En el matrimonio, ¿jugamos en el mismo equipo?
Autor: Ángel Espinosa de los Monteros, catholic.net
¿Qué fue lo que prometimos?
“Prometo serte fiel”.
Lo importante es saber traducir ese “prometo serte fiel”. No nos referíamos
solamente a la fidelidad en cuanto a que nunca comenzaríamos una relación
sentimental, seria o superficial con otra persona, por un momento o para toda la
vida. Significa muchísimo más.
Prometo llevar bien puesta la camiseta del equipo, tirar en la misma dirección y
defender nuestra portería. Lo nuestro. A veces me he topado con un hombre o una
mujer, que sólo viendo cómo se comporta con la persona a quien dice que ama, me
dan ganas de preguntarle: ¿tú, para dónde tiras?
Si los dos tuvieran puesta la camiseta del mismo color y “se pasaran el balón”,
meterían goles, alcanzarían metas, jugarían en equipo y así harían la vida más
simple y tendrían la felicidad más a la mano.
Pero uno parece ser delantero de un equipo y el otro defensa del contrario: se
estorban en las jugadas, se cometen frecuentes faltas, se ignoran. Algunos
parecen estar buscando la tarjeta roja ¡después de haber visto no una sino mil
veces la amarilla!
Esto no debe suceder en el matrimonio. “Amarse no es mirarse uno al otro, sino
mirar en la misma dirección”. Tirar en la misma dirección. Amarse es tener una
meta común y unos mismos ideales, y eso debe reflejarse en los acontecimientos
de la vida diaria. Amarse es mirarse uno al otro con comprensión, respeto y con
capacidad incluso de diferir.
“Prometo no bajarme del burro”. Te explico de qué se trata: en mis años de
estudiante, paseaba en una ocasión por un pueblo de Santander, en el norte de
España, y me encontré a un pastor con quien entablé una conversación debajo de
un cobertizo, pues llovía a cántaros. La recuerdo como una charla muy
interesante. En un determinado momento le pregunté cuántos años tenía de casado,
a lo que respondió:
-“¿Cómo ve, Padre? Tenemos treinta años de casados y no nos hemos bajado del
burro”.
La expresión realmente me encantó. Si él hubiese dicho, “no nos hemos bajado del
tren... o del caballo”, hubiese sido diverso. El caballo sugiere libertad,
velocidad, crines al viento... En cambio dijo: “no nos hemos bajado del burro”.
En el burro, como en el matrimonio, a veces se va hacia adelante, a veces hacia
atrás, a veces rebuznando… a veces, el animal, -me refiero al burro- como que no
se mueve. Así es en el matrimonio. A veces para atrás, a veces para adelante, a
veces rebuznando... pero siempre los dos en el burro. ¿Qué importa por dónde y
cuánto haya costado mientras hayan ido juntos, en la misma dirección,
apoyándose, acompañándose, amándose?
“Prometo buscar tu realización, tu felicidad”.
Si prometiste serle fiel, te comprometiste a buscar su felicidad, ya que la
fidelidad no puede reducirse a no fallarle en el sentido de nunca enamorarte de
otra persona. Eso es más que nada una obligación, un requisito y algo que
deberían dar por supuesto.
“Prometo serte fiel”, es llenar las expectativas que tenían el uno sobre el otro
cuando eran novios. “Desde que nos vimos y pensamos en unirnos para toda la
vida, pensamos que juntos seríamos felices y desparramaríamos esa felicidad en
nuestros hijos. Si queremos sernos fieles, tenemos que hacer realidad ese sueño
que tuvimos desde el inicio”.
No voy a olvidar jamás esa escena de la película “Los puentes de Madison” en la
que ya casi al final de la vida, el marido, muriendo en la cama, llama a sus
esposa y le dice más o menos lo siguiente:
-“Fanny, yo sé que tenías tus propios sueños e ilusiones en la vida, perdóname
por no haberlas hecho realidad”.
La mujer simplemente lo besó en la frente e hizo un gesto de resignación.
Es tan fácil hacer felices a los demás cuando uno se lo propone, que
sinceramente, honestamente, para no lograrlo, se necesita ser de verdad egoísta.
Cuando prometieron ser fieles, entre otras cosas, prometieron buscar con tesón
la felicidad del otro, pues la fidelidad no es sólo cuidar que no haya engaños,
sino que apunta a todo un proyecto de vida. De hecho, y aunque no es el ideal,
hay matrimonios en los que, uno de los dos, por descuido, ha caído en una
infidelidad. Pero como siempre ha buscado hacer feliz al cónyuge, este error
-por más grave que sea- no es más que una mancha en una pared llena de luz.
Desde luego que no es el caso de la persona descuidada, sensual, irresponsable,
que frecuenta ambientes inconvenientes y que trata con personas del sexo opuesto
sin ningún pudor y sin respeto. En una persona así, la caída siempre será
inminente e injustificada. El derrumbe comenzó desde que se descuidó en su
conducta ordinaria.
“Prometo serte fiel” es también cuidar el corazón. No permitir que nada ni nadie
le robe la paz inicial. Prometieron luchar especialmente cuando les vinieran a
la cabeza “ideas rubias”. La fidelidad no es no meterse con otra persona, sino
sobre todo cuidar el corazón. Hay mucha gente que quizá jamás concretará una
infidelidad conyugal, sin embargo vive en una continua deslealtad al no cuidar
el corazón de cualquier amor que no sea su único y verdadero amor.
“Prometo serte fiel”, es decir, también, “prometo hablar bien de ti”. “Lo que
tenga que decirte, te lo diré a ti, para ayudarte, con amor y por amor. No se lo
diré a mi mamá ni a mis hijos, menos a mis amigas en un desayuno. Prometo hacer
crecer tu fama dentro de lo más íntimo que tenemos que son nuestros hijos,
padres, hermanos y también nuestros amigos. “Me esforzaré para que ellos siempre
tengan una buena imagen de ti. Sólo escucharán cosas positivas acerca de quién y
cómo eres tú. Estarán orgullosos de nosotros”.
Finalmente, “prometo serte fiel”, ahora sí, significa “que no te cambiaré por
nadie. No te quiero para un amor intermitente u ocasional, ni como un amor de
paso”.
Estas promesas que hicieron, además tienen dos especificaciones que deben
considerar como muy importantes y darles su sentido propio, porque de verdad,
parece que no todos las han entendido. Cuando se da una infidelidad en el
matrimonio por parte de quien sea, y el cónyuge decide que “esto es lo único que
no está dispuesto a perdonar”, y que “ahora sí se acabó todo”, es simplemente
porque no ha entendido qué fue lo que prometió. ¿Cuáles son esas dos
especificaciones?
1a En lo próspero y en lo adverso.
Hay quienes creen que lo próspero es tener dinero mientras lo adverso se
identifica con todo tipo de carencias económicas.
Muchas parejas tienen los recursos necesarios para vivir felices y sin embargo
no alcanzan la felicidad porque ésta se compone de muchos otros factores que
ellos no han logrado completar.
Lo próspero es efectivamente cuando todo va bien. Como se suele decir: “viento
en popa”. Hay algo de dinero, tienen su propia casa, no hay grandes
intromisiones de la suegra, siguen teniendo más o menos las mismas aficiones y
casi idénticos gustos, no se han desgastado con el tiempo, hay armonía, diálogo,
intimidad… ¡Ah, lo próspero! ¿Por qué no todo en la vida es crecer? ¿Por qué no
todo en este mundo camina hacia adelante sin más complicaciones?
La respuesta es muy sencilla: los problemas y las dificultades existen desde que
aparecieron hombre y mujer sobre la tierra, y esta vida simplemente no sería la
misma si quisiéramos quitarle esta contrapartida de la dificultad. Además no
siempre está en nuestras manos evitar algunas dificultades que se van suscitando
en el camino, pues muchas de ellas nos las imponen la sociedad, la cultura, el
entorno en el que nos movemos… Pero es interesante que sepan partir de este
presupuesto cuando piensan ya en el matrimonio y cuando están por emitir estas
promesas que los comprometen para siempre.
Cabe añadir que en el matrimonio, los problemas son una oportunidad maravillosa
de crecimiento. Este debe ser un camino de crecimiento, y para eso necesitan
aprovechar todas las oportunidades.
En el matrimonio, lo adverso puede ser: dificultades en el campo económico, la
pérdida del trabajo o el fracaso rotundo en el negocio, la intromisión indeseada
de algún familiar político en el propio hogar, la llegada de los niños quizá
demasiado rápida, la enfermedad de uno de ellos que acusa gravedad… Y, ¿por qué
no? el hecho mismo de que el amor que sentían el uno por el otro ya no sea como
era en el noviazgo, o al inicio del matrimonio.
2a En la salud y en la enfermedad.
“Prometo que en la salud, te aplaudiré, te proyectaré, te acompañaré y apostaré
por ti. No estaré celoso de tus triunfos, ni permitiré que me afecte el que tú
seas más que yo a los ojos de los demás”.
En la enfermedad, prometes que estarás a su lado. Pero cuando prometiste esto,
no te referías a enfermedades que se arreglan con un suero ni aun con una
enfermera de cabecera. Te referías a enfermedades más profundas, más
complicadas, con alcances más intensos, como el alcoholismo, el desánimo, la
pérdida del sentido de esta vida o enfermedades “del corazón” o del carácter.
Tú un día puedes llegar a dejar de amarlo (la) y es entonces cuando debes
demostrarle que prometiste serle fiel. Es precisamente en estos momentos –de
enfermedad “del corazón”- cuando puedes probar tu fidelidad. Qué fácil era
cuando todo marchaba bien, cuando parecían competir en el darse cariño.
La fidelidad se demuestra en la prueba y en el dolor, y quizá no haya prueba más
grande para una persona que ama de verdad, que el sentir que no es correspondida
y que no es amada con la misma intensidad. Ante un problema de esta naturaleza,
se puede reaccionar de dos maneras: pagar con la misma moneda, que no sería ni
amor ni fidelidad, o luchar con todo el corazón por recuperar ese amor que se
está apagando o se ve casi perdido.
La fidelidad sólo acepta este segundo tipo de actitud. “Si te pierdo, lucharé
por reconquistarte, ése será mi programa”.
“Si la enfermedad es grave y llego incluso a perderte definitivamente, seguiré
siendo tuyo, y tú seguirás siendo parte de mi proyecto de vida”. El hecho de que
uno de los dos haya fallado, no implica que el otro deba fallar también.
“Lucharé por reconquistarte”, como se ve en algunas películas o novelas, sólo
que aquí es de verdad: no hay actores ni música de fondo ni paisajes bonitos...
sino sacrificio, humillación y mucho valor para reconquistar el amor que una vez
iluminó la vida y del que surgió la familia que ya existe.
Recuerdo a ese general francés, que después de la segunda guerra mundial fue
requerido en el partido comunista. Con el aumento de sueldo y por participar de
tantos beneficios que le ofrecieron, abandonó a su mujer de treinta y siete
años, con siete hijos, y se marchó de la casa.
Lógicamente pronto encontró a otra y así continuaron sus vidas por separado.
Pasaron veinte años y dicho partido nunca terminó de consolidarse bien, hasta
que finalmente se disolvió. Muchos que habían gozado de los beneficios de la
organización, pronto se vieron en la calle, sin dinero, sin familia y sin
amantes, que son las primeras en irse cuando falta todo lo demás. Cansado, solo,
ya acabado, vuelve un día a su casa, toca la puerta y le abre su mujer. Una
esposa también cansada, que había sacado adelante a todos sus hijos, sola. Una
madre heroica.
- “Quiero hablar contigo”- le dice.
-“Pasa”- abre la puerta y dibuja en el aire con su mano el ademán de “adelante”.
Pero él se da cuenta de que está la mesa puesta con dos lugares, y titubeando le
dice:
-“Perdona, no quiero importunar, ¿estás esperando a alguien?”
-“Sí -responde segura y sin dejar de mirarlo a los ojos- desde hace veinte años
todos los días la mesa ha estado puesta para dos, porque te sigo esperando”.
Lo más probable es que los sentimientos de esta mujer no fuesen tan favorables.
Podemos incluso imaginar que ella hubiese querido golpearlo o que debió azotarle
la puerta al instante sin permitirle no sólo entrar a la casa, sino tampoco
entrar a un hogar que comenzaron los dos pero que sólo ella de verdad construyó.
Este relato no tendría ningún valor si no fuera histórico.
Lo que lo hace grande es precisamente que sucedió. Es una mujer que sacó
adelante sola a siete hijos y que se sobrepuso al orgullo y a un explicable
rencor. Una de esas personas que tienen muy claro que el matrimonio es para
siempre. Ella quizás pensaba: “él me dejó, pero yo no lo puedo dejar, porque
Dios me lo dio, y por él tengo que responder”.
Ella sabía lo que era un compromiso con Dios, con un hombre y con unos hijos.
En una ocasión, una señora me vino a ver:
-“Padre, mi único pecado es que odio a mi marido.
Yo pensé: “pequeño detalle”.
- Me dejó hace cinco años. Ni quiero, ni puedo verlo”.
Comprendí que la dificultad era muy grande y le ofrecí una solución más para
ella misma que para su matrimonio:
-“Señora, lo que usted necesita es un cambio de mentalidad. Renueve el
compromiso que hizo hace treinta años: rece por él, de vez en cuando escríbale,
preocúpese en la medida de sus posibilidades por él, aunque ya nunca puedan
volver a reunirse. Usted será más feliz amando con un amor realmente heroico,
que dando rienda suelta a odios estériles. El amor siempre nos deja algo, nos
lleva a algo, produce algo. Del odio sólo germinan rencores, soberbia,
impaciencias, insatisfacciones y un sin número de frustraciones, pues nuestro
corazón fue hecho para amar. Ir en contra del amor es luchar contra nosotros
mismos”.
Desgraciadamente muchos matrimonios se romperán porque nunca se entendió que la
fidelidad que se prometieron al inicio, debería ser, como los mejores relojes,
“a toda prueba”. Así es, a prueba de todo, incluidas la peor enfermedad, la más
tremenda crisis y el más injusto adulterio.
Este artículo es parte del libro "El anillo es para siempre" de Ángel Espinosa
de los Monteros.
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Acción Católica Mexicana Diócesis de Querétaro