LA EUCARISTÍA ANTICIPA UN MUNDO DIFERENTE


En 1971 se inauguró en Washington el Centro J. F. Kennedy para el 
desarrollo de las Bellas Artes. Con ese motivo se estrenó la ópera 
Mass («Misa») de Leonard Bemstein. Fue un espectáculo 
grandioso: Más de 200 personas entre actores, músicos y 
coreógrafos. Toda la ópera era una denuncia contra la ineficacia de 
la misa. Constantemente surgía la pregunta: ¿Qué tiene que ver la 
misa con los verdaderos centros de interés de la gente?
Entre las estrofas del gloria latino se iban intercalando frases 
inglesas como éstas: «La mitad de la gente está drogada, y la otra 
mitad está esperando las próximas elecciones».
Después de una epístola de San Pablo -que no pareció interesar a 
nadie- siguieron dos cartas de mucho impacto: de un muchacho 
pacifista y de la mujer de un preso.
Durante el «Agnus De¡» estalla la protesta:

Tenemos quejas y protestas contra Ti.
Danos la respuesta: No salmos y sugerencias.
Danos una paz que nosotros no volvamos a romper.
Danos algo o vamos a empezar a arrebatarlo por la fuerza. Estamos 
hartos de tu silencio celestial y sólo conseguiremos acción con la 
violencia.
No nos arrodillamos.
No rezamos diciendo: Por favor, Señor.
Decimos sencillamente: Danos la paz ahora.

Y en ese momento el sacerdote arroja el cáliz, se despoja de sus 
ornamentos y se mezcla con todos para participar en la lucha 
común.
Pues bien, ésta podría ser una historia real: La de Camilo-Torres, 
aquel sacerdote colombiano que dejó el ministerio para marchar a la 
guerrilla. En la carta abierta que publicó para explicar su decisión 
decía:

«Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres 
entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia 
combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de 
celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los 
cristianos.
En la estructura actual de la Iglesia se me ha hecho imposible 
continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto 
externo. Sin embargo, el sacerdocio cristiano no consiste solamente 
en la celebración de los ritos externos. La Misa, que es objetivo final 
de la acción sacerdotal, es una acción fundamentalmente 
comunitaria. Pero la comunidad cristiana no puede ofrecer en forma 
auténtica el sacrificio si antes no ha realizado, en forma efectiva, el 
precepto del amor al prójimo.
Por eso he pedido a Su Eminencia el Cardenal que me libere de mis 
obligaciones clericales para poder servir al pueblo en el terreno 
temporal. Sacrifico uno de los derechos que amo más 
profundamente: poder celebrar el rito externo de la Iglesia como 
sacerdote para. crear las condiciones que hacen más auténtico el 
culto»1.

La objeción que plantean estos testimonios es muy seria: ¿Qué 
adelantamos yendo a misa? ¿tiene algo que ver la eucaristía con 
los serios problemas que afligen a la humanidad?
Veamos nuestra respuesta.

La cena pascual
No es fácil decidir si la última Cena de Jesús con sus apóstoles fue 
una cena pascual. Los Sinópticos la presentan como tal, pero Juan 
no. En todo caso, lo fuera o no, si los Sinópticos la han transmitido 
así es porque la eucaristía lleva la Cena Pascual a su sentido más 
pleno.
Debemos reconocer la verdad que encierra esta afirmación del 
judío Schalom Ben-Chorin:

«Cuando en la comida del passah levanto el cáliz y rompo el pan 
cenceño, hago lo que Jesús hizo, y me siento más cerca de El que 
muchos cristianos que celebran el misterio de la eucaristía con total 
independencia de sus orígenes judíos»

Por lo tanto, conviene que empecemos por aproximamos a la cena 
pascua¡ judía.
Como ya dijimos en el segundo capítulo, desde hace 32 siglos los 
judíos celebran todos los años una cena pascual en recuerdo de la 
liberación de Egipto. Sobre la mesa han colocado una comida de 
pobres: tres panes sin fermentar, hierbas amargas y el «charoset», 
que es una especie de mermelada cuyo aspecto recuerda la masa 
con la que fabricaban ladrillos durante su esclavitud. También está 
el cordero, que les recuerda aquel otro gracias a cuya sangre 
salieron de Egipto. 
Situados alrededor de la mesa, el más joven de los presentes, que 
generalmente es un niño, pregunta: «¿En qué se diferencia esta 
tarde de las demás? En las demás tardes se come a discreción pan 
o ácimo, pero en esta sólo ácimo ... ». Y el más anciano responde 
leyendo en la Thorá la descripción de la salida de Egipto. Al final 
concluye así: «De generación en generación todos han de recordar 
la salida de Egipto».
Pero la cena pascua¡ no se limita a recordar el pasado. Igual que 
las demás conmemoraciones del Antiguo Testamento, recordaba el 
pasado actualizándolo en el presente y proyectándolo hacia el 
futuro.
Mediante esa actualización del pasado, los hebreos que comen la 
cena pascual se vuelven contemporáneos de sus antepasados que 
salieron de Egipto y firmaron la Alianza con Dios en el desierto: 
«Yahveh nuestro Dios ha concluido con nosotros una alianza en el 
Horeb. No con nuestros padres concluyó Yahveh esta alianza, sino 
con nosotros, con nosotros que estamos hoy aquí, todos vivos» (Dt 
5, 2-3).
Mientras los judíos mantengan vivo el recuerdo de su liberación, ni 
se olvidarán del Dios que les sacó de Egipto, ni se resignarán a 
permanecer esclavos de nadie. Ortega llamaba al recuerdo 
«carrerilla para saltar hacia el futuro»3. Y, efectivamente, el 
recuerdo de la liberación de Egipto alimentaba en los judíos el ansia 
de alcanzar cuanto antes la libertad definitiva de la era mesiánica. 
De hecho, en tiempos de Jesús llegaba a tal extremo la excitación 
popular durante la noche de pascua que los romanos tenían que 
reforzar la vigilancia.
Este carácter de la cena pascual que une pasado, presente y futuro 
en un tiempo único de liberación permanente queda muy bien 
expresado en la oración ritual que se pronuncia mientras se comen 
las hierbas amargas y se parte el pan ácimo:

«Este es el pan de la aflicción que comieron nuestros padres en la 
tierra de Egipto: Quien tenga hambre venga y coma, quien esté en 
necesidad, venga y celebre la Pascua. Este año estamos aquí, pero 
el año próximo en Israel»4.

Pues bien, la eucaristía tiene el mismo ritmo temario que la cena 
pascua]:
Recuerda un pasado que fue decisivo para nosotros, lo actualiza en 
el presente y nos proyecta hacia el futuro que esperamos5. Sólo 
cambian, lógicamente, los contenidos de esos tres momentos: El 
pasado actualizado por la eucaristía no es ya la salida de Egipto, 
sino la muerte y resurrección de Cristo. El futuro anticipado no es 
tampoco la venida del Mesías, pues para nosotros eso ocurrió hace 
ya veinte siglos, sino la plenitud del Reino de Dios. Recordemos una 
de las fórmulas con las que el pueblo, después de la consagración, 
aclama el sacramento:
«Anunciarnos tu muerte, 
proclamamos tu resurrección. 
¡Ven, Señor Jesús!»

Así, pues, la eucaristía es la celebración del tiempo intermedio. 
Quienes la celebran tienen un ojo puesto en lo que ya ha tenido 
lugar y el corazón impaciente esperando la llegada de lo que falta.

La eucaristía hace presente la salvación que «ya» ha 
llegado
La eucaristía es, antes que nada, el memorial de la muerte y 
resurrección de Cristo. Gracias a la memoria, el hombre puede 
evitar que los acontecimientos importantes desaparezcan con la 
fugacidad del instante en que ocurren. Incluso es posible que el 
recuerdo posterior de los hechos les conceda una densidad que no 
fue posible captar en el momento en que ocurrieron por vez 
primera. A lo mejor sólo gracias al recuerdo «acaecen» plenamente. 
Por eso el Dios bíblico apela sin cesar, sobre todo en el culto, al 
recuerdo: «Acuérdate, Israel ... ».
Cuando llegó el momento de separarse de los suyos, Jesús se 
planteó cuál sería su mejor memorial: ¿un retrato? No creyó que su 
aspecto físico fuera lo más importante. ¿Bienes materiales? Había 
renunciado a ellos... Les dejó pan y vino, que desaparecen para dar 
vida a quien los come. Pensó que era el signo más expresivo que 
cabía encontrar de lo que fue su vida: Una vida entregada por los 
demás. E, igual que en la cena pascual el presidente explicaba a los 
comensales lo que significaban el cordero, las verduras amargas, 
etc., Jesús explicó a los suyos: «Este pan que ahora parto es mi 
cuerpo que va a partirse y a destrozarse por vosotros. Y este vino 
que se derrama es la sangre que va a derramarse por vosotros».
Después concluyó: «Haced esto en memoria mía». Pero «esto» no 
se refiere únicamente al gesto ritual. Igual que para El dicho gesto 
fue celebración de una vida entregada, debe serlo para quien lo 
repita:

«Aprendan (los fieles) a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia 
inmaculada»6 .

De hecho, en la cena pascual cada invitado bebía de su propia 
copa. El gesto de Jesús de hacer beber a todos de una misma copa 
-la suya- era inédito. Significaba, sin duda, que todos debían 
participar en su suerte o destino. Pablo lo afirmará sin dejar lugar a 
dudas: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso 
comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es 
comunión con el cuerpo de Cristo?» ().
Se trata, pues, de vivir como Cristo vivió, y luego celebrar nuestra 
vida entregada igual que él lo hizo.

La presencia real de Cristo
Como ya sabemos, el signo sacramental no se reduce a su utilidad 
pedagógica, sino que realiza eficazmente lo que significa: el pan y el 
vino no sólo «recuerdan» lo que fue la vida de Cristo sino que lo 
hacen realmente presente en la eucaristía.
A menudo han pululado concepciones sumamente «carnales» de la 
eucaristía. El mismo Santo Tomás de Aquino defendía una 
carnalidad crasa: «Por virtud del sacramento se contiene bajo las 
especies no sólo la carne, sino todo el cuerpo de Cristo con sus 
huesos, nervios, etc.»7.
Obviamente no es así. Cuando decimos que Cristo se hace 
presente en la eucaristía, no debemos pensar en el Jesús mortal, 
sino en el Cristo resucitado. De hecho, sólo la resurrección hace 
posible la presencia real de Cristo en la eucaristía. Si no hubiera 
resucitado no pasaría de ser una manera de recordar a un difunto.
Naturalmente, es necesario entender de forma correcta la 
resurrección. Ya dijimos en el capítulo 4 que no fue la reanimación 
de un cadáver que luego habría ascendido al cielo (un precursor de 
la Reforma protestante -Wiclef- por interpretarla así, se vio obligado 
a negar la presencia real). La resurrección abre el ser a una nueva 
dimensión que ya no queda limitada por las fronteras 
espacio-temporales. Afirmar que «está en el cielo» no implica negar 
su presencia entre nosotros. Como dice Pablo: «Subió por encima 
de los cielos para llenarlo todo» (Ef 4, 10).
De hecho, la presencia eucarística debe considerarse en el marco 
de una presencia más amplia de Cristo resucitado en el mundo, que 
va adquiriendo mayor densidad en los sucesivos modos de 
presencia: en los hombres -sobre todo en los más necesitados (Mt 
25, 40)-, en la comunidad cristiana (Mt 18, 20) y -por fin- en la 
celebración eucarística. Como dijo Pablo VI en 1965, «tal presencia 
se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, 
sino por antonomasia»8.
La Iglesia Católica se ha servido tradicionalmente de la teoría de la 
transustanciación para «explicar» la presencia de Cristo en la 
eucaristía: Por la consagración tiene lugar una conversión de la 
sustancia del pan y del vino en la sustancia de Cristo9.
SUSTANCIA/ACCIDENTE: Como es sabido, en la doctrina 
aristotélica de la sustancia y los accidentes, «sustancia» era un 
término metafísico que pretendía designar la realidad última, el ser 
profundo (y, desde luego, no sensible) de las cosas. Hoy ese 
término ha sido asumido por las ciencias experimentales («sustancia 
blanca, dura ... ») y ha cambiado totalmente su sentido: Una 
«sustancia» es ahora algo sensible -que puede ser estudiado y 
observado- y, por tanto, está más cerca de los «accidentes» que de 
la «sustancia» aristotélica. Para la mentalidad científica, la 
estructura íntima de una «sustancia» no es su esencia ontológica, 
sino su composición química. Y, desde luego, nos equivocaríamos si 
pensáramos que al pronunciar las palabras de la consagración se 
produce una «transustanciación» consistente en la transmutación 
de la composición química del pan.
Sería conveniente, pues, sustituir el concepto -de transustanciación 
(no porque sea falso, sino porque ha envejecido). En esto están 
trabajando los teólogos, aunque las teorías alternativas que han 
propuesto (transignificación, transfinalización, etc.) susciten ciertas 
reservas del Magisterio.
Sea como sea, nuestra fe es en la presencia real como tal, no en la 
teoría filosófica de la transustanciación. La Iglesia Ortodoxa, aunque 
cree tan firmemente como nosotros en la presencia real de Cristo 
en la eucaristía, no ha sentido nunca la necesidad de explicar cómo 
ocurre eso. Y quizás no sea una mala actitud.

La eucaristía recuerda que la plenitud de la salvación 
«todavía no» ha llegado
Dijimos que la eucaristía no es sólo memorial de la muerte y 
resurrección de Cristo, sino también anticipo del futuro esperado: 
La plenitud del Reino de Dios. Para entenderlo mejor conviene 
recordar qué eran las acciones simbólicas que solían realizar los 
profetas del Antiguo Testamento.
Como es sabido, ellos no se contentaban con hablar, sino que 
realizaban también acciones proféticas. Por ejemplo, la compra de 
aquel campo de Jerusalén que hizo Jeremías cuando la ciudad 
estaba cercada y sentenciada por las tropas de Nabucodonosor, y 
que explicó con estas palabras: «Así dice Yahveh Sebaot, el Dios 
de Israel: Todavía se comprarán casas y campos y viñas en esta 
tierra» (Jer 32, 15). Jeremías compró, pues, en una acción 
simbólica, el primer campo de postexilio, de la liberación.
Pues bien, Jesús utilizó también el lenguaje de las acciones 
simbólicas. Entre ellas destacan sus comidas con los pecadores y la 
última Cena. Ambas anticipan la plenitud del Reino de Dios, dado 
que hacen sacramentalmente presente la reconciliación definitiva de 
los hombres entre sí y con Dios.
El pan y el vino son en nuestra tierra signo de desigualdad. 
Mientras unas minorías lo acaparan en sus mesas 
sobreabundantes, otros muchos viven desprovistos de lo más 
necesario. Pues bien, la mesa eucarística -que ofrece a todos por 
igual los «frutos de la tierra y del trabajo de los hombres»- debe 
servirnos de brújula para la historia. Se trata de hacer realidad a 
escala cósmica el proyecto eucarístico.
San Crisóstomo decía:

«En el viejo mundo el rico se prepara una mesa espléndida y goza 
de los deleites, y el pobre no puede permitirse semejante 
liberalidad. Mas aquí (en la celebración eucarística) nada de eso 
sucede: Una misma es la mesa del rico y del pobre. Aun el mismo 
emperador y un mendigo que esté sentado a la puerta para pedir 
limosna tienen puesta la misma mesa. Y así, cuando vieres en la 
iglesia al pobre con el rico, al que fuera temblaba ante el príncipe 
unido con él aquí dentro sin temor alguno, piensa que ha llegado el 
momento en que encuentra cumplimiento aquella profecía: 
«Entonces (en el Reino de Dios) se apacentarán juntos el lobo y los 
corderos» (ls 11, 6)»10.

Quizás no pocos tengamos una experiencia similar: Quien haya 
encontrado una eucaristía vivida con autenticidad, fácilmente habrá 
pensado que no hay mejor imagen de la gloria. Nada tiene de 
extraño que los primeros cristianos estuvieran convencidos de que 
la parusía que había de inaugurar la plenitud del Reino de Dios 
tendría que ocurrir durante al celebración de la eucaristía. Un 
empujoncito más... y disfrutarían de la misma realidad, sin los velos 
del sacramento. Nos cuenta San Jerónimo que en las eucaristías 
vividas con especial intensidad, como la de la Vigilia Pascual, les 
costaba trabajo despedirse sin que hubiera llegado la parusía11.

Importancia política de la eucaristía
La reforma litúrgica ha puesto especial interés en eliminar de 
nuestras eucaristías todo aquello que pueda oscurecer ese carácter 
anticipatorio del Reino. Por eso, aunque se distingue un presidente 
jerárquico (precisamente porque actúa en nombre de Cristo), no se 
admite ninguna otra distinción entre los participantes por razón de 
su clase social, edad, sexo, etc. La Constitución sobre Sagrada 
Liturgia afirma claramente que «no se hará acepción alguna de 
personas o de clases sociales ni en las ceremonias ni en el ornato 
externo»12. En la Ordenación General del Misal Romano se dice: 
«La costumbre de reservar asientos a personas privadas debe 
reprobarse»13. (Es sabido que antes «los principales del lugar» 
solían tener reclinatorios personales -a veces con cadena y 
candado- a modo de «minifundios espirituales»). En definitiva, que 
la celebración de la eucaristía debe ser una vivencia anticipada de 
la fraternidad del Reino.
Por eso la celebración de la eucaristía es a la vez el más radical 
acto de protesta contra una sociedad en la que unos hombres 
oprimen o marginan a otros hombres. Es evidente que aquellos que 
se llaman a sí mismos cristianos y se aprovechan de los demás, o 
simplemente los ignoran, no pueden celebrar la eucaristía nada más 
que haciendo de ella una máscara de su vida real. Eso es lo que 
nos revela aquella historia -que hace unos años era edificante- de 
un marqués que, al cederle el paso uno de sus criados cuando 
ambos iban a comulgar le contestó: «Pasa tú delante, que aquí 
somos todos iguales» (en lo que implícitamente estaba contenido 
«sólo aquí»).
Esa es la peor deformación: Cuando una comunidad cristiana 
escindida por la injusticia celebra la eucaristía, ha convertido la 
celebración en una máscara para el opresor y en una venda para el 
oprimido. San Pablo es tajante en su condena a los corintios que 
estaban actuando así: «No estáis comiendo el Cuerpo y la Sangre 
de Cristo, sino vuestra propia condenación» (1 Cor 11, 17-34). 
¿Tiene algo de extraño, oyendo esas palabras, que San Juan 
Crisóstomo llamara a la eucaristía «la hora escalofriante»14?
Por eso la Didajé decía: «Todo aquel que tenga contienda con su 
compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se hayan 
reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio»15.
Esta norma se seguía a rajatabla, incluso cuando afectaba a 
personajes importantes. Por ejemplo, cuando San Ambrosio, Obispo 
de Milán, supo que el emperador Teodosio había mandado asesinar 
a miles de personas en Tesalónica, le escribió una carta 
anunciándole que se negaba a «ofrecer el sacrificio eucarístico 
delante de él»16.
En nuestro siglo, en cambio, hacemos problema de muchas cosas: 
qué vestido, qué forma, qué gestos, quién lee, cómo se comulga... Y 
tranquilamente hemos dejado pasar si se dan las condiciones 
mínimas necesarias para celebrar la eucaristía.
Pues bien, no nos engañemos: El «pan de la concordia», como lo 
llamaba San Agustín17 no se puede comer donde no hay 
concordia.
....................
1. TORRES, Camilo: «El Tiempo», Bogotá, 25 de junio de 1965 (Tomado de 
Camilo Torres. El cura que murió en la guerrilla, Nova Terra, Barcelona, 1968, 
pp. 227-228).
2. BEN-CHORIN, Schalom, Jüdische Fragen um Jesus Christus; en 
Juden-Christen-Deutsche, p. 147. 
3. ORTEGA Y GASSET, José, En el Centenario de una universidad (Obras 
completas, t. 5, Revista de Occidente, Madrid, 5ª. ed., 1961, p. 464).
4. Véase la descripción del ritual de la cena pascua¡ en RAVENNA, Alfredo, El 
hebraísmo postbíblico, Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1960, pp. 66 y 
ss.).
5. Santo Tomás de Aquino decía que cualquier sacramento es un signum 
rememorativum, demostrativum y prognosticum; es decir, recuerdo del suceso 
histórico de la salvación, actualización eficaz del mismo y anticipo de la 
salvación definitiva: Suma Teológica, 3, q. 60, a. 3 (BAC, t. 13, Madrid, 1957, p. 
27). 
6. VATICANO lI, Sacrosanctum Concilium, 48.
7. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 76, a. 1 (BAC, t. 13, Madrid, 
1957, p. 585).
8. PABLO VI, Mysterium Fidei (GALINDO, Pascual, Colección de Encíclicas y 
Documentos Pontificios, t. 2, Acción Católica Española, Madrid, 7ª. ed., 1967, p. 
2.615).
9. TRENTO, Sesión 13, canon 2 (DS 1.652 = D 884).
10. JUAN CRISOSTOMO, Homilía contra los que se embriagan y sobre la 
resurrección de Cristo, 3 (PG 50, 437).
11. JERONIMO, Comentario al Evangelio según San Mateo, lib. 4, cap. 26 (PL 
26, 192).
12. VATICANO II, Sacrosanctum Concilium, 32.
13. Ordenación General del Misal Romano, n. 273 (PARDO, Andrés, Liturgia de 
la Eucaristía. Selección de documentos postconciliares, Coeditores Litúrgicos, 
Madrid-Barcelona-Estella, 1979, p. 117). Cfr. también SAGRADA 
CONGREGACION DE RITOS, Instrucción Inter Oecumenici, n. 98: Acta 
Apostolicae Sedis 56 (1964) 899.
14. JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre la Primera Carta a los Corintios, hom. 
36, n. 5 (PG 61, 313).
15. Didajé, 14, 2 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres Apostólicos, BAC, Madrid, 2ª. 
ed., 1967, p. 91.
16. AMBROSIO DE MIILAN, Carta 51 (PL 16, 1.160-1.164).
17. AGUSTIN DE HIPONA, Sobre el Evangelio de San Juan, trat. 26, n. 14 
(Obras completas de San Agustín, t. 13, BAC, Madrid, 2ª. ed., 1968, p. 588).

LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
ESTA ES NUESTRA FE
TEOLOGIA PARA UNIVERSITARIOS
Sal Terrae, Bilbao-1996. Págs. 247-257