¿Vale la pena casarse?
Fuente: mujernueva.org
Autor: Tomás Melendo, Catedrático de Metafísica (Filosofía) de la Universidad de
Málaga
Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio.
Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos.
Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.
Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su
sentido:
a) la admisión del divorcio elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo;
b) la aceptación social de «devaneos» extramatrimoniales suprime la exigencia de fidelidad; y
c) la
difusión de contraceptivos desprovee de relevancia y valor a los hijos.
¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la
arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto «pasar por la iglesia
o por el juzgado»? Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta
primacía del amor habría que comenzar por darles la razón… para después hacerles
ver algo de capital importancia: que es imposible quererse bien, a fondo, sin
estar casados.
Hacerse capaz de amar
Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener no es nada
extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse.
¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante y difícil de
nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la
escuela». Y es cierto. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual
que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva. Nuestra
cultura no acaba de entender el matrimonio: lo contempla como una ceremonia, un
contrato, un compromiso… Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre. En su
esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y
amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el que dos personas se
entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor
sublime que me permite «amar bien», como decían nuestros clásicos: fortalece mi
voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una
esfera más alta. Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total,
estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como quien no se
entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una
provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió:
«¿Olvidas que te he desposado para amarte?». Estas palabras encierran una
intuición profunda: el «para amarte» no indica una simple decisión de futuro,
incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a «para poderte amar» con un
querer auténtico, supremo, definitivo.
Casarse o «convivir»
No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en
el ámbito psicológico. El ser humano sólo es feliz cuando se empeña en algo
grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un
varón o una mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar
cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo único que merece nuestra
dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para conseguirlo.
Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin
reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, y
aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a
«defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado».
Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier
momento. No tengo certeza de que el otro se va a esforzar seriamente en quererme
y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo
yo? No puedo bajar la guardia, mostrarme de verdad como soy… no sea que mi
pareja advierta defectos «insufribles» y decida no seguir adelante. Ante las
dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa
se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción…
En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que
la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer crecer y madurar
el amor y, con él, la felicidad— se ve muy comprometida.
¿Amor o «papeles»?
Todo lo cual parece avalar la afirmación de que «lo importante» es quererse. Me
parece correcto. El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo
a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación
mutua y exclusiva, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de
ningún modo lo importante… pero, en cuanto confirmación externa de la mutua
entrega, resultan imprescindibles.
¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles
claras: la familia es -¡debería ser!- la clave del ordenamiento jurídico y el
fundamento de la salud de una sociedad: es indispensable, por tanto, que se sepa
que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio -ceremonia religiosa y
civil, fiesta con familiares y amigos, participaciones del acontecimiento,
anuncio en los medios si es el caso, etc.- deriva de la enorme relevancia que lo
que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar
radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y
maravillosa aventura… me gustará que quede constancia: igual que anuncio con
bombo y platillo las restantes buenas noticias. Igual, no. Mucho más, porque no
hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para crecer
interiormente, para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad. ¿Cómo no
pregonar, entonces, mi alegría?
¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo
comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo
puedo estar seguro de que elijo bien a mi pareja?
A todos ellos les diría, antes que nada, que para eso esta el noviazgo: un
período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y
empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.
Después, si soy como debo ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en
concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra
persona y procurar que sea muy feliz. Y si ese propósito es serio, será
compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto,
tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es
muy difícil que el matrimonio fracase.
Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta
trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge. Por
ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con aquella persona;
también, y antes, cómo actúa en su trabajo, trata a su familia, a sus amigos; si
sabe controlar sus impulsos sexuales (porque, de lo contrario, nadie me asegura
que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u
otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de
hecho, lo quiera o no, se van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien
(y del suyo) que de sus antojos…
En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a
cómo se comporta; y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá
valor cuando concuerde con su conducta.
Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que
impera una mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra
congenian, ¿no aconseja vivir un tiempo juntos, con todo lo que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una
luz más clara. Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está
estadísticamente comprobado que la convivencia a que acabo de aludir nunca
-nunca!- produce efectos beneficiosos. Por ejemplo: a) los divorcios son mucho
más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio; b) las
actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente
y a ojos vista… desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y
controladores, más desconfiados e irritables…
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el
sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus
dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sólo sabe hablar un idioma:
el de la entrega plena y definitiva.
Mas en las circunstancias que estamos considerando esa total disponibilidad
resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor
conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida. Surge así un
ruptura interior en cada uno de los novios, que se manifiesta psíquicamente por
un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores,
suspicacias… que acaban por envenenar la vida en común.
De ahí que a este tipo de relaciones, en contra del uso habitual, prefiera
llamarlas «anti-matrimoniales».
Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un
matrimonio por la «capacidad sexual» de sus componentes: ¡como si toda una vida
en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones
normales, suman unos pocos minutos a la semana!
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito
consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y
tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros:
reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su familia, en el trabajo o
estudio, con sus amigos o conocidos. Si en esas circunstancias es generoso,
afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor
al engaño, que a la larga esa será su actitud en las relaciones íntimas.
Mientras que la «comprobación directa», e incluso la forma de tratarnos, por
responder a una situación claramente «excepcional» -el noviazgo- no sólo no
proporciona datos fiables sobre su vida futura, sino que en muchos casos más
bien los enmascara.
¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas,
como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. A las personas se
las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se
juega -como decía Marañón- a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no sólo crea un
permanente estado de tensión difícil de soportar, sino que se opone frontalmente
al amor incondicionado que está en la base de cualquier buen matrimonio.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede (es
materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque
la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista
psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica
hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es
posible hacerlo!, como ya apunté.
Pero esta es una cuestión de tanta trascendencia que quizá merezca, íntegro, un
nuevo escrito.