DOCTRINA Y PASTORAL EN TORNO A LA EUCARISTÍA

Por desgracia, la doctrina y la pastoral no han caminado siempre juntas. Su disociación no se acusa sólo hoy; ha sido frecuente. Pero hoy es más acusada, porque parece que en estos tiempos post-conciliares, de interés por renovar y vivificar las prácticas cristianas, la doctrina debiera fundamentar con más claridad toda práctica litúrgica y moral. El sacerdote no es pastor sólo para ordenar y dirigir determinadas actividades externas y administrar la gracia mediante determinados ritos sacramentales, sino también para poner de manifiesto la base sólida que todo esto tiene o puede tener. Es director de actividades, administrador de gracias y maestro de doctrinas. Todo esto a la vez. Y como maestro, que es, no se presta siempre a sí mismo la ayuda que necesita como director de actividades y como administrador de gracias, que también es. La doctrina y la pastoral han hecho muchas veces la guerra independientemente y por cuenta propia. Por lo que no es extraño encontrarse con una doctrina sin tono evangélico, o con un pragmatismo pastoral sin serio contenido. Con una doctrina que no se prolonga hasta la vida; o con una praxis sin el debido mordiente doctrinal.

La Pastoral, como la misma palabra indica, es la ciencia y la técnica que se dedican a clasificar, calificar y dar el pasto ó el alimento. Hablar de pasto o de alimento es hacer referencia a la vida para cuya susten­tación y desarrollo se dan. Y como en el hombre hay muchas vidas, habrá también para él muchos pastos o alimentos. Hay vida inferior o biológica, cuyo alimento son las cosas que comemos, que bebemos o que respiramos. Hay vida sensitiva cuyo alimento son la luz, el sonido, el olor, la temperatura. Hay vida volitiva cuyo alimento es el bien, sujeto a razón. Y hay vida intelectual cuyo alimento es la verdad. Estas dos vidas últimas son las que caracterizan al hombre como ser espiritual. Hablar, pues, de pastoral o de ciencia y técnica sobre el pasto o el alimento del hombre, ser espiritual, es hablar de algo con referencias al conocimiento, a la afectividad y a los actos que se realizan bajo la dirección del primero y a los impulsos de la segunda.

La inteligencia tiene su pasto o su alimento, que es la verdad. Quien la enseña hace ya una pastoral, porque alimenta y desarrolla la vida intelectual. Podría esta pastoral quedar en esto solo. Tal sucedería cuan­do el desarrollo intelectual no tuviera trascendencia ulterior y no influ­yera nada en la parte afectiva ni en la actividad personal o ciudadana.

Aristóteles hablaba de una <<ciencia que se adquiría sólo para saberl>>, y de unos sabios que <<se decidían a estudiar sólo para sabe>>[1]. Ciencia que, si se da en estas condiciones, perfeccionará la inteligencia, pero no perfeccionará al hombre. A la inteligencia, sí, porque el hecho de posesionarse de una verdad tiene ya como resaltado necesario el incre­mento de la vida intelectiva. Quedarse aquí es, sin embargo, hacer una pastoral menguada y de corto alcance, porque la plenitud de la vida superior del hombre sobrepasa los linderos del entendimiento y llega a los de la voluntad y a los de la acción. Quedarse en los primeros sería tanto como alimentarse de enunciados y vivir de simples abstracciones.

Y esto no ha faltado, por desgracia, en la exposición de la verdad religiosa. Se ha oído a veces decir al oyente cuando se la exponen y esto, ¿para qué me sirve en mi vida sacerdotal o en mi vida de cristiano? Es indudable que en las cátedras y en los libros se ha usado este género pastoral y esta enseñanza sin trasuntos en la vida. Se ha usado bastante de la metafísica sin hacerla descender al terreno de la vida religiosa[2].Y se está usando bastante, también, la técnica científica para ver el sentido humano de la verdad divina, sin parar la sufi­ciente atención en el sentido divino de la misma[3]. Y ha habido y hay fallo en la otra parte. En la pastoral o adoctrina­miento que alcanza a la voluntad y quizá llegue a la acción, pero sin el punto de partida de la inteligencia, que es la que debe manifestar la razón de ser de lo que se quiere y de lo que se hace. Es la técnica de la donación de lo divino sin la fundamentación doctrinal que lo sustenta. No. es raro encontrarnos con exhortaciones espirituales y morales, con prácticas litúrgicas, con preceptos positivos, sin el apoyo justificante de una doctrina o de una verdad sólida. Una pastoral pragmática, casuística y contingente.

Esta separación entre doctrina, afecto, y actividad no es natural. La verdad y la vida están unidas. La pastoral vivencial de la voluntad y de la acción y la pastoral doctrinas de la. inteligencia también deben estarlo.

Primero, por la naturaleza misma de la verdad, que es el alimento de la inteligencia. Poseer una verdad nueva o un conocimiento más perfecto de una verdad que ya se conocía, tiene como inherente secuela la perfección de la vida intelectual. Si la verdad es religiosa, perfeccionará la vida religiosa de la inteligencia. Perfeccionará la fe. Teología o catequesis que no aboquen a un acrecentamiento de la virtud teologal de la fe serán una teología y una catequesis cuya trayectoria natural habrá sido truncada. Profundizar en los misterios no es intentar un relajamiento y dé la aceptación. sino robustecer los lazos del asentimiento. Pero ningún valor del hombre tiene en sí mismo toda su razón de ser. Sus valores están encadenados. En nosotros la verdad no es por la verdad, ni la inteligencia por la inteligencia. En definitiva, en el hombre todo es para perfeccionar su vida humana. Y esta vida tampoco tiene razón de fin último; tiene trascendencia, es una vida con base y finalidad religiosa. Todo esto cobra más relieve cuando la verdad con la que el entendimiento se alimenta es religiosa precisamente. Esta verdad no debe terminar sólo siendo acrecentadora de la vida religiosa del entendimiento mediante un mayor arraigo de la fe. Ha de ser también orientadora de la voluntad y de la acción en orden a Dios.

Y en segundo lugar deben ir unidas las dos pastorales, la de la verdad y la de la praxis, porque la verdad religiosa, de la que acabamos de decir que es orientadora de la acción, es a la vez un elemento integrante del bien que alimenta a la voluntad y que se manifiesta en la operación. Santo Tomás nos dejó escrito que la verdad religiosa, objeto de la fe, es una verdad que el hombre admite como verdad, desde luego, pero en cuanto buena[4]. No se acepta porque se imponga por sí misma; se acepta porque la voluntad mueve a ello. Y donde entra la voluntad aparece la razón de bien.

Los autores clásicos se proponían la cuestión de si la teología ‑era una ciencia especulativa o práctica. Santo Tomás, disparando por elevación, no la clasifica en ninguna de estas dos categorías. Es ciencia divina, y por lo tanto superior a cualquier diferenciación. Contiene, sin embargo, ‑de manera eminente las perfecciones de las dos, a la manera cómo en Dios están también de manera eminente todas las perfecciones de los seres inferiores[5]. Contiene la nota característica de las ciencias prácticas, no porque haga lo que enseña, sino porque tiende a hacerlo vivir. La verdad teológica no la hacemos, pero la vivimos. ¿,No es práctica, por ejemplo, la verdad de que Cristo es nuestra vida? El cristiano no hace esta verdad; la hace el mismo Cristo. Pero el cristiano la vive.

Reflexionemos un poco sobre esta afirmación trascendental. La verdad religiosa no es Dios .en abstracto. Es la deitas in se, Dios tal cual es, pero puesto de cara al hombre para adentrarse en él y crear en él una vida nueva. El Padre nos ha hablado por el Hijo, enseñándonos muchas verdades, muchos enunciados. Pero nos ha hablado también en el Hijo[6]. El Hijo, el Dios con nosotros, el Emmanuel, es la Palabra sustantiva del Padre. Y la palabra es la verdad. Por eso se definió a sí mismo como nuestra verdad, la verdad para nosotros, la verdad que nos salvará[7]. Y esta verdad no llena solamente la inteligencia del cristiano; llena su inteligencia, su voluntad y su actividad.. Cristo ilumina la inteligencia[8] y vivifica al hombre. Pablo vivía a Cristo y deseaba formarlo en sus neófitos de Galacia[9]. La verdad revelada, la verdad cristiana no, es una verdad que termine en pasto o en alimento de la inteligencia solamente, o una verdad que dé y acreciente sólo la vida ‑de la fe. Es una verdad que da, constituye y acrecienta, además, la vida de la caridad o del amor. Y es una verdad que presiona para que la fe que se vive y la caridad que se siente queden plasmadas en las obras. La pastoral integral, por lo tanto, parte de la verdad que es Dios en nosotros, que es Cristo en. nosotros, que es la gracia que se asienta en el alma y perfecciona á todo el hombre. Al decir que es todo esto decimos que no sólo está en la inteligencia; está ‑en la vida entera en el pensar, en el querer y en el hacer.

Si la verdad cristiana quedara en los lindes del entendimiento bastaría que el pastor actuara solamente sobre éste. Pero como se trata de ha­cerla llegar hasta la acción, aparece otro factor necesario en la pastoral. No se trata ya sólo de un asunto de pedagogía o de saber enseñar, sino ‑de hacerlo con prudencia. La prudencia es la virtud moral que pone rectitud en lo que hacemos. El pastor que actúa sobre la inteli­gencia, sobre la voluntad y sobre la actividad de los fieles, necesita ponderar muchas cosas. Entre ellas el qué, el quién, el cómo y el cuándo ciertamente que la verdad revelada no se discrimina; es toda para todos. Dios no reveló unas verdades para unos y otras para otros. Pero hay que darla siempre acomodándola a la capacidad asimiladora del oyente, en el tiempo oportuno y de la manera que mejor convenga. Y, si se prevé que le va a hacer mal, será necesario prepararlo antes para que luego pueda escuchar y atender.

Esto no es esoterismo. Es sencillamente obrar al dictado del sentido común. Las reflexiones que vamos a hacer en este artículo se refieren todas a la Eucaristía. Y cuando San Pablo habla de ella apela expresa­ mente a la prudencia que debe tener el pastor. A los corintios, ya adoc­trinados en la fe, aunque desviados en la moral, les habla claramente sobre la presencia real[10]. Mientras que a los hebreos, dados aún a las prácticas litúrgicas judías, y sin preparación por lo tanto para compren­der la profundidad del misterio eucarístico, les oculta discretamente su contenido[11].Táctica seguida también por San Agustín, cuando pre­sume que entre los oyentes o los lectores de sus homilías o sus escritos sobre la Eucaristía pueden estar los paganos, hechos a los misterios idolátricos. El cristianismo no es dado a la disciplina del arcano ni ha conocido esoterismos institucionalizados. Pero los pastores deben po­seer la virtud de la prudencia y una respetable dosis de sentido común.

Hoy hay un desbordamiento de lo que llaman sinceridad, claridad y responsabilidad. Todo es para todos, y de la misma manera para todos. No es necesario dosificar las noticias ni las enseñanzas; ni se precisa tampoco preparar a los oyentes para que puedan formarse juicio exacto de lo que se les enseña. A todos se les puede hablar de la misma manera. Y así llegan a los fieles sencillos expresiones ambiguas, eufemismos, términos equívocos, dudas y dificultades que no están capacitados para explicarse ni resolver. Se dice que así se alcanza la fe adulta y se robustece la vida religiosa.. Siendo también mucha verdad que, por imprudencias de este género, se corre el peligro de dar al traste con la una y con la otra. Oportunamente advertía el P. Ranher de la inconveniencia de llevar al púlpito cualquier problemática teológica[12]. Hay que confesar que hoy es corriente este desenfado. Unas veces son los pastores hablando a la comunidad de los fieles; otras veces son las publicaciones pastorales de divulgación. A lo que estaría y está bien en escritos técnicos para ser estudiado y esclarecido, se le da una audiencia que llega también a quienes no están preparados ni para entender ni para esclarecer.

A esto, se refieren las reflexiones que vamos a hacer, centradas todas en torno a la Eucaristía. Hablando de este misterio es fácil distribuir la temática doctrinal‑pastoral en cuatro apartados. El primero se refiere a la verdad básica del misterio, que es la presencia real. Los otros tres, a cada una de sus tres valoraciones, porque la Eucaristía es un sacrificio que se ofrece al Padre; es un sacramento que se administra a los hombres; y es una convivencia, entre Cristo. y nosotros. Es misa, es cena y es tabernáculo. Es misa, como sacrificio; es cena, como sacramento; y es tabernáculo, como compañía. Vamos a reflexionar sobre once puntos de interés pastoral. Con ello ya comprende el lector que no vamos a hacer un estudio doctrinal ‑de cada uno de ellos. Recordaremos sólo la doctrina fundamental en cada caso para relacionarla con las prácticas pastorales del día. Tampoco ,están aquí todos los temas de interés actual. Pero sí podemos decir que tienen interés hoy todos sobre los que vamos a hablar.

I. - Sobre la presencia real:

1. LA PRESENCIA REAL DE CRISTO.

Un tema del que hablan hoy mucho los sacerdotes es el de la presencia real de Cristo. Tema, además, muy pastoral. Y que, si se llevara bien, podría ser utilísimo a los fieles. Sin duda se pecó de no haberlo utilizado suficientemente en ocasiones precedentes. Pero ahora, que se utiliza mucho, ¿se hace siempre con las debidas aclaraciones y con las debidas cautelas? Pregunta que inmediatamente nos lleva a hacer otras

la utilización del tema, tal como algunos lo enseñan y lo predican, ¿sirve para edificación o sirve para destrucción? ¿Se producen desorientaciones en orden a la presencia sustantiva del Señor en la Eucaristía? De la, oportunidad de las preguntas podrían dar testimonio hechos conocidos por los fieles y textos leídos .en publicaciones periódicas.

Hasta ahora. el término de referencia cuando se hablaba de la presencia real de Cristo era triple. Uno histórico, que pertenece al pasado, y dos actuales. El histórico era su presencia en el mundo desde la Encarnación hasta la subida al cielo. Los actuales son: el cielo, donde está desde el día de la Ascensión; y el altar o el sacrificio, donde se sacrifica y se conserva sacrificado. No es que se negara realidad a su presencia en los otros casos de los que vamos a hablar. Es que al calificativo de real se le daba el contenido de la realidad sustantiva. La realidad sustantiva de Cristo sólo está en las tres referencias apuntadas.

Pero hay otras presencias del Señor. De ellas hablan la Revelación y el Magisterio. El Evangelio, por ejemplo, dice que Cristo está en los pobres, en los desnudos, en los hambrientos, en los necesitados. San Pablo dice que está en él por vivir en gracia; y desea que esté también en sus fieles de Galacia[13]. También está presente en quienes están reunidos en su nombre[14]. El Magisterio, por su parte, hace en da Constitución sobre la Sagrada Liturgia un verdadero elenco de las presencias del Señor: «Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro..., sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos... Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»[15]. El elenco ha crecido. Está en los pobres, está en los que viven en gracia, está en los que se reúnen en su nombre. Está, además, en los ministros, en la palabra, en los sacramentos. Hoy la pastoral utiliza otra presencia más amplia: Cristo está en el hermano, en el otra. En el otro, que es de Cristo, porque su pobreza le da título para ello, o porque se lo da el estado de gracia en que vive. O porque, aunque no tenga la gracia, es ‑de Cristo por haberlo redimido, y hay que hacer lo posible por que la gracia le llegue.

Todas estas presencias son reales. Ni los textos del Nuevo, Testamento indicados en las notas, ni el texto del Vaticano II que acabamos de citar las califican así. Pero son reales. Sobre el texto del Concilio tenemos dos declaraciones de valía, una de Pablo VI y otra del «Consilium», organismo creado para la aplicación de la propia constitución conciliar «Tal presencia (la del Señor en la Eucaristía) se llama real, no por exclusión, corno si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro»[16]. «Esta presencia de Cristo bajo las especies se dice real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por excelencia»[17].

Pero es claro que la realidad de una presencia y la realidad de las otras es muy distinta[18]. Lo dicen los dos documentos. Una es por antonomasia, es sustancial, es del Cristo íntegro. Las otras, no. Y aquí está el pie para el equívoco y para la confusión de los fieles, a cuenta de una pastoral mal llevada. Las puntualizaciones del Magisterio han sido bien claras. Así debían ser las de los pastores.

La que se venía llamando presencia real, la que los fieles han entendido hasta ahora, es la presencia sustantiva. Desde el momento en que se les habla de presencia real, aludiendo a otras, necesitan ya explicación. De lo contrario empieza a peligrar su fe en la presencia eucarística. Ésta, para ellos, :es y ha sido un misterio. Las otras, en cambio, las ven naturales, puesto que entran dentro de las categorías ordinarias de su convivencia humana. Ellos también dicen que están donde está su virtud operativa, donde .está su acción, donde está su representación. Y cuando todo esto aplicado a Cristo empieza a ser llamado presencia real, se corre el riesgo de que piensen que es eso también la presencia real eucarística. Y, en consecuencia, que atribuyan a la Eucaristía un contenido virtual o lógico solamente y no un contenido sustancial.

En nuestro lenguaje técnico, cuando hablamos del contacto hay una fórmula que puede sernos útil para esclarecer el tema de la presencia. Se distinguen el coutactus suppositi (contacto o unión de realidades o de personas) y contactus virtutís (contacto de cosa y virtud o de virtud y virtud). Hay también estas dos clases de presencia: la de la realidad objetiva, que está bajo los accidentes eucarísticos, realidad que es el cuerpo del Señor que nació de María la Virgen y está en el cielo. Y la de una virtud, operante o significante, según unas u otras maneras de pensar de nuestros hermanos de la reforma, contenida no ya en los accidentes del pan, sino en el mismo pan, que permanece. De la primera manera está según enseña la fe. De la segunda manera no está; y afirmarlo sería liquidar la fe. De la segunda manera está presente el Señor en el hombre, en los pobres, en los que viven en gracia, en el ministro, en los sacramentos. En los primeros, por vía de representación; en los que viven en gracia, por medio de una realidad ontológica de naturaleza accidental; en los ministros y en los sacramentos, por medio de su virtud operativa y de su acción u operación también. Porque los sacramentos son instituciones a las que confirió virtud comunicadora de la gracia; pero Cristo, además, actúa en ellos cuando se administra, porque no son sólo operata, son opera también. No, son sólo instituciones; son también acciones del Señor[19].Todo esto son realidades, pero nada de esto es la realidad de la presencia eucarística. Cristo no está en el altar como representado por nadie, ni como significado por un signo, ni como dando una virtud a la materia del pan. Está Él mismo sustancial y sustantivamente.

Era tiempo de adviento y sucedía en un colegio de religiosas. Celebraban las alumnas la novena de la Inmaculada. El joven capellán, aprovechando que el tiempo litúrgico era de preparación para el nacimiento del Señor, hablaba a las alumnas, que llenaban la iglesia, del misterio de la venida del Señor. El tema era pastoral. El capellán cargó el acento en una realidad muy verdadera: en que la venida del Señor hace dos mil años pertenece ya a la historia. Y añadía que hoy la venida del Señor, la viva, la operante, es la venida en el otro. Para las niñas Cristo era el otro, a quien tenían que servir. Todo esto es verdad, pero además de esta realidad auténtica de Cristo representado en el pobre o en quien tiene la gracia, hay hoy una venida real y sustancial distinta de la histórica. Es la venida del. Señor en el altar, donde está tan sustantivamente como en Belén, y de una manera infinitamente más real de como está en el otro. Y fue necesario que un oyente advirtiera esto para que las palabras del joven predicador no desorientaran a las alumnas.

Lo que pastoralmente procede, ya que los fieles han sido formados dando a la fórmula. presencia real un único sentido, es decirles que tiene muchos y explicarles fa diferencia y el valor de cada uno. Admitir la autenticidad de todos los sentidos y el lugar que cada uno ocupa en la escala de valores. Sin desvalorizar ninguno. Y afirmar en definitiva que la primacía de la presencia se da en la Eucaristía, de la que, además, dicen dependencia todas las otras. Todo menos crear confusiones, poniendo con ello en peligro la fe de los fieles en el Señor sacramentado. Puede suceder, y sucede sin duda, que el pastor .utilice indiscriminadamente la fórmula presencia real sin explicación ninguna hablando de todas las indicadas, porque para él la cosa está clara y entendida. Hay que pensar en el fiel al que el pastor se dirige. El que no es técnico, necesitará la explicación.

2. LA PRESENCIA  EUCARÍSTICA.

Ya hemos hablado de ella en las reflexiones anteriores, comparándola con las otras presencias. Pero se presta a nuevas reflexiones si paramos la atención en las fórmulas con las que ahora se intenta manifestar el contenido del misterio de la transubstanciación. Porque el Cristo. del altar es el mismo que nació de Santa María Virgen, vivió, padeció y murió en el mundo. El que resucitó y está hoy sentado a la derecha del Padre.

Esta es la fórmula que suscribió Berengário en el Concilio de Roma de 1097, y sustancialmente conservada y propuesta en el Concilio de Trento[20]. No se trata, pues, de una presencia mediante signos, símbolos o virtud emanada de Cristo. Es su cuerpo real y verdadero hecho presente por la conversión del pan en él; y su alma hecha presente por la real concomitancia que tiene con el cuerpo, porque éste está vivo y no hay vida sin alma. Y su divinidad, porque el Verbo, desde el momento de la encarnación, se unió de manera irrompible con la humanidad asumida[21].

La conversión total de un elemento en otro, en este caso del pan en el cuerpo del Señor, se llama transubstanciación. Palabra que ha hecho hablar mucho en estos últimos tiempos, y en la que la pastoral ha podido encontrar nueva oportunidad para insistir en la desorientación de los fieles en torno al contenido de la presencia real. Cuando la Iglesia define y los fieles creen en la transubstanciación, ¿, qué entienden por esta palabra? Porque en ella va implicado un concepto científico opinable y sujeto a variación. La física y la filosofía no han pensado siempre lo mismo sobre el asunto. ¿Cambiará el contenido dogmático a medida que cambia el pensamiento sobre el contenido científico?

Cuando el Magisterio propone una verdad revelada utilizando términos técnicos o científicos no la hace depender del significado científico .de dichos términos. Más bien recoge el contenido que en ellos hay de sentido y estimación común. De reciente hubo excesos explicando el misterio de la transubstanciación con aplicaciones no del todo moderadas a la física y a la metafísica. No se dejó esperar la reacción. Reacción que, queriendo huir de Escila, cayó en Caribdis. Y huyendo de un encuadramiento de la palabra sustancia en el marco aristotélico-escolástico, siempre opinable y rectificable, la encuadró en el marco antropológico-existencial, no menos opinable y rectificable. El dogma no depende de la ciencia, aunque use de ella para dar una explicación más o menos adecuada[22]. Se ha dicho hablando del tema de la transubstanciación que el Concilio de Trento utiliza el término dándole una carga de filosofía aristotélica. No es exacto. Lo que el Concilio entiende por sustancia al definir este misterio no es lo que decían los aristotélicos del tiempo, sino lo que el sentido o estimación común entendía. Que es lo que entiende la estimación común de hoy y entenderá la estimación común de mañana : sustancia es lo, que es o constituye una cosa. Y en este caso del misterio eucarístico la transubstanciación no es nada más que la conversión total de lo que es o constituye el pan en lo que es o, constituye el cuerpo del Señor.

Pablo VI dice hablando de esto: «No se puede permitir que cualquier persona privada pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio tridentino ha propuesto la del misterio eucarístico. Puesto que esas fórmulas, como las demás de que la Iglesia se sirve para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos que no están ligados a una determinada forma de cultura, ni a una determinada fase del progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de .la realidad en la universal y necesaria experiencia y lo expresan con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto»[23].

Se ha usado y se ha abusado del carácter científico de las nociones cuando se han trasladado a la teología. Y, como remedio en el asunto concreto que nos ocupa, se ha venido a incidir en el mismo fallo que se deseaba enmendar. Porque, huyendo de dar a las nociones con que juega el dogma un contenido escolástico, intento muy correcto, le han dado un contenido existencial. Huyendo de comprometer la revelación y la fe con una filosofía, las comprometen con otra. Esto sucede cuando se habla de la transignificación y trainsfinalización como sustitutos de la transubs­tanciación. La sustancia, dicen, en una concepción antropológica y exis­tencial, no es la materia y la forma de las cosas, como diría un aristoté­lico, ni los protones y neutrones como dirá un físico. Es lo que significa algo y sirve para algo. Este giro antropológico la saca del terreno de la metafísica y de la física para embarcarla en el de la simbología y en el de la teleología.

Puestas las cosas así, dicen, el misterio de la transubstanciación o de la conversión de una sustancia en otra se hace más comprensible. La sustancia para un teólogo con mentalidad existencial y antropológica no es la materia y :la forma de la cosa en sí, ni sus protones y neutrones. Es lo que la cosa significa y aquello para lo que se destina. Antes de las palabras de la consagración la sustancia del pan y del vino era algo que significaba alimento material para nuestro cuerpo y estaba destinado a esto. Después de la consagración resulta que se ha transustanciado o cambiado en otra sustancia. Que en realidad es la que eran antes, pero con otra significación y otro destino. Esto es sólo lo que ha cambiado, porque esto es lo que constituye la sustancia. Y resulta que tenemos en el altar algo que significa y está destinado a darnos la vida espiritual. No ha habido otra cosa más que un cambio de significación y de destino del pan.

Queda en pie la pregunta clave: la realidad objetiva, á la que se le da un significado y un destino distinto al que tenía, ¿, cuál es? ¿ Es el cuerpo del Señor engendrado en las entrañas de Santa María Virgen, que vivió, padeció y murió, y que está hoy sentado a la derecha del Padre? Si la respuesta es afirmativa, el contenido de las expresiones transignificación y tranfinalización será doctrinalmente correcto. Aunque su uso será pastoralmente imprudente y perjudicial, porque dará pie a los fieles para pensar que la presencia real eucarística no tiene un valor mayor ni una mayor realidad que la que tienen los simples signos. En cambio el término, transubstanciación, liberado de su sentido científico y dándole sólo el sentido que le da la estimación y ‑el sentido común de ser lo que una cosa es y cambiarla en lo que es la otra, sin más de­ terminaciones, no se presta a equívocos de ningún género.

No estamos escribiendo un trabajo doctrinal sobre el tema de la transubstanciación, sino simplemente haciendo unas reflexiones sobre la pastoral en el uso y explicación de la misma. Cuando al fiel se le dice que la sustancia de las cosas es lo que las hace ser lo que son, fácilmente entiende que en la Eucaristía está el cuerpo real y sustantivo del Señor en el que el pan se convirtió. Cuando se le dice, en cambio, que la sustancia es el significado o el .destino que las cosas tienen, fácilmente llegará a la conclusión de que el Señor no está presente sustantivamente. Al pan se le cambió su significado, pero no se le cambió su realidad; y sigue siendo pan. Sería necesario preparar a los fieles y hacerles pensar al dictado de una filosofía de cuño antropológico y existencial, con lo que se vendría a caer en lo que se ha intentado evitar. Al querer huir de Escila en que la Iglesia no cayó, aunque cayeran algunos expositores de la teología, se cae en Caribdis. La fe, que no somete su contenido imperiosamente a los postulados de la metafísica aristotélica, no lo somete tampoco a los postulados de la filosofía del día.

Será oportuno recordar el prudente consejo de Ranher que ya citamos en páginas anteriores: No hay que llevar al púlpito cualquier problemática teológica. Y decir al púlpito es decir a la hoja parroquial, a la revista de vulgarización, a la prensa diaria. Y ni aun siquiera a la revista pastoral, si ésta no es de alta pastoral y para especialistas en materia de doctrina. Y en este fallo se ha caído. Lo advertía en otra ocasión nuestra Revista, a propósito precisamente del tema de la transubstanciación[24].

Y que éste sea un tema de viva solicitud pastoral lo dice el propio Pablo VI: «No faltan en la materia de que estamos hablando motivos de grave solicitud pastoral y de ansiedad, acerca de los cuales la conciencia de nuestro deber apostólico no nos permite callar. En efecto, sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este sacrosanto misterio, hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca del dogma de la transubstanciación... que turban las almas de los fieles engendrándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como si fuera lícito a cualquiera echar en olvido la doctrina definida ya por la Iglesia e interpretarla de modo que el genuino significado de las palabras o la reconocida fuerza de los conceptos queden enervados»[25].

3. DISTINTA VALORACIÓN DEL SIGNO Y DE LA CAUSA EN LOS SACRAMENTOS.

Los sacramentos no son instituciones de carácter sustantivo y absoluto. Son esencialmente relativas, con doble relación. Son signos de algo y causas de algo. Instituciones con valoración lógica e instituciones con valoración ontológica. Su valoración lógica no es de un logicismo total. Son signos, y por lo tanto sirven para llevarnos al conocimiento de lo que significan. Pero son signos prácticos, lo que quiere decir que lo que significan pertenece a la praxis; es algo que se hace, aunque no sean los propios signos quienes lo hagan. Así sucedía con los sacramentos de la ley antigua. Son, además, causa, porque, sobre significar lo que causa otro (en este caso, lo que causa Cristo), lo contienen y lo dan ellos también, como instrumentos que actúan a impulso de la causa superior.

Sacramentos ha habido en todas las economías o en todas las épocas de la historia de la salvación. Son instituciones acomodadas al ser y a la sicología del hombre[26], y Dios las instituyó en la época de los patriarcas, en la judía y en la nuestra. La institución divina se realizó de manera distinta en cada época. Supone San Agustín, y Santo Tomás hace suya la suposición, que en la época de los patriarcas la institución se realizaba mediante sugerencias interiores que el Señor hacía a personas que tenían alguna representación. El Génesis habla de signos sacramentales establecidos por Noé al salir del arca; del rito litúrgico practicado por Melquisedec... Los sacramentos judíos fueron dictados por Yavé a Moisés. Los nuestros fueron instituidos directamente por el Señor. Los cristianos superan a los de las épocas anteriores, y parece natural que así sea, porque los sacramentos son instituciones esenciales en la economía sobrenatural del hombre; y, siendo la cristiana una economía superior a las anteriores, también lo serán sus instituciones. Entre ellas sus sacramentos.

La superación aparece, entre otros detalles, en el de poseer las dos valoraciones relativas que hemos recordado. Los sacramentos antiguos eran solamente signos de lo que daría Cristo. Los nuestros son signos de lo que da; pero, además, contienen lo que significan y lo dan a quienes los reciben. Son signos que tienen y causan lo que significan[27]. Aún cabe añadir que, además de distinguirse por tener las dos valoraciones, mientras que los antiguos tenían una, resulta que de las dos, la segunda, la de tener y causar lo que significan, es la que los caracteriza más. Lo que quiere decir que, puestos a medir y ponderar la dignidad de nuestras instituciones sacramentarias, será preciso cargar el acento en que contienen y dan la gracia, y no sobre la nota de que la significan y la manifiestan. Parece natural que sea así. La economía antigua era sombra, figura, promesa y esperanza.. La cristiana, frente a la escatología final, sigue siendo todo esto. Pero en sí misma es ya escatológica. Es la economía de la llegada y de la posesión de Cristo. Por eso sus institu­ciones no se limitan a significar. Además tienen y dan, aunque no den en plenitud ni la plenitud; porque, si bien es verdad que estamos en la plenitud de los tiempos, no hemos llegado todavía a la plenitud de Cristo[28].

Las expresiones neotestamentarias ponen bien de relieve esta nota característica de nuestros sacramentos. Cuando se refieren a ellos suelen utilizar partículas causativas o ablativos causales. Se renace por el agua y el Espíritu[29]; se da la gracia por la imposición de las manos[30]; Cristo está en nosotros por la comunión de su cuerpo[31]. Los Padres hacen coro a esta concepción evangélica y paulina y comparan los sacramentos al agua que, calentada por el fuego, calienta ella también a quienes la utilizan. Así el Espíritu santifica la materia sacramental y ésta nos santifica a nosotros. Comparan también la materia sacramental al asiento del Espíritu, quien, llegado a ella, la utiliza para trasladarse a nosotros. Dicen que, como del agua germinaron seres vivientes, según la descripción del primer capítulo del Génesis, del agua sacramental nace también el hombre nuevo.

Esta viveza de expresiones cuando se habla de los sacramentos decayó en tiempo del monaquísmo, tiempo de la cultivación del rito más que de la doctrina. Y así se llegó a hablar de ellos como de algo simbólico; los sacramentos eran algo similar al báculo del abad o al libro canonical. Simples símbolos que significan, pero que ni contienen ni dan lo. significado. Fue un regreso a la teología del antiguo .testamento, a una concepción sácramentaria de cuño judío, a un culto al rito más que a la realidad. Fue la ontología sustituida por la lógica en una materia tan trascendental como la aplicación ‑de la obra redentora, que se realiza a través de las instituciones sacramentales[32].

La reacción viene con los grandes maestros de la escolástica. Los sacramentos vuelven a ser considerados como aparecen en el nuevo testamento y como los consideraban los Padres, elementos que contienen y dan lo, que significan. La escolástica no utiliza expresiones y símiles tan vivos como los del Evangelio, como los de San Pablo y como los de los Padres. Y aun cuando los utilice, quedan un poco ensombrecidos por el tecnicismo, de otros términos utilizados también. Habla de forma, de causa principal e instrumental. Términos técnicos con los que se viene a concluir que con los sacramentos el hombre se regenera, se reviste de Cristo, se convierte en un hombre nuevo. Para significar con ello lo mismo que significaban los Padres y la Escritura. Faltará unanimidad en los escolásticos cuando tratan de explicar la parte activa de los sacramentos en nuestra santificación. Pero el hecho de que intervienen activamente será ya cosa conquistada y pasará a las enseñanzas del Magisterio.

Hoy se corre el peligro de una reversión. No en la doctrina, pero sí en la pastoral. En la doctrina, no, porque los sacramentos de la ley nueva siguen y seguirán considerándose como signos y como causas. Pero la pastoral marca más el acento en el signo y en el simbolismo, dejando la causa en un discreto segundo plano. Esto es bastante corriente, y parece que va bien con la afición, con el gusto y con la sicología del día. Marcar el acento al hablar de los sacramentos en su razón de causa, se dice, es correr un peligro de cosismo. No hagamos cuenta del dudoso gusto del neologismo. Pero los sacramentos‑causa no son sólo instituciones; son también acciones. No son sólo operata; son también opera Christi. Son instituciones vivas, que actúan, y no sólo por un poder misterioso puesto en ellas, sino porque además llega a ellas el valor vivo de la acción de Cristo, puesta en marcha para que se ponga en marcha la rueda segunda que depende del movimiento de la primera en un engranaje bien montado[33]. Y el valor vivo también de la acción de quien recibe el sacramento, de la que asimismo depende en buena parte el grado de su eficacia[34].

La regresión a la pastoral del Antiguo Testamento en materia sacramentaria no aparece sólo en la sobrevaloración del signo en general. Aparece también en detalles concretos. Recordaremos dos que se refieren a la Eucaristía. Uno es la importancia que se da en la misa al ofertorio primero, cuando lo que en él se ofrece no pasa de ser todavía un signo o un símbolo. En cambio la pastoral no suele distinguirse por la atención al segundo ofrecimiento, que se hace después de la consagración, en el que lo que se ofrece ya no es un símbolo sino la realidad del cuerpo del Señor. Otro detalle está en la importancia que dan los pastores a la unidad social y visible que se realiza en torno a la mesa de la cena, unidad que tiene valor de signo de otra unidad más honda hecha por la Eucaristía y a la que no dan tanto relieve en su pastoral. A este punto dedicaremos especialmente toda la reflexión novena. Pero recordamos ahora que la Eucaristía es causa verdadera de la unidad eclesial. No sólo de la visible y social hecha en torno a la mesa, sino, además, de la unidad viva en la gracia y en la caridad. Y es muy de lamentar que los teólogos, y sobre todo los pastores, que son quienes han de llevar a los fieles la doctrina convertida en praxis, no pongan más de relieve lo que la teología clásica viene enseñando[35] y repiten hoy la constitución dogmática Lumen bentium y la encíclica Mysterium Fidei[36]. A saber, que la Eucaristía no sólo significa, sino que además hace la unidad de los fieles con su cabeza y la de los fieles entre si. Y hace una unidad no sólo social, que tiene mucho de signo, sino también espiritual, que es la significada y causada.

II. - Sobre la Eucaristía como sacrificio:

4. LOS TRES CONTENIDOS DF LA MISA: PALABRA, CENA Y SACRIFICIO.

Basta un sencillo análisis del misterio que se realiza en el altar para apreciar en él estos tres contenidos. Cuando la constitución vaticana sobre la sagrada liturgia habla de la incorporación del cristiano a este misterio, habla de los tres y los cita por el orden que acabamos de citarlos nosotros, que, por lo demás, es un orden jerárquico y de valía. Hace falta notar este detalle, sobre el que insistiremos, porque aquí ya hay una nota de pastoralidad. «La Iglesia procura con solícito cuidado que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada: a) sean instruidos en la palabra de Dios; b) se fortalezcan en la ,mesa del Señor; c) den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él»[37].

La primera parte, la destinada a la palabra o a la instrucción catequística, se llama misa ‑de los catecúmenos, de los que están aprendiendo los elementos de la fe. En el introito, en las lecciones y en el gradual se leen pasajes del Antiguo Testamento. Luego vienen las lecturas del nuevo: de los apóstoles en la epístola y del Señor en el evangelio. Todo esto es palabra y es enseñanza, que termina con la aceptación mediante la profesión de fe que es el credo. En la enumeración que nos acaba de hacer el Concilio sigue la parte sacramental que es el banquete, la cena o la comunión. En el orden de tiempo esto es lo último; en el orden jerárquico o de valía, es lo segundo, y viene después de la palabra. Y está, por último, el contenido tercero, el sacrificial, que tiene dos partes: la de sacrificar o hacer sagrado lo que se va a ofrecer al Señor, y el ofrecimiento consiguiente.

Interesa tener en cuenta la jerarquía de estos tres contenidos de la misa. Por razón de su valía intrínseca, el orden indicado por el Concilio es perfecto. De menos a más están la palabra, la cena y el sacrificio. La palabra, con la que se adoctrina el fiel, es el alimento de la inteligencia para el acrecentamiento de la fe, y no tiene valor justificador; lo que no, quiere decir que valga sólo para instruir. La palabra de Dios tiene ya en sí misma un valor sobrenatural que prepara para la gracia santificante y conduce a ella, aunque no la da. Luego viene la cena, el banquete, la comunión o el sacramento. Este segundo contenido de la misa tiene una valía mayor. No es sólo doctrina; es también gracia. No va a parar sólo al entendimiento; llega al alma. No sólo prepara para la santificación; la hace. No sólo ilumina, sino que transforma y deifica.Y en razón de mayor prestancia intrínseca viene luego el contenido sacrificial, que es plurivalente, como veremos con detalle en la reflexión siguiente. Baste ahora decir que el sacrificio lleva implicados los valores divinos de latría, que .es gloria y honor ‑de Dios, y de eucaristía, que es agradecimiento al Señor. Tiene otros valores de los que y por los que se beneficia el hombre. En la reflexión siguiente hablaremos de ellos. Ahora, a efectos de jerarquizar la valía intrínseca de los tres elementos de la misa, baste decir que sobre la instrucción y la santificación del hombre, sobre la doctrina y la gracia, está la latría o el honor y gloria de Dios.

La misma jerarquía se advierte si paramos la atención en los destinatarios de cada uno de los tres contenidos que estamos glosando. El de la palabra es el hombre, a quien se va a instruir y a preparar para la fe. El del sacramento es el hombre también. Para él instituyó el Señor los sacramentos, con los que quiso salir al paso a nuestras principales necesidades para cubrirlas y sobrenaturálizar los hitos fundamentales que marcan nuestro paso por la vida[38]. En cambio, el destinatario del sacrificio es Dios. Para El se sacrifica la víctima a fin de darle gloria, honor y gracias. Y a f se ofrece.

Puestas las cosas así, parece que en la misa deba primar el contenido sacrificial sobre los otros dos. Y en consecuencia el cristiano deba ver en la misa principalmente el sacrificio, y deba. principalmente asociarse a ella en lo que tiene de sacrificio. Luego verá el sacramento o el banquete y a él se asociará y de él participará. Y verá en tercer lugar (seguimos hablando de jerarquía de valoración, no de jerarquía de tiempo) la instrucción y deberá aprovecharse de ella. El orden del tiempo es otro. Primero, la. instrucción, que prepara. Luego, el sacrificio, que se hace y se ofrece. Y, por último, el sacramento sacrificial, que se consuma y se consume en el banquete. Porque la Eucaristía no es un sacramento como los demás. Acabamos ‑de decir que es un sacramento sacrificial. Es un manjar espiritual que ha sido previamente sacrificado. Por lo que a la razón de banquete añade la de litúrgico o consumado por un acto de latría y eucaristía, por un acto de honor de Dios y de agradecimiento a Él.

Nuestra actitud ante estos tres valores, palabra, comunión y sacrificio, no ha sido igual a la que han tenido nuestros hermanos de la reforma. Para el católico la palabra divina es algo muy valioso, pero que no justifica ni santifica por sí solo. Y en la pastoral se ha tenido bastante ladeada. Seremos realistas y sinceros si decimos que el pueblo católico no ha leído la Biblia como debía haberla leído. Para hacerlo ha encontrado sus dificultades: cauciones, lenguaje ininteligible por falta de traducciones populares con la suficiente difusión... En la misa ha estado preceptuada su utilización, pero la leía el sacerdote para si solo; y si la leía en voz alta para que la oyeran los fieles, era en latín. El comentario, la homilía, hoy preceptuada, brillaba por su ausencia. Es cierto que no han faltado exhortaciones y aun mandatos para que se leyera el libro sagrado. Pero, á pesar de todo, para, los católicos la Biblia ha sido un libro no leído ni comentado suficientemente en las misas.

Ante la cena la actitud de los católicos ha sido clara, firme y afirmativa en cuanto a lo principal, la presencia real del Señor. La comunión en la misa ha sido practicada por el sacerdote celebrante, hasta el punto de considerarla como parte integrante del sacrificio. Y si el sacerdote circunstancialmente quedaba impedido para consumar de esta manera el sacrificio, otro debía consumarlo. Pero, aparte esto, la comunión de los que asistían a la misa no era corriente, no obstante la recomendación tridentina de la que hablaremos en la reflexión que más adelante dedicaremos a este punto. Se comulgaba cuando se quería, en la misa o fuera de ella, con lo que se daba a la comunión un carácter de banquete solamente, desligándola en la práctica de su carácter litúrgico o sacrificial. Tampoco en nuestra comunión se ponía de relieve hasta su debido grado la nota de ser acto comunitario. Ni comunitario con el sacerdote, de quien estaba desconectado como acabamos de decir y no se comulgaba en su misa, ni comunitario tampoco con los demás. La comunión se consideraba un acto personal.

Ante la parte doctrinal del sacrificio nuestra actitud ha sido también clara y firme. La Eucaristía es un verdadero sacrificio, representación del de la cruz, y con valores bien determinados. De todo ello habló y lo definió el Concilio de Trento, y todo ello se ha admitido y se ha enseñado. Nuestros hermanos de la reforma tomaron una actitud negativa ante el aspecto sacrificial de la Eucaristía. Afirmar la misa‑sacrificio, vinieron a decir, es poner en entredicho la eficacia del sacrificio de la cruz, como si no hubiera sido eficaz por sí solo. Y, por lo demás, San Pablo afirma que el Señor consumó la santificación de los hombres con una sola oblación, la del Calvario. No tenían en cuenta, al decir esto, que una cosa es consumar la redención y otra es aplicarla. El Señor la consumó en la cruz, y lo hizo en solitario. La aplicación quiso hacerla en equipo, y la hace El con nosotros. Y a ello se refiere el sacrificio aplicativo, que es la Eucaristía, y que es de Él y nuestro[39].

Pero esta afirmación del sacrificio de la misa y de sus valores ha estado acompañada de una pastoral con lagunas y con fallos. Ha faltado la incorporación de los fieles al sacrificio, fallo manifestado en muchos elementos. Los fieles no se han incorporado a la misa en su contenido de palabra,. Durante la misa hacían de ordinario la guerra por su cuenta dando rienda suelta a sus devociones particulares. Tampoco a lo que tiene de banquete sacrificial, porque no solían comulgar en la misa que oían, y si lo, hacían era por lo de banquete o sacramento, no por lo de litúrgico o sacrifieial. No se les adoctrinaba suficientemente sobre la incorporación más principal, que es la de ofrecerse a sí mismos como víctima agradable al Señor, con todas las secuelas de orden espiritual que esto lleva consigo. No se les adoctrinaba sobre la jerarquización de los valores sacrificiales, dejando en un discreto segundo plano el que es principal, que es el de latría y honor de Dios, para dar realce insistente a los de utilidad propia, que son el de propiciación y el de impetración; mirándonos con ello más a nosotros que a Dios a quien el sacrificio se ofrece. Cosa que no deja de ser un recurso al egoísmo espiritual. Pero de esto hablaremos en la reflexión siguiente.

Frente a todo esto, que ha sido tónica de nuestra pastoral durante los últimos tiempos, con excepciones laudables, está la pastoral y la doctrina de nuestros hermanos de la reforma, pastoral. que ha tenido también sus notas características en cuanto a los tres contenidos de que venimos hablando.

Han tenido una veneración especial por la palabra; veneración doctrinal, porque no le dan sólo un valor de preparación, sino también justificante. La Biblia, el altar de la palabra, ha sido para ellos tan excepcional como la mesa, el altar de la Eucaristía. Y como secuela de esto, el uso constante de la misma, la lectura asidua de la Escritura, la predicación. El pastor ha sido, más que otra cosa, el anunciador de la palabra y el administrador de este bien divino.

También aceptan y admiten la Eucaristía, pero sin la presencia sustantiva y real del cuerpo del Señor. En el pan está el signo, o más todavía, la virtud del Señor; pero su cuerpo real y verdadero, no. Lutero sí admitió la presencia real, aunque no admitiera la transubstanciación. Pero la tónica protestante ha sido la de admitir una presencia a modo de signo o de virtud. Hoy se aprecian aproximaciones protestantes a la doctrina católica á este respecto. Frente a este fallo, tan fundamental, encontramos en ellos bienes positivos de interés, por ejemplo, el carácter comunitario que dan a la comunión, que no es comida sólo, sino banquete y cena también.

Respecto al sacrificio encontramos en ellos una oposición firme y dura. Los motivos básicos de la oposición son laudables: la defensa de la unicidad del sacrificio de Cristo, predicada por San Pablo, y el interés por salvar la eficacia ‑del sacrificio de la cruz. Piensan que afirmar la sacrificialidad de la Eucaristía es poner en tela de juicio estas dos verdades. En realidad no peligra ninguna de las dos, porque San Pablo habla de la unidad del sacrificio cruento (monte intercedente, dice), y ésta se salva, porque la misa es sacrificio incruento. Y porque la eficacia de la cruz fue para hacer la redención., y ésta se salva, porque la misa no redime a nadie. Todos estamos totalmente redimidos sin ella. Lo que en ella se da es la aplicación de la obra redentora, que es cosa distinta.

Nuestra pastoral actual respecto a estos tres contenidos de la misa está enmendada en la letra de las leyes y de las exhortaciones. La constitución sobre la sagrada liturgia da el debido realce en la misa a la palabra, al carácter comunitario de la comunión y a su carácter sacrificial. Con ello se mantiene firme el contenido tradicional de nuestra doctrina y se da lugar a notables acercamientos pastorales con nuestros hermanos. Pero no siempre lo que es ley resulta ser su cumplimiento. En la práctica se advierten notables adelantos respecto a la pastoral de la palabra y respecto a la pastoral de la comunión. No se advierten tanto respecto a la pastoral del sacrificio. La vivificación de la pastoral sobre los dos primeros valores, es un signo positivo de acercamiento y de ecumenismo. El estancamiento, y a veces hasta la debilitación, porque de todo hay, de la pastoral sobre el tercero podría convertirse en un ecumenismo negativo, en el sentido de practicar un acercamiento a base de ladear o preterir nosotros lo que de ninguna manera se puede preterir ni ladear, aunque lo hagan los reformadores.

La valoración de la palabra está clara en la ley. «Sean (los fieles) instruidos con la palabra de Dios», dice la constitución Sacrosanctum Concilium. Y añade más adelante especificando el cómo de esta instrucción: «A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con más amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que en un período determinado de años se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura.» Y porque la palabra de Dios muchas veces necesita explicación o ampliación, recomienda el Concilio la homilía: «Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma liturgia, la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana»[40]. Prolifica el diálogo en la misa, prolifican las monieiones y las explicaciones, hay lecturas. Pero la homilía muchas veces no suele estar a la altura de las necesidades religiosas y espirituales de los fieles, ni a la altura de lo que pide la instrucción en los misterios de la fe y en las normas de la vida cristiana, como indica la constitución conciliar. ¿Falta de preparación doctrinal, pastoral o pedagógica? El hecho es que la palabra en la misa es uno, de los problemas serios planteados ya en algunos presbiterios. Y que no faltan ocasiones en las que se hace de la homilía una pieza de demagogia clerical o social; se traen con ella imprudentemente a la iglesia temas vidriosos y ajenos; se toma ocasión, en una palabra, para destruir sin edificar.

La cena. También aquí se advierten avances pastorales. Se parte de la base fundamental de la presencia real, aunque sobre ésta van ya proliferando explicaciones desorientadoras a las que hemos aludido en las dos primeras reflexiones. Se ha adelantado. en poner de relieve el carácter comunitario de banquete o de cena, acercándonos así a la práctica de nuestros hermanos. Si bien esto, que es sin duda un avance y un logro, queda en ocasiones en la corteza. A ello aludiremos en la reflexión nueve, sobre «comunión y comunidad». Y se ha avanzado en la práctica de la comunión en la misa, como parte del sacrificio, aunque quedan frecuentemente sin aclarar y sin explicar a los fieles las razones íntimas que aconsejan esta práctica tan buena. A ello aludiremos en la reflexión octava.

El sacrificio. La pastoral de hoy, tan positiva en el acercamiento a nuestros hermanos por la valoración de la palabra y del carácter comunitario de la comunión, parece quiera caracterizarse por la minimización del valor sacrificial; valor que no admiten los reformadores. Se afirma que la misa es sacrificio. Pero es cierto que no se insiste en éste como en los otros dos contenidos. El sacrificio queda a veces discretamente en la penumbra y hasta en el silencio. ¿ Será un signo de los tiempos? ¿ Será la imposición del hedonismo, de la vida de confort, de la repulsa más o menos instintiva a la ascesis, postulada en todo auténtico sacrificio? Lo que sea, pero el hecho de que hablamos está ahí.

Y cuando se habla del sacrificio, y se habla menos que de la palabra y de la cena, siendo más principal, como dijimos, no se llega al fondo de su contenido. Porque el del altar, siendo una representación viva del de la cruz, .tiene con éste notables diferencias Una de ellas es que el de la cruz lo hizo Cristo y el del altar lo hace la Iglesia. Aquél diríamos que lo, hizo Cristo en solitario; éste lo hace en equipo. El sacerdote y los fieles se asocian a Él y lo hacen también porque son actores. Lo que la Iglesia, los sacerdotes y los fieles, ponemos en el altar tiene un valor infinito. Sacrificamos y ofrecemos al Padre a su propio Hijo. Pero es un signo. La realidad sustantiva del Señor puesto en el altar y ofrecido al Padre, sin perder nada de su sustantividad, es un signo de otra sacrificación y de otro ofrecimiento ulterior. Como lo era el cordero que sacrificaban los judíos. Yavé les decía que con el sacrificio del cordero debían significar el sacrificio de ellos mismos, y hacerlo. Lo mismo sucede aquí. Con el sacrificio del Hijo de Dios a quien ponemos y ofrecemos en el altar, hemos de sacrificarnos y ofrecemos todos los que formamos el equipo. ¿Se llega en la pastoral hasta este detalle con insistencia? Nuestra sacrificación implica la santidad negativa, que es matar o sacrificar todo lo malo que en nosotros hay. Y la sacrificación positiva, que es hacer sagrado todo bien natural que poseemos. Estas dos sacrificaciones nuestras deben hacerse en el altar y así debemos ofrecernos al Señor. Esta es nuestra profunda incorporación al sacrificio de la misa. ¿Llega siempre la pastoral hasta aquí cuando se habla de la incorporación? ¿No queda esto, que tanta importancia tiene, relegado a segundo o tercer lugar ante la incorporación activa a la misa que consiste en cantar, en hacer moniciones, en dialogar y en leer? El Concilio recuerda que la incorporación ha de llegar hasta «ofrecerse a sí mismo al ofrecer la hostia inmaculada»[41]. Y Pablo VI comenta

«La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y de víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece a Él. Nos deseamos ardientemente que esta admirable doctrina, enseñada ya por los Padres..., recientemente expuesta por nuestro predecesor Pío XII, y últimamente ‑expresada por el Concilio Vaticano II en la constitución De Ecclesia a propósito del Pueblo de Dios, se explique una y otra vez y se inculque profundamente en el alma de los fieles»[42].

5. EL SACRIFICIO Y SUS DIVERSOS VALORES.

También cabe reflexionar sobre la .pastoral eucarística en este punto. Los valores del sacrificio son bien conocidos y no hace falta que nos detengamos a explicarlos. Bastará afirmarlos con su debida jerarquía, y luego confrontar ésta con lo que se advierte en la práctica pastoral. E1 sacrificio es un acto de latría. Su valor esencial es éste, y nunca se puede desprender de él. A Dios le es debido el culto de latría siempre y en todo lugar: en el cielo, donde los bienaventurados se dedican al noble quehacer de honrarle, y en la tierra. También se da en cualquier estado en que el hombre se encuentre: de naturaleza caída o de naturaleza reparada. Es, luego, un acto de eucaristía o de gratitud. La acción de gracias es debida siempre también, porque la criatura, cualquiera que sea, esté donde esté y tenga lo que tenga, ha recibido de Dios lo que es y lo que tiene. Y los sentimientos de gratitud siempre son obligados. Hay, por último, coyunturas especiales que hacen aparecer otros valores en este acto de culto. Son la de la humanidad caída, que debe ofrecer a Dios el sacrificio compensador por los pecados; y la de la humanidad peregrina, que ofrece el de impetración a fin de conseguir lo que todavía le falta para llegar a la meta de su peregrinación.

En estos cuatro valores hay jerarquía y la pastoral debe tenerla en cuenta. Lo primero es mirar a Dios por Dios, porque se le debe honrar y porque se le debe agradecer. Lo segundo es mirar a Dios por nosotros, porque necesitamos tenerle propicio, porque necesitamos que nos conceda algo. Todo es bueno, pero no todo es lo mejor y más perfecto. Y fácilmente se advierte que lo más perfecto y lo mejor es lo primero.

El cristiano debe manifestar su sentido religioso con todas estas manifestaciones y con todos estos valores del sacrificio. Necesita rendir culto de honor a Dios por lo, que Él es, y de agradecimiento, porque ha recibido mucho de Él. Necesita tenerlo propicio, porque vive en estado, de naturaleza sujeta a frecuentes caídas. Y necesita su ayuda, porque es peregrino y no ha alcanzado todavía la meta final. Le faltan todavía mucho trecho que andar y muchas cosas que conseguir. Todo esto vino a manifestarlo quien es ejemplo del perfecto sacrificador, el Verbo, que se encarnó para ofrecer sacrificio por los pecados. San Pablo lo dice cuando, refiriéndose a la entrada del Verbo en el mundo, escribe: «Al entrar en el mundo dice: sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, pues de mí está escrito en el libro, á hacer, oh Dios, tu voluntad. Dice primero: oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron; cosas todas establecidas conforme a la ley. Entonces añade

he aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer lo segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Cristo»[43]. Hacía falta, porque Dios así lo dispuso, que el hombre ofreciera sacrificio por el pecado, y los sacrificios legales no valían para esto. Por eso, y para que esta voluntad se cumpliera, tomó carne el Verbo. De esta manera, ofreciéndose Él, el sacrificio pudo ya tener eficacia.

Pero este sacrificio por los pecados tiene como destinatario a Dios, sin dejar de ser el hombre quien se beneficia de él. El pecado es un mal de Dios, a quien se ofende; y el ofrecimiento que se le hace para compensar este mal es un ofrecimiento de honor. La ofensa se compensa con el honor que se le tributa. Dios, así compensado, se hace propicio al hombre pecador. Con toda claridad manifestó el Señor este valor latréutico de honor de Dios las dos veces que habla del ofrecimiento de su cuerpo en sacrificio por nosotros. Una, cuando se ofreció al sacrificio cruento de la cruz. Al iniciarlo se expresó así: «Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti»[44]. Cuando entraba en la pasión, y lo hizo nada más pronunciar estas palabras, dijo que iba a glorificar al Padre. Y lo glorifica también cuando se entrega al sacrificio incruento ‑del altar. Enmarcadas en el contexto eucarístico de la promesa dijo estas palabras: «Yo vivo por el Padre»[45]. Cristo vivía por el Padre siempre, en todo momento y en todo lugar. Pero carga el acento de esta vivencia cuando habla de su presencia en la Eucaristía. Aquí se hace presente y está presente para vivir por el Padre; está aquí con una finalidad eminentemente latréutica. Finalidad compatible, desde luego, con las otras finalidades de propiciación y de impetración, de las que somos los hombres quienes nos beneficiamos, y que se han solido poner más de relieve en nuestro sacrificio del altar, en el que tanto aluden los pastores y los textos litúrgicos a los pecados para que el Señor nos libere de ellos, y a las necesidades para que nos las remedie.

La pastoral está en vías de alcanzar el equilibrio en este punto. No es recomendable que se prescinda en la misa de los valores de propiciación y de impetración, porque los tiene. Y los cristianos, que estamos sujetos a tantas flaquezas y que andamos necesitados de tantos bienes que el Señor nos puede dar, es natural que nos preocupemos de los dos valores indicados. Pero es recomendable que se jerarquicen debidamente los valores, y que no. se cargue el acento principal en lo que ocupa el segundo lugar, como muchas veces se ha hecho y se hace. El Señor nos aconsejó que pidiéramos con insistencia; incluso hasta que cansemos al Padre, para que por cansancio nos conceda lo que le pedimos[46]. Y Él está hoy en el cielo ejerciendo su función sacerdotal a través de la impetración[47]. Pero siempre será cierto que el valor primero del sacrificio es el de lograr «la glorificación del Padre». Y que esto es lo que Él buscó al iniciar el cruento de la cruz y lo que busca al quedarse en el incruento del altar, según testifican sus palabras que más arriba hemos recordado.

Nunca se prescindió en la misa de los caracteres y de los valores de latría y de eucaristía. Los textos del canon latino lo manifiestan bien patentemente. «Sacrificio de alabanza» le llama el canon que se venía diciendo diariamente[48]. «Por Él, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo horror y toda gloria», se viene diciendo también en la última oración del canon romano. Sin embargo, aunque no se prescindiera, es cierto que no se daba a este carácter el debido relieve. Tampoco se prescindía del carácter eucarístico o de agradecimiento. De ello da testimonio el prólogo sacrificial, en el que se anuncia que lo que se va a ofrecer es un hacimiento de gracias. Tal es el sentido de los prefacios.

Siendo auténticos todos estos valores, lo que procede es guardar la jerarquía que tienen. Y la pastoral de hoy está poniendo en esto más equilibrio del que hasta ahora se venía manifestando.

6. LA CONCELEBRACIÓN.

La concelebración, que ha estado tan dosificada en tiempos pasados y que hoy, con la renovación litúrgica, se está generalizando bastante, tiene valores positivos en su favor que es necesario ponderar para emitir sobre ella un juicio fundado y para ver hasta dónde su práctica puede ser o dejar de ser pastoral. El sacerdocio cristiano es uno, aunque lo participemos muchos. Quienes la ejercemos no lo hacemos en nombre propio, sino en nombre de Cristo, en quien todos estamos unificados. Por esto es tan lícita y tan válida la misa celebrada por uno como la misa celebrada colegialmente por muchos. El sacerdocio de la misa, dígala uno solo o díganla muchos en colegio, tiene todos los valores de que se hablaba en la reflexión anterior. Pero a la que dicen muchos concelebrando se añade el valor positivo de ser signo de la unidad del sacerdocio de Cristo[49]. Signo que puede ser plural, según las circunstancias. Signo de la unidad del sacerdocio, si quienes concelebran lo hacen sólo como sacerdotes. De la unión, además, de los sacerdotes con el obispo, si los sacerdotes concelebran con él. De la unión de los obispos entre sí, o de la unidad de la jerarquía eclesiástica, si son obispos los que concelebran.

La concelebración ha sido una práctica utilizada en la Iglesia desde tiempos muy antiguos, aunque no estuviera generalizada, Su origen no es la concelebración de la cena, como en alguna ocasión se oye decir. En la cena no se concelebró, porque los apóstoles no eran sacerdotes todavía y no consagraron. Se limitaron a celebrar el banquete litúrgico del cuerpo del Señor que había puesto en la mesa el Señor mismo mediante la consagración que hizo £1 solo. Pero aunque el origen no esté en la cena, la Iglesia la tiene en práctica desde muy antiguo. Ya hace referencia a ella la «Traditio Apostólica» de Hipólito[50]. Práctica que para algunos casos ha estado institucionalizada, como para la consagración de los obispos y para la ordenación de los presbíteros[51].

Hoy se está generalizando. La «Instrucción sobre el culto a la Eucaristía», emanada del «Consilium», organismo creado para la aplicación de la constitución Sacrosanctum Concilium, aconseja a los sacerdotes que concelebren siempre que no lo impídala utilidad de los fieles. Ante esta nueva situación es oportuno reconsiderar el problema desde el punto de vista doctrinal pastoral. Qué es lo mejor en sí, la misa individual o la misa concelebrada? ¿ Cuál de las dos prácticas reporta más bien a la Iglesia y a los fieles? ¿Hasta. qué punto, se justifica su práctica diaria?

Un poco de historia reciente. La concelebración entra en el esquema de una pastoral litúrgica en estado de reforma vivificante. Por eso no dejó de aparecer en el esquema sobre la liturgia que los peritos prepararon para entregarlo al Concilio en su primera sesión. Lo que estos peritos propusieron era como sigue: «El uso de la concelebración ha existido hasta hoy tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Concilio extiende la facultad de concelebrar a los casos siguientes: a) para la misa del crisma en la feria V en la Cena del Señor; b) para las reuniones sacerdotales, a juicio del Ordinario, si no hay otro modo de proveer a las celebraciones individuales»[52]. El texto, como se ve, era sumamente pobre. Un tema de tanta trascendencia doctrinal, pastoral y espiritual, justificado sólo por el hecho de que hasta ahora lo ha practicado la Iglesia y por razón de comodidad en las aglomeraciones sacerdotales. La práctica de la Iglesia venía siendo escasísima. Y la otra motivación era sólo pragmática y no teológica. La deficiencia del texto se subsanaba en las notas, en las que se añadían a estas dos razones otras dos, ya de buen corte teológico: la de representarse así la unidad del sacerdocio cristiano y la de ser un excitante de la piedad. Es extraño cómo puestos a justificar en el texto la práctica de la concelebración se soslayaran estas dos motivaciones.

Pero lo que no hicieron los peritos de la liturgia lo hicieron los maestros de la doctrina, que son los obispos, quienes, después de examinar el texto, lo enmendaron y aprobaron el siguiente: «La concelebración, en la que se manifiesta apropiadamente la unidad del sacerdocio, se ha practicado hasta ahora tanto en Oriente como en Occidente. En consecuencia, el Concilio decide ampliar la facultad de concelebrar a los casos siguientes…»[53]. La diferencia de los dos textos es bien clara. El primero, el de los peritos, tiene un carácter pragmático, aunque subsanado en parte por las notas adicionales. El segundo es doctrinal.

Pero una vez justificada la práctica en si, cosa que no hicieron en el texto los peritos y sí los maestros que son los obispos, porque la constitución conciliar está sancionada por ellos, hará falta justificar la frecuencia de la práctica, o el consejo de la concelebración diaria, siempre que no lo impida la utilidad de los fieles. Y esto no lo han hecho los maestros, sino los peritos. La frecuencia que puede calificarse de diaria, no es del Concilio, sino del «Consilium» mediante la Instrucción sobre el culto a la Eucaristía, en la que dice así: «Por la concelebración de la Eucaristía se expresa adecuadamente la unidad del sacrificio y del sacerdocio... La concelebración, además, manifiesta y fortalece los lazos fraternales entre los presbíteros, ya que en virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad sagrada»[54].

Como se ve, hay aquí dos cuestiones distintas: una, la de la conveniencia de la Concelebración, conveniencia afirmada y justificada por el magisterio en un texto conciliar. Y otra, la de su práctica, afirmada y justificada por los. peritos del « Consilium » y por el « Consilium » mismo, que no es el magisterio. ¿Son suficientes los dos motivos asignados por el «Consilium» para justificar y aconsejar la práctica diaria de la concelebración? Porque hasta aquí llega el consejo que se da. «Por esto, si no lo impide la utilidad de los fieles (que siempre ha de ser considerada con amorosa solicitud pastoral), y con tal de que cada sacerdote conserve íntegra la facultad de celebrar a solas la misa, es preferible que los sacerdotes celebren la Eucaristía de este modo tan excelente, sea en las comunidades de sacerdotes como en las reuniones que tienen lugar en determinados días y en otras ocasiones parecidas.» Así se expresa la citada Instrucción. Volvemos a anotar que el consejo viene del «Consilium», organismo de peritos; no del Concilio, organismo de maestros. Y en la Iglesia, cuando se trata de doctrinas, los peritos no son precisamente maestros. Sería interesante una encuesta sobre la práctica diaria de la concelebración entre los maestros, que son los obispos, y ver si ellos, y el Papa, que conviven con sus sacerdotes, concelebran cada día. Vamos por nuestra parte a valorar desde el punto de vista doctrinal pastoral esta frecuencia recomendada por el « Consilium » .

Las misas dichas por diez sacerdotes individualmente son ciertamente diez, y tienen, por lo tanto, también ciertamente, el valor de diez. Y frente a estas afirmaciones hay que hacer otras: la misa concelebrada por diez sacerdotes es ciertamente dudoso que sean diez, y que, por lo tanto, tenga el valor de diez. Posiblemente sí; pero posiblemente sea una y tenga el valor de una. Repetimos que es cierto su carácter dudoso. Se da el caso de que, incluso insignes partidarios de la práctica se inclinan por afirmar  que es una sola[55]. A efectos de nuestra reflexión baste decir que es cierta la duda de si es una o son muchas. Duda que no se da cuando, las misas son individuales.

Tras este primer paso es justo dar un segundo, que es positivo en favor de la práctica de que hablamos. La concelebración tiene tres valores positivos, uno de ellos señalado en el texto conciliar, y dos más añadidos en la Instrucción del «Consilium»: representa la. unidad del sacerdocio; fomenta la piedad; favorece la fraternidad sacerdotal. Cabe ahora preguntar: ¿Qué peso tienen estos valores? ¿Es suficiente para contrapesar la pérdida probable de las nueve misas ciertas que habría de más, casó de no haber concelebrado?

Es cierto que la concelebración significa la unidad del sacerdocio. Ya nos lo enseñó Santo Tomás[56] y lo han repetido el, «Consilium» y las notas del primitivo esquema conciliar. Estamos ante un valor de signo solamente; no ante un valor de causa. Porque la concelebración no hace la unidad del sacerdocio cristiano. Esta unidad se hace en la fuente de la que todos los sacerdotes participan, que es Cristo. Y ¿queda compensada la probable pérdida del valor real de nueve misas por el hecho de salvar una razón de simple signo? Estamos ante un caso típico de la sobrevaloración del signo al que se sacrifican auténticas y grandes realidades sobrenaturales: Un caso de regresismo teológico en materia sacramentaria y sacrificial. Una vuelta al rito con perjuicio del contenido. No es necesario que repitamos lo que hemos dicho en la reflexión tercera.

El valor positivo de signo que tiene la concelebración, y que es auténtico, justifica que se concelebre en determinados casos, pero no a diario. Conviene traer á la memoria de vez en cuándo que nuestro sacerdocio, el de todos, es uno. Y para ello hay oportunidades: el día del obispo, por ejemplo; el día del superior de una comunidad; el día propio de un sacerdote particular. Asociarse con él y concelebrar con él. El día aniversario de la ordenación de un grupo sacerdotal. Pero concelebrar diariamente y por sistema creemos que no es recomendable, porque la razón de signo, que es conveniente utilizar alguna vez para que la unidad del sacerdocio no caiga en nuestro olvido, no compensa la probable pérdida diaria de los otros valores más valiosos que hay en las nueve misas que es presumible no se hayan contabilizado.

Y se habla también del valor positivo de la piedad. Quienes aconsejan la concelebración diaria dicen que con ella se fomenta la piedad. Posiblemente sea así. Posiblemente no lo sea. Se trata ‑de un fenómeno del todo contingente. El fomento de la piedad depende de muchas circunstancias. Y lo que a uno le hace bien, a otro no se lo hará. Hay quien se siente más movido a piedad ante el recogimiento y el aislamiento que ante la exhibición y la espectacularidad. En ocasiones sucede al revés. Sobre el particular nada se puede decir con carácter absoluto. No, es esta razón, pues, lo suficientemente firme para aconsejar, como norma general, la concelebración de .todos los días y para todos los sacerdotes.

Y respecto al tercer valor positivo de esta práctica, el del fomento de la fraternidad sacerdotal, basta preguntarnos y responder con sinceridad : ¿Los que concelebran se quieren más y fraternizan más por el hecho de concelebrar?

Nada de cuanto acabamos de decir es para oponerse a la práctica de la concelebración que la Iglesia ha venido practicando alguna vez, y que en determinadas ocasiones es sumamente recomendable. El Concilio, obra de los maestros en la doctrina, la recomienda basado en razones de contenido tradicional y doctrinal: el uso antiguo de la Iglesia y la significación de la unidad del sacerdocio. Esto último es una realidad que los sacerdotes pueden tener olvidada, y que en la práctica olvidan más de una vez. No está mal recordársela. Pero ¿ es necesario hacerlo todos los días, y esto con el detrimento de la pérdida de los grandes valores de las misas que probablemente se han perdido? Creemos que concelebrar todos los días es salirse del límite de lo prudencial y de lo teológico. No lo es hacerlo alguna vez, como toque de atención y como recordatorio de la unidad algo olvidada, o porque lo justifiquen circunstancias singulares dignas de consideración.

III. - Sobre la Eucaristía como sacramento:

7. LA COMUNIÓN CON LAS DOS ESPECIES.

Este es otro tema pastoral. A pesar de ser todavía actuales los motivos por los que la Iglesia ha mantenido restringida esta práctica, hoy se está generalizando. ¿Es pastoralmente recomendable la generalización permitida, pero no impuesta, consideradas las razones en las que la comunión con las dos especies se fundamenta, si se tienen en cuenta los motivos todavía operantes que la desaconsejan? Esta es la cuestión.

El asunto de la comunión con una o con las dos especies es disciplinar más que otra cosa. Tiene cierta base doctrinal, pero es sobre todo asunto reverencial y social más que espiritual. Es lo primero porque en esta comunión se salva perfectamente la razón de signo que tienen los sacramentos. Es lo segundo, porque la higiene y la reverencia tienen en esto su intervención. Y respecto de lo tercero, hay que decir que la vida espiritual no gana ni pierde con esta práctica o sin ella. Disciplinarmente ha cambiado la costumbre a lo largo de la historia de la Iglesia. No interesa hacer aquí una historia detallada de la disciplina sobre el caso. Baste afirmar que hasta el siglo XII prevaleció la comunión con las especies de pan y de vino, sin que esto fuera práctica cerrada. Las excepciones no eran raras, y en determinadas coyunturas o circunstancias eran permanentes e incluso se institucionalizaban. La historia cita los casos de persecución, la comunión de los enfermos, la práctica de los anacoretas. A partir del siglo XIII prevalece en la Iglesia latina esta comunión reservada sólo para el sacerdote celebrante; para los demás, sean sacerdotes o simples fieles, una especie sola. En la Iglesia oriental, ortodoxa y unida, está en vigor la comunión con las dos, también para los fieles. El Concilio de Trento determinó que la Iglesia latina continuara con la costumbre que ya venía practicándose desde el siglo XIII[57].

En el actual movimiento de la reforma litúrgica se ha establecido una disciplina más flexible, disciplina que hasta el presente está señalada en la constitución Sacrosanctum Concilium y en la subsiguiente Instrucción del «Consilium». La constitución dice así: a manteniendo firmes los principios dogmáticos del Concilio de Trento, la comunión bajo las dos especies puede concederse en los casos que la Sede Apostólica determine, tanto a los clérigos y religiosos como a los laicos, a juicio de los obispos»[58], Y cita tres casos: el de los ordenandos en la misa de su ordenación; el de los profesos en el día de su profesión; el de los neófitos en la misa que sigue a su bautismo. La Instrucción amplía mucho más la práctica, hasta el punto de que en algunos casos puede resultar diaria. Esto sucederá en las Iglesias en las que se concelebra todos los días. Todos los que en ella desempeñan algún oficio litúrgico, todos los miembros del Instituto al que pertenece la iglesia en la que se concelebra y los que en ellas viven habitualmente aunque no sean miembros del Instituto en cuestión, pueden comulgar con las dos especies[59].

¿Cómo se puede valorar desde el punto de vista doctrinal y pastoral esta práctica diaria que se está imponiendo?

Recordábamos en la reflexión tercera que entre los sacramentos cristianos y los sacramentos judíos se daba la notable diferencia de que éstos sólo significaban la gracia que viene de Cristo. Aquellos, o. sea los nuestros, además la contienen y la dan. Los sacramentos de la nueva ley son las tres cosas. signos, depósitos y medios que confieren la gracia del Señor.

El sacramento que se confiere con las dos especies verifica en sí perfectamente estas tres notas. Con ellas se significa bien lo que la Eucaristía tiene de banquete, porque el banquete consta de los dos elementos, manjar y bebida. En las dos especies se contiene Cristo, y se contiene en su totalidad: bajo las dos está todo entero. Y en ellas se nos da Cristo, también en su totalidad.

En la comunión, en cambio, con una sola especie sufre algún quebranto la nota primera, porque el banquete no se significa a la perfección con una especie sola, sino con las dos. Las otras notas no sufren menoscabo, porque en una especie sola está Cristo entero; y en una sola también se da totalmente[60]. Con ello queda dicho que el menoscabo lo sufre lo que es común a nuestros sacramentos con los sacramentos judíos. Lo que es propio y característico de los nuestros queda intacto.

Pero resulta que por el hecho de salvar a la perfección la razón de signo, que no es la específicamente cristiana, sino la judía, aunque los nuestros la tengan también, aparecen varios inconvenientes de orden práctico: unos higiénicos y convivenciales; otros religiosos y reverenciales. Y aquí surge el problema pastoral. La comunión con las dos especies tiene peligros de higiene y de convivencia. Beber muchos en el mismo cáliz es lo mismo que beber con un solo vaso los que comen en una mesa. Ni se diga que el problema se salva con el gesto inoperante de pasar un pañito por el bordillo. La higiene de hoy no va con esto. Ni va tampoco beber todos con un canuto, que viene a ser algo parecido a usar todos el mismo cubierto. Hay también peligros de irreverencia

el amasijo del pan y del vino, que se hace en alguna modalidad de la comunión que comentamos; la bebida en el cáliz. cuando se trata de. menores, de enfermos o de personas indecisas... Es cierto que algún peligro de este género siempre existe; también en la comunión con el solo pan, pues las partículas caen en los comulgatorios. Pero, ¿por qué añadir el peligro mayor, que es el del vino, al hecho de tener un peligro menor, el de las partículas del pan?

¿Quedan compensados los peligros verdaderos que se acaban de señalar por el único bien positivo que añade la comunión con las dos especies, que es salvar la perfección, del signo? No decimos salvar el signo, porque éste queda a salvo con una sola; sino salvar la perfección del signo. Bien entendido que, a pesar de que el signo no sea perfecto, es perfecto lo que contiene y lo que da, que es la totalidad de Cristo.

Hoy, después de la apertura de la Instrucción del «Consilium», tienen todavía vigencia estas palabras de Santo Tomás: «Por parte de quienes lo reciben se requiere suma reverencia y cautela, no acaezca cosa que ceda en injuria de misterio tan grande. Esto podría suceder en la comunión de la sangre que, al tomarse sin precaución, se derramaría con facilidad. Y pues ha crecido el número del pueblo cristiano, compuesto de ancianos, jóvenes y párvulos, de entre los que algunos no tienen discreción para poner el debido cuidado para usar el sacramento, ciertas iglesias no dan la sangre al pueblo, sumiéndola sólo el sacerdote»[61].

El Concilio de Constanza ordena que comulgue el pueblo con una sola especie, según se había establecido. Y esto para evitar peligros y escándalos[62]. Los peligros persisten todavía hoy, como hemos recordado al hacer nuestras las palabras de Santo Tomás. Y el de Trento insinúa que son graves y justas causas las que indujeron a la Iglesia a determinar que la comunión se diera con una especie sola[63].

8. LA COMUNIÓN EN LA MISA.

La Eucaristía es sacrificio y es sacramento. Como sacrificio desempeña Cristo en ella funciones de sacerdote y de víctima a la vez; sacrifica y es sacrificado; ofrece y es ofrecido. Como sacramento, es manjar. El acto sacrificial es la misa; el sacramental, la comunión. ¿ Cómo debe enfrentarse el pastor de los fieles con estas dos realidades? Tiene algo que hacer aquí la pastoral? ¿La comunión es un simple banquete o es un banquete litúrgico y sacrificial? ¿Qué interés tiene la comunión dentro de la misa?

No son dos cosas desconectadas. La Eucaristía no es para. nosotros un simple banquete; es un banquete litúrgico. Con valor de alimento, por banquete; y de latría o culto a Dios, por sacrificial. Es un sacramento‑sacrificio. De hecho se hacen las dos cosas con un solo acto. Con la consagración se convierte el pan en Cristo‑víctima que se ofrece al Padre; y en Cristo‑manjar que se nos da a nosotros.

El Concilio de Trento hizo a los fieles que asisten a la misa la recomendación de que comulguen en ella, porque de esta manera percibirán más abundantemente el fruto del sacrificio[64]. Santo Tomás se plantea el problema de si el sacerdote que ofrece el sacrificio debe comulgar en su misa, y justifica la respuesta afirmativa partiendo de una doctrina de San Agustín, que hace suya. Sus reflexiones a propósito del sacerdote valen también para la comunión de los fieles en la misa de que participan y ofrecen, como vamos a ver luego[65].

La práctica pastoral se ha despreocupado bastante de la recomendación tridentina de que comulguen los fieles en la misa a la que asisten. Probablemente por no tener en cuenta el fondo doctrinal de lo que se recomendaba, que no es otro sino la conjunción del sacramento y el sacrificio. Se ha considerado mucho que la comunión es un banquete; y no se ha parado tanto la atención en que no es un banquete simple, sino un banquete litúrgico o sacrificial. La pastoral litúrgica viene trabajando en favor de la práctica de que hablamos, y, a Dios gracias, se está imponiendo la costumbre. Pero corre el peligro de que nos quedemos con una justificación pragmática de la misma. Sería de desear que el gran interés que los pastores ponen en que la práctica se lleve a cabo se pusiera también en el adoctrinamiento. de los fieles para que vieran su justificación, que es la asociación al sacrificio y la participación del bien espiritual que esto reporta.

Los valores del sacramento y del sacrificio son distintos y se complementan. El sacramento es un bien que de arriba le viene al hombre; el hombre es su destinatario y, como es natural, es también quien se beneficia. La Eucaristía, en lo que tiene de sacramento, es un manjar que le alimenta, haciéndole crecer en la vida espiritual. La gracia que da es la cibativa, la gracia-alimento. El sacrificio, en cambio, es algo sagrado que va de abajo arriba. Tiene como destinatario a Dios, a quien se ofrece, y en nosotros es un acto de latría o de honor tributado al Señor. Realizando este acto de latría o participando en el sacrificio, nos sacralizamos. Hay, pues, en el sacrificio, dos destinatarios: Dios, como término del culto, y nosotros, que nos beneficiamos de este acto cultual. La comunión-banquete nos da un alimento que conserva y aumenta la vida espiritual. La comunión-banquete-sacrificial o la comunión en la misa nos da, además, un carácter sacralizado.

San Pablo escribió una bella página sobre el caso en la primera carta a los corintios. Viene a decirnos que el banquete litúrgico hace a los comensales participantes del carácter sagrado del numen al que se ofreció la víctima que se come. Es un proceso descendente, inverso al ascendente de la sacrificación y del ofrecimiento. Aquí se da algo al numen. Pero resulta que el numen santifica el altar que le está dedicado; el altar santifica a la víctima que sobre él se sacrifica; y ésta sacrifica a quien la come. Y así resulta que los comensales de los banquetes idolátricos participaban de la santidad negativa de los ídolos; el comensal del banquete litúrgico judío participaba de la santidad legal; el comensal del banquete litúrgico cristiano participa de la sacralidad del Señor[66].

«Todo el que ofrece sacrificio ‑dice Santo Tomás‑ debe participar de él, porque, como dice Agustín, el sacrificio que exteriormente se ofrece es señal del interior con el que uno mismo se entrega a Dios. Participando del sacrificio externo se significa que el interior se ofrece también... Se hace partícipe cuando se come de él, conforme dice el Apóstol: ¿ No son acaso partícipes del altar los que comen la hostia?»[67]. La participación en el banquete da vida; la participación en el banquete sacrificial implica la sacrificación del participante. Y ésta es sacralización; es conversión en sagrado de todo lo bueno natural que hay en el comensal; y es convertir en víctima o matar o hacer desaparecer todo lo malo que tiene.

Una pastoral tan laudable como la que hoy está dedicada a la instauración de la práctica de la comunión en la misa debe llegar hasta aquí; y no puede quedarse sólo en el pragmatismo del hecho, sin hacer ver su trascendencia doctrinal y espiritual.

9. COMUNIÓN Y COMUNIDAD.

El término comunión goza el favor de la pastoral del día y necesita puntualizaciones y explicaciones, porque se juega a veces al equívoco con él. La comunión es el acto de comer que se realiza en el banquete. Pero se llama comunión también a la comunicación, a la comunidad y a la unión de muchos. Y así se dice, por ejemplo, que la Iglesia es una comunión. Fórmula que puede tener tantas traducciones cuantas clases de comunidad pueda haber en ella: comunidad de gracia o de vida sobrenatural, comunidad de fe, comunidad de culto, comunidad de apostolado, comunidad simplemente social o de convivencia. Y por lo tanto es comunión de todo esto.

¿Qué sentido. se da a la fórmula cuando se habla de la relación entre la comunión-banquete eucarístico y la comunión Iglesia-comunidad? ¿Se trata de una relación de signo, o es, además, una relación de causa? Y si la comunión-banquete es causa de la comunión-comunidad, ¿de qué comunión-comunidad es causa? Porque acabamos de decir que el término es muy equívoco. ¿ Se trata sólo de una comunidad convivencial, social y externa, o se llega también a una comunidad de vida sobrenatural, de la que la primera sería sólo signo? Si la pastoral quedara solamente en la primera estaríamos ante otro caso típico de pastoral judía en materia sacramentaria, detalle que ya se ha advertido en reflexiones anteriores.

«La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico», dice la constitución Lumen gentium[68]. Signo y causa de la comunión o comunidad eclesial dice también Pablo VI que es la Eucaristía: «El simbolismo eucarístico nos hace comprender bien el efecto propio de este sacramento, que es la unidad del cuerpo místico»[69]. En la Eucaristía son muchos los simbolismos de una pluralidad que se convierte en unidad. Los Padres, la liturgia, la teología, recuerdan los muchos granos de trigo que se hacen un solo pan; los muchos granos de uva que se hacen un solo vino; las dos materias y las dos formas sacramentales que constituyen un solo sacramento; el vino y un poco de agua, que hacen una sola materia sacramental. Todo ello para significar que quienes reciben el sacramento eucarístico han de ser uno, aunque sean muchos; y que, al significarlo, lo hace. Es lo que escribió Santo Tomás con su clásica brevedad y exactitud: «Res sacramenti (eucharistiae) est unitas corporis mystici.» «La unidad del cuerpo místico es el efecto del sacramento de la Eucaristía»[70].

Pero ¿a qué unidad se refiere y con qué unidad se relaciona la comunión-banquete? Sin duda ninguna a la unidad interna, a la unidad de vida sobrenatural. Ésta es la que se significa y se causa en última instancia. El Evangelio y San Pablo son claros. La comunión eucarística nos unifica vitalmente a Cristo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él»[71]. Y esta comunidad de vida con Cristo no es con Él como individuo, sino con Él como cabeza. Se realiza por la comunicación de su vida divina á nosotros; y no es la suya personal la que nos da y por la que nos santificamos, sino la suya como cabeza nuestra. Con lo que se viene a comprender la segunda fase de la comunidad vital, a la que alude San Pablo cuando escribe a los corintios: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»[72]. La participación que el comulgante recibe de la vida de quien es su manjar, que es Cristo-cabeza, le une con todos aquellos que de una manera u otra están implicados en la vida de ese manjar o están conectados con ese pan o con esa cabeza.

Hace falta que el cristiano tome conciencia de esta unidad del cuerpo místico realizada por la comunión, y de la responsabilidad que esto lleva consigo en orden a nuestras relaciones con los demás por exigencia de la vida eucarística que vivimos.

La pastoral debe llegar hasta aquí. Debe cargar el acento en esta realidad sobrenatural. Y no siempre se carga el acento con la insistencia que el asunto merece. A veces queda la relación comunión-comunidad en los lindes de una comunidad externa y social significada y realizada por la comunión. Comunidad que, aunque valiosa en sí, es sólo símbolo o preparación de otra más íntima y vital, que es la del cuerpo místico, la de la gracia, la del amor y la caridad. Se habla mucho de una comunidad social, porque ante la mesa del altar no hay diferencias entre nacionales y extranjeros, entre ricos y pobres, entre señores y criados, entre jefes y dependientes. Es cierto. Pero los lazos de nuestra unión no son sólo la mesa en torno a la cual nos sentamos. Los que da la Eucaristía son mayores. Se sintetizan en ese elemento divino que «siendo uno y el mismo numéricamente, llena y une toda la Iglesia», como recuerda Pío XII copiando literalmente a Santo Tomás[73].

Cuando no se llega en la pastoral hasta aquí, desvalorizamos una vez más la teología sacramentaria. Porque, si bien es cierto que la comunidad externa se realiza en torno a la mesa, y que por lo tanto hay aquí una causalidad, también es cierto que esta misma comunidad exterior tiene valor de signo respecto a la ulterior v sobrenatural. Quedarse con la primera es quedarse con una valoración predominantemente judía, lógica o de signo. La pastoral debe tender también, y con .mayor razón, a poner de relieve las relaciones causales entre la comunión y la comunidad sobrenatural en la gracia y en el amor.

10. VALORACIÓN ESCATOLÓGICA DE LA EUCARISTÍA.

Se trata de las relaciones entre la Eucaristía, la resurrección, la gloria y la segunda venida del Señor. Las fuentes de la revelación dan testimonio de que existen. El sermón de la promesa relaciona la comunión con la resurrección, la inmortalidad y la vida eterna. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día... Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que comieron los padres y luego murieron. El que come este pan vivirá para siempre»[74]. Aparece también el carácter escatológico en el relato de la institución: «Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre»[75]. Y San Pablo: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga»[76]. Y hablando del cuerpo resucitado del Señor, el cuerpo que precisamente está hoy presente en la Eucaristía, dice de él que es «espíritu vivificante»[77]. No sólo da la vida de la gracia, sino también la biológica, la que el hombre vuelve a tener por la resurrección, de la que precisamente habla el Apóstol en el capítulo que citamos.

Las celebraciones litúrgicas hacen suyas hoy muchas veces estas referencias de San Juan y de San Pablo. Y es tradicional la recitación de la antífona de Santo Tomás en la que se recuerda que por la Eucaristía se nos da «la prenda de la gloria futura».

Parece natural que al llamar la atención del pueblo fiel hacia esta realidad, por lo demás tan verdadera y tan útil, cuide el pastor de llenarla de contenido y de no dejarla sin constatación. Porque entre la gracia santificante y la conservación de la vida biológica hay relaciones estrechas. En el estado de inocencia las concretó Dios en el don preternatural de la inmortalidad. La gracia de aquel estado había recibido una virtud especial para dar coherencia a las partes integrantes del hombre que por natural desgaste tienden a disolverse. Esta virtud no la tiene la gracia cristiana. El cristianismo ha de pasar por la muerte, porque es la sanción del pecado. Y además porque ha de pasar por donde el Señor pasó, para valorar el acto trascendental de la vida que es la muerte como ]el lo valoró. En nuestra economía cristiana la gracia da la conservación de la vida biológica a través de la resurrección.

Si recordamos que la gracia cristiana, en lo que tiene de vivificadora, procede de la Eucaristía recibida sacramentalmente o recibida sólo en voto y por deseo[78], llegaremos a la conclusión de que entre la comunión, la resurrección y la subsiguiente inmortalidad puso el Señor lazos muy íntimos que las traban. Quien comulga tiene ya en sí un principio que presiona hacia la resurrección, hacia la inmortalidad y hacia la gloria. La gracia que vivifica viene de la Eucaristía. Lo dijo el Señor: « Si no coméis la carne del Hijo del hombre no tendréis la vida en vosotros»[79]. Y la gloria es el desarrollo normal de la gracia que vivifica, a la que San Pedro llama semilla incorruptible[80] y San Juan semilla de Dios[81], cuya plenitud es la gloria precisamente[82].

La gracia santificante o vivificadora que nos da la comunión del cuerpo del Señor tiene, pues, un título, que vamos a calificar de ontológico, a la resurrección y a la gloria. Presiona para que, venida la muerte a la que hay que pagar tributo por el pecado y por la necesidad de semejarnos a Cristo, vuelva la vida. Presiona también para que la vida llegue a la plenitud de la gloria, sin la que su vitalidad quedaría truncada, como la de la semilla que no llega a la plenitud del árbol y la del embrión que no llega a la plenitud del hombre. Está, además, el título moral del mérito, porque los actos buenos, valorados por la gracia que vivifica, son meritorios de la vida eterna. Y esta gracia llega al hombre por la Eucaristía, como nos acaba de decir el texto citado de San Juan. Y está, por último, el título basado en la palabra dada por el Señor. Es Él quien dijo que comiendo su carne y bebiendo su sangre se alcanzaría la vida eterna.

Todas estas fundamentaciones del valor escatológico de la comunión, de sus relaciones con la resurrección y con la gloria, proyectan luz sobre las afirmaciones que con frecuencia hacen la liturgia y la pastoral. Y es de desear que a la pastoral buena de enseñar el hecho, se añada la pastoral todavía mejor de explicar las motivaciones del hecho.

IV. - Sobre la Eucaristía como convivencia:

11. LA RESERVA EUCARÍSTICA.

Los sacramentos no son instituciones hechas en serie. Tienen muchas coincidencias, pero hay en ellos notas especiales que caracterizan la estructure de cada uno. No son realidades de las que en lenguaje clásico se llaman unívocas. Más bien se clasifican entre las análogas; realidades con muchos parecidos, pero con no pocas diferencias. Una de éstas se refiere a la pervivencia del propio sacramento. Los sacramentos existen cuando se reciben. Al recibirlos dejan sus efectos, si quien los recibe no lo ha impedido. Hecho esto, desaparecen. El del bautismo, por ejemplo, existe cuando se derrama el agua pronunciando las palabras sacramentales. Luego, ya no existe. Desaparece, dejando en quien lo recibió dos efectos de distinta radicación: la gracia, que se puede perder, y el carácter, que es indeleble.

La Eucaristía es excepción, porque es un sacramento permanente. No existe sólo cuando se usa o cuando se comulga. No es sólo una virtud que actúa al recibirla; es una cosa subsistente que, recibiéndola o sin recibirla, tiene permanencia por sí misma, independientemente de los sujetos que la utilizan o se benefician de ella. Es el cuerpo del Señor[83].

Esta presencia permanente plantea temas pastorales de carácter dogmático y de carácter espiritual. ¿Está presente el Señor cuando no se ofrece en sacrificio y cuando no se comulga? ¿Está presente fuera de la misa y fuera de la comunión? ¿Está presente en el reservado? Y, caso de estar presente, ¿ es recomendable pasar el tiempo en compañía del Señor sacramentado?

Para las primeras preguntas tiene nuestra pastoral católica respuestas definitivas e insoslayables. El Señor está presente también cuando no se recibe ni se ofrece. Nuestros hermanos separados vienen negando desde el siglo XVI la presencia real, no sólo en el reservado, sino también en el uso. Hoy se advierten corrientes de aproximación y se habla ya entre ellos de cierta presencia, no del todo bien determinada[84], cuando se ofrece el sacrificio y cuando se comulga. Demos gracias a Dios por estas tentativas de aproximación. Pero en este movimiento ecuménico aparece a veces algún intento de liquidación dogmática. El Señor no está presente en la reserva. Naturalmente, quien diga esto lo dirá en tono bajo. En tono alto se acallaría en seguida, porque se trata de materia de fe. Pero no dejan de existir casos comentados y aislados que pueden constituir peligros de generalización. Será el sacerdote que confidencialmente dice a la persona que hace oración ante el expuesto, que allí hay sólo un signo, pero que no está el Señor. O el director de ejercicios que los empieza con una andanada del mismo género. O el consejero que se acerca a un grupo de personas piadosas diciéndoles sencillamente que busquen en el Evangelio la afirmación de que está presente en el reservado, manifestándoles así veladamente su negación. De estos pastores habló Yavé por boca de Jeremías cuando dijo: «Han entrado a saco en mi viña y pisotearon mi heredad; han convertido mis deleitosos campos en desolado desierto»[85]. Porque no es necesario encontrar en el Evangelio una afirmación de que el Señor está en el tabernáculo Dice que está en el pan consagrado, y basta. Por lo tanto, donde esté el pan consagrado estará Él: en el altar, en el comulgatorio, en el tabernáculo, en la calle o en un ambiente donde se le profana.

Y dada la aceptación católica de la presencia real permanente, viene la pregunta de contenido espiritual. La compañía que se hace al Señor, ¿es recomendable o es pérdida de tiempo? Alguien podrá decir o dice que es pérdida de tiempo; que Cristo no nos espera en el sagrario, sino en el otro, que es donde se hace más vivo y operante. En el otro, en quien vive porque tiene gracia. O en el otro, en quien vive para darle la gracia. No es necesario repetir aquí lo que ya dijimos en la primera reflexión. Cristo está en el otro, ciertamente. Pero ¡cuán inferior es la presencia en el otro de la presencia en la Eucaristía! De una presencia por representación y de una presencia por la posesión de la gracia, a una presencia real y sustantiva, la diferencia es grande.

Está en el tabernáculo y quiere que estemos con Él. Porque la primera compañía, la que le hacemos en el otro, con ser tan buena, no le basta. Quiere también esta voluntad de la que nos dio lecciones con su ejemplo. El vino a buscar a Dios en los otros, a poner a Dios en los otros, a darnos la gracia. En los otros veía a Dios; dialogaba con Dios en los otros. A esto se redujo su vida de apostolado. Y quien lee el Evangelio en sus líneas y entre sus líneas sabe que por la noche se retiraba a solas a hablar con el Padre. Y esta voluntad suya, manifestada con el ejemplo, va también con su sicología de hombre. Era en todo igual a nosotros menos en el pecado, nos dirá San Pablo. Y en la Eucaristía está Él, el hombre-Dios. Su presencia característica en el altar y en el sagrario es la del hombre. Como Dios está en todas partes sustancialmente en virtud del atributo de inmensidad. Como hombre está en el cielo y en el sacramento. El amor que en la Eucaristía nos está teniendo como hombre es sobrenatural, pero es humano. Y el amor es buscador de compañía; de la mayor compañía posible. De la del recuerdo, de la de una representación, de la presencia física. Pudo hacer posible esta última. este es uno de los motivos por que se quedó sacramentado. Y ahí está a nuestra espera.

Y quiere nuestra presencia física ante Él en el sagrario porque desea sernos útil con ello. Pablo VI escribió sobre esto una página de antología en la encíclica Mysterium fidei. «Durante el día no omitan los fieles el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es signo de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor allí presente. Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una incomparable dignidad. Ya que no sólo mientras se ofrece el sacrificio y se realiza el sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y en los oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros'. Pues día y noche está con nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, incita a su imitación a todos los que se acercan a Él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no las cosas propias sino las de Dios. Cualquiera, pues, que se dirige al augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza a su vez en amar con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin grande gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo en Dios y cuánto valga entablar conversaciones con Cristo. No hay cosa más suave que ésta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad»[86].  

Por Emilio Sauras. O. P.

Instituto Pontificio de Teología Torrente (Valencia – España)  


[1] Metafísicas, lib. 1, cap. 2

[2] Escribíamos hace bastantes años en "La Ciencia Tomista" a propósito de la definición que se da de la teología diciendo que es "la metafísica de lo sobre­ natural", que muchas veces se hacía una teología que tenía mucho de metafísica y poco de sobrenatural. Es cierto que este talante inmoderadamente aséptico se va superando a ojos vistas, pero todavía queda algo que enmendar. (Cf. "La Ciencia Tomista", 64 (1943), 329‑332.)

[3] La Sagrada Escritura es el depósito escrito de la verdad revelada. Esta verdad, que es palabra de Dios manifestada a través de instrumentos humanos, tiene varios criterios de interpretación: unos, que llamaríamos auxiliares y son las ciencias humanas. Y otro, propios y específicos: el Espíritu Santo que se interpreta a sí mismo en otros lugares de la Biblia; el magisterio, que tiene asistencia infalible para ello; la tradición; el sentido divino de la fe que hay en el pueblo de Dios… Y a veces se advierte un desequilibrio en el uso de los unos y de los otros, inclinando la balanza en favor de los primeros con manifiesta desvalorización de la palabra de Dios. Pío XII advierte sobre la necesaria y equilibrada. utilización de las dos clases. (Cf. encíclica Divino af flante Spiritu, del 30 de septiembre de 1948, nn. 15‑16.)

[4] (4) "Illud cui assentit intellectus (la verdad) non movet intellectum ex propria virtute, sed ex inclinatione voluntatis. Unde bonum quod movet affectum se habet in actu fidei sicut primum movens; id autem cui intellectus assentit, sicut movens motum." (De Veritate, q. 14, a.2, ad 13m.)

[5] CL E. SAURAS, O. P., Immaneneía y pragmatismo de la teología, en "Revista Española de Teología", 5 (1945), 3175‑403

[6] Hebreos 1, 2.

[7] Cf. Juan 8, 32; 14, 6.

[8] Jun, 1, 9.

[9] Gálatas 2, 20 ; 4, 19.

[10] Pablo habla a los, fieles de Corinto sin eufemismos sobre la presencia real. Cf. I Cor. 10, 1C‑17; 11, 24. Y les habla con claridad porque están prepara­dos para entenderle : Cf. 1 Cor. 1o, 15.

[11] El ejemplo del sermón de Cafarnaún, cuando los judíos entendieron tan mal la doctrina del Señor sobre la presencia real eucarística, obliga a los pastores a ser cautos y prudentes. Así hace Pablo cuando los destinatarios de su carta no están capacitados para interpretar lo que sobre el caso podría decirles. Hablando de las analogías entre el sacerdocio de Melquisedec y el de Cristo, recuerda que Melquisedec se interpreta como rey de justicia y rey de paz; y que, además, aparece en la biblia sin genealogía ascendente y sin descendencia ninguna. Todo ello tiene misterio y va con Cristo, sacerdote de paz y de justicia y sacerdote eterno. (Cf. Hebreos 7, 2‑3.) En cambio, nada dice de lo más característico de Melqui­sedec, que es la ofrenda del pan y del vino. Este detalle lo calla a los Hebreos. No estaban preparados para entender todo el misterio del sacerdocio de este Patriarca (Cf. Hebreos 5, 11).

[12] Cf. "Sel.ecciones de Teología", n. 28, p. 341.

[13] CL Matea 25, 37‑40. Cristo está en sus hermanos menores, en las pobres y desgraciados, coma dice en Matea. También está en quienes viven la gracia cristiana. Así estaba en Pablo (Gálatas 2, 2.0'), y Pablo deseaba que estuviera en los fieles de Galacia (Gálatas 4, I9).

[14] CL Matea 18, 20.

[15] Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 7

[16] Ene. Mysterium. ficiei, p. 41. La cita está hecha por la edición de "Sígueme", Salamanca, 1965. Siempre que en este trabajo cinemas la encíclica lo haremos por esta edición.

[17] "Instrucción sobre el culto de la eucaristía", n. 9.

[18] "Relatio de opinionibus periculosis hodiernis, necnon de atheismo", p. 13. Presentada al Sínodo de Obispos en 1967.

[19] Summa Teológica, III, 62, 5. Cf. la nota 33 de este mismo trabajo.

[20] Denzinger. 355, 883.

[21] Denzinger. 876.

[22] Cf. SAURAS, El Cuerpo Místico de Cristo, cap. 1, art. 3.

[23] Mysterlum fidei, p. 25.

[24] Cf. V. FORCADA, O. P., La Eucaristía en el misterio de la Iglesia, en "Teología Espiritual", 9 (1985), 437.

[25] Mysterium fidei, p. 15.

[26] Son instituciones de carácter visible en las que se contienen elementos invisibles y espirituales. El hombre ‑es un compuesto de estos dos elementos porque tiene materia y espíritu. Y su actividad específica, que es la intelectual, empieza por los sentidos y termina convirtiendo en idea la sensación (Cf. Suma Teológica, III, 60, 6).

[27] Denz. 695.

[28] San Pablo habla de dos plenitudes: la plenitud de los tiempos, que es la primera venida del Señor (Cálatas 4, 4), y la plenitud de Cristo, que llegará al final de los tiempos (Efesios 4, 13).

[29] Juan 3, 5; Efesios, 5, 26; Tito 3, 5.

[30] Hechos 8, 18; II Timoteo 1, 6.

[31] Juan 6, 50 ss.

[32] C.f. Suma Teológica, III, 62, 1.

[33] Cf. Suma Teológica, III, 62, 5. Hay causas que en términos clásicos se llaman subordinadas per se o in operando; y causas subordinadas per accidens o in essendo. En las subordinadas per se o in operando, el movimiento de la segunda depende del movimiento y de la acción de la primera. Es el caso del engranaje de las ruedas de un reloj. Esto sucede con los sacramentos. El símil utilizado por Santo Tomás es exacto: causa principal, causa instrumental unida a la principal y causa instrumental separada. El símil en nosotros sería. causa principal, el alma; causa instrumental unida, el brazo; causa instrumental separada, la pluma con que escribo. Las tres causas están actuando en este momento. Como actúan el Verbo, causa principal, la humanidad asumida por El, causa instrumental unida, y el sacramento, causa instrumental separada. Las tres actúan cuando se confiere éste o cuando se utiliza esta institución o este operatum.

[34] Cf. Suma Teológica, III, 69, 8.

[35] Suma Teológica, III, 73, 3.

[36] "La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico" (Lumen. gentium,n. 3). "El efecto propio de este sacramento es la unidad del cuerpo místico" (Mys­terium f Wei, p. 45).

[37] Constitución Sacrosartctum Concilium, n. 48.

[38] Cf. Suma Teológica, III, 65, 1.

[39] Cfr. Denzinger, 938.

[40] Sacrosanctum Concilium, nn. 48, 51, 52.

[41] lb. n. 48.

[42] Mysterüim f idei, pp. 31‑33.

[43] Hebreos 10, 5‑10.

[44] Juan 17, 1.

[45] (45) Juan 6, 57.

[46] Lucas 11, 6‑13.

[47] Hebreos 7, 25. Habla aquí el Apóstol de la función sacerdotal de Cristo en el cielo. La función propia del sacerdote es sacrificar, como el propio Pablo ha dicho poco antes en el capítulo cinco de la misma carta. Con lo que se viene a concluir que Cristo sacerdote valora su sacrificio eterno con una valoración impetratoria. "Siempre vive para interceder por ellos", dice el texto.

[48] Canon, romano, oración del memento de los vivos.

[49] Suma Teológica, III, 82, 2.

[50] Cf. D. BOTTE, Note histarique sur la concélebratian dans l'eglíse an cíenne, en "La Maison‑Dieu", n. 35, 1953.

[51] Lo que hasta ahora estaba en vigor en la iglesia latina consta en el canon 803: la concelebración estaba permitida en la ordenación de los presbíteros y en la consagración de los obispos. La costumbre. de Concelebrar en la consagración de los obispos aparece, ya. en el siglo XII. La de ordenación de los sacerdotes estaba en vigor en algunas iglesias en el siglo XIII (Cf. Suma Teológica, III, 82, 2).

[52] Esquema de .la constitución Sacrosanctum Cancilium presentado por la comisión preparatoria a la primera sesión del concilio, n. 44

[53] Constitución Sacrosanctum Concilium, aprobada en la sesión segunda del Vaticano II, n. 54.

[54] Instrucción sobre el culto de la eucaristia emanada del "Consilium", n. 47.

[55] Cf. J. M. R. TILLARD,  La portee theologique de la concélebration, en "Liturgie et vie chrétienne", 1964, pp. 83‑92.

[56] Suma Teológica, III, 82, 2. Esta referencia de Santo Tomás se encuentra, justificando la concelebración, en la nota del primitivo esquema presentado por la comisión preparatoria.

[57] Denz. 930, 935‑936.

[58] Sacrosanctum Concilium, n. 55. En el orden doctrinal se limita a decir el concilio de Trento que no hay obligación fundada en derecho divino de comulgar con las dos especies, aunque el Señor instituyera el banquete con las dos; y que es suficiente comulgar con una sola. En el orden práctico dice que graves y justas causas aconsejaron a la Iglesia la práctica de comulgar con una sola (Denz. n. 931).

[59] "De ahora en adelante, a juicio de los obispos, y previa la conveniente catequesis, se permite la comunión del cáliz en los siguientes casos... 8) en caso de concelebración : a) a todos los que en la concelebración desempeñan un verdadero ministerio litúrgico, aunque sean laicos, y a todos los alumnos de los seminarios que asisten ala misma. b) en sus iglesias, a todos los miembros de los Institutos que profesan lo consejos evangélicos; a los miembros de otras sociedades que se consagran a Dios con votos religiosos u oblación o promesa; además a todos los que habitualmente viven en la casa de los miembros de dichos Institutos y sociedades" (Instrucción sobre el culto de la eucaristía, n. 32). Si se tiene en cuenta que en el n. 47 aconseja esta misma Instrucción que se concelebre todos los días, .resulta que la comunión con las dos especies se convierte en diaria.

[60] Las definiciones tridentinas a este respecto, cf. Denz. 883‑886.

[61] Suma Teológica., III, 80, 12.

[62] Denzinger 626.

[63] Denzimger 930.

[64] Denzinger 944.

[65] Suma Teológica, III, 82, 4.

[66] Tal es el sentido subyacente del pasaje de los corintios al final del cual concluye el Apóstol que quienes han participado en los banquetes litúrgicos de los paganos no pueden participar en el banquete litúrgico cristiano, puesto que se han hecho participantes de la sacralidad negativa de los ídolos (I Cor. 10, 14‑22).

[67]Suma Teológica, III, 82, 4. El proceso que sigue Santo Tomás en este pasaje le lleva a concluir que el sacerdote que ofrece el sacrificio ha de comulgar en él. Sus reflexiones valen también, y por la misma razón que él aduce, para los fieles que ofrecen el mismo sacrificio, aunque no valdrían para quienes asisten a la misa sin incorporarse a ella.

[68] Lumen gentium, n. 3. Y en el n. 7: "Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros".

[69] Mysterium fidei, p. 45.

[70] Suma Teológica, III, 73, 3.

[71] Juan 6, 53-57.

[72] I Corintios 10, 17.

[73] Cf. De Veritate, q. 29, a. 4. Mystici corporis, n. 29, edición de la A. C. Española. Madrid, 1955.

[74] (74) Juan. 6, 54‑55.

[75]Mateo 26, 29.

[76] (76) I Corintios 11, 26.

[77] lb. 15, 45.

[78] Suma, Teológica, III, 79, 1 ad 1.

[79] Juan 6, 53. CL E. SAURAS, O. P., En qué sentido depende de la eucaristía la eficacia de los demás  sacramentos, en "Revista Española de Teología", 7 (1947), 303‑335. Lo general y lo específico en la gracia de la eucaristía, en "Teología Espiritual", 1 (1957), 189‑222.

[80] I Pedro 1, 23.

[81] 1 Juan 3, 9.

[82] I Juan 3, 2.

[83] Suma Teológica, 111, 79, 1 ad 1.

[84] Casos destacados de esta aproximación son el monasterio calvinista de Taizé y algunas prácticas de la intercomunión, principalmente la realizada en Medellín.

[85] Jeremías 12, 10.

[86] Mysterium fidei, pp. 83‑85.