Liturgia de la Palabra


MISA/PRECEPTO: Los que tenemos unos cuantos años, de 
modo que el curso de nuestra vida ha discurrido con un par de 
generaciones, podemos recordar, con un pequeño esfuerzo de 
memoria, aquella época en que la misa era el «precepto dominical». 
Los moralistas decían que, para cumplir con el precepto sin incurrir 
en culpa grave, bastaba llegar al credo o al ofertorio. Esa práctica, 
a la larga, había creado una mentalidad: la misa era una ley, un 
precepto; la obligación grave estaba cuantificada; la primera parte 
-liturgia penitencial y liturgia de la palabra con la homilía- era menos 
importante y se podía más fácilmente prescindir de ella. Por otro 
lado, las lecturas en latín no se entendían y la homilía no siempre 
estaba bien relacionada con la lectura del evangelio. Para 
contrarrestar esos efectos había actuado un movimiento litúrgico 
que inculcaba la importancia de la Eucaristía en la vida cristiana y 
logró distribuir miles o millones de misales traducidos. Eran medidas 
sanas para contrarrestar, un poco a contrapelo de la práctica 
litúrgica.
Los que estábamos de espaldas a la comunidad y entendíamos 
los textos latinos conocíamos las frecuentísimas repeticiones de 
unos cuantos textos bíblicos: común de confesores, de doctores, de 
mártir y virgen, de ni mártir ni virgen, de difuntos...
Hablo de la práctica, que muchas veces configura y afianza la 
mentalidad no menos que la teoría. Otro efecto de esa práctica era 
la división de la Eucaristía en dos piezas relativamente autónomas, 
al menos separables. La Eucaristía propiamente dicha comenzaba 
con el ofertorio.

1. MISA/LITURGIA-PAL: Lo dicho no es más que introducción, 
fondo de contraste para exponer el tema, que es la liturgia de la 
palabra. No recuerdo que en aquellos tiempos se usase la 
expresión «liturgia de la palabra». La innovación lingüística nació de 
otra visión teológica y quería promover una mentalidad nueva; creo 
que la fórmula ha cuajado, aunque no sé cuánto ha calado. 
Acompañaron a la expresión algunas reformas concretas que el 
Concilio Vaticano II formuló así en la Constitución sobre la Sagrada 
Liturgia:

24: «La Sagrada Escritura tiene suma importancia en la celebración 
litúrgico.»
35: «En las celebraciones sagradas se han de introducir lecturas 
bíblicas más abundantes, más variadas, más apropiadas.»
36: « ... se podrá dar más cabida a las lenguas vernáculas, 
especialmente en las lecturas y moniciones.»

Las frases citadas se refieren a la liturgia en general. A la 
Eucaristía se refieren en particular las siguientes:

51: «Para ofrecer a los fieles una mesa más abundante en Palabra de 
Dios, ábranse con más generosidad los tesoros de la Biblia, de modo que 
en un determinado espacio de años se lea al pueblo la parte principal de la 
Sagrada Escritura.»

De hecho, buena parte de las reformas se ha realizado ya. Se 
han traducido los textos litúrgicos; se ha ampliado enormemente el 
repertorio. Son tres lecturas los domingos, en vez de dos; lo cual 
tiene sus ventajas, acompañadas de algún inconveniente. Ventaja 
es que a lo largo de tres ciclos se lean los evangelios casi íntegros, 
buena parte de las epístolas y una cantidad notable de Antiguo 
Testamento. Ventaja es que se vea la conexión entre el Antiguo y el 
Nuevo Testamento. Inconveniente puede ser el que la segunda 
lectura no encaja fácilmente en el tema, que las lecturas se han de 
recortar para no alargarse, que no se pueden comentar las tres...
El hecho de que las lecturas se lean o proclamen en la lengua 
del pueblo, además de otros factores, ha producido un notable 
cambio en la predicación, que hoy es más homilética, más al 
servicio del texto bíblico. En buena parte, las lecturas litúrgicas y la 
homilía han influido en el renacido interés por la palabra de Dios.

2. Todo lo dicho son manifestaciones externas, síntomas o 
resultados de un principio y un cambio profundo. El principio es la 
unidad fundamental de la celebración eucarística, integrada por dos 
componentes. Una sola mesa para el banquete, dos panes o un 
solo pan en dos formas: el pan de la Palabra y el pan de la 
Eucaristía. Nadie dirá que H2 es más importante que 0 en el agua. 
La hermana agua no es yuxtaposición ni mezcla, es combinación de 
hidrógeno y oxígeno. No debemos concebir la celebración 
eucarística como yuxtaposición de piezas, porque es una unidad:

56: «Las dos partes de que consta la misa, la liturgia de la palabra y la 
eucarística, están tan estrechamente unidas que constituyen un solo acto 
de culto.»

Lo cual no quita que la «participación en el sacrificio» por la 
comunión sea el momento culminante (n. 55).
No vale el planteamiento en términos de obligación legal ni de 
calcular los límites de la obligación. Lo importante es la reforma en 
la comprensión y actuación. Quitar a la celebración eucarística la 
liturgia de la palabra no es separar una parte, es mutilar un 
organismo.
Esa unidad compuesta y articulada y la relación de las partes es 
lo que estoy intentando explicar.

3. PAN/PD PD/PAN: He empleado la fórmula conciliar «el pan de 
la palabra». Ahora, por razones didácticas, voy a distinguir entre 
palabra y pan. Consecuentemente, vamos a pensar, durante unas 
páginas, en liturgia de la palabra y liturgia del pan. Palabra 
significará palabra de Dios, sagrada Escritura; pan significará pan 
consagrado, cuerpo de Cristo. Escucha y comida.
Pan y palabra. ¿Y para qué tantas palabras?, ¿no estamos 
hartos de palabras? Obras son amores, que no buenas razones. 
Tanto hablar ¿no producirá inflación de palabras? Tanto insistir en 
la «liturgia de la palabra» ¿no hará que la palabra de Dios llegue a 
engendrar cansancio? Desde otra zona, algunos objetan o 
comentan: «¿Por qué es tan importante? Eso de San Pablo a los 
romanos, aunque lo lean en castellano yo no lo entiendo». A lo 
mejor se acepta dócilmente, pero sin convicción.
Por otra parte, en nuestra cultura también estamos ahítos de 
palabras y pedimos hechos. El refrán castellano dice: «Una cosa es 
predicar, y otra dar trigo». Y una canción sonaba: «en la casa y en 
el templo para todo hijo de Adán / no hay sermón como el ejemplo y 
eso es dar pan». No queremos palabras, queremos pan.
Frente a esas citas, encuentro en los evangelios unas palabras 
de Cristo. Se trata de un enfrentamiento polémico de Cristo con el 
satán, es decir, el rival del designio del Padre, el que propugna un 
antiproyecto triunfal. Frente a hambre, pan: «Di que esas piedras se 
conviertan en panes». Jesús replica: «No de sólo pan vive el 
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 
3-4). Es una cita del Deuteronomio (8, 3) que explica cómo Dios fue 
educando a su pueblo en el desierto, como un padre a su hijo:

El te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con 
maná... para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo 
que sale de la boca de Dios.

Lo que sale de la boca de Dios es su palabra, en particular «los 
preceptos del Señor tu Dios» (Dt 8, 6). La vida de los israelitas 
como pueblo depende, sí, del alimento material, pero mucho más de 
la palabra de su Dios.
Ahí tenemos contrapuestas dos enseñanzas. La sabiduría 
popular nos dice que no bastan las palabras, que hacen falta obras; 
la sabiduría del evangelio nos dice que no basta el pan, que hacen 
falta palabras. ¿Con cuál nos quedamos?

4. No bastan palabras, es verdad. Pero si esas palabras son 
palabras de Dios... Aunque estén compuestos por hombres y 
pronunciadas por hombres, si llevan dentro el aliento de Dios, 
pueden vivificar al hombre.
Palabra de mandato que, si el hombre la cumple, vivirá (Lv 18, 
5). Palabra que revela al hombre lo que es, desenmascarando sus 
engaños; palabra que denuncia y exhorta, que amenaza y promete; 
palabras en las que Dios se comunica y comunica vida suya. 
«¿Señor, y a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida 
eterna», dice Pedro a Jesús después del discurso sobre el pan de 
vida (jn 6, 68).
No bastan palabras. Pero ¿y si esas palabras son la Palabra que 
Dios dirige y envía al hombre, que sale de él y se hace hombre y 
convive en figura humana? Hecho hombre, sigue siendo todo él 
palabra: cuando habla y cuando calla, cuando hace milagros y 
cuando sufre sin hacerlos. Palabra que siempre nos habla, porque 
todo él es palabra que «al principio se dirigía a Dios» (Jn 1, 1) y 
luego se hace hombre de carne débil, como la nuestra, y acampa 
entre nosotros.
«No de solo pan vive el hombre». Cierto, el pan no da la vida, la 
mantiene o prolonga apenas. Lo vamos quemando en pequeñas 
porciones y, con la fuerza de esa combustión, nos movemos, 
corremos. Durante una época de la vida asimilamos una parte para 
crecer y engordar. El pan, con sus calorías, nos va alargando la 
vida, pero no nos la garantiza. No nos garantiza contra incendios, 
accidentes, enfermedades. El pan cotidiano es una ración para vivir 
un día más, para ir tirando un poco más. Durante una etapa 
contribuye a una vida creciente; después colabora con una vida 
decreciente. No de solo pan vive el hombre.
Pero si ese pan es la palabra de vida, si es la forma en que se 
nos da realmente el Hijo de Dios glorificado, entonces de pan vive el 
hombre. Porque ese pan establece y desarrolla dentro de nosotros 
una vida que no termina, si el hombre no la destruye; una vida que 
pasará más allá del río de la muerte. De Cristo glorificado hecho 
pan, de la Palabra hecha pan, sí que vive el hombre.
La Palabra concentra en sí muchas palabras, es el «verbum 
abbreviatum» que decían los autores antiguos; palabra concisa que 
dice mucho, palabra resumida, como título concentrado de un largo 
libro. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios 
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta 
etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1, 1-2). Como esa 
Palabra resume y condensa todas las palabras de la Escritura, 
éstas desarrollan y articulan, refractan en muchos colores, quiebran 
en muchas facetas la Palabra única y definitiva. Y esa Palabra, que 
un día tomó forma humana, ya glorificada, se encierra en el pan 
eucarístico. En forma de alimento nos comunica vida suya.
Antes de tomar ese pan menudo y enorme, blanco y misterioso, 
unas palabras nos van a explicar algún aspecto de su misterio. El 
misterio de Jesucristo se manifestó en unos cuantos años de vida, 
unas cuantas enseñanzas, unos cuantos milagros. Aunque Juan 
nos diga: «Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una 
por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo», sólo 
una parte del misterio llegó a manifestarse, o lo hizo de forma 
concentrada. Para desentrañar el misterio entrañable, la liturgia 
echa mano de los evangelios y, con ellos, de textos del Antiguo 
Testamento: preparaciones, profecías y símbolos que expone a la 
luz del Nuevo Testamento. Al ser iluminados con esa luz, explican 
aspectos del misterio. Como un tapiz plegado, que ha de 
desplegarse para mostrar la imagen, así un símbolo mencionado o 
aludido del evangelio despliega su sentido en la imagen 
correspondiente del AT, si la disponemos y enfocamos 
correctamente. Todo el intento de la liturgia de la palabra es 
aclararnos el misterio de Cristo: lo que es para nosotros, lo que nos 
ofrece, lo que exige.
De ese modo, las palabras de la liturgia eucarística son 
realmente «palabras de vida» y pertenecen a la celebración 
eucarística como parte integrante.

5. Durante el Concilio Vaticano II, un representante de una Iglesia 
oriental expuso brevemente el pensamiento de muchos orientales 
sobre la palabra inspirada. De la intervención de Mons. Edelby voy 
a recoger y comentar algunas frases que nos ayudarán a entender 
el tema presente. Subrayo la frase más pertinente: BI/EU EU/BI

«La Escritura es una realidad litúrgica y profética; una proclamación, 
más que un libro; el testimonio del Espíritu Santo sobre el acontecimiento 
de Cristo, cuyo momento privilegiado es la liturgia eucarística. Por ese 
testimonio del Espíritu la economía entera de la palabra revela al Padre. La 
controversia postridentina ha visto en la Escritura, ante todo, una norma 
escrita. Las Iglesias orientales ven en ella la consagración de la historia de 
salvación bajo especies de palabra humana, inseparable de la 
consagración eucarística, que recapitula toda la historia en el cuerpo de 
Cristo.»

Notemos la centralidad de la Eucaristía y la unión de dos 
consagraciones: una historia bajo especie de palabra, un cuerpo 
que recapitula la historia bajo especies de pan y vino. Para explicar 
la «consagración de la historia bajo especie de palabra», recurro al 
texto de Lucas sobre la anunciación: «El Espíritu Santo bajará sobre 
ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, al que 
va a nacer lo llamarán Consagrado, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Como 
la concepción acaece bajo la sombra de Dios Padre, a impulsos del 
Espíritu Santo, ese hombre que comienza a existir está desde el 
primer momento consagrado, es Hijo de Dios. No son títulos o 
privilegios que se le añadan más tarde.
Algo así sucede cuando, a impulso del Espíritu, un retazo de 
historia humana se hace palabra. Si hay literatura de evasión, 
también existen grandes obras literarias: mitos y leyendas, épica e 
historia, teatro y poesía lírica. Por medio de esos textos 
comulgamos unas veces con el poeta que se ha expresado en ellos, 
otras veces con una experiencia humana individual y general. 
Grandes narradores y dramaturgos sienten un día que en su mente 
es concebido un personaje; acaso de la historia, de la leyenda; 
acaso pura ficción. Al principio ellos envuelven y hacen crecer al 
personaje, y éste va cobrando una vida personal que el autor ha de 
respetar. Esos personajes representan, encarnan experiencias 
humanas importantes. Otras veces, grandes ansias, angustias, 
esperanzas de los hombres, pasando por la mente del poeta, se 
transforman en palabra poética. Las grandes obras literarias nos 
suministran una experiencia vicaria que nos enriquece 
humanamente. A nuestro modo, la revivimos, o convivimos con los 
personajes y sus azares. Todo llega a nosotros en forma de palabra 
poética, simplemente humana.
Hasta cierto punto, así es la Biblia. Un autor anónimo nos cuenta 
escenas de vida patriarcal, otro relata la epopeya de la liberación, 
otro canta la esperanza de retornar a la patria. La experiencia de 
unos personajes y de un pueblo se transforma en palabra 
permanente. Sólo que se añade algo cualitativamente diverso y 
superior: como esa transformación se realiza a impulso del Espíritu, 
lo que resulta, la palabra, nace consagrado, es Palabra de Dios.
Supongamos una lectura: el paso del Mar Rojo. Una comunidad 
vive la experiencia de la liberación, superando obstáculos 
desmesurados, guiada por un jefe carismático que actúa en nombre 
de Dios. Un autor, o varios sucesivamente, dan forma literaria a la 
experiencia: con entonación épica, con datos legendarios, con 
símbolos quizá de ascendencia mítica. A través de ese texto, 
generaciones sucesivas comulgan con la experiencia originaria. 
Más importante: comulgan también con su Dios, el Señor se les 
comunica. Porque si Dios dirigió el gran paso, el Espíritu movió al 
literato. Siglos más tarde, un israelita sufre angustiosamente el 
abandono de Dios, pasa por una crisis de fe, busca inútilmente 
respuesta a sus preguntas:

Sal 77, 8-10: 
¿Es que el Señor nos rechaza para siempre 
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado su misericordia, 
se ha terminado para siempre su promesa?
¿Es que Dios se ha olvidado de la piedad 
o la cólera cierra sus entrañas?

Hasta que de repente surge en su mente el recuerdo, en su 
fantasía la visión transfigurada del paso del Mar Rojo, que conoce 
por haber leído o escuchado los textos tradicionales. La visión tiene 
tal fuerza que es como si estuviese participando en ella, como si él y 
su generación se sumasen a la gran marcha y contemplasen la 
teofanía de Dios. Ya serenado, toma distancia y transforma su 
nueva experiencia de segundo grado en palabra lírica:

77,19-21: 
rodaba el estruendo de tu trueno, 
los relámpagos deslumbraban el orbe, 
la tierra retembló estremecida;
tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas, 
y no quedaba rastro de tus huellas.
Mientras guiabas a tu pueblo como un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.

A distancia de siglos, volvemos a leer o escuchar el relato del 
paso del Mar Rojo durante la liturgia pascual. Y de nuevo 
comulgamos con la experiencia antigua a través de un texto que 
está «consagrado», inspirado. El texto desprende su sentido, que 
es revelación del Dios liberador; sólo que esta vez la primera 
liberación está referida a la definitiva, la Pascua de Cristo. En 
nuestra proclamación litúrgica sopla de nuevo el Espíritu, suenan 
inspiradas las palabras. Ahora bien, esa consagración no se ha de 
separar de la otra.

6. Hay otra historia de salvación concentrada en Jesucristo. Es la 
historia del hombre, sus gozos y penas, sus ilusiones y desengaños, 
su intimidad y su comunicación, la grandeza y la pequeñez. Todo 
ello se concentra, de modo especial, en unas coordenadas 
concretas de tiempo y espacio, en aquel hombre: Jesús de Nazaret, 
judío, nacido de mujer, nacido bajo la ley. Su vida es como síntesis 
apretada de la vida humana, hasta la muerte. Porque no quiso 
renunciar a la última y definitiva experiencia del hombre que es el 
morir. Al ser resucitado por el Padre, toda aquella experiencia 
queda glorificada. El nacimiento no queda abolido, permanece 
glorificado; los milagros no han pasado, perduran glorificados; sus 
palabras, recogidas en la memoria y en los evangelios están más 
llenas de sentido, porque están glorificadas.
Ahora quiere comunicarnos su experiencia glorificada, su vida 
con su sentido, el sentido de la vida. ¿Cómo nos la comunicará para 
que podamos asimilarla?: consagrando su vida glorificada bajo 
especies de pan y vino. En el banquete eucarístico comulgamos con 
la experiencia histórica y la vida glorificada de Jesucristo. No 
separemos esta consagración de la otra, la consagración bajo 
especie de palabra.
Que cuando se lean los textos bíblicos, el Espíritu que habita en 
nosotros nos ponga en pie para escuchar y sintonice nuestros 
corazones con las palabras de la Escritura. Que la palabra inspirada 
pueda resonar dentro de nosotros inspirándonos; que nos llene el 
viento del Espíritu. Que toda la comunidad resuene armónicamente. 
Que por las palabras de la Escritura toda la comunidad comulgue 
con la palabra de Dios y con Cristo, que es su Palabra.

«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho 
con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha 
cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa 
de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21).


Liturgia de la Palabra (2)

1. Es fenómeno común a muchas religiones que la liturgia se 
componga de palabras y gestos. Una escuela de investigadores lo 
formula «mito y rito». Los gestos, o ceremonias, o rito, constan de 
posturas, movimientos, acciones. Los llamamos gestos porque 
suelen tener un significado natural o convencional. A veces los 
gestos se organizan en una especie de pantomima o acción 
dramática. Paralelamente discurren las palabras que lo explican.
MITO/RITO RITO/MITO:También podemos empezar por el mito, 
que narra con símbolos un hecho primordial, fundacional de ciclos 
periódicos. Por ejemplo, el ciclo de la vegetación. Los mitos incluyen 
con frecuencia a divinidades entre sus personajes; pero ese dato 
no es indispensable. Es normal que empleen un lenguaje simbólico, 
de símbolos elementales. Esa historia que se cuenta al recitar el 
mito se puede escenificar, estilizada, en una representación, que es 
el rito.
Mitos de divinidades no se encuentran en el AT; símbolos de 
ascendencia mítica no los evitan los autores bíblicos, porque saben 
capturarlos y depurarlos para explotar su vigor impresionante. El 
AT, de ordinario, nos ha transmitido por separado la narración 
histórica o legendaria, las plegarias y los ritos, de suerte que no es 
fácil combinarlos correctamente para reconstruir sus liturgias. Sin 
embargo, podemos encontrar unos cuantos ejemplos. Es muy 
conocida la ceremonia de oferta de primicias en Dt 26. Se celebraba 
en los santuarios locales, conmemorando en el don de la cosecha 
anual el don fundacional de la tierra; el pueblo responde al don de 
la cosecha con el pequeño don simbólico de las primicias, al don de 
la tierra con la recitación o confesión de su historia dirigida por Dios. 
(Hay que notar que, en hebreo, ofrecer es «hacer entrar, 
introducir», y cosecha es «entrada, metida», lo que se mete en el 
granero o bodega). Aunque el texto es bien conocido, no estará de 
más releerlo aquí:

26,1-11: Cuando entres en la tierra que el Señor tu Dios va a darte en 
heredad, cuando tomes posesión de ella y la habites, tomarás primicias 
de todos los frutos que coseches de la tierra que va a darte tu Dios, los 
meterás en una cesta, irás al lugar que el Señor tu Dios haya elegido para 
morada de su nombre, te presentarás al sacerdote que esté en funciones 
por aquellos días y le dirás: 
- Hoy confieso ante el Señor mi Dios que he entrado en la tierra que el 
Señor juró a nuestros padres que nos daría a nosotros. 
El sacerdote tomará de tu mano la cesta, la pondrá ante el altar del 
Señor tu Dios, y tú recitarás ante el Señor tu Dios: «Mi padre era un 
arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres; allí 
se hizo un pueblo grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron 
y nos humillaron y nos impusieron dura esclavitud. Gritamos al Señor Dios 
de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz: vio nuestra miseria, 
nuestros trabajos, nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con 
mano fuerte, con brazo extendido, con terribles portentos, con signos y 
prodigios, y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que 
mana leche y miel. Por eso entro aquí con las primicias de los frutos del 
suelo que me diste, Señor». Lo depositarás ante el Señor tu Dios y harás 
fiesta con el levita y el emigrante que viva en tu vecindad por todos los 
bienes que el Señor tu Dios te haya dado a ti y a tu casa,

La ceremonia es sencilla y significativa. El sentido se lo dan los 
hombres, no brota de un rito mágico, Se exige un pequeño sacrificio 
de lo primero, lo mejor, lo escogido; lo acompaña una profesión de 
fe; de la fiesta han de participar también dos categorías sociales 
que no poseen terrenos: el levita y el emigrante. La dimensión 
social se funde con la religiosa. ¿Se puede vaciar de sentido este 
rito? Quitemos la gran profesión de fe, y la ceremonia se 
empequeñece, aunque no pierda todo su sentido. Quitemos las 
referencias a la historia, y el rito amenaza con quedarse en 
ritualismo, sin sentido explícito. De ahí podría pasar fácilmente a un 
acto de magia, ejecutado para asegurar la nueva cosecha. 
Quitemos la participación de las clases necesitadas, y el rito queda 
desvirtuado, porque se pondría al servicio del egoísmo, negaría al 
Dios liberador de oprimidos y protector de desvalidos. Podríamos 
llamar a dicha pérdida de sentido «ritualización»; el rito sería 
«ritualismo».

2. Israel ha sucumbido repetidas veces al peligro de ritualización. 
De una manera o de otra, los ritos y todo el acto litúrgico pierden su 
sentido. Entonces los asistentes ya no participan. Asisten 
simplemente, como podría hacerlo un sordo que no oye, como un 
extranjero que no entiende textos y explicaciones, como un no 
creyente que asiste por cortesía, por razones sociales. La entera 
celebración, con palabras y gestos, se ha cerrado en sí misma y no 
relaciona al hombre con Dios, antes lo encierra en una ceremonia 
hueca. El hombre, incluso el profesional del culto, dispone de la 
celebración, la mantiene equipada con los medios tradicionales, 
pero la vacía de sentido y la cierra, encerrando a todos dentro. 
¿Hay salida? Hace falta una instancia externa y superior, un poder 
que no esté a disposición de cualquiera, algo que desde fuera abra 
brecha en el círculo cerrado, vicioso. Es la palabra profética. Ultima 
instancia en Israel, por encima de rey, sacerdote y juez. Creen los 
judíos que, con poseer el templo en Jerusalén, la ciudad está 
asegurada contra todo riesgo: sea cual fuere su conducta, su 
perversión, el templo corre con las costas. Entonces, en el mismo 
templo, en presencia del pueblo congregado, en nombre de 
Jeremías, lee Baruc la denuncia:

Jr 7, 8: 
Os hacéis ilusiones con razones falsas, que no sirven: ¿De modo que 
robáis, matáis, cometéis adulterio, juráis en falso, quemáis incienso a 
Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a 
presentaros ante mí y en este templo que lleva mi nombre, decís: 
Estamos salvados, para seguir cometiendo tales abominaciones?
4: 
No os hagáis ilusiones con falsas razones, repitiendo: El templo del 
Señor, el templo del Señor, el templo del Señor.

No rechaza el culto el profeta, sino el culto así pervertido. lsaías 
lo llama «dones vacíos, incienso execrable... no aguanto reuniones 
y crímenes» (Is 1, 13). Si la liturgia no es círculo de presencia y 
contacto con la divinidad, hay que romper ese círculo desde fuera, 
hay que abrir brecha en la muralla complacida y complaciente. 
Como no lo hacen los encargados desde dentro, tiene que hacerlo 
el profeta desde fuera, lanzando como un proyectil la palabra de 
Dios. Por eso, soberanos y sacerdotes llegan a temer el resonar de 
esa palabra, poderosa como las trompetas de Jericó, y procura 
condenar al profeta, como sucedió con Jeremías (Jr 26), o lo 
expulsan, como en el caso de Amós. En nombre del rey Jeroboán, 
conmina al profeta Amos el sacerdote Amasías:

Am 7, 12-13: 
Vidente, vete, escapa al territorio de Judá; allí puedes ganarte la vida y 
profetizar. Pero no vuelvas a profetizar contra Betel, que es el santuario 
real y nacional.

Van de acuerdo el rey y el sacerdote: el santuario es de la 
nación y del rey. En su ámbito sagrado no debe resonar la palabra 
de Dios. Cierran por la fuerza el ámbito litúrgico al mensaje de Dios. 
Pero tiene que sonar, porque Dios es soberano y no puede tolerar 
la perversión de espacios y acciones sagradas.

3. Vengamos ahora a nuestra liturgia. También ella suele constar 
de palabras y gestos. Entrada procesional, inclinaciones, 
genuflexiones, sentados, de pie, manos juntas, alzadas. La división 
no es por partes: primero palabras, luego gestos, porque los dos se 
combinan a lo largo de la Eucaristía. Sí podemos decir que en la 
liturgia de la palabra domina la palabra sobre el gesto, y en la 
liturgia eucarística se equilibran ambos. El sacerdote levanta la 
hostia y el cáliz, rompe la hostia, reparte la comunión.
EU/NO-RITUALIZARLA: ¿Tenemos también nosotros peligro de 
ritualizar nuestra celebración? Al peligro no podemos sustraernos; 
por eso es conveniente conocerlo y afrontarlo. El peligro de 
ritualizar toda la ceremonia, y en concreto la liturgia de la palabra. 
En el AT la palabra profética era externa al rito, actuaba sobre él o 
contra su deformación, invadía soberanamente el espacio cúltico. 
Lo describía como un círculo y una flecha que taladra la superficie. 
Nosotros hemos incorporado la palabra de Dios como parte 
integrante de la celebración eucarística. La flecha está dentro. ¿Se 
dispara contra alguien, contra algo? El peligro es ahora convertir las 
lecturas bíblicas en un rito más, quitando el aguijón a la palabra. 
Escuchamos entendiendo apenas, decimos «palabra de Dios» 
hemos despachado una ceremonia más. Es tanto como embotar la 
espada tajante de la palabra profética o evangélica.
Sería perversión refinada o descuido fatal domesticar 
litúrgicamente la palabra que interpela a la comunidad. La palabra 
bíblica debe conservar todo su vigor. Aunque está dentro, hay que 
escucharla como venida de fuera para irrumpir y penetrar, como 
situada enfrente para enfrentarse y sacudir. Los israelitas le decían 
a Moisés: «Háblanos tú, y te escucharemos; que no nos hable Dios, 
que moriremos» (Ex 20, 19). Digamos nosotros: Que nos hable Dios 
y viviremos; que nos hable Cristo y viviremos cristianamente.

4. Lo contrario de la ritualización es la recepción de la palabra 
con fe, en cuanto palabra inspirada o llena de Espíritu. Recepción y 
asimilación, como se asimila un alimento -el pan de la Palabra-; 
como un aparato que, enchufado a la red eléctrica, recibe energía 
con que actuar. Así hemos de imaginar y entender la palabra bíblica 
en la celebración. Es activa y dinámica, en forma de palabra.
Quiero decir que no actúa por arte de magia, como un conjuro 
ininteligible, como un abracadabra, sino a través de la percepción y 
comprensión. De ahí la importancia de proclamar los textos en la 
lengua que la asamblea entiende, la conveniencia de explicarlos o 
comentarlos en la homilía. Hablo de una comprensión espiritual, del 
hombre libre que no se cierra a la llamada del Espíritu. Cuando los 
oyentes se burlan del profeta, remedando sus oráculos, Isaías 
responde en nombre de Dios: «Pues ahora, en lengua balbuciente, 
en lenguaje extraño, hablará a este pueblo» (Is 28, 1 l). Ezequiel lo 
expone con más claridad:

Ez 3, 4-7: 
Hijo de Adán, anda, vete a la casa de Israel y diles estas palabras, pues 
no se te envía a un pueblo de idioma extraño y de lenguas extranjeras que 
no comprendes. Por cierto que, si a éstos te enviara, te harían caso; en 
cambio, la casa de Israel no querrá hacerte caso, porque no quieren 
hacerme caso a mí.

Pero, cuando se comprende espiritualmente, la palabra no 
aporta simple información, sino que comunica energía.
Un texto clásico nos lo suministra el profeta del destierro, Isaías 
Segundo. Para convertir a sus paisanos a la esperanza, él no tiene 
más que palabras. No puede corroborarlas con signos. Pero son 
palabras de Dios, y la confirmación se tendrá cuando los 
esperanzados vean hecho realidad el retorno a la patria. Pues bien, 
el profeta enmarca su predicación en dos enunciados sobre el 
poder de la palabra. En el primer capítulo de su mensaje 
contrapone la palabra de Dios al hombre, yuxtapone aliento y 
palabra de Dios. El hombre es hierba, y sus planes se marchitan y 
agostan. ¡Cuántos planes cruzan por la mente del hombre sin cuajar 
en forma definida y cuántos alcanzan forma y no llegan a 
realizarse... ! El hombre es hierba, y heno son sus planes. 
Especialmente cuando esos planes van contra el designio de Dios. 
Porque entonces, el soplo de Dios, que puede ser vivificante, se 
vuelve agostador. En cambio, el plan de Dios hecho palabra se 
cumple sin falta. Los desterrados pueden construir su esperanza 
sobre el cimiento de la promesa:

Is 40, 7: 
se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor 
sopla sobre ellos; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra 
de nuestro Dios se cumple siempre.

Al final de su mensaje desarrolla el concepto con una imagen de 
fecundidad. He hablado de energía de la palabra; será mejor hablar 
de su fecundidad. Echando mano del viejo símbolo que imaginaba 
rocío y lluvia como semen celeste que fertiliza la tierra madre de 
plantas, el profeta describe la acción de esa palabra que baja del 
cielo y se encarna en palabras humanas y viene con una misión y 
tarea en la historia.

Is 55, 10-11: 
Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después 
de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla 
al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi 
boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi 
encargo.

Es interesante la aparición del pan en este contexto. La misión 
última de la lluvia es dar a los hombres el pan de este año y la 
semilla para el siguiente. La liturgia de la palabra apunta al pan 
eucarístico, que es la Palabra enviada desde el cielo. En la 
parábola del sembrador la palabra se compara a la semilla (Mt 13, 
18-23).
Fecundidad no es lo mismo que eficiencia, y la fecundidad de la 
palabra bíblica tiene sus plazos. Si por una parte hemos de esperar 
resultados concretos de las lecturas de la misa, por otra parte no 
podemos imponerles nuestras medidas de tiempo e intensidad. Sí 
podemos esperar que las palabras cumplirán su misión.

«Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios que 
constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, 
alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se 
aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: La palabra de 
Dios es viva y enérgica [Hb 4, 121, puede edificar y dar la herencia a todos 
los consagrados [Hch 20, 321» (Dei Verbum, 21).

Misión de la palabra es hacer que la Iglesia vaya penetrando en 
el misterio de Cristo. Misterio oceánico, inagotable, que encierra 
todos los tesoros del saber (Col 2, 3). Toca al Espíritu «enseñarnos 
todo» (Jn 14, 26) y «conducirnos por la verdad entera» (jn 16, 13). 
Uno de sus instrumentos privilegiados es la palabra inspirada.

5. La liturgia de la palabra en la celebración eucarística es el 
momento privilegiado para leer y escuchar la Escritura. Desde ese 
centro se expanden y hacia él vuelven otras lecturas: paraliturgias, 
lectura en grupos, lectura privada. «Las cañadas de Judá irán 
llenas de agua, brotará un manantial en el templo del Señor» (Joel 
4, 18). La Escritura es manantial de vida, situada en el templo, en la 
celebración más que en el recinto; de él brotan y fluyen arroyos que 
riegan todas las comarcas de la Iglesia. El cristiano no sólo bebe de 
esa fuente en la misa, sino que de ella deriva una acequia. Si 
prosigue la lectura y la deja ahondarse por la contemplación, un día 
se encontrará con un lago limpio y profundo dentro de sí, donde se 
refleja el cielo:

Eclo 24, 30-31: 
Yo salí como canal de un río 
y como acequia que riega un jardín.
Dije: regará mi huerto 
y empapará mis arriates; 
pero el canal se me hizo un río 
y el río se me hizo un lago.

De ese lago podrá comunicar a otros: «La instrucción del experto 
es manantial de vida» (Prv 13, 14), «la boca del justo es manantial 
de vida» (Prv 10, 11). Lo podemos aplicar a la sabiduría o sensatez 
del Evangelio, que el cristiano se ha asimilado también por medio de 
la Escritura; entonces se dirá de él con buena razón: «Las palabras 
de un hombre son agua profunda, arroyo que fluye, manantial de 
sensatez» (Prv 18, 4).
Por eso recomienda la constitución Dei Verbum la lectura de la 
Biblia, especialmente en la liturgia:

«Por eso todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y 
catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y 
estudiar asiduamente la Escritura, para no volverse «predicadores vacíos 
de la palabra, que no la escuchan por dentro»; y han de comunicar a sus 
fieles, sobre todo en los actos lítúrgicos, las riquezas de la palabra de 
Dios. El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles, 
especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura, para que 
adquieran la ciencia suprema de Jesucristo [Flp 3, 81, pues desconocer la 
Escritura es desconocer a Cristo. Acudan de buena gana al texto mismo: 
en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual o bien 
en otras instituciones ... » (Dei Verbum, 25).

La experiencia de apenas veinte años, un par de horas en la 
historia de la Iglesia, nos enseña o confirma que la liturgia de la 
palabra en la celebración eucarística es un núcleo expansivo, 
dinámico. Provoca otros actos de presencia, con todas sus 
consecuencias. No es extraño que, al decaer entre los católicos 
(especialmente en países latinos) la lectura de la Biblia, perdiera 
importancia práctica la liturgia de la palabra en la celebración 
eucarística. Al recobrar la vieja tradición, amortiguada quizá por la 
polémica postridentina, lectura de la Biblia y liturgia de la palabra 
recobran simultáneamente su puesto privilegiado. 

«Que de este modo, por la lectura y estudio de los Libros sagrados, se 
difunda y brille la palabra de Dios [2 Tes 3, 1]; que el tesoro de la 
revelación encomendado a la Iglesia vaya llenando el corazón de los 
hombres. Y como la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación 
asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá nuevo 
impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la palabra de Dios 
que dura para siempre [Is 40, 8; cf. 1 Pe 1, 23-25]» (Dei Verbum, 26)

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 31-52

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