Lugar del sacramento del matrimonio dentro de la comunidad de la Iglesia

SCHMAUS

 

1. Los Sacramentos son modos distintos de encontrarse con Cristo. Son los instrumentos con que el Padre celestial nos acoge de distintas maneras por medio de Cristo en el Espíritu Santo y nos configura según la imagen de su Hijo encarnado e instaura su reino en nosotros. La comunidad con Cristo, causada y fortalecida de distintas maneras por medio de los Sacramentos, implica a la vez modos respectivos de incorporación a la Iglesia y, por tanto, la ordenación a los demás miembros de la comunidad. El hombre total es acogido y transformado por la actividad de Cristo o por la del Padre operante en Cristo en los Sacramentos. La transformación llega también a la ordenación al "Tú" fundada en el ser mismo del hombre, y a que abarca al hombre total con todas sus propiedades y determinaciones anímicas. Los individuos se reúnen así en una unidad íntima y viva; tal unidad tiene tal fuerza que, según San Pablo, todas las diferencias naturales restantes pasan a segundo término, no son negadas, porque la naturaleza no es destruida por Cristo; la naturaleza tiene su origen en el Padre celestial y para Cristo era el pan de su vida el cumplir la voluntad de su Padre. Pero a través de las diferencias naturales es creada una nueva relación entre el yo y el tú que arraiga en Cristo mismo.

2. Entre los encuentros para los que el hombre está capacitado naturalmente en razón de su ser creado por Dios, ocupa el lugar primero y preferente el encuentro del hombre y mujer. La unión con Cristo configura y forma también este encuentro. También en su cualidad de varón o mujer está el hombre configurado a imagen del Señor. La comunidad con Cristo penetra y traspasa también la ordenación del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. La semejanza a Cristo fundada en el bautismo llena ya todo el ámbito del yo humano; pero a consecuencia de la significación que tiene para la vida humana el encuentro del hombre y la mujer, no puede estar sólo lleno de la fuerza de Cristo, comunicada en el bautismo y que se extiende a todos los dominios de la vida, sino que esa fuerza debe fluir como un poder superior a la virtud santificadora del bautismo hasta la comunidad del hombre y mujer: es lo que ocurre en el sacramento del matrimonio. El matrimonio significa, por tanto, una conformación y carácter especiales (condicionados por las propiedades del hombre y las de la mujer) de la comunidad que abarca a todos los bautizados; es una especialización de su unidad una derivación de ella. Esta transformación de la comunidad, que afecta a todos los miembros de la Iglesia, ocurre siempre que dos bautizados se dirigen el uno al otro, en cuanto varón y mujer, para unirse perfectamente entre sí.

3 Esta especial conformación de la relación entre el yo y el tú fundada en el bautismo es lo quo vamos a explicar ahora. El matrimonio puede ser estudiado desde otros muchos puntos de vista, por ejemplo, desde el punto de vista biológico, psicológico, económico, jurídico, moral, etc. Tales aspectos no nos interesan ahora. Debemos explicar el matrimonio desde el punto de vista de su sacramentalidad, que a los ojos del creyente es la realidad más importante del matrimonio cristiano. La sacramentalidad no es como un dije que se colgara al matrimonio perfecto, cerrado en sí mismo, sino que es el poder y la fuerza que configura el matrimonio. La sacramentalidad es la ley conformadora o entelequia del matrimonio entre bautizados; gracias a ella el dato y hecho natural que llamamos matrimonio es sumergido en la gloria de Cristo resucitado. Del mismo modo que lo sobrenatural está por encima de lo natural y le imprime carácter; mediante el sacramento del matrimonio la gloria de Cristo configura la ordenación natural del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. Como lo superior no debe ser medido y juzgado según lo inferior, sino viceversa, el matrimonio cristiano debe ser comprendido desde la sacramentalidad. Todo lo que puede decirse sobre él está incluido en el ámbito del sacramento y desde allí debe ser conocido y valorado.

Lo mismo que los demás sacramentos debemos explicar ahora la existencia, signo externo y fuerza sacramental del sacramento del matrimonio. Las características de este sacramento obligan a esbozar brevemente las propiedades naturales, que fundan una especial relación del yo y el tú.

Diferencias naturales y coordinación entre el hombre y la mujer, como presupuesto del matrimonio sacramental

I. Consideraciones preliminares DIALOGO/PALABRA

1. Como hemos visto en distintas ocasiones, la existencia humana es coexistencia. El yo humano está ordenado al tú. Esta situación esencial es lo que explica la necesidad y anhelo de comunidad. Cuando no se llega al encuentro con el tú, la vida humana queda inacabada e incompleta. El hombre vive ese no acabamiento en el sentimiento de soledad. La forma extrema de soledad e imperfección es el infierno. El signo de la ordenación del yo al tú es la facultad de hablar. En la palabra ejercita el hombre su ordenación al tú. La conversación es el modo en que la vida humana se realiza con sentido. La forma suprema de diálogo es la unión del hombre con Dios en el cielo. Esta afirmación no nace de una idea romántica del hombre, sino de la consideración, a la luz de la fe de la naturaleza humana.

2. La coexistencia sufre una transformación característica cuando hombre y mujer se reúnen en comunidad. Hombre y mujer son representaciones y configuraciones distintas del mismo ser humano. La ley de la diferenciación atraviesa toda la naturaleza y también el hombre cae bajo su dominio. Hombre y mujer no realizan cada uno de por sí la plenitud de lo humano, sino sólo una parte. Varón y mujer creó Dios al hombre (Gen. 1, 27). Sólo cuando se unen cumplen toda la extensión de lo humano. San Juan CRISOSTOMO-SAN dice en su Comentario a la Epístola a los Colosenses (Homilía 12, sec. 5): "Ellos (los nuevos desposados) quieren convertirse en un solo cuerpo. ¡Un misterio del amor! Si los dos no se convierten en uno, no producen ningún aumento, mientras permanecen separados son dos, tan pronto como se unen en unidad, se multiplican. ¿Qué aprendemos de eso? Que en la unión hay una gran fuerza. El espíritu creador de Dios dividió al principio a uno en dos y para indicar que después de la división siguen siendo uno, no permitió que uno solo bastara para la generación. Pues el que no está todavía (unido en matrimonio) no es uno, sino mitad de uno; y es evidente que tampoco puede reproducirse, como no podía anteriormente (antes de la división). ¿Has visto qué misterio es el matrimonio? De un hombre hizo Dios otro, y cuando de los dos hizo otra vez uno, volvió a crear de nuevo al uno. Por eso el hombre nace de uno. Pues el varón y la mujer no son dos hombres, sino un hombre." La diversidad se extiende a lo corporal, a lo espiritual y a lo anímico.

3. Toda la estructura del ser está coloreada de maneras distintas en el hombre y en la mujer. La propiedad de ser varón o mujer no se le pega al hombre por fuera, sino que le acuña y caracteriza desde lo más íntimo. El hombre es completamente varón o completamente mujer. Dios ha concedido al varón más virtudes y fuerzas racionales y a la mujer más virtudes y fuerzas del corazón. Por eso intenta el hombre dominar al mundo y ordenarle sistemáticamente en divisiones y relaciones lógicas, cognoscitivamente y con ayuda de los conceptos, mientras que la mujer rastrea y ve la esencia de las cosas con la mirada del corazón. El hombre está dotado para la acción y orientado a la obra; por eso le han sido concedidas las propiedades necesarias para la acción (audacia, espíritu de empresa, amor a la libertad). La mujer obra aceptando, protegiendo, cuidando; tiene el don de la entrega, de la espera amorosa, del abandonarse, del calor afectuoso. La Iglesia tiene en cuenta las diferencias entre varón y mujer, así, por ejemplo, al reservar el sacramento del orden al varón. Pero tales diferencias no deben exagerarse hasta convertirlas en exclusividades. El varón participa de las propiedades de la mujer y viceversa. Las características citadas como propias del varón son también, en cierto sentido, propias de la mujer y las de la mujer lo son del varón; lo que ocurre es que están en la mujer o en el hombre especialmente acentuadas. La diferencia debe reducirse a la variedad del acento que recae sobre las propiedades comunes propias del varón y de la mujer en cuanto hombres.

4. Por muchas diferencias que haya entre ellos, el hombre y la mujer están destinados y ordenados el uno al otro; sus diferencias son tales que hombre y mujer se completan en una plenitud ordenada y unitaria de lo humano; no sólo pueden completarse, sino que están ordenados a completarse. A cada uno presta el otro valores que no tiene y sin los cuales sería unilateral e imperfecto. Cuando los caracteres masculino y femenino se desarrollan sin recíproca penetración e influencia, el ser del varón suele conducir al poder salvaje, al rígido esquematismo intelectual falto de fuerza vital; la riqueza sentimental de la mujer se pierde fácilmente en la confusión y oscuridad faltas de la luz del conocimiento. Sólo en el encuentro recíproco, en que los caracteres de varón y mujer no se niegan mutuamente, sino que se fusionan, prospera el ser de ambos.

5. La diversidad del varón y de la mujer no implica una superioridad cualitativa del uno sobre el otro; sería unilateral tomar a la mujer como medida de lo humano y valorarlo todo según ella; y también será unilateral creer que el varón es el prototipo de lo verdaderamente humano y lo femenino una degradación de ello. Aunque en Santo Tomás pueden encontrarse ideas parecidas, deben ser valoradas como históricamente limitadas, tomadas en parte de Aristóteles y en parte nacidas del conocimiento insuficiente del problema; son incompatibles con los conocimientos biológicos y psicológicos actuales. La medida de lo humano no es el varón solo o la mujer sola, sino varón y mujer en su recíproca ordenación. Los privilegios que uno puede tener frente al otro, tendrá que pagarles con otros tantos defectos. El carácter del varón implica que en la ordenación recíproca de varón-mujer lleve la dirección, mientras que a la mujer compete el llenar el espacio vital creado por el hombre. Sobre esto volveremos a hablar al estudiar la sacramentalidad del matrimonio.

II. Testimonio de la Revelación

La diversidad y coordinación de hombre y mujer están atestiguadas y explicadas por la Revelación sobrenatural en /Gn/01/27-28 y /Gn/02/18-25. Dios mismo confirma que hay una falta en la creación mientras el hombre está solo. "No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él." Dios creó a la mujer del costado del hombre y le liberó así de su soledad. La creación se completó al ser creada la mujer; Dios dijo entonces de su creación que era "muy buena" (Gen. 1, 31). La igualdad de linaje del hombre y de la mujer está atestiguada por el hecho de que Adán no pudo encontrar entre los animales que Dios le confió ninguno que pudiera salvarle de su soledad; sólo pudo lograrlo la mujer creada de su costado. Según la Escritura, Adán y Eva son imagen de Dios, no cada uno por sí, sino más bien en su unión (Gen. 1, 27). Dios concedió el dominio de la tierra a ambos, no sólo a Adán; con el hombre la mujer fue autorizada a someter el mundo (Gen. 1, 28-30). El varón siente su ordenación -creada por Dios- a la mujer como anhelo y deseo de la mujer, que es hueso de sus huesos y carne de su carne (Gen. 2, 23). El anhelo de mujer tiene tal fuerza que por ella dejará el varón a su padre y a su madre, y la tomará por esposa. El varón intenta la unidad con la mujer hasta la última posibilidad concedida por Dios mismo: tal posibilidad extrema es la comunidad de los cuerpos (Gen. 2, 24). La unidad a que tienden varón y mujer se completa y cumple en la "carne", en el cuerpo; es una plena comunidad vital de cuerpo y alma. Varón y mujer fueron creados por Dios para esa plena comunidad de vida que abarca también el cuerpo. Cristo lo confirma: en una conversación con sus discípulos dice, aludiendo a la narración de la creación, que Dios mismo hizo al hombre varón y mujer y que varón y mujer no son ya dos sino uno solo, un cuerpo, cuando el varón abandona a su padre y a su madre y se une a su esposa (Mt. 19, 4-6; Mc. 10, 6-9). Dios creó a los dos primeros hombres para que fueran compañeros en todo (Gen. 2, 18). Ambos saben que están destinados a la unidad corporal, anímica y espiritual. "Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello" (Gen. 2, 25). La unidad corporal no es algo que deba ser superado, sino la plenitud de unidad de vida. No es mala en sí, como decía el maniqueísmo. Cuando hombre y mujer se encuentran con la voluntad de comunidad plena, la unidad de los cuerpos está supuesta e implicada. Naturalmente, la dirección corresponde al espíritu y al alma; sólo así se garantiza la dignidad personal de cada uno cuando varón y mujer se encuentran; la unidad corporal es expresión e instrumento del amor, en que el hombre y la mujer se inclinan el uno al otro. Existen también otras formas de encuentro que tienen menos fuerza y poder; la más amplia consiste en que hombre y mujer se entregan el uno al otro para vivir en comunidad perfecta y exclusiva.

III. Carácter personal de la unidad de hombre y mujer EROS/AGAPE:

Podemos describir más concretamente la esencia del encuentro del hombre y mujer. Como antes hemos visto, pueden distinguirse dos formas de amor; en la una el yo se dirige al tú, para apropiarse los valores del tú; es el amor de necesidad: el hombre necesita conseguir lo que le falta. El tú es anhelado como complemento de la propia vida anímica y corporal; el yo ama al tú, porque tiene determinados valores. Si este amor se realiza en su caracterización más crasa, se desprecia la personalidad del tú. Quien ama así, usa egoísticamente el tú como una cosa que aumenta su propia vida, en contradicción con la personalidad creada por Dios. Para que el yo no sea degradado a objeto en el amor, al movimiento del yo hacia la apropiación de los valores del tú debe añadirse el movimiento de entrega y servicio al tú; sólo entonces es respetado el tú como persona y valorado como una realidad que tiene sentido y descansa en sí misma. Este amor tiende al tú y no sólo a una parte del tú, sea el cuerpo, sea el alma. El encuentro con el tú, ocurrido en esta forma de amor está traspasado de respeto. Sólo el amor que nace del núcleo de la persona y desemboca en el centro do la persona garantiza la dignidad del hombre. La posibilidad de esta forma de ordenamiento del yo al tú fue creada por Cristo. En Cristo se dirige Dios a los hombres no por haber encontrado en ellos algo valioso, sino para regalarles su propia gloria y felicidad. Quien es acogido por Cristo es introducido en la corriente del amor que sirve y se entrega regalándose; en él se cumple la vida de Cristo. Quien se ofrece al tú en Cristo obedece a Dios, del mismo modo que Cristo fue obediente en su vida de entrega sacrificada al Padre celestial; quien se ofrece al tú en Cristo realiza su pertenencia a Dios, permite que el tú sea la persona creada por Dios mismo; sabe que ha sido enviado por Dios para ponerse al servicio del tú con amor sacrificado; su amor se convierte en una respuesta a la llamada que Dios le hace apuntando hacia el tú; nace así el amor responsable. La primera forma de amor es el eros, y la segunda el ágape; ninguna de las dos excluye la otra, sino que se condicionan y traspasan mutuamente.

En la unión más íntima posible entre el hombre y la mujer ambos movimientos del amor se funden en uno solo. Podemos explicarlo así: Dios ha entregado el mundo al hombre para que le cultive y le trabaje, le conozca, actúe en él y perfeccione su ser. Puede gozar de él como de un don de Dios. El hombre encuentra al hombre primero como a un trozo del mundo: como objeto de su conocimiento y complacencia. Es pues conforme a la creación el que Adán dijera a Eva: te quiero porque eres como eres. Así afirmaba la obra del Creador, que creó al hombre y a la mujer de manera que dependieran uno del otro. Eso todavía no es egoísmo ni orgullo. El egoísmo empezaría cuando el hombre tratara al hombre sólo como objeto y no como persona. La tentación de esta conducta egoísta que usa y abusa del tú como de una cosa es especialmente aguda en el ámbito de lo sexual, porque el impulso sexual de uno hacia otro tiene en su entraña un especial poderío. Sólo esa fuerza que arrastra a unos hombres hacia otros hace comprensible el que se repita continuamente el hecho de que dos hombres de distinta posición, de familias mutuamente desconocidas, con esperanzas y deseos dispares y a pesar de los muchos ejemplos de matrimonios desgraciados, se tiendan recíprocamente la mano con enorme alegría para recorrer el inseguro e imprevisible camino futuro de la vida. Pero si esa fuerza sexual se separa y arranca de sus ligaduras a la responsabilidad y del amor personal, se convierte en demonio destructor; se convierte en un poder asolador y desolador de la cultura humana y de todos los órdenes de la comunidad. Debe ser, pues, soportado y dirigido por la responsabilidad y por la disposición al amor sacrificado y servidor. Y viceversa: cuando quiera llegarse al perfecto encuentro, a la última unión posible prevista por Dios mismo, esa fuerza no debe ser reprimida ni apagada; eso contradiría también la obra del Creador. El hecho de que hombre y mujer se busquen hasta la plena unión corporal configurada por el amor personal y responsable, está fundado en sus características, creadas por Dios mismo.

IV. El matrimonio, lugar legítimo de la unidad perfecta

1. La unión perfecta de cuerpo y alma sólo tiene sentido en el matrimonio, y por eso sólo está permitida en él; es evidente si se reflexiona sobre las características de la unidad perfecta entre hombre y mujer. La determinación sexual afecta al hombre hasta en su más íntimo y profundo ser. Su actividad alcanza las raíces mismas del ser humano. Quien la ha realizado una vez es conformado íntimamente por ella; aunque haya olvidado ya el proceso, está sellado en su ser íntimo por ella. Por tanto, si quiere realizarla conforme al ser y por así decirlo esencial y objetivamente, el hombre debe estar dispuesto a dejarse determinar por ella. Sería una contradicción al ser mismo de la unidad perfecta de cuerpo y alma el hecho de que los unidos no quisieran reconocer el estado producido en ella para siempre. Esa disposición se expresa en el acto del matrimonio; en él se encarna la voluntad de la unión duradera y mutua, que corresponde a la esencia de la fusión perfecta de dos personas. Las leyes matrimoniales protegen y difunden esta disposición frente a las transformaciones y debilidades del corazón humano; ayudan y fortalecen la voluntad humana y a la vez incorporan la comunidad de los hombres a la vida pública.

A esto se añade que dos personas que se entregan mutuamente del modo más perfecto, se abren recíprocamente el secreto y misterio de su ser personal todo lo que es posible en este mundo. La revelación del misterio de la persona no puede ocurrir en la pura comunicación de las propias ideas y deseos, sino sólo cuando el yo concede al tú participación en la vida propia; tal ocurre de la manera más amplia en la unión corporal y anímica. Los así unidos saben en qué medida les desconoce el resto del mundo. Se conocen, porque el amor abre el misterio de la última intimidad del hombre y le ve mejor y más hondo que cualquier otro. Esta recíproca revelación no puede ya ser revocada jamás. Cuando dos hombres se revelan mutuamente en esta profundidad, se conocen ya para siempre, se pertenecen ya para siempre. No es nada evidente que dos hombres se confíen y abran así. El pudor, que afecta no sólo al cuerpo, sino a todo el yo humano, advierte a los hombres y les ayuda a proteger su misterio personal de todo ataque de curiosidad extraña; sólo permite su revelación a quien se dirige y se une al yo en el amor. Cuando alguien le abre el misterio de su persona y lo acepta en su corazón, con el misterio adquiere la responsabilidad frente a quien se le ha confiado; es la garantía de la dignidad personal de quien se entrega, para que su entrega no se convierta en un abandono de la mismidad. Nunca jamás se puede sacudir esta responsabilidad. Quien una vez ha entrado en la profundidad más íntima de otro, será siempre responsable de él y, por tanto, estará siempre unido y obligado a él. (...).

V. Virginidad

Por muy bien que las anteriores consideraciones hayan demostrado la recíproca pertenencia del hombre y la mujer, basándola en sus características espirituales y corporales, creadas por Dios mismo, es indudable, sin embargo, que la Iglesia reconoce una importancia hasta predominante a la vida virginal. El Concilio de Trento dice: "Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato, que unirse en matrimonio, sea anatema" (D. 981). La doctrina de la Iglesia se funda en la Escritura. Cuando Cristo explica a sus discípulos -asustados de su mensaje de la indisolubilidad del matrimonio- que Dios concede la posibilidad de la verdadera vida matrimonial, alude a una cumbre más alta de vida; hay hombres que renuncian al matrimonio no porque una falta o defecto físico les haga incapaces de él, sino por amor al reino de los cielos (/Mt/19/01-12). La forma virginal de vida sólo es posible desde Cristo; por mucho que se hubiera estimado y estime la virginidad prematrimonial en la época precristiana y en religiones no cristianas, la idea de una vida continua de virginidad y las fuerzas para ella proceden de Cristo; la virginidad significa que un hombre es poseído y dominado completamente por Dios; presupone, por tanto, la cercanía especial de Dios al hombre, quo fue creado en Cristo. La virginidad no es sólo la renuncia vitalicia a cualquier satisfacción sexual por motivos éticos, sino la inmediata y completa conversión a Dios de las fuerzas humanas del amor. La virginidad no nace del desprecio o minusvaloración del matrimonio o de la aversión a él. Dice San Juan Crisóstomo (La Virginidad, 10): "Quien denigra el matrimonio, mengua también el honor de la virginidad. Quien alaba el matrimonio, tanto más ensalza la maravilla esplendorosa de la virginidad." El que es virgen renuncia al valor del matrimonio, reconocido como tal valor porque está él lleno de Dios (I Cor. 7, 25-35); renuncia a la forma de vida natural en el estado de peregrinación, sin hacerse preso desnaturalizado. Aunque le está negado el natural complemento y acabamiento de su ser, está, sin embargo, lleno de Dios. Dios es el único que puede ser amado hasta el fin en sentido pleno y definitivo. A la raíz de toda experiencia amorosa de un gran corazón, que siente claramente, incluso en el fondo del corazón más feliz y rico, hay quizá una imposibilidad de la última plenitud. "Tal vez tengamos que decir que el amor no puede expresarse con toda su riqueza respecto del hombre porque éste es demasiado pequeño, porque es imposible captar su suprema intimidad, porque se halla siempre envuelto en cierta lejanía. Acaso esta experiencia dolorosa y este ultimo fracaso del amor humano hacen presentir al hombre que hay otro amor, pero que es imposible realizarlo con respecto a otro ser humano, un amor cuyo objeto mismo y cuyas condiciones han de sernos dados de lo alto. La Revelación lo muestra. He aquí el misterio de la Virginidad" (R. Guardini, El Señor, vol. I, págs. 492-493, 1954). De la virginidad obrada por una gracia especial (carisma) se distingue la continencia prescrita por la ley o impuesta por las circunstancias de la vida, que tampoco es posible más que desde Cristo. Pero en el segundo caso se deja más campo de juego a la libre decisión humana. Quien se decide por la continencia, sólo puede hacerlo honrada y limpiamente, cuando ve claramente el valor del matrimonio y acepta el sacrificio de la no plenitud de su ser anímico y corporal con amor servicial a Dios y a los hermanos y hermanas; también a él se le concede otra plenitud por su disposición.

Cuando la Iglesia habla de la supremacía de la vida virginal sobre la matrimonial, alude a la forma de vida, no al hombre que vive en ella. La ordenación hecha por la Iglesia de las formas de vida tiene como norma la plenitud ultramundana del mundo. El mundo camina hacia un estado en el que perderá las actuales formas y adquirirá una forma gloriosa e imperecedera, presignificada ya en el cuerpo resucitado de Cristo. La forma matrimonial de vida pertenece a los modos transitorios de existencia y pasa con ellos. Esto no quiere decir que, los que vivieron aquí matrimonialmente, no permanezcan allá unidos lo más íntimamente posible; no cambian más que las formas de unión. En la vida virginal está representada previa y analógicamente la forma perfecta de la vida del mundo futuro, es una continua advertencia de que la forma actual de este mundo pasa y que llegará lo inmutable e imperecedero. Quien elige la forma virginal de vida presta un servicio sobrenatural al hombre olvidadizo; le recuerda lo futuro y le guarda de perderse en lo perecedero. La virginidad se convierte así en una realización del amor.

Por tanto, aunque la Iglesia ordena según su rango ambas formas de vida, se abstiene de ordenar del mismo modo a los quo viven en ellas. "Por el camino de la virginidad unos se hacen fervorosos, perfectos, íntimamente entregados a Dios y a los hermanos, maduros y sabios; y otros, estrechos y fríos, orgullosos y violentos; y en el matrimonio unos se hacen magnánimos, humildes, respetuosos, desinteresados, y otros se hacen burdos, superficiales, brutales y egoístas" (J. Gülden).

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VI LOS SACRAMENTOS
RIALP. MADRID 1961, págs. 700-711