FINALIDAD DEL BAUTISMO

«Dios, que inició en vosotros la buena obra...» (Flp 1,6) ¿Cuál es la finalidad del bautismo? Sin duda, muchos responderán espontáneamente: borrar el pecado original. Y esto, en efecto, parece bastante claro a tenor del propio rito del sacramento; ¿o acaso no se vierte el agua para manifestar simbólicamente que se elimina una mancha? En suma, se trataría de una especie de «operación limpieza».

-Teologías del bautismo y del pecado original

La anterior respuesta no es falsa, pero resulta demasiado exclusivamente negativa. Quedarse en esa idea de «limpieza», o incluso comenzar por ella, tiene el peligro de dejar de lado ciertas perspectivas absolutamente esenciales y mucho más positivas. En cualquier caso, no es ciertamente esa respuesta la primera que habrían dado los cristianos de los primeros siglos. Y es que la doctrina del «pecado original», tal como nosotros la conocemos a través de su vulgarización teológica, debida fundamentalmente a san Agustín (354-430), no fue formulada sino bastante después de haberse elaborado toda una teología del bautismo que introduce otras muchas luces sumamente iluminadoras. No sería conveniente el que ciertas formulaciones del «pecado original», por importantes y correctas que sean, nos hicieran desplazar a un segundo plano esa antigua teología bautismal. No es al «pecado original» al que compete arrojar luz sobre el bautismo, sino que es a éste al que compete ayudar a comprender la naturaleza de aquél; a fin de cuentas, así es como cronológicamente se han sucedido los hechos en la historia de los dogmas. Por eso, en lugar de incurrir en semejante simplificación, vamos a acudir sobre todo al Nuevo Testamento para informarnos acerca de la finalidad y los efectos del bautismo.

-Constitución del nuevo Pueblo de Dios

En el umbral mismo del Evangelio nos encontramos con Juan "el bautista" (literalmente, «el inmersor»). ¿Por qué bautiza? Porque pretende "preparar al Señor un pueblo bien dispuesto" (Lc/01/17). A este fin, su bautismo en el agua es "un bautismo de conversión para la remisión de los pecados" (Lc/03/03), y quienes se someten a él «confiesan sus pecados» (Mc/01/04-05). Sería un tanto artificial separar estos dos aspectos del bautismo de Juan: de una parte, arrepentimiento y confesión de los pecados para su perdón; de otra, preparación del Pueblo mesiánico. Fuese cual fuese la importancia otorgada a la purificación, no obstante, en todo ello apenas se deja ver la nostalgia por la inocencia de una lejana humanidad primitiva; lo que se subraya es la obra preparatoria, totalmente orientada hacia un futuro, hacia una Venida inminente.

"Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego" (Mt/03/02/10). Contrariamente a Juan Bautista, Jesús no bautiza personalmente; sólo lo hacían sus discípulos (Jn/04/02). Sin embargo, tanto en su actividad como en su enseñanza también él hace ver a sus oyentes la urgente necesidad de una conversión y de una preparación. ¿No proclama Jesús al comienzo de su vida pública, al igual que Juan Bautista: «Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca"? (Mt/04/17) Y cuando envía a los setenta y dos discípulos, les encarga que, en su temporal misión, anuncien en todas partes dicha proximidad del Reino (Lc/10/09/11). Jesús prepara a sus discípulos para un inminente acontecimiento que él denomina su «Hora».

Dicha «Hora» comprende dos acontecimientos absolutamente indisociables: su muerte y su resurrección, las cuales están estrechamente unidas a la constitución de su nuevo Pueblo de Dios. En el bautismo de su muerte, Jesús derrama su sangre "por la multitud" («por muchos» Mc/26/28) y para "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn/11/52); es "a través de su sangre como tenemos en él el perdón de los pecados" (Ef/01/07). Y en la resurrección gloriosa que sigue a dicha muerte, el Padre pone a Jesús en posesión del Espíritu Santo, para que lo difunda y, de ese modo, constituya el Pueblo mesiánico, sobre el que el Padre le constituye a él en Señor (Hch/02/32-36). En este establecimiento del nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, se pone el acento en la novedad que hace su irrupción, en el maravilloso cumplimiento de las promesas hechas a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, no en la restauración de la inocencia original de Adán. ¡Pentecostés no es tan sólo el contrapeso del «pecado original»!

-Acrecentamiento de ese Pueblo

Las diferentes fases de ese establecimiento se sucedieron en el tiempo de la siguiente manera: una llamada a la conversión, acompañada de bautismos; a continuación, perdón de los pecados; y por último, efusión del Espíritu. Este fue, efectivamente, el desarrollo de la acción redentora de Jesús en su vida, muerte y resurrección. Una vez cumplida la Hora, ya no se trata de preparar a dicho Pueblo ni de fundarlo, puesto que su existencia ya se ha manifestado el día de Pentecostés. Ahora se trata de acrecentarlo; y la incorporación a él se realiza mediante el bautismo «en el nombre de Jesucristo», bautismo cuyo desarrollo evoca, sintetizándolas, las etapas históricas a través de las cuales constituyó Jesús a su Iglesia. Efectivamente, ¿qué es lo que proclama Pedro la mañana de Pentecostés a quienes le preguntan lo que deben hacer? Pues les dice: "Convertíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y entonces recibiréis el don del Espíritu Santo" (/Hch/02/38).

Tenemos aquí con toda exactitud las tres sucesivas fases que hemos visto en el desarrollo histórico de la obra redentora de Cristo: en las etapas de la constitución de la Iglesia, la primera (encuentro con los pecadores para invitarles a la conversión) era preparación de la segunda (remisión de los pecados mediante la muerte en la Cruz), la cual, a su vez, era preparación de la tercera (efusión del Espíritu a través de la Resurrección). Todo ello se superpone simultáneamente en el bautismo cristiano; pero ese ordenamiento de una etapa a otra sigue siendo el mismo, y el orden de las finalidades es idéntico.

-La remisión de los pecados

La finalidad del bautismo es introducir en la Iglesia de Dios, lo cual tiene lugar mediante la recepción del don del Espíritu.

Pero, en orden a dicha recepción, el bautismo, además, proporciona la remisión de sus pecados al pecador que manifiesta en él su arrepentimiento o conversión. En el bautismo, si el bautizado se arrepiente de todo aquello de lo que ha sido culpable, queda totalmente liberado y perdonado de todo pecado anterior. Queda «lavado» (1Co/06/11), «sin mancha» (Ef/01/04). Todo cuanto había en él de pecado queda destruido, sea cual sea su anterior situación de pecador. La muerte de Aquel que "fue entregado por nuestros pecados" (Rm/04/25) sustrae al bautizado de la tiranía del "Príncipe de este mundo" (Jn/12/31; 14/30; 16/11) y del pecado, que, introducido en el mundo desde la primera generación humana, ha reinado "en la muerte" Rm/05/12/21).

En suma, el bautismo expulsa del hombre todo cuanto tenga naturaleza de «pecado», tanto si el hombre es personalmente responsable de ello (sus pecados personales) como si únicamente es solidario (el «pecado original»). De este modo se abre ante él un futuro espiritual totalmente renovado. Es lo que unos (los más sensibles a los estados de salud moral) llaman «la gracia de la inocencia bautismal», y otros (los más sensibles a la tiranía homicida del poder del Mal) denominan «la gracia de la liberación» o del rescate.

Esta total purificación libera, pues, de un mundo en el que los hombres, implicados desde el origen en innumerables complicidades malignas y, sin embargo, obligados, para sobrevivir, a ser solidarios, serían incapaces, abandonados a sí mismos y a sus propias fuerzas, de realizar su vocación.

Así pues, en el momento en que entra en la comunión de la Iglesia, el neófito no introduce en ésta nada que esté mancillado, ni el más mínimo residuo de esa maligna solidaridad, que es sustituida por la solidaridad santa: Jesucristo, el único justo, hace al neófito solidario de su persona y de su victoria sobre el mal, incorporándolo gratuitamente a su inocencia. Esta nueva solidaridad es, sin punto de comparación mucho más intensa que la antigua, porque la perfecta justicia de Cristo, cabeza de la nueva humanidad, posee una capacidad de irradiación infinitamente superior a la capacidad de contagio de la antigua humanidad: "Si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! (...) Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (/Rm/05/15/20).

-Entrada en la «Iglesia del desierto» ÉXODO

San Pablo compara el bautismo, liberación de la perversión del mundo, con el paso del Mar Rojo, cuando los hebreos, huyendo de la esclavitud de Egipto, se pusieron en marcha hacia la Tierra Prometida (1Co/10/02). Pero entre Egipto y la Tierra Prometida hay que atravesar algo más que el Mar Rojo: hay que recorrer además el desierto del Sinaí. Es en ese desierto donde la horda de fugitivos israelitas, una vez atravesado el Mar Rojo, recibe sus estructuras de Pueblo, es decir, de comunidad organizada. Al pie de la montaña sagrada del Sinaí se convierte, según la expresión de san Esteban, en la «Iglesia del desierto» (Hch/07/38). Y una vez así constituida, emprendió la larga marcha hacia la Tierra que Dios había prometido a Abraham que daría a «su descendencia». Todo ello prefiguraba lo que acontece en el bautismo: "Salvaos de esta generación perversa", grita Pedro a sus oyentes la mañana de Pentecostés (/Hch/02/40). ¿Salvarse? ¿Para ir adónde? Para ir, del otro lado del agua, al Reino del Resucitado: "Él (Padre) nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor" (Col/01/13).

Al pasar a través del agua bautismal, el bautizado se encuentra con la Iglesia; no aún con la Iglesia llegada al término de su Éxodo, sino con la Iglesia en marcha hacia la herencia prometida, en marcha hacia el Padre. Se trata ciertamente de la verdadera Iglesia; pero allí donde el bautizado se une a ella, la Iglesia prosigue aún su marcha por el desierto; un desierto en el que no le faltan dificultades y tentaciones y en el que, de algún modo, tiene que vivir bajo «la tienda» (2Co/05/04); porque en este mundo la Iglesia se encuentra como «en exilio» (es lo que significa «peregrinante»), «no teniendo aquí ciudad permanente, sino que anda buscando la del futuro» (/Hb/13/14). Esta Iglesia sigue caminando en la fe y no en la visión perfecta, pero está absolutamente segura de que posee «una morada eterna en los cielos» (2Co/05/01/07).

-La nueva circuncisión:BAU/CIRCUNCISION

La entrada en el Pueblo de la Nueva Alianza ya no se produce mediante la circuncisión, como sucedía en el caso de la incorporación al pueblo judío; esta circuncisión es sustituida por el bautismo (Col/01/11), que atañe a la humanidad entera.

La institución simultánea del bautismo y de la Iglesia universal señala la superación de todo aristocratismo y de todo nacionalismo religioso. Hasta entonces, el Pueblo de Dios era el pueblo judío, que había sido elegido entre las naciones. Para pertenecer al Pueblo Elegido era preciso descender de Abraham, de Isaac y de Jacob; había que probar la genealogía y, sobre todo, había que recibir la circuncisión, signo de la Alianza. Por supuesto que un pagano podía convertirse al judaísmo, pero tenía que hacerse circuncidar, y su conversión constituía una especie de naturalización judía.

Por el contrario, en adelante la elección y la nueva Alianza conciernen a todos los hombres, sin pasar por la mediación de ninguna nación particular. Y el cambio del rito de iniciación indica no sólo que ya no es necesario hacerse judío para pertenecer al Pueblo Elegido y a la auténtica descendencia de Abraham a los ojos de Dios, sino también la perfecta igualdad espiritual entre el hombre y la mujer, porque se dirige indistintamente a las personas de uno u otro sexo: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa" (Ga/03/27-29).

-Entrada en el Reino de Dios:BAU/RD:RD/BAU:

El bautizado «se reviste» de Cristo, se incorpora a él en virtud del don que ha hecho de su Espíritu: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un cuerpo" (1Co/12/13). «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios», le dice Jesús a Nicodemo (Jn/03/05).

La expresión «Reino de Dios» -o «Reinado de Dios», que ambas formas traducen la misma expresión del original griego- debe, para ser debidamente comprendida, acentuar fuertemente el «de Dios». Entrar en el Reino de Dios no es entrar en un reino de tantos; lo interesante aquí no es la estructura política, sino el hecho de que el Reinado o el Dominio al que uno se somete es el Reinado o el Dominio de Dios. ¡Y que no se rebele nuestro instinto de libertad! Dios no reina como los soberanos de la tierra, porque él es el creador de nuestra libertad; y para él, reinar significa, ante todo, manifestar su poder liberador. Por nuestra parte, entrar en su Reino significa, para nosotros, beneficiarnos de dicho poder: el bautismo nos pone bajo el dominio de Aquel que, suceda lo que suceda, siempre será soberanamente capaz de liberarnos y de cumplir lo que nos ha prometido (Rm/04/21).

El Reino de Dios es el dominio de Aquel que liberó a Cristo de la muerte resucitándolo en la gloria. Entrar en el Reino significa, pues, beneficiarse, en Cristo y por medio de él, de la acción liberadora que tiene su origen en el Padre. Por eso, quien se somete a este dominio verá cómo «el Señor hace maravillas en favor suyo» por encima de todo lo humanamente imaginable (Lc/01/49; 1Co/02/09); maravillas que son realizadas por «el Poder de lo Alto», que es el Espíritu Santo: «Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu, que habita en vosotros» (Rm/08/11). «[Dios] por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento» (1P/01/03-05).

-La santificación

El Espíritu recibido en el bautismo es el Espíritu creador que aleteaba sobre las aguas de la creación (Gn/01/02); el Espíritu vivificante, "el Espíritu de Vida» (Rm/08/02) mediante el cual el bautizado accede a una «vida nueva» (Rm/06/04). En efecto, el bautismo opera una especie de nueva creación: «el Espíritu Santo nos regenera» (Tt/03/05) y «renacemos» (Jn/03/07): «Pasó lo viejo; todo es nuevo» (2Co/05/17).

El Espíritu recibido en el bautismo es «Espíritu de adopción» (Rm708/15), «Espíritu de santidad», «Espíritu Santo»: mediante él los bautizados son introducidos en Dios, el único Santo. «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co/06/11).

DIVINIZACIÓN:El bautismo hace «participar en la herencia de los santos en la luz» (Col/01/12) y convierte al bautizado en «conciudadano de los santos» (Ef/02/19). Esta palabra, «santo», es una de las que en el Nuevo Testamento se emplean más habitualmente para referirse a los cristianos, los cuales son santos porque han recibido el Espíritu Santo y, sin ningún mérito por su parte, han sido santificados. Esta noción bíblica de «santidad» va mucho más allá del simple plano moral en el que ha tendido a encerrarla el lenguaje de nuestro tiempo: la santidad no pertenece sino a Dios y, para una criatura, el «ser santo» significa haber sido hecho por Dios -que es el único que puede hacerlo- «partícipe de la naturaleza divina» (2P/01/04), lo cual constituye la última palabra del cumplimiento de la Promesa divina. La teología de la Iglesia latina hablará entonces de «gracia santificante», mientras que la Iglesia oriental preferirá hablar de «divinización» y, acordándose de que Dios «habita en una luz inaccesible» (1Tm/06/16), insistirá en el tema de la «iluminación» del bautizado, de su introducción en la Luz.

Tales son los principales efectos del bautismo según el Nuevo Testamento. Esta «puerta de la vida según el Espíritu», que es como el concilio de Florencia (1439) denomina a este sacramento, introduce al bautizado en el nuevo mundo que ha surgido con la venida de Jesucristo. Y haciendo la síntesis de todos estos aspectos, se hablará de «la gracia de la justificación»: «Habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co/06/11). En virtud de esta gracia, y sólo en virtud de ella, el hombre llega a ser aquello para lo que, en último término, ha sido creado por Dios; únicamente en virtud de esta gracia accede el hombre a su verdadera vocación, que trasciende todo proyecto natural del hombre de realizarse a sí mismo.

-El comienzo de una andadura

Pero -ya lo hemos dicho-, aunque el bautizado entre realmente en la única Iglesia de Dios, no es menos cierto que, de momento, es en la comunidad terrena y peregrinante de dicha Iglesia donde le introduce su bautismo, porque éste le integra en las filas de quienes aún se hayan en marcha hacia la verdadera Tierra Prometida. Entra en la «Iglesia del desierto». El bautismo constituye el inicio, los primeros pasos, de una larga andadura, y se halla por entero orientado hacia el futuro. Por supuesto que en el bautismo se da el Espíritu, pero ello no significa que ya esté todo hecho. En realidad, lo que se hace es iniciar la marcha; una marcha que habrá de estar plagada de peripecias, de combates espirituales, de avances y retrocesos... y de victorias. Se ha franqueado el umbral, se ha iniciado la marcha, y ya no será posible volver a comenzar de nuevo.

Pero no hay vida espiritual sin vigilancia, aunque no sea más que la vigilancia consistente en mostrarse receptivo al incremento de la gracia divina. Porque la vida según el Espíritu es una vida que se incrementa, concretamente mediante el crecimiento de la fe, la esperanza y la caridad que Dios comunica al bautizado: "Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús" (Flp/01/06).

Mientras viva en este mundo, el bautizado, en la medida de sus capacidades, deberá, por así decirlo, colaborar a su bautismo. Tanto para él como para la Iglesia del desierto, la consumación sólo tendrá lugar más allá de esta vida peregrinante. Naturalmente que ha recibido el Espíritu, que ha quedado «colmado» del Espíritu; pero ello todavía no es más que un comienzo, destinado a desarrollarse en una capacidad cada vez mayor: jamás se llega al término del Don de Dios. Por eso, hablando de la gracia del bautismo, dice Pablo: «[Dios] ha puesto en nuestros corazones las arras del Espíritu» (2Co/01/22). Lo que hemos recibido en el bautismo no es, con relación a lo que estamos destinados a recibir, sino "las primicias del Espíritu" (Rm/08/23).

-El acceso a la vida sacramental

Todo bautismo es, para quien lo recibe, el comienzo de un desarrollo espiritual, de un crecimiento de fe, esperanza y caridad. Crecimiento que, mientras dure la travesía del desierto, es alimentado por los restantes sacramentos, cuya puerta de acceso la constituye el bautismo. Estos otros sacramentos, que son otros tantos actos de Cristo resucitado, alimentarán la vida espiritual, del mismo modo que Israel, durante su marcha por el desierto, fue sostenido, en medio de mil tentaciones diversas, por una serie de manifestaciones del poder de Dios. Mediante su bautismo, el bautizado se ve embarcado en una vida que no podrá tener continuación si no es en virtud de una continua intervención divina.

-¿Promesa del bautizado? BAU/COMPROMISOS:

Hemos oído hablar muchas veces de los «compromisos del bautismo», lo cual es algo perfectamente normal, con tal de que sopesemos debidamente el sentido de esta expresión y le demos una interpretación correcta. Es evidente que el bautizado se encuentra «comprometido»: se ha comprometido en la marcha del Pueblo hacia la verdadera Tierra Prometida. Pero, por otra parte, no debe perderse de vista que el bautismo no es un contrato en el que la iniciativa divina y la iniciativa humana se encuentren en una especie de paridad para establecer una serie de «compromisos contractuales». El bautismo es un don gratuito de Dios; es, ante todo, una promesa y un compromiso gratuitos de Dios. Sin la prioridad de este compromiso gratuito no habría en él nada particularmente interesante.

Y como compromiso de Dios, el bautismo es también, aunque bajo otro aspecto, un compromiso de la Iglesia, la cual se compromete a tomar a su cargo al neófito para ayudarle en su andadura y alimentar su vida según el Espíritu. El compromiso de Cristo y el compromiso de la Iglesia son esenciales al bautismo. Pero ¿contra quien recibe el bautismo un compromiso de este tipo? ¿Y es esencial al bautismo este compromiso?

Para responder a estas preguntas hay que precisar debidamente la significación de las palabras empleadas. Si por «compromiso» del bautizado se entiende una promesa, una especie de juramento o de voto, se estará utilizando un vocabulario indudablemente respetable, debido a su antigüedad, pero que no hay que tomarlo de los Padres de la Iglesia desgajándolo de un contexto general en el que los mismos Padres lo equilibran con enérgicas afirmaciones acerca de la absoluta iniciativa divina y de la omnipresencia de la gracia en la preparación, la recepción y la continuación del bautismo. No sería apropiado, haciendo uso de dicho vocabulario, dar a entender que el bautismo es una especie de contrato en el que cada una de las partes aportaría, en igualdad de iniciativa y de profundidad, un compromiso, promesa o juramento. Un exceso de mentalidad jurídica podría conducir a un lamentable «quid pro quo»; porque la Nueva Alianza no es una alianza de tipo mosaico, ni tampoco es como los pactos que los hombres establecen entre sí.

-El caso del adulto

Estrictamente hablando, ¿hace una promesa, un juramento o un voto el que recibe el bautismo? Para determinarlo, parece prudente tomar el caso del bautismo de un adulto, donde, verosímilmente, la formulación de tales compromisos será más explícita. El adulto, efectivamente, no puede ser en su bautismo un sujeto puramente pasivo: por la acción de la gracia, concurre activamente, aunque no sea más que mediante el arrepentimiento de sus pecados personales.

Ahora bien, ¿qué se le pide a ese adulto que exprese? Su fe actual, su voluntad actual. Las frases que el ritual le exige pronunciar están todas ellas formuladas en un imperturbable presente: «Sí, quiero», «Sí, renuncio», «Sí, creo»; ninguna de estas afirmaciones (que, por lo demás, no pueden hacerse en verdad sin la gracia) está en futuro. Y aunque esos «Sí, renuncio», «Sí, quiero», «Sí, creo» pronunciados por el adulto sean explicitaciones verbales del misterio que va a vivir y al que se adhiere, hay en ellos una especie de constataciones, y lo que en definitiva se constata es la acción divina actual, que da la gracia de querer hoy, de renunciar hoy y de creer hoy. Estas afirmaciones deberían inmediatamente hacer pensar en la iniciativa divina que en ellas se manifiesta.

Observemos que, si se tratara de una promesa o un juramento de tipo jurídico, evidenciarían una singular imprecisión en relación a las modalidades prácticas del acatamiento de dicho compromiso. Si uno quisiera atenerse a la perspectiva jurídica, debería explicar la ausencia, en el rito mismo del bautismo, de toda referencia explícita a una promesa y a algún tipo de código mínimamente preciso que regulara el modo concreto en que debería vivirse en adelante la adhesión a Jesucristo en la Iglesia. Desde este punto de vista resulta llamativa la diferencia entre, por una parte, el ritual del bautismo y, por otra, el del matrimonio -en el que son dos seres humanos los que se comprometen mutuamente- y las fórmulas empleadas por los religiosos para emitir sus votos. Es cierto, en cambio, que el bautismo no tendría sentido si, en sí mismo y por su propio dinamismo, no estuviera orientado hacia el futuro. Si es una «puerta», tiene que abrir sobre algo. Por eso, al participar activamente en su bautismo, el adulto, aunque hable en presente, también piensa en el futuro: ni que decir tiene que no pretende hacerse bautizar para un tiempo limitado y a modo de prueba. Ahora bien, para "asegurar" el futuro, la fe que profesa no le enseña tanto a formular promesas cuanto a pedir humildemente a Dios la gracia de la perseverancia. Efectivamente, como declara el concilio de Trento: "Por lo que hace al don de la perseverancia, nadie debe prometerse con absoluta certeza seguridad alguna, aun cuando todos tengan el deber de poner una y otra vez en la ayuda de Dios su más firme esperanza".

El "gran don de la perseverancia" por emplear la misma expresión del mencionado concilio, hay que pedirlo a diario. Y resulta difícil imaginar lo que serían la fe y la vida espiritual de un hombre que, como explicación de su perseverancia, invocara esencialmente su fidelidad a un juramento pronunciado en el bautismo... No se permanece creyente por el hecho de tener la suficiente voluntad y el suficiente sentido de la propia dignidad como para respetar la palabra dada. Fe y vida espiritual hunden sus raíces en profundidades bien distintas; y el adulto que se bautiza sólo puede decir: «Creo hoy, y pido a Dios que me conceda la gracia de seguir creyendo en lo sucesivo».

-El caso de un recién nacido

Por lo que se refiere al bautismo de un niño, las «promesas» que sus padrinos hacen «en nombre» del recién nacido no dejan de plantear numerosos problemas si se entiende la palabra «promesas» en el sentido de una especie de juramento. En primer lugar, ¿por qué esa diferencia entre el papel de los padrinos en el bautismo de un adulto y en el bautismo de un niño? Su reconocida función ¿no concierne esencialmente al futuro: ayudar al neófito a desarrollar su vida cristiana? ¿Cómo justificar jurídicamente el enorme poder de estos portavoces, que de ese modo intervendrían en lo más íntimo del vínculo que se establece entre Dios y el recién nacido? ¿Quién les ha dado, pues, la necesaria delegación? Llegado a la edad adulta, ¿a qué tribunal podrá recurrir el niño para anular el compromiso si lo considera abusivo? Un matrimonio contraído en parecidas condiciones sería declarado nulo. ¿Quién puede tomarse este tipo de compromiso lo bastante en serio como para imponerse el deber de perseverar por el simple hecho de tener que hacer honor a una promesa hecha en su nombre tanto tiempo atrás y en tales condiciones? Y, por último. ¿cómo entender ese papel aparentemente fundamental de los padrinos cuando, por otra parte, se reconoce como totalmente válido un bautismo celebrado sin padrino ni madrina ni nadie que hable «en nombre del niño»?

-Cada cual según su madurez

En lugar de enzarzarnos en estas dificultades jurídicas, tal vez sea mejor y más sencillo decir lo siguiente: en virtud de la dimensión comunitaria, que le es esencial, el bautismo se dirige a toda la humanidad, a todo lo que es «hombre». Pues bien tanto el adulto como el recién nacido forman parte de esa humanidad del mismo modo, son igualmente «hombres». Lo que se pide a uno y a otro es que aporten a su bautismo, a su apoderamiento por parte de Cristo, la presencia humana activa y válida de la que sean capaces en los acontecimientos importantes de su existencia humana y comunitaria, según su edad y según la evolución normal de su vida concreta. El adulto ha de ser tratado como adulto responsable, tanto como pueda serlo en su caso particular; por eso es por lo que la Iglesia siempre ha considerado nulo el bautismo recibido por un adulto en contra de su voluntad. En cuanto al niño, hay que tratarlo como a un niño. Uno y otro deben ser tratados como pertenecientes a la humanidad.

PAUL AUBIN
EL BAUTISMO ¿Iniciativa de Dios o compromiso del hombre
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 41.SANTANDER 1987, págs. 81-102