado el sacerdocio
mismo. El sacrificio es llamado en la Escritura tarea o misión
principal del sacerdote. "Pues todo Pontífice tomado de entre los
hombres, en favor de los hombres, es instituido para las cosas que
miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados"
(Hb/05/01). De acuerdo con esto, cuando el obispo adoctrina al
ordenado sobre sus tareas, destaca en primer lugar el sacrificio;
como signo del poder recibido entrega al ordenado el cáliz con pan
y vino; cuando el ordenado recibe los ornamentos sacerdotales, el
obispo vuelve a contar la celebración del sacrificio en el primer
lugar de sus obligaciones.
La administración de los demás sacramentos está en estrecha
relación con el sacrificio. Entre ellos los más importantes para el
servicio sacerdotal son la administración de la penitencia y la de la
extremaunción. (Por muy fundamental que sea el bautismo, puede
ser, sin embargo, administrado por un no-ordenado. La simbólica
del matrimonio es puesta en común por los esposos y por el
sacerdote; la confirmación está reservada al obispo.) El perdón de
los pecados supera todos los procesos que conocemos por la
experiencia. En el sacramento de la penitencia Cristo -por medio
del sacerdote- hace un juicio de gracia sobre el pecador
arrepentido. El sacerdote tiene que juzgar allí donde nosotros nos
abstenemos jurídicamente de juzgar. Es esto justamente lo que
parece escandaloso al hombre que no está lleno de fe en Cristo y
en su actividad dentro de la Iglesia. El creyente verá en eso mismo
una bendición y consuelo especiales.
Al sacramento se une la palabra. Aunque ocupe en la actividad
del sacerdote más espacio que el sacrificio, tiene menos
importancia. Aunque Cristo nos redimió también con su palabra, su
actividad salvadora se cumplió por voluntad del Padre, sobre todo
en su sacrificio. La participación en la actividad sacerdotal del
Señor significa, pues, primeramente participación en su sacrificio.
Pero la palabra no puede faltar; gracias a ella el hombre se prepara
para el hecho sacramental, que es también interpretado por la
palabra. Mediante la palabra el hombre es obligado a formar su
vida con las fuerzas del sacrificio. Pero la palabra de la predicación
no es vacía, sino salvadora (Hebr. 4, 12), porque el sacerdote no
habla palabras humanas, sino la palabra del Señor; porque no
repite las palabras como un alumno a su maestro; porque es el
Señor mismo -que permanece con los suyos hasta el fin de los
tiempos- quien actúa eficazmente en la enseñanza del sacerdote; El
es quien llama al hombre por medio de la palabra del sacerdote. El
sacerdote debe poner el máximo cuidado en la predicación
(PREDICACION/FE), porque la fe nace de la predicación
(/Rm/10/17). Dios mismo le ha dado lo que tiene que predicar: la
revelación ocurrida en Cristo en todas sus dimensiones y riqueza,
no caprichosamente escogida y dividida (Eph. 3, 8; I Cor 1, 2; 11
Cor. 4, 7-18; 5; 11 Tim. 4, 1-5; Gal. 1, 10; Tit. 1, 9). El sacerdote
pronuncia la palabra de la predicación por obediencia a Dios quo
se revela; en esta obediencia sirve a la palabra de Dios; debe
someterse a ella y no someterla a él ni servirse de ella para otros
fines. Su palabra es, por tanto, simultáneamente testimonio a favor
de Cristo y confesión de Cristo; su palabra es obligatoria con
obligatoriedad mayor que puedan tener las demás palabras
humanas, porque Cristo habla en él. Esta obligación de la palabra
de la predicación sólo es soportable para quien sabe por la fe que
quien habla es en definitiva Cristo mismo.
Capacitación para la vida sacerdotal
El Orden concede al sacerdote las gracias necesarias para el
recto cumplimiento del servicio que se le impone y para la
superación de los peligros y tentaciones a él unidos. Con la
grandeza de la misión crece la magnitud del peligro de traicionarla.
El sacerdote tiene que resistir una gran tensión; es servidor de
Cristo y por lo mismo está revestido de la autoridad de Cristo. San
Pablo tiene una aguda conciencia de este hecho; en nombre de
Cristo puede enfrentarse con los corintios, exigiendo y mandando (I
Cor. 4, 21); pero no es más que un servidor (Lc. 17, 7-10). Poder y
debilidad se juntan en una extraña unión. El sacerdote debe ser
representante de Cristo y a la vez debe esconderse y retirarse,
para no ocultar a nadie el rostro de Cristo. Si no cumple ambas
cosas, se daña a sí mismo y a la comunidad. Cuando no se
presenta en nombre de Cristo, sus poderes son desaprovechados
y sus obligaciones descuidadas. Pero cuando obliga a las
conciencias, porque está capacitado y enviado para ello, le
amenaza el peligro de estorbar el camino hacia Dios por orgullo y
desmesura, el peligro de obligar al hombre a hacer lo que él quiere,
en vez de obligarle a hacer lo que Dios quiere. Puede preguntarse
si un hombre sometido a tal tensión puede resistirla sin destruirse.
Tal tensión sólo es soportable gracias a la fe en Cristo; sólo en esa
fe se comprende que la conciencia humana no perezca en esa
tensión; sin la fe es increíble la unión de contenidos de conciencia
tan dispares y contrarios.
En concreto, podemos caracterizar la eficacia de la gracia
concedida en la ordenación de la manera siguiente: concede
fuerzas para resistir una tentación que puede nacer de la
conciencia de la preocupación trascendental por la salvación de los
demás. a saber: la tentación de pasar por alto la responsabilidad
que cada uno tiene sobre sí mismo, de manera que el fiel
demasiado atendido saque la impresión de que está bajo tutela; y
además da fuerzas contra la tentación de cumplir la misión que se
le ha confiado con medios ajenos a la revelación sobrenatural y
aconsejados por la prudencia de este mundo. También concede la
ordenación fuerzas para rechazar la tentación que puede nacer de
la obligación y capacidad de presentarse en nombre de Cristo: la
tentación de comprometer la autoridad de Dios en casos en que no
se trata del reino de Dios, sino de los intereses propios o de los
métodos temporales y pasajeros de predicar el reino de Dios. El
sacerdote existe siempre en unión con el mundo. Vive en los
órdenes del mundo; crece dentro de las formas sociales existentes;
busca en las circunstancias y procesos del tiempo ayuda y auxilio
para el cumplimiento de su tarea. Así nacen de las circunstancias
temporales determinados métodos pastorales. Estas dos cosas -el
vivir en determinadas formas sociales y la alegría de los métodos
pastorales eficaces- pueden convertirse en trampas para el
sacerdote; y lo son cuando, sobrepasando su incumbencia, se
empeña en creer, sin razón, que ciertas formas de vida ya
periclitadas son las exigidas por la Revelación y las defiende, por
tanto, en nombre de Dios, cuando pretende conservar métodos
pastorales temporeros más allá de la época que les corresponde;
cuando no sabe distinguir cuidadosamente entre su misión esencial
y los medios temporales de cumplirla. Cuando puede fácilmente
hacerse el reproche de petulancia a quien puede hablar con
pretensiones de obligación y debe fundamentar sus palabras en el
mandato de Dios, en la invocación a la muerte y a los castigos
eternos, no todo va muy bien y tal conducta da pie rápidamente a la
acusación de ambición de poder. Cuanto más profundamente viva
el sacerdote de su ordenación, tanto más eficazmente logrará
superar tales tropiezos.
El orden concede también fuerzas para superar la tentación, que
pueden nacer del deber de hablar al hombre del orgullo y vanidad
del mundo, es decir, de tener que recordar al hombre
continuamente sus pecados, llevarles al juicio del Dios
misericordioso y predicarles el reino de Dios. Es la tentación de la
presunción y desprecio de los órdenes mundanos, que puede
exteriorizarse en no oír o no tomar en serio o rechazar sin más los
recelos y dificultades que siente el corazón humano ante el amor de
Dios. Cuanto más consciente siga siendo el sacerdote de su estado
y condición de peregrino, amenazado siempre de pecado, cuanto
más grande sea su idea del Creador y de la magnificencia del
mundo creado por El y de la miseria derivada del pecado, tanto
menos expuesto estará a caer en toda tentación.
También el peligro que acecha diariamente de convertir las
tareas sacerdotales en mecánicas y oficinescas puede ser
superado si el sacerdote piensa en la gracia que recibió en el
orden y está dispuesto a dejarla actuar. Mediante la conversión a
Cristo, que en este sacramento sale al encuentro del ordenado de
una manera especial, se mantiene despierto el amor, que rompe
continuamente esta especie de telarañas que son las costumbres y
los conformismos.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VI
LOS SACRAMENTOS
RIALP. MADRID 1961.Págs. 686-698