«Nuestro matrimonio va bien. Éste es el secreto»

Tres testimonios


1
¿Nuestro secreto?: ¡No tener secretos! 
por MANUEL DÍAZ Y Mª. TERESA MARIALIZA

Después de siete años de noviazgo y quince de matrimonio, 
podemos decir con satisfacción que nuestra vida, tanto de pareja 
como de familia, ha ido bastante bien, de lo cual nos sentimos 
orgullosos.
A lo largo de esta vida en común, hemos tenido tres hijos: dos 
niños y una niña. No todo ha sido ni es «miel sobre hojuelas». 
Hemos tenido y seguimos teniendo nuestras dificultades y 
problemas, que hemos intentado solventar a lo largo de nuestro 
camino. Lo primero que hicimos fue tomar conciencia ambos de que 
nuestro amor era una aventura diaria, no una meta; que debíamos 
trabajar cada día nuestra relación, sin abandonarnos, porque, 
cuando esto ocurre, notamos cómo nuestra relación de pareja se 
resiente y se hace monótona, rutinaria, aburrida... Para nosotros, la 
mejor forma de trabajar esa relación consiste en comunicarnos en 
profundidad. No sirve una comunicación superficial y meramente 
informativa: «¿Cómo estás?» «¿Qué has hecho hoy?» «¿Qué tal 
los niños?»... La comunicación la entablamos a nivel de 
sentimientos, contándonos mutuamente lo que ocurre en nuestro 
interior ante las distintas situaciones: los sentimientos que éstas nos 
provocan. Cuando esos sentimientos son negativos y fuertes, 
entonces es cuando más intentamos ponernos en el lugar del otro, 
para así llegar a entender cómo está viviendo esa situación. Esto 
hace que, si nos entristecemos o nos hacemos sufrir el uno al otro, 
se manifieste el gran amor que nos profesamos y tratemos de 
buscar juntos la solución, para que nuestra relación no sólo no se 
resienta, sino que salga fortalecida.
Este tipo de comunicación profunda nos permite potenciar ciertos 
valores en nuestra relación, referidos a los distintos aspectos 
propios de una vida en pareja: hijos, hogar, relación sexual, familia, 
«hobbies»...
A mí (Manuel), por ejemplo, me costó un enorme esfuerzo vivir el 
valor de la aceptación mutua en nuestra relación sexual y en todos 
los aspectos de la vida doméstica. Con respecto a la relación 
sexual, cuando a mis insinuaciones de hacer el amor Mª. Teresa me 
respondía con una negativa, me invadía un gran sentimiento de 
tristeza y frustración. Dialogamos muchas veces sobre ello, y ahora 
—aunque no sin dificultades— soy capaz de aceptar mucho mejor 
su negativa, porque comprendo mucho mejor su forma de vivir la 
sexualidad, hasta el punto de haberme hecho consciente de que a 
veces, al decir que no, ella pierde tanto o más que yo.
Por lo que se refiere a la vida doméstica, yo era de esas 
personas que piensan que la misión del hombre está fuera de la 
casa y que, por tanto, allí no tiene nada que hacer. Cuando, a base 
de mucho diálogo, logré comprender los sentimientos de soledad y 
tristeza que mi actitud le provocaba a Mª. Teresa, reaccioné y 
empecé a colaborar en todos los quehaceres de la casa, desde 
barrer o limpiar hasta fregar los platos, cosa que ahora hago, no 
por mero compromiso de ayudarla a ella, sino porque me siento 
totalmente corresponsable de dichas tareas domésticas.
***
En mi papel de esposa, también yo (Mª. Teresa) intento poner mi 
granito de arena esforzándome —unas veces más, otras menos— 
para que nuestro matrimonio funcione lo mejor posible. La vida 
común no es fácil; por eso, aunque no siempre lo consiga, la 
mayoría de los días intento poner en nuestra relación esa chispa 
que hace que el amor que siento por Manolo se renueve cada día, y 
sea él el centro de mi vida.
Para ello procuro estar pendiente de las cosas que le gustan: 
sentarme a ver un partido de fútbol a su lado; prepararle un 
aperitivo que le encanta, tardar un poco más en quitar la mesa y 
tomar el café con él, mientras conversamos... Además de estos 
detalles, pequeños pero importantes para nosotros, una de las 
cosas que más me han costado en nuestra relación ha sido 
aprender a comprender de veras la importancia que tenía para él la 
práctica del deporte. Tuvimos que dialogar mucho sobre ello hasta 
que pude entender sus sentimientos en relación con este asunto.
Algo muy importante también para los dos ha sido el nacimiento 
de nuestros hijos. Tenemos tres, y siempre los hemos considerado 
como un gran regalo de Dios que nunca podremos agradecer 
suficientemente. Nuestros hijos son una razón importantísima para 
seguir viviendo y una razón más para luchar por nuestra relación. 
Ellos nos hacen sentir la fecundidad del amor conyugal, a la vez que 
nos proporcionan valor y nos transmiten el sentimiento de ser -como 
personas y como pareja- únicos e imprescindibles para ellos.
La comprensión y el perdón son otros dos valores que tratamos 
de que estén siempre presentes entre nosotros. Nos parece muy 
importante intentar comprendernos, aceptarnos y perdonarnos 
mutuamente. Cada cual es como es, y no podemos pretender 
cambiar al otro a nuestra imagen y semejanza. Valorarnos 
mutuamente y poner en común nuestras cualidades en beneficio de 
la pareja y de la familia, siempre desde el respeto mutuo, hace que 
nos potenciemos mucho más el uno al otro y que se cree un clima 
de concordia, unidad y felicidad entre nosotros que nos hace 
sentirnos válidos e importantes, lo cual nos proporciona una gran 
felicidad.
Todo el esfuerzo que realizamos para que nuestro matrimonio 
«funcione» no lo reservamos únicamente para nosotros, sino que 
colaboramos con la parroquia y con algún que otro «movimiento» 
católico, compartiendo con otros nuestro estilo de vida y 
haciéndoles participes de la manera en que trabajamos nuestra 
relación.
Podría concluir diciendo que nuestro pequeño «secreto» es, ante 
todo, la comunicación. Una comunicación profunda, a nivel de 
sentimiento, que nos ayuda a manifestarnos sin tapujos. Nuestro 
«secreto» es, en definitiva, que intentamos no tener secretos.
Nos sentimos orgullosos el uno del otro, y agradecidos a Dios por 
habernos elegido a nosotros, Manolo y Teresa, para vivir juntos la 
maravillosa aventura del matrimonio.

*****

2
El secreto es el diálogo, el sí diario 
por ERNESTO LÓPEZ Y EVA FERNÁNDEZ

Con nuestro matrimonio se hicieron realidad los sueños y 
proyectos que Ernesto y yo acariciamos a lo largo de nuestros 
cuatro años de noviazgo, en los cuales nosotros éramos lo más 
importante. Ernesto llenaba mi vida, y yo la suya. Tentamos ideales 
comunes, había en nosotros inquietudes religiosas, interés por 
crecer en nuestra fe. Queríamos ser signo para el mundo y que 
nuestro amor no pasara desapercibido. El Sacramento del 
Matrimonio nos daría la fuerza necesaria para afrontar cuantos 
obstáculos encontrásemos en nuestro diario caminar.
Nuestros primeros años de matrimonio los recordamos con 
verdadera ilusión; teníamos todo el tiempo del mundo para 
dedicárnoslo el uno al otro; ya no teníamos que separarnos cuando 
llegaban las 10 de la noche, sólo lo hacíamos para ir a nuestros 
respectivos trabajos; nos sentíamos libres y tremendamente unidos. 
Recuerdo que yo me esmerada en la cocina para que él quedase 
encantado de mis habilidades culinarias. También recuerdo, como 
un rito para mí, el hecho de prepararle su ropa para el día 
siguiente; era una forma de tenerle presente y de decirle con 
pequeños detalles que le quería, que era importante para mí. 
Ernesto procuraba ayudarme en algunas tareas de la casa, recoger 
la cocina, pasar el aspirador...: así acabábamos antes y podíamos 
los dos sentarnos tranquilamente a charlar y a comentar las 
incidencias del día, a leer o, simplemente, a ver un rato la TV uno al 
lado del otro. Nos integramos en la parroquia en un grupo de 
catecumenado de adultos y participábamos de forma activa en la 
vida parroquial; descubrimos el sentido de la Comunidad; nos 
sentíamos miembros de la Comunidad parroquial; nuestra fe se iba 
robusteciendo y nos aportaba momentos felices.
Cuando nació nuestra primera hija, fui poco a poco perdiendo 
mis «buenas costumbres», tenía menos tiempo para Ernesto, pues 
todo lo acaparaba la niña; también dejé de asistir a la parroquia, 
pues me resultaba difícil hacer compatibles los horarios: iba él solo; 
mi prioridad era la niña y la casa. Después vino nuestro segundo 
hijo, y me fui encerrando más en ellos; nuestra vida, poco a poco, 
se fue haciendo rutinaria: trabajo, hijos, casa... Ernesto no ocupaba 
ya el primer lugar. Él, por su parte, se refugiaba en sus «hobbies»: 
el «bricolage», la fotografía, sus grabaciones de música...; en una 
palabra, trataba de buscar compensaciones en otras ocupaciones.
Tuvimos la suerte de poder vivir como pareja una experiencia 
gozosa que cambió el rumbo de nuestra vida, y nuevamente 
nuestros sueños e ideales recobraron fuerza; volvíamos a ver que 
era posible vivir nuestra relación con la misma ilusión que en 
nuestros primeros tiempos de casados, pero con amor más maduro, 
más sereno. El secreto para lograrlo fue descubrir el valor de la 
comunicación y el diálogo. Con esas herramientas, todavía hoy 
podemos decir gozosos que nuestro matrimonio funciona. No es 
fácil el camino que libremente hemos elegido: supone tener 
presente al otro, hacerle un hueco en tu vida, buscar lo que sabes 
le hace feliz; en definitiva, que tu cónyuge sea tu número uno; ello 
lleva implícito renunciar al propio yo.
Hoy somos conscientes de que el «sí» de nuestra boda tenemos 
que renovarlo cada día; nuestras actitudes y comportamientos 
tienen que hablar de nuestro amor por el otro. Sabemos que 
nuestro matrimonio es un diario caminar, y que nuestra relación es 
como una delicada flor que hay que cuidar con mimo y delicadeza; 
hay que ir buscando ese punto, esa temperatura ideal para que 
crezca con el clima adecuado.
Nos ayuda a renovar nuestro SÍ el saber escuchar y acoger al 
otro sin pretender cambiarle, sino aceptándolo tal como es. A veces 
tengo que recordar nuestro noviazgo, cuando le veía como el 
hombre ideal que llenaba mi vida; todo lo que él hacía me parecía 
bien y me gustaba. . . Me cuesta, cuando comparte conmigo sus 
problemas del trabajo, no darle consejos o recriminarle por su forma 
de actuar, y procuro acoger sus sentimientos, porque sé que eso es 
lo que necesita: sentirse acogido por mí y no exigido. Sé que 
necesita de mí que sea bálsamo para las heridas de su diario 
caminar, y más cuando su caminar es duro y está lleno de 
dificultades. Hacen más fácil nuestra relación los pequeños detalles 
de cada día, como es el beso que nos damos cuando nos vamos a 
trabajar, o la llamada que nos hacemos para recordarnos que nos 
queremos, que nos tenemos presentes; es hacer un hueco para, 
con paz y tranquilidad, compartir cómo ha ido nuestro día; pero no 
sólo a nivel de saber lo que hemos hecho, sino cómo hemos vivido 
eso que hemos hecho; es manifestar mi alegría cuando él llega de 
trabajar; es su cariño hacia mí, con el que me demuestra, con 
gestos y palabras, que me quiere, que le sigo gustando; es cuando 
con cariño escuchamos a nuestros hijos su inquietud ante sus 
dificultades y logros en el colegio; cuando juntos los cuatro damos 
gracias al Padre por lo que nos da (una casa cómoda y acogedora, 
con calor de hogar, la suerte de compartir nuestra comida); cuando 
nos besamos ante los hijos y les hacemos ver lo mucho que nos 
queremos y lo enamorados que seguimos, a pesar de llevar 20 
años de matrimonio. En definitiva, es seguir cuidando y cultivando 
los pequeños detalles que teníamos en nuestro noviazgo, cogernos 
de las manos, ser cariñosos, incluso ser algo románticos.
Nos ayuda en nuestro diario caminar como pareja saber 
perdonarnos y reconciliarnos tras una «pelea» o discusión, que las 
hay y que hemos comprobado que son buenas y necesarias. Es 
para nosotros importante saber respetarnos aun en las «peleas»; 
por ello intentamos ser educados y respetuosos el uno con el otro. 
Es bonito saborear y disfrutar la reconciliación, aunque cuesta dar 
el primer paso para iniciarla, y no es fácil pasar de la desilusión al 
júbilo, pues las peleas dejan pequeñas heridas que han de 
cicatrizar; nos cuesta a veces lágrimas recuperar nuestra unidad, 
pero notamos cómo nuestro perdón nos ayuda, nos purifica y 
fortalece.
Nuestros hijos son otra razón importante en nuestro diario 
caminar. Ellos necesitan que nosotros nos queramos y tengamos 
una relación rica para descubrir el amor e ilusionarse por la vida; 
que vean que no todo en ella es egoísmo o ir sólo a lo nuestro; que 
hay otros valores. Cuando nos ven distantes o serios, ellos se 
preocupan por nosotros y nos invitan a recuperar nuestra cercanía 
y unidad. En ellos, en su responsabilidad, en su saber estar, en su 
desprendimiento, vemos la fecundidad de nuestro amor, y nos 
hacen sentir únicos e imprescindibles; y en ellos encontramos 
fuerza para seguir construyendo nuestro amor.
El hecho de no vivir cerrados en nosotros mismos, sino 
compartiendo parte de nuestra vida, de nuestro tiempo y descanso 
con los demás, es algo que también nos ha aportado una gran 
riqueza interior y nos hace ver la fecundidad de nuestro sacramento 
y sentirnos satisfechos. Colaboramos activamente en la Parroquia y 
estamos integrados en un Movimiento Familiar, disponibles a los 
servicios que nos encomiendan.
Vivir este estilo de vida no se consigue sólo mirándose a los ojos 
y regodeándose en el cariño mutuo. Para crecer en relación 
necesitamos de los demás, y es compartiendo nuestra vida con los 
otros como encontramos fuerza para seguir caminando. Con 
nuestro diálogo alimentamos nuestra relación de pareja, y desde lo 
que intentamos vivir vamos hacia los demás a darles lo que somos y 
tenemos. A través de nuestra relación sentimos a Dios presente en 
nosotros: él tiene un lugar en nuestra vida y nos sentimos llamados 
a llevarle a los demás.
Hoy somos más conscientes el uno del otro y nos planteamos 
con frecuencia que la vida se nos da para saborearla y 
aprovecharla a tope. Cada día que se nos regala es una 
oportunidad para dar lo mejor de nosotros al otro y, así, crecer en 
nuestra relación. Sabemos que el matrimonio no es una meta, sino 
una tarea a realizar cada día y paso a paso. En nuestros momentos 
difíciles, la oración, el abrirnos el uno al otro y a otras personas que 
nos quieren, nos hacen seguir adelante y seguir diciendo: estoy 
dispuesto a seguir compartiendo mi vida contigo y seguir dando lo 
mejor que hay en mí para lograrlo.

*****

3
Un proyecto de vida compartido 
por FERNANDO Y ADELA VARA

Durante el largo noviazgo que nos tocó vivir —siete años—, 
tuvimos tiempo para soñar en todo aquello que anhelábamos para 
nuestro matrimonio. Soñábamos con vivir juntos toda la vida, pues 
ya no tendríamos que separarnos por la noche; soñábamos con 
tener nuestra propia casa, casa que estaría siempre abierta a 
nuestros amigos y donde se respiraría paz y alegría; soñábamos 
con llegar a formar una familia en amor y unidad, con varios hijos 
que alegrasen el hogar y fuesen una prolongación de nuestra 
existencia; y soñábamos con ser una pareja modelo que, con 
caracteres complementarios, podríamos aunar nuestros valores 
para llegar a formar esa naranja completa que sería nuestro nido de 
amor.
Aunque surgieran algunas discrepancias entre los dos, era 
mucho más fuerte lo que nos unía, y apenas se creaban silencios 
entre nosotros. Forjábamos nuestro futuro afirmándolo a través de 
una comunión y comunicación casi total. Entre nosotros no existían 
secretos, y todo cuanto nos acontecía era una contribución hacia 
nuestro futuro. Nos costaba ver lo que de imperfecto existía en el 
otro, y fácilmente olvidábamos las pequeñas rencillas que surgían 
entre nosotros. Como el sol brilla en medio de un cielo con nubes, 
así solíamos destacar lo positivo el uno del otro.
Y llegó el día de nuestra boda y, con él, todo lo que habíamos 
forjado se fue haciendo realidad de forma más o menos progresiva. 
El primer cambio que tuvimos que hacer fue irnos a vivir fuera de 
España por un tiempo, ya que el trabajo nos obligó a ello, y esta 
etapas que al principio se nos presentaba un tanto difícil, fue para 
nosotros como una luna de miel prolongada. Nos sirvió para unirnos 
más, ya que sólo contábamos el uno para el otro, con lo que 
tuvimos la oportunidad de vivir intensamente los momentos de 
tristeza y alegría que nos embargaban. Nos sentíamos felices, 
aunque el primer hijo, que tanto deseábamos, se resistía a venir a 
este mundo, si bien después nos hemos alegrado del beneficio 
indirecto que el retraso —tres años— supuso y que nos permitió 
una mejor adaptación y conocimiento mutuos.
***
En medio de esa felicidad, y según transcurría el tiempo, 
comenzaron a aparecer ciertas discrepancias, sobre todo en las 
áreas de la economía y de la familia, derivadas de la diferente 
educación que los dos habíamos recibido y de nuestros diferentes 
caracteres, lo que repercutía de forma directa en las prioridades 
que cada uno manifestábamos .
Por circunstancias especiales, de regreso en España, tuvimos 
que convivir durante un año y medio con un familiar. Esto y el ritmo 
de vida marcado por la vida laboral —uno trabajaba fuera, y el otro 
en las labores caseras— fue origen de tensiones que tuvimos que 
soportar y que afectaron a nuestra intimidad y, consecuentemente, 
a nuestra relación de pareja. Ya no permanecíamos todo el día 
juntos, ni uno esperaba anhelante el regreso del otro en casa para 
disfrutar de una velada tranquila y comunicarnos lo que nos había 
acrecido. Existía un primer desfase: mientras uno tenía que 
madrugar, el otro permanecía durmiendo, con lo que al llegar la 
noche uno tenía sueño y el otro no. El levantarse juntos había 
declinado, como también había declinado la comunicación entre los 
dos. La convivencia compartida con un tercero, más aún siendo 
éste familiar, hizo que aumentara la susceptibilidad, y para evitar 
herirnos callábamos lo que no nos gustaba. Los silencios se iban 
haciendo cada vez más grandes. Las conversaciones de un 
principio dieron paso, las más de las veces, a una mera transmisión 
de noticias. Como consecuencia, los proyectos de vida en común 
fueron declinando, y nuestra vida, poco a poco, cayó en la 
monotonía y la rutina. Pasaban los días, y todo era como el mar en 
calma; vivíamos bajo el mismo techo, pero cada uno en su soledad. 
Incluso nuestra sexualidad se resentía de podérnosla expresar 
libremente, pues no en vano habíamos de seguir un tratamiento 
para intentar la llegada del hijo tan esperado, lo que impedía 
recurriéramos a ella cuando más nos apetecía.
El ansia que inicialmente teníamos de estar juntos dejó paso a la 
búsqueda continua de compañía con amigos. Frecuentábamos las 
visitas a otras parejas que tenían niños pequeños y que, por ello, 
tenían más dificultades en poder salir. Lo pasábamos bien, pero nos 
restaba intimidad y comunicación.
***
Cuando, al fin, llegó el primero de nuestros hijos, pareció que 
todo iba a cambiar. Nos volcamos en él y estábamos más tiempo 
juntos, pero el modo de vida que habíamos estado llevando había 
dejado huella y, a pesar del bebé, nuestra comunicación seguía 
siendo imperfecta. Continuamos transmitiéndonos noticias y 
ocultábamos lo que pensábamos podía hacer daño al otro.
Tampoco cambió mucho en nosotros el hecho de que nuestro 
hogar se alegrase con otros dos hijos más en el plazo de cuatro 
años. Su llegada colmó nuestra felicidad al estilo que entonces 
entendíamos. Comenzamos a ver la vida de color de rosa, pues 
había nuevos motivos para seguir luchando y se nos presentaba el 
reto de educarlos lo mejor posible, dentro de nuestras posibilidades, 
creencias y conocimientos; así es que, sin apenas darnos cuenta. 
los pusimos en primer lugar, pasando nuestra relación de pareja a 
un segundo término.
Solíamos salir juntos a pasear con los tres y nos turnábamos en 
casa cuando alguno tema que salir fuera por cualquier razón. Cara 
a quienes nos conocían. podíamos hasta pasar por un matrimonio y 
familia ejemplares: hogareños, preocupados por nuestros hijos y sin 
graves discusiones, ya que sabíamos guardar muy bien la paz con 
nuestros silencios.
Aquello nos proporcionó muchas satisfacciones mientras les 
veíamos crecer sanos y fuertes: sin embargo. esa responsabilidad 
hacia ellos, que habíamos antepuesto a cualquier otro valor 
repercutió en nuestro matrimonio, haciendo que lo viviéramos de 
una forma diferente. Seguíamos transmitiéndonos noticias. pero no 
pasaban de eso. de noticias. Apenas si éramos capaces de 
mantener un diálogo con una cierta profundidad, y con relativa 
frecuencia comenzamos a lamentarnos del exceso de trabajo que 
teníamos y del cansancio que nos producía su atención. Cada cual 
ponía en ello sus mejores cualidades; pero, mientras uno anteponía 
la responsabilidad, el orden y la perfección por encima de la 
persona, el otro se preocupaba más de que crecieran alegres y 
felices. El resultado de esta dualidad de criterios y formas de actuar 
hacía que fueran bastante distintos los enfoques y caminos que 
seguíamos en su educación y, en lugar de buscar los puntos 
comunes que nos permitieran acercarnos, actuábamos a nuestro 
aire y seguíamos comprando la paz con el silencio, lo que tan 
buenos resultados nos había venido dando. También comenzaron a 
tener cierta importancia los ratos que, cada uno por su lado, 
dedicábamos a nuestros «hobbies» y que utilizábamos como medio 
de relajarnos. Así aparecieron el «bricolage», el punto, los 
crucigramas y la TV como motivos que influían en nuestra 
comunicación e incidían en nuestra vida en común.
Por una parte, tendíamos cada uno a vivir nuestra vida 
aguantando la situación como pudiéramos, haciéndonos fuertes 
para soportar las distintas vicisitudes que pudieran presentársenos 
y adoptando las actitudes que fueran necesarias para tomar 
nuestras propias decisiones cuando el caso así lo requiriera. Por 
otra parte, el amor que nos teníamos nos llamaba a acercarnos más 
el uno al otro pidiendo ayuda y perdón cuando, en los 
enfrentamientos, anteponíamos el yo al nosotros. Así, cuando 
llegábamos a experimentar el perdón, cercanía y amor, parecía que 
volvíamos a nacer. Nos hacíamos más fuertes, y era difícil que lo 
exterior pudiera perturbar y deteriorar nuestra unidad; sin embargo, 
cuando no éramos capaces de lograr esto, nos sumíamos 
nuevamente en los silencios, lo que desembocaba en situaciones 
de angustia y tristeza y alejaba aquella ilusión que teníamos al 
principio de nuestro matrimonio.
Esta forma de conducirnos, dentro del plan del mundo, en clara 
contraposición al plan de Dios que habíamos acariciado durante 
nuestro noviazgo, y el deseo de vivir la paz a toda costa, hacía que 
prevaleciera en nosotros la tolerancia mutua —que no la 
aceptación—, lo que nos llevaba con relativa frecuencia a sentirnos 
insatisfechos e infelices y a generar tensión entre nosotros: seguir 
con la actitud independiente o buscar la cercanía, la unidad y la 
intimidad entre los dos mediante la cesión de mi yo en favor del 
nosotros. Las consecuencias de la independencia eran el 
aislamiento, el buscar un rincón o un tiempo en el que nadie nos 
perturbase; era —en definitiva— estar juntos, pero no convivir 
juntos. Por el contrario, cuando buscábamos la cercanía e intimidad, 
ambos estábamos más abiertos el uno al otro, se potenciaba la 
comunicación y fluía el diálogo entre los dos.
Como consecuencia de todo lo anterior, la relación entre 
nosotros como pareja no ha sido siempre fácil ni un remanso de 
paz. Con el tiempo, aquellos ideales que nos habíamos forjado el 
uno para el otro durante nuestro noviazgo habían tomado otro 
rumbo. Al igual que sucede con otras muchas parejas, ya no nos 
teníamos como el número uno. Hubo una distribución de roles, de 
actividades e incluso de actitudes, con el ánimo de seguir ganando 
la paz. Nuestra relación se fue transformando en un campo de 
sobrevivencia donde cada uno trataba, o bien de mantenerse como 
pudiera dentro de sí mismo, o bien de dominar al otro, lo que daba 
origen a algún que otro conflicto que, aunque no de gran virulencia, 
sí incidía en nuestra relación.
***
Al cabo de los años tuvimos la oportunidad de experimentar lo 
que realmente significa vivir en unidad y amor poniendo al otro en el 
verdadero lugar de nuestra vida, en aquél donde lo habíamos 
situado durante nuestro noviazgo y comienzos de vida matrimonial y 
del que nunca debió ser desplazado. Fue a raíz de un «fin de 
semana de relación» —al que nos invitó un matrimonio que nos 
quería, con el que participábamos en el catecumenado de nuestra 
parroquia, y que sabía de nuestras luchas— donde aprendimos lo 
que supone ponerse en actitud de caminar, de cambio y de escucha 
permanente de las necesidades del otro. Supimos el significado 
profundo que tiene la «decisión de amar» para sacarnos del pozo 
de la desilusión al que nos arrojan los conflictos de intereses 
personales, y comenzamos a experimentar lo que representa 
mantener un diálogo abierto y libre para conocernos más y apreciar 
mejor nuestras cualidades, las que hemos sabido poner al servicio 
de quienes nos rodean. Desde entonces, cuando caminamos los 
dos unidos hacia nuestra propia aceptación, nos es más fácil 
aceptar a los demás, comenzando por nuestros propios hijos.
Esta nueva actitud es la que nos ha ayudado a conseguir el 
estilo de vida que nosotros deseábamos y que ha logrado 
satisfacernos a los dos. Ha sido ese diálogo en profundidad a nivel 
de los sentimientos, que antes nos negábamos a descubrir por 
miedo a que se nos tomara por débiles, y la escucha y confianza en 
el otro, lo que nos ha permitido volver a los sueños que nos 
forjáramos en nuestro noviazgo. Hemos conseguido, entre otros 
objetivos, distribuir mejor nuestras tareas y nuestros compromisos 
comunes, alcanzar más fácilmente la aceptación de nuestras 
familias, sintonizar más acordemente con nuestra economía y, lo 
que es más importante, lograr el desarrollo personal de cada uno 
sin romper la unidad que existe entre los dos. Ahora sí que 
podemos gritar con orgullo que «somos dos en uno».
La primera consecuencia, desde que hemos optado por vivir este 
estilo de vida, ha sido nuestra capacidad para aceptar que «Dios ha 
hecho libres a nuestros hijos para ser ellos mismos» —frase que, 
cuando la oímos por vez primera, cayó sobre nosotros como un 
jarro de agua fría que empapó nuestro corazón— lo que nos ha 
permitido comprender que sus prioridades y su forma de pensar y 
de actuar no tienen por qué coincidir con las nuestras. Sin embargo, 
asumir todo esto no nos ha sido nada fácil. Hemos tenido que hacer 
grandes esfuerzos para tratar de comprenderlos y aceptarlos como 
son, y para ello hemos tenido que ir adaptando nuestros 
pensamientos y los sueños que teníamos para ellos a sus 
inclinaciones. La oración común nos ha servido tanto en los 
momentos de alegría y tristeza como en aquellos en que la duda 
machacaba nuestro corazón; la forma impositiva que teníamos de 
compartir nuestra religiosidad cuando los niños eran pequeños se 
ha tornado en otra de libertad y aceptación de sus vivencias a 
medida que se han ido haciendo hombres; con el tiempo, les hemos 
tratado de inculcar, como grandes valores de relación humana, el 
respeto a las creencias de cualquier otra persona con la que se 
relacionen, la solidaridad con el más débil y necesitado y la idea de 
crear un hogar abierto y acogedor para todos aquellos que a él 
puedan acudir o que en él puedan encontrarse.
Pese a todos nuestros ideales y propósitos, este proyecto de 
vida que estamos tratando de vivir durante estos años no ha sido 
fácil de llevar a cabo. No es un proyecto estático, iniciado y 
conseguido, no; es más bien un caminar diario que se desarrolla en 
la medida en que también lo hace nuestro crecimiento y el de 
nuestros hijos, ahora viviendo a nuestro lado. y mañana en el hogar 
y el puesto que Dios haya pensado para ellos. Esto ha hecho que, 
una y otra vez, nosotros hayamos tenido y tengamos que ir 
modificando de forma permanente, a lo largo de nuestra vida, aquel 
proyecto inicial que hiciéramos, pues, aunque hemos conseguido 
alcanzar varias de las metas que nos habíamos propuesto, aún nos 
quedan otras cuyo camino nos cuesta superar y para las que es 
necesario que sigamos renunciando a parte del yo y del nosotros 
como pareja. Con todo, nuestros sentimientos más fuertes son de 
ilusión y esperanza por el papel que Dios nos ha confiado y la 
importancia que nos da en el plan de vida de nuestros hijos, lo que 
no sólo nos hace ser más felices, sino que nos ayuda a tratar de 
hacer más felices a todos los que nos rodean, tanto en nuestro 
hogar, con ellos, como en los entornos donde nos desenvolvemos: 
vecindad, parroquia, trabajo, movimiento.
Como conclusión de este proyecto de vida, que hace más de 
veinticinco años comenzamos con un noviazgo y que ahora 
proseguimos con retoques continuos que nos permiten 
encaminarnos a la meta final, podemos decir que, aunque en alerta 
permanente, cual timonel en un barco, nuestro matrimonio es UNA 
AVENTURA QUE MERECE LA PENA VIVIRSE.

SAL TERRAE 1994/02. Págs. 135-147