EL BAUTISMO DE NIÑOS

 

«Dejad que se me acerquen los niños» (Mc l0,14)

No es infrecuente hoy día oír cómo se cuestiona el bautismo de los niños. Este cuestionamiento no plantea un problema especialmente nuevo en la larga historia de la Iglesia, porque mucho antes de nosotros, ya desde los primeros siglos, ha sido abordado por algunos y sometido a profundas reflexiones. Y las conclusiones a que llegaron en favor del bautismo de los niños han contribuido no poco a perpetuar hasta nuestros días la costumbre de hacerlo. Conviene que lo sepamos antes de abordar este asunto por nuestra parte: y conviene también que precisemos si tenemos la intención de situar nuestra reflexión en el plano doctrinal o en el plano pastoral.

-Problema pastoral y doctrina

Que actualmente el bautismo plantea legítimamente un problema pastoral resulta incuestionable. Es absolutamente normal hoy día, en efecto, el que numerosos niños bautizados no reciban ulteriormente ninguna enseñanza seria acerca de la fe. Como hemos visto anteriormente, el bautismo es, en sí mismo, un comienzo orientado hacia un futuro, el cual debe consistir en una vida animada por la fe, salvo, naturalmente, en caso de muerte prematura. Por eso, si se tiene la certeza de que el recién nacido, una vez alcanzada la edad consciente, no va a recibir jamás predicación sustancial alguna de la fe, ¿qué significaría para la Iglesia la administración de este sacramento, por el que ella se compromete a tomar a su cargo al neófito para proporcionarle los medios de desarrollar dicha fe?

Ahora bien, hay que distinguir perfectamente entre la certeza de una futura enseñanza del bautizado y la certeza de su perseverancia en la fe; en el primer caso, pueden hacerse conjeturas razonables; en el segundo, nos hallamos ante el misterio, siempre personal, de la cooperación de un hombre a la gracia de la perseverancia; y la experiencia cotidiana nos enseña que, en un mismo contexto vital y con una misma instrucción, no todos perseveran del mismo modo. Dado que no poseemos la competencia exigible, no tenemos la intención de movernos aquí en el plano pastoral. Trataremos, por tanto, de permanecer en lo posible en el plano doctrinal. Pero antes debemos hacer un poco de historia.

-El siglo II

Vamos a dejar de lado, de momento, el caso de la Iglesia contemporánea de los Apóstoles, tal como la describe el Nuevo Testamento, para preguntarnos si en el siglo II se bautizaba a los niños. No hay razón alguna para dudar de ello, porque podemos constatar, por ejemplo, cómo, hacia el año 167, san Policarpo afirma llevar «sirviendo a Cristo desde hace 86 años»; o cómo san Justino, a mediados de siglo, habla de cristianos que «se hicieron discípulos de Cristo desde su más tierna infancia». Y ya antes, a comienzos de aquel siglo, Plinio el Joven, encargado de aplicar los edictos de persecución, habla de cristianos «de todas las edades». No hay nada que permita afirmar ni negar que la costumbre haya sido la misma en todas las regiones, ni siquiera que haya sido costumbre general en una región concreta. No abundan precisamente los documentos que puedan informarnos a este respecto.

-El primer oponente conocido

A caballo entre los siglos II y III nos encontramos con el primero de quien tenemos noticia que se opone al bautismo de los niños: Tertuliano, un cristiano de África del Norte. Tertuliano no niega la significación o la licitud de tales bautismos, sino su oportunidad. ¿Por qué cree él que dichos bautismos no son convenientes? No porque constituyan una innovación (aunque. de haber sido así, éste sería el mejor argumento), ni porque el bautismo exija haber alcanzado el uso de la razón (él mismo se muestra favorable al bautismo de los niños en caso de «urgencia»), sino por motivos que tal vez nos desconcierten un tanto: en primer lugar, dice él, los padrinos pueden morir antes de poder ocuparse eficazmente de sus ahijados; pero, sobre todo, porque el niño bautizado, al crecer, puede manifestar mala disposición y verse arrastrado a graves faltas (téngase en cuenta que es una época en la que el sacramento de la reconciliación dista mucho de haber alcanzado la extensión que tiene en nuestros días). Por eso concluye Tertuliano que es mejor no bautizar a los niños, sino esperar "hasta que estén casados o sean más fuertes para practicar la continencia" con este género de perspectiva nos hallamos muy lejos de las objeciones que se ponen hoy al bautismo de los niños... Tertuliano es, en aquella época, el único exponente conocido de semejante reticencia, y no tuvo muchos seguidores. De hecho, a mediados del siglo III, y sin salir de África, vemos cómo uno de los concilios de Cartago rechaza la idea de esperar al octavo día para bautizar a los recién nacidos so pretexto de adoptar el mismo plazo que adoptan los judíos para la circuncisión; ello es un retraso inútil, dice aquel concilio, y más vale bautizarlos nada más nacer.

Unos decenios antes nos encontramos en Italia con el testimonio de Hipólito, el cual afirma que conviene que los bautismos que se administran el día de Pascua comiencen por "los más pequeños, por los que aún no pueden hablar". Ya en la primera mitad del mismo siglo III, y esta vez en Egipto y en Siria, Orígenes habla del bautismo de los niños como de algo habitual, y trata de precisar su significación sin manifestar la menor reticencia con respecto a esta costumbre. Y podemos observar, por último, que en Italia y en la Galia poseemos testimonios arqueológicos de la misma época en los que aparecen inscripciones funerarias que califican de «creyentes» o de «discípulos de Cristo» a niños fallecidos a la edad de uno o dos años.

-No hay estadística posible

Estos testimonios, procedentes todos ellos de la cuenca mediterránea, dan la impresión de que se trata de una costumbre tranquilamente practicada, como si se tuviera conciencia de que el bautismo de los niños se remontaba a la época apostólica. En ninguna parte parece verse en ello una innovación. Es verdad que los documentos que han llegado a nosotros no permiten pretender poseer una visión exhaustiva de la situación en todas las Iglesias. Pero, por otra parte, haría falta mucha audacia para afirmar que en los siglos II y III eran los bautismos de adultos los que prevalecían y que los bautismos de niños eran relativamente menos abundantes. ¿En qué podrían basarse tales estadísticas? Por supuesto que, a pesar de las persecuciones, se producían entonces muchas más conversiones, con los consiguientes bautismos de adultos; pero también es cierto que debían de ser numerosos los niños que nacían en hogares cristianos. Es indudable, además, que no todos los neófitos eran célibes en el momento de su bautismo, lo cual nos autoriza a preguntar qué pasaba entonces con los hijos que posiblemente tenían. Es perfectamente normal el que los documentos eclesiásticos de la época que han llegado a nosotros hablen, sobre todo, de los bautismos de adultos, porque el catecumenado de adultos, debido al número de éstos, ocupaba un importante lugar en la actividad normal del clero de entonces. Y en cuanto a los rituales de la época, es cierto que parecen no referirse más que al bautismo de adultos; pero el agudo sentido que entonces se tenía de la unicidad del bautismo ¿hace plausible la idea de que se hubieran elaborado dos modalidades de ceremonias? Entre los recién nacidos y los adultos, por lo demás, existe toda una gama de edades mentales; entonces, ¿cuántos rituales habría que establecer...? Parece infinitamente más normal que, en la medida de lo posible, se aplicara a los niños el ritual del bautismo de adultos, y no lo contrario. Ahora bien, todo esto no es sino mera y muy aleatoria conjetura, porque, en historia, el argumento del silencio no tiene excesivo valor.

-La singular época del siglo IV

Tal fue, por tanto -en la medida en que podemos conocerla-, la costumbre de la Iglesia durante la época de las persecuciones. Pero ¿qué ocurre cuando llegan épocas más pacíficas, a comienzos del siglo IV?

Es el momento en que la Iglesia tiende a convertirse en "Iglesia del Estado" y los bautismos se multiplican. Ahora bien, por entonces se asiste a una paradójica y bastante inesperada corriente: fuera de los casos de urgencia, el retraso del bautismo parece haber sido lo normal en todo el siglo IV. Así, por ejemplo, y tomando el caso de los Padres de la Iglesia (aun los nacidos en familias cristianas), vemos que san Basilio no fue bautizado hasta los 27 años; san Ambrosio, al menos hasta los 34 (¡después de haber sido elevado al episcopado!); san Juan Crisóstomo, hasta después de cumplidos los 20, al igual que san Jerónimo; san Paulino de Nola, a los 37; san Agustín, a los 32; san Gregorio Nacianceno, a los 30 (¡y eso que su padre era obispo!); etc. Y ello por no hablar de Constantino, que se empeñó obstinadamente en demorar su bautismo hasta que estuvo en el lecho de muerte. ¿A qué se debía este retraso? ¿Por qué se tenían aquellos catecumenados que no acababan nunca? Una vez más, como en el caso de Tertuliano, el motivo no tiene mucho que ver con las actuales objeciones que se formulan contra el bautismo de los niños: aquel retraso era debido al deseo de tener más probabilidades de morir en la «inocencia bautismal», de morir «en blanco», como se solía decir... Pero a partir del siglo V desaparece de pronto, y para muchos siglos, esta tendencia a retrasar el bautismo. La influencia de la predicación y las exhortaciones de aquellos mismos Padres de la Iglesia que habían sido tardíamente bautizados no es ajena a esta desaparición: ellos no animaban. sino todo lo contrario, a que se les imitara en este punto.

-La Reforma protestante

Hay que esperar al nacimiento del Protestantismo en el siglo XVI -¡algo más de un milenio más tarde!- para asistir de nuevo al mismo fenómeno de la práctica de demorar el bautismo. Efectivamente, ciertos Reformadores se opusieron al bautismo de los niños, lo cual es comprensible si se tiene en cuenta la habitual concepción de los sacramentos en el Protestantismo: si, en realidad, un sacramento no produce ninguna transformación interior, sino que tan sólo sirve para despertar la fe en el corazón del que lo recibe, tenemos que el niño no es susceptible de tal "despertar". Y si el bautismo es un simple gesto que notifica su salvación al que es bautizado, es evidente que en el caso del recién nacido, incapaz de hacerse cargo de tal notificación, el bautismo resulta inútil.

Sin embargo, Lutero y Calvino mantendrán la costumbre del bautismo de los niños. En el caso de Lutero, porque esta práctica expresa mejor la absoluta gratuidad de la salvación y la soberana independencia de la gracia divina respecto de todo comportamiento humano; en el caso de Calvino, porque el bautismo de los niños es como un signo y un testimonio del hecho de que son herederos de la bendición prometida por Dios a la posteridad de sus fieles, por lo que tales niños, una vez llegados al uso de la razón, reconocerán la verdad de su bautismo y sacarán de ello buen provecho. Por el contrario, ciertos grupos protestantes, como los anabaptistas y los baptistas, se opondrán a que se imparta el bautismo mientras no se haya alcanzado la edad de una relativa madurez.

-¿Y la Iglesia oriental?

Hasta aquí, muy a grandes líneas, la historia del problema del bautismo de los niños. Pero no deberíamos olvidar a la Iglesia oriental e imaginar que sólo lo que ocurre en occidente es importante para el asunto que nos ocupa.

La antiquísima costumbre de la Iglesia oriental, todavía hoy en vigor, es impartir al recién nacido no sólo el bautismo, como ocurre en la Iglesia Latina, sino también la confirmación y la eucaristía. Es importante saber esto, para no adoptar a la ligera una postura sobre el bautismo que haga aún mayor la distancia entre oriente y occidente. En una época de ecumenismo, y habida cuenta del hecho de que el «único bautismo» constituye precisamente el fundamento de dicho ecumenismo, es muy conveniente saber lo que ocurre entre aquellos otros hermanos nuestros, que también han reflexionado mucho sobre el asunto a lo largo de su dilatada historia.

-¿Y la Iglesia apostólica?

Retrocedamos en el tiempo y observemos qué es lo que se hacía en la Iglesia apostólica. Si se nos preguntara si en los documentos de dicha lglesia aparece alguna mención acerca del bautismo de los niños, ¿qué podemos responder?

Es cierto que el Nuevo Testamento -y en este caso los Hechos de los Apóstoles- no refiere con cierto detalle sino bautismos de adultos. También se hace mención de bautismos de «grupos»; pero ¿había niños en tales grupos? Cuando se habla del bautismo de toda una familia -"él y toda su casa", "él y todos los suyos"-, es muy plausible pensar que sí, que había niños: en el lenguaje corriente, con la palabra «casa» se designaba al padre de familia, a la madre y a los hijos de cualquier edad; y la palabra incluía además a toda la parentela y la servidumbre que vivían bajo el mismo techo. El problema, por tanto, consiste en saber si esas «casas» bautizadas incluían niños pequeños. Lo cual es sumamente verosímil, aunque es perfectamente posible lo contrario, y como el Nuevo Testamento no ofrece al respecto ninguna precisión, siempre será posible discutir interminablemente sobre el asunto.

Pero a quien, valiéndose de esta imprecisión, pretendiera afirmar la ausencia de bautismos de niños en la Iglesia apostólica, se le podría replicar que el Nuevo Testamento habla aún menos de bautismos de adultos nacidos de padres ya cristianos. Y sin embargo, el período que abarca el Nuevo Testamento es lo bastante dilatado como para que pudieran haber tenido lugar tales bautismos. ¿Habrá, por consiguiente, que negar también la existencia de este tipo de bautismo arguyendo que el Nuevo Testamento no lo menciona? Y lo que acabamos de decir no es una simple ocurrencia. ¿No dice acaso san Pablo: "El marido no creyente queda santificado por su mujer creyente, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. Si no fuera así, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos" (1Co/01/16). Las palabras "santificado" y "santo" tienen un sentido muy preciso, y sólo se emplean, normalmente, para referirse a auténticos cristianos; por eso este texto ha puesto siempre en aprietos a los comentaristas. Algunos se preguntan si no querrá indicar que en la primera generación cristiana ni siquiera se planteaba la posibilidad de bautizar a los hijos nacidos de padres ya bautizados (exactamente igual que, con ocasión de un bautismo de prosélitos, los judíos, junto con los padres, bautizaban a los hijos, aun los más pequeños, nacidos con anterioridad a dicho bautismo, mientras que ya no bautizaban a los que nacían después del bautismo de sus padres). Sólo tras haber constatado que la Parusía, la segunda venida de Cristo, no era necesariamente inminente, se habría comenzado a bautizar a los hijos, pequeños o adultos, nacidos de padres cristianos. Pero otros comentaristas piensan que esta tesis tropieza con grandes dificultades: aunque los hijos nacidos de padres cristianos fueran considerados como «santos». ello no significa automáticamente que no tuvieran que recibir el bautismo; de hecho el bautismo sustituye a la circuncisión, y ésta se practicaba en todo hijo varón nacido de padres judíos... Como se ve, también aquí la controversia podría ser interminable.

-No abandonar el plano doctrinal

Recordemos, una vez más, que, en historia. no se puede impunemente establecer una tesis acerca del silencio de los documentos que han llegado a nosotros. Dejemos, pues, en su relativa oscuridad la práctica de la Iglesia primitiva. porque, aunque tuviéramos la certeza de que dicha Iglesia bautizaba a los niños, ¿bastaría la simple materialidad de un hecho ubicado en un contexto histórico distinto del nuestro para fundamentar una práctica actualmente generalizada? Por supuesto que no.

El único método verdaderamente satisfactorio para resolver el problema que aquí nos ocupa consiste en ver si, en ausencia de una norma inequívoca emanada de Cristo o de los Apóstoles, el bautismo de los niños es o no es conforme a la enseñanza neotestamentaria sobre el bautismo en general.

Según dicha enseñanza, la finalidad del bautismo es introducir al bautizado en el Pueblo mesiánico. Y este asunto es urgente, porque el retorno del Señor es inminente. En tales condiciones, preguntémonos, ante todo, si es concebible que se exigiera a los padres separarse de sus hijos pequeños, dejarlos, por así decirlo, «en Egipto, la tierra de servidumbre», del otro lado del «Mar Rojo». ¿No dice Pedro la mañana de Pentecostés: "La Promesa es para vosotros y para vuestros hijos"? (Hch/02/39).

¿No tendría el bautismo, pues, ninguna razón de ser, tratándose de recién nacidos? Para responder a esta pregunta, lo primero que hay que hacer es comprender debidamente que el gesto que realiza Cristo en un bautismo constituye un todo. Es posible que tal o cual consecuencia de dicho gesto no se produzca instantáneamente, debido al estado puramente pasivo del niño: pero ¿no quedaría justificado el bautismo con que se produjera una sola de tales consecuencias?

-Jesús y los niños

Recordemos, en primer lugar, que, durante su vida mortal, Jesús se interesó directamente por los niños, incluso por «los niños pequeños» (Lc/18/15): "Dejad que se me acerquen los niños y no se lo impidáis". Son muchos los autores que piensan que, si los evangelistas consideraron conveniente mencionar y poner de relieve esta actitud de Jesús, es porque pensaban en el bautismo de los niños; y hacen notar que esa idea de "impedirlo" aparece en otros textos del Nuevo Testamento precisamente a propósito del bautismo (Hch/08/36; 10/47: 11/17).

Sea como sea, si el bautismo es realmente un gesto del Resucitado, no se ve por qué va a dejar de interesarse éste por esos pequeños que "llevan ante él" (Mt/19/13) y por qué no va a introducirlos en su Reino, si vemos que, para asombro de los adultos, los admitía en su presencia. La Iglesia, preocupada por no poner obstáculos a los gestos de Cristo, gestos de amor de los que ella no es sino instrumento a través de los sacramentos, no se siente absolutamente libre para distribuirlos a su capricho, sobre todo cuando se trata de un sacramento tan fundamental como el bautismo. Por eso la pregunta que se hace la Iglesia ante un miembro de la humanidad no bautizado no es tanto: «¿Hay que bautizarlo?», cuanto: «¿Qué es lo que impide verdaderamente bautizarlo?». Y para responder a esta pregunta. reflexiona sobre los fines del bautismo.

-Capacidades bautismales del niño

El bautismo confiere la remisión de los pecados. Ahora bien, lo cierto es que el recién nacido no ha cometido pecado alguno. Por eso es por lo que, en lo que se refiere al pecado, el bautismo no hace sino dar al niño la posibilidad de recurrir en el futuro al sacramento de la Reconciliación, del mismo modo que le abre el acceso al resto de los sacramentos. Por lo que se refiere a la obligada solidaridad con la vieja sociedad humana, pecadora desde sus orígenes, el niño resulta tan desbordado como el adulto: las generaciones pasadas no han pedido ni a uno ni a otro su parecer para comprometerlos en una situación que ellos no han creado. ¿Por qué va a ser menester, entonces, que Cristo tenga necesidad de su consentimiento para liberarlos de dicha situación estableciendo entre él y ellos una solidaridad purificadora?

Es en un mismo y único movimiento como el bautismo confiere la remisión de los pecados y el don del Espíritu. Y la efusión del Espíritu es en sí misma indisociable de la entrada en la Iglesia: no es posible querer una cosa sin la otra. ¿Es incapaz el niño de recibir el Espíritu Santo? Preguntar tal cosa es tanto como preguntar si el niño es incapaz de ser amado por Dios. Dice Pablo que "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm/05/05). Y en su relato de Pentecostés dice Lucas: "Quedaron todos llenos del Espíritu Santo" ((Hch/02/04); y la misma palabra emplea en su evangelio al decir que Juan Bautista quedó "lleno" del Espíritu Santo desde el seno de su madre (Lc/01/15). ¿Por qué iba a ser el Pueblo de Dios el único pueblo carente de niños? ¿Por qué iban a ser únicamente los adultos los "llamados" siendo así que en el Evangelio vemos a Jesús "llamar" igualmente a los niños? (Mt/18/02).

-Bautismo y libertad del niño

En el ámbito de las realidades profanas, un niño puede, sin que se le pregunte su parecer, acceder a una herencia, por ejemplo; y puede también ser adoptado o cambiar de nacionalidad. Todo ello es legalmente posible en la ciudad terrestre, y nadie se rasga por ello las vestiduras ni denuncia que se esté violando con ello la libertad humana, porque, a fin de cuentas, ¿no va a tener ese niño, más adelante, la posibilidad de renunciar a tal herencia y de adoptar otra nacionalidad? Por supuesto que, en el caso del bautismo, los efectos se producen a un nivel mucho más íntimo que en esos otros casos; pero también es verdad que lo sobrenatural no es tan ajeno a lo natural como para que las comparaciones mencionadas pierdan todo su valor.

Llegado a la edad adulta el niño al que se bautiza hoy podrá optar por no ratificar su bautismo, sin que ello suponga la amenaza de una multa o de una pena de reclusión. Si decide hacerlo, los creyentes pensaremos que ha cometido un gran error, pero ninguna autoridad en este mundo podrá hacerle creer por la fuerza. Su libertad, pues, no ha sido dañada; a lo más, podrá decir que se le ha «condicionado» desde su más tierna infancia; pero ¿no es ésa la suerte de todo niño que nace en el seno de una familia o donde sea? ¿Y cómo nacer, si no se nace "en alguna parte"? El niño queda «marcado» por el bautismo únicamente en el sentido de que no es posible abolir el pasado ni, menos aún, reprimir el amor y silenciar la llamada de Aquel que "nos ha elegido en Jesucristo antes de la creación del mundo" (Ef/01/04).

-¿Promesa bautismal?

No es fácil hallar, apelando a la libertad, objeciones sólidas de carácter teórico al bautismo de los niños. Nuestro tiempo ya no es el de hace siglos, cuando el Estado amenazaba con diversas penas a quienes no cumplían con sus deberes de bautizados. ¿Pueden invocarse las «promesas del bautismo»? Ya hemos hablado de la naturaleza de tales «promesas» y de la inconveniencia de tomar esta expresión en un sentido jurídico. El bautizado que renuncia verdaderamente a lo que, por su parte, era una adhesión a Jesucristo en su Iglesia, no es, propiamente hablando, ningún «perjuro». También esta infamante palabra es excesivamente jurídica. No; el que hace tal cosa es, simplemente, un «apóstata», que es el calificativo tradicional, ciertamente agravado por toda la carga de reprobación que se ha acumulado sobre él a lo largo de tantos siglos de «cristiandad», pero que en sí mismo, y en su origen, significa simple y llanamente: «el que se ha marchado». En el fondo, se trata de una palabra más discreta, más caritativa y menos infamante que la de «perjuro». Y es de observar que para emplearla, para estar seguro de que un bautizado la ha abandonado de verdad, la Iglesia tenderá a esperar hasta cerciorarse de que tal bautizado se ha marchado positivamente «a otra parte»...

Tal vez abusamos en exceso, a propósito del bautismo, de las palabras «promesas» o «renovación de las promesas». Pero, si no queremos renunciar absolutamente a ellas, deberíamos al menos equilibrarlas teniendo siempre presente que la perseverancia en la fe es una gracia que debemos pedir sm cesar.

A quienes se oponen al bautismo de los niños por causa de estas «promesas» bautismales frecuentemente entendidas en un sentido demasiado voluntarista y jurídico, podría preguntárseles cuál es, según ellos, la edad apropiada. Si se trata de «prometer para siempre», no en el sentido que el amor da a está fórmula cuando la emplea, sino en el sentido en que la entienden los contratos, entonces se comprende la tendencia a retrasar la edad para contraer semejante compromiso. Pero ¿a qué edad hay que suponer que se posee una lucidez y una madurez capaces de garantizar el futuro? ¿A la edad del «uso de la razón»? ¿En la adolescencia? ¿Más tarde aún? ¿Cuándo? De hecho, la edad no constituye una garantía, como puede constatarse a diario en el ámbito del matrimonio, del sacerdocio o de los votos «perpetuos»; y, sin embargo, todos estos compromisos no son contraídos por recién nacidos precisamente...

Si el niño, llegado a la edad adulta, no persevera, es asunto que tiene que ver, a la vez, con su cooperación a la gracia de la perseverancia y con la manera en que la comunidad de los creyentes se ha comportado con él, teniendo siempre en cuenta las circunstancias concretas de cada caso.

-¿Qué criterios de fidelidad?

Habría que precisar también los verdaderos criterios que permiten afirmar de alguien que ciertamente ya no está adherido a Jesucristo en la Iglesia, lo cual constituía la esencia de su bautismo. No se puede, a este respecto, equiparar la distinción entre practicantes y no-practicantes y la distinción entre fieles y apóstatas. Sería menester precisar donde empieza y dónde acaba esa famosa «práctica religiosa», tan del gusto de los amantes de las estadísticas religiosas... Por otra parte, hay que mirar también si el rechazo de tal o cual formulación o comportamiento no proviene tal vez de la negación de lo que esa formulación o ese comportamiento expresan, sino de un malentendido acerca de lo que quieren expresar. Y hay que tener en cuenta, además, que el bautismo marca el comienzo precisamente de un «combate espiritual», y que dicho combate puede conllevar retrocesos y hasta verdaderos desastres que no constituyen, sin más, «apostasías». Lo menos que puede decirse es que los criterios de «fidelidad» al bautismo no son en absoluto simples...

-La fe del recién nacido

En definitiva, el problema más serio que se plantea respecto del bautismo de los niños es el de su fe en el momento mismo de dicho bautismo. Si el bautismo tiene que ver con la salvación y si, por otra parte, la fe es necesaria para tal salvación, ¿cómo puede ser considerado «creyente» un niño, un recién nacido? Puede apelarse aquí a la fe de los padres o a la fe de la Iglesia; y es preciso reconocer que hay en este modo de enfocarlo algo muy profundamente verdadero. Sin embargo, no se ve muy bien cómo puede alguien tener la fe «por persona interpuesta». No puede negarse que, en los evangelios, Cristo realiza a veces curaciones y resurrecciones sin necesidad de pedir la fe al enfermo ni, por supuesto, al muerto, sino a alguien de su entorno; es el caso de la resurrección de Lázaro o de la hija de Jairo, o de la curación del epiléptico o del criado del centurión. Pero ¿cómo puede la fe de su entorno introducir en la comunidad de los creyentes al niño bautizado, siendo así que, por el momento, éste es incapaz de hacer un acto de fe, como también es incapaz de hacer un acto de esperanza o de caridad? Es verdad que la fe de Jairo interviene en la resurrección de su hija, pero el Evangelio no habla de la fe de ésta tras el milagro, como no ha hablado de ella antes del mismo...

FE/ACTOS:Para intentar resolver este problema, tal vez convenga distinguir entre la fe y los actos de fe. Evidentemente, el recién nacido es incapaz de profesar su fe; pero no hay que olvidar que el acto de fe es el término de un proceso que prepara al hombre para realizar dicho acto. Antes de expresarse en actos, la fe, la esperanza y la caridad son disposiciones interiores, «virtudes»; y éstas -contrariamente a sus actos, que son, necesariamente, más o menos transitorios- tienen una «permanencia». Pongamos una comparación: un hombre inteligente no deja de serlo mientras duerme, aunque durante el sueño no realice acto alguno de inteligencia. El recién nacido tiene ya en sí el germen de la inteligencia y la voluntad que habrá de manifestar cuando crezca. Pues bien, mediante el bautismo el recién nacido adquiere un germen o inicio de fe, de esperanza y de caridad. ¿Cómo es esto?

-El primer fundamento de la fe :FE/GRATUIDAD:

Conviene recordar aquí que las mencionadas «virtudes» (etimológicamente =«fuerzas») son dones de Dios a los que el hombre no podría acceder por sí solo. La atracción por la creencia, el inicio de la fe y su crecimiento no son algo puramente natural, sino que forman parte de la nueva creación que Dios realiza en aquel a quien llama; son, pues, un don gratuito de Dios y de la inspiración del Espíritu, los cuales elevan a ese inusitado nivel las capacidades de nuestra inteligencia y la inclinación de nuestra voluntad, que serían incapaces de alcanzarlo por sus solas fuerzas. La gracia del bautismo supone para el recién nacido la gracia del inicio de la fe; Dios comienza a intervenir en él, para conducirlo más tarde a realizar actos de esperanza y de caridad y a profesar su fe. Dios interviene ya en las facultades, todavía como adormecidas, del pequeño bautizado, en orden a ir haciéndolas progresivamente capaces de realizar tales actos. Mediante esta acción divina queda ya inaugurada en su insondable profundidad la respuesta de la fe de ese niño a la llamada de Dios. Y una vez puesto este fundamento, la mencionada respuesta irá madurando al hilo de los años, a medida que vaya desarrollándose su cooperación a dicha gracia, que siempre tiene y tendrá la iniciativa y la prelación.

Esta forma de verlo puede resultar desconcertante para quien no esté suficientemente alerta contra el continuo resurgir de la vieja herejía pelagiana, que reduce el papel de la gracia a la mera función de instruir al hombre acerca del objetivo que debe perseguir y de recompensar sus esfuerzos por alcanzarlo, olvidando que, en cada una de las etapas de la vida según el Espíritu, la acción divina precede siempre a nuestro propio obrar, sin destruir por ello la libertad de nuestra cooperación a la gracia. Dios no es una especie de «superhombre» con el que coopera nuestra libertad; cooperar con Dios es cooperar con el autor de nuestra libertad... «Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo». Habremos de reconocer, por tanto, que, en el bautismo, incluso el recién nacido recibe las «fuerzas» de la fe, la esperanza y la caridad, porque recibe en lo más íntimo de sí al Espíritu, esa «Fuerza de lo alto» que más tarde habrá de permitirle traducir esas «virtudes» en actos.

-Dificultades pastorales

Las anteriores consideraciones doctrinales no pretenden suprimir los problemas pastorales relativos al bautismo de los niños.

Indudablemente, nada hay más normal, en sí, que bautizar a los hijos nacidos de un matrimonio cristiano, porque el dinamismo de éste empuja en tal dirección. Y no se ve por qué el hecho de nacer de padres bautizados no puede ser la señal de una elección y una llamada de Dios en orden al bautismo. Porque el ser llamado constituye un hecho tan independiente de nuestra voluntad como nuestro propio nacimiento: nadie escoge ser llamado ni la manera de serlo.

La verdadera dificultad radica en que el bautismo no se reduce a la simple transmisión de una llamada, sino que además es ya una respuesta; y podría entonces objetarse que, en el caso del bautismo de un niño, éste no coopera a dicha respuesta haciendo intervenir su supuesta libertad para elegir. De ahí la posible impresión de que semejante bautismo se asemeja a una especie de abuso de autoridad que impone la pertenencia a la Iglesia, en lugar de ser una adhesión personalmente elegida. Y a fin de cuentas, ¿no tendería ello a reducir a la Iglesia a ser una sociedad parecida a aquellas de las que formamos parte por una especie de «determinismo», como pueden ser, por ejemplo, la sociedad familiar o la sociedad nacional?

-La Iglesia, ¿asociación de voluntarios?

Pero, si se reflexiona debidamente, el hecho de retrasar el bautismo hasta la edad adulta no resuelve del todo esta dificultad. En primer lugar, tengamos en cuenta que tal retraso no libraría a la Iglesia del peligro de que su rango quedara reducido al de esas asociaciones en las que uno se inscribe voluntariamente. Y esta reducción no deja de ser, en definitiva, tan lamentable como la anterior.

Y sobre todo, es preciso ponderar lo siguiente: la llamada de Dios en Jesucristo no es una llamada entre otras muchas del mismo género, y la opción que dicha llamada propone al hombre no es la de que se decida por el cristianismo, de entre las numerosas doctrinas que solicitan su adhesión y que se hallarían al mismo nivel que el cristianismo. No. Cuando Dios llama al bautismo, está llamando al hombre a una Vida que le desborda por completo; y no le llamaría verdaderamente si al mismo tiempo no le otorgara la capacidad de discernir esa llamada transcendente y de responder a ella de modo afirmativo. El don de esta capacidad es tan gratuito como la propia llamada. Ahora bien, dicha capacidad ya constituye en sí misma una transformación interior, una innovación que orienta exclusivamente en el sentido de una respuesta afirmativa a la llamada de Dios, el cual no otorga ningún tipo de capacidad añadida para responderle negativamente y rechazar su llamada. En efecto, si el hombre responde «sí», se deberá a un don interior de Dios con el que el hombre colabora; si, por el contrario, responde «no», su negativa provendrá exclusivamente del propio hombre. De manera que el «sí» y el «no» no son en este caso de la misma especie; y aunque la libertad de elegir se da realmente en el adulto que se presenta voluntariamente al bautismo, no se trata de una libertad más de elegir, sino de una elección que, en sí misma y a lo largo de su proceso, es única en su genero.

Pero no es menos cierto que, tanto para el adulto como para el niño, Ia respuesta, precisamente por ser única en su género, no puede reducirse a una simple conformidad exterior con una tradición de tipo sociológico, ni puede consistir en una mera pertenencia a las estructuras externas de una sociedad de tantas, con su teoría, sus leyes y su administración. Este tipo de sociedades es innumerable, mientras que, por el contrario, no hay más que una Iglesia de Dios.

Este «quid pro quo» en torno a la verdadera naturaleza de la Iglesia tal vez amenaza más a quien, por así decirlo, «casi» ha nacido en la Iglesia que a quien se bautiza siendo ya adulto. Pero tampoco este último se halla libre de la tentación, porque, aunque es verdad que no va a considerar a la Iglesia como una sociedad a la que se pertenece en virtud de una especie de determinismo, ¿no puede, acaso, considerarla como una simple asociación de voluntarios, lo cual sería sumamente grave?

La Iglesia es, a la vez, el instrumento de la llamada de Dios y el lugar donde se responde a dicha llamada. Y es por esto último por lo que la Iglesia enseña la manera de responder como es debido; enseñanza constituida, en parte, por la visión que ella da de sí misma. En estas circunstancias, es perfectamente normal que uno de sus problemas pastorales consista en intentar no dar una imagen de sí misma que la asemeje externamente a una sociedad de tantas y del mismo género. Pero es evidente que este problema desborda, con mucho, el de la pastoral del bautismo de los niños, que no es más que un aspecto de aquél y cuya solución no va a resolver por sí sola el problema en su conjunto.

PAUL AUBIN
EL BAUTISMO ¿Iniciativa de Dios o compromiso del hombre
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 41.SANTANDER 1987, págs. 103-127