Reconocemos un solo bautismo

Este artículo del Credo subraya la importancia del orden sacramental en la Iglesia. Sólo entenderemos el orden sacramental si no lo consideramos aparte de lo que podríamos llamar estructura de encarnación de las relaciones de Dios con los hombres. Dios ha querido comunicarse con el hombre a través de Cristo encarnado. No ha querido hacerlo desde fuera, con una acción extemporánea y extrínseca, a manera de un impulso arrollador de grandes efectos fulminantes, que desaparecería después. La acción «encarnatoria» de Dios en Cristo se realiza desde el interior de nuestro mundo, en las mismas condiciones de nuestro ser mundano, corporal y espiritual a la vez. Dios actúa en nosotros haciéndose como uno de nosotros; "tomando la condición humana" (Flp 2,7), aceptando las condiciones y limitaciones de nuestro ser humano; adaptándose a nuestra manera de ser, de comprender y de hacer; respetando nuestra manera de conocer, nuestra sensibilidad, nuestra afectividad...

La acción continuada de Dios en nosotros, que es lo que en definitiva son los sacramentos, se realiza bajo formas humanas, humanamente comprensibles y captables. San Agustín lo sintetiza maravillosamente: un sacramento es "una forma visible de la gracia invisible". Un sacramento es una expresión visible, con símbolos y signos humanos y comprensibles, de la inefable acción de Dios en nosotros. Supone, por una parte, que Dios se abaja para que nosotros podamos entenderlo y captarlo; y esto es lo que denominaba «la estructura encarnatoria» de la acción de Dios. Pero supone, por otra parte, el alzamiento del hombre por la fuerza del Espíritu de Dios: la capacidad de creer y ver más allá de las meras realidades terrenas que Dios emplea para comunicarse a nosotros, hasta captar las realidades celestes y eternas que se simbolizan. Como se dice en el prefacio de Navidad, "el misterio del Verbo hecho hombre ilumina los ojos de nuestra alma con un nuevo resplandor de su gloria, que Dios nos da a conocer de forma visible, para elevarnos al amor de las cosas invisibles".

Los sacramentos, en plural, son como distintos aspectos, distintas manifestaciones de una realidad única y total: la sacramentalidad de la comunicación de Dios a nosotros a través de Cristo encarnado y de su Espíritu. En un momento determinado, a causa de la polémica suscitada por opiniones heréticas que restringían demasiado el orden sacramental, la Iglesia fijo en siete el número de los sacramentos. Pero la Iglesia primitiva tenía un concepto muy amplio de la sacramentalidad cristiana: todo aquello con que Dios se comunica al hombre se consideraba como parte del orden sacramental total. Desde los grandes sacramentos fundamentales (el bautismo y la eucaristía) hasta los símbolos más sencillos (diversos actos de compunción, bendiciones de personas y cosas, el agua bendita, etcétera), todos se consideraban parte de aquel orden sacramental en sentido amplio, dentro de una gradación indefinida. Todo lo que nos lleva a Dios es sacramental, aunque se hayan llegado a reconocer oficialmente siete sacramentos fundamentales y esenciales, que tienen una función particular e insustituible en la vida de la Iglesia.

Al hablar de la creación señalábamos que Dios es «creador de las cosas visibles e invisibles». Decíamos, contra las tendencias dualistas que siempre amenazan infiltrarse, que tanto lo corporal como lo espiritual es creaci_n de Dios y manifestación de su amor. El hombre auténticamente religioso no puede ceder a la tentación de valorar sólo lo espiritual, despreciando lo material. No entramos a discutir si es adecuada o no la concepción del hombre como compuesto de materia y espíritu -concepción que requiere una comprensión muy afinada si no se quiere errar-; pero insistimos en que materia y espíritu no se pueden considerar solamente como cosas yuxtapuestas. Las dos forman al hombre de manera inextricable, hasta tal punto que se puede decir que el hombre es tanto un ser material, vivificado y elevado por el espíritu, como un espíritu que se realiza en las condiciones de la materialidad. Y Dios se comunica a este hombre entero, unidad inextricable corporal-espiritual, en su realidad concreta.

Los sacramentos son realidades que corresponden a esta manera peculiar de ser del hombre. Por eso los catecismos dicen que los sacramentos tienen "materia" y «forma», y que, siendo actos que se realizan a través de una realidad visible, física y corporal, simbolizan y realizan algo verdaderamente espiritual y «sobrenatural». Por el hecho de que toda realidad viene de Dios, podemos decir que toda realidad lleva ya en sí misma una referencia a Dios: toda realidad es de alguna manera, en sentido amplio, símbolo de Dios. Nuestra civilización técnica nos hace poco sensibles a la dimensión simbólica de toda realidad. Sólo somos capaces de ver en cada cosa la dimensión concreta que nos permite utilizarla cuando la necesitamos. La inmensa riqueza de sentido que puede haber en todas las cosas queda reducida al sentido utilitario inmediato. Todas las otras posibles referencias permanecen sencillamente ignoradas, no percibidas. Sin embargo, desde otra perspectiva, podríamos considerar que cualquier realidad no está sólo determinada a un único uso o a unos pocos usos utilitarios, sino que permanece abierta a expresar relaciones de dependencia, semejanza, intencionalidad, sugerencia... En definitiva, toda realidad, siendo lo que es, está abierta a ser símbolo de lo que ella misma no es, pero que puede ser relacionado con ella. El agua, la luz, el fuego, las flores, el beso y tantas otras cosas parecen tener una especial capacidad simbólica y sugieren inmediatamente mucho más de lo que estrictamente son en su mera constitución física y material, precisamente porque dan origen a multitud de relaciones entre los humanos.

Cuando Dios, pues, quiere comunicarse a nosotros, toma estas realidades nuestras con su capacidad simbólica y como que une la realización de su acción en nosotros a la realización de los símbolos que la sugieren y significan. Volviendo a la definición agustiniana: la gracia invisible queda ligada a una forma visible. Jesús mismo empleó estas formas sacramentales para hacer visible la acción de Dios entre los hombres y encomendó a los suyos que hiciesen lo mismo. La virtualidad de los sacramentos proviene de su referencia a la acción encarnatoria de Cristo; o, con lenguaje más tradicional, de su institución por Cristo. Esto no quiere decir necesariamente que todos los sacramentos fuesen determinados en sus detalles y formas simbólicas por El. Basta afirmar que Cristo encargó a los Apóstoles que hiciesen visibles las dispensaciones de la gracia que procedía de El, de la manera como El mismo lo hacía. El orden sacramental cristiano comenzó a existir desde el momento en que Cristo -la Gracia total de Dios- se encarnó en una realidad corporal y humana. Luego se hace permanente a través de los tiempos, desde el momento en que dice a sus discípulos: "como el Padre me ha enviado, así os envío a vosotros; id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado. Y yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,16 ss.).

Jesús, a través de los sacramentos, continúa presente y actuante entre nosotros, nos reúne en la comunidad de sus discípulos, de su pueblo, de su Iglesia, y quiere que esto se haga, como conviene a nuestra condición humana, de una manera visible, constatable y tangible, mediante el bautismo, como signo visible inicial, y mediante los otros sacramentos que van haciendo visible la presencia de la gracia de Jesús en los momentos más significativos de la vida del cristiano y de la Iglesia. Por eso las primeras comunidades se organizan y se visibilizan «sacramentalmente»: viven de la presencia de Jesús visibilizada en signos. Primero el signo del bautismo, con el que el mismo Jesús había querido empezar el tiempo de congregar a su pueblo; luego, el signo de la comida, en la que los discípulos se reúnen alrededor de la Presencia de Dios mismo en Jesús y participan de su misma Vida, a la vez que anticipan el banquete del Reino, donde esta Presencia y esta Vida se harán plenas y definitivas. Después, la comunidad celebra otras formas y momentos de esta Presencia: el momento del perdón; el momento de la elección e institución de los servidores de la comunidad; el momento de la confirmación de la fe por la efusión del Espíritu; el momento de la consagración del amor entre hombre y mujer; el momento de implorar la ayuda misericordiosa de Dios ante la enfermedad y la muerte... Todo brota con naturalidad del mismo hecho encarnatorio, del hecho de que la gracia de Dios se había hecho presente de manera humana, corpórea y visible en aquel hombre, Jesús de Nazaret.

Tendríamos que agradecer a Dios su «condescendencia» al comunicarnos sus dones inefables e invisibles de una manera adaptada y proporcionada a nuestra realidad humana. Si todo permaneciera al nivel de lo invisible, podríamos sentirnos como inseguros y perdidos. Necesitamos que lo invisible se nos haga visible y palpable. Incluso en las relaciones entre los hombres, lo que es sólo espiritual e invisible desaparece si no se visibiliza. El amor entre hombre y mujer, entre padres e hijos o entre amigos necesita expresarse en caricias, gestos, señales... El amor es siempre más que todas y cada una de estas expresiones sensibles; pero, si no se expresa de alguna manera en realidades de este tipo, sensiblemente se evapora, desaparece. Hasta el pensamiento se ha de expresar en palabra oral o escrita, audible y visible, o en formas corpóreas. El modo de nuestra existencia no es la del espíritu puro, sino la del espíritu corporeizado. Y Dios, que conoce muy bien nuestra realidad, ha querido que su relación con nosotros tome esta forma corporeizada. Podríamos decir que los sacramentos no son más que la acción del Espíritu de Dios corporeizada, para que pueda ser acogida de manera adecuada a nuestro modo de existencia.

BAU/QUÉ-ES:Mas aún, nuestro modo de existencia es social y comunitario. Por eso el bautismo es el primer sacramento y el único que se menciona en el Credo. La Iglesia, la comunidad de los salvados por Jesús, lo considera un sacramento primordial y total, dentro de los otros sacramentos más particulares y parciales que marcan los momentos más importantes de la vida de cada uno en el seno de la comunidad de salvación. El bautismo es el umbral de todos los demás. Por él el hombre se agrega al pueblo de la promesa y pasa a participar de la vida que Cristo ha venido a traernos. El agua bautismal es símbolo de una vida nueva que supone la victoria sobre las fuerzas de la muerte -el pecado- que actuaban en nosotros. Y por eso también, el agua bautismal es al mismo tiempo agua purificadora -"para el perdón de los pecados"-. Es como el aspecto positivo y negativo de una misma realidad. Cristo es la vida de los hombres. El agua del bautismo significa la vida que se nos da por Cristo; el pecado es la muerte, y el agua del bautismo significa la purificación y eliminación de este principio de muerte, contrario a la vida que Dios nos quiere otorgar. San Pablo desarrolla maravillosamente este simbolismo complejo. Hace referencia al sentido etimológico de la palabra «bautismo», que significa «inmersión» o «submersión» en el agua, y dice que «los que hemos sido bautizados -sumergidos- en Cristo Jesús hemos sido inmersos en su muerte, sepultados con El por el bautismo en la muerte -muertos a la vida vieja del pecado-, para resucitar así con Cristo de entre los muertos...». «Si nos hemos hecho semejantes a El en la muerte -simbolizada en el momento de la inmersión bautismal en el agua-, también seremos semejantes a El en la resurrección» -simbolizada en el momento de la salida del agua (Rm/06/03ss)-. El bautismo por inmersión total, como se practicaba originariamente, hacía mucho mas patente este simbolismo que nuestra ablución con un pequeño chorro de agua. Quizá se podría considerar la conveniencia de volver, en la medida de lo posible, a alguna forma más semejante a la de la antigua inmersión.

RC/COMUNIDAD: Los otros sacramentos están en conexión con esta nueva forma de vida que se nos ha dado en el bautismo. Por ejemplo, el sacramento del perdón. La historia del sacramento de la penitencia ha tenido muchas vicisitudes. Inicialmente, se imponía la idea de que quien había sido bautizado, y entrado por tanto en la vida nueva, ya no tenía que pecar más. Pero el hecho era que, después de haber entrado en la comunidad de salvación, había quien desfallecía y podía ser causa de escándalo público. La comunidad no podía permanecer indiferente ante este hecho. Cuando constaba públicamente que alguien no se comportaba como exigía la vida nueva en materia grave, la comunidad le excluía parcialmente de su seno; pero, recordando el anuncio de perdón de su Maestro, no le negaba la reconciliación con Dios y con la misma comunidad. Se proponía al pecador un tiempo de penitencia en el que pudiera dar muestras de arrepentimiento y de enmienda, pasando el cual sería recibido de nuevo en la plena vida de la comunidad con un rito de imposición de manos y de reconciliación. Esta fue la forma primitiva de celebrar la penitencia, que se llamaba "paenitentia secunda", una segunda remisión de los pecados y una segunda entrada en la comunidad de salvación, después de la primera que había tenido lugar en el bautismo. La forma de celebrar la penitencia ha ido cambiando a lo largo de los tiempos. Cuando el sentido comunitario se fue debilitando y la comunidad era representada casi solamente por los actos de sus ministros, la penitencia adquirió formas aparentemente privadas; era un acto que se realizaba entre el pecador y el ministro de Dios, como lo hemos conocido en el sistema penitencial del «confesonario».

Pero incluso en este sistema y a pesar de las apariencias, el ministro de la confesión no actúa como privado que otorga directamente perdón en nombre de Dios, sino que actúa como ministro de la comunidad y de la Iglesia, que acoge en nombre de Dios al pecador debidamente arrepentido y enmendado. Esto queda reflejado incluso en el derecho canónico, según el cual un sacerdote no puede dar la absolución sacramental sólo por el hecho de ser sacerdote, sino que se requiere del obispo, último responsable de la comunidad, «la licencia de confesar», es decir, la autorización para que realice el signo sacramental de reconciliación con Dios y con la misma comunidad. Los esfuerzos por recobrar el sentido comunitario del perdón que se han hecho en tiempos recientes son, en principio, laudables; y se tendrían que proseguir, aunque no siempre sea fácil encontrar las formas adecuadas. Se ha de evitar, evidentemente, que el acto de reconciliación y de perdón llegue a ser algo «masificado», sin garantía de auténtico y responsable arrepentimiento personal. Pero tampoco parece adecuada una forma de penitencia que sea sólo como una cuestión privada entre el pecador y Dios, a través de la absolución un tanto mecánica de un ministro, que actuaría como con una fórmula mágica y automática.

EU/SO-CENTRAL: No me detendré en cada uno de los otros sacramentos, pero no puedo dejar de hacerlo mas explícitamente sobre el sacramento de la Eucaristía. Si el bautismo expresa el inicio de la vida cristiana y la entrada en la comunidad de salvación que es la Iglesia, la Eucaristía expresa lo que es la vida misma de esta comunidad y de cada uno de sus miembros. Por eso se acostumbra a decir que la Eucaristía es el sacramento central del cristianismo. Históricamente, las consideraciones sobre la Eucaristía se han visto a veces absorbidas por cuestiones que, aunque importantes en sí mismas, han desviado la atención de los aspectos más centrales de este misterio. En un determinado momento, debido a ciertas discusiones, la atención se volcó hacia la afirmación de la presencia real, física, substancial, del mismo Jesús en el sacramento, buscando maneras de explicar cómo se podía concebir esta presencia y el "cambio" o "transubstanciación" de la realidad física del pan y del vino, con aquellas célebres distinciones entre «substancia» y «accidente», que aprendimos en el catecismo. Cierto que es muy importante y fundamental afirmar la presencia real y verdadera de Cristo mismo en la Eucaristía, fundada decisivamente en sus palabras: «Esto es mi cuerpo», «ésta es mi sangre». Pero quizá las explicaciones que seguían sobre el «cómo» de esta presencia resultaban demasiado condicionadas a concepciones culturales y filosóficas que de ninguna manera se pueden considerar como objeto de fe vinculante. Así como también otras explicaciones más modernas pueden estar igualmente condicionadas a otros presupuestos culturales y filosóficos más o menos discutibles. En otros momentos, las discusiones se han centrado en el carácter sacrificial de la celebración eucarística. Evidentemente, es otro aspecto importante, pero también aquí sólo podemos hablar pagando tributo a determinadas concepciones, culturalmente condicionadas, sobre lo que es o no es un sacrificio, o sobre la manera como la suprema oblación de Jesús al Padre, por nosotros, en la cruz se re-actualiza en cada celebración eucarística. En el extremo opuesto, a veces se oye hablar de la eucaristía como si fuese sólo una cena de hermandad donde los cristianos hacen memoria de Jesús y de su muerte, casi de la misma manera como se podría recordar a cualquier otra persona venerada o un hecho del pasado. Es evidente que estas maneras de hablar resultan totalmente insuficientes y ajenas a la gran tradición de la Iglesia, que desde sus inicios celebró la Eucaristía como el misterio absolutamente singular de la presencia viva y real de Jesús.

Uno de los rasgos más fundamentales de este misterio, verdaderamente inagotable, de la autodonación de Dios a nosotros en Jesús es el de la comunicación de vida por medio del signo del alimento y la bebida -el pan y el vino, básicos y fundamentales-, comidos en el ágape de la comunión fraterna de todos los hermanos con el Padre, que nos ha hecho hijos suyos y hermanos unos de los otros en su propio Hijo, el cual nos dio prueba del amor incondicional del Padre haciéndose solidario de todos nosotros, pecadores, hasta la muerte, y una muerte de cruz. Las profundidades de este misterio, estrictamente inefable y de tanta densidad humana, las descubrimos mejor con la mirada acogedora de una fe viva que con disquisiciones y precisiones conceptuales. La entrega total y sacrificial de Jesús en su muerte, a la que hacen referencia el ambiente de la institución y las palabras que Jesús empleó en ella, nos aseguran, por un lado, el generoso perdón obtenido de Dios y, por otro, nos espolean a una entrega igualmente total, generosa y sacrificada. La presencia de Jesús bajo las formas de pan y vino, que han de ser realmente manjar y bebida nuestra, nos hace ver que Jesús es realmente vida nuestra, que nos nutrimos de El y que El es la fuerza en nuestro caminar en este mundo. El seguimiento de Jesús no es sólo un seguimiento desde lejos y desde fuera, sino un seguimiento en el que El está dentro de nosotros y nos hace caminar como desde dentro, con una fuerza totalmente interior, asimilada a nuestra vida, de la misma manera que asimilamos el pan y el vino. «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.

Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida Eterna y yo le resucitaré el último día... El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Así como el Padre me envió y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,53ss.). El hecho de que este ágape de comunión con Jesús se haga en el ámbito de la comida de los discípulos congregados por el mismo Jesús, enviado del Padre, implica que sea también una comunión entre los hermanos: la comunión en la misma vida que Jesús nos transmite del mismo Padre nos hace a todos igualmente hijos e igualmente hermanos y comporta una exigencia de fraternidad. Traicionamos el sentido más profundo de esta comunión de vida con Dios siempre que de alguna manera dejamos de vivir efectivamente como hermanos. El evangelista Juan quiso subrayar esta exigencia de hermandad poniendo como momento inicial de la cena eucarística de Jesús el episodio del lavatorio de los pies, cuya interpretación es inequívoca: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis serviros unos a otros» (Jn 13,14).

EU/ALIANZA: La Eucaristía llega a ser así la "nueva alianza" entre Dios y los hombres que comporta también una "nueva alianza", una nueva manera de concebir las relaciones de los hombres entre sí. La nueva alianza ha de hacer efectivos los valores del Reino, anunciados en el Sermón de la montaña y en todo el hacer y el morir de Jesús. Lo confirma San Pablo en el relato que hace de lo que el «recibió del Señor». Después de haber cenado, Jesús dijo: «Esto es la copa de la nueva alianza; haced esto, cada vez que la bebéis, en memoria mía... anunciando la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,35- 36). Inmediatamente San Pablo desarrolla lo que esto implica: la nueva alianza implica hermandad efectiva. Cuando no hay verdadera hermandad, como pasaba en Corinto, se come el pan y se bebe la copa del Señor «indignamente», y se habrá de «dar cuenta del cuerpo y la sangre del Señor». Por eso «hay que examinarse primero» sobre la manera cómo vivimos la fraternidad, y entonces se podrá comer el pan y beber la copa». El Apóstol emplea aquí una de sus expresiones más duras: el que come este pan y bebe este vino indignamente «come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,29). Quizá no celebraríamos tan a la ligera la Eucaristía si considerásemos mejor lo que dice el Apóstol de una manera tan tajante; y quizá no nos detendríamos tanto a examinarnos sobre cómo estamos, en lo que se refiere a la preparación meramente ritual, sin pensar casi nada en nuestras disposiciones y actuaciones existenciales con respecto a la vida de real fraternidad entre los llamados a hacer efectivo la "nueva alianza".

Por último, en la Eucaristía anunciamos la muerte del Señor "hasta que venga". Hacer la Eucaristía es clamar: «¡Ven, Señor Jesús», como decimos en la fórmula afortunadamente recuperada por la liturgia postconciliar. Se subraya así el sentido escatológico de la Eucaristía, que es como una anticipación e incoación del gran banquete eterno del Reino: conmemoramos y re-actualizamos la muerte del Señor, pero lo proclamamos ya resucitado y proclamamos la esperanza de nuestra propia resurrección y del triunfo definitivo del Señor, que volverá glorioso, vencedor de nuestro pecado y de nuestra muerte.

Recapitulando lo dicho: los sacramentos perpetúan la autodonación de Dios en Jesús, a través de los tiempos, de manera encarnatoria, humana, corporal-espiritual, histórica y concreta, de acuerdo con la manera de ser de nuestra existencia. La acción de Dios es totalmente interior e inefable, pero se significa y se hace efectivamente activa con signos a nuestro alcance, con realidades visibles: "formas visibles de la gracia invisible", según la límpida fórmula agustiniana. Demos gracias a Dios, que desde su infinita transcendencia se ha abajado hasta hacerse asequible a nuestro nivel sensible y humano. En ningún lugar se manifiesta tanto la grandeza del poder de Dios como en su capacidad de abajarse.

JOSEP VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986, págs. 193-208