LOS SACRAMENTOS Y LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

1. BAU/CREACION:

Como el espíritu de Dios, incubando sobre las aguas primitivas, dio origen a la primera creación, así el Espíritu de Dios, incubando sobre las aguas bautismales, causa la nueva creación, obra la regeneración (Cf. J. DANIELOU, Sacramentos y culto según los SS. Padres. Madrid-I964, p. 87-103). El Espíritu es, pues, Espíritu creador. La Palabra de Cristo alude a esto: «Quien no naciere del agua y del espíritu no puede entrar en el reino» (Jn 3, 5). «¿Por qué te has sumergido en el agua?, pregunta Ambrosio al neófito. Leemos: «Las aguas produzcan seres vivientes» (Gén 1, 20). Y los seres vivientes surgieron al principio de la creación. «A ti se te otorga que el agua te regenere por la gracia» (De sacram. 3, 3).

Se adivina ya la dimensión que esta analogía da al bautismo. El bautismo es del mismo orden que la creación del mundo. Porque crear es una acción propiamente divina. El mismo Espíritu que realizó la creación primera es el que suscitará la nueva creación, el que descenderá sobre las aguas del Jordán para suscitar la nueva creación que es la del hombre-Dios. El bautismo es la continuación en el tiempo de la Iglesia de esta obra creadora. La misma primavera, época en que se administra el bautismo, expresa esta analogía. La primavera, aniversario anual de la creación, es también aniversario de la nueva creación.

BAU/DILUVIO:La oración consecratoria alude, después de la creación, al diluvio. Es una nueva acción de Dios y un nuevo simbolismo del agua. La relación del diluvio con el bautismo es la más antigua de todas. La encontramos ya en la primera carta de Pedro (/1P/03/21), en la que el bautismo se llama expresamente antitipo del diluvio. Optato de Milevi escribe en el siglo v: «El diluvio era figura del bautismo ya que el universo entero profanado recobró su pureza primitiva por medio del agua» (Donat. 5, 1: PL 11,1.041). El agua es el instrumento del juicio de Dios; el agua destruye al mundo pecador. El bautismo es un misterio de muerte. Es destrucción del hombre viejo, como el diluvio lo fue del mundo antiguo, para que surja una creatura nueva, renovada por el agua bautismal. Lo esencial es aquí el simbolismo del agua. Lactancio escribe «El agua es figura de la muerte» (Div. Inst. 2, 10: PL 6, 311 A), y Ambrosio «El agua es imagen de la muerte» (Sp. Sanct. 1, 6, 76 PL 16, 722A). Pero Lundberg ha subrayado la importancia de este tema de las aguas de la muerte que nos parece extraño 2. Pero por el texto de san Pablo (Rom 6, 4) vemos que el bautismo es a la vez muerte y resurrección con Cristo. De aquí que la oración consecratoria aludiese a la oposición entre las aguas creadoras y destructoras, las de la creación y las del diluvio: «El mismo elemento designaba a la vez la destrucción y el nacimiento a la virtud». De este modo el texto de Pablo se refiere al mismo rito bautismal. Este rito, por la inmersión simboliza la muerte, y por la emersión un nuevo nacimiento. Descubrimos el auténtico simbolismo del rito por referencia a las realidades del Antiguo Testamento.

BAU/PARAISO: Con esto no hemos agotado las analogías bíblicas del bautismo. La oración consecratoria habla a continuación de los ríos del paraíso. Con esta alusión entramos en un terreno nuevo. El tema más frecuentemente tratado en los comentarios patrísticos es la analogía entre la situación de Adán y la del catecúmeno. Adán fue arrojado del paraíso después del pecado. Cristo volvió a introducir al ladrón en el paraíso. El bautismo es el retorno al paraíso que es la Iglesia. Desde el principio la preparación al bautismo se presenta como el antitipo de la tentación del Edén. La renuncia a Satanás es, para san Cirilo de Jerusalén, la destrucción del pacto que desde Adán ligaba al hombre con el demonio. El bautismo es ciertamente la destrucción del pecado original. Pero la imagen no es la de la mancha que el agua limpia, sino la oposición dramática entre la exclusión del paraíso y el retorno al mismo.

El bautismo es el retorno al paraíso. Este tema es tan esencial en la liturgia como el tema pascual. Cristo es el nuevo Adán, el primero que penetra en el paraíso. Por el bautismo el catecúmeno es introducido a su vez en él. La Iglesia es el paraíso. De Bruyne y otros autores han demostrado que el simbolismo de los antiguos bautisterios es paradisíaco, con los árboles de la vida, con los cuatro ríos. ·Cipriano-SAN escribe «La Iglesia, a semejanza del paraíso, encierra dentro de sus muros árboles cargados de frutos. Riega estos árboles con los cuatro ríos, por los que confiere la gracia del bautismo» (Epist. 73,10). «En ella, añade ·Efrén-SAN, se recoge cada día el fruto que da la vida a todos» (Hymn. Par. 6, 9). Nada hay más antiguo en la Iglesia que este tema: se encuentra en las Odas de Salomón, en la Carta de Diognetes, Papías la considera como recibida de los apóstoles. La oración consecratoria alude a continuación a la roca del desierto. Entramos en el ciclo del Éxodo. Uno de los temas más importantes de este ciclo, que no aparece en la oración consecratoria pero sí en el Exultet, es el del paso del mar Rojo. Ya la primera carta a los corintios ve en él una figura del bautismo (10,1-5) 4. Sólo citaré uno de los testimonios patrísticos más antiguos, el de ·Tertuliano «Cuando el pueblo, dejando libremente Egipto, escapó del poder del faraón atravesando por el agua, ésta exterminó al rey y a todo su ejército. ¿Qué figura más clara del bautismo podremos dar? Las naciones son libradas del mundo por el agua y de la tiranía del diablo, anegado en el agua, que los esclavizaba» (Bapt. 9).

Una vez más importa no detenerse en la imagen, sino buscar la analogía teológica. El mismo Tertuliano nos la indica: ¿En qué consiste la maravilla de Dios realizada en el paso del mar Rojo? El pueblo se encuentra en una situación desesperada, entregado al exterminio. Sólo el poder de Dios puede hacer que el mar se abra, para que el pueblo pase y llegue a la otra orilla, entonando el cántico de la liberación. Aquí no se trata de una obra de creación ni de juicio, ni de santificación, sino de redención, en el sentido etimológico de la palabra. Dios, y sólo Él, es el que libera.

La situación del catecúmeno es idéntica; está al borde de la piscina bautismal; su situación es desesperada también. Se halla sometido al príncipe de este mundo y avocado a la muerte. Pero entonces, por un acto del poder de Dios las aguas se abren y el catecúmeno las atraviesa. Al llegar a la otra orilla, libre ya del dominio de las fuerzas del mal, entona también él el cántico de la liberación. En ambos casos nos encontramos en presencia de una acción divina de salvación. Entre uno y otro ha intervenido también la liberación de Cristo, prisionero de la muerte y que por el solo poder de Dios ha hecho saltar cerrojos y cerraduras, siendo así el primogénito de los resucitados.

La roca de agua viva nos sitúa en una perspectiva totalmente distinta. San Pablo ha visto también en ella una figura del bautismo. «Nuestros padres bebieron una misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía, y la roca era Cristo» (1 Cor 10, 4). La efusión de las aguas vivas se prometía en el Antiguo Testamento junto con la efusión del Espíritu para los últimos tiempos. Los textos de Ezequiel y de Isaías forman parte de nuestra liturgia actual del bautismo. Es verosímil, como lo ha mostrado Lampe, que el bautismo de Juan Bautista se refiera también a esta profecía, pues él también une el agua y el espíritu. Esto significa que los tiempos escatológicos de la efusión del Espíritu han llegado ya. Sabemos, por otra parte, que es éste un tema predilecto de la comunidad de Qumran. Pero Juan sólo bautiza en agua. Es Cristo quien derramará el agua y el Espíritu.

El mismo Cristo se lo atribuye «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí; según dice la Escritura, manarán de sus entrañas ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él. Pues no había aún Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). También se puede reconocer, con Cullmann, el anuncio del bautismo en los textos en que san Juan habla del agua viva, especialmente el diálogo con la samaritana. Y con él y con toda la tradición, hay que reconocer ese anuncio en el agua y la sangre que brotan del costado de Cristo, imagen del agua unida al Espíritu, pues la sangre es el Espíritu. Es decir, que Cristo crucificado es la roca de los últimos tiempos, de cuyo costado purísimo brota el agua que sacia para la vida eterna, es decir, el bautismo que nos comunica el Espíritu.

Puede notarse a este propósito que el Espíritu está esencialmente ligado a la efusión del agua. En el siglo III se acentúa una tendencia a distinguir el rito del agua, rito de purificación, y el rito de la unción o imposición de las manos, que conferiría el Espíritu. Gregory Dix se funda en estos textos para distinguir en la iniciación cristiana un sacramento del Espíritu, distinto del bautismo, es decir, la confirmación. Pero esto se opone tanto a la tradición primitiva como a la tradición común. El agua, y sólo ella, es la que da el Espíritu. Los ritos que la acompañan son solamente ilustrativos. En cuanto a la confirmación, se trata de un sacramento distinto, ligado al desarrollo espiritual y a la participación en el ministerio. Los temas bíblicos examinados hasta ahora tenían relación con el agua. Sin embargo, no es esta relación con el agua la esencia de su relación con el bautismo. Por esto la mención del agua en el tema del retorno al paraíso es secundaria, pues lo esencial en dicho tema es la restauración de Adán en el ambiente de gracia en que Dios le había colocado después de la creación y en el que el bautismo le reintegra. Por otra parte, en este tema paradisíaco se alude a la eucaristía tanto como al bautismo; ambos están estrechamente asociados. También la roca de aguas vivas dice relación al bautismo y a la eucaristía al mismo tiempo.

ALIANZA/QUE-ES:Lo esencial, en efecto, es la relación teológica. Y ésta aparece también en otros temas bíblicos que la tradición relaciona con el bautismo y la eucaristía. Por ejemplo el tema de la alianza. «La gracia del bautismo, dice expresamente san Gregorio, es una alianza» (Or. Bapt. 8). La alianza es el acto por el que Dios se aviene a establecer entre el hombre y él una comunidad de vida, con carácter irrevocable. Cristo realiza la nueva y eterna alianza uniendo indisolublemente para siempre, en sí mismo, la naturaleza divina y la naturaleza humana, de suerte que no se separen jamás. No olvidemos que el cristianismo primitivo llama a Cristo con el nombre de «alianza» tomando este título de Isaías «Yo te he constituido en "alianza" para mi pueblo» (42, 6).

BAU/ALIANZA:El bautismo forma parte de esta alianza, más aún, la constituye por el compromiso que el bautismo supone tanto por parte de Dios como por parte del hombre. Cuando el bautismo se administraba con la fórmula interrogativa, ese compromiso formaba parte esencial de la misma forma del bautismo, que se administraba, según ·Justino-SAN, «en la fe y en el agua» (Dial. 138, 3). Más tarde pasará a la profesión prebautismal «También vosotros, catecúmenos, debéis descubrir el sentido de esta fórmula: renuncio a Satanás. Con ella, se establece la alianza (syntheke) con el Señor» (Cat. 2 PG 49, 239). Dicho compromiso es llamado symbolon, pacto, y de ahí dicho término pasó a designar la profesión bautismal que precede. ·CRISOSTOMO-JUAN-SAN subraya el carácter incondicionado e irrevocable del compromiso de Dios «Dios no pone ninguna condición, si hacéis esto o lo otro. Tales fueron las palabras de Moisés cuando esparció la sangre de la alianza. Y Dios promete la vida eterna» (Com. Col. 2, 6 PG 62, 342).

ALIANZA/SANGRE: Debemos fijarnos en la alusión a la sangre de la alianza esparcida por Moisés. La antigua alianza estaba sancionada por un sacramento: la partición de una misma sangre, derramada a la vez sobre el pueblo y sobre el altar, que significaba y obrada a la vez una comunión de vida. Cristo, aludiendo al gesto de Moisés, tomó el cáliz y lo bendijo, diciendo «Esta es mi sangre, la sangre da la nueva alianza», antes de dársela a sus discípulos como signo de la comunión de vida obrada entre ellos y Él. La eucaristía es verdaderamente el nuevo rito que atestigua y obra al mismo tiempo la alianza sellada por Cristo con la humanidad en la encarnación y en la pasión.

También aquí advertimos lo que supone la analogía bíblica. Por ella descubrimos en la comunión eucarística todo su sentido, es decir, el de la participación en la vida de Dios adquirida irrevocablemente para toda la humanidad en Cristo y ofrecida a todo hombre. Dicha analogía une la eucaristía a la Escritura, mostrándonos en aquélla la continuación, en el tiempo de la iglesia, de las acciones divinas atestiguadas en ambos testamentos. La Escritura nos aclara el simbolismo de los ritos sacramentales, haciéndonos ver en la partición de la sangre la expresión sublime de la comunidad de vida, siendo la sangre la expresión misma de la vida.

BAU/PUEBLO: Al mismo tiempo que religación con Dios, y en orden a esta religación, la alianza es agregación al pueblo de Dios. Signo de esta agregación era en la antigua alianza la circuncisión. Cullmann, Sahlin y otros han estudiado la relación de ésta con el bautismo, y los datos valiosos que aporta a la teología del bautismo. «El bautismo de los cristianos, escribe Optato de Milevi, estaba figurado en la circuncisión de los hebreos» (Donat. 5, 1 PG 11, 1045A). Ya la carta a los efesios había subrayado este paralelismo «Recordad que un tiempo, vosotros, gentiles según la carne, llamados incircuncisos, erais extraños a la alianza de la promesa; mientras que ahora, por Cristo Jesús habéis sido aproximados por la sangre de Cristo» (/Ef/02/11-14).

El bautismo es el nuevo rito de agregación del pueblo de Dios a la Iglesia. Pero, como en otros aspectos, hay un rito especial para ilustrar esto. Es la sphragis, la señal de la cruz hecha sobre la frente. Ya Ezequiel había anunciado que los miembros de la comunidad escatológica llevarían en la frente una tau, signo del nombre de Yavé. Parece cierto que los saduceos de Damasco llevaban esta señal. El Apocalipsis de san Juan dice que los elegidos están marcados con el signo de Yavé, es decir, con la tau. Es muy probable que ésta sea la señal con la que han sido marcados los primeros cristianos desde el principio, como signo de su agregación a la comunidad escatológica, a la nueva alianza. Dicho signo tiene la forma de cruz, por la cual, en el ambiente griego, donde el sentido de dicho signo no se entendía, se interpretó como una señal de la cruz de Cristo. Sin embargo, todavía ·Hermas dice «aquellos que han sido señalados con el nombre (Sim. 9,14, 5). Esto nos lleva a otro tema afín al de la alianza, el de la shekinah, presencia. Yavé hacía morar su nombre entre los suyos. Este es el misterio del tabernáculo. Este lugar en adelante es la humanidad de Cristo, en la que el nombre ha plantado su tienda. Pero esta morada se continúa en la eucaristía. Ésta, como acabamos de ver, es comunión, alianza. Ahora es presencia, shekinah. Así lo expresa la oración eucarística de la _Didajé: «Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste morar en nuestros corazones» (10, 2). El nombre, como ha observado Peterson es aquí el Verbo. Pero la expresión «el nombre» es más antigua y más propia. En el Antiguo Testamento la presencia se relaciona con el nombre, no con la palabra.

En cuanto al último aspecto importante de la eucaristía, el de sacrificio, que es a la vez adoración, acción de gracias y expiación, la misma liturgia nos invita a buscar el símbolo, la figura en el sacrificio de Abel, de Abrahán y de Melchisedech. También aquí nos encontramos con que los profetas habían anunciado que al fin de los tiempos sería ofrecido el sacrificio perfecto por el siervo obediente, nuevo Isaac y verdadero cordero pascual. El sacrificio eucarístico hace perpetuamente presente, en todos los tiempos y en todos los lugares, esta acción sacerdotal, por la que ha sido dada para siempre toda gloria a la santísima Trinidad.

Con esto hemos expuesto los elementos tradicionales. Los sacramentos se conciben y explican relacionándolos con las acciones de Dios descritas en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Dios actúa en el mundo. Sus acciones son los mirabilia, que sólo Él puede realizar. Dios crea, juzga, hace alianza, está presente, santifica, libra. Estas mismas acciones se realizan en los distintos planos de la historia de la salvación. Hay, pues, una analogía fundamental entre estas acciones. Los sacramentos son simplemente la continuación, en el tiempo de la Iglesia, de las acciones de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Este es el sentido propio de la relación entre Biblia y liturgia. La Biblia es historia santa. La liturgia es historia santa también.

La Biblia es un testimonio de los sucesos realizados. Es historia santa. Hay una historia profana que es la de las civilizaciones, y que nos describe lo que el hombre ha hecho. La Biblia es la historia de las acciones divinas: nos revela las maravillas realizadas por Dios. Toda la Biblia es para gloria de Dios. En este sentido es objeto propio de la fe. Porque creer es no sólo creer que Dios existe, sino sobre todo que interviene en la existencia humana. La fe toda entera recae sobre estas intervenciones de Dios que son la alianza, la encarnación, la resurrección, la efusión del Espíritu Santo. Ya el Antiguo Testamento es esencialmente historia sagrada.

Hay que subrayar este último punto, pues existe actualmente, especialmente en Bultmann y sus discípulos, una tendencia a ver en el Antiguo Testamento, y en la Escritura en general, solamente una palabra actual que Dios nos dirige. Bajo el pretexto de que los acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento se describen de una forma estilizada, se pone en duda su historicidad. La desmitización se convierte en negación de la historia. Cullmann y Eichrodt, este último precisamente a propósito del problema que aquí nos interesa, el de la tipología, han subrayado la primacía del suceso sobre la palabra, del ergon sobre el logos. El objeto de la fe es la existencia de un plan de Dios. La realidad objetiva de las intervenciones divinas es la que modifica ontológicamente la condición humana y a esa realidad es a la que asentimos por la fe.

HTSV/QUÉ-ES: Esta historia es propiamente historia de las obras de Dios, conocidas sólo por la fe, y que no consiste en reconstruir el cuadro histórico y arqueológico del pueblo de Dios o de la iglesia primitiva. Esto cae dentro de la historia de las civilizaciones y constituye un orden diferente. La historia sagrada trasciende el orden de los cuerpos y aun de los espíritus y comprende lo que Pascal llamaba el orden de la caridad, es decir, lo que en terminología no agustiniana llamamos el orden sobrenatural. Describe, pues, la historia sobrenatural de la humanidad, la más importante en definitiva, ya que versa sobre los problemas fundamentales del destino del hombre y de la humanidad, sobre lo más íntimo del hombre.

Según esto, el Antiguo Testamento nos recuerda las maravillas que Dios ha cumplido por su pueblo. Pero esto no es más que un aspecto. Comprende la ley, pero también los profetas. La profecía, en su sentido genuino, es consustancial al Antiguo Testamento, ya que la profecía no es ni simple predicación ni simple proclamación. La profecía es el anuncio de que Dios cumplirá al fin de los tiempos obras mayores aún que en el pasado. El movimiento progresivo del Antiguo Testamento es en esto contrario al de las religiones naturales. Estas, como han demostrado Eliade y van den Leeuw, son esencialmente un esfuerzo por defender, contra la acción destructora del tiempo, las energías primitivas.

TIEMPO/SENTIDO ABRAHAN/ULISES

Con la Biblia el tiempo adquiere un contenido positivo, como lugar en el que se realiza un designio de Dios. Sin embargo, esta orientación hacia el futuro supone un acto de fe, fundado en las promesas de Dios. El héroe bíblico, Abrahán, se opone al héroe griego, Ulises. El título del poema de Homero es "nostoi", «la vuelta». La característica de Ulises es la nostalgia. Por eso, después de haber navegado largamente volverá a su punto de partida. El tiempo es partida. El tiempo se destruye a sí mismo. Abrahán, al contrario, deja Ur de Caldea para siempre y se pone en camino para la tierra que Dios le dará. Para el hombre bíblico, el paraíso, la inocencia, no están en el punto de partida, sino en el término. Es esencial para él la actitud escatológica.

Es curioso, sin embargo, que los acontecimientos futuros cuya realización se espera, se relacionan esencialmente con los del pasado. Las promesas de Dios permanecen invariables. Dios dice a Isaías: «No os acordéis para nada de las cosas pasadas. He aquí que voy a realizar un prodigio nuevo. Haré surgir un camino en el mar» (/Is/43/18-19). Uno de los acontecimientos del pasado fue el paso del mar Rojo. Es una acción salvífica por la que Dios libró a su pueblo en una situación desesperada. El acontecimiento escatológico será un nuevo éxodo, una nueva liberación, una nueva redención. En esto vemos, como lo han notado Goppelt y Eichrodt que lo que fundamenta la tipología en el Antiguo Testamento es la analogía de las obras divinas en los diferentes momentos de la historia de la salvación.

La profecía nos anunciaba los acontecimientos escatológicos. El Nuevo Testamento es la afirmación paradójica de que estos acontecimientos están ya presentes en Jesucristo. Hemos perdido de vista la importancia de estas expresiones tan corrientes en el Nuevo Testamento «Para que se cumpliesen las profecías». Esto se debe a que hemos perdido el sentido de la profecía. Cristo realiza las profecías en cuanto que la profecía anuncia el fin de los tiempos -y no un suceso futuro cualquiera-, y en cuanto que Cristo es el fin de los tiempos. Lo esencial es, pues, que Cristo es anunciado como el fin de los tiempos. Así se comprende el gesto de Juan «Ecce agnus Dei». No dice «existe un cordero de Dios», sino «El Cordero de Dios está ahí».

FIN-TIEMPOS La expresión «el fin de los tiempos» debe entenderse en un sentido absoluto. No es sólo el final de los tiempos, el término. Sino el fin, el acontecimiento definitivo y decisivo, aquel más allá del cual ya no hay nada porque no puede haber nada más. La afirmación cristiana paradójica es, como lo ha demostrado ·Cullmann-O, que el hecho decisivo de la historia se ha realizado ya. Ningún invento, ninguna revolución nos traerá nunca nada tan importante como la resurrección de Jesucristo. Pues en la resurrección de Cristo se han cumplido dos cosas insuperables: la glorificación perfecta de Dios, y la unión perfecta del hombre con Dios. Nunca, pues, Cristo será superado. Él es el fin de los designios de Dios.

SOS/HTSV: Pero entonces ¿la historia sagrada no termina en Jesucristo? Esto solemos decir ordinariamente. Y por esto no situamos los sacramentos en la perspectiva de la historia sagrada. Pero esto supone olvidar que si Jesucristo es el fin de la historia santa, su venida no es más que la inauguración de sus misterios. En el símbolo de los apóstoles, después de confesar los misterios pasados, hablamos de un misterio futuro "unde venturus est"; pero entre ambos hay un misterio presente, el "sedet ad dexteram Patris", el estar sentado a la diestra del Padre. Existe, pues, un misterio de Cristo del que somos contemporáneos. Estamos situados en plena historia sagrada, entre la ascensión y la parusía, en el período en que Cristo está a la derecha del Padre.

En realidad este estar sentado a la derecha del Padre no es más que la instauración definitiva del Verbo encarnado, que por la ascensión penetró en el tabernáculo celestial, en su función de rey y de sacerdote. La humanidad gloriosa de Cristo causa durante todo el tiempo de la Iglesia, toda gracia, toda iluminación, toda santificación, toda bendición. Y las obras divinas realizadas por el Cristo glorioso son eminentemente las obras sacramentales. Estas son las obras propiamente divinas en el corazón de nuestro mundo, por las cuales Dios realiza la santificación y edifica el cuerpo de Cristo, de cuya irradiación procede toda santidad, toda virtud, toda misión.

De esta manera, la historia de la salvación nos descubre la naturaleza de los sacramentos. Son las acciones divinas correspondientes a este momento particular de la historia de la salvación que es el tiempo de la Iglesia. Estas acciones divinas son la continuación de las acciones de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, como ha mostrado Cullmann. Porque los modos característicos de obrar de Dios son siempre los mismos: crea, juzga, salva, hace alianza, se hace presente. Pero con una modalidad en cada período de la historia de la salvación.

Así pues, lo que caracteriza el tiempo de la Iglesia es, por una parte, el ser posterior al acontecimiento esencial de la historia santa, por el que la creación ha alcanzado ya su fin y al que nada puede añadirse ya. Las acciones sacramentales no son más que la actualización salvífica de la pasión y de la resurrección de Cristo. El bautismo nos sumerge en su muerte y en su resurrección. La misa no es otro sacrificio, sino el único sacrificio hecho presente en el sacramento: en este sentido es cierto que los sacramentos no añaden nada a Cristo, y son sólo la imitación sacramental de lo que ha sido realizado realmente en Él.

Por otra parte, en el tiempo de la Iglesia aquello que se cumplió en Cristo, que es la cabeza, se comunica a todos los hombres, que son el cuerpo. El tiempo de la misión, el del crecimiento de la misma Iglesia. Los sacramentos son los instrumentos de este crecimiento. Por ellos se incorporan a Cristo los nuevos miembros de su cuerpo. Como dice ·Gregorio-NISENO-SAN, «Cristo se construye a sí mismo por aquellos que continuamente se agregan a la fe por medio del bautismo» (PG 46, 1397c). Metodio de Olimpo califica la vida sacramental como los esponsales continuos de Cristo con su Iglesia (Conv. 3, 8). Se comprende perfectamente que Cirilo de Jerusalén (·CIRILO-JERUSALEN-S) califique al Cantar de los cantares como el texto sacramental por excelencia (/Ct/CIRILO-J-SAN). El último aspecto del tiempo de la Iglesia es que la transformación operada por Cristo afecta realmente a la humanidad y sin embargo no se manifiesta aún. La oposición entre el tiempo presente y el de la parusía es la que va entre lo que existe y lo que se manifiesta «Vosotros sois ya hijos de Dios pero no se reveló todavía lo que seréis» (1 Jn 3, 2). Los sacramentos tienen, pues, un aspecto oculto. Son un velo a la vez que una realidad «Jesu, quem velatum, nunc aspicio, oro - ut te revelata cernens facie...»

Esto nos hace descubrir un último aspecto de los sacramentos en la historia de la salvación. No son la última etapa. A los misterios pasados sucederán los misterios futuros. Prefigurados por las realidades del Antiguo Testamento y del Nuevo, son a su vez figura de la vida eterna. El bautismo anticipa el juicio, la eucaristía es el banquete escatológico presente ya en el misterio. En los sacramentos, por tanto, se recapitula toda la historia de la salvación. Son memorial, presencia y profecía «recolitur memoria passionis ejus, mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur».

Los sacramentos, pues, son las acciones de Dios en el tiempo de la Iglesia. Pero, como hemos dicho ya, los modos de obrar de Dios son siempre los mismos. En esto se funda el derecho de la Iglesia para ver las analogías entre los sacramentos y las actuaciones divinas que la Escritura nos describe. Aquí está e] fundamento último de lo que hemos expuesto en la primera parte de este capítulo. El mundo de la liturgia es esta sinfonía maravillosa en la que, en virtud de estas analogías fundamentales, aparece la correspondencia entre los diferentes momentos de la historia de la salvación, y en que la liturgia nos hace pasar del Antiguo Testamento a los sacramentos, de la escatología a la espiritualidad, del Nuevo Testamento a la escatología. El conocimiento de estas correspondencias es el saber cristiano tal como lo comprendían los padres, la inteligencia espiritual de la Escritura. Y en esto, la liturgia es maestra de exégesis.

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Para muchos es una dificultad fundamental el captar el vínculo que une la Escritura a la Iglesia. Creen en la Escritura pero no ven la necesidad de la Iglesia. Es absolutamente necesario mostrarles la continuidad rigurosa entre la Escritura y la Iglesia, tal como aparece precisamente en la historia de la salvación, pues en esta historia las realidades que constituyen la Iglesia y aquellas de las que habla la Escritura aparecen como etapas de una misma obra. Además, la referencia continua a la Escritura en la exposición de los sacramentos, empleando un único lenguaje, que es aquel del que se ha servido la palabra de Dios, y haciendo descubrir en los sacramentos las categorías escriturísticas, manifiesta su pertenencia a un mismo y único universo.

La Biblia y la liturgia se explican mutuamente. La Biblia garantiza y al mismo tiempo ilumina a la liturgia. La garantiza por la autoridad de las profecías y de las figuras que en ella se cumplen y por situarla en el conjunto del plan de Dios. La ilumina, proporcionándonos las formas de expresión por las que comprendemos el sentido auténtico de los ritos. A su vez, la liturgia aclara la Escritura. Nos da su interpretación auténtica haciéndonos ver en ella un testimonio de los "mirabilia Dei". Más aún, como estas acciones se continúan en los sacramentos, dichas acciones actualizan la palabra de Dios autorizándonos a aplicarla a las acciones actuales de Dios en la Iglesia en virtud de la analogía de las acciones de Dios en los distintos niveles de la historia de la salvación.

J. DANIELOU
HISTORIA DE LA SALVACION Y LITURGIA
SIGUEME. Salamanca 1965, págs. 52-70

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2. BAU/PARTICIPA

El modo existencial de Cristo glorificado influye, sobre todo, en los sacramentos. Gracias al bautismo, por ejemplo, se produce una unión real con Cristo. El cristiano entra en la esfera de acción de Cristo, en el ámbito de poder de su muerte y de su resurrección. La muerte y resurrección de Cristo se realizan en el bautizado. La realización de la muerte de Cristo consiste en que el bautizado participa en el morir del Señor, de forma que su vida terrena recibe un golpe de muerte y él es incorporado en este sentido a la muerte de Cristo (/Rm/06/01-11). El golpe es corroborado por cada sacramento. Después es cuestión de tiempo, cuándo las formas terrenas alcanzadas por ese golpe mortal quebrarán del todo.

Ello ocurre en la muerte corporal. En la muerte corporal es llevado hasta el final lo ya preparado largamente. La realización de la resurrección de Cristo consiste en que el bautizado participa de la gloria de Cristo, en que le es infundida germinalmente la forma imperecedera de vida, en que, por tanto, es incorporado a la vida gloriosa de Cristo, en que es trasladado al cielo (Eph. 2, 6). En la muerte corporal y con total plenitud en la resurrección corporal se desarrolla del todo el germen desde hace mucho puesto en el hombre.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961, pág. 103 s

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3. Forma sacramental de la comunidad cristiana. 

1. El sentido de la vida y obra de Cristo es la instauración del dominio de Dios; en su muerte y resurrección lo establece irrevocablemente y de un modo indestructible. El dominio de Dios significa orden de la creación y salvación de los hombres. Podemos preguntarnos por qué caminos se hace efectivo para cada hombre y para la creación ese dominio de Dios instaurado por Cristo.

En general puede decirse que eso ocurre participando de la vida y muerte de Cristo. Y aquí surge una difícil cuestión a la que da pie la historicidad de Cristo. Tal historicidad significa que la vida de Cristo está determinada por un "allí" y un "entonces". ¿Cómo puede, pues, un cristiano que vive aquí y ahora participar de la vida de Cristo que está como encerrada en un "allí" y en un "entonces"? Parece que sólo hay un acceso a esa participación: que la vida de Cristo se actualice para el hombre. ¿Cómo es posible esa presencia y actualización? Podemos contestar a esta cuestión diciendo que hay dos modos de actualizar y hacer presente la vida de Cristo: la palabra de la predicación y el signo del sacramento. Palabra y sacramento son los dos medios por los que el pasado se convierte en salvífico presente.

Esa actualización ocurre en la Iglesia. La Iglesia tiene la tarea y virtud de actualizar la obra de Jesucristo hasta la consumación de los tiempos; tiene, pues, una función re-presentativa. No sin razón es llamada el Cristo que continúa viviendo y obrando en el tiempo hasta el fin del mundo. La Iglesia cumple su función representativa por la palabra, en ella predicada y oída, y por el sacramento, administrado y recibido también en ella.

En la palabra y en el sacramento se vuelve Cristo hacia los hombres e inserta en sí a los que se dejan insertar, de forma que entran en el ámbito de acción de su resurrección y muerte.

2. Si los sacramentos son los caminos por los que el hombre participa de la vida de Cristo y los modos de ser incorporados a Cristo, la existencia cristiana, es decir, la existencia fundamentada en Cristo, se caracteriza por ser sacramental.

(...) Los sacramentos son las formas y modos en que se funda, se asegura y se cumple la comunidad con Cristo; en que Cristo logra poder sobre los hombres y, por tanto, obra en ellos lo que durante su vida terrena obraba inmediatamente por sí mismo: el fomento del dominio de Dios y a través de él la vida en gracia por Dios y en Dios. Los sacramentos incluyen, pues, una relación personal con Cristo, primeramente porque Cristo actúa en ellos y después porque causan y motivan el encuentro con Cristo. Tienen, por tanto, un carácter o sello personal y no sólo real como el que tienen los medicamentos y remedios naturales.

3. Los sacramentos sirven a la salvación por realizar el dominio de Dios instaurado por Cristo. Aunque el dominio de Dios, instaurado por Cristo, esté indestructiblemente asegurado, no ha logrado, sin embargo, su figura y forma definitivas, ya que está aún velado y empezando. Pero tiene en sí virtud y fuerza para convertirse en reinado revelado y universal.

Un modo especial de presentarse ese reinado y dominio es el sacramento. En los sacramentos Cristo, o mejor dicho el Padre celestial a través de Cristo, incorpora a sí a quien los recibe dentro de la Iglesia. Así se realiza en el sacramento el amor creador y fructífero de Dios que se revela en él. El sacramento es, por tanto, una revelación de Dios, que quiere salvar a los hombres: es una Epifanía de Dios.

Aceptando el amor del Padre celestial, quien recibe el sacramento deja que Dios sea su Señor; le da, por tanto, el honor que le es debido. El sacramento es, así, adoración de Dios; no sólo la Eucaristía, sino todos los sacramentos. Por una parte son signos y modos mediante los cuales Dios realiza su reinado en el mundo; por otra parte son signos y modos de adoración a Dios por parte de los hombres. Sirviendo al honor de Dios los sacramentos sirven también a la salvaci6n de los hombres. No puede separarse lo uno de lo otro. Fomento del reino de Dios y protecci6n de la salud de los hombres son los dos aspectos de un mismo proceso.

4. Los sacramentos tienen una fuerza que forma y conforma a la Iglesia y son a la vez expresión de la comunidad de la Iglesia. En ellos se incorpora Cristo a su cuerpo místico. A la vez son los modos de vida de la Iglesia. La Iglesia está edificada en el sacramento y se presenta en él; tiene esencialmente carácter sacramental.

Esto vale en sentido total: el momento sacramental es en cierto modo la realidad que abarca a toda la Iglesia. Se diversifica en dos formas: en la palabra predicada y en el propio sacramento. La Iglesia es, a la vez, Iglesia de la palabra y del sacramento.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VI LOS SACRAMENTOS
RIALP. MADRID 1961, págs. 15-17