La Eucaristía, asamblea en la que los hombres se abren a su verdadero deseo como deseo de libertad

 

M. ABDÓN SANTANER


5. Asamblea eucarística 
y verdad del deseo de libertad
en el hombre

La Eucaristía es una Asamblea.
EU/ASAMBLEA: Esta afirmación nunca ha tenido problemas, pues 
normalmente se ha hablado de la asamblea eucarística.
Pero las cosas no están tan claras al tratar de precisar en qué 
consiste esta asamblea. Espontáneamente vemos en ella una asamblea 
religiosa. ¿Pero es cierto que la asamblea eucarística es solamente una 
reunión de gente que quiere meditar, reflexionar, orar? Todas estas 
cosas, por otra parte muy laudables, pueden realizarse en un marco que 
no implica de modo alguno la celebración de la Eucaristía.
En regiones que se distinguen desde hace mucho tiempo por la 
práctica eucarística, la asamblea del domingo se identificaba a veces 
con la reunión de la gente del pueblo. La Misa era el lugar donde se 
encontraba toda la comunidad. Asamblea eucarística y asamblea 
comunal se identificaban.
Esta práctica, aunque hoy en día parezca desusada o impensable, 
nos invita a tratar la Eucaristía sin prescindir en ella de este movimiento 
natural que lleve a los hombres a reunirse.
Para poder decir algo claro sobre la Eucaristía como Asamblea, 
volveremos, pues, en primer lugar, hacia el acontecimiento de la 
institución de la Eucaristía por Jesús. Allí es donde debemos intentar 
comprender qué diferencia hay entre la asamblea eucarística y el resto 
de las asambleas posibles. Después de precisar estas cosas, podremos 
ver cómo la asamblea eucarística responde a la experiencia de los 
hombres y será entonces posible reconocer a la asamblea eucarística 
como un horizonte para el hombre en cuanto éste es un ser político.
Tres temas de reflexión:
1) El acontecimiento original.
2) La experiencia en nuestra vida humana.
3) La Eucaristía como Asamblea en la que el hombre se inicia en la 
libertad.

El acontecimiento original
La institución de la Eucaristía ha dado lugar a tres relatos casi 
idénticos en los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Con todo, es 
interesante resaltar algunas pequeñas diferencias.
En los relatos de Mateo y de Marcos, la institución de la Eucaristía se 
sitúa entre el anuncio de la traición de Judas y el anuncio de las 
negaciones de Pedro (1).
En el relato de Lucas, la institución de la Eucaristía precede a ambos 
anuncios (2). Además Lucas introduce entre los dos una ampliación que 
Mateo y Marcos colocan en otro lugar (3). Se trata de la respuesta que 
da Jesús a los discípulos cuando éstos se preguntan cuál de ellos debe 
ser considerado el mayor...
Lucas coloca en el contexto de la institución de la Eucaristía un 
episodio que los otros sinópticos ponen en otro lugar. ¿Debemos pensar 
que trata de subsanar un simple olvido? No lo parece.
En efecto, Lucas alarga la respuesta de Jesús sobre quién es el 
mayor con una ampliación que se inscribe directamente en el marco de 
la cena de la Pascua:

«Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; 
yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo 
dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os 
sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.» (4)

No ciertamente sin intención deliberada ha colocado Lucas este 
enunciado en su relato de la última cena. La cuestión se refiere al comer 
y beber en la mesa del Reino, que es de lo que hablaba Jesús un 
momento antes. Pero en este enunciado, la evocación del Reino es una 
evocación del poder. Jesús pone el poder en manos de los Doce del 
mismo modo como él lo recibe del Padre. Esta entrega del poder a los 
Doce, precedida de la frase en que Jesús dice: «Vosotros sois los que 
habéis perseverado conmigo en mis pruebas», adquiere todo su 
sentido. Jesús entrega el poder a los Doce como el Padre se lo ha 
entregado a él, porque los Doce han permanecido con él como 
permanece con él el Padre (5). La institución de la Eucaristía es así la 
institución de los Doce como Asamblea en la que los Doce son uno 
como Jesús es uno con su Padre. En ella, Jesús hace existir a los Doce 
como grupo en el que son uno (6).
El ser uno de este grupo, no le viene de que haya sido designado un 
jefe para que, una vez partido el maestro, todos se alineen según sus 
ideas, sus opciones o sus decisiones. Dos versículos antes, Jesús ha 
subrayado que este género de relaciones no debe existir entre sus 
discípulos (7).
El ser uno de este grupo le viene únicamente del hecho de que, 
habiendo permanecido con Jesús en sus pruebas hasta el final, los 
miembros de este grupo reciben juntos, como grupo, el poder que Jesús 
mismo ha recibido del Padre.
Ninguna palabra es suficiente para recalcar esta manera de Lucas de 
reconstruir el acontecimiento original. Al integrar en este pasaje las 
palabras en que Jesús habla del poder, Lucas da luz sobre la 
originalidad de la Eucaristía como Asamblea.
El, que unas horas más tarde, nos va a presentar a Jesús presa de la 
angustia en el huerto de Getsemaní (8), le hace hablar aquí como 
hombre que ha asumido plenamente su destino humano. Serenamente, 
Jesús se entrega a sí mismo con toda su persona (cuerpo y sangre) en 
manos de sus discípulos. Entregado en sus manos, les hace uno por el 
poder que en adelante tienen sobre él. Ninguna cláusula restrictiva limita 
ese poder. Ese poder les es entregado como ha sido entregado al Hijo 
por el Padre.
Jesús supera su propia angustia porque se ha entregado a aquellos 
que han permanecido con él en sus pruebas. Jesús cree en los Doce 
que han creído. Pone el poder entre su manos por un acto de fe, del 
mismo modo que, por un acto de fe, ha puesto entre sus manos su 
propia persona. Por este acto de fe, les ha constituido en Asamblea, 
exactamente igual que, por ese mismo acto de fe, ha instituido la 
Eucaristía.
De esta manera podemos ver dónde se encuentra la consistencia 
propia en la asamblea eucarística
Esta Asamblea extrae su ser uno del acto de fe por el cual Jesús se 
ha entregado a los Doce y por el acto de fe mediante el cual cada uno 
de los Doce responde al acto de fe del maestro. Esta asamblea existe 
como asamblea por la reciprocidad de la fe. Para que esta asamblea 
exista, Jesús entrega su propio poder a aquellos que van a ser sus 
miembros. Con ello atestigua que desea su libertad tan intensamente 
como ha deseado la suya propia. La asamblea eucarística extrae su ser 
uno de esta libertad que Jesús ha deseado ardientemente para todos 
los seres humanos, hombres y mujeres, que un día serán sus miembros. 

«Si quieres...» (9).
Con esta proposición comienza Jesús todos los diálogos en que invita 
a su seguimiento. Al final del discurso del Pan de vida, Jesús va incluso 
más lejos. A quienes habían empezado a seguirle, les pregunta: 
«¿Vosotros también queréis marcharos...?» (10)
Jesús nunca intentó alistar, ni contratar, ni hacer un regimiento o 
reclutar a nadie. Nunca soñó que sus discípulos fuesen un ser uno 
formando un cuerpo sólido, un comando aguerrido, una falange 
disciplinada, un conjunto irrompible... Cuando Jesús reúne a la gente en 
su seguimiento, no aspira a instaurar un ser uno que dé calor porque en 
él se esté muy unido o porque tenga asegurado un buen jefe. Jesús 
reúne a la gente en un ser uno cuya primera particularidad es el estar 
«libremente unidos» en él. Este ser uno es el del Reino en el que el 
Padre, el Hijo y el Espíritu están «libremente unidos» porque el Padre, 
en el Espíritu, entrega todo poder al Hijo y porque el Hijo, en el Espíritu, 
restituye todo poder al Padre.
Lo propio de la Eucaristía como Asamblea no es que haya allí un 
determinado número de personas que rezan, meditan, reflexionan y 
comulgan juntos... Como Asamblea, lo propio de la Eucaristía reside en 
el hecho de estar «libremente unidos». Esta libertad de todos no es 
independiente de cada uno en relación a los demás. Cada uno está allí 
por un movimiento de su propia voluntad. Pero este movimiento de la 
voluntad es el mismo en todos: es la voluntad de permanecer 
constantemente con Jesús en sus pruebas.
La Asamblea eucarística, caracterizada esencialmente por el hecho 
de que sus miembros han venido sabiéndose hombres y mujeres 
«libremente unidos», no es prioritariamente una asamblea religiosa. Lo 
que allí acontece no pertenece en primer término al orden del culto, ni 
va en la línea de las devociones. La asamblea eucarística es, en primer 
lugar, una asamblea que pone en juego la libertad. En este sentido, 
llamando a las cosas por su nombre, la asamblea eucarística es primero 
y esencialmente una asamblea política. En ella se interroga al hombre 
acerca de su deseo de libertad.

La experiencia en nuestra vida humana
Parte de mi infancia, la viví integrado en una pandilla: una pandilla de 
barrio, popular, y estábamos contra otra pandilla del centro, burguesa.
Los jueves luchábamos en el cauce seco del río Agly; los domingos 
nos sentábamos juntos en los mismos bancos para oír misa. Teníamos 
fe en la pandilla. A veces ocurría que, mientras yo rezaba intensamente 
para obtener la victoria en la batalla que iba a librarse al día siguiente, 
mi amigo Andrés, que pertenecía a la banda rival, rezaba también para 
conseguir el resultado contrario. El peor de los castigos, para nosotros, 
era el no poder salir de casa cuando sabíamos que había que ajustar 
alguna cuenta. De esta época, me ha quedado para siempre el sabor de 
la libertad.
H/SER-SOCIAL: El asociarse, constituirse en grupo, en equipo, en 
asociación, en partido, es una dinámica normal entre los hombres. El 
hombre es un ser social. Al margen de la vida social, el hombre termina 
desapareciendo.
Y es que, precisamente, el primer reflejo al que el hombre obedece al 
meterse en un grupo es el de existir como hombre. Asociarse con otro 
significa adquirir el máximo de posibilidades para superar los obstáculos, 
romper esclavitudes y lograr todo tipo de proyectos. Cuando un hombre 
se asocia con otros, lo hace empujado, por lo menos de un modo 
confuso, por su deseo de libertad.
Y sin embargo, la experiencia demuestra que la vida de grupo 
fácilmente se convierte en un lugar donde el hombre, en vez de crecer 
en libertad, se abandona y dimite.
GRUPO/PELIGROS: Basta que un grupo atisbe en el horizonte la 
sombra de un competidor, de un adversario o, peor aún, de un enemigo, 
para que sus miembros dejen de pensar por sí mismos y no deseen otra 
cosa que cerrar filas. ¡Pobre del que, en esos momentos, se pone a 
discutir las órdenes! No hacer piña es ya una traición. La palabra 
unidad, la consigna de ser uno, se convierte en un imperativo ante el 
cual la palabra libertad deja de tener sentido.
Este movimiento hacia el ser uno procede del miedo: miedo al 
fracaso, miedo a no ser el más fuerte, miedo a dejar de existir. Este 
miedo puede llevar a los miembros de un grupo a hacer tabla rasa de 
las libertades más fundamentales. El mito de la seguridad nacional 
legitima la represión más brutal en los regímenes militares de América 
latina. El mito de la solidaridad socialista justifica la ayuda de los países 
hermanos incluso cuando ésta se expresa con el envío de carros 
blindados.
El mito de la unidad ideológica justifica el encarcelamiento de quienes 
deben ser reeducados de cara a su rehabilitación, sea en la sociedad 
laica, sea en la sociedad religiosa cuando existían el Santo Oficio o la 
Inquisición.
Despreciar la libertad en sus formas más esenciales para asegurar la 
unidad del grupo, tal vez corresponda a una cierta necesidad humana: 
sentirse fuerte, sentirse acogido, sentirse seguro... Pero al sacrificar la 
libertad a tales necesidades, seguro que no se está obedeciendo al 
deseo más profundo del corazón humano. Testigo de ello son los miles 
de personas que se han resistido a ello a lo largo del tiempo.
En la profundidad del corazón humano existe una llamada, que todo 
hombre escucha misteriosamente, a ser para sí la fuente última de las 
decisiones que le conciernen. Es cierto que no faltan y que siempre 
existirán individuos que toman la opción de dejarse conducir por los 
demás. Algunos dimiten de este modo porque se les ha inculcado como 
valor supremo la pasión por el orden; otros lo hacen porque se les ha 
convencido para que se limiten a buscar el bienestar. Pero en todos los 
casos se trata de una abdicación. Han tomado la opción de ignorar su 
verdadero deseo de hombre o de mujer. El ser uno al que se han 
resignado, es el ser uno de los embrutecidos ojos de los arenques en 
lata, todos en fila. Es un ser uno de muerte. Este ser uno, conseguido 
por hombres que han renunciado a vivir su deseo de libertad, no les 
transforma en Asamblea. Les transforma en cementerio.
Cuando los bautizados se reúnen para la Eucaristía, se asoman a un 
ser uno. Haría falta todavía que este ser uno al que tienen acceso no 
fuese el precio de la renuncia a su deseo de libertad.
Tal vez deberíamos deplorar aquí que una disposición establecida 
hace varios siglos por motivos ajenos a la celebración misma haya 
hecho de la asamblea eucarística del domingo una asamblea a la que 
uno está obligado a ir «bajo pena de pecado mortal>>. Los restos de 
esta situación aberrante seguirán golpeando todavía durante mucho 
tiempo el subconsciente y les hará difícil a muchos llegar a comprender 
realmente lo que es la Asamblea Eucarística.
La Asamblea Eucarística es una asamblea de hombres y mujeres 
para los que ser uno se desprende de su conocimiento de que son 
libres con la libertad con la que Cristo les ha liberado. Al entregarles el 
poder entre sus manos, como el Padre lo puso entre las suyas, Cristo 
hace de quienes celebran la Eucaristía una Asamblea de gente 
«libremente unida». Son elegidos. Pero son elegidos que han hecho una 
opción. Están allí porque creen en Jesús. Ninguno se obligaría a estar, 
ni podría ser obligado a ello, si no obedeciese a su propia fe.
Estableciendo un lazo entre el acontecimiento original de donde la 
Eucaristía viene y la experiencia de la vida humana, estas reflexiones 
permiten comprender que la Eucaristía, como Asamblea, no está 
desligada de los impulsos internos que empujan al hombre. Por el modo 
de realizarse el ser uno, la Eucaristía se convierte en revelación hecha 
al hombre de su más profundo deseo de hombre.

La Eucaristía, iniciación para el hombre 
en su' verdadera libertad
No hay Eucaristía sin asamblea. Pero debe tratarse de una verdadera 
asamblea, que realiza el ser uno de sus miembros. No hay Eucaristía sin 
ser uno...
De hecho, la gente que forma la Asamblea eucarística es a menudo 
gente muy opuesta: ideas sentimientos, intereses, ideologías, 
proyectos...
Si esta gente vive en la lógica de la Eucaristía, nadie entre ellos 
domina sobre nadie. Nada le permite a ninguno, ni siquiera al 
celebrante, aprovechar la reunión para predicar sus ideas, sus 
intereses, sus sentimientos, su ideología, su proyecto.
Esto explica por qué la Asamblea eucarística no puede a veces 
constituirse más que por la superación de la angustia. Un sindicalista y 
un patrón pueden dudar, cada uno por su parte y por razones opuestas, 
de encontrarse juntos... A un feligrés le podrá costar el ir a una 
Asamblea dominical en la que se da un tipo de celebración del que se 
ha encaprichado el cura o el equipo litúrgico local... El ser uno de la 
Asamblea no es un dato previo. Es el fruto de un camino a través del 
cual se llega hasta él. Este ser uno no es, sin embargo, un fruto que se 
pueda saborear de inmediato. Podemos salir de la Asamblea tan 
divididos como antes. En la cena en que Jesús instituyó la Eucaristía, 
entregó su poder a unos discípulos que discutían acerca de quién sería 
el jefe. Y, sin embargo, acababan de comulgar el mismo cuerpo y sangre 
de Jesús... (11).
Estas consideraciones nos llevan a ver en qué consisten los pasos 
cuyo fruto es el ser uno de la Asamblea eucarística. Es un camino que 
este ser uno instaura porque se cree en él. Este ser uno, cierto, no 
existe en la realidad fáctica. Sabemos también que este ser uno no es 
posible. Pero creemos que este ser uno se establece por el mismo acto 
de la celebración eucarística. Este ser uno se hace posible por la fe.
El ser uno de la Asamblea eucarística no brota del hecho de que los 
participantes vengan a ella haciendo, cada uno, tabla rasa de sus ideas, 
sus intereses, sus sentimientos, sus proyectos o su ideología. Los 
miembros de la Asamblea eucarística no son gente que hace como si 
nada les separase. No obedecen a la necesidad de un poco de calor 
afectivo durante una hora, ni a la necesidad de sentir que son muchos y, 
por lo tanto fuertes contra cualquier adversario eventual. Obedecen al 
Espíritu. El Espíritu les hace desear permanecer con Jesús hasta el final 
en sus pruebas...
Estas reflexiones explican qué es lo que realiza el ser uno de la 
Asamblea eucarística; por ello mismo conducen a señalar también lo que 
condiciona la verdad de una tal Asamblea.
El 9 de septiembre de 1980, una cadena de televisión francesa pasó 
dos secuencias en las que aparecía la Eucaristía.
Lech Walesa, iniciador de los sindicatos libres en Polonia, acababa 
de explicar cómo la Misa y la comunión le habían dado fuerzas para 
luchar, a lo largo de los años, a pesar de las amenazas, de los 
encarcelamientos, de los despidos... Inmediatamente después aparecía 
en la pantalla el general Pinochet asistiendo a una misa el día del 
aniversario de la toma del poder: con uniforme de gala, en primera fila, 
acababa de recibir la comunión de manos del cardenal Henríquez.
Lo que condiciona la verdad de la Asamblea eucarística se resume 
en el contraste entre estas dos imágenes.
Para que la Asamblea eucarística exista en su verdad, no basta con 
que una serie de hombres y mujeres se reúnan alrededor de un altar y 
con un celebrante. Los miembros de la Asamblea eucarística no son 
sólo gente que se reúne. Son gente a la que Dios reúne. El hecho de su 
presencia física alrededor del celebrante no prueba que hayan sido 
reunidos por Dios. No son reunidos por Dios más que si su presencia 
alrededor del sacerdote es el hecho del Espíritu que les concede querer 
permanecer hasta el fin con Jesús en sus pruebas. Y la última prueba de 
Jesús es el abandono que sufre por parte de su pueblo por haber 
deseado la libertad de todos los hombres con el mismo deseo con el que 
deseaba su propia libertad. Sólo son miembros de la Asamblea 
eucarística aquellos que participan en ella consintiendo, en su vida 
concreta, en hacer que este deseo de Jesús se convierta en el suyo 
propio. Voltaire cumplía con Pascua con ostentación delante de sus 
criados. Quería evitar de esta manera que alguno de ellos, dejando de 
temer la justicia de Dios, tuviese la idea de robarle... Su presencia en la 
Misa, ¿hacía de él miembro de la Asamblea eucarística?
Tomándola en toda su verdad, la Asamblea eucarística se transforma 
en un interrogante para aquellos que se prestan a vivirla en su 
dimensión política. Todos podemos aprender en ella lo que cuesta 
desear ardientemente una libertad que no sea únicamente nuestra sino 
libertad de todos.
Cuando el evangelista Juan quiso hacernos partícipes de su 
experiencia de la última cena hecha con Jesús, concentró toda su 
atención en un único episodio: el lavatorio de los pies.
EU/LEY-FUNDAMENTAL: Vale la pena meterse a fondo en este 
episodio para encontrar en él la ley fundamental de la Asamblea 
eucarística. En él vemos a Jesús que pone toda su libertad de «Maestro 
y Señor» en reconocer la libertad de «Maestro y Señor» en cada uno de 
sus discípulos. El gesto de lavarles los pies describe la Asamblea 
eucarística en lo que es: una anticipación, fugitiva pero no menos real, 
del Reino en el que todos estarán «libremente unidos» con la libertad 
misma de su Maestro y Señor, Jesucristo. Toda asamblea humana que 
invoca para sí su ser uno sin atender a este ser «libremente unidos» es 
una asociación cuyos miembros han renunciado a ser verdaderos 
hombres y mujeres. Han perdido el sentido de la dimensión política de la 
existencia.
En la Asamblea eucarística todos, hombres y mujeres, saborean algo 
de ese ser uno que la humanidad se ha propuesto. Participan 
anticipadamente, por la fe, en el ser uno del Reino. En el Reino, el 
Padre, el Hijo y el Espíritu son uno porque el Espíritu es el deseo con el 
que el Padre y el Hijo desean, cada uno, la libertad del otro. La solución 
del enigma que plantea la Eucaristía como Asamblea en la que el 
hombre despierta a su verdadero deseo de libertad, hay que buscarla 
en el corazón del misterio trinitario.


6. Asamblea eucarística 
y pedagogía del deseo 
de libertad

Como Asamblea, la Eucaristía cuestiona al hombre en el plano de lo 
político.
Lo político engloba todas las actividades a través de las cuales los 
hombres aseguran su destino colectivo con vistas a su ser uno. ¿Pero 
se viven estas actividades de acuerdo con el deseo de libertad que hace 
del ser humano un hombre 0 una mujer? ¿O regulan los problemas de 
ese ser uno de modo que obligan al ser humano a hacer tabla rasa de 
su deseo de libertad?
Estos son los interrogantes que la Eucaristía plantea, como 
Asamblea, cuando quienes la celebran se dejan iniciar para su ser uno 
en el deseo de una verdadera libertad.
Pero la Eucaristía no es sólo una iniciación a partir de la cual el 
hombre se interrogue. Es también viático.
De la obsesión por un ser uno buscado por su calor afectivo o para 
ser más fuertes, hay que pasar a la pasión por un ser uno que permita a 
todos estar libremente unidos. Este camino es largo, y se necesitan 
provisiones para hacerlo.
Antes de instituir la Eucaristía dijo Jesús:
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes 
de padecer»...
La Pascua de la que habla Jesús aquí es la de la superación de su 
propia angustia (12): la pasión está ahí, como una amarga copa que hay 
que beber (13). Jesús no desea ardientemente esta copa, sino no 
beberla solo, hacerlo en compañía de aquellos que han permanecido 
con él.
Al hacer esta declaración, Jesús remite a sus discípulos a la dura 
sucesión de pruebas sufridas por sus antepasados a lo largo de la 
historia. Estas pruebas fueron la pedagogía por la que Dios hizo 
progresar a Israel hacia el ser uno de un pueblo libre.
En cuanto Asamblea, la Eucaristía es el lugar adecuado para una 
pedagogía semejante. Ayuda a dar el paso desde una libertad que sería 
sólo independencia hasta el deseo de una libertad vivida juntamente con 
otros, en una libertad para todos.
Para clarificar esta pedagogía tomaremos de nuevo, en primer lugar, 
la experiencia bíblica en su conjunto. Esta experiencia concluye con el 
anuncio que Jesús hace del Reino de Dios. La Eucaristía es el viático 
para el camino que hay que hacer hacia ese Reino.
Tres temas de reflexión:
1) La experiencia bíblica.
2) La propuesta del Evangelio.
3) La Eucaristía como viático hacia la libertad que hay que instaurar.

La experiencia bíblica
Como Asamblea, la Eucaristía nos obliga a releer la experiencia 
bíblica como experiencia de lo político; se trata de ver qué papel ha 
jugado, en la historia del pueblo de Dios, el hecho de tenerse que tomar 
a sí mismo como tarea en el ser uno de un mismo pueblo.
Israel cree que su existencia como pueblo se la debe a Dios mismo 
(14). Este pueblo no existiría si Dios no hubiera mantenido la promesa 
hecha a Abraham. Para Israel, este origen justifica un derecho 
incontestable a la libertad: Dios ha suscitado la descendencia de una 
mujer libre, Sara, prometida (15).
Varios pasajes de la historia de Israel demuestran hasta qué punto 
esta conciencia estaba viva en todos. Los hijos de Jacob llegarán 
incluso hasta hacer desaparecer a su hermano José porque, con esos 
sueños que le ensalzaban, se había convertido en una amenaza para la 
libertad de los demás (16). Desde el grito de los hijos de Israel reducidos 
a esclavitud por el Faraón en Egipto (17) hasta los altercados entre 
tribus que se disputan el liderazgo del pueblo (18), lo que se expresa en 
ellos es la misma conciencia de ser un pueblo libre. Quieren permanecer 
unidos como pueblo; pero quieren también preservar el derecho de 
cada uno a su libertad de tribu, de clan, de familia, de individuo.
A través de esta experiencia Israel constata que no es fácil asegurar 
un ser uno en el que puedan ser conjuntamente libres.
Ya en Egipto, el pueblo había demostrado que era capaz de preferir 
la situación de esclavitud a la aventura que les proponía Moisés en 
nombre de Dios (19). A continuación, el pueblo se mostrará preparado 
para renunciar a la libertad, para garantizarse una mayor seguridad bajo 
una autoridad fuerte. Es lo que les ocurre en el desierto, cuando se 
echan a temblar ante la idea de tener que luchar contra los gigantes 
(20). Y lo mismo más tarde, cuando las incursiones de los vecinos se 
convierten en una constante amenaza (21).
La necesidad de asegurar a cualquier precio su ser uno, llevará a los 
hijos de Israel a pedir un rey al profeta Samuel (22). En este proceso, 
actúan por miedo. Quieren un jefe que les obligue a luchar (23). Se 
resignan a garantizar su ser uno recurriendo a un jefe que decida por 
todos, aunque sea a costa de la libertad a que cada uno tiene derecho 
(24).
Los profetas critican esta búsqueda del ser uno en la que dejan de 
ser conjuntamente libres. Para ellos, este proceso por el que el pueblo 
dimite de su libertad equivale a rechazar a Dios.
Esta es la reacción de Samuel ante los israelitas que vienen a pedirle 
un rey (25). Esa había sido la experiencia de Moisés en Egipto y en el 
desierto (26). Esa será muy especialmente la reacción de un Jeremías 
(27), por ejemplo.
Para los hombres de Dios, estas situaciones serán fuente de 
angustias (28). Cuando provocan al pueblo para que viva como pueblo 
libre, serán acusados de estar haciendo el juego al enemigo... Y hasta 
llegan a dudar. ¿No son ellos, al menos parcialmente, la causa de los 
desastres que azotan a su pueblo? (29).
Esta angustia de los profetas llegará a ser un día la angustia del 
pueblo mismo. Habrá hombres y mujeres en este pueblo que querrán 
hacer caso de la llamada de Dios a vivir el ser uno de un pueblo libre. 
Estos hombres y mujeres llegarán a conocer la angustia. Su fidelidad a 
la Alianza les llevará a no querer usar contra los otros pueblos las armas 
de la violencia que esos pueblos utilizan contra ellos.
Esta experiencia se describe en la Biblia como el destino del Siervo 
sufriente (30). La angustia del Siervo sufriente se basa en la 
constatación de que todo lo que tiene que soportar no sirve para nada:

«En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis 
fuerzas» (31)

Y sin embargo, justamente a través de esta experiencia de angustia, 
es como los hombres y mujeres de Israel comprenderán el verdadero 
contenido de las promesas hechas por Dios a Abraham cuando se le 
dijo que de él saldrían «pueblos y reyes».
A estos hombres y mujeres les anuncian los profetas que el ser uno 
de las doce tribus se realizará. En el Día del Señor, serán de nuevo 
«libres-unidos». Pero la afirmación de los profetas insiste en un punto: 
este ser uno de las tribus reunidas de nuevo en libertad será un ser uno 
realizado por Dios (32). Este ser uno no va a ser el resultado de la 
dominación del Norte sobre el Sur o del Sur sobre el Norte. Tampoco 
será fruto de la fusión de todas las tribus en una sola. Y no resultará de 
la puesta en marcha de algún tipo de estrategia o de diplomacia más 
hábil que las del pasado... Este ser uno en libertad será la obra de Dios 
que no cesa de decir: «Yo te reuniré».
Para los hijos de Israel que acogen esta promesa, las rivalidades 
entre tribus han terminado (33). Pero también han terminado las 
rivalidades con los otros pueblos (34). En Israel aparece un nuevo modo 
de mirar las cosas. Se abren a la idea de una reunificación de los 
pueblos. Pero esta reunificación no la esperan ya de una hegemonía de 
las tribus de Israel reagrupadas bajo un jefe único para subyugar a los 
otros pueblos. Esta reunificación de pueblos la ven como el fruto de la 
fidelidad de Israel a vivir su misión de Siervo según el designio de Dios:

«Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y 
conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, 
para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.» (35).

De esta manera se fue realizando la pedagogía de Dios a lo largo de 
la experiencia vivida por su pueblo como experiencia de lo político.
A través de esta experiencia, Dios fue iniciando a los hijos de Israel y 
con ellos al conjunto de los pueblos, para que dejasen de considerarse, 
unos a otros, como amenaza. El ser uno es posible a los hombres sin 
alinearse todos a las órdenes de uno solo. No se trata ni de la tutela del 
mejor, ni de la dominación del mas fuerte:

«Mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, 
cabalgando un asno, una cría de borrico... y dictará paz a las 
naciones.» (36)

Estas palabras del profeta Zacarías describen, en términos bucólicos, 
una realidad interior que se realizó en la persona de Jesús de Nazaret: 
un rey que desea la libertad de los demás con el mismo deseo con que 
desea su propia libertad. Es la conclusión de la pedagogía de Dios 
sobre el hombre para hacerle entrar en el verdadero sentido de su 
responsabilidad política. Los hombres y mujeres que, a lo largo de la 
historia de Israel, se prestaron a esta pedagogía, fueron capaces de 
acoger la palabra por la que Jesús hacía existir a la Asamblea 
eucarística. Su corazón estaba ya abierto a la perspectiva de un ser uno 
en el que se cumpliese la plena libertad de cada uno.

La propuesta del Evangelio
De todos los textos evangélicos, el que subraya mejor el alcance 
político de la Eucaristía es el relato de Juan en el discurso del Pan de 
Vida.
En este relato, el elemento clave es el episodio de la víspera. Jesús 
había multiplicado los panes; y después de esto, los que se habían 
beneficiado del milagro querían hacerle rey.
El relato escrito por Juan es muy claro para hacer ver desde la 
perspectiva de Jesús el modo como se desarrollaron los 
acontecimientos:

«La gente, al ver la señal que había realizado, decía:
—Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.
Jesús entonces, dándose cuenta de que iban a llevárselo para 
proclamarlo rey, se retiró otra vez al monte, él solo.» (37)

Ciertos autores modernos han desentrañado este texto para buscar a 
qué estrategia política obedecía Jesús. Varias son sus hipótesis. 
¿Pensó Jesús que las cosas no estaban aún maduras? ¿Creyó que sus 
partidarios de ese día eran demasiado pocos? ¿Habrá que reprocharle 
no haber sido audaz, haber sido un hombre poco resuelto? ¿O habrá 
que felicitarle por no haber aceptado ser hecho rey en un territorio 
demasiado cercano a las guarniciones romanas de Siria?... Todas estas 
suposiciones revelan una imaginación perfectamente fuera de propósito. 
Ignoran lo esencial del comportamiento de Jesús: su voluntad de hacer 
la obra de su Padre, conduciendo a sus oyentes a realizar el paso hacia 
el Reino de Dios.
El comportamiento de Jesús es aquí de orden político. Pero no se 
trata de política en el sentido de una estrategia o una táctica de cara a 
la toma del poder. Se trata de política en el sentido de una actividad en 
la que se busca un ser uno que logre preservar en todos la libertad, 
como condición esencial para el buen ejercicio de todo poder. Jesús 
rechaza ver a los hombres dimitir de su libertad para ponerse en manos 
de un taumaturgo que les da el pan para comer. Jesús no había 
multiplicado los panes para hacerse una clientela. La multiplicación de 
los panes era un signo (38). Este signo debía despertar en la 
muchedumbre el deseo del Reino. Atestiguaba como inminente la 
realización de las promesas hechas a Israel por boca de los profetas la 
llegada de un ser uno de todos, en libertad para todos. Si Jesús hubiera 
aceptado ser coronado rey no habría estado al servicio de ese ser uno. 
Para él era una eventualidad propiamente inconcebible que los hombres 
dimitieran en él de su libertad.
La huida de Jesús al monte, completamente solo, fue un acto 
eminentemente político: Jesús daba a sus partidarios la posibilidad de 
reflexionar acerca de su proyecto. Les daba un plazo para dar el paso 
hacia una perspectiva diferente. Ese plazo terminó con el encuentro 
tenido al día siguiente, al otro lado del lago. Las gentes vinieron a su 
encuentro:

«Lo encontraron en la orilla del lago y le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has venido?
Jesús les contestó:
—Sí, os lo aseguro: No me buscáis porque hayáis percibido señales, 
sino porque habéis comido pan hasta saciaros» (39)

Está claro cómo Jesús no contesta a la pregunta que le hace la 
gente. Les invita a plantearse ellos mismos la pregunta sobre el 
proyecto que les ha hecho correr detrás de él. Se encara con ellos 
acerca de ese proyecto:

«No trabajéis por el alimento que se acaba, sino por el alimento que 
dura dando una vida sin término.» (40)

A menudo se traduce esta palabra de Jesús como «trabajad». Es 
mejor traducir por el verbo «obrar», para mantenerse dentro de la lógica 
de la discusión. Los interlocutores de Jesús comprendieron, en efecto, 
que Jesús acaba de invitarles a «obrar las obras de Dios». De donde su 
pregunta:

«—Y ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios 
quiere?» (41)

Para los judíos contemporáneos de Jesús, las «obras de Dios» eran 
todas las acciones por las cuales, obedeciendo a la Ley de Moisés, 
hacían que se acercase el Reino de Dios esperado por su pueblo. Un 
dicho de los rabinos afirmaba que si la Ley fuese obedecida 
perfectamente por el pueblo entero, aunque no fuera más que un 
momento, el Reino sería instaurado desde ese mismo instante.
La pregunta que le plantean a Jesús sus interlocutores es, pues, 
perfectamente coherente con su proyecto. La víspera habían pensado 
que «tomar a Jesús para hacerle rey» era hacer la obra de Dios, pues 
Jesús parecía ser el profeta anunciado en la Ley.
La respuesta de Jesús pone en evidencia la distancia que separa su 
pensamiento del de sus interlocutores.

«La obra que Dios quiere es ésta: que tengáis fe en su enviado.» 
(42)

Ellos preguntaban a Jesús sobre la obra que debían hacer. Como 
«obra para hacer», Jesús les dice que crean en él. Y como prueba de 
que creen, les pide que le consideren a él como el verdadero pan que 
Dios les da para ser comido.
Para estas gentes que han ido al encuentro de Jesús para 
convencerle de que se ponga al frente de ellos, las palabras de Jesús 
van a contrapelo de todo lo que ellos podían imaginar. Creían haber 
encontrado al profeta que haría llegar el Reino sometiendo a todos los 
hijos de Israel a una práctica idéntica de la Ley. Y este hombre les exige 
que renuncien a un proyecto que, sin embargo, es conforme a ciertas 
palabras de Dios en la Escritura...
El comportamiento político de Jesús se basa en el hecho de que el 
Reino de Dios no puede llegar por la puesta en práctica de proyectos. 
En todo proyecto, los hombres sacrifican parte de su libertad y, con 
mucha frecuencia, toda la libertad de los demás. El Reino llega si los 
hombres creen en aquel que Dios ha enviado. Y creer en él se 
testimonia con el hecho de hacer de él la propia comida y bebida.
Tal es la propuesta del Evangelio.
En continuidad con la experiencia bíblica, Jesús pone aquí en 
cuestión todos aquellos ser uno que quieren instaurar los hombres, 
renunciando, de uno u otro modo, a su propia libertad. Para 
salvaguardar la libertad de todos y de cada uno, sólo hay un camino: 
creer. No se trata de entregarse sin más en manos de un jefe, por 
competente y justo que sea. Tampoco se trata de entregarse sin más en 
manos de Jesucristo. Se trata únicamente de creer en él. El problema 
político cambiará entonces en los elementos más fundamentales de su 
enunciado.

La Eucaristía, viático hacia la libertad 
que hay que instaurar conjuntamente
En el enunciado del problema político, el elemento decisivo es el del 
modo como los miembros de una misma sociedad y las diferentes 
sociedades o naciones se miran unos a otros. La experiencia cotidiana 
demuestra que es una mirada en la que los individuos y los grupos se 
consideran, en primer lugar y mutuamente, como amenaza.
Las naciones se consideran como competidores y adversarios 
eventuales: la carrera de armamentos se basa en este principio. Pero lo 
mismo ocurre dentro de cada nación y entre los diferentes grupos 
políticos. Incluso en países de vieja tradición democrática, los partidos 
se consideran espontáneamente unos a otros como portadores de 
amenaza: se envidian y se roban las clientelas electorales...
Todas estas prácticas, o sus equivalentes, han ocurrido también en la 
experiencia bíblica. Pero la experiencia bíblica las denuncia en la cima 
en que llegan a sintetizarse: en el personaje del Siervo sufriente. Importa 
poco que este personaje corresponda a un individuo dentro del pueblo 
de Israel o al pueblo mismo en su relación con los demás pueblos. En 
ambos casos, se impone la misma lección: los hombres (como individuos 
o como grupos) deben renunciar a considerarse como una amenaza los 
unos para los otros. Esta es la toma de conciencia realizada por los hijos 
de Israel que a ello se prestaron.
El discurso acerca del Pan de vida y la institución de la Eucaristía 
deben ser comprendidos en continuidad con esta toma de conciencia. 
La pedagogía ejercida con el pueblo de Dios a lo largo de la experiencia 
bíblica, alcanza su meta en la Eucaristía en cuanto Asamblea.
Jesús, al presentarse como alimento con el que hay que sustentarse 
y como bebida que hay que beber no está pidiendo a los hombres que 
le reconozcan como pan para su hambre o bebida para su sed. Se 
presenta a ellos como revelación de su verdadera hambre y verdadera 
sed. Jesús sabe que el movimiento profundo del deseo que despierta 
sus corazones de hombres y de mujeres bastará por sí mismo para 
reunirles a todos en el ser uno con él:

«Todos los que el Padre me entrega se acercarán a mí y al que se 
acerca a mí no lo echo fuera; porque no he bajado del cielo para 
realizar un designio mío, sino el designio del que me envió. Y éste es el 
designio del que me envió: que no pierda a ninguno de los que me ha 
entregado, sino que los resucite a todos el último día» (43)

Este texto es una declaración de contenido político. Jesús presenta 
en él la reunión de los hombres como fruto del movimiento que les 
empuja desde dentro, desde su propio deseo puesto por el Padre en su 
corazón. Gracias a este movimiento, se cumple la voluntad del Padre de 
reunir a todos los hombres: el Reino de Dios es instaurado.
La Eucaristía como Asamblea hace ver este cumplimiento ya 
realizado, allí donde unos hombres y mujeres participan entre ellos del 
pan partido y el vino derramado, haciendo memoria de Jesús. Con esta 
comida y bebida de Jesús, los que participan en la mesa de la Eucaristía 
se convierten en el Reino de Dios instaurado.
Las primeras comunidades cristianas tuvieron muy rápidamente 
conciencia de que la «fracción del pan» les constituía en Reino de Dios 
ya llegado.
ECCLESIA/SINAGOGA: Esta toma de conciencia contribuyó 
probablemente a hacer que la palabra «Ecclesia» (Iglesia) se impusiera 
poco a poco, con preferencia a la palabra Sinagoga, para designar a la 
Asamblea de hermanos y hermanas reunidos para la Comida del Señor. 
En el lenguaje de la época, la palabra Ecclesia tenía un contenido 
claramente político. Era el término para designar a las asambleas de 
ciudadanos que se reunían para tratar los asuntos de la ciudad. La 
elección de esta palabra, con preferencia sobre la de Sinagoga, no fue 
inspirada por el deseo de romper con el mundo judío, como algunos han 
insinuado con frecuencia. Se debe al hecho de que la Sinagoga era una 
asamblea de tipo religioso, entre gente que tenía afinidades teológicas 
particulares, así como lingüísticas. La Ecclesia no es una asamblea de 
tipo religioso. Es la Asamblea de los hijos del Reino reunidos para tratar 
de los asuntos del Reino participando en el banquete del Reino. Su 
contenido primero es de orden político. En ella se hace la experiencia 
del ser uno hacia el que son empujados los corazones humanos desde 
su deseo: un ser uno en el que la libertad de cada uno puede 
desplegarse libremente. En ella nadie se encuentra sometido por el 
proyecto personal o colectivo de otros. Todos se ven, en ella, como 
miembros del único Cuerpo del que se alimentan partiendo el mismo pan 
y calmando su sed bebiendo de la misma copa.
Pero esta visión es, por supuesto, una visión en la fe
Sólo la fe permite, a gente de opiniones opuestas e incluso a 
enemigas, mirarse de modo que ninguno vea al otro como amenaza. En 
momentos de máxima tensión (en el campo de batalla, o un período de 
huelga), será necesaria tanta fe por lo menos, para verse unos a otros 
como un mismo Cuerpo de Cristo, como para ver a este mismo Cuerpo 
de Cristo bajo las apariencias de un poco de pan y un poco de vino. 
Este acto de fe tal vez no sea posible más que a través de la angustia. 
Se revivirán, entonces, las pruebas soportadas por los profetas a manos 
del pueblo elegido, y las que soportó este mismo pueblo a manos de las 
otras naciones, y las que soportó Jesús a manos de los hombres y de 
los Doce. En algunos casos, el acto de fe no superará la angustia más 
que como un acto de fe desesperado (44). La Asamblea no podrá 
subsistir si no es en razón de que sus miembros hayan querido, todos 
ellos, «permanecer hasta el fin con Jesús en sus pruebas».
La existencia de la Asamblea no es actualmente un dato dado de 
antemano. El pensamiento común de los creyentes está más 
influenciado de lo que se piensa por el mito del pluralismo. Y este mito 
no es, muchas veces, más que una forma encubierta de intolerancia. 
Permite formular muy buenas razones para no pasar de ser una reunión 
de semejantes. Es, pues, hora de volver a decir que sólo la fe da 
existencia a la Asamblea. Lo mismo que Jesús creyó en los Doce hasta 
el punto de ponerse en sus manos precisamente cuando Pedro le iba a 
negar y Judas le iba a traicionar, hay que creer en los hombres y 
mujeres con quienes se realiza la Asamblea eucarística. Hay que creer 
en ellos como gente capaz de despertar al verdadero deseo que quiere 
abrirse paso en la profundidad de su corazón. Aun a riesgo de ser 
negados o traicionados, se trata de creer que también ellos pueden 
llegar a desear la libertad de los demás con el mismo deseo con el que 
desean su propia libertad.
Concebida de este modo, la Eucaristía se convierte en el espacio 
apto para una extraordinaria profundización, por parte del hombre, en su 
vocación política.
Hace posible el reencuentro y el diálogo entre hombres diferentes sin 
requerir ese ruín «mínimo común denominador» que constituye una 
amenaza que hay que evitar, un adversario que hay que combatir, un 
tirano que hay que derribar. Es un lugar en el que los adversarios 
pueden exorcizar, aunque sólo sea durante una hora, el demonio de la 
mutua sospecha que les posee el resto del tiempo. Es la orilla desde la 
cual el hombre puede tomar la distancia necesaria, respecto a las 
tormentas de lo cotidiano, para relativizar los absolutos y desacralizar los 
ídolos del poder.
Como Asamblea, la Eucaristía es viático. Quien se alimenta con esta 
Asamblea por la visión de la fe, sabe por experiencia que lo esencial de 
la celebración no está en el hecho de que ésta sea entre gente que se 
dan mutuo calor afectivo o ideológico al encontrarse juntos. Lo esencial 
de la celebración reside en el don que el hombre recibe: el don de 
despertar al verdadero deseo de la libertad para el que todos hemos 
sido creados.
La aspiración a un ser uno en que la libertad de cada uno esté 
preservada, aparece cada vez más a los hombres como un sueño 
imposible, una utopía, buena para dinamizar, pero a la que no podemos 
esperar llegar nunca. La Eucaristía como Asamblea, dice a los hombres 
que es posible alcanzar este horizonte. Y esto es precisamente lo que 
perciben quienes dejan que Dios ejerza en ellos la pedagogía de que es 
portadora la Eucaristía.
Participar en la Eucaristía viviéndola como Asamblea, es proveerse 
de viático para los difíciles combates sin los cuales no puede instaurarse 
un mundo en el que los hombres sean conjuntamente libres. La 
Eucaristía no niega la angustia que suscitan en el hombre los problemas 
del poder. Pero permite al hombre vivirla sin perder aquel deseo con el 
que un hombre, para ser hombre, debe desear la libertad.
Como Asamblea, la Eucaristía es, para los hombres, iniciación a su 
verdadero deseo de libertad y, al mismo tiempo, viático para obedecer al 
impulso de este deseo: hasta la libertad cuya fuente es el Padre en el 
misterio de Dios.
Por esto la Eucaristía es un interrogante planteado al hombre acerca 
de todas las prácticas por las que quiere asegurar su ser uno según sus 
diferentes tipos de reunión y asociación. Para quienes quieren acogerlo, 
este interrogante puede formularse en términos sencillos. Basta con 
preguntarse «¿Qué tiene que ver el ser uno con nuestra vida?».
Partidos, familias, naciones, sindicatos, asociaciones de todo tipo, 
hablan de unidad. ¿Qué tiene que ver, en la vida práctica, esta obsesión 
de ser uno? ¿Se trata únicamente de poner fin a la soledad sintiéndose 
a gusto al calor, o de acabar con la inseguridad sintiéndose fuertes? 
¿Debemos alegrarnos de estos pasos que son el uno, una vuelta al 
seno materno (búsquedas intimistas de fusión), y el otro, una vuelta a la 
seguridad tribal (búsquedas de unanimidad de ideología y decisión)? 
Todos estos modos de buscar el ser uno no pueden sino engendrar 
regresiones. Violentan al hombre impidiéndole crecer hasta su plenitud 
de hombre o de mujer. ¿El dominio de lo político será únicamente el 
lugar propio de la vioIencia ejercida sobre los hombres? ¿O será, en la 
vida humana, un lugar privilegiado para el despertar de esta «bella 
durmiente del bosque» que es el amanecer del deseo humano como 
deseo de libertad?
Como Asamblea, la Eucaristía aspira a un ser uno en el que no se 
ejerza ninguna violencia sobre el hombre. Para ello, todos los miembros 
de la Asamblea se hacen violencia a sí mismos, por la docilidad al 
Espíritu, que les da el deseo de «permanecer hasta el fin con Jesús en 
sus pruebas». En ese momento, saben que el Espíritu está allí, que ora 
en su corazones... Vivida en esta dependencia respecto del Espíritu, la 
Asamblea eucarística da testimonio de que se puede instaurar un ser 
uno que no sea fruto de la dominación de unos pocos sobre el conjunto 
o de la dimisión del conjunto en manos de unos pocos. En este punto, la 
Asamblea eucarística podría ser ciertamente una instancia crítica que 
permita a los hombres juzgar acerca de los procedimientos mediante los 
cuales, en todos los campos, pretenden instaurar la unidad.
El hecho de ser una instancia crítica para juzgar de los 
procedimientos que hay que llevar a cabo en todo lugar donde se busca 
la unidad, es quizá el aspecto por el que la Eucaristía interpela a nuestro 
mundo actual con más fuerza. La humanidad ha tomado conciencia de 
las condiciones reales de su ser en el mundo, en el planeta tierra. 
Esta toma de conciencia presenta como urgentes las disposiciones 
que mejor aseguren el ser uno del mundo de los hombres. La Asamblea 
eucarística invita a los hombres a rechazar que ese ser uno sea un 
acuartelamiento o un meter en cintura a todos so pretexto de hacer 
posible el buen funcionamiento del conjunto. El ser uno al que deben 
tender los hombres, no puede ser humano si no se logra realizando para 
todos el deseo que hace del ser humano un hombre o una mujer en su 
mayor profundidad: el deseo de libertad...

Para un proceso de Revisión de Vida.
(Si se trata de hechos en los que está en juego algún tipo de 
unidad.)
La Eucaristía ayuda a la transparencia de la mirada sobre la unidad 
de las colectividades.
1) La búsqueda de la unidad es una de las señales del Reino de 
Dios.
2) Cuanto más nos acercamos al Reino de Dios, ansiamos menos la 
unidad como ser uno (número, calor, fuerza. . . ). Ansiamos ser 
«conjuntamente libres».
3) El acceso al Reino queda atestiguado por el hecho de que, 
aunque fuera necesario perderse a sí mismos, se desea la libertad para 
los demás con el mismo deseo con que se la desea para uno mismo.

Intermedio: 
Eucaristía y vida trinitaria
Meditar en la Eucaristía en cuanto es Mesa, Palabra y Asamblea, 
permite discernir en qué sentido la Eucaristía corresponde a los 
aspectos fundamentales de la existencia humana. La reciprocidad de 
mesa, la identidad por la palabra, la libertad en la asamblea, son 
componentes esenciales del ser-hombre. Si falta uno solo de estos 
elementos, el ser humano no alcanza su plenitud.
Estos tres elementos indispensables corresponden a los tres campos 
de la economía, la cultura y la política. En cada uno de estos tres 
terrenos, la Eucaristía interpela a los hombres. Les despierta y les 
sostiene en su deseo de realizarse como hombres en su plenitud de 
seres humanos. Estos tres dominios son en efecto el triple reflejo de 
nuestras existencias de la triple mirada bajo la que se revela la plenitud 
de la Vida en Jesucristo.
En el misterio de Vida que es Dios, el Espíritu es la Mesa en Ia que 
participan el Padre y el Hijo; el Hijo es la Palabra que intercambian el 
Padre y el Espíritu; el Padre es la Asamblea en la que el Hijo y el Espíritu 
se reconocen. Economía, cultura y política son, en la vida de los 
hombres, el triple reflejo del bullir interior que es la Vida en el misterio 
del Dios Vivo.
Como Mesa, Palabra y Asamblea, la Eucaristía señala a los hombres 
el alcance de su verdadero deseo humano. Su verdad última es 
introducir a los hombres en el universo de Dios tomando de alguna 
manera a los hombres de la mano, a partir de la experiencia que hacen 
de su propio destino humano. Por la Eucaristía, el hombre se inicia en el 
universo de Dios como el único horizonte que corresponde a la dignidad 
humana. Por la Eucaristía, el hombre se provee de fuerzas necesarias 
para la travesía que hay que hacer hacia este universo de playas 
desconocidas. La Eucaristía es iniciación. Es también viático. Pero no lo 
es únicamente «in articulo mortis»... Es viático para todos los hombres 
que, a lo largo de su vida, se niegan a seguir a máquina parada 
ignorando o rechazando su verdadero deseo como si ya estuviesen 
muertos.
Es decir, que la Eucaristía, para ser reconocida en su verdad de 
iniciación y de viático, debe ser acogida en lo concreto de la existencia 
humana tomada en su totalidad.
Relegarla únicamente al campo de la actividad religiosa del hombre, 
no es acoger la Eucaristía en lo concreto de la existencia humana 
tomada en su totalidad. La Eucaristía no es un «pequeño departamento 
de lo cultural» que se limita al aspecto cultual de la cultura. La Eucaristía 
engloba todo lo cultural al mismo tiempo que todo el campo de lo 
económico y de lo político. Cuando se la reduce a ser tan sólo un acto 
de culto, se elimina de la Eucaristía la casi totalidad del campo de la vida 
humana.
EU/ADORNO-DE-FIESTAS: Una mirada atenta a las evoluciones que 
han marcado la vida cristiana a lo largo de los últimos siglos demuestra 
que, sin embargo, las cosas han sido ciertamente así.
Convirtiéndose poco a poco en un acto de culto por el que la religión 
cristiana se distingue de las otras religiones, la Eucaristía ha sido 
relegada como una más del repertorio de las prácticas de piedad. El lazo 
de unión entre la Eucaristía y la vida se limitaba a exigir que después de 
haber asistido a misa, se fuese más delicado con los demás en la vida 
cotidiana.
Pero al reducir así la Eucaristía a las dimensiones de un acto 
religioso, se acaba por ignorar su contenido trinitario. Se ve en ella 
solamente la más prestigiosa de las pompas religiosas. Una sociedad 
deísta puede hacer de ella el ornato de sus festividades: desde las 
fiestas nacionales o locales hasta las conmemoraciones de las victorias, 
entre el desfile de las mayoretes y el minuto de silencio ante el 
monumento a los muertos. La Comida del Señor se convierte así en el 
adorno folklórico con que la sociedad liberal adorna sus fiestas, al no 
haber sabido (o no haber podido) encontrar liturgias populares que 
fuesen verdaderamente suyas.
Seria ya tiempo de desgajar la Eucaristía de las prácticas que la 
paganizan y la secularizan reduciéndola a las dimensiones de un simple 
acto de religión que se destaca en la antropología religiosa con el mismo 
titulo que los granos de arroz, o de incienso, el zen y el zazen... La 
Eucaristía no concierne a los hombres sólo bajo el aspecto de su vida 
religiosa. Concierne a los hombres en todas las realidades de su vida 
humana. Si se la recibe en su vinculación con la vida toda, se posibilita 
el medio para no secularizarla. Este vínculo con la vida obliga a 
reconocer en ella un don de Dios y no un rito inventado por el hombre. Y 
la reflexión de la fe sobre la vida, permite comprender que la fuente 
última de este don hay que buscar]a en el secreto de la Vida Trinitaria.
Esta será la última etapa del recorrido que hemos comenzado.
Esta última etapa debería ayudarnos a comprender mejor aún lo que 
Jesús quiso decir al presentarse a los suyos como quien ha deseado 
ardientemente.

 


M. ABDON SANTANER
EL DESEO DE JESÚS
La Eucaristía como Mesa, Palabra y Asamblea
Sal Terrae. Colección ALCANCE 24
Santander 1982. Págs. 109-154


...................
(1) Mt 26, 20-25 y 30-35; Mc 14, 17-21 y 26-31.
(2) Lc 22 19-20.
(3) Mt 20 25-27, Mc 10, 42-44.
(4) Lc 22 28-30.
(5) Jn 16, 32.
(6) Mc 3, 16.
(7) Lc 22, 25-27; Jn 13, 13-20.
(8) Lc 22, 41-46.
(9) Mt 19, 21.
(10) Jn 6, 67.
(11) Lc 22, 24.
(12) Lc 12, 50.
(13) Mc 10, 38. 
(14) Gn 12, 2; Gn 17, 5.
(15) Gen 17, 16.
(16) Gen 37, 5-11 y 19-20.
(17) Ex 2, 23.
(18) 2 Sa 2, 8-11, 2 Sa 5, 1-3; 1 Re 11, 26; 1 Re 12, 16, Jue 8 1-3.
(19) Éx 5, 20-21.
(20) Num 14.4.
(21) Jue 11,5.
(22) 1 Sa 8 5.
(23) 1 Sa 8 19; 1 Sa 11,7.
(24) Jue 21, 25; 1 Sa 8, 10418.
(25) 1 Sa 8,7.
(26) Num 14, 10-20.
(27) Jer 21.
(28) 1 Sa 15,34.
(29) Jer 26; Is 20; Ez 3 35.
(30) Is 50, 4-8. 
(31) Is 49,4.
(32) Jer 31, 10.
(33) Jer 31, 27; Za 9, 10; Abd 1, 18; Os 2, 2; Jer 3 18.
(34) Is 66. 18: Jer 16. 19: So 3. 9 y 20.
(35) Is 49, 6.
(36) Za 9, 9-10.
(37) Jn 6, 15.
(38) Jn 6, 26.
(39) Jn 6, 25-26; Jn 7, 34.
(40) Jn 6, 27, Jn 17, 4.
(41) Jn 6, 28; Jn 10, 37.
(42) Jn 6, 29; Jn 5, 37-38; Jn 9, 35-38; Jn 11, 25-26.
(43) Jn 6, 37-40; Jn 12, 32; Za 12, 10.