ORIENTACIÓN FAMILIAR

Infidelidad, ¿el fin de todo?

Un testimonio, parte I

Por Yusi Cervantes Leyzaola

 

Comencé a notar que mi esposo estaba inquieto en casa. Decía tener mucho trabajo, pero si le llamábamos tarde a la oficina, ya no estaba. Sus cenas de negocios y sus gastos aumentaron. Excepto estos detalles, todo parecía normal, incluso hasta era más considerado. Lo que más me atormentaba era lo que percibía en la intimidad... Se esmeraba más que nunca en complacerme, pero yo sentía que él no estaba por completo ahí, conmigo. No hice dramas, no lo acosé, no esculqué sus cosas…  sencillamente una noche, en la cama, le dije: “Tienes otra mujer, ¿verdad?”.  No dijo nada, solamente comenzó a llorar como niño perdido, y yo no tuve más remedio que consolarlo. “ Está bien, llora —le dije—, te hace falta”. No traté de tranquilizarlo, no había razón para estar tranquilos.  No intenté convencerlo de que todo se iba a arreglar. En esos momentos yo misma pensaba que todo se había ido a la borda. Pero el  hombre que amo estaba sufriendo, y yo tenía que estar con él, por amor, nada más que por eso.

Cuando, finalmente, pudo hablar me preguntó: «¿Qué piensas hacer?». Yo no lo sabía. Tenía dos enormes tentaciones. La primera era meter sus cosas en la maleta y correrlo de inmediato.  Mi dignidad quedaría a salvo, llevaría hasta las últimas consecuencias mi papel de mujer traicionada, de víctima inocente… pero perdería a mi esposo, destruiría a mi familia y no ganaría nada en lo absoluto como ser humano. La otra opción era hacer como si nada pasara. Podía fingir que el asunto no tenía importancia, decirle un “te perdono” hueco y rogar al Cielo porque no volviera a pasar. Mi esposo dijo: “No tienes idea de lo mal que me he estado sintiendo, del sentimiento de culpa tan grande que cargo, del enorme miedo que he sentido al pensar en el daño que pudiera hacerte cuando te enteraras…”.   Lo interrumpí: “¿No te das cuenta de que el daño ya me lo estabas haciendo, aun sin que yo estuviera enterada?  Siento entre nosotros un muro enorme, invisible, pero real, y eso me está matando”.  Al escuchar mis propias palabras me di cuenta, realmente sorprendida, de que ese muro ya no estaba. Había mucho dolor, tristeza, enojo, resentimiento, frustración, confusión…  Pero el muro no estaba ahí, y en un impulso irresistible, lo abrace, hicimos el amor… y después de muchos meses sentí por primera vez que él estaba ahí.  En ese momento decidí que no iba a perder a mi esposo ni iba a fingir que no había pasado nada.  Al contrario: iba a luchar por recuperar y reconstruir nuestra relación. Se lo dije. Por segunda vez en la misma noche las lágrimas asomaron a sus ojos. En la mañana, al despertar, yo tenía mil preguntas y mil reclamos, pero dejamos el asunto para el fin de semana. “Lo único que te voy a pedir, desde este instante, es que termine por completo esa relación”.  Él me dijo: “¿No te das cuenta de que terminó ayer en la noche, cuando nos recuperamos uno al otro?”.

El proceso de sanación ha sido largo y doloroso, pero al mismo tiempo profundo y vital.  Nos hemos redescubierto y nunca nos habíamos sentido antes tan cerca.  Lo primero de lo que tuve que convencerme fue de que el hecho de que me hubiera sido infiel no significa que no me amara.  Fue difícil, yo tenía esa idea bien metida en la cabeza. Una amiga me dijo que estaba equivocada.  “Pero el que ama no hace daño a quien ama”, respondí.  “No es por ahí, dijo mi amiga, estoy segura de que él no lo hizo con la intención de dañarte. Cometió un error y te hizo daño, pero ése no era su objetivo.  Tienes que buscar en otro lado”. El me convenció diciéndome: “ésta es mi verdad, y si verdaderamente estás dispuesta a rescatar nuestro matrimonio, tienes que creerme”. 

Era más fácil pensar que fue algo contra mí, porque eso evitaba  que yo hiciera un examen de mí misma y encontrara mis propios errores. Él era el culpable y yo la víctima; pero esta era una posición falsa. Había qué buscar las causas reales, las que atañen a la pareja. Y  las fuimos encontrando: una vida demasiado rutinaria, una comunicación superficial, falta de encuentro personal de uno con el otro, vida espiritual pobre, pocos intereses en común, falta de un verdadero proyecto de vida en común y de un compromiso con el mundo, descuido de la pasión y el romanticismo, falta de tiempo y espacios para estar juntos…Fue una sacudida impresionante. En el fondo, mi marido estaba diciendo: mírame, escúchame, aquí estoy… Lo hizo de una manera inadecuada, es evidente. Yo también necesitaba decir lo mismo, pero lo oculté hasta de mí misma.  Nada dije, nunca me quejé, nunca pedí atención… hasta aquella noche. En la medida en que fui siendo más consciente de mi responsabilidad en el asunto, fui más capaz de comprenderlo y perdonarlo. Y yo me liberé de un enorme peso.

Pasamos otra etapa terrible: yo quería saber todo, hasta el último detalle, y esas imágenes eran horribles para mí.  Él no quería contar nada, decía que me lastimaba más con eso, pero yo le respondí que era peor lo que imaginaba.  Así que contó, me imagino que lo menos posible, pero contó lo suficiente como para que yo quedara conforme y llenara los huecos de la historia que había en mi mente.  Luego él fue extremadamente tierno y paciente con mi estado de ánimo cambiante, con mis ataques de furia, con mis depresiones y mi llanto.  Yo sé que a veces él estuvo tentado a decirme —yo misma me lo decía— que estaba exagerando; pero no lo hizo. Al mismo tiempo volvió a comprarme flores, a recordar mis gustos, a hacerme regalos. Si hubiera llegado con un anillo de diamantes, habría sido completamente falso; pero en cambio, cuando encontré en mi buró el libro que había estado buscando por meses y que él, no sé como, consiguió, supe que es verdad que me ama.

¿Ahora vigilo sus pasos, reviso sus pertenencias o cosas así?  No; decidí confiar en él y lo hago sin trampas.

La infidelidad para nosotros fue una oportunidad de reencontrarnos, de crecer juntos, de estar más cerca.  Pero no es el camino adecuado, a nadie le recomiendo que lo procure de este modo. 

 

RebecA.

El Observador
6 de mayo de 2001 No. 304


 

ORIENTACIÓN FAMILIAR

Infidelidad, ¿el fin de todo?

- Un testimonio. Parte II -

Yusi Cervantes Leyzaola

A Rebeca:

Ustedes fueron afortunados en muchos sentidos. No sé si por sentido común, madurez o amor, o por todo esto en conjunto, no cometieron algunos errores que son frecuentes en situaciones como esta. Por ejemplo:

- Llenar la vida cotidiana de quejas y reclamos, crear un ambiente tenso donde el mal humor es la regla.  Esto le da al infiel más pretextos para justificarse, más motivos para evadirse.

- Espiar, revisar la correspondencia, entrar al correo electrónico, pasar por encima del derecho a la privacidad del otro. Una falta de respeto como esta, lejos de solucionar las cosas las complica.

- Ocultar los sentimientos (ira, miedo, frustración, confusión, inseguridad…) por miedo a la incomprensión o al rechazo. Esto los aleja aún más.

- Depositar en el otro el sentido de la propia vida. Cuando alguien no tiene vida propia y vive a través del otro, una infidelidad es devastadora, pero no tanto por la infidelidad en sí, sino por el vacío existencial del traicionado. Aquí, quien fue traicionado debe darse cuenta de que es necesario vivir su propia vida, rescatar su propio valor y dignidad desde sí mismo, sin depender del otro para esto. 

- Creer que el traicionado queda en un mal papel. La infidelidad, por más comentarios absurdos que oigamos al respecto, no vuelve al otro un tonto, ni lo pone en ridículo, ni le quita su lugar como esposo o esposa. 

- Ponerse en una posición del bueno o el malo, el culpable o el que tiene derecho a dictar sentencia sobre él. La vida no es así, nadie es completamente inocente  o completamente culpable. Los problemas de la pareja son responsabilidad de los dos. Ponerse en estas posiciones, además, acarrea consecuencias graves. Por ejemplo, cargar más culpas de las reales, sentirse basura, aceptar que se rebaje su dignidad, permitir que se limite su libertad, aceptar abusos, estar siempre queriendo complacer, tener que hacer méritos... Mientras que “el bueno” castiga, pide que le rueguen, hace que el otro «pague las consecuencias».

- Olvidarse de que el autentico amor es incondicional. No es: «Yo estoy aquí y te amo si tú te portas como yo quiero que te portes». Es: «Eso que hiciste me duele, pero puedes estar cierto de que te amo. Aquí estoy». El amor no es algo que hay que ganar. 

- Ponerse en la posición persecutoria o de control. Como te portaste mal, ahora tienes que rendirme cuentas, informarme cada paso que das, yo puedo revisar tus cosas y tu vida y decidir hasta sobre tus pensamientos y fantasías... Una actitud así lo único que logra es destruir el respeto, la confianza y el amor. 

- Asumir conductas de castigo, de venganza, querer hacer sufrir al otro, humillarlo. Cosas como estas tal vez satisfacen al orgullo herido, pero de ninguna manera construyen una buena relación. 

- Creer que la confianza es algo que se debe ganar el otro, y no, como es, un don otorgado desde la valentía y la generosidad y una decisión personal.

- Pedirle al infiel explicaciones y justificaciones que tal vez no tiene o no detecta. 

- No escucharse, no verse uno al otro. Cuando cada uno desempeña un papel —el culpable a la defensiva, el ofendido como víctima—, no se relacionan desde la verdadera persona; por tanto, no pueden comunicarse realmente. Y no podrán, entonces, encontrar el verdadero origen del problema ni construir una buena relación.

Lo que ustedes hicieron, y los felicito por ello, fue hacer a un lado el orgullo y ver realmente lo más importante, es decir, la relación humana de ustedes como pareja. Arriesgaron las falsas seguridades, fueron más allá de miedos y dudas en busca de la más profunda intimidad. Tuvieron la capacidad de examinarse a sí mismos y de reconocer errores en ambas partes. Y. lo fundamental en todo esto, optaron por el amor. Por eso creo que Dios está en ustedes.

El Observador
13 de mayo de 2001 No. 305