E P Í C L E S I S


La palabra «epiclesis» es un sustantivo griego que viene del 
verbo epikaleo, que significa llamar, invocar. En sentido técnico, 
significa una invocación a Dios Padre o a Dios Espíritu. En la 
exposición que sigue interesa particularmente la acción del Espíritu: 
podemos invocar al Padre para que envíe al Espíritu, o bien al 
Espíritu para que venga. Lo invocamos en orden a una acción que 
está por encima de nuestra capacidad, que compete a Dios mismo.

1. Solemos decir que el sacerdote consagra; pero ¡cuidado con 
entender mal la expresión! A nadie se le ocurrirá afirmar que un 
hombre, aunque sea sacerdote, sea la causa eficiente que 
transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo. El 
sacerdote es un ministro, y por su ministerio actúa Dios. Más aún, el 
sacerdote es ministro en cuanto miembro cualificado de la Iglesia. 
Una interpretación ingenua podría llevarnos a una concepción 
mágica de la acción sacramental o eucarística.
Un día se debatía, aún en tono de controversia, la fórmula 
auténtica de la acción sacramental. ¿Se debe decir «yo te absuelvo, 
te perdono» o «el Señor te absuelva, te perdone?» Paralelamente: 
¿se debe decir «esto es el cuerpo de Cristo», o bien «que el Señor 
transforme esto en el cuerpo de Cristo»? Ahora bien, como en la 
Eucaristía se encuentran de ordinario dos fórmulas, una narrativa 
(«esto es ... »), otra invocativa («que esto sea ... »), la controversia 
puede plantearse en otros términos. ¿Cuál de las dos es la fórmula 
consagratoria?, ¿cuál es esencial y cuál es accesoria? La 
controversia dividió a Iglesias orientales e Iglesia occidental: los 
orientales defendían la invocación o «epiclesis», los occidentales 
defendían la narración o «anamnesis». Dos formas lingüísticas, 
enunciado o petición, condensaban dos visiones teológicas.
Las controversias sirven a veces para aclarar puntos teológicos y 
empujar hacia adelante nuestra comprensión del misterio. Las 
controversias pueden degenerar en polémica, endureciendo las 
posiciones contrarias y haciendo olvidar a cada parte un aspecto de 
la realidad. Yo quiero servirme de la controversia simplemente para 
introducir el tema, porque entre nosotros no es frecuente comentar 
o meditar un aspecto fundamental de la Eucaristía. En mis libros de 
cabecera, que ya he citado y recomendado., podrá el lector recabar 
información más rica y discusión más profunda. Sánchez Caro nos 
señala la aparente ausencia de «anamnesis» o enunciado narrativo 
en algunas liturgias (p.e. pág. 137). M. Gesteira, La Eucaristía, 
misterio de comunión (Madrid 1983), nos ofrece una excelente 
síntesis a partir de la página 596.
En las nuevas plegarias eucarísticas la epiclesis está más 
explicita y clara que en la pIegaria anterior o tridentina. Intentaré 
iluminarla con algún pasaje del Antiguo Testamento.

2.Ezequiel y el Espíritu. Ningún texto más desarrollado y 
sugestivo que la visión de un profeta en el destierro. La vida en el 
destierro de Babilonia y la vuelta a la patria se radicalizan en la 
oposición extrema entre muerte y vida: muerte casi mineral de 
huesos calcinados; vida del espíritu dinámico y animador. El profeta, 
por orden de Dios., tiene que conjurar o invocar al espíritu. 
Releamos un texto conocido:

Ez 37, 1:
La mano del Señor se posó sobre mí y el espíritu del Señor me llevó, 
dejándome en un valle todo lleno de huesos. 2: Me los hizo pasar revista: 
eran muchísimos los que había en la cuenca del valle y estaban 
calcinados.
3:Entonces me dijo: -Hijo de Adán, ¿podrán revivir estos huesos? 
Contesté:-Tú lo sabes, Señor.
4:Me ordenó: -Conjura así a esos huesos: Huesos calcinados, 
escuchad la palabra del Señor. 5: Esto dice el Señor a esos huesos: Yo 
os voy a infundir espíritu para que reviváis. 6: Os injertaré tendones, os 
haré criar carne, tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para 
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor.
7:Pronuncié el conjuro que se me había mandado y, mientras lo 
pronunciaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se 
ensamblaron, hueso con hueso. 8:Vi que habían prendido en ellos los 
tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían 
aliento.
9:Entonces me dijo: -Conjura al aliento, conjura, hijo de Adán, 
diciéndole al aliento: Esto dice el Señor: Ven, aliento, desde los cuatro 
vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan.
10: Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el 
aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa.

Es el aliento o espíritu quien vivifica; el profeta es ministro de la 
palabra de Dios, ejecutor de una orden. Aunque se trate de una 
visión, no de una acción litúrgica, podemos extender su alcance 
simbólico a otros contextos, también al litúrgico que intentamos 
comprender.
En una oración penitencial el penitente invoca: «renuévame por 
dentro con espíritu firme.... afiánzame con tu espíritu generoso» 
(Sal 51, 12.14). En forma enunciativa dice un himno a la creación: 
«les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu 
aliento y los creas y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30). 
Bastaría cambiar el enunciado en petición para obtener una 
epiclesis.

3.Epiclesis de consagración. En principio, podríamos introducir 
cuatro invocaciones al Espíritu en la celebración eucarística: la 
primera en la liturgia penitencial, la segunda en la liturgia de la 
palabra, la tercera para la consagración, la cuarta para la 
comunión. Las dos primeras no aparecen explícitas en los textos 
antiguos o modernos. Los expertos nos dicen que la tercera y la 
cuarta forman en realidad una sola, articulado en dos aspectos. 
Señalan que un tiempo estaban unidas y lamentan que el texto 
actual las haya separado. Como mi intento es explicar 
diferenciando, voy a tomar los textos nuevos como se usan 
actualmente. La unidad de consagración y comunión aparecerá en 
diversas ocasiones.
He dicho «los textos nuevos», porque en el único canon que se 
usaba antes del Concilio es muy difícil descubrir la epiclesis. Quizá 
influyera negativamente la controversia con las iglesias orientales. 
Podríamos rastrearla en estas palabras: «bendice y acepta, Padre, 
esta ofrenda, haciéndola espiritual». En el adjetivo «espiritual» 
podemos entreoír la presencia y acción del Espíritu; la súplica es 
una invocación al Padre: a El toca recibir la oferta de nuestros 
dones y transformarlos. Otros la encuentran más bien en las 
palabras que siguen inmediatamente al Sanctus:

«A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente, por 
Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor, que aceptes y bendigas estos dones.»

Es una invocación al Padre sobre nuestros dones. A nuestra 
«bendición (=beraka, don) responda la bendición del Padre. Esa 
bendición consistirá en la transformación de los dones. El tema del 
Espíritu difícilmente se escucha en estas palabras.
En los nuevos textos (que en gran parte son más antiguos) la 
epiclesis suena con claridad. El canon o anáfora o plegaria segunda 
es el más antiguo y sigue de cerca un texto de Hipólito. Ya el 
prefacio o prólogo ha confesado que el Hijo de Dios, la Palabra, «se 
hizo hombre por obra del Espíritu Santo». Después del Sanctus 
suplica:

«Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que 
sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor.»

La súplica se dirige al Padre pidiendo el don del Espíritu. 
«Santificar» equivale a consagrar, es hacer santo o sagrado. 
Pedimos que nuestros dones dejen de ser pan y vino ordinarios y 
comiencen a ser una realidad santa, el cuerpo y sangre del Señor 
glorificado. ¿Cómo se ha de realizar el misterio? Por la efusión del 
Espíritu. El término efusión o derramamiento procede del Antiguo 
Testamento. Aunque a nosotros nos resulte poco coherente 
«derramar un viento», en hebreo la expresión sapak ruh es 
conocida (el verbo puede llevar como complemento líquidos, sólidos 
y gaseosos):

Ez 39, 29: He infundido mi espíritu a la casa de Israel. 
Jl 3, 1-2: Después derramaré mi espíritu sobre todos. 
Zac 12, 10: Derramaré un espíritu de compunción.

Como decimos efusión, podríamos decir infusión ; también en los 
textos citados de Joel y Zacarías se podría leer «infundiré». Es una 
manera de acercarse al misterio y contornearlo mentalmente.
Además hemos de notar la concentración trinitaria de la fórmula: 
pedimos al Padre que envíe al Espíritu para que haga presente al 
Hijo. Habría que meditar y explicar alguna vez fórmulas tan densas y 
ricas. El sacerdote pronuncia la epiclesis después del Sanctus (que 
no existía en las plegarias eucarísticas más antiguas). Con las 
palabras del libro de Isaías ha proclamado toda la comunidad la 
santidad de Dios. Ahora, por medio del presidente de la liturgia, 
pide que esa santidad se ocupe y manifieste en santificar, cosa que 
sucederá cuando el Espíritu Santo sople o se infunda en nuestros 
dones:
La anáfora tercera lo formula en estos términos:

«Por eso, Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu 
estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y 
Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.»

Adjetiva «el mismo» Espíritu, porque inmediatamente antes ha 
confesado que el Padre, «con la fuerza del Espíritu Santo da vida y 
santifica todo». La acción vivificadora que describía sugestivamente 
Ezequiel, continuará en la acción santificadora; y un momento 
culminante será la «santificación» o consagración de los dones. 
Nosotros los «hemos separado» del consumo ordinario, los hemos 
apartado y traído como don humilde y sentido. A nuestra «beraka» 
responde la consagración por el Espíritu.
La anáfora cuarta es creación moderna, y utiliza muchos 
elementos antiguos y tradicionales o se inspira en ellos. Es la más 
amplia y solemne, y también tenemos que escucharla desde los 
párrafos que siguen al Sanctus. La acción del Espíritu se proclama 
en dos momentos: uno es la encarnación, otro Pentecostés. En 
ambos el Hijo es sujeto:

«... se encarnó por obra del Espíritu Santo ... » 
«... envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para 
los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su 
obra en el mundo.»

El Espíritu es la primicia, el don primero y mejor. Don dinámico 
que ha comenzado y no ha de detenerse hasta santificar o 
consagrar todo. Aunque no lo diga expresamente el texto, la 
consagración de todas las cosas se hará según el rango y función 
de cada creatura. El centro es la humanidad, y dentro de ella ese 
grupo convocado que es la Iglesia.
Con esta preparación, la anáfora llega a la epiclesis, formulada 
así:

«Que este mismo Espíritu santifique, Señor, estas ofrendas para que 
sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor.»

Podríamos seguir citando de las nuevas anáforas que ofrece el 
Misal Italiano, y el resultado se confirmaría. La conclusión, por 
encima de cualquier controversia, es que la Eucaristía es una 
acción intensa del Espíritu en la Iglesia, quizá la más intensa. 
Polarizados por el cuerpo de Cristo entre nosotros, educados en 
una veneración cordial (¿y un poco polémica?) de esa presencia 
prolongada, no olvidemos la acción del Espíritu. Podríamos decir: 
nada más carismático que la celebración eucarística. Si el ritmo y 
movimiento de la liturgia no da espacio para meditar, si la atención 
se fatiga y no advierte el momento de la epiclesis, harán falta 
momentos y tiempos suplementarios para recobrar la conciencia 
cristiana del hecho.

4.Epiclesis de comunión. Ya he dicho que originalmente no son 
dos epiclesis, sino dos partes de una sola, actualmente separadas 
por el relato de la consagración.
Hemos de partir de un principio: Cuerpo de Cristo es el don 
santificado o consagrado; pero no menos es Cuerpo de Cristo, 
aunque de otro modo, la Iglesia. A lo cual añado otra consideración: 
de la misma raíz griega vienen la palabra «epiclesis», invocación, y 
la palabra «ekklesia», convocación. La Iglesia, convocada por la 
palabra del evangelio, invoca ahora al Espíritu para que santifique = 
consagre los dones y a los oferentes, haciéndolos Cuerpo de Cristo 
a ambos.
No es que el cambio suceda ahora radicalmente, por primera vez. 
Ese grupo humano que forma una Iglesia local es ya cuerpo de 
Cristo, y sólo porque lo es puede celebrar la Eucaristía (que no es 
una devoción individual). Cuando comenzamos diciendo: «El Señor 
esté con vosotros / Y con tu Espíritu», ya existe comunidad 
cristiana, ya ha respondido a la convocación radical actualizándola 
en esta reunión. En la Eucaristía se expresa, se consolida, se 
robustece la comunidad cristiana o mesiánica, que ya existe; por lo 
tanto, no empieza a ser Cuerpo de Cristo. Con todo, el Cuerpo 
puede crecer en estatura, en cohesión, en vitalidad. Como Jesús en 
Nazaret «iba creciendo y robusteciéndose y adelantaba en saber, y 
el favor de Dios lo acompañaba» (Lc 2, 40); «Jesús iba creciendo 
en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2, 
52).
En castellano decimos «tomar cuerpo». La comunidad cristiana, 
que ya es cuerpo de Cristo, ha de tomar cuerpo, haciéndose cada 
vez más «cuerpo de Cristo», «hasta alcanzar la edad adulta, el 
desarrollo que corresponde al complemento del Mesías» (Ef 4, 13). 
Cristo está «de cuerpo presente», pero vivo en los dones 
consagrados, para estar «de cuerpo entero» en su comunidad. Y es 
como si se entablara un cuerpo a cuerpo pacífico en el abrazo de 
dones y comunidad, cuerpo y cuerpo de Cristo.
¿Cómo se realizará la transformación? ¿Quién es el agente? 
Cuando Samuel se dispone a ungir como rey a Saúl, le explica en 
seguida lo que va a suceder:

1 Sm 10, 1: 
Tomó la aceitera, derramó aceite sobre la cabeza de Saúl y lo besó 
diciendo: 2: ¡El Señor te unge como jefe de su heredad! (...) 6: Te invadirá 
el espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre y te mezclarás en su 
danza. 7: Cuando te sucedan estas señales, ¡hala!, haz lo que se te 
ofrezca, que Dios está contigo.

En el libro de los jueces se describen algunas empresas 
violentas de Sansón; y una frase retorna como estribillo:

Jue 14, 6: El espíritu del Señor invadió a Sansón que descuartizó al león 
como quien descuartiza un cabrito, y eso que no llevaba nada en la 
mano.
14,19: Entonces lo invadió el espíritu del Señor, bajó a Ascalón, mató 
allí a treinta hombres, los desnudó y dio las mudas a los que habían 
sacado el acertijo.
15,14: Pero lo invadió el espíritu del Señor, y las sogas de sus brazos 
fueron como mecha que se quema, y las ataduras de sus manos se 
deshicieron.

Saúl es el jefe legítimo de la comunidad; Sansón, un franco 
tirador contra los filisteos opresores. Lo que nos interesa de esos 
ejemplos es esa invasión del espíritu que transforma al hombre. Lo 
mismo puede transformar a una comunidad:

Ef 4, 3: Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, 
estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu...

5. Fórmulas litúrgicas. La anáfora o canon segundo lo formula 
así:

«Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la 
unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.»

«Congregar» viene de grex = grey, rebaño que el pastor 
mantiene reunido y protege de la dispersión. Sin emplear la palabra 
«cuerpo», menciona la «unidad»; porque un cuerpo es una unidad 
orgánica, no aglomeración ni yuxtaposición. La Eucaristía 
presupone la unión de los miembros; sería contradicción celebrarla 
cuando la unidad está rota. Con la Eucaristía, la unidad existente se 
expresa y se refuerza.
Hablaba en otro capítulo de la nueva circulación de la Sangre en 
el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La sangre que circula lleva a 
cada miembro, a cada tejido, a cada célula, el oxígeno; y la sangre 
eucarística va llevando al Espíritu hasta todos los miembros de la 
comunidad, vitalizando y estrechando la unidad.
La anáfora o plegaria tercera abre muy pronto puertas y ventanas 
a la penetración del Espíritu. Empalmando con el Sanctus, como 
hemos visto, se anuncia:

«Santo eres en verdad, Señor, y con razón te alaban todas las 
creaturas, ya que por Jesucristo Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu, 
das vida y santificas todo y congregas a tu pueblo sin cesar.»

Se confiesa el dinamismo, «la fuerza» del Espíritu, como fuente 
de vida y consagración universal, como centro que congrega una y 
otra vez a la comunidad. Impulsados por ese viento que arrastra sin 
dispersar, escuchamos la epíclesis:

«Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la 
víctima por cuya inmolación quisiste devolvemos tu amistad, para que, 
fortalecidos con el cuerpo y sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu 
Santo, formemos con Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.»

La comunidad va a recibir un alimento, comida y bebida, que la 
robustecerá como organismo; a través del cuerpo y sangre de 
Cristo la comunidad se llena del Espíritu que Cristo glorificado 
comunica siempre a su Iglesia; de ese modo la comunidad forma 
con Cristo-Cabeza un solo cuerpo y un solo espíritu. La comunión 
es para alimentar la unidad, no para santificar a individuos. La 
unidad, que se expresa como reunión externa, nace realmente del 
interior, de un aliento o Espíritu que la mantiene compacta y viva. La 
epiclesis invoca al Espíritu para que transforme un grupo de 
hombres en una comunidad cristiana, cuerpo de Cristo.
La anáfora cuarta confirma lo dicho:

«Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, 
congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos con Cristo 
víctima viva para tu alabanza.»

Uno es el pan y uno el cáliz; muchos son los que los comparten. 
Compartir es ya un acto de unidad. Adviene la invasión del Espíritu 
y la unidad se realiza eficazmente desde dentro.
Hemos pasado revista a tres variaciones de epiclesis sobre la 
consagración y a otras tres sobre la comunión. Una conclusión 
importante es la función primordial del Espíritu en la realización de 
la Iglesia como cuerpo de Cristo. Serán convenientes y necesarios 
instrumentos externos de organización para que nuestra iglesia sea 
un cuerpo social; pero no olvidemos que lo primario, lo decisivo, es 
la acción del Espíritu. Si esto falta, sería inútil planear, organizar, 
emanar normas y reglas, tener todo previsto y controlado. 
Tendríamos una empresa modelo, una sociedad ejemplar. Pero una 
comunidad de hombres es cuerpo de Cristo cuanto está alentada y 
animada por el Espíritu de Cristo. Y ese es el sentido de la epiclesis 
eucarística.

6.¿Epiclesis de la penitencia? Ya he indicado que la fórmula de 
absolución penitencial (no la llamo sacramental) tiene forma de 
invocación al Padre o Dios Todopoderoso. El sacerdote no dice: 
«yo perdono vuestros pecados», sino suplica que Dios «tenga 
misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la 
vida eterna». Invoca en nombre de la comunidad eclesial, 
incluyéndose entre los necesitados de perdón. Pero no hay 
mención del Espíritu.
Dos textos bíblicos nos ayudarán a rellenar esa laguna. El 
primero está tomado de la oración penitencial más famosa del 
Antiguo Testamento, el salmo 51. Después de una confesión 
reiterada de pecados, delitos, culpas y maldades, el penitente 
invoca una nueva creación de Dios: «crea en mí, oh Dios ... » En 
esta creación, como en la primera, estará presente el Espíritu:

51, 12: Renuévame por dentro con espíritu firme:
13: No me quites tu santo espíritu...
14: Afiánzame con tu espíritu generoso...

Es la más bella invocación penitencial al espíritu en toda la Biblia 
(la he comentado en mi libro Treinta Salmos. Poesía y oración (pp. 
217 ss.). Un espíritu que dé consistencia por dentro, 
contrarrestando los «huesos quebrantados», espíritu firme que 
sustituya al «espíritu quebrantado» (=triturado, con-trito). Un 
espíritu «santo», que lo arrebate a la esfera divina, lo consagra, 
sustituyendo y compensando «sacrificios» rituales. Un espíritu 
generoso que sea el nuevo principio dinámico de vida y acción: no 
fuera, sino dentro; no una ley, sino una espontaneidad generosa.
Esta petición tiene una resonancia significativa en la profecía de 
Ezequiel:

36,25: Os rociaré con agua que os purificará, de todas vuestras 
inmundicias e idolatrías os he de purificar. 26: Os daré un corazón nuevo y 
os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de 
piedra y os daré un corazón de carne. 27: Os infundiré mi espíritu y haré 
que caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis 
mandamientos. 28: Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. 
Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios.

El segundo texto lo tomamos del evangelio de Juan. La conexión 
del Espíritu con el perdón es explícita:

20, 22: A continuación sopló sobre ellos y les dijo:
23: Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados, les 
quedan perdonados; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados.

No hay sacramento si no hay perdón; no hay perdón sin acción 
del Espíritu.

7.¿Epiclesis de la Palabra? Tampoco está explícita en los textos 
litúrgicos. Una reliquia de epiclesis se podría apreciar en las 
palabras con que el presidente bendice al diácono: «Que el Señor 
esté en tu corazón y en tus labios para que puedas anunciar el 
Evangelio como es debido». Podemos pensar que la presencia en 
el corazón y en los labios es presencia del Espíritu.
PD/ESCRITURA: La razón es clara y sencilla. Llamamos a la Biblia 
«palabra inspirada». El adjetivo significa que la palabra se modela y 
se pronuncia soplada y modelada por el Espíritu. Bajo la sombra y 
el impulso de ese aliento divino, una experiencia humana se 
transforma en palabra de comunicación; por eso es palabra 
inspirada. La estructura lingüística que es un texto se conserva en 
una notación o registro convencional; la escritura, por escrito. Por 
eso lo llamamos «sagrada escritura». Pero la notación no es la 
palabra, como la partitura no es la música. La notación conserva el 
texto; la estructura lingüística contiene en potencia el aliento con 
que brotó. Ha de ser actualizada la palabra para que vuelva a existir 
de hecho, en el lector y en los oyentes. Pero ha de brotar impulsada 
por el mismo aliento y ha de ser recibida en sintonía con él.
La constitución conciliar Dei Verbum nos dice que la Escritura «se 
ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» o 
compuesta (Dei Verbum, 12). La liturgia rodea de un cierto aparato 
la lectura, como indicando que no se trata de una lectura 
cualquiera. Al final la asamblea corrobora el dicho «palabra de Dios, 
palabra del Señor». Habría sido posible insertar al principio una 
epiclesis. La cosa se puede hacer todavía en alguna liturgia o 
paraliturgia de la palabra.
Al menos seamos conscientes de esa realidad. En la palabra 
inspirada es el Espíritu quien se comunica hecho palabra, nos 
invade, nos penetra, nos unifica en la escucha compartida de un 
texto único.
Concluyo este repaso de la epiclesis repitiendo lo dicho: no hay 
nada más carismático que la celebración de la Eucaristía.

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 73-86


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LA EPÍCLESIS EN LA IGLESIA DE CRISTO


La palabra epiclesis procede del griego epikalein que significa 
"invitar", "invocar". En teología, significa la particular invocación del 
Espíritu Santo. En la acción litúrgica, esta invocación del Espíritu va 
normalmente acompañada de la imposición de manos; pero el gesto 
no ha de ser cualificado de epiclético, sólo lo es el texto. 
La acción del Espíritu hace presente la obra del Hijo en toda 
celebración litúrgica. El Espíritu Santo invocado es quien garantiza 
la santificación y la comunión en la unidad de la diversidad de la 
asamblea reunida. Es el Espíritu Santo invocado quien da la propia 
singularidad a cada sacramento. Cada sacramento tiene un 
momento en el que se invoca al Espíritu y quizás no somos todavía 
conscientes de ello. El Dossier "Ven Espíritu Santo-Subsidios 
Litúrgicos para 1998" del Comité Central del Gran Jubileo del año 
2000 (Edice-Madrid 1997) es una buena ayuda en este sentido. 
El Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los 
cristianos, en un documento sobre "Las tradiciones griega y latina 
sobre la procesión del Espíritu Santo" [Service d'lnformation 89 
(1995) 91] dice que todo aquello que Cristo ha instituido: la 
Revelación, la Iglesia, los sacramentos, el ministerio apostólico y su 
magisterio, requiere la invocación constante -epíclesis- del Espíritu 
Santo y de su fuerza (energeia) para que se manifieste "el amor que 
nunca muere" (1 Co 13,8) en la comunión de los santos en la vida 
trinitaria. 
Basta recordar la importancia de la epíclesis en la Eucaristía. Los 
latinos la tenemos dividida, una invocación para que pan y vino se 
conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo, y otra invocación para 
que todos, aun siendo muchos y diferentes, por la participación en 
la Eucaristía, nos convirtamos en un solo cuerpo en Jesucristo (cf. 1 
Co 10,16-17). Los orientales conservan la unidad de la epíclesis 
después de la anámnesis, para que el Espíritu reactualice la obra 
del Hijo: reunir a todos los pueblos, con sus diferencias, en uno 
solo, el pueblo de Dios, reconciliando a toda la humanidad y a la 
creación entera con el Padre. 
El Documento de Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de 
las Iglesias, Bautismo Eucaristía Ministerio (Lima 1982), destaca la 
relación intrínseca entre las palabras de la institución y la epiclesis, 
como expresión en cada celebración del papel complementario del 
Hijo y del Espíritu (cf. el articulo "epiclesis", firmado por el teólogo 
ortodoxo A. Loosky, en el Diccionario del movimiento ecuménico 
WCC, Ginebra 1991). 
El obispo ortodoxo loannis (conocido por su apellido Zizioulas), 
actual metropolita de Pérgamo y gran teólogo, destaca la 
importancia de la acción del Espíritu en la misión y la obra del Hijo. 
En efecto, el Espíritu da a Jesucristo su identidad personal, pues 
Cristo nace del Espíritu, es ungido y resucita de entre los muertos 
gracias al Espíritu. Visto así, la pneumatología es la fuente de la 
cristología, y no al contrario. 
Se invoca al Espíritu para que convierta la totalidad de Cristo en 
una realidad existencial y concreta, en una situación particular, en 
una Iglesia de un lugar. De esta manera se supera completamente 
el dilema entre local y universal. 
Se invoca al Espíritu en la Iglesia, para que las gentes de un 
lugar no vivan aisladamente, individualmente, sino como una 
comunión, como personas relacionadas a partir de su diversidad. 
Se invoca al Espíritu en la Iglesia, para que se mantenga en 
comunión en el tiempo por medio de la sucesión apostólica, y en 
comunión en el espacio por medio de la sinodalidad entre las 
diversas Iglesias. 
Se invoca al Espíritu en la Iglesia para que convierta lo que es 
institucional en carismático, y lo carismático en institucional. A partir 
de la conocida frase de Ireneo de Lión: Ubi Ecclesia ibi est Spiritus 
Dei, et ubi Spiritus Dei, illic Ecclesia (Adv. Haer., 111,24,1), Zizioulas 
resalta que la Iglesia primitiva unía los rasgos carismáticos y los 
institucionales. 
Se invoca al Espíritu en la Iglesia para que la divida en órdenes y 
servicios, de tal manera que se es carismático por el solo hecho de 
ser miembro suyo, esto es, relacionado con los demás (1 Co 
12,27-30). Y la una al mismo tiempo en el ministerio de comunión 
del obispo, de los presbíteros y de los diáconos. 
Donde se invoca al Espíritu Santo, irrumpen las realidades 
últimas (eskhata) en la historia y sitúa a los presentes en comunión 
entre ellos y con Dios y con los pobres en el seno de una Iglesia 
local. En concreto, cuando introduce lo último (eskhaton) en la 
historia, el Espíritu Santo hace de la Iglesia una presencia de ese 
último en este mundo y una señal del más allá de la historia. 
Zizioulas indica que la invocación constante del Espíritu en la 
Iglesia genera dos movimientos fundamentales: el movimiento 
centrípeto, que reúne a la Iglesia en una unidad por medio y dentro 
de una estructura completa, y el movimiento centrifugo, que crea 
una Iglesia extática, relacional y totalmente abierta para abrazar a 
todo aquel que no forma parte de su estructura, incluida la Creación 
entera. Ambos movimientos pertenecen a la vez a Cristo y al 
Espíritu, y ambos remiten todas las cosas al Padre (cf. 1 Co 15,28). 

Siempre que puede, Zizioulas nota que la perspectiva 
pneumatológica pone al descubierto la necesidad de una estructura 
eclesial que haga posible, a la vez, la unidad y la diversidad. En la 
XlI Conferencia de la Comunión Anglicana (Lambeth 1988), afirmó 
que la Iglesia no sólo ha de permanecer unida, sino también ha de 
formar una unidad visible, basada en las estructuras eclesiales que 
proclaman y expresan la Buena Nueva del Evangelio: el Reino de 
Dios. Por tanto, bajo la acción del Espíritu invocado, "palabra, 
sacramento e institución forman una unidad irrompible". 

JAUME FONTBONA
MISA DOMINICAL 1998, 6 31