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Los
sacrificios de la Antigua Alianza
Religiosidad
natural del sacrificio
Casi todas las
religiones naturales, en unas u otras formas, han practicado sacrificios
cultuales, y los han ofrecido mediante sacerdotes, hombres especialmente
destinados a ese ministerio. En efecto, partiendo de que es connatural al hombre
expresar su espíritu interior por medio de signos sensibles, Santo Tomás
deduce que es natural que «el hombre use de ciertas cosas sensibles, que
él ofrece a Dios como signo de la sujeción y del honor que le debe». Ahora
bien, «siendo esto precisamente lo que se expresa en la idea de sacrificio, se
sigue que la oblación de sacrificios pertenece al derecho natural» (STh
II-II,85,1).
El sacrificio
exterior-litúrgico es, pues, signo del sacrificio interior-espiritual, por
el cual el hombre, él mismo, se entrega devotamente a su Creador, y sólo a Él,
en alabanza y acción de gracias, en súplica de perdón y de favor (+85,2;
III,82,4). Y suele implicar algún modo de alteración del bien ofrecido
a Dios: perfume derramado, incienso quemado, animal sacrificado.
Pues bien, el
sacrificio redentor de Jesucristo lleva a su plenitud, en la eucaristía de
la Iglesia, una larga, muy larga, historia religiosa de la humanidad. Y en esto,
como en otro lugar hemos escrito, conviene recordar que
«hay una
continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la
transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia
viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla, elevarla, no viene a
destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las
religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad
desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de
Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta
la adoración cristiana "en espíritu y en verdad" (Jn 4,24)»
(Rivera-Iraburu, Síntesis 92).
Religiosidad judía
del sacrificio
La vida religiosa de
Israel es organizada minuciosamente por el mismo Dios, Creador del cielo y de la
tierra. Sabemos por la Escritura que Yavé instituye sacrificios cultuales y
expiatorios, para fomentar por ellos en su Pueblo el espíritu de alabanza y
de reparación por el pecado.
«El Señor habló a
Moisés:... Éstas son las festividades del Señor en las que os reuniréis en
asamblea litúrgica y ofreceréis al Señor oblaciones, holocaustos y ofrendas,
sacrificios de comunión y libaciones, según corresponda a cada día. Además
de los sábados del Señor, además de vuestros dones y cuantos sacrificios
ofrezcáis al Señor, sea en cumplimiento de un voto o voluntariamente» (Lev
23,33.37-38).
Y en el Nuevo
Testamento, la carta a los Hebreos nos enseña que todos estos múltiples
sacrificios de la Antigua Alianza no eran sino una figura anticipadora del único
sacrificio de Cristo, ofrecido en la Cruz. Recordemos, pues, ahora, aquellos
antiguos sacrificios judíos, al menos los más significativos, para entender
mejor el sacrificio único de la Nueva Alianza.
Abraham y el
sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22)
Hacia el año 1850
(a.C.), es decir, en los mismos comienzos de la historia de la salvación, «quiso
Dios probar a Abraham», y le mandó ir a un monte, para que le ofreciera allí
en holocausto a su unigénito amado, Isaac.
Sin dudarlo un
momento, Abraham va con su hijo a un monte de Moriah indicado por Dios. Por el
camino le dice Isaac: «Padre mío... Aquí llevamos fuego y leña, pero ¿dónde
está el cordero para el holocausto?». Respondió Abraham: «Dios proveerá el
cordero para el holocausto, hijo mío». Y cuando ya alzaba el cuchillo para
sacrificar a su propio hijo, el ángel del Señor detuvo su mano.
Vemos, pues, ya, al
comienzo mismo de la historia sagrada, cómo vincula Dios misteriosamente la
salvación de los hombres al sacrificio de un «hijo unigénito», sustituido
finalmente por un «cordero»...
Pero sigue la
historia, y los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, hacia 1700 (a.C.), se ven
obligados por el hambre a abandonar Palestina, para emigrar como esclavos a
Egipto, donde permanecerán durante varios siglos.
Sacrificio del
cordero pascual, al salir de Egipto (Éx 12)
Hacia 1250 (a.C.),
por fin, el fuerte brazo de Yavé va a intervenir en favor de su pueblo, dándole
libertad y autonomía nacional, un culto y leyes propias, como conviene a la
nación que está llamada en este mundo a ser el Pueblo de Dios.
Yavé da entonces a
Moisés las órdenes necesarias. Cada grupo familiar debe tomar una res lanar,
cordero o cabrito, «sin mácula, macho, de un año». Y el catorce del mes de
Nisan, lo degollará en el crepúsculo vespertino. Su sangre marcará las
puertas de los israelitas, para que así el ángel que va a exterminar a todos
los primogénitos de Egipto pase de largo. Su carne, asada al fuego, será
comida de prisa, ceñida la cintura, con el bastón en la mano, listos todos
para salir de Egipto: «¡Es la Pascua de Yavé!». «Este día será para
vosotros memorable, y lo festejaréis como fiesta en honor de Yavé; lo habéis
de festejar en vuestras sucesivas generaciones como institución perpetua».
Moisés cumple estas
órdenes, y manda a su pueblo: «¡Inmolad la Pascua!... Habéis de observar
esta ordenanza como institución perpetua para ti y tus hijos. Y cuando hayáis
llegado al país que Yavé os va a dar, conforme su promesa, y observéis este
rito, si vuestros hijos os preguntán: "¿Qué significa tal rito para
vosotros?", responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua en honor de
Yavé"».
Después de
cuatrocientos treinta años de esclavitud y exilio, el sacrificio del Cordero
pascual, seguido inmediatamente del paso del Mar Rojo (Éx 14), significa, pues,
para Israel su propio nacimiento como Pueblo de Dios, y será celebrado cada año
en las familias judías como memorial permanente de aquella liberación
primera.
Moisés, en el
sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza (Éx 24)
Poco después, al
sur de la península arábiga, Yavé, por medio de Moisés, en el marco
formidable del monte Sinaí, va a establecer solemnemente la Alianza con su
pueblo elegido:
«Escribió Moisés
todas las palabras de Yavé y, levantándose temprano por la mañana, construyó
al pie de la montaña un altar con doce piedras, por las doce tribus de Israel».
Sobre él se «inmolaron toros en holocausto, víctimas pacíficas a Yavé».
Moisés, entonces, «tomó el libro de la alianza, y se lo leyó al pueblo,
que respondió: "Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y
obedeceremos". Tomó después la sangre y la esparció sobre el pueblo,
diciendo: "Ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé
sobre todos estos preceptos"».
Así pues, en esta
gran ceremonia litúrgica, una vez celebrada la liturgia de la palabra, se
realiza la liturgia del sacrificio, y en la sangre derramada viene a sellarse la
Alianza Antigua de amor mutuo que une a Yavé con su Pueblo.
Posteriormente, ya
en la tierra de Canán, vivirá Israel bajo la autoridad de Jueces (1220 a.C.) y
de Reyes (1030 a.C.). Después de Saúl, reinará el gran David (1010 a.C.),
cuyo hijo Salomón construirá el Templo, un lugar estable y grandioso, en lo
alto del monte Sión, destinado al culto de Yavé... Así van pasando los
siglos, y mientras el Señor, en su bondad misericordiosa, permanece siempre
fiel a la Alianza, son muchas las veces en que Israel, su pueblo, su esposa, la
quebranta miserablemente.
Elías, en el
sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada (1Re 16-18)
Una de las más
horribles infidelidades de Israel se produce hacia el año 850 (a.C.), cuando,
después de Basá y de sus malvados sucesores, reina sobre Israel el rey Ajab:
«Él hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían
precedido». Después de casarse con Jezabel, hija del rey de Sidón, comienza a
dar culto a Baal, y alza en su honor altares idolátricos, fomentando en Israel
su culto. Jezabel, por su parte, hace cuanto puede para eliminar a todos los
profetas de Yavé... El principal de ellos, Elías, ha de huir y esconderse,
hasta el día que el Señor quiera.
En efecto, llega el
día en que el profeta Elías consigue que Ajab reuna al pueblo de Israel en el
monte Carmelo, que, a la altura de Nazaret, se alza sobre el Mediterráneo. Él
es el único profeta de Yavé, y a la asamblea decisiva acuden cuatrocientos
cincuenta profetas de Baal. Ha llegado el momento de plantear claramente al
pueblo: «¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros claudicando de un lado y de
otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal, id tras él». Sin
embargo, a tan clara pregunta, «el pueblo no respondió nada».
Acude entonces Elías
a una espectacular prueba de Dios. Preparen los profetas de Baal el
sacrificio de un buey, y Elías preparará otro. Invoquen unos y otro el fuego
divino para el holocausto. «El Dios que respondiere con el fuego, ése sea Dios».
Esto sí convence al pueblo, que aprueba: «Eso está muy bien».
Los profetas de
Baal, de la mañana al mediodía, se desgañitan llamando a su Dios, saltando
según sus ritos, sangrándose con lancetas. Todo inútil. Elías ironiza: «Gritad
más fuerte; es dios, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene algún
negocio, o quizá esté de viaje»...
«Entonces Elías
dijo a todo el pueblo: Acercáos». Y tomando «doce piedras, según el número
de las tribus de los hijos de Jacob, alzó con ellas un altar al nombre de Yavé».
Hizo cavar en torno al altar una gran zanja, que mandó llenar de agua. Y después
clamó: «"Yavé, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel... Respóndeme,
para que todo este pueblo conozca que tú, oh Yavé, eres Dios, y que eres tú
el que les ha cambiado el corazón". Bajó entonces fuego de Yavé, que
consumió el holocausto y la leña,las piedras y el polvo, y aún las aguas que
había en la zanja. Viendo esto el pueblo, cayeron todos sobre sus rostros y
dijeron: "¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!"».
Así fue como el
gran profeta Elías, en la sangre de aquel sacrificio del monte Carmelo, restauró
entre Yavé y su Pueblo la Alianza quebrantada.
Isaías y el
cordero sacrificado para salvación de todos
Entre los años 746
y 701 (a.C.) suscita Dios la altísima misión profética de Isaías. La segunda
parte de su libro (40-55), contiene los Cantos del Siervo de Yavé, al
parecer compuestos por los años 550-538 (a.C.). Pues bien, en esta profecía
grandiosa, que se cumplirá en Jesucristo, se anuncia que Dios, en la plenitud
de los tiempos mesiánicos, dispondrá el sacrificio de un cordero redentor.
«He aquí a mi
siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto
mi espíritu sobre él, y él dará la Ley a las naciones... Yo te he formado y
te he puesto por Alianza para mi pueblo, y para luz de las gentes»... (42,1.6).
«Tú eres mi siervo, en ti seré glorificado» (49,3).
«He aquí que mi
Siervo prosperará, será engrandecido y ensalzado, puesto muy alto... Se
admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca, al ver lo
que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído» (52,13-15).
«No hay en él
apariencia ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza que
agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de
todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en
nada.
«Pero fue él,
ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades, y cargó con nuestros
dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado. Fue
traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo
salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos
errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre él la
iniquidad de todos nosotros.
«Maltratado y
afligido, no abrió la boca como cordero llevado al matadero, como oveja muda
ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie
defendiera su causa, cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto
por las iniquidades de su pueblo...
«Ofreciendo su vida
en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días, y en sus
manos prosperará la obra de Yavé... El Justo, mi siervo, justificará a
muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por parte
suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín: por haberse entregado a
la muerte, y haber sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí
los pecados de todos e intercedía por los pecadores» (53,2-12).
Los múltiples
sacrificios de Israel
Hemos evocado hasta
aquí aquellas principales figuras de la Antigua Alianza, que anuncian y
anticipan el sacrificio único y definitivo de la Alianza Nueva. Añadiremos
todavía algunos datos más sobre los ritos sacrificiales de Israel.
En Israel, como en
otros pueblos, el sacrificio es una acción ritual por la que se ofrece a
Dios algún bien creado, privándose de él en todo o en parte, para expiar
por el pecado (Miq 6,6-7), para eliminar la culpa y la impureza (Lev 14,4-7.52;
16,21-25; Dt 21,1-9), para expresar devoción y adoración, y para ganarse, en
fin, el favor y la protección de Dios. En efecto, no conviene que las criaturas
se acerquen a su Creador si no es en actitud de perfecta sumisión y
agradecimiento. Es el mismo Dios quien así lo manda: «No te presentarás ante
mí con las manos vacías» (Ex 23,15; 34,20).
Antes de seguir
adelante, es importante advertir aquí que los israelitas -a diferencia de
babilonios, egipcios y otros pueblos antiguos-, protegidos por la Palabra
divina, nunca creyeron que la Divinidad necesitase ser alimentada con los
sacrificios y libaciones rituales. Yavé, en efecto, dice a su pueblo: «Las
fieras de la selva son mías, tengo a mano cuanto se agita en los campos. Si
tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío» (Sal
50,8-13). No es Dios quien «necesita» los sacrificios rituales; es
el hombre el que está necesitado de hacerlos, para, ofreciendo al Señor
parte de los dones de Él recibidos, afirmar así su propio corazón en la
sumisión y en el amor, y expiar por tantos abusos cometidos en las criaturas,
con desprecio de su Creador. La misma verdad inculcará San Pablo a los
atenienses, tan apegados a la veneración de sus templos: «siendo Señor del
cielo y de la tierra, él no habita en templos hechos por mano del hombre, ni
por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien
da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,24-25).
El pueblo de Israel
ofrece, pues, al Señor de sus propios bienes, de sus medios de sustento, y hace
sobre todo víctimas animales de sus propios ganados. Ofrece también pan, vino,
aceite u otros alimentos, o incluso oro y plata (Núm 7,31-50). Hace oblación
de las primicias de los frutos del campo o de los ganados. Y según la condición
nómada o sedentaria del pueblo, cambian, lógicamente, las ofrendas presentadas
al Señor.
En estos sacrificios
la víctima puede ser ofrecida totalmente, como en el caso del holocausto
o sacrificio total. Pero otras veces se ofrece sólo una parte de la víctima,
la grasa, los riñones, y sobre todo la sangre, es decir, lo que es tenido como
fundamento de la vida (Lev 3; 17,10-14), y el resto es consumido en un banquete
sacrificial (Dt 12,23-27). También en ocasiones se hace aspersión de la sangre
victimal sobre el altar y el pueblo (Ex 24,3-8)
Los profetas y el
culto de Israel
La legislación
sacerdotal y las prescripciones rabínicas configuran al paso de los siglos,
particularmente acerca del culto ofrecido en el Templo, un mundo ritual
sumamente minucioso, en cuyos detalles no entraremos. Se multiplican más y más
los sacrificios de purificación o de expiación, de acción de gracias o de
reparación, matutinos o vespertinos, etc. Y el pueblo judío, perdido a veces
entre las exterioridades rabínicas, no pocas veces no tiene escrúpulos de
conciencia para unir a esas prácticas rituales externas una vida moral indigna,
desleal, injusta, como si la salvación viniera de la eficacia mágica de
ciertas prácticas rituales reiteradas, y no estuviera más bien reservada para
-como suele decirse en la Biblia- «los que aman al Señor y cumplen sus
mandatos» (+Sir 2,15-16; Dan 9,4; Sal 118; +Jn 14,15; 15,10). El sacrificio
exterior, entonces, es algo completamente vacío, pues no va unido al sacrificio
interior, es decir, a la ofrenda personal.
Contra esa
ignominia claman una y otra vez los profetas de Israel. En efecto, el mismo
Yavé que ha suscitado esos ritos cultuales, suscita también profetas y autores
sapienciales que con su enseñanza purifican al pueblo de esos errores gravísimos,
como también purifican los ritos judíos de toda adherencia idolátrica
bastarda (Is 1,10-16; 29,13; Jer 7, 4-23; Ez 16,16-19; Os 4,8-18; 8,4-6.11-13;
Am 5,21-27; Miq 6,6-8).
((Es falso, sin
embargo, afirmar que los profetas de Israel condenasen el culto y los
sacrificios. Los profetas, lo mismo que los salmistas (Sal 39,7-11;
68,31-32), reverencian el culto del Templo (Is 30,29), y se duelen de que los
desterrados se vean privados de él (Os 9,4-6).))
Así pues, cuando
Jesucristo condena toda exterioridad religiosa que esté vacía de verdad
interior, hace suya, esta tradición profética: «Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,79 = Is 29,13). «Prefiero
la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios al holocausto» (Mt
9,13 = Os 6,6). «Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis
convertido en cueva de ladrones» (Mt 21,13 = Jer 7,7-11).