Por
desgracia, la doctrina y la pastoral no han caminado siempre juntas. Su
disociación no se acusa sólo hoy; ha sido frecuente. Pero hoy es más acusada,
porque parece que en estos tiempos post-conciliares, de interés por renovar y
vivificar las prácticas cristianas, la doctrina debiera fundamentar con más
claridad toda práctica litúrgica y moral. El sacerdote no es pastor sólo para
ordenar y dirigir determinadas actividades externas y administrar la gracia
mediante determinados ritos sacramentales, sino también para poner de
manifiesto la base sólida que todo esto tiene o puede tener. Es director de
actividades, administrador de gracias y maestro de doctrinas. Todo esto a la
vez. Y como maestro, que es, no se presta siempre a sí mismo la ayuda que
necesita como director de actividades y como administrador de gracias, que
también es. La doctrina y la pastoral han hecho muchas veces la guerra
independientemente y por cuenta propia. Por lo que no es extraño encontrarse
con una doctrina sin tono evangélico, o con un pragmatismo pastoral sin serio
contenido. Con una doctrina que no se prolonga hasta la vida; o con una praxis
sin el debido mordiente doctrinal.
La
Pastoral, como la misma palabra indica, es la ciencia y la técnica que se
dedican a clasificar, calificar y dar el pasto ó el alimento. Hablar de pasto o
de alimento es hacer referencia a la vida para cuya sustentación y desarrollo
se dan. Y como en el hombre hay muchas vidas, habrá también para él muchos
pastos o alimentos. Hay vida inferior o biológica, cuyo alimento son las cosas
que comemos, que bebemos o que respiramos. Hay vida sensitiva cuyo alimento son
la luz, el sonido, el olor, la temperatura. Hay vida volitiva cuyo alimento es
el bien, sujeto a razón. Y hay vida intelectual cuyo alimento es la verdad.
Estas dos vidas últimas son las que caracterizan al hombre como ser espiritual.
Hablar, pues, de pastoral o de ciencia y técnica sobre el pasto o el alimento
del hombre, ser espiritual, es hablar de algo con referencias al conocimiento, a
la afectividad y a los actos que se realizan bajo la dirección del primero y a
los impulsos de la segunda.
La
inteligencia tiene su pasto o su alimento, que es la verdad. Quien la enseña
hace ya una pastoral, porque alimenta y desarrolla la vida intelectual. Podría
esta pastoral quedar en esto solo. Tal sucedería cuando el desarrollo
intelectual no tuviera trascendencia ulterior y no influyera nada en la parte
afectiva ni en la actividad personal o ciudadana.
Aristóteles
hablaba de una <<ciencia que se adquiría sólo para saberl>>, y de
unos sabios que <<se decidían a estudiar sólo para sabe>>[1].
Ciencia que, si se da en estas condiciones, perfeccionará la inteligencia, pero
no perfeccionará al hombre. A la inteligencia, sí, porque el hecho de
posesionarse de una verdad tiene ya como resaltado necesario el incremento de
la vida intelectiva. Quedarse aquí es, sin embargo, hacer una pastoral menguada
y de corto alcance, porque la plenitud de la vida superior del hombre sobrepasa
los linderos del entendimiento y llega a los de la voluntad y a los de la
acción. Quedarse en los primeros sería tanto como alimentarse de enunciados y
vivir de simples abstracciones.
Y
esto no ha faltado, por desgracia, en la exposición de la verdad religiosa. Se
ha oído a veces decir al oyente cuando se la exponen y esto, ¿para qué me
sirve en mi vida sacerdotal o en mi vida de cristiano? Es indudable que en las
cátedras y en los libros se ha usado este género pastoral y esta enseñanza
sin trasuntos en la vida. Se ha usado bastante de la metafísica sin hacerla
descender al terreno de la vida religiosa[2].Y
se está usando bastante, también, la técnica científica para ver el sentido
humano de la verdad divina, sin parar la suficiente atención en el sentido
divino de la misma[3]. Y ha habido y hay fallo
en la otra parte. En la pastoral o adoctrinamiento que alcanza a la voluntad y
quizá llegue a la acción, pero sin el punto de partida de la inteligencia, que
es la que debe manifestar la razón de ser de lo que se quiere y de lo que se
hace. Es la técnica de la donación de lo divino sin la fundamentación
doctrinal que lo sustenta. No. es raro encontrarnos con exhortaciones
espirituales y morales, con prácticas litúrgicas, con preceptos positivos, sin
el apoyo justificante de una doctrina o de una verdad sólida. Una pastoral
pragmática, casuística y contingente.
Esta
separación entre doctrina, afecto, y actividad no es natural. La verdad y la
vida están unidas. La pastoral vivencial de la voluntad y de la acción y la
pastoral doctrinas de la. inteligencia
también deben
Primero, por la naturaleza misma de la verdad, que es el alimento de la inteligencia. Poseer una verdad nueva o un conocimiento más perfecto de una verdad que ya se conocía, tiene como inherente secuela la perfección de la vida intelectual. Si la verdad es religiosa, perfeccionará la vida religiosa de la inteligencia. Perfeccionará la fe. Teología o catequesis que no aboquen a un acrecentamiento de la virtud teologal de la fe serán una teología y una catequesis cuya trayectoria natural habrá sido truncada. Profundizar en los misterios no es intentar un relajamiento y dé la aceptación. sino robustecer los lazos del asentimiento. Pero ningún valor del hombre tiene en sí mismo toda su razón de ser. Sus valores están encadenados. En nosotros la verdad no es por la verdad, ni la inteligencia por la inteligencia. En definitiva, en el hombre todo es para perfeccionar su vida humana. Y esta vida tampoco tiene razón de fin último; tiene trascendencia, es una vida con base y finalidad religiosa. Todo esto cobra más relieve cuando la verdad con la que el entendimiento se alimenta es religiosa precisamente. Esta verdad no debe terminar sólo siendo acrecentadora de la vida religiosa del entendimiento mediante un mayor arraigo de la fe. Ha de ser también orientadora de la voluntad y de la acción en orden a Dios.
Y
en segundo lugar deben ir unidas las dos pastorales, la de la verdad y la de la
praxis, porque la verdad religiosa, de la que acabamos de decir que es
orientadora de la acción, es a la vez un elemento integrante del bien que
alimenta a la voluntad y que se
manifiesta en la operación. Santo Tomás nos dejó escrito que la verdad
religiosa, objeto de la fe, es una verdad que el hombre admite como verdad,
desde luego, pero en cuanto buena[4].
No se acepta porque se imponga por sí misma; se acepta porque la voluntad
mueve a ello. Y donde entra la voluntad aparece la razón de bien.
Los
autores clásicos se proponían la cuestión de si la teología ‑era una
ciencia especulativa o práctica. Santo Tomás, disparando por elevación, no la
clasifica en ninguna de estas dos categorías. Es ciencia divina, y por lo tanto
superior a cualquier diferenciación. Contiene, sin embargo, ‑de manera
eminente las perfecciones de las dos, a la manera cómo en Dios están también
de manera eminente todas las perfecciones de los seres inferiores[5].
Contiene la nota característica de las ciencias prácticas, no porque haga
lo que enseña, sino porque tiende a hacerlo
vivir. La verdad
teológica no la hacemos, pero la vivimos. ¿,No es práctica, por ejemplo, la
verdad de que Cristo es nuestra vida? El cristiano no hace esta verdad; la hace
el mismo Cristo. Pero el cristiano la vive.
Reflexionemos
un poco sobre esta afirmación trascendental. La verdad religiosa no es Dios .en
abstracto. Es la deitas in se, Dios
tal cual es, pero puesto de cara al hombre
para adentrarse en él y crear en él una vida nueva. El Padre nos ha
hablado por el Hijo, enseñándonos
muchas verdades, muchos enunciados. Pero nos ha hablado también en
el Hijo[6].
El Hijo, el Dios con nosotros, el Emmanuel, es la Palabra sustantiva del
Padre. Y la palabra es la verdad. Por eso se definió a sí mismo como nuestra
verdad, la verdad para nosotros, la verdad que nos salvará[7].
Y esta verdad no llena solamente la inteligencia del cristiano; llena su
inteligencia, su voluntad y su actividad.. Cristo ilumina la inteligencia[8]
y vivifica al hombre. Pablo vivía a Cristo y deseaba formarlo en sus neófitos
de Galacia[9].
La verdad revelada, la verdad cristiana no, es una verdad que termine en pasto o
en alimento de la inteligencia solamente, o una verdad que dé y acreciente
sólo la vida ‑de la fe. Es una verdad que da, constituye y acrecienta,
además, la vida de la caridad o del amor. Y es una verdad que presiona para que
la fe que se vive y la caridad que se siente queden plasmadas en las obras. La
pastoral integral, por lo tanto, parte de la verdad que es Dios en
nosotros, que es Cristo en. nosotros, que
es la gracia que se asienta en el alma y perfecciona á todo el hombre. Al decir
que es todo esto decimos que no sólo está en la inteligencia; está ‑en
la vida entera
Si
la verdad cristiana quedara en los lindes del entendimiento bastaría que el
pastor actuara solamente sobre éste. Pero como se trata de hacerla llegar
hasta la acción, aparece otro factor necesario en la pastoral. No se trata ya
sólo de un asunto de pedagogía o de saber enseñar, sino ‑de hacerlo con
prudencia. La prudencia es la virtud
moral que pone rectitud en lo que hacemos. El pastor que actúa sobre la
inteligencia, sobre la voluntad y sobre la actividad de los fieles, necesita
ponderar muchas cosas. Entre ellas el qué, el quién, el cómo y el cuándo
ciertamente que la verdad revelada no se discrimina; es toda para todos. Dios no
reveló unas verdades para unos y otras para otros. Pero hay que darla siempre
acomodándola a la capacidad asimiladora del oyente, en el tiempo oportuno y de
la manera que mejor convenga. Y, si se prevé que le va a hacer mal, será
necesario prepararlo antes para que luego pueda escuchar y atender.
Esto
no es esoterismo. Es sencillamente obrar al dictado del sentido común. Las
reflexiones que vamos a hacer en este artículo se refieren todas a la
Eucaristía. Y cuando San Pablo habla de ella apela expresa mente a la
prudencia que debe tener el pastor. A los corintios, ya adoctrinados en la fe,
aunque desviados en la moral, les habla claramente sobre la presencia real[10].
Mientras que a los hebreos, dados aún a las prácticas litúrgicas judías, y
sin preparación por lo tanto para comprender la profundidad del misterio
eucarístico, les oculta discretamente su contenido[11].Táctica
seguida también por San Agustín, cuando presume que entre los oyentes o los
lectores de sus homilías o sus escritos sobre la Eucaristía pueden estar los
paganos, hechos a los misterios idolátricos. El cristianismo no es dado a la
disciplina del arcano ni ha conocido esoterismos institucionalizados. Pero los
pastores deben poseer la virtud de la prudencia y una respetable dosis de
sentido común.
Hoy
hay un desbordamiento de lo que llaman sinceridad, claridad y responsabilidad.
Todo es para todos, y de la misma manera para todos. No es necesario dosificar
las noticias ni las enseñanzas; ni se precisa tampoco preparar a los oyentes
para que puedan formarse juicio exacto de lo que se les enseña. A todos se les
puede hablar de la misma manera. Y así llegan a los fieles sencillos
expresiones ambiguas, eufemismos, términos equívocos, dudas y dificultades que
no están capacitados para explicarse ni resolver. Se dice que así se alcanza
la fe adulta y se robustece la vida religiosa.. Siendo también mucha verdad
que, por imprudencias de este género, se corre el peligro de dar al traste con
la una y con la otra. Oportunamente advertía el P. Ranher de la inconveniencia
de llevar al púlpito cualquier problemática teológica[12].
Hay que confesar que hoy es corriente este desenfado. Unas veces son los
pastores hablando a la comunidad de los fieles; otras veces son las
publicaciones pastorales de divulgación. A lo que estaría y está bien en
escritos técnicos para ser estudiado y esclarecido, se le da una audiencia que
llega también a quienes no están preparados ni para entender ni para
esclarecer.
A
esto, se refieren las reflexiones que vamos a hacer, centradas todas en torno a
la Eucaristía. Hablando de este misterio es fácil distribuir la temática
doctrinal‑pastoral en cuatro apartados. El primero se refiere a la verdad
básica del misterio, que es la presencia real. Los otros tres, a cada una de
sus tres valoraciones, porque la Eucaristía es un sacrificio que se ofrece al
Padre; es un sacramento que se administra a los hombres; y es una convivencia,
entre Cristo. y nosotros. Es misa, es cena y es tabernáculo. Es misa, como
sacrificio; es cena, como sacramento; y es tabernáculo, como compañía. Vamos
a reflexionar sobre once puntos de interés pastoral. Con ello ya comprende el
lector que no vamos a hacer un estudio doctrinal
‑de cada uno de ellos. Recordaremos sólo la doctrina fundamental en
cada caso para relacionarla con las prácticas pastorales del día. Tampoco
,están aquí todos los temas de interés actual. Pero sí podemos decir que
tienen interés hoy todos sobre los que vamos a hablar.
I. - Sobre la presencia real:
1. LA PRESENCIA REAL DE CRISTO.
Un
tema del que hablan hoy mucho los sacerdotes es el de la presencia real de
Cristo. Tema, además, muy pastoral. Y que, si se llevara bien, podría ser
utilísimo a los fieles. Sin duda se pecó de no haberlo utilizado
suficientemente en ocasiones precedentes. Pero ahora, que se utiliza mucho, ¿se
hace siempre con las debidas aclaraciones y con las debidas cautelas? Pregunta
que inmediatamente nos lleva a hacer otras
la
utilización del tema, tal como algunos lo enseñan y lo predican, ¿sirve para
edificación o sirve para destrucción? ¿Se producen desorientaciones en orden
a la presencia sustantiva del Señor en la Eucaristía? De la, oportunidad de
las preguntas podrían dar testimonio hechos conocidos por los fieles y textos
leídos .en publicaciones periódicas.
Hasta
ahora. el término de referencia cuando se hablaba de la presencia real
de Cristo era triple. Uno histórico, que pertenece al pasado, y dos
actuales. El histórico era su presencia en el mundo desde la Encarnación hasta
la subida al cielo. Los actuales son: el cielo, donde está desde el día de la
Ascensión; y el altar o el sacrificio, donde se sacrifica y se conserva
sacrificado. No es que se negara realidad a
su presencia en los otros casos de los que vamos a hablar. Es que al
calificativo de real se le daba el
contenido de la realidad sustantiva. La realidad sustantiva de Cristo sólo
está en las tres referencias apuntadas.
Pero
hay otras presencias del Señor. De ellas hablan la Revelación y el Magisterio.
El Evangelio, por ejemplo, dice que Cristo está en los pobres, en los desnudos,
en los hambrientos, en los necesitados. San Pablo dice que está en él por
vivir en gracia; y desea que esté también en sus fieles de Galacia[13].
También está presente en quienes están reunidos en su nombre[14].
El Magisterio, por su parte, hace en da Constitución sobre la Sagrada Liturgia
un verdadero elenco de las presencias del Señor: «Cristo está siempre
presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en
el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro..., sea sobre todo bajo
las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos...
Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
suplica y canta salmos, el mismo que prometió: donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»[15].
El elenco ha crecido. Está en los pobres, está en los que viven en gracia,
está en los que se reúnen en su nombre. Está, además, en los ministros, en
la palabra, en los sacramentos. Hoy la pastoral utiliza otra presencia más
amplia: Cristo está en el hermano, en el
otra. En el otro, que es de Cristo, porque su pobreza le da título para
ello, o porque se lo da el estado de gracia en que vive. O porque, aunque no
tenga la gracia, es ‑de Cristo por haberlo redimido, y hay que hacer lo
posible por que la gracia le llegue.
Todas
estas presencias son reales. Ni los
textos del Nuevo, Testamento indicados en las notas, ni el texto del Vaticano II
que acabamos de citar las califican así. Pero son reales. Sobre el texto del
Concilio tenemos dos declaraciones de valía, una de Pablo VI y otra del «Consilium»,
organismo creado para la aplicación de la propia constitución conciliar «Tal
presencia (la del Señor en la Eucaristía) se llama real, no por exclusión,
corno si las otras no fueran reales, sino
por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace
presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro»[16].
«Esta presencia de Cristo bajo las especies se dice real, no por exclusión,
como si las otras no fueran reales, sino
por excelencia»[17].
Pero
es claro que la realidad de una presencia y la realidad de las otras es muy
distinta[18]. Lo dicen los dos
documentos. Una es por antonomasia, es sustancial, es del Cristo íntegro. Las
otras, no. Y aquí está el pie para el equívoco y para la confusión de los
fieles, a cuenta de una pastoral mal llevada. Las puntualizaciones del
Magisterio han sido bien claras. Así debían ser las de los pastores.
La
que se venía llamando presencia real, la que los fieles han entendido hasta
ahora, es la presencia sustantiva. Desde el momento en que se les habla de
presencia real, aludiendo a otras, necesitan ya explicación. De lo contrario
empieza a peligrar su fe en la presencia eucarística. Ésta, para ellos, :es y
ha sido un misterio. Las otras, en cambio, las ven naturales, puesto que entran
dentro de las categorías ordinarias de su convivencia humana. Ellos también
dicen que están donde está su virtud operativa, donde .está su acción, donde
está su representación. Y cuando todo esto aplicado a Cristo empieza a ser
llamado presencia real, se corre el riesgo de que piensen que es eso también la
presencia real eucarística. Y, en consecuencia, que atribuyan a la Eucaristía
un contenido virtual o lógico solamente y no un contenido sustancial.
En
nuestro lenguaje técnico, cuando hablamos del contacto hay una fórmula que
puede sernos útil para esclarecer el tema de la presencia. Se distinguen el coutactus suppositi (contacto o
unión de realidades o de personas) y contactus virtutís (contacto de
cosa y virtud o de virtud y virtud). Hay también estas dos clases de presencia:
la de la realidad objetiva, que está bajo los accidentes eucarísticos,
realidad que es el cuerpo del Señor que nació de María la Virgen y está en
el cielo. Y la de una virtud, operante o significante, según unas u otras
maneras de pensar de nuestros hermanos de la reforma, contenida no ya en los
accidentes del pan, sino en el mismo pan, que permanece. De la primera manera
está según enseña la fe. De la segunda manera no está; y afirmarlo sería
liquidar la fe. De la segunda manera está presente el Señor en el hombre, en
los pobres, en los que viven en gracia, en el ministro, en los sacramentos. En
los primeros, por vía de representación; en los que viven en gracia, por medio
de una realidad ontológica de naturaleza accidental; en los ministros y en los
sacramentos, por medio de su virtud operativa y de su acción u operación
también. Porque los sacramentos son instituciones a las que confirió virtud
comunicadora de la gracia; pero Cristo, además, actúa en ellos cuando se
administra, porque no son sólo operata, son opera también. No,
son sólo instituciones; son también acciones del Señor[19].Todo
esto son realidades, pero nada de esto es la realidad de la presencia
eucarística. Cristo no está en el altar como representado por nadie, ni como
significado por un signo, ni como dando una virtud a la materia del pan. Está
Él mismo sustancial y sustantivamente.
Era
tiempo de adviento y sucedía en un colegio de religiosas. Celebraban las
alumnas la novena de la Inmaculada. El joven capellán, aprovechando que el
tiempo litúrgico era de preparación para el nacimiento del Señor, hablaba a
las alumnas, que llenaban la iglesia, del misterio de la venida del Señor. El
tema era pastoral. El capellán cargó el acento en una realidad muy verdadera:
en que la venida del Señor hace dos mil años pertenece ya a la historia. Y
añadía que hoy la venida del Señor, la viva, la operante, es la venida en
el otro. Para las niñas Cristo era el otro, a quien tenían que servir.
Todo esto es verdad, pero además de esta realidad auténtica de Cristo
representado en el pobre o en quien tiene la gracia, hay hoy una venida real y
sustancial distinta de la histórica. Es la venida del. Señor en el altar,
donde está tan sustantivamente como en Belén, y de una manera infinitamente
más real de como está en el otro. Y fue necesario que un oyente advirtiera
esto para que las palabras del joven predicador no desorientaran a las alumnas.
Lo
que pastoralmente procede, ya que los fieles han sido formados dando a la
fórmula. presencia real un único
sentido, es decirles que tiene muchos y explicarles fa diferencia y el valor de
cada uno. Admitir la autenticidad de todos los sentidos y el lugar que cada uno
ocupa en la escala de valores. Sin desvalorizar ninguno. Y afirmar en definitiva
que la primacía de la presencia se da en la Eucaristía, de la que, además,
dicen dependencia todas las otras. Todo menos crear confusiones, poniendo con
ello en peligro la fe de los fieles en el Señor sacramentado. Puede suceder, y
sucede sin duda, que el pastor .utilice indiscriminadamente la fórmula presencia
real sin explicación ninguna hablando de todas las indicadas, porque para
él la cosa está clara y entendida. Hay que pensar en el fiel al que el pastor
se dirige. El que no es técnico, necesitará la explicación.
2. LA PRESENCIA
EUCARÍSTICA.
Ya
hemos hablado de ella en las reflexiones anteriores, comparándola con las otras
presencias. Pero se presta a nuevas reflexiones si paramos la atención en las
fórmulas con las que ahora se intenta manifestar el contenido del misterio de
la transubstanciación. Porque el Cristo. del altar es el mismo que nació de
Santa María Virgen, vivió, padeció y murió en el mundo. El que resucitó y
está hoy sentado a la derecha del Padre.
Esta
es la fórmula que suscribió Berengário en el Concilio de Roma de 1097, y
sustancialmente conservada y propuesta en el Concilio de Trento[20].
No se trata, pues, de una presencia mediante signos, símbolos o virtud emanada
de Cristo. Es su cuerpo real y verdadero hecho presente por la conversión del
pan en él; y su alma hecha presente por la real concomitancia que tiene con el
cuerpo, porque éste está vivo y no hay vida sin alma. Y su divinidad, porque
el Verbo, desde el momento de la encarnación, se unió de manera irrompible con
la humanidad asumida[21].
La
conversión total de un elemento en otro, en este caso del pan en el cuerpo del
Señor, se llama transubstanciación. Palabra
que ha hecho hablar mucho en estos últimos tiempos, y en la que la pastoral ha
podido encontrar nueva oportunidad para insistir en la desorientación de los
fieles en torno al contenido de la presencia real. Cuando la Iglesia define y
los fieles creen en la transubstanciación, ¿, qué entienden por esta palabra?
Porque en ella va implicado un concepto científico opinable y sujeto a
variación. La física y la filosofía no han pensado siempre lo mismo sobre el
asunto. ¿Cambiará el contenido dogmático a medida que cambia el pensamiento
sobre el contenido científico?
Cuando
el Magisterio propone una verdad revelada utilizando términos técnicos o
científicos no la hace depender del significado científico .de dichos
términos. Más bien recoge el contenido que en ellos hay de sentido y estimación común. De reciente hubo excesos explicando el
misterio de la transubstanciación con aplicaciones no del todo moderadas a la
física y a la metafísica. No se dejó esperar la reacción. Reacción que,
queriendo huir de Escila, cayó en Caribdis. Y huyendo de un encuadramiento de
la palabra sustancia en el marco aristotélico-escolástico, siempre opinable y
rectificable, la encuadró en el marco antropológico-existencial, no menos
opinable y rectificable. El dogma no depende de la ciencia, aunque use de ella
para dar una explicación más o menos adecuada[22].
Se ha dicho hablando del tema de la transubstanciación que el Concilio de
Trento utiliza el término dándole una carga de filosofía aristotélica. No es
exacto. Lo que el Concilio entiende por sustancia al definir este misterio no es
lo que decían los aristotélicos del tiempo, sino lo que el sentido o
estimación común entendía. Que es lo que entiende la estimación común de
hoy y entenderá la estimación común de mañana : sustancia es lo, que es o constituye una cosa. Y en este caso del misterio
eucarístico la transubstanciación no es nada más que la conversión total de lo
que es o constituye el pan en lo que
es o, constituye el cuerpo del Señor.
Pablo
VI dice hablando de esto: «No se puede permitir que cualquier persona privada
pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio tridentino ha
propuesto la del misterio eucarístico. Puesto que esas fórmulas, como las
demás de que la Iglesia se sirve para proponer los dogmas de la fe,
expresan conceptos que no están ligados a una determinada forma de cultura, ni
a una determinada fase del progreso científico, ni a una u otra escuela
teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de .la realidad
en la universal y necesaria experiencia y lo expresan con adecuadas y
determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto»[23].
Se
ha usado y se ha abusado del carácter científico de las nociones cuando se han
trasladado a la teología. Y, como remedio en el asunto concreto que nos ocupa,
se ha venido a incidir en el mismo fallo que se deseaba enmendar. Porque,
huyendo de dar a las nociones con que juega el dogma un contenido escolástico,
intento muy correcto, le han dado un contenido existencial. Huyendo de
comprometer la revelación y la fe con una filosofía, las comprometen con otra.
Esto sucede cuando se habla de la transignificación
y trainsfinalización como sustitutos de la transubstanciación.
La sustancia, dicen, en una concepción antropológica y existencial, no
es la materia y la forma de las cosas, como diría un aristotélico, ni los
protones y neutrones como dirá un físico. Es lo
que significa algo y sirve para
algo. Este giro antropológico la
saca del terreno de la metafísica y de la física para embarcarla en el de la
simbología y en el de la teleología.
Puestas
las cosas así, dicen, el misterio de la transubstanciación o de la conversión
de una sustancia en otra se hace más comprensible. La sustancia para un
teólogo con mentalidad existencial y antropológica no es la materia y :la
forma de la cosa en sí, ni sus protones y neutrones. Es lo que la cosa
significa y aquello para lo que se destina. Antes de las palabras de la
consagración la sustancia del pan y del vino era algo que significaba alimento
material para nuestro cuerpo y estaba destinado a esto. Después de la
consagración resulta que se ha transustanciado o cambiado en otra sustancia.
Que en realidad es la que eran antes, pero con otra significación y otro
destino. Esto es sólo lo que ha cambiado, porque esto es lo que constituye la
sustancia. Y resulta que tenemos en el altar algo que
significa y está destinado a darnos la vida espiritual. No ha habido otra
cosa más que un cambio de significación y de destino del pan.
Queda
en pie la pregunta clave: la realidad objetiva, á la que se le da un
significado y un destino distinto al que tenía, ¿, cuál es? ¿ Es el cuerpo
del Señor engendrado en las entrañas de Santa María Virgen, que vivió,
padeció y murió, y que está hoy sentado a la derecha del Padre? Si la
respuesta es afirmativa, el contenido de las expresiones transignificación
y tranfinalización será doctrinalmente correcto. Aunque su uso será
pastoralmente imprudente y perjudicial, porque dará pie a los fieles para
pensar que la presencia real eucarística no tiene un valor mayor ni una mayor
realidad que la que tienen los simples signos. En cambio el término, transubstanciación,
liberado de su sentido científico y dándole sólo el sentido que le da la
estimación y ‑el sentido común de ser lo que
una cosa es y cambiarla en lo que es
la otra, sin más de terminaciones, no se presta a equívocos de ningún
género.
No
estamos escribiendo un trabajo doctrinal sobre el tema de la
transubstanciación, sino simplemente haciendo unas reflexiones sobre la
pastoral en el uso y explicación de la misma. Cuando al fiel se le dice que la
sustancia de las cosas es lo que las hace ser lo que son, fácilmente entiende
que en la Eucaristía está el cuerpo real y sustantivo del Señor en el que el
pan se convirtió. Cuando se le dice, en cambio, que la sustancia es el
significado o el .destino que las cosas tienen, fácilmente llegará a la
conclusión de que el Señor no está presente sustantivamente. Al pan se le
cambió su significado, pero no se le cambió su realidad; y sigue siendo pan.
Sería necesario preparar a los fieles y hacerles pensar al dictado de una
filosofía de cuño antropológico y existencial, con lo que se vendría a caer
en lo que se ha intentado evitar. Al querer huir de Escila en que la Iglesia no
cayó, aunque cayeran algunos expositores de la teología, se cae en Caribdis.
La fe, que no somete su contenido imperiosamente a los postulados de la
metafísica aristotélica, no lo somete tampoco a los postulados de la
filosofía del día.
Será
oportuno recordar el prudente consejo de Ranher que ya citamos en páginas
anteriores: No hay que llevar al púlpito cualquier problemática teológica. Y
decir al púlpito es decir a la hoja parroquial, a la revista de vulgarización,
a la prensa diaria. Y ni aun siquiera a la revista pastoral, si ésta no es de
alta pastoral y para especialistas en materia de doctrina. Y en este fallo se ha
caído. Lo advertía en otra ocasión nuestra Revista, a propósito precisamente
del tema de la transubstanciación[24].
Y
que éste sea un tema de viva solicitud pastoral lo dice el propio Pablo VI:
«No faltan en la materia de que estamos hablando motivos de grave solicitud
pastoral y de ansiedad, acerca de los cuales la conciencia de nuestro deber
apostólico no nos permite callar. En efecto, sabemos ciertamente que entre los
que hablan y escriben de este sacrosanto misterio, hay algunos que divulgan
ciertas opiniones acerca del dogma de la transubstanciación... que turban las
almas de los fieles engendrándoles no poca confusión en las verdades de la fe,
como si fuera lícito a cualquiera echar en olvido la doctrina definida ya por
la Iglesia e interpretarla de modo que el genuino significado de las palabras o
la reconocida fuerza de los conceptos queden enervados»[25].
3. DISTINTA VALORACIÓN DEL SIGNO Y DE LA CAUSA
EN LOS SACRAMENTOS.
Los
sacramentos no son instituciones de carácter sustantivo y absoluto. Son
esencialmente relativas, con doble relación. Son signos de algo y causas de
algo. Instituciones con valoración lógica e instituciones con valoración
ontológica. Su valoración lógica no es de un logicismo total. Son signos, y
por lo tanto sirven para llevarnos al conocimiento de lo que significan. Pero
son signos prácticos, lo que quiere decir que lo que significan pertenece a la
praxis; es algo que se hace, aunque no
sean los propios signos quienes lo hagan. Así sucedía con los sacramentos de
la ley antigua. Son, además, causa, porque, sobre significar lo que causa otro
(en este caso, lo que causa Cristo), lo contienen y lo dan ellos también, como
instrumentos que actúan a impulso de la causa superior.
Sacramentos
ha habido en todas las economías o en todas las épocas de la historia de la
salvación. Son instituciones acomodadas al ser y a la sicología del hombre[26],
y Dios las instituyó en la época de los patriarcas, en la judía y en la
nuestra. La institución divina se realizó de manera distinta en cada época.
Supone San Agustín, y Santo Tomás hace suya la suposición, que en la época
de los patriarcas la institución se realizaba mediante sugerencias interiores
que el Señor hacía a personas que
tenían alguna representación. El Génesis habla de signos sacramentales
establecidos por Noé al salir del arca; del rito litúrgico practicado por
Melquisedec... Los sacramentos judíos fueron dictados por Yavé a Moisés. Los
nuestros fueron instituidos directamente por el Señor. Los cristianos superan a
los de las épocas anteriores, y parece natural que así sea, porque los
sacramentos son instituciones esenciales en la economía sobrenatural del
hombre; y, siendo la cristiana una economía superior a las anteriores, también
lo serán sus instituciones. Entre ellas sus sacramentos.
La
superación aparece, entre otros detalles, en el de poseer las dos valoraciones
relativas que hemos recordado. Los sacramentos antiguos eran solamente signos de
lo que daría Cristo. Los nuestros son signos de lo que da; pero, además,
contienen lo que significan y lo dan a quienes los reciben. Son signos que
tienen y causan lo que significan[27].
Aún cabe añadir que, además de distinguirse por tener las dos valoraciones,
mientras que los antiguos tenían una, resulta que de las dos, la segunda, la de
tener y causar lo que significan, es la que los caracteriza más. Lo que quiere
decir que, puestos a medir y ponderar la dignidad de nuestras instituciones
sacramentarias, será preciso cargar el acento en que contienen y dan la gracia,
y no sobre la nota de que la significan y la manifiestan. Parece natural que sea
así. La economía antigua era sombra, figura, promesa y esperanza.. La
cristiana, frente a la escatología final, sigue siendo todo esto. Pero en sí
misma es ya escatológica. Es la economía de la llegada y de la posesión de
Cristo. Por eso sus instituciones no se limitan a significar. Además tienen y
dan, aunque no den en plenitud ni la plenitud; porque, si bien es verdad que
estamos en la plenitud de los tiempos, no hemos llegado todavía a la plenitud
de Cristo[28].
Las
expresiones neotestamentarias ponen bien de relieve esta nota característica de
nuestros sacramentos. Cuando se refieren a ellos suelen utilizar partículas
causativas o ablativos causales. Se renace por el agua y el Espíritu[29];
se da la gracia por la imposición de las manos[30];
Cristo está en nosotros por la comunión de su cuerpo[31].
Los Padres hacen coro a esta concepción evangélica y paulina y comparan los
sacramentos al agua que, calentada por el fuego, calienta ella también a
quienes la utilizan. Así el Espíritu santifica la materia sacramental y ésta
nos santifica a nosotros. Comparan también la materia sacramental al asiento
del Espíritu, quien, llegado a ella, la utiliza para trasladarse a nosotros.
Dicen que, como del agua germinaron seres vivientes, según la descripción del
primer capítulo del Génesis, del agua sacramental nace también el hombre
nuevo.
Esta
viveza de expresiones cuando se habla de los sacramentos decayó en tiempo del
monaquísmo, tiempo de la cultivación del rito más que de la doctrina. Y así
se llegó a hablar de ellos como de algo simbólico; los sacramentos eran algo
similar al báculo del abad o al libro canonical. Simples símbolos que
significan, pero que ni contienen ni dan lo. significado. Fue un regreso a la
teología del antiguo .testamento, a una concepción sácramentaria de cuño
judío, a un culto al rito más que a la realidad. Fue la ontología sustituida
por la lógica en una materia tan trascendental como la aplicación ‑de la
obra redentora, que se realiza a través de las instituciones sacramentales[32].
La
reacción viene con los grandes maestros de la escolástica. Los sacramentos
vuelven a ser considerados como aparecen en el nuevo testamento y como los
consideraban los Padres, elementos que contienen y dan lo, que significan. La
escolástica no utiliza expresiones y símiles tan vivos como los del Evangelio,
como los de San Pablo y como los de los Padres. Y aun cuando los utilice, quedan
un poco ensombrecidos por el tecnicismo, de otros términos utilizados también.
Habla de forma, de causa principal e instrumental. Términos técnicos con los
que se viene a concluir que con los sacramentos el hombre se regenera, se
reviste de Cristo, se convierte en un hombre nuevo. Para significar con ello lo
mismo que significaban los Padres y la Escritura. Faltará unanimidad en los
escolásticos cuando tratan de explicar la parte activa de los sacramentos en
nuestra santificación. Pero el hecho de que intervienen activamente será ya
cosa conquistada y pasará a las enseñanzas del Magisterio.
Hoy
se corre el peligro de una reversión. No en la doctrina, pero sí en la
pastoral. En la doctrina, no, porque los sacramentos de la ley nueva siguen y
seguirán considerándose como signos y como causas. Pero la pastoral marca más
el acento en el signo y en el simbolismo, dejando la causa en un discreto
segundo plano. Esto es bastante corriente, y parece que va bien con la afición,
con el gusto y con la sicología del día. Marcar el acento al hablar de los
sacramentos en su razón de causa, se dice, es correr un peligro de cosismo. No
hagamos cuenta del dudoso gusto del neologismo. Pero los sacramentos‑causa
no son sólo instituciones; son también acciones. No son sólo operata; son también opera
Christi. Son instituciones vivas, que actúan, y no sólo por un poder
misterioso puesto en ellas, sino porque además llega a ellas el
valor vivo de la acción de Cristo,
puesta en marcha para que se ponga en marcha la rueda segunda que depende del
movimiento de la primera en un engranaje bien montado[33].
Y el valor vivo también de la acción de quien recibe el sacramento, de la que
asimismo depende en buena parte el grado de su eficacia[34].
La
regresión a la pastoral del Antiguo Testamento en materia sacramentaria no
aparece sólo en la sobrevaloración del signo en general. Aparece también en
detalles concretos. Recordaremos dos que se refieren a la Eucaristía. Uno es la
importancia que se da en la misa al ofertorio primero, cuando lo que en él se
ofrece no pasa de ser todavía un signo o un símbolo. En cambio la pastoral no
suele distinguirse por la atención al segundo ofrecimiento, que se hace
después de la consagración, en el que lo que se ofrece ya no es un símbolo
sino la realidad del cuerpo del Señor. Otro detalle está en la importancia que
dan los pastores a la unidad social y visible que se realiza en torno a la mesa
de la cena, unidad que tiene valor de signo de otra unidad más honda hecha por
la Eucaristía y a la que no dan tanto relieve en su pastoral. A este punto
dedicaremos especialmente toda la reflexión novena. Pero recordamos ahora que
la Eucaristía es causa verdadera de la unidad eclesial. No sólo de la visible
y social hecha en torno a la mesa, sino, además, de la unidad viva en la gracia
y en la caridad. Y es muy de lamentar que los teólogos, y sobre todo los
pastores, que son quienes han de llevar a los fieles la doctrina convertida en
praxis, no pongan más de relieve lo que la teología clásica viene enseñando[35]
y repiten hoy la constitución dogmática Lumen
bentium y la encíclica Mysterium
Fidei[36].
A saber, que la Eucaristía no sólo significa, sino que además hace la unidad
de los fieles con su cabeza y la de los fieles entre si. Y hace una unidad no
sólo social, que tiene mucho de signo, sino también espiritual, que es la
significada y causada.
II. - Sobre la Eucaristía como sacrificio:
4. LOS TRES CONTENIDOS DF LA MISA: PALABRA, CENA Y
SACRIFICIO.
Basta
un sencillo análisis del misterio que se realiza en el altar para apreciar en
él estos tres contenidos. Cuando la constitución vaticana sobre la sagrada
liturgia habla de la incorporación del cristiano a este misterio, habla de los
tres y los cita por el orden que acabamos de citarlos nosotros, que, por lo
demás, es un orden jerárquico y de valía. Hace falta notar este detalle,
sobre el que insistiremos, porque aquí ya hay una nota de pastoralidad. «La
Iglesia procura con solícito cuidado que los cristianos no asistan a este
misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo
bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y
activamente en la acción sagrada: a) sean instruidos en la palabra de Dios; b)
se fortalezcan en la ,mesa del Señor; c) den gracias a Dios, aprendan a
ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del
sacerdote, sino juntamente con él»[37].
La
primera parte, la destinada a la palabra o a la instrucción catequística, se
llama misa ‑de los catecúmenos, de los que están aprendiendo los
elementos de la fe. En el introito, en las lecciones y en el gradual se leen
pasajes del Antiguo Testamento. Luego vienen las lecturas del nuevo: de los
apóstoles en la epístola y del Señor en el evangelio. Todo esto es palabra y
es enseñanza, que termina con la aceptación mediante la profesión de fe que
es el credo. En la enumeración que nos acaba de hacer el Concilio sigue la
parte sacramental que es el banquete, la cena o la comunión. En el orden de
tiempo esto es lo último; en el orden jerárquico o de valía, es lo segundo, y
viene después de la palabra. Y está, por último, el contenido tercero, el
sacrificial, que tiene dos partes: la de sacrificar o hacer sagrado lo que se va
a ofrecer al Señor, y el ofrecimiento consiguiente.
Interesa
tener en cuenta la jerarquía de estos tres contenidos de la misa. Por razón de
su valía intrínseca, el orden indicado por el Concilio es perfecto. De menos a
más están la palabra, la cena y el sacrificio. La palabra, con la que se
adoctrina el fiel, es el alimento de la inteligencia para el acrecentamiento de
la fe, y no tiene valor justificador; lo que no, quiere decir que valga sólo
para instruir. La palabra de Dios tiene ya en sí misma un valor sobrenatural
que prepara para la gracia santificante y conduce a ella, aunque no la da. Luego
viene la cena, el banquete, la comunión o el sacramento. Este segundo contenido
de la misa tiene una valía mayor. No es sólo doctrina; es también gracia. No
va a parar sólo al entendimiento; llega al alma. No sólo prepara para la
santificación; la hace. No sólo ilumina, sino que transforma y deifica.Y en
razón de mayor prestancia intrínseca viene luego el contenido sacrificial, que
es plurivalente, como veremos con detalle en la reflexión siguiente. Baste
ahora decir que el sacrificio lleva implicados los valores divinos de latría,
que .es gloria y honor ‑de Dios, y de eucaristía, que es agradecimiento
al Señor. Tiene otros valores de los que y por los que se beneficia el hombre.
En la reflexión siguiente hablaremos de ellos. Ahora, a efectos de jerarquizar
la valía intrínseca de los tres elementos de la misa, baste decir que sobre la
instrucción y la santificación del hombre, sobre la doctrina y la gracia,
está la latría o el honor y gloria de Dios.
La
misma jerarquía se advierte si paramos la atención en los destinatarios de
cada uno de los tres contenidos que estamos glosando. El de la palabra es el
hombre, a quien se va a instruir y a preparar para la fe. El del sacramento es
el hombre también. Para él instituyó el Señor los sacramentos, con los que
quiso salir al paso a nuestras principales necesidades para cubrirlas y
sobrenaturálizar los hitos fundamentales que marcan nuestro paso por la vida[38].
En cambio, el destinatario del sacrificio es Dios. Para El se sacrifica la
víctima a fin de darle gloria, honor y gracias. Y a f se ofrece.
Puestas
las cosas así, parece que en la misa deba primar el contenido sacrificial sobre
los otros dos. Y en consecuencia el cristiano deba ver en la misa principalmente
el sacrificio, y deba. principalmente asociarse a ella en lo que tiene de
sacrificio. Luego verá el sacramento o el banquete y a él se asociará y de
él participará. Y verá en tercer lugar (seguimos hablando de jerarquía de
valoración, no de jerarquía de tiempo) la instrucción y deberá aprovecharse
de ella. El orden del tiempo es otro. Primero, la. instrucción, que prepara.
Luego, el sacrificio, que se hace y se ofrece. Y, por último, el sacramento
sacrificial, que se consuma y se consume en el banquete. Porque la Eucaristía
no es un sacramento como los demás. Acabamos ‑de decir que es un
sacramento sacrificial. Es un manjar espiritual que ha sido previamente
sacrificado. Por lo que a la razón de banquete añade la de litúrgico o
consumado por un acto de latría y eucaristía, por un acto de honor de Dios y
de agradecimiento a Él.
Nuestra
actitud ante estos tres valores, palabra, comunión y sacrificio, no ha sido
igual a la que han tenido nuestros hermanos de la reforma. Para el católico la
palabra divina es algo muy valioso, pero que no justifica ni santifica por sí
solo. Y en la pastoral se ha tenido bastante ladeada. Seremos realistas y
sinceros si decimos que el pueblo católico no ha leído la Biblia como debía
haberla leído. Para hacerlo ha encontrado sus dificultades: cauciones, lenguaje
ininteligible por falta de traducciones populares con la suficiente difusión...
En la misa ha estado preceptuada su utilización, pero la leía el sacerdote
para si solo; y si la leía en voz alta para que la oyeran los fieles, era en
latín. El comentario, la homilía, hoy preceptuada, brillaba por su ausencia.
Es cierto que no han faltado exhortaciones y aun mandatos para que se leyera el
libro sagrado. Pero, á pesar de todo, para, los católicos la Biblia ha sido un
libro no leído ni comentado suficientemente en las misas.
Ante
la cena la actitud de los católicos ha sido clara, firme y afirmativa en cuanto
a lo principal, la presencia real del Señor. La comunión en la misa ha sido
practicada por el sacerdote celebrante, hasta el punto de considerarla como
parte integrante del sacrificio. Y si el sacerdote circunstancialmente quedaba
impedido para consumar de esta manera el sacrificio, otro debía consumarlo.
Pero, aparte esto, la comunión de los que asistían a la misa no era corriente,
no obstante la recomendación tridentina de la que hablaremos en la reflexión
que más adelante dedicaremos a este punto. Se comulgaba cuando se quería, en
la misa o fuera de ella, con lo que se daba a la comunión un carácter de
banquete solamente, desligándola en la práctica de su carácter litúrgico o
sacrificial. Tampoco en nuestra comunión se ponía de relieve hasta su debido
grado la nota de ser acto comunitario. Ni comunitario con el sacerdote, de quien
estaba desconectado como acabamos de decir y no se comulgaba en su misa, ni
comunitario tampoco con los demás. La comunión se consideraba un acto
personal.
Ante
la parte doctrinal del sacrificio nuestra actitud ha sido también clara y
firme. La Eucaristía es un verdadero sacrificio, representación del de la
cruz, y con valores bien determinados. De todo ello habló y lo definió el
Concilio de Trento, y todo ello se ha admitido y se ha enseñado. Nuestros
hermanos de la reforma tomaron una actitud negativa ante el aspecto sacrificial
de la Eucaristía. Afirmar la misa‑sacrificio, vinieron a decir, es poner
en entredicho la eficacia del sacrificio de la cruz, como si no hubiera sido
eficaz por sí solo. Y, por lo demás, San Pablo afirma que el Señor consumó
la santificación de los hombres con una sola oblación, la del Calvario. No
tenían en cuenta, al decir esto, que una cosa es consumar la redención y otra
es aplicarla. El Señor la consumó en la cruz, y lo hizo en solitario. La
aplicación quiso hacerla en equipo, y la hace El con nosotros. Y a ello se
refiere el sacrificio aplicativo, que es la Eucaristía, y que es de Él y
nuestro[39].
Pero
esta afirmación del sacrificio de la misa y de sus valores ha estado
acompañada de una pastoral con lagunas y con fallos. Ha faltado la
incorporación de los fieles al sacrificio, fallo manifestado en muchos
elementos. Los fieles no se han incorporado a la misa en su contenido de
palabra,. Durante la misa hacían de ordinario la guerra por su cuenta dando
rienda suelta a sus devociones particulares. Tampoco a lo que tiene de banquete
sacrificial, porque no solían comulgar en la misa que oían, y si lo, hacían
era por lo de banquete o sacramento, no por lo de litúrgico o sacrifieial. No
se les adoctrinaba suficientemente sobre la incorporación más principal, que
es la de ofrecerse a sí mismos como víctima agradable al Señor, con todas las
secuelas de orden espiritual que esto lleva consigo. No se les adoctrinaba sobre
la jerarquización de los valores sacrificiales, dejando en un discreto segundo
plano el que es principal, que es el de latría y honor de Dios, para dar realce
insistente a los de utilidad propia, que son el de propiciación y el de
impetración; mirándonos con ello más a nosotros que a Dios a quien el
sacrificio se ofrece. Cosa que no deja de ser un recurso al egoísmo espiritual.
Pero de esto hablaremos en la reflexión siguiente.
Frente
a todo esto, que ha sido tónica de nuestra pastoral durante los últimos
tiempos, con excepciones laudables, está la pastoral y la doctrina de nuestros
hermanos de la reforma, pastoral. que ha tenido también sus notas
características en cuanto a los tres contenidos de que venimos hablando.
Han
tenido una veneración especial por la palabra; veneración doctrinal, porque no
le dan sólo un valor de preparación, sino también justificante. La Biblia, el
altar de la palabra, ha sido para ellos tan excepcional como la mesa, el altar
de la Eucaristía. Y como secuela de esto, el uso constante de la misma, la
lectura asidua de la Escritura, la predicación. El pastor ha sido, más que
otra cosa, el anunciador de la palabra y el administrador de este bien divino.
También
aceptan y admiten la Eucaristía, pero sin la presencia sustantiva y real del
cuerpo del Señor. En el pan está el signo, o más todavía, la virtud del
Señor; pero su cuerpo real y verdadero, no. Lutero sí admitió la presencia
real, aunque no admitiera la transubstanciación. Pero la tónica protestante ha
sido la de admitir una presencia a modo de signo o de virtud. Hoy se aprecian
aproximaciones protestantes a la doctrina católica á este respecto. Frente a
este fallo, tan fundamental, encontramos en ellos bienes positivos de interés,
por ejemplo, el carácter comunitario que dan a la comunión, que no es comida
sólo, sino banquete y cena también.
Respecto
al sacrificio encontramos en ellos una oposición firme y dura. Los motivos
básicos de la oposición son laudables: la defensa de la unicidad del
sacrificio de Cristo, predicada por San Pablo, y el interés por salvar la
eficacia ‑del sacrificio de la cruz. Piensan que afirmar la
sacrificialidad de la Eucaristía es poner en tela de juicio estas dos verdades.
En realidad no peligra ninguna de las dos, porque San Pablo habla de la
unidad del sacrificio cruento (monte
intercedente, dice), y ésta se salva, porque la misa es sacrificio
incruento. Y porque la eficacia de la cruz fue para hacer la redención., y ésta se salva, porque la misa no
redime a nadie. Todos estamos
totalmente redimidos sin ella. Lo que en ella se da es la
aplicación de la obra redentora, que es cosa distinta.
Nuestra
pastoral actual respecto a estos tres contenidos de la misa está enmendada en
la letra de las leyes y de las exhortaciones. La constitución sobre la sagrada
liturgia da el debido realce en la misa a la palabra, al carácter comunitario
de la comunión y a su carácter sacrificial. Con ello se mantiene firme el
contenido tradicional de nuestra doctrina y se da lugar a notables acercamientos
pastorales con nuestros hermanos. Pero no siempre lo que es ley resulta ser su
cumplimiento. En la práctica se advierten notables adelantos respecto a la
pastoral de la palabra y respecto a la pastoral de la comunión. No se advierten
tanto respecto a la pastoral del sacrificio. La vivificación de la pastoral
sobre los dos primeros valores, es un signo positivo de acercamiento y de
ecumenismo. El estancamiento, y a veces hasta la debilitación, porque de todo
hay, de la pastoral sobre el tercero podría convertirse en un ecumenismo
negativo, en el sentido de practicar un acercamiento a base de ladear o preterir
nosotros lo que de ninguna manera se puede preterir ni ladear, aunque lo hagan
los reformadores.
La
valoración de la palabra está clara en la ley. «Sean (los fieles) instruidos
con la palabra de Dios», dice la constitución
Sacrosanctum Concilium. Y añade más
adelante especificando el cómo de esta instrucción: «A fin de que la mesa de
la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con
más amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que en un período determinado
de años se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada
Escritura.» Y porque la palabra de Dios muchas veces necesita explicación o
ampliación, recomienda el Concilio la homilía: «Se recomienda
encarecidamente, como parte de la misma liturgia, la homilía, en la cual se
exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados,
los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana»[40].
Prolifica el diálogo en la misa, prolifican las monieiones y las explicaciones,
hay lecturas. Pero la homilía muchas veces no suele estar a la altura de las
necesidades religiosas y espirituales de los fieles, ni a la altura de lo que
pide la instrucción en los misterios de la fe y en las normas de la vida
cristiana, como indica la constitución conciliar. ¿Falta de preparación
doctrinal, pastoral o pedagógica? El hecho es que la palabra en la misa es uno,
de los problemas serios planteados ya en algunos presbiterios. Y que no faltan
ocasiones en las que se hace de la homilía una pieza de demagogia clerical o
social; se traen con ella imprudentemente a la iglesia temas vidriosos y ajenos;
se toma ocasión, en una palabra, para destruir sin edificar.
La
cena. También aquí se advierten avances pastorales. Se parte de la base
fundamental de la presencia real, aunque sobre ésta van ya proliferando
explicaciones desorientadoras a las que hemos aludido en las dos primeras
reflexiones. Se ha adelantado. en poner de relieve el carácter comunitario de
banquete o de cena, acercándonos así a la práctica de nuestros hermanos. Si
bien esto, que es sin duda un avance y un logro, queda en ocasiones en la
corteza. A ello aludiremos en la reflexión nueve, sobre «comunión y
comunidad». Y se ha avanzado en la práctica de la comunión en la misa, como
parte del sacrificio, aunque quedan frecuentemente sin aclarar y sin explicar a
los fieles las razones íntimas que aconsejan esta práctica tan buena. A ello
aludiremos en la reflexión octava.
El
sacrificio. La pastoral de hoy, tan positiva en el acercamiento a nuestros
hermanos por la valoración de la palabra y del carácter comunitario de la
comunión, parece quiera caracterizarse por la minimización del valor
sacrificial; valor que no admiten los reformadores. Se afirma que la misa es
sacrificio. Pero es cierto que no se insiste en éste como en los otros dos
contenidos. El sacrificio queda a veces discretamente en la penumbra y hasta en
el silencio. ¿ Será un signo de los tiempos? ¿ Será la imposición del
hedonismo, de la vida de confort, de la repulsa más o menos instintiva a la
ascesis, postulada en todo auténtico sacrificio? Lo que sea, pero el hecho de
que hablamos está ahí.
Y
cuando se habla del sacrificio, y se habla menos que de la palabra y de la cena,
siendo más principal, como dijimos, no se llega al fondo de su contenido.
Porque el del altar, siendo una representación viva del de la cruz, .tiene con
éste notables diferencias Una de ellas es que el de la cruz lo hizo Cristo y el
del altar lo hace la Iglesia. Aquél diríamos que lo, hizo Cristo en solitario;
éste lo hace en equipo. El sacerdote y los fieles se asocian a Él y lo hacen
también porque son actores. Lo que la Iglesia, los sacerdotes y los fieles,
ponemos en el altar tiene un valor infinito. Sacrificamos y ofrecemos al Padre a
su propio Hijo. Pero es un signo. La realidad sustantiva del Señor puesto en el
altar y ofrecido al Padre, sin perder nada de su sustantividad, es un signo de
otra sacrificación y de otro ofrecimiento ulterior. Como lo era el cordero que
sacrificaban los judíos. Yavé les decía que con el sacrificio del cordero
debían significar el sacrificio de ellos mismos, y hacerlo. Lo mismo sucede
aquí. Con el sacrificio del Hijo de Dios a quien ponemos y ofrecemos en el
altar, hemos de sacrificarnos y ofrecemos todos los que formamos el equipo. ¿Se
llega en la pastoral hasta este detalle con insistencia? Nuestra sacrificación
implica la santidad negativa, que es matar o sacrificar todo lo malo que en
nosotros hay. Y la sacrificación positiva, que es hacer sagrado todo bien
natural que poseemos. Estas dos sacrificaciones nuestras deben hacerse en el
altar y así debemos ofrecernos al Señor. Esta es nuestra profunda
incorporación al sacrificio de la misa. ¿Llega siempre la pastoral hasta aquí
cuando se habla de la incorporación? ¿No queda esto, que tanta importancia
tiene, relegado a segundo o tercer lugar ante la incorporación activa a la misa
que consiste en cantar, en hacer moniciones, en dialogar y en leer? El Concilio
recuerda que la incorporación ha de llegar hasta «ofrecerse a sí mismo al
ofrecer la hostia inmaculada»[41]. Y Pablo VI comenta
«La
Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y de víctima juntamente con
Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece a
Él. Nos deseamos ardientemente que esta admirable doctrina, enseñada ya por
los Padres..., recientemente expuesta por nuestro predecesor Pío XII, y
últimamente ‑expresada por el Concilio Vaticano II en la constitución De Ecclesia a propósito del Pueblo de Dios, se explique una y otra vez y se inculque profundamente en el alma de
los fieles»[42].
5. EL SACRIFICIO Y SUS DIVERSOS VALORES.
También
cabe reflexionar sobre la .pastoral eucarística en este punto. Los valores del
sacrificio son bien conocidos y no hace falta que nos detengamos a explicarlos.
Bastará afirmarlos con su debida jerarquía, y luego confrontar ésta con lo
que se advierte en la práctica pastoral. E1 sacrificio es un acto de latría.
Su valor esencial es éste, y nunca se puede desprender de él. A Dios le es
debido el culto de latría siempre y en todo lugar: en el cielo, donde los
bienaventurados se dedican al noble quehacer de honrarle, y en la tierra.
También se da en cualquier estado en que el hombre se encuentre: de naturaleza
caída o de naturaleza reparada. Es, luego, un acto de eucaristía o de
gratitud. La acción de gracias es debida siempre también, porque la criatura,
cualquiera que sea, esté donde esté y tenga lo que tenga, ha recibido de Dios
lo que es y lo que tiene. Y los sentimientos de gratitud siempre son obligados.
Hay, por último, coyunturas especiales que hacen aparecer otros valores en este
acto de culto. Son la de la humanidad caída, que debe ofrecer a Dios el
sacrificio compensador por los pecados; y la de la humanidad peregrina, que
ofrece el de impetración a fin de conseguir lo que todavía le falta para
llegar a la meta de su peregrinación.
En
estos cuatro valores hay jerarquía y la pastoral debe tenerla en cuenta. Lo
primero es mirar a Dios por Dios, porque se le debe honrar y porque se le debe
agradecer. Lo segundo es mirar a Dios por nosotros, porque necesitamos tenerle
propicio, porque necesitamos que nos conceda algo. Todo es bueno, pero no todo
es lo mejor y más perfecto. Y fácilmente se advierte que lo más perfecto y lo
mejor es lo primero.
El
cristiano debe manifestar su sentido religioso con todas estas manifestaciones y
con todos estos valores del sacrificio. Necesita rendir culto de honor a Dios
por lo, que Él es, y de agradecimiento, porque ha recibido mucho de Él.
Necesita tenerlo propicio, porque vive en estado, de naturaleza sujeta a
frecuentes caídas. Y necesita su ayuda, porque es peregrino y no ha alcanzado
todavía la meta final. Le faltan todavía mucho trecho que andar y muchas cosas
que conseguir. Todo esto vino a manifestarlo quien es ejemplo del perfecto
sacrificador, el Verbo, que se encarnó para ofrecer sacrificio por los pecados.
San Pablo lo dice cuando, refiriéndose a la entrada del Verbo en el mundo,
escribe: «Al entrar en el mundo dice: sacrificio y oblación no quisiste, pero
me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te
agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, pues de mí está escrito en el
libro, á hacer, oh Dios, tu voluntad. Dice primero: oblaciones y holocaustos y
sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron; cosas todas
establecidas conforme a la ley. Entonces añade
he
aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer lo
segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación
de una vez para siempre del cuerpo de Cristo»[43].
Hacía falta, porque Dios así lo dispuso, que el hombre ofreciera sacrificio
por el pecado, y los sacrificios legales no valían para esto. Por eso, y para
que esta voluntad se cumpliera, tomó carne el Verbo. De esta manera,
ofreciéndose Él, el sacrificio pudo ya tener eficacia.
Pero
este sacrificio por los pecados tiene como destinatario a Dios, sin dejar de ser
el hombre quien se beneficia de él. El pecado es un mal de Dios, a quien se
ofende; y el ofrecimiento que se le hace para compensar este mal es un
ofrecimiento de honor. La ofensa se compensa con el honor que se le tributa.
Dios, así compensado, se hace propicio al hombre pecador. Con toda claridad
manifestó el Señor este valor latréutico de honor de Dios las dos veces que
habla del ofrecimiento de su cuerpo en sacrificio por nosotros. Una, cuando se
ofreció al sacrificio cruento de la cruz. Al iniciarlo se expresó así:
«Padre, glorifica a tu Hijo para que tu
Hijo te glorifique a ti»[44]. Cuando entraba en la
pasión, y lo hizo nada más pronunciar estas palabras, dijo que iba a
glorificar al Padre. Y lo glorifica también cuando se entrega al sacrificio
incruento ‑del altar. Enmarcadas en el contexto eucarístico de la promesa
dijo estas palabras: «Yo vivo por el Padre»[45].
Cristo vivía por el Padre siempre, en todo momento y en todo lugar. Pero carga
el acento de esta vivencia cuando habla de su presencia en la Eucaristía. Aquí
se hace presente y está presente para vivir por
el Padre; está aquí con una finalidad eminentemente latréutica. Finalidad
compatible, desde luego, con las otras finalidades de propiciación y de
impetración, de las que somos los hombres quienes nos beneficiamos, y que se
han solido poner más de relieve en nuestro sacrificio del altar, en el que
tanto aluden los pastores y los textos litúrgicos a los pecados para que el
Señor nos libere de ellos, y a las necesidades para que nos las remedie.
La
pastoral está en vías de alcanzar el equilibrio en este punto. No es
recomendable que se prescinda en la misa de los valores de propiciación y de
impetración, porque los tiene. Y los cristianos, que estamos sujetos a tantas
flaquezas y que andamos necesitados de tantos bienes que el Señor nos puede
dar, es natural que nos preocupemos de los dos valores indicados. Pero es
recomendable que se jerarquicen debidamente los valores, y que no. se cargue el
acento principal en lo que ocupa el segundo lugar, como muchas veces se ha hecho
y se hace. El Señor nos aconsejó que pidiéramos con insistencia; incluso
hasta que cansemos al Padre, para que por cansancio nos conceda lo que le
pedimos[46].
Y Él está hoy en el cielo ejerciendo su función sacerdotal a través de la
impetración[47].
Pero siempre será cierto que el valor primero del sacrificio es el de
lograr «la glorificación del Padre». Y que esto es lo que Él buscó al
iniciar el cruento de la cruz y lo que busca al quedarse en el incruento del
altar, según testifican sus palabras que más arriba hemos recordado.
Nunca
se prescindió en la misa de los caracteres y de los valores de latría y de
eucaristía. Los textos del canon latino lo manifiestan bien patentemente.
«Sacrificio de alabanza» le llama el canon que se venía diciendo diariamente[48].
«Por Él, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo horror y toda gloria», se viene diciendo también en la
última oración del canon romano. Sin embargo, aunque no se prescindiera, es
cierto que no se daba a este carácter el debido relieve. Tampoco se prescindía
del carácter eucarístico o de agradecimiento. De ello da testimonio el
prólogo sacrificial, en el que se anuncia que lo que se va a ofrecer es un
hacimiento de gracias. Tal es el sentido de los prefacios.
Siendo
auténticos todos estos valores, lo que procede es guardar la jerarquía que
tienen. Y la pastoral de hoy está poniendo en esto más equilibrio del que
hasta ahora se venía manifestando.
6. LA CONCELEBRACIÓN.
La
concelebración, que ha estado tan dosificada en tiempos pasados y que hoy, con
la renovación litúrgica, se está generalizando bastante, tiene valores
positivos en su favor que es necesario ponderar para emitir sobre ella un juicio
fundado y para ver hasta dónde su práctica puede ser o dejar de ser pastoral.
El sacerdocio cristiano es uno, aunque lo participemos muchos. Quienes la
ejercemos no lo hacemos en nombre propio, sino en nombre de Cristo, en quien
todos estamos unificados. Por esto es tan lícita y tan válida la misa
celebrada por uno como la misa celebrada colegialmente por muchos. El sacerdocio
de la misa, dígala uno solo o díganla muchos en colegio, tiene todos los
valores de que se hablaba en la reflexión anterior. Pero a la que dicen muchos
concelebrando se añade el valor positivo de ser signo de la unidad del
sacerdocio de Cristo[49].
Signo que puede ser plural, según las circunstancias. Signo de la unidad del
sacerdocio, si quienes concelebran lo hacen sólo como sacerdotes. De la unión,
además, de los sacerdotes con el obispo, si los sacerdotes concelebran con él.
De la unión de los obispos entre sí, o de la unidad de la jerarquía
eclesiástica, si son obispos los que concelebran.
La
concelebración ha sido una práctica utilizada en la Iglesia desde tiempos muy
antiguos, aunque no estuviera generalizada, Su origen no es la concelebración
de la cena, como en alguna ocasión se oye decir. En la cena no se concelebró,
porque los apóstoles no eran sacerdotes todavía y no consagraron. Se limitaron
a celebrar el banquete litúrgico del cuerpo del Señor que había puesto en la
mesa el Señor mismo mediante la consagración que hizo £1 solo. Pero aunque el
origen no esté en la cena, la Iglesia la tiene en práctica desde muy antiguo.
Ya hace referencia a ella la «Traditio Apostólica» de Hipólito[50].
Práctica que para algunos casos ha estado institucionalizada, como para la
consagración de los obispos y para la ordenación de los presbíteros[51].
Hoy
se está generalizando. La «Instrucción sobre el culto a la Eucaristía»,
emanada del «Consilium», organismo creado para la aplicación de la
constitución Sacrosanctum Concilium, aconseja a los sacerdotes que concelebren
siempre que no lo impídala utilidad de los fieles. Ante esta nueva situación
es oportuno reconsiderar el problema desde el punto de vista doctrinal pastoral.
Qué es lo mejor en sí, la misa individual o la misa concelebrada? ¿ Cuál de
las dos prácticas reporta más bien a la Iglesia y a los fieles? ¿Hasta. qué
punto, se justifica su práctica diaria?
Un
poco de historia reciente. La concelebración entra en el esquema de una
pastoral litúrgica en estado de reforma vivificante. Por eso no dejó de
aparecer en el esquema sobre la liturgia que los peritos prepararon para
entregarlo al Concilio en su primera sesión. Lo que estos peritos propusieron
era como sigue: «El uso de la concelebración ha existido hasta hoy tanto en la
Iglesia oriental como en la occidental. El Concilio extiende la facultad de
concelebrar a los casos siguientes: a) para la misa del crisma en la feria V en
la Cena del Señor; b) para las reuniones sacerdotales, a juicio del Ordinario,
si no hay otro modo de proveer a las celebraciones individuales»[52].
El texto, como se ve, era sumamente pobre. Un tema de tanta trascendencia
doctrinal, pastoral y espiritual, justificado sólo por el hecho de que hasta
ahora lo ha practicado la Iglesia y por razón de comodidad en las
aglomeraciones sacerdotales. La práctica de la Iglesia venía siendo
escasísima. Y la otra motivación era sólo pragmática y no teológica. La
deficiencia del texto se subsanaba en las notas, en las que se añadían a estas
dos razones otras dos, ya de buen corte teológico: la de representarse así la
unidad del sacerdocio cristiano y la de ser un excitante de la piedad. Es
extraño cómo puestos a justificar en el texto la práctica de la
concelebración se soslayaran estas dos motivaciones.
Pero
lo que no hicieron los peritos de la
liturgia lo hicieron los maestros de
la doctrina, que son los obispos, quienes, después de examinar el texto, lo
enmendaron y aprobaron el siguiente: «La concelebración, en la que se manifiesta apropiadamente la unidad del sacerdocio, se
ha practicado hasta ahora tanto en Oriente como en Occidente. En consecuencia,
el Concilio decide ampliar la facultad de concelebrar a los casos siguientes…»[53].
La diferencia de los dos textos es bien clara. El primero, el de los peritos,
tiene un carácter pragmático, aunque subsanado en parte por las notas
adicionales. El segundo es doctrinal.
Pero
una vez justificada la práctica en si,
cosa que no hicieron en el texto los peritos y sí los maestros que son los obispos, porque la constitución conciliar
está sancionada por ellos, hará falta justificar la
frecuencia de la práctica, o el consejo de la concelebración diaria,
siempre que no lo impida la utilidad de los fieles. Y esto no lo han hecho los
maestros, sino los peritos. La frecuencia que puede calificarse de diaria, no es
del Concilio, sino del «Consilium» mediante la Instrucción sobre el culto a
la Eucaristía, en la que dice así: «Por la concelebración de la Eucaristía
se expresa adecuadamente la unidad del sacrificio y del sacerdocio... La
concelebración, además, manifiesta y fortalece los lazos fraternales entre los
presbíteros, ya que en virtud de la común ordenación sagrada y de la común
misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad
sagrada»[54].
Como
se ve, hay aquí dos cuestiones distintas: una, la de la conveniencia de la Concelebración, conveniencia afirmada y
justificada por el magisterio en un texto conciliar. Y otra, la de su práctica,
afirmada y justificada por los. peritos del « Consilium » y por el «
Consilium » mismo, que no es el magisterio. ¿Son suficientes los dos motivos
asignados por el «Consilium» para justificar y aconsejar la práctica diaria
de la concelebración? Porque hasta aquí llega el consejo que se da. «Por
esto, si no lo impide la utilidad de los fieles (que siempre ha de ser
considerada con amorosa solicitud pastoral), y con tal de que cada sacerdote
conserve íntegra la facultad de celebrar a solas la misa, es preferible que los
sacerdotes celebren la Eucaristía de este modo tan excelente, sea en las
comunidades de sacerdotes como en las reuniones que tienen lugar en determinados
días y en otras ocasiones parecidas.» Así se expresa la
citada Instrucción. Volvemos a anotar que el consejo viene del «Consilium»,
organismo de peritos; no del Concilio, organismo de maestros.
Y en la Iglesia, cuando se trata de doctrinas, los peritos no son
precisamente maestros. Sería interesante una encuesta sobre la práctica diaria
de la concelebración entre los maestros, que son los obispos, y ver si
ellos, y el Papa, que conviven con sus sacerdotes, concelebran cada día. Vamos
por nuestra parte a valorar desde el punto de vista doctrinal pastoral esta
frecuencia recomendada por el « Consilium » .
Las
misas dichas por diez sacerdotes individualmente son ciertamente diez, y tienen, por lo tanto, también ciertamente, el
valor de diez. Y frente a estas afirmaciones hay que hacer otras: la misa
concelebrada por diez sacerdotes es
ciertamente dudoso que sean diez, y que, por lo tanto, tenga el valor de
diez. Posiblemente sí; pero posiblemente sea una y tenga el valor de una.
Repetimos que es cierto su carácter dudoso. Se da el caso de que, incluso
insignes partidarios de la práctica se inclinan por afirmar
que es una sola[55].
A efectos de nuestra reflexión baste decir que es cierta la duda de si es una o son muchas. Duda que no se da
cuando, las misas son individuales.
Tras
este primer paso es justo dar un segundo, que es positivo en favor de la
práctica de que hablamos. La concelebración tiene tres valores positivos, uno
de ellos señalado en el texto conciliar, y dos más añadidos en la
Instrucción del «Consilium»: representa la. unidad del sacerdocio; fomenta la
piedad; favorece la fraternidad sacerdotal. Cabe ahora preguntar: ¿Qué peso
tienen estos valores? ¿Es suficiente para contrapesar la pérdida probable de
las nueve misas ciertas que habría de más, casó de no haber concelebrado?
Es
cierto que la concelebración significa la
unidad del sacerdocio. Ya nos lo enseñó Santo Tomás[56]
y lo han repetido el, «Consilium» y las notas del primitivo esquema conciliar.
Estamos ante un valor de signo solamente; no ante un valor de causa. Porque la
concelebración no hace la unidad del sacerdocio cristiano. Esta unidad se hace
en la fuente de la que todos los sacerdotes participan, que es Cristo. Y ¿queda
compensada la probable pérdida del valor real de nueve misas por el hecho de
salvar una razón de simple signo? Estamos ante un caso típico de la
sobrevaloración del signo al que se sacrifican auténticas y grandes realidades
sobrenaturales: Un caso de regresismo teológico en materia sacramentaria y
sacrificial. Una vuelta al rito con perjuicio del contenido. No es necesario que
repitamos lo que hemos dicho en la reflexión tercera.
El
valor positivo de signo que tiene la concelebración, y que es auténtico,
justifica que se concelebre en determinados casos, pero no a diario. Conviene
traer á la memoria de vez en cuándo que nuestro sacerdocio, el de todos, es
uno. Y para ello hay oportunidades: el día del obispo, por ejemplo; el día del
superior de una comunidad; el día propio de un sacerdote particular. Asociarse
con él y concelebrar con él. El día aniversario de la ordenación de un grupo
sacerdotal. Pero concelebrar diariamente y por sistema creemos que no es
recomendable, porque la razón de signo, que es conveniente utilizar alguna vez
para que la unidad del sacerdocio no caiga en nuestro olvido, no compensa la
probable pérdida diaria de los otros valores más valiosos que hay en las nueve
misas que es presumible no se hayan contabilizado.
Y
se habla también del valor positivo de la piedad. Quienes aconsejan la
concelebración diaria dicen que con ella se fomenta la piedad. Posiblemente sea
así. Posiblemente no lo sea. Se trata ‑de un fenómeno del todo contingente. El fomento de la piedad depende de muchas
circunstancias. Y lo que a uno le hace bien, a otro no se lo hará. Hay quien se
siente más movido a piedad ante el recogimiento y el aislamiento que ante la
exhibición y la espectacularidad. En ocasiones sucede al revés. Sobre el
particular nada se puede decir con carácter absoluto. No, es esta razón, pues,
lo suficientemente firme para aconsejar, como norma general, la concelebración
de .todos los días y para todos los sacerdotes.
Y
respecto al tercer valor positivo de esta práctica, el del fomento de la
fraternidad sacerdotal, basta preguntarnos y responder con sinceridad : ¿Los
que concelebran se quieren más y fraternizan más por el hecho de concelebrar?
Nada
de cuanto acabamos de decir es para oponerse a la práctica de la
concelebración que la Iglesia ha venido practicando alguna vez, y que en
determinadas ocasiones es sumamente recomendable. El Concilio, obra de los
maestros en la doctrina, la recomienda basado en razones de contenido
tradicional y doctrinal: el uso antiguo de la Iglesia y la significación de la
unidad del sacerdocio. Esto último es una realidad que los sacerdotes pueden
tener olvidada, y que en la práctica olvidan más de una vez. No está mal
recordársela. Pero ¿ es necesario hacerlo todos los días, y esto con el
detrimento de la pérdida de los grandes valores de las misas que probablemente
se han perdido? Creemos que concelebrar todos los días es salirse del límite
de lo prudencial y de lo teológico. No lo es hacerlo alguna vez, como toque de
atención y como recordatorio de la unidad algo olvidada, o porque lo
justifiquen circunstancias singulares dignas de consideración.
III. - Sobre la Eucaristía como sacramento:
7. LA COMUNIÓN CON LAS DOS ESPECIES.
Este
es otro tema pastoral. A pesar de ser todavía actuales los motivos por los que
la Iglesia ha mantenido restringida esta práctica, hoy se está generalizando.
¿Es pastoralmente recomendable la generalización permitida, pero no impuesta,
consideradas las razones en las que la comunión con las dos especies se
fundamenta, si se tienen en cuenta los motivos todavía operantes que la
desaconsejan? Esta es la cuestión.
El
asunto de la comunión con una o con las dos especies es disciplinar más que
otra cosa. Tiene cierta base doctrinal, pero es sobre todo asunto reverencial y
social más que espiritual. Es lo primero porque en esta comunión se salva
perfectamente la razón de signo que tienen los sacramentos. Es lo segundo,
porque la higiene y la reverencia tienen en esto su intervención. Y respecto de
lo tercero, hay que decir que la vida espiritual no gana ni pierde con esta
práctica o sin ella. Disciplinarmente ha cambiado la costumbre a lo largo de la
historia de la Iglesia. No interesa hacer aquí una historia detallada de la
disciplina sobre el caso. Baste afirmar que hasta el siglo XII prevaleció la
comunión con las especies de pan y de vino, sin que esto fuera práctica
cerrada. Las excepciones no eran raras, y en determinadas coyunturas o
circunstancias eran permanentes e incluso se institucionalizaban. La historia
cita los casos de persecución, la comunión de los enfermos, la práctica de
los anacoretas. A partir del siglo XIII prevalece en la Iglesia latina esta
comunión reservada sólo para el sacerdote celebrante; para los demás, sean
sacerdotes o simples fieles, una especie sola. En la Iglesia oriental, ortodoxa
y unida, está en vigor la comunión con las dos, también para los fieles. El
Concilio de Trento determinó que la Iglesia latina continuara con la costumbre
que ya venía practicándose desde el siglo XIII[57].
En
el actual movimiento de la reforma litúrgica se ha establecido una disciplina
más flexible, disciplina que hasta el presente está señalada en la
constitución Sacrosanctum Concilium y en la subsiguiente Instrucción del «Consilium».
La constitución dice así: a manteniendo firmes los principios dogmáticos del
Concilio de Trento, la comunión bajo las dos especies puede concederse en los
casos que la Sede Apostólica determine, tanto a los clérigos y religiosos como
a los laicos, a juicio de los obispos»[58],
Y cita tres casos: el de los ordenandos en la misa de su ordenación; el de los
profesos en el día de su profesión; el de los neófitos en la misa que sigue a
su bautismo. La Instrucción amplía mucho más la práctica, hasta el punto de
que en algunos casos puede resultar diaria. Esto sucederá en las Iglesias en
las que se concelebra todos los días. Todos los que en ella desempeñan algún
oficio litúrgico, todos los miembros del Instituto al que pertenece la iglesia
en la que se concelebra y los que en ellas viven habitualmente aunque no sean
miembros del Instituto en cuestión, pueden comulgar con las dos especies[59].
¿Cómo
se puede valorar desde el punto de vista doctrinal y pastoral esta práctica
diaria que se está imponiendo?
Recordábamos
en la reflexión tercera que entre los sacramentos cristianos y los sacramentos
judíos se daba la notable diferencia de que éstos sólo significaban la gracia que viene de Cristo. Aquellos, o. sea
los nuestros, además la contienen y la
dan. Los sacramentos de la nueva ley son las tres cosas. signos,
depósitos y medios que confieren la gracia del Señor.
El
sacramento que se confiere con las dos especies verifica en sí perfectamente
estas tres notas. Con ellas se significa
bien lo que la Eucaristía tiene de banquete, porque el banquete consta de
los dos elementos, manjar y bebida. En las dos especies se contiene Cristo, y se contiene en su totalidad: bajo las dos
está todo entero. Y en ellas se nos da Cristo,
también en su totalidad.
En
la comunión, en cambio, con una sola especie sufre algún quebranto la nota
primera, porque el banquete no se significa a la perfección con una especie
sola, sino con las dos. Las otras notas no sufren menoscabo, porque en una
especie sola está Cristo entero; y en una sola también se da totalmente[60].
Con ello queda dicho que el menoscabo lo sufre lo que es común a nuestros
sacramentos con los sacramentos judíos. Lo que es propio y característico de
los nuestros queda intacto.
Pero
resulta que por el hecho de salvar a la perfección la razón de signo, que no
es la específicamente cristiana, sino la judía, aunque los nuestros la tengan
también, aparecen varios inconvenientes de orden práctico: unos higiénicos y
convivenciales; otros religiosos y reverenciales. Y aquí surge el problema
pastoral. La comunión con las dos especies tiene peligros de higiene y de
convivencia. Beber muchos en el mismo cáliz es lo mismo que beber con un solo
vaso los que comen en una mesa. Ni se diga que el problema se salva con el gesto
inoperante de pasar un pañito por el bordillo. La higiene de hoy no va con
esto. Ni va tampoco beber todos con un canuto, que viene a ser algo parecido a
usar todos el mismo cubierto. Hay también peligros de irreverencia
el
amasijo del pan y del vino, que se hace en alguna modalidad de la comunión que
comentamos; la bebida en el cáliz. cuando se trata de. menores, de enfermos o
de personas indecisas... Es cierto que algún peligro de este género siempre
existe; también en la comunión con el solo pan, pues las partículas caen en
los comulgatorios. Pero, ¿por qué añadir el peligro mayor, que es el del
vino, al hecho de tener un peligro menor, el de las partículas del pan?
¿Quedan
compensados los peligros verdaderos que se acaban de señalar por el único bien
positivo que añade la comunión con las dos especies, que es salvar la
perfección, del signo? No decimos salvar el signo, porque éste queda a
salvo con una sola; sino salvar la perfección
del signo. Bien entendido que, a pesar de que el signo no sea perfecto, es
perfecto lo que contiene y lo que da, que es la totalidad de Cristo.
Hoy,
después de la apertura de la Instrucción del «Consilium», tienen todavía
vigencia estas palabras de Santo Tomás: «Por parte de quienes lo reciben se
requiere suma reverencia y cautela, no acaezca cosa que ceda en injuria de
misterio tan grande. Esto podría suceder en la comunión de la sangre que, al
tomarse sin precaución, se derramaría con facilidad. Y pues ha crecido el
número del pueblo cristiano, compuesto de ancianos, jóvenes y párvulos, de
entre los que algunos no tienen discreción para poner el debido cuidado para
usar el sacramento, ciertas iglesias no dan la sangre al pueblo, sumiéndola
sólo el sacerdote»[61].
El
Concilio de Constanza ordena que comulgue el pueblo con una sola especie, según
se había establecido. Y esto para evitar
peligros y escándalos[62].
Los peligros persisten todavía hoy, como hemos recordado al hacer nuestras
las palabras de Santo Tomás. Y el de Trento insinúa que son graves
y justas causas las que indujeron a la Iglesia a determinar que la comunión
se diera con una especie sola[63].
8. LA COMUNIÓN EN LA MISA.
La
Eucaristía es sacrificio y es sacramento. Como sacrificio desempeña Cristo en
ella funciones de sacerdote y de víctima a la vez; sacrifica y es sacrificado;
ofrece y es ofrecido. Como sacramento, es manjar. El acto sacrificial es la
misa; el sacramental, la comunión. ¿ Cómo debe enfrentarse el pastor de los
fieles con estas dos realidades? Tiene algo que hacer aquí la pastoral? ¿La
comunión es un simple banquete o es un banquete litúrgico y sacrificial?
¿Qué interés tiene la comunión dentro de la misa?
No
son dos cosas desconectadas. La Eucaristía no es para. nosotros un simple
banquete; es un banquete litúrgico. Con valor de alimento, por banquete; y de
latría o culto a Dios, por sacrificial. Es un sacramento‑sacrificio. De
hecho se hacen las dos cosas con un solo acto. Con la consagración se convierte
el pan en Cristo‑víctima que se ofrece al Padre; y en Cristo‑manjar
que se nos da a nosotros.
El
Concilio de Trento hizo a los fieles que asisten a la misa la recomendación de
que comulguen en ella, porque de esta manera percibirán más abundantemente el
fruto del sacrificio[64].
Santo Tomás se plantea el problema de si el sacerdote que ofrece el
sacrificio debe comulgar en su misa, y justifica la respuesta afirmativa
partiendo de una doctrina de San Agustín, que hace suya. Sus reflexiones a
propósito del sacerdote valen también para la comunión de los fieles en la
misa de que participan y ofrecen, como vamos a ver luego[65].
La
práctica pastoral se ha despreocupado bastante de la recomendación tridentina
de que comulguen los fieles en la misa a la que asisten. Probablemente por no
tener en cuenta el fondo doctrinal de lo que se recomendaba, que no es otro sino
la conjunción del sacramento y el sacrificio. Se ha considerado mucho que la
comunión es un banquete; y no se ha parado tanto la atención en que no es un
banquete simple, sino un banquete litúrgico o sacrificial. La pastoral
litúrgica viene trabajando en favor de la práctica de que hablamos, y, a Dios
gracias, se está imponiendo la costumbre. Pero corre el peligro de que nos
quedemos con una justificación pragmática de la misma. Sería de desear que el
gran interés que los pastores ponen en que la práctica se lleve a cabo se
pusiera también en el adoctrinamiento. de los fieles para que vieran su
justificación, que es la asociación al sacrificio y la participación del bien
espiritual que esto reporta.
Los
valores del sacramento y del sacrificio son distintos y se complementan. El
sacramento es un bien que de arriba le viene al hombre; el hombre es su
destinatario y, como es natural, es también quien se beneficia. La Eucaristía,
en lo que tiene de sacramento, es un manjar que le alimenta, haciéndole crecer
en la vida espiritual. La gracia que da es la cibativa, la gracia-alimento. El
sacrificio, en cambio, es algo sagrado que va de abajo arriba. Tiene como
destinatario a Dios, a quien se ofrece, y en nosotros es un acto de latría o de
honor tributado al Señor. Realizando este acto de latría o participando en el
sacrificio, nos sacralizamos. Hay, pues, en el sacrificio, dos destinatarios:
Dios, como término del culto, y nosotros, que nos beneficiamos de este acto
cultual. La comunión-banquete nos da un alimento que conserva y aumenta la vida
espiritual. La comunión-banquete-sacrificial o la comunión en la misa nos da,
además, un carácter sacralizado.
San
Pablo escribió una bella página sobre el caso en la primera carta a los
corintios. Viene a decirnos que el banquete litúrgico hace a los comensales
participantes del carácter sagrado del numen al que se ofreció la víctima que
se come. Es un proceso descendente, inverso al ascendente de la sacrificación y
del ofrecimiento. Aquí se da algo al numen. Pero resulta que el numen santifica
el altar que le está dedicado; el altar santifica a la víctima que sobre él
se sacrifica; y ésta sacrifica a quien la come. Y así resulta que los
comensales de los banquetes idolátricos participaban de la santidad negativa de
los ídolos; el comensal del banquete litúrgico judío participaba de la
santidad legal; el comensal del banquete litúrgico cristiano participa de la
sacralidad del Señor[66].
«Todo
el que ofrece sacrificio ‑dice Santo Tomás‑ debe participar de él,
porque, como dice Agustín, el sacrificio que exteriormente se ofrece es señal
del interior con el que uno mismo se entrega a Dios. Participando del sacrificio
externo se significa que el interior se ofrece también... Se hace partícipe
cuando se come de él, conforme dice el Apóstol: ¿ No son acaso partícipes
del altar los que comen la hostia?»[67].
La participación en el banquete da vida; la participación en el banquete
sacrificial implica la sacrificación del participante. Y ésta es
sacralización; es conversión en sagrado de todo lo bueno natural que hay en el
comensal; y es convertir en víctima o matar o hacer desaparecer todo lo malo
que tiene.
Una
pastoral tan laudable como la que hoy está dedicada a la instauración de la
práctica de la comunión en la misa debe llegar hasta aquí; y no puede
quedarse sólo en el pragmatismo del hecho, sin hacer ver su trascendencia
doctrinal y espiritual.
9. COMUNIÓN Y COMUNIDAD.
El
término comunión goza el favor de la
pastoral del día y necesita puntualizaciones y explicaciones, porque se juega a
veces al equívoco con él. La comunión es el acto de comer que se realiza en
el banquete. Pero se llama comunión también a la comunicación, a la comunidad
y a la unión de muchos. Y así se dice, por ejemplo, que la Iglesia es una
comunión. Fórmula que puede tener tantas traducciones cuantas clases de
comunidad pueda haber en ella: comunidad de gracia o de vida sobrenatural,
comunidad de fe, comunidad de culto, comunidad de apostolado, comunidad
simplemente social o de convivencia. Y por lo tanto es comunión
de todo esto.
¿Qué
sentido. se da a la fórmula cuando se habla de la relación entre la
comunión-banquete eucarístico y la comunión Iglesia-comunidad? ¿Se trata de
una relación de signo, o es, además, una relación de causa? Y si la
comunión-banquete es causa de la comunión-comunidad, ¿de qué
comunión-comunidad es causa? Porque acabamos de decir que el término es muy
equívoco. ¿ Se trata sólo de una comunidad convivencial, social y externa, o
se llega también a una comunidad de vida sobrenatural, de la que la primera
sería sólo signo? Si la pastoral quedara solamente en la primera estaríamos
ante otro caso típico de pastoral judía en materia sacramentaria, detalle que
ya se ha advertido en reflexiones anteriores.
«La
unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está
representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico», dice la
constitución Lumen gentium[68].
Signo y causa de la comunión o comunidad eclesial dice también Pablo VI que es
la Eucaristía: «El simbolismo eucarístico nos hace comprender bien el
efecto propio de este sacramento, que es la unidad del cuerpo místico»[69].
En la Eucaristía son muchos los simbolismos de una pluralidad que se convierte
en unidad. Los Padres, la liturgia, la teología,
recuerdan los muchos granos de trigo que se hacen un solo pan; los muchos granos
de uva que se hacen un solo vino; las dos materias y las dos formas
sacramentales que constituyen un solo sacramento; el vino y un poco de agua, que
hacen una sola materia sacramental. Todo ello para significar que quienes
reciben el sacramento eucarístico han de ser uno, aunque sean muchos; y que, al
significarlo, lo hace. Es lo que escribió Santo Tomás con su clásica brevedad
y exactitud: «Res sacramenti (eucharistiae) est unitas corporis mystici.» «La
unidad del cuerpo místico es el efecto del sacramento de la Eucaristía»[70].
Pero
¿a qué unidad se refiere y con qué unidad se relaciona la comunión-banquete?
Sin duda ninguna a la unidad interna, a la unidad de vida sobrenatural. Ésta es
la que se significa y se causa en última instancia. El Evangelio y San Pablo
son claros. La comunión eucarística nos unifica vitalmente a Cristo: «Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la
vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y
yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en
mí y yo en él»[71].
Y esta comunidad de vida con Cristo no es con Él como individuo, sino con Él
como cabeza. Se realiza por la comunicación de su vida divina á nosotros; y no
es la suya personal la que nos da y por la que nos santificamos, sino la suya
como cabeza nuestra. Con lo que se viene a comprender la segunda fase de la
comunidad vital, a la que alude San Pablo cuando escribe a los corintios:
«Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de
ese único pan»[72]. La participación que el
comulgante recibe de la vida de quien es su manjar, que es Cristo-cabeza, le une
con todos aquellos que de una manera u otra están implicados en la
vida de ese manjar o están conectados con ese pan o con esa cabeza.
Hace
falta que el cristiano tome conciencia de esta unidad del cuerpo místico realizada por la comunión, y de la responsabilidad
que esto lleva consigo en orden a nuestras relaciones con los demás por
exigencia de la vida eucarística que vivimos.
La
pastoral debe llegar hasta aquí. Debe cargar el acento en esta realidad
sobrenatural. Y no siempre se carga el acento con la insistencia que el asunto
merece. A veces queda la relación comunión-comunidad en los lindes de una
comunidad externa y social significada y realizada por la comunión. Comunidad
que, aunque valiosa en sí, es sólo símbolo o preparación de otra más
íntima y vital, que es la del cuerpo místico, la de la gracia, la del amor y
la caridad. Se habla mucho de una comunidad social, porque ante la mesa del
altar no hay diferencias entre nacionales y extranjeros, entre ricos y pobres,
entre señores y criados, entre jefes y dependientes. Es cierto. Pero los lazos
de nuestra unión no son sólo la mesa en torno a la cual nos sentamos. Los que
da la Eucaristía son mayores. Se sintetizan en ese elemento divino que «siendo
uno y el mismo numéricamente, llena y une toda la Iglesia», como recuerda Pío
XII copiando literalmente a Santo Tomás[73].
Cuando
no se llega en la pastoral hasta aquí, desvalorizamos una vez más la teología
sacramentaria. Porque, si bien es cierto que la comunidad externa se realiza en
torno a la mesa, y que por lo tanto hay aquí una causalidad, también es cierto
que esta misma comunidad exterior tiene valor de signo respecto a la ulterior v
sobrenatural. Quedarse con la primera es quedarse con una valoración
predominantemente judía, lógica o de signo. La pastoral debe tender también,
y con .mayor razón, a poner de relieve las relaciones causales entre la
comunión y la comunidad sobrenatural en la gracia y en el amor.
10. VALORACIÓN ESCATOLÓGICA DE LA EUCARISTÍA.
Se
trata de las relaciones entre la Eucaristía, la resurrección, la gloria y la
segunda venida del Señor. Las fuentes de la revelación dan testimonio de que
existen. El sermón de la promesa relaciona la comunión con la resurrección,
la inmortalidad y la vida eterna. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
la vida eterna y yo le resucitaré en el último día... Este es el pan bajado
del cielo, no como el pan que comieron los padres y luego murieron. El que come
este pan vivirá para siempre»[74].
Aparece también el carácter escatológico en el relato de la institución:
«Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día que lo
beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre»[75].
Y San Pablo: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis
la muerte del Señor hasta que Él venga»[76].
Y hablando del cuerpo resucitado del Señor, el cuerpo que precisamente está
hoy presente en la Eucaristía, dice de él que es «espíritu vivificante»[77].
No sólo da la vida de la gracia, sino también la biológica, la que el hombre
vuelve a tener por la resurrección, de la que precisamente habla el Apóstol en
el capítulo que citamos.
Las
celebraciones litúrgicas hacen suyas hoy muchas veces estas referencias de San
Juan y de San Pablo. Y es tradicional la recitación de la antífona de Santo
Tomás en la que se recuerda que por la Eucaristía se nos da «la prenda de la
gloria futura».
Parece
natural que al llamar la atención del pueblo fiel hacia esta realidad, por lo
demás tan verdadera y tan útil, cuide el pastor de llenarla de contenido y de
no dejarla sin constatación. Porque entre la gracia santificante y la
conservación de la vida biológica hay relaciones estrechas. En el estado de
inocencia las concretó Dios en el don preternatural de la inmortalidad. La
gracia de aquel estado había recibido una virtud especial para dar coherencia a
las partes integrantes del hombre que por natural desgaste tienden a disolverse.
Esta virtud no la tiene la gracia cristiana. El cristianismo ha de pasar por la
muerte, porque es la sanción del pecado. Y además porque ha de pasar por donde
el Señor pasó, para valorar el acto trascendental de la vida que es la muerte
como ]el lo valoró. En nuestra economía cristiana la gracia da la
conservación de la vida biológica a través de la resurrección.
Si
recordamos que la gracia cristiana, en lo que tiene de vivificadora, procede de
la Eucaristía recibida sacramentalmente o recibida sólo en voto y por deseo[78],
llegaremos a la conclusión de que entre la comunión, la resurrección y la
subsiguiente inmortalidad puso el Señor lazos muy íntimos que las traban.
Quien comulga tiene ya en sí un principio que presiona hacia la resurrección,
hacia la inmortalidad y hacia la gloria. La gracia que vivifica viene de la
Eucaristía. Lo dijo el Señor: « Si no coméis la carne del Hijo del hombre no
tendréis la vida en vosotros»[79].
Y la gloria es el desarrollo normal de la gracia que vivifica, a la que San
Pedro llama semilla incorruptible[80]
y San Juan semilla de Dios[81],
cuya plenitud es la gloria precisamente[82].
La
gracia santificante o vivificadora que nos da la comunión del cuerpo del Señor
tiene, pues, un título, que vamos a calificar de ontológico, a la
resurrección y a la gloria. Presiona para que, venida la muerte a la que hay
que pagar tributo por el pecado y por la necesidad de semejarnos a Cristo,
vuelva la vida. Presiona también para que la vida llegue a la plenitud de la
gloria, sin la que su vitalidad quedaría truncada, como la de la semilla que no
llega a la plenitud del árbol y la del embrión que no llega a la plenitud del
hombre. Está, además, el título moral del mérito, porque los actos buenos,
valorados por la gracia que vivifica, son meritorios de la vida eterna. Y esta
gracia llega al hombre por la Eucaristía, como nos acaba de decir el texto
citado de San Juan. Y está, por último, el título basado en la palabra dada
por el Señor. Es Él quien dijo que comiendo su carne y bebiendo su sangre se
alcanzaría la vida eterna.
Todas
estas fundamentaciones del valor escatológico de la comunión, de sus
relaciones con la resurrección y con la gloria, proyectan luz sobre las
afirmaciones que con frecuencia hacen la liturgia y la pastoral. Y es de desear
que a la pastoral buena de enseñar el hecho, se añada la pastoral todavía
mejor de explicar las motivaciones del hecho.
IV. - Sobre la Eucaristía como convivencia:
11. LA RESERVA EUCARÍSTICA.
Los
sacramentos no son instituciones hechas en serie. Tienen muchas coincidencias,
pero hay en ellos notas especiales que caracterizan la estructure de cada uno.
No son realidades de las que en lenguaje clásico se llaman unívocas. Más bien
se clasifican entre las análogas; realidades con muchos parecidos, pero con no
pocas diferencias. Una de éstas se refiere a la pervivencia del propio sacramento. Los sacramentos existen
cuando se reciben. Al recibirlos dejan sus efectos, si quien los
recibe no lo ha impedido. Hecho esto, desaparecen. El del bautismo, por ejemplo,
existe cuando se derrama el agua pronunciando las palabras sacramentales. Luego,
ya no existe. Desaparece, dejando en quien lo recibió dos efectos de distinta
radicación: la gracia, que se puede perder, y el carácter, que es indeleble.
La
Eucaristía es excepción, porque es un sacramento permanente. No existe sólo cuando se usa o cuando se comulga. No es
sólo una virtud que actúa al recibirla; es una cosa subsistente que,
recibiéndola o sin recibirla, tiene permanencia por sí misma,
independientemente de los sujetos que la utilizan o se benefician de ella. Es el
cuerpo del Señor[83].
Esta
presencia permanente plantea temas
pastorales de carácter dogmático y de carácter espiritual. ¿Está presente
el Señor cuando no se ofrece en sacrificio y cuando no se comulga? ¿Está
presente fuera de la misa y fuera de la comunión? ¿Está presente en el
reservado? Y, caso de estar presente, ¿ es recomendable pasar el tiempo en
compañía del Señor sacramentado?
Para
las primeras preguntas tiene nuestra pastoral católica respuestas definitivas e
insoslayables. El Señor está presente también cuando no se recibe ni se
ofrece. Nuestros hermanos separados vienen negando desde el siglo XVI la
presencia real, no sólo en el reservado, sino también en el uso. Hoy se
advierten corrientes de aproximación y se habla ya entre ellos de cierta
presencia, no del todo bien determinada[84],
cuando se ofrece el sacrificio y cuando se comulga. Demos gracias a Dios por
estas tentativas de aproximación. Pero en este movimiento ecuménico aparece a
veces algún intento de liquidación dogmática. El Señor no está presente en
la reserva. Naturalmente, quien diga esto lo dirá en tono bajo. En tono alto se
acallaría en seguida, porque se trata de materia de fe. Pero no dejan de
existir casos comentados y aislados que pueden constituir peligros de
generalización. Será el sacerdote que confidencialmente dice a la persona que
hace oración ante el expuesto, que allí hay sólo un signo, pero que no está
el Señor. O el director de ejercicios que los empieza con una andanada del
mismo género. O el consejero que se acerca a un grupo de personas piadosas
diciéndoles sencillamente que busquen en el Evangelio la afirmación de que
está presente en el reservado, manifestándoles así veladamente su negación.
De estos pastores habló Yavé por boca de Jeremías cuando dijo: «Han entrado
a saco en mi viña y pisotearon mi heredad; han convertido mis deleitosos campos
en desolado desierto»[85]. Porque no es necesario
encontrar en el Evangelio una afirmación de que el Señor está en el
tabernáculo Dice que está en el pan consagrado, y basta. Por lo tanto, donde
esté el pan consagrado estará Él: en el altar, en el comulgatorio, en el
tabernáculo, en la calle o en un ambiente donde se le profana.
Y
dada la aceptación católica de la presencia real permanente, viene la pregunta
de contenido espiritual. La compañía que se hace al Señor, ¿es recomendable
o es pérdida de tiempo? Alguien podrá decir o dice que es pérdida de tiempo;
que Cristo no nos espera en el sagrario, sino en
el otro, que es donde se hace más vivo y operante. En el otro, en quien
vive porque tiene gracia. O en el otro, en quien vive para darle la gracia. No
es necesario repetir aquí lo que ya dijimos en la primera reflexión. Cristo
está en el otro, ciertamente. Pero ¡cuán inferior es la presencia en el otro
de la presencia en la Eucaristía! De una presencia por representación y de una
presencia por la posesión de la gracia, a una presencia real y sustantiva, la
diferencia es grande.
Está
en el tabernáculo y quiere que estemos
con Él. Porque la primera compañía, la que le hacemos en el otro, con ser
tan buena, no le basta. Quiere también esta voluntad de la que nos dio
lecciones con su ejemplo. El vino a buscar a Dios en los otros, a poner a Dios
en los otros, a darnos la gracia. En los otros veía a Dios; dialogaba con Dios
en los otros. A esto se redujo su vida de apostolado. Y quien lee el Evangelio
en sus líneas y entre sus líneas sabe que por la noche se retiraba a
solas a hablar con el Padre. Y esta voluntad suya, manifestada con el
ejemplo, va también con su sicología de hombre. Era en todo igual a nosotros
menos en el pecado, nos dirá San Pablo. Y en la Eucaristía está Él, el
hombre-Dios. Su presencia característica en el altar y en el sagrario es
la del hombre. Como Dios está en todas partes sustancialmente en virtud del
atributo de inmensidad. Como hombre está en el cielo y en el sacramento. El
amor que en la Eucaristía nos está teniendo como hombre es sobrenatural, pero es humano. Y el amor es buscador de compañía; de la mayor
compañía posible. De la del recuerdo, de la de una representación, de la
presencia física. Pudo hacer posible esta última. este es uno de los motivos
por que se quedó sacramentado. Y ahí
está a nuestra espera.
Y
quiere nuestra presencia física ante Él en el sagrario porque desea sernos
útil con ello. Pablo VI escribió sobre esto una página de antología en la
encíclica Mysterium fidei. «Durante
el día no omitan los fieles el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que
debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las
iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es signo de
gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor allí
presente. Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una
incomparable dignidad. Ya que no sólo mientras se ofrece el sacrificio y se
realiza el sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es
conservada en las iglesias y en los oratorios, Cristo es verdaderamente el
Emmanuel, es decir, Dios con nosotros'. Pues día y noche está con nosotros,
habita con nosotros lleno de gracia y de verdad; ordena las costumbres, alimenta
las virtudes, consuela a los afligidos, incita a su imitación a todos los que
se acercan a Él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes
de corazón, y a buscar no las cosas propias sino las de Dios. Cualquiera, pues,
que se dirige al augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se
esfuerza a su vez en amar con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama
infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin grande gozo y
aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo
en Dios y cuánto valga entablar conversaciones con Cristo. No hay cosa más
suave que ésta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad»[86].
Por
Emilio Sauras. O. P.
Instituto
Pontificio de Teología Torrente (Valencia – España)
[1] Metafísicas,
lib. 1, cap. 2
[2]
Escribíamos
hace bastantes años en "La Ciencia Tomista" a propósito de la
definición que se da de la teología diciendo que es "la metafísica
de lo sobre natural", que muchas veces se hacía una teología que
tenía mucho de metafísica y poco de sobrenatural. Es cierto que este
talante inmoderadamente aséptico se va superando a ojos vistas, pero
todavía queda algo que enmendar. (Cf. "La Ciencia Tomista", 64
(1943), 329‑332.)
[3] La Sagrada Escritura es el depósito escrito de la verdad revelada.
Esta verdad, que es palabra de Dios manifestada a través de instrumentos
humanos, tiene varios criterios de interpretación: unos, que llamaríamos
auxiliares y son las ciencias humanas. Y otro, propios y específicos: el
Espíritu Santo que se interpreta a sí mismo en otros lugares de la Biblia;
el magisterio, que tiene asistencia infalible para ello; la tradición; el
sentido divino de la fe que hay en el pueblo de Dios… Y a veces se
advierte un desequilibrio en el uso de los unos y de los otros, inclinando
la balanza en favor de los primeros con manifiesta desvalorización de la
palabra de Dios. Pío XII advierte sobre la necesaria y equilibrada.
utilización de las dos clases. (Cf. encíclica Divino
af flante Spiritu, del 30 de
septiembre de 1948, nn. 15‑16.)
[4]
(4) "Illud cui assentit intellectus (la verdad) non movet intellectum
ex propria virtute, sed ex inclinatione voluntatis. Unde bonum
quod movet affectum se habet in actu fidei sicut primum movens; id autem
cui intellectus assentit, sicut movens motum." (De Veritate, q. 14,
a.2, ad 13m.)
[5] CL E. SAURAS, O. P., Immaneneía
y pragmatismo de la teología, en "Revista Española de
Teología", 5 (1945), 3175‑403
[6]
Hebreos 1, 2.
[7] Cf. Juan 8, 32; 14, 6.
[8]
Jun, 1, 9.
[9]
Gálatas 2, 20 ; 4, 19.
[10] Pablo habla a los, fieles de Corinto sin eufemismos sobre la presencia
real. Cf. I Cor. 10, 1C‑17; 11, 24. Y
les habla con claridad porque están preparados para entenderle : Cf. 1
Cor. 1o, 15.
[11]
El
ejemplo del sermón de Cafarnaún, cuando los judíos entendieron tan mal la
doctrina del Señor sobre la presencia real eucarística, obliga a los
pastores a ser cautos y prudentes. Así hace Pablo cuando los destinatarios
de su carta no están capacitados para interpretar lo que sobre el caso
podría decirles. Hablando de las analogías entre el sacerdocio de
Melquisedec y el de Cristo, recuerda que Melquisedec se interpreta como rey
de justicia y rey de paz; y que, además, aparece en la biblia sin
genealogía ascendente y sin descendencia ninguna. Todo ello tiene misterio
y va con Cristo, sacerdote de paz y de justicia y sacerdote eterno. (Cf.
Hebreos 7, 2‑3.) En cambio, nada dice de lo más característico de
Melquisedec, que es la ofrenda del pan y del vino. Este detalle lo calla a
los Hebreos. No estaban preparados para entender todo el misterio del
sacerdocio de este Patriarca (Cf. Hebreos 5, 11).
[12] Cf. "Sel.ecciones de Teología", n. 28, p. 341.
[13] CL Matea 25, 37‑40. Cristo está en sus hermanos menores, en las
pobres y desgraciados, coma dice en Matea. También está en quienes viven
la gracia cristiana. Así estaba en Pablo (Gálatas 2, 2.0'), y Pablo
deseaba que estuviera en los fieles de Galacia (Gálatas 4, I9).
[14]
CL Matea 18, 20.
[15] Constitución Sacrosanctum Concilium,
n. 7
[16]
Ene. Mysterium. ficiei, p. 41. La cita está hecha por la edición de "Sígueme", Salamanca,
1965. Siempre que en este trabajo cinemas la encíclica lo haremos por esta
edición.
[17] "Instrucción sobre el culto de la eucaristía", n. 9.
[18] "Relatio de opinionibus periculosis hodiernis, necnon de atheismo",
p. 13. Presentada al Sínodo de Obispos en 1967.
[19] Summa Teológica, III, 62, 5. Cf. la nota 33 de este mismo trabajo.
[20] Denzinger. 355, 883.
[21]
Denzinger.
876.
[22]
Cf.
SAURAS, El Cuerpo Místico de Cristo,
cap. 1, art. 3.
[23] Mysterlum fidei, p. 25.
[24]
Cf.
V. FORCADA, O. P., La Eucaristía en
el misterio de la Iglesia, en "Teología Espiritual", 9
(1985), 437.
[25] Mysterium fidei, p. 15.
[26]
Son
instituciones de carácter visible en las que se contienen elementos
invisibles y espirituales. El hombre ‑es un compuesto de estos dos
elementos porque tiene materia y espíritu. Y su actividad específica, que
es la intelectual, empieza por los sentidos y termina convirtiendo en idea
la sensación (Cf. Suma Teológica, III, 60, 6).
[27] Denz. 695.
[28] San Pablo habla de dos plenitudes: la plenitud de los tiempos, que es
la primera venida del Señor (Cálatas 4, 4), y la plenitud de Cristo, que
llegará al final de los tiempos (Efesios 4, 13).
[29] Juan 3, 5; Efesios, 5, 26; Tito 3, 5.
[30] Hechos 8, 18; II Timoteo 1, 6.
[31] Juan 6, 50 ss.
[32] C.f. Suma Teológica, III, 62, 1.
[33] Cf.
Suma Teológica, III, 62, 5. Hay causas que en
términos clásicos se llaman subordinadas per
se o in operando; y causas subordinadas per accidens o in essendo. En las subordinadas per se o in operando, el
movimiento de la segunda depende del movimiento y de la acción de la
primera. Es el caso del engranaje de las ruedas de un reloj. Esto sucede con
los sacramentos. El símil utilizado por Santo Tomás es exacto: causa
principal, causa instrumental unida a la principal y causa instrumental
separada. El símil en nosotros sería. causa principal, el alma; causa
instrumental unida, el brazo; causa instrumental separada, la pluma con que
escribo. Las tres causas están actuando en este momento. Como actúan el
Verbo, causa principal, la humanidad asumida por El, causa instrumental
unida, y el sacramento, causa instrumental separada. Las tres actúan cuando
se confiere éste o cuando se utiliza esta institución o este operatum.
[34]
Cf. Suma Teológica, III, 69, 8.
[35] Suma
Teológica, III, 73, 3.
[36] "La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan
eucarístico" (Lumen. gentium,n.
3). "El efecto propio de este sacramento es la unidad del cuerpo
místico" (Mysterium f Wei, p.
45).
[37] Constitución Sacrosartctum Concilium, n. 48.
[38] Cf. Suma Teológica, III, 65, 1.
[39]
Cfr. Denzinger, 938.
[40]
Sacrosanctum Concilium, nn. 48, 51, 52.
[41]
lb. n. 48.
[42] Mysterüim f idei, pp. 31‑33.
[43]
Hebreos 10, 5‑10.
[44] Juan 17, 1.
[45] (45) Juan 6, 57.
[46] Lucas 11, 6‑13.
[47] Hebreos 7, 25. Habla aquí el Apóstol de la función sacerdotal de
Cristo en el cielo. La función propia del sacerdote es sacrificar, como el
propio Pablo ha dicho poco antes en el capítulo cinco de la misma carta.
Con lo que se viene a concluir que Cristo sacerdote valora su sacrificio
eterno con una valoración impetratoria. "Siempre vive para interceder
por ellos", dice el texto.
[48] Canon, romano, oración del memento de los vivos.
[49] Suma Teológica, III, 82, 2.
[50] Cf.
D. BOTTE, Note histarique sur la concélebratian dans l'eglíse an cíenne, en "La Maison‑Dieu", n.
35, 1953.
[51] Lo que hasta ahora estaba en vigor en la iglesia latina consta en el
canon 803: la concelebración estaba permitida en la ordenación de los
presbíteros y en la consagración de los obispos. La costumbre. de
Concelebrar en la consagración de los obispos aparece, ya. en el siglo XII.
La de ordenación de los sacerdotes estaba en vigor en algunas iglesias en
el siglo XIII (Cf. Suma Teológica, III,
82, 2).
[52] Esquema de .la constitución Sacrosanctum
Cancilium presentado por la comisión preparatoria a la primera sesión
del concilio, n. 44
[53] Constitución Sacrosanctum Concilium, aprobada en la sesión segunda
del Vaticano II, n. 54.
[54] Instrucción sobre el culto de la eucaristia emanada del "Consilium",
n. 47.
[55] Cf. J. M. R. TILLARD, La
portee theologique de la concélebration, en "Liturgie et vie
chrétienne", 1964, pp. 83‑92.
[56] Suma Teológica, III, 82, 2. Esta referencia de Santo Tomás se
encuentra, justificando la concelebración, en la nota del primitivo esquema
presentado por la comisión preparatoria.
[57]
Denz. 930, 935‑936.
[58] Sacrosanctum Concilium, n. 55. En el orden doctrinal se limita a decir
el concilio de Trento que no hay obligación fundada en derecho divino de
comulgar con las dos especies, aunque el Señor instituyera el banquete con
las dos; y que es suficiente comulgar con una sola. En el orden práctico
dice que graves y justas causas aconsejaron a la Iglesia la práctica de
comulgar con una sola (Denz. n. 931).
[59] "De ahora en adelante, a juicio de los obispos, y previa la
conveniente catequesis, se permite la comunión del cáliz en los siguientes
casos... 8) en caso de concelebración : a) a todos los que en la
concelebración desempeñan un verdadero ministerio litúrgico, aunque sean
laicos, y a todos los alumnos de los seminarios que asisten ala misma. b) en
sus iglesias, a todos los miembros de los Institutos que profesan lo
consejos evangélicos; a los miembros de otras sociedades que se consagran a
Dios con votos religiosos u oblación o promesa; además a todos los que
habitualmente viven en la casa de los miembros de dichos Institutos y
sociedades" (Instrucción sobre el culto de la eucaristía, n. 32). Si
se tiene en cuenta que en el n. 47 aconseja esta misma Instrucción que se
concelebre todos los días, .resulta que la comunión con las dos especies
se convierte en diaria.
[60] Las definiciones tridentinas a este respecto, cf. Denz. 883‑886.
[61] Suma Teológica., III, 80, 12.
[62]
Denzinger 626.
[63]
Denzimger 930.
[64]
Denzinger 944.
[65] Suma Teológica, III, 82, 4.
[66] Tal es el sentido subyacente del pasaje de los corintios al final del
cual concluye el Apóstol que quienes han participado en los banquetes
litúrgicos de los paganos no pueden participar en el banquete litúrgico
cristiano, puesto que se han hecho participantes de la sacralidad negativa
de los ídolos (I Cor. 10, 14‑22).
[67]Suma Teológica, III, 82, 4. El proceso que sigue Santo Tomás en este
pasaje le lleva a concluir que el sacerdote que ofrece el sacrificio ha de
comulgar en él. Sus reflexiones valen también, y por la misma razón que
él aduce, para los fieles que ofrecen el mismo sacrificio, aunque no
valdrían para quienes asisten a la misa sin incorporarse a ella.
[68]
Lumen gentium, n. 3. Y en el n. 7: "Participando realmente del cuerpo del Señor en la
fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y
entre nosotros".
[69]
Mysterium fidei, p. 45.
[70] Suma
Teológica, III, 73, 3.
[71]
Juan 6, 53-57.
[72]
I Corintios 10, 17.
[73] Cf. De Veritate, q. 29, a. 4.
Mystici corporis, n. 29,
edición de la A. C. Española. Madrid, 1955.
[74]
(74) Juan. 6, 54‑55.
[75]Mateo
26, 29.
[76]
(76) I Corintios 11, 26.
[77] lb. 15, 45.
[78] Suma, Teológica, III, 79, 1 ad 1.
[79] Juan 6, 53. CL E. SAURAS, O. P., En qué sentido depende de la
eucaristía la eficacia de los demás sacramentos,
en "Revista Española de Teología", 7 (1947), 303‑335. Lo
general y lo específico en la gracia de la eucaristía, en "Teología
Espiritual", 1 (1957), 189‑222.
[80]
I Pedro 1, 23.
[81]
1 Juan 3, 9.
[82] I Juan 3, 2.
[83]
Suma Teológica, 111, 79, 1 ad 1.
[84] Casos destacados de esta aproximación son el monasterio calvinista de
Taizé y algunas prácticas de la intercomunión, principalmente la
realizada en Medellín.
[85]
Jeremías 12, 10.
[86]
Mysterium fidei, pp. 83‑85.