«Nuestro matrimonio va bien. Éste es el secreto»
Tres testimonios
1
¿Nuestro secreto?: ¡No tener secretos!
por MANUEL DÍAZ Y Mª. TERESA MARIALIZA
Después de siete años de noviazgo y quince de matrimonio,
podemos decir con satisfacción que nuestra vida, tanto de pareja
como de familia, ha ido bastante bien, de lo cual nos sentimos
orgullosos.
A lo largo de esta vida en común, hemos tenido tres hijos: dos
niños y una niña. No todo ha sido ni es «miel sobre hojuelas».
Hemos tenido y seguimos teniendo nuestras dificultades y
problemas, que hemos intentado solventar a lo largo de nuestro
camino. Lo primero que hicimos fue tomar conciencia ambos de que
nuestro amor era una aventura diaria, no una meta; que debíamos
trabajar cada día nuestra relación, sin abandonarnos, porque,
cuando esto ocurre, notamos cómo nuestra relación de pareja se
resiente y se hace monótona, rutinaria, aburrida... Para nosotros, la
mejor forma de trabajar esa relación consiste en comunicarnos en
profundidad. No sirve una comunicación superficial y meramente
informativa: «¿Cómo estás?» «¿Qué has hecho hoy?» «¿Qué tal
los niños?»... La comunicación la entablamos a nivel de
sentimientos, contándonos mutuamente lo que ocurre en nuestro
interior ante las distintas situaciones: los sentimientos que éstas nos
provocan. Cuando esos sentimientos son negativos y fuertes,
entonces es cuando más intentamos ponernos en el lugar del otro,
para así llegar a entender cómo está viviendo esa situación. Esto
hace que, si nos entristecemos o nos hacemos sufrir el uno al otro,
se manifieste el gran amor que nos profesamos y tratemos de
buscar juntos la solución, para que nuestra relación no sólo no se
resienta, sino que salga fortalecida.
Este tipo de comunicación profunda nos permite potenciar ciertos
valores en nuestra relación, referidos a los distintos aspectos
propios de una vida en pareja: hijos, hogar, relación sexual, familia,
«hobbies»...
A mí (Manuel), por ejemplo, me costó un enorme esfuerzo vivir el
valor de la aceptación mutua en nuestra relación sexual y en todos
los aspectos de la vida doméstica. Con respecto a la relación
sexual, cuando a mis insinuaciones de hacer el amor Mª. Teresa me
respondía con una negativa, me invadía un gran sentimiento de
tristeza y frustración. Dialogamos muchas veces sobre ello, y ahora
—aunque no sin dificultades— soy capaz de aceptar mucho mejor
su negativa, porque comprendo mucho mejor su forma de vivir la
sexualidad, hasta el punto de haberme hecho consciente de que a
veces, al decir que no, ella pierde tanto o más que yo.
Por lo que se refiere a la vida doméstica, yo era de esas
personas que piensan que la misión del hombre está fuera de la
casa y que, por tanto, allí no tiene nada que hacer. Cuando, a base
de mucho diálogo, logré comprender los sentimientos de soledad y
tristeza que mi actitud le provocaba a Mª. Teresa, reaccioné y
empecé a colaborar en todos los quehaceres de la casa, desde
barrer o limpiar hasta fregar los platos, cosa que ahora hago, no
por mero compromiso de ayudarla a ella, sino porque me siento
totalmente corresponsable de dichas tareas domésticas.
***
En mi papel de esposa, también yo (Mª. Teresa) intento poner mi
granito de arena esforzándome —unas veces más, otras menos—
para que nuestro matrimonio funcione lo mejor posible. La vida
común no es fácil; por eso, aunque no siempre lo consiga, la
mayoría de los días intento poner en nuestra relación esa chispa
que hace que el amor que siento por Manolo se renueve cada día, y
sea él el centro de mi vida.
Para ello procuro estar pendiente de las cosas que le gustan:
sentarme a ver un partido de fútbol a su lado; prepararle un
aperitivo que le encanta, tardar un poco más en quitar la mesa y
tomar el café con él, mientras conversamos... Además de estos
detalles, pequeños pero importantes para nosotros, una de las
cosas que más me han costado en nuestra relación ha sido
aprender a comprender de veras la importancia que tenía para él la
práctica del deporte. Tuvimos que dialogar mucho sobre ello hasta
que pude entender sus sentimientos en relación con este asunto.
Algo muy importante también para los dos ha sido el nacimiento
de nuestros hijos. Tenemos tres, y siempre los hemos considerado
como un gran regalo de Dios que nunca podremos agradecer
suficientemente. Nuestros hijos son una razón importantísima para
seguir viviendo y una razón más para luchar por nuestra relación.
Ellos nos hacen sentir la fecundidad del amor conyugal, a la vez que
nos proporcionan valor y nos transmiten el sentimiento de ser -como
personas y como pareja- únicos e imprescindibles para ellos.
La comprensión y el perdón son otros dos valores que tratamos
de que estén siempre presentes entre nosotros. Nos parece muy
importante intentar comprendernos, aceptarnos y perdonarnos
mutuamente. Cada cual es como es, y no podemos pretender
cambiar al otro a nuestra imagen y semejanza. Valorarnos
mutuamente y poner en común nuestras cualidades en beneficio de
la pareja y de la familia, siempre desde el respeto mutuo, hace que
nos potenciemos mucho más el uno al otro y que se cree un clima
de concordia, unidad y felicidad entre nosotros que nos hace
sentirnos válidos e importantes, lo cual nos proporciona una gran
felicidad.
Todo el esfuerzo que realizamos para que nuestro matrimonio
«funcione» no lo reservamos únicamente para nosotros, sino que
colaboramos con la parroquia y con algún que otro «movimiento»
católico, compartiendo con otros nuestro estilo de vida y
haciéndoles participes de la manera en que trabajamos nuestra
relación.
Podría concluir diciendo que nuestro pequeño «secreto» es, ante
todo, la comunicación. Una comunicación profunda, a nivel de
sentimiento, que nos ayuda a manifestarnos sin tapujos. Nuestro
«secreto» es, en definitiva, que intentamos no tener secretos.
Nos sentimos orgullosos el uno del otro, y agradecidos a Dios por
habernos elegido a nosotros, Manolo y Teresa, para vivir juntos la
maravillosa aventura del matrimonio.
*****
2
El secreto es el diálogo, el sí diario
por ERNESTO LÓPEZ Y EVA FERNÁNDEZ
Con nuestro matrimonio se hicieron realidad los sueños y
proyectos que Ernesto y yo acariciamos a lo largo de nuestros
cuatro años de noviazgo, en los cuales nosotros éramos lo más
importante. Ernesto llenaba mi vida, y yo la suya. Tentamos ideales
comunes, había en nosotros inquietudes religiosas, interés por
crecer en nuestra fe. Queríamos ser signo para el mundo y que
nuestro amor no pasara desapercibido. El Sacramento del
Matrimonio nos daría la fuerza necesaria para afrontar cuantos
obstáculos encontrásemos en nuestro diario caminar.
Nuestros primeros años de matrimonio los recordamos con
verdadera ilusión; teníamos todo el tiempo del mundo para
dedicárnoslo el uno al otro; ya no teníamos que separarnos cuando
llegaban las 10 de la noche, sólo lo hacíamos para ir a nuestros
respectivos trabajos; nos sentíamos libres y tremendamente unidos.
Recuerdo que yo me esmerada en la cocina para que él quedase
encantado de mis habilidades culinarias. También recuerdo, como
un rito para mí, el hecho de prepararle su ropa para el día
siguiente; era una forma de tenerle presente y de decirle con
pequeños detalles que le quería, que era importante para mí.
Ernesto procuraba ayudarme en algunas tareas de la casa, recoger
la cocina, pasar el aspirador...: así acabábamos antes y podíamos
los dos sentarnos tranquilamente a charlar y a comentar las
incidencias del día, a leer o, simplemente, a ver un rato la TV uno al
lado del otro. Nos integramos en la parroquia en un grupo de
catecumenado de adultos y participábamos de forma activa en la
vida parroquial; descubrimos el sentido de la Comunidad; nos
sentíamos miembros de la Comunidad parroquial; nuestra fe se iba
robusteciendo y nos aportaba momentos felices.
Cuando nació nuestra primera hija, fui poco a poco perdiendo
mis «buenas costumbres», tenía menos tiempo para Ernesto, pues
todo lo acaparaba la niña; también dejé de asistir a la parroquia,
pues me resultaba difícil hacer compatibles los horarios: iba él solo;
mi prioridad era la niña y la casa. Después vino nuestro segundo
hijo, y me fui encerrando más en ellos; nuestra vida, poco a poco,
se fue haciendo rutinaria: trabajo, hijos, casa... Ernesto no ocupaba
ya el primer lugar. Él, por su parte, se refugiaba en sus «hobbies»:
el «bricolage», la fotografía, sus grabaciones de música...; en una
palabra, trataba de buscar compensaciones en otras ocupaciones.
Tuvimos la suerte de poder vivir como pareja una experiencia
gozosa que cambió el rumbo de nuestra vida, y nuevamente
nuestros sueños e ideales recobraron fuerza; volvíamos a ver que
era posible vivir nuestra relación con la misma ilusión que en
nuestros primeros tiempos de casados, pero con amor más maduro,
más sereno. El secreto para lograrlo fue descubrir el valor de la
comunicación y el diálogo. Con esas herramientas, todavía hoy
podemos decir gozosos que nuestro matrimonio funciona. No es
fácil el camino que libremente hemos elegido: supone tener
presente al otro, hacerle un hueco en tu vida, buscar lo que sabes
le hace feliz; en definitiva, que tu cónyuge sea tu número uno; ello
lleva implícito renunciar al propio yo.
Hoy somos conscientes de que el «sí» de nuestra boda tenemos
que renovarlo cada día; nuestras actitudes y comportamientos
tienen que hablar de nuestro amor por el otro. Sabemos que
nuestro matrimonio es un diario caminar, y que nuestra relación es
como una delicada flor que hay que cuidar con mimo y delicadeza;
hay que ir buscando ese punto, esa temperatura ideal para que
crezca con el clima adecuado.
Nos ayuda a renovar nuestro SÍ el saber escuchar y acoger al
otro sin pretender cambiarle, sino aceptándolo tal como es. A veces
tengo que recordar nuestro noviazgo, cuando le veía como el
hombre ideal que llenaba mi vida; todo lo que él hacía me parecía
bien y me gustaba. . . Me cuesta, cuando comparte conmigo sus
problemas del trabajo, no darle consejos o recriminarle por su forma
de actuar, y procuro acoger sus sentimientos, porque sé que eso es
lo que necesita: sentirse acogido por mí y no exigido. Sé que
necesita de mí que sea bálsamo para las heridas de su diario
caminar, y más cuando su caminar es duro y está lleno de
dificultades. Hacen más fácil nuestra relación los pequeños detalles
de cada día, como es el beso que nos damos cuando nos vamos a
trabajar, o la llamada que nos hacemos para recordarnos que nos
queremos, que nos tenemos presentes; es hacer un hueco para,
con paz y tranquilidad, compartir cómo ha ido nuestro día; pero no
sólo a nivel de saber lo que hemos hecho, sino cómo hemos vivido
eso que hemos hecho; es manifestar mi alegría cuando él llega de
trabajar; es su cariño hacia mí, con el que me demuestra, con
gestos y palabras, que me quiere, que le sigo gustando; es cuando
con cariño escuchamos a nuestros hijos su inquietud ante sus
dificultades y logros en el colegio; cuando juntos los cuatro damos
gracias al Padre por lo que nos da (una casa cómoda y acogedora,
con calor de hogar, la suerte de compartir nuestra comida); cuando
nos besamos ante los hijos y les hacemos ver lo mucho que nos
queremos y lo enamorados que seguimos, a pesar de llevar 20
años de matrimonio. En definitiva, es seguir cuidando y cultivando
los pequeños detalles que teníamos en nuestro noviazgo, cogernos
de las manos, ser cariñosos, incluso ser algo románticos.
Nos ayuda en nuestro diario caminar como pareja saber
perdonarnos y reconciliarnos tras una «pelea» o discusión, que las
hay y que hemos comprobado que son buenas y necesarias. Es
para nosotros importante saber respetarnos aun en las «peleas»;
por ello intentamos ser educados y respetuosos el uno con el otro.
Es bonito saborear y disfrutar la reconciliación, aunque cuesta dar
el primer paso para iniciarla, y no es fácil pasar de la desilusión al
júbilo, pues las peleas dejan pequeñas heridas que han de
cicatrizar; nos cuesta a veces lágrimas recuperar nuestra unidad,
pero notamos cómo nuestro perdón nos ayuda, nos purifica y
fortalece.
Nuestros hijos son otra razón importante en nuestro diario
caminar. Ellos necesitan que nosotros nos queramos y tengamos
una relación rica para descubrir el amor e ilusionarse por la vida;
que vean que no todo en ella es egoísmo o ir sólo a lo nuestro; que
hay otros valores. Cuando nos ven distantes o serios, ellos se
preocupan por nosotros y nos invitan a recuperar nuestra cercanía
y unidad. En ellos, en su responsabilidad, en su saber estar, en su
desprendimiento, vemos la fecundidad de nuestro amor, y nos
hacen sentir únicos e imprescindibles; y en ellos encontramos
fuerza para seguir construyendo nuestro amor.
El hecho de no vivir cerrados en nosotros mismos, sino
compartiendo parte de nuestra vida, de nuestro tiempo y descanso
con los demás, es algo que también nos ha aportado una gran
riqueza interior y nos hace ver la fecundidad de nuestro sacramento
y sentirnos satisfechos. Colaboramos activamente en la Parroquia y
estamos integrados en un Movimiento Familiar, disponibles a los
servicios que nos encomiendan.
Vivir este estilo de vida no se consigue sólo mirándose a los ojos
y regodeándose en el cariño mutuo. Para crecer en relación
necesitamos de los demás, y es compartiendo nuestra vida con los
otros como encontramos fuerza para seguir caminando. Con
nuestro diálogo alimentamos nuestra relación de pareja, y desde lo
que intentamos vivir vamos hacia los demás a darles lo que somos y
tenemos. A través de nuestra relación sentimos a Dios presente en
nosotros: él tiene un lugar en nuestra vida y nos sentimos llamados
a llevarle a los demás.
Hoy somos más conscientes el uno del otro y nos planteamos
con frecuencia que la vida se nos da para saborearla y
aprovecharla a tope. Cada día que se nos regala es una
oportunidad para dar lo mejor de nosotros al otro y, así, crecer en
nuestra relación. Sabemos que el matrimonio no es una meta, sino
una tarea a realizar cada día y paso a paso. En nuestros momentos
difíciles, la oración, el abrirnos el uno al otro y a otras personas que
nos quieren, nos hacen seguir adelante y seguir diciendo: estoy
dispuesto a seguir compartiendo mi vida contigo y seguir dando lo
mejor que hay en mí para lograrlo.
*****
3
Un proyecto de vida compartido
por FERNANDO Y ADELA VARA
Durante el largo noviazgo que nos tocó vivir —siete años—,
tuvimos tiempo para soñar en todo aquello que anhelábamos para
nuestro matrimonio. Soñábamos con vivir juntos toda la vida, pues
ya no tendríamos que separarnos por la noche; soñábamos con
tener nuestra propia casa, casa que estaría siempre abierta a
nuestros amigos y donde se respiraría paz y alegría; soñábamos
con llegar a formar una familia en amor y unidad, con varios hijos
que alegrasen el hogar y fuesen una prolongación de nuestra
existencia; y soñábamos con ser una pareja modelo que, con
caracteres complementarios, podríamos aunar nuestros valores
para llegar a formar esa naranja completa que sería nuestro nido de
amor.
Aunque surgieran algunas discrepancias entre los dos, era
mucho más fuerte lo que nos unía, y apenas se creaban silencios
entre nosotros. Forjábamos nuestro futuro afirmándolo a través de
una comunión y comunicación casi total. Entre nosotros no existían
secretos, y todo cuanto nos acontecía era una contribución hacia
nuestro futuro. Nos costaba ver lo que de imperfecto existía en el
otro, y fácilmente olvidábamos las pequeñas rencillas que surgían
entre nosotros. Como el sol brilla en medio de un cielo con nubes,
así solíamos destacar lo positivo el uno del otro.
Y llegó el día de nuestra boda y, con él, todo lo que habíamos
forjado se fue haciendo realidad de forma más o menos progresiva.
El primer cambio que tuvimos que hacer fue irnos a vivir fuera de
España por un tiempo, ya que el trabajo nos obligó a ello, y esta
etapas que al principio se nos presentaba un tanto difícil, fue para
nosotros como una luna de miel prolongada. Nos sirvió para unirnos
más, ya que sólo contábamos el uno para el otro, con lo que
tuvimos la oportunidad de vivir intensamente los momentos de
tristeza y alegría que nos embargaban. Nos sentíamos felices,
aunque el primer hijo, que tanto deseábamos, se resistía a venir a
este mundo, si bien después nos hemos alegrado del beneficio
indirecto que el retraso —tres años— supuso y que nos permitió
una mejor adaptación y conocimiento mutuos.
***
En medio de esa felicidad, y según transcurría el tiempo,
comenzaron a aparecer ciertas discrepancias, sobre todo en las
áreas de la economía y de la familia, derivadas de la diferente
educación que los dos habíamos recibido y de nuestros diferentes
caracteres, lo que repercutía de forma directa en las prioridades
que cada uno manifestábamos .
Por circunstancias especiales, de regreso en España, tuvimos
que convivir durante un año y medio con un familiar. Esto y el ritmo
de vida marcado por la vida laboral —uno trabajaba fuera, y el otro
en las labores caseras— fue origen de tensiones que tuvimos que
soportar y que afectaron a nuestra intimidad y, consecuentemente,
a nuestra relación de pareja. Ya no permanecíamos todo el día
juntos, ni uno esperaba anhelante el regreso del otro en casa para
disfrutar de una velada tranquila y comunicarnos lo que nos había
acrecido. Existía un primer desfase: mientras uno tenía que
madrugar, el otro permanecía durmiendo, con lo que al llegar la
noche uno tenía sueño y el otro no. El levantarse juntos había
declinado, como también había declinado la comunicación entre los
dos. La convivencia compartida con un tercero, más aún siendo
éste familiar, hizo que aumentara la susceptibilidad, y para evitar
herirnos callábamos lo que no nos gustaba. Los silencios se iban
haciendo cada vez más grandes. Las conversaciones de un
principio dieron paso, las más de las veces, a una mera transmisión
de noticias. Como consecuencia, los proyectos de vida en común
fueron declinando, y nuestra vida, poco a poco, cayó en la
monotonía y la rutina. Pasaban los días, y todo era como el mar en
calma; vivíamos bajo el mismo techo, pero cada uno en su soledad.
Incluso nuestra sexualidad se resentía de podérnosla expresar
libremente, pues no en vano habíamos de seguir un tratamiento
para intentar la llegada del hijo tan esperado, lo que impedía
recurriéramos a ella cuando más nos apetecía.
El ansia que inicialmente teníamos de estar juntos dejó paso a la
búsqueda continua de compañía con amigos. Frecuentábamos las
visitas a otras parejas que tenían niños pequeños y que, por ello,
tenían más dificultades en poder salir. Lo pasábamos bien, pero nos
restaba intimidad y comunicación.
***
Cuando, al fin, llegó el primero de nuestros hijos, pareció que
todo iba a cambiar. Nos volcamos en él y estábamos más tiempo
juntos, pero el modo de vida que habíamos estado llevando había
dejado huella y, a pesar del bebé, nuestra comunicación seguía
siendo imperfecta. Continuamos transmitiéndonos noticias y
ocultábamos lo que pensábamos podía hacer daño al otro.
Tampoco cambió mucho en nosotros el hecho de que nuestro
hogar se alegrase con otros dos hijos más en el plazo de cuatro
años. Su llegada colmó nuestra felicidad al estilo que entonces
entendíamos. Comenzamos a ver la vida de color de rosa, pues
había nuevos motivos para seguir luchando y se nos presentaba el
reto de educarlos lo mejor posible, dentro de nuestras posibilidades,
creencias y conocimientos; así es que, sin apenas darnos cuenta.
los pusimos en primer lugar, pasando nuestra relación de pareja a
un segundo término.
Solíamos salir juntos a pasear con los tres y nos turnábamos en
casa cuando alguno tema que salir fuera por cualquier razón. Cara
a quienes nos conocían. podíamos hasta pasar por un matrimonio y
familia ejemplares: hogareños, preocupados por nuestros hijos y sin
graves discusiones, ya que sabíamos guardar muy bien la paz con
nuestros silencios.
Aquello nos proporcionó muchas satisfacciones mientras les
veíamos crecer sanos y fuertes: sin embargo. esa responsabilidad
hacia ellos, que habíamos antepuesto a cualquier otro valor
repercutió en nuestro matrimonio, haciendo que lo viviéramos de
una forma diferente. Seguíamos transmitiéndonos noticias. pero no
pasaban de eso. de noticias. Apenas si éramos capaces de
mantener un diálogo con una cierta profundidad, y con relativa
frecuencia comenzamos a lamentarnos del exceso de trabajo que
teníamos y del cansancio que nos producía su atención. Cada cual
ponía en ello sus mejores cualidades; pero, mientras uno anteponía
la responsabilidad, el orden y la perfección por encima de la
persona, el otro se preocupaba más de que crecieran alegres y
felices. El resultado de esta dualidad de criterios y formas de actuar
hacía que fueran bastante distintos los enfoques y caminos que
seguíamos en su educación y, en lugar de buscar los puntos
comunes que nos permitieran acercarnos, actuábamos a nuestro
aire y seguíamos comprando la paz con el silencio, lo que tan
buenos resultados nos había venido dando. También comenzaron a
tener cierta importancia los ratos que, cada uno por su lado,
dedicábamos a nuestros «hobbies» y que utilizábamos como medio
de relajarnos. Así aparecieron el «bricolage», el punto, los
crucigramas y la TV como motivos que influían en nuestra
comunicación e incidían en nuestra vida en común.
Por una parte, tendíamos cada uno a vivir nuestra vida
aguantando la situación como pudiéramos, haciéndonos fuertes
para soportar las distintas vicisitudes que pudieran presentársenos
y adoptando las actitudes que fueran necesarias para tomar
nuestras propias decisiones cuando el caso así lo requiriera. Por
otra parte, el amor que nos teníamos nos llamaba a acercarnos más
el uno al otro pidiendo ayuda y perdón cuando, en los
enfrentamientos, anteponíamos el yo al nosotros. Así, cuando
llegábamos a experimentar el perdón, cercanía y amor, parecía que
volvíamos a nacer. Nos hacíamos más fuertes, y era difícil que lo
exterior pudiera perturbar y deteriorar nuestra unidad; sin embargo,
cuando no éramos capaces de lograr esto, nos sumíamos
nuevamente en los silencios, lo que desembocaba en situaciones
de angustia y tristeza y alejaba aquella ilusión que teníamos al
principio de nuestro matrimonio.
Esta forma de conducirnos, dentro del plan del mundo, en clara
contraposición al plan de Dios que habíamos acariciado durante
nuestro noviazgo, y el deseo de vivir la paz a toda costa, hacía que
prevaleciera en nosotros la tolerancia mutua —que no la
aceptación—, lo que nos llevaba con relativa frecuencia a sentirnos
insatisfechos e infelices y a generar tensión entre nosotros: seguir
con la actitud independiente o buscar la cercanía, la unidad y la
intimidad entre los dos mediante la cesión de mi yo en favor del
nosotros. Las consecuencias de la independencia eran el
aislamiento, el buscar un rincón o un tiempo en el que nadie nos
perturbase; era —en definitiva— estar juntos, pero no convivir
juntos. Por el contrario, cuando buscábamos la cercanía e intimidad,
ambos estábamos más abiertos el uno al otro, se potenciaba la
comunicación y fluía el diálogo entre los dos.
Como consecuencia de todo lo anterior, la relación entre
nosotros como pareja no ha sido siempre fácil ni un remanso de
paz. Con el tiempo, aquellos ideales que nos habíamos forjado el
uno para el otro durante nuestro noviazgo habían tomado otro
rumbo. Al igual que sucede con otras muchas parejas, ya no nos
teníamos como el número uno. Hubo una distribución de roles, de
actividades e incluso de actitudes, con el ánimo de seguir ganando
la paz. Nuestra relación se fue transformando en un campo de
sobrevivencia donde cada uno trataba, o bien de mantenerse como
pudiera dentro de sí mismo, o bien de dominar al otro, lo que daba
origen a algún que otro conflicto que, aunque no de gran virulencia,
sí incidía en nuestra relación.
***
Al cabo de los años tuvimos la oportunidad de experimentar lo
que realmente significa vivir en unidad y amor poniendo al otro en el
verdadero lugar de nuestra vida, en aquél donde lo habíamos
situado durante nuestro noviazgo y comienzos de vida matrimonial y
del que nunca debió ser desplazado. Fue a raíz de un «fin de
semana de relación» —al que nos invitó un matrimonio que nos
quería, con el que participábamos en el catecumenado de nuestra
parroquia, y que sabía de nuestras luchas— donde aprendimos lo
que supone ponerse en actitud de caminar, de cambio y de escucha
permanente de las necesidades del otro. Supimos el significado
profundo que tiene la «decisión de amar» para sacarnos del pozo
de la desilusión al que nos arrojan los conflictos de intereses
personales, y comenzamos a experimentar lo que representa
mantener un diálogo abierto y libre para conocernos más y apreciar
mejor nuestras cualidades, las que hemos sabido poner al servicio
de quienes nos rodean. Desde entonces, cuando caminamos los
dos unidos hacia nuestra propia aceptación, nos es más fácil
aceptar a los demás, comenzando por nuestros propios hijos.
Esta nueva actitud es la que nos ha ayudado a conseguir el
estilo de vida que nosotros deseábamos y que ha logrado
satisfacernos a los dos. Ha sido ese diálogo en profundidad a nivel
de los sentimientos, que antes nos negábamos a descubrir por
miedo a que se nos tomara por débiles, y la escucha y confianza en
el otro, lo que nos ha permitido volver a los sueños que nos
forjáramos en nuestro noviazgo. Hemos conseguido, entre otros
objetivos, distribuir mejor nuestras tareas y nuestros compromisos
comunes, alcanzar más fácilmente la aceptación de nuestras
familias, sintonizar más acordemente con nuestra economía y, lo
que es más importante, lograr el desarrollo personal de cada uno
sin romper la unidad que existe entre los dos. Ahora sí que
podemos gritar con orgullo que «somos dos en uno».
La primera consecuencia, desde que hemos optado por vivir este
estilo de vida, ha sido nuestra capacidad para aceptar que «Dios ha
hecho libres a nuestros hijos para ser ellos mismos» —frase que,
cuando la oímos por vez primera, cayó sobre nosotros como un
jarro de agua fría que empapó nuestro corazón— lo que nos ha
permitido comprender que sus prioridades y su forma de pensar y
de actuar no tienen por qué coincidir con las nuestras. Sin embargo,
asumir todo esto no nos ha sido nada fácil. Hemos tenido que hacer
grandes esfuerzos para tratar de comprenderlos y aceptarlos como
son, y para ello hemos tenido que ir adaptando nuestros
pensamientos y los sueños que teníamos para ellos a sus
inclinaciones. La oración común nos ha servido tanto en los
momentos de alegría y tristeza como en aquellos en que la duda
machacaba nuestro corazón; la forma impositiva que teníamos de
compartir nuestra religiosidad cuando los niños eran pequeños se
ha tornado en otra de libertad y aceptación de sus vivencias a
medida que se han ido haciendo hombres; con el tiempo, les hemos
tratado de inculcar, como grandes valores de relación humana, el
respeto a las creencias de cualquier otra persona con la que se
relacionen, la solidaridad con el más débil y necesitado y la idea de
crear un hogar abierto y acogedor para todos aquellos que a él
puedan acudir o que en él puedan encontrarse.
Pese a todos nuestros ideales y propósitos, este proyecto de
vida que estamos tratando de vivir durante estos años no ha sido
fácil de llevar a cabo. No es un proyecto estático, iniciado y
conseguido, no; es más bien un caminar diario que se desarrolla en
la medida en que también lo hace nuestro crecimiento y el de
nuestros hijos, ahora viviendo a nuestro lado. y mañana en el hogar
y el puesto que Dios haya pensado para ellos. Esto ha hecho que,
una y otra vez, nosotros hayamos tenido y tengamos que ir
modificando de forma permanente, a lo largo de nuestra vida, aquel
proyecto inicial que hiciéramos, pues, aunque hemos conseguido
alcanzar varias de las metas que nos habíamos propuesto, aún nos
quedan otras cuyo camino nos cuesta superar y para las que es
necesario que sigamos renunciando a parte del yo y del nosotros
como pareja. Con todo, nuestros sentimientos más fuertes son de
ilusión y esperanza por el papel que Dios nos ha confiado y la
importancia que nos da en el plan de vida de nuestros hijos, lo que
no sólo nos hace ser más felices, sino que nos ayuda a tratar de
hacer más felices a todos los que nos rodean, tanto en nuestro
hogar, con ellos, como en los entornos donde nos desenvolvemos:
vecindad, parroquia, trabajo, movimiento.
Como conclusión de este proyecto de vida, que hace más de
veinticinco años comenzamos con un noviazgo y que ahora
proseguimos con retoques continuos que nos permiten
encaminarnos a la meta final, podemos decir que, aunque en alerta
permanente, cual timonel en un barco, nuestro matrimonio es UNA
AVENTURA QUE MERECE LA PENA VIVIRSE.
SAL TERRAE 1994/02. Págs. 135-147