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Vamos, pues, a analizar la significatividad femenina en cada uno de los siete sacramentos.

2.1. Sacramentos de iniciación: ¿Podéis ser bautizadas.... y beber el cáliz? (Mc 10,38)

La pregunta de Jesús, dirigida a sus discípulos mientras iban de camino, subiendo a Jerusalén, nos coloca en un ámbito casi sacramental. Jesús evoca una figura que sólo más tarde encontrará su pleno significado: la pascua, el paso a través de la pasión, muerte y resurrección.

En el NT, el bautismo cristiano corresponde exactamente al acontecimiento profético que Jesús inicia en el Jordán y que culmina, después de un comportamiento justo y coherente, en el momento de la cruz. La presencia del Espíritu Santo, del que Jesús estaba lleno desde el momento de su concepción virginal en el seno de María (Lc 1,35), hace de toda la existencia humana del Hijo de Dios un puro «bautismo», es decir, una continua purificación expiatoria de toda la humanidad.

Todos los bautizados estamos llamados a compartir este bautismo y a realizar en nuestras vidas este empeño profético en favor de la justicia que él, Cristo, representa, porque: «liberados del pecado y convertidos en siervos de Dios, tenéis como fruto la plena consagración a él y como resultado final la vida eterna» (Rom 6,22). Aquí no hay diferencia alguna entre la consagración del varón o la consagración de la mujer, y tampoco por razón del sexo uno debe sentirse más comprometido que el otro en este empeño de vida cristiana.

Es la misma fuerza del Espíritu, que resucitó a Jesús de entre los muertos, la que hace vivir a la Iglesia descendiendo sobre la comunidad de apóstoles y discípulos (varones y mujeres). El Espíritu hace de nosotros, como hizo de ellos, testigos acreditados del reino, profetas y evangelistas de la esperanza. Somos una familia que tiene en la eucaristía la expresión máxima de su comunión con Cristo y con los hermanos, que se sabe «un solo cuerpo» (1 Cor 10,17) animado y vivificado por el Espíritu, hasta que Cristo venga definitivamente en su gloria.

El planteamiento que cabe hacerse, desde el punto de vista de la mujer que ha recibido dentro de la Iglesia el bautismo del agua y del Espíritu, que comparte con el varón la misión profética y evangelizadora y que se alimenta con él del mismo cáliz y del mismo pan, es si, por razón de su identidad femenina, su acción debe quedar limitada a una pastoral «de apoyo», en lugar de verse lanzada y animada a un don total de su capacidad específica dentro de la acción eclesial.

Los que por el Espíritu compartimos el bautismo de Cristo y nos insertamos en su misterio de muerte y resurrección estamos llamados a superar todas las barreras de división, comenzando por aquellas que, con toda sutileza, son el signo, la figura, de un mundo que pasa, que no tiene ya razón de ser porque ha quedado superado por la fuerza del mensaje liberador de Jesucristo.

El bautismo cristiano es uno de los gestos más significativos de la superación del antiguo orden en la historia de la salvación: mientras que en el pueblo de Israel sólo los varones recibían el sello, la «marca» de pertenencia al pueblo elegido por medio de la circuncisión, en el pueblo reunido en Cristo, e incorporado a él, la mujer ocupa un lugar de igual dignidad y pertenencia. La praxis de la Iglesia primitiva muestra además que esta pertenencia implicaba una responsabilidad concreta y totalmente activa (25): la mujer en la Iglesia comparte con el varón el bautismo en el agua y el Espíritu, como inserción plena en la muerte y en la vida de Cristo; recibe en la confirmación la misión de ser apóstol, profeta y testigo, pues dice el Señor: «Derramaré mi Espíritu sobre todo hombre, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas...» (Jl 3,1-5 y Hch 2,17). La mujer bautizada en la Iglesia participa del banquete fraterno que actualiza en el mundo el misterio de la salvación y comunica a los cristianos el amor sacrificial de Jesús al Padre y a toda la humanidad.

Habiendo sido insertada tan profundamente en la vida y en los gestos proféticos de Cristo, por el Espíritu, no es de extrañar que, cada vez con mayor urgencia -en la medida que toma conciencia de su propia riqueza personal y de su valor como creyente y miembro de la Iglesia-, se dé en la mujer la necesidad de aportar a la comunidad su propio carisma, de dar su testimonio y confesar su fe con voz propia, como fue en un principio: «La teología y la interpretación bíblica feministas ponen de manifiesto que el evangelio cristiano no puede ser proclamado si no se recuerda el discipulado de las mujeres y todo lo que ellas hicieron. Reivindican la cena de Betania como la herencia cristiana de la mujer con el fin de corregir los símbolos y las ritualizaciones de la última cena...» (26), Esa «cena de Betania», con la que parece ser comienzan los acontecimientos de la pasión, no es tenida en cuenta como merece el hecho allí narrado. Se trata de una comida de Jesús con sus discípulos en casa de un tal Simón, apodado «el leproso»; éste es ya un dato interesante, pues, una vez más, se acentúa la libertad suprema de Jesús para relacionarse con toda clase de gente. En un momento dado, estando él recostado a la mesa, vino una mujer y lo ungió. El gesto fue mal visto por muchos de los presentes, pero Jesús salió en defensa de la mujer y, todavía más, la alabó delante de todos asegurando que su gesto sería perpetuado «donde quiera que se proclame la Buena Noticia..., para memoria suya». Este memorial, sin embargo, se ha ido perdiendo en los siglos. ¿No convendría, acaso, recuperar su profundo significado sacro y dar cumplimiento así a la palabra del Señor? Lo que él mismo señaló como «memorial», ¿tiene necesariamente que quedar olvidado?

Esto no significa querer reducir el misterio y el ministerio que ya se vive en la praxis sacramental de la eucaristía, sino de enriquecerla, en lo posible, desde una perspectiva hasta ahora olvidada.

Otro dato: las mujeres, hoy, poco a poco van asumiendo un papel que sin duda tuvieron en los primeros siglos de la Iglesia: la enseñanza del evangelio, la predicación. En los Hechos de Pablo, escrito apócrifo, se habla de Tecla, una persona real, de Iconio, y discípula de Pablo; a ella le dirige el apóstol estas palabras: «Ve a enseñar la palabra de Dios». Luego en la Iglesia primitiva la mujer predicaba esa palabra, era su responsabilidad como miembro de la comunidad cristiana. La preocupación que muestra Pablo ante la mujer que toma la palabra en la liturgia es la de que se haga con dignidad (I Cor 11,5), pero no que se deje de tener derecho a ella. Que había mujeres profetas se deduce claramente de la referencia, en Hch 21,9, a las cuatro hijas del diácono Felipe. Esto lo han comprendido y asimilado muy bien institutos modernos de vida apostólica, en los cuales, tanto los hombres como las mujeres, tienen el derecho y el deber de evangelizar, enseñar y predicar la palabra; y esto no sólo a nivel de catequesis, sino de liturgia.

Si los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía, significan la inserción del hombre y de la mujer en Cristo, «nuestra justicia», en ellos debe quedar borrada toda huella de injusticia, especialmente dentro de la misma comunidad cristiana, donde todos formamos un único cuerpo, en el cual las diferencias de sexo no hacen sino enriquecer la unidad común.

2.2. El ministerio ordenado y la diaconía de la mujer (27)

a) El «no» de la Tradición y del Magisterio al ministerio ordenado de la mujer

Escribe un conocido teólogo italiano: «La Iglesia toda ministerial no es otra que la Iglesia toda carismática en su estado de servicio»; pero añade: «La ministerialidad de la Iglesia se expresa, sobre todo, en los ministerios ordenados: éstos se derivan del sacramento del orden, han sido transmitidos por los apóstoles y por sus sucesores (sucesión apostólica) y constituyen la jerarquía eclesiástica (obispos, presbíteros, diáconos). Se trata -afirma- del ministerio de quien, en fuerza del carisma recibido con la ordenación, anuncia la palabra, celebra "en la persona de Cristo cabeza" el sacrificio, discierne y coordina los carismas, expresando y sirviendo en tal modo a la unidad del cuerpo que es la Iglesia».

Por ser una página que recoge, a mi parecer, lo más cercano al pensamiento dogmático del magisterio actual, merece la pena seguir transcribiendo: «Diverso esencialmente de todo otro ministerio, porque hace presente a Cristo como cabeza del cuerpo eclesial, mientras los otros ministerios realizan la variedad de los miembros, el ministerio ordenado es propiamente el ministerio de la unidad: no síntesis de los ministerios, sino ministerio de la síntesis». Y repite: «El carisma del ministerio ordenado es, por tanto, sobre todo, el de discernir y coordinar los carismas, y es ejercitado mediante la acción profética de la Iglesia, sacerdotal y pastoral, por el obispo para toda la Iglesia local, por el presbítero en el campo de acción que el obispo le confía (28).

Está clarísimo en dónde se sitúa a la mujer y a los laicos frente a este sacramento «diverso» de todos los demás, porque «discierne y coordina» el resto de carismas en la Iglesia... y que el Espíritu Santo no puede, al parecer, conceder a la mujer, en razón de su sexo...

En la declaración Inter insigniores, del 15 de octubre de 1976, la Congregación para la Doctrina de la Fe expresaba, o mejor, dejaba establecido que la Iglesia -la jerarquía y el magisterio-, por fidelidad al ejemplo del Señor y de los apóstoles, no se siente autorizada a permitir la ordenación sacerdotal de mujeres, aunque no pueda aportar para esta práctica pruebas definitivas. Se añade el conocido argumento de que Jesucristo es el «esposo» y es representado por el presbítero, necesariamente varón, mientras que la Iglesia, la «esposa», es representada por el común de los fieles: laicos y mujeres, también necesariamente, claro está, en una situación subordinada respecto al presbítero. Algo muy positivo se ha perdido por el camino de la tradición y algo muy positivo no se ha encontrado todavía en el campo pastoral-sacramental de la Iglesia. Para poner un ejemplo que recoja a la vez el testimonio de lo que laicos, y concretamente las mujeres, realizaban en la Iglesia primitiva, nos valemos de un texto oriental que encontramos en la Didascalia apostolorum (29), o Doctrina de los apóstoles, escrito probablemente en griego en la primera década del siglo III. El autor está preocupado del comportamiento personal de los creyentes, de la disciplina eclesiástica y de la práctica litúrgica. Presenta a los laicos como «la Iglesia elegida de Dios» que ofrece al Señor un nuevo culto: «oraciones, súplicas y acciones de gracias; ellos son las primicias, los diezmos y las ofrendas». Continúa el texto hablando de los obispos, a los que se les atribuye el rol de «sumo sacerdote», «ministro de la palabra y mediador», «maestro y padre... sea honrado como Dios por vosotros». Pero -dice la Didascalia- «el diácono ocupa el lugar de Cristo, debéis amarle; y la diaconisa- y esto es lo que nos interesa resaltar- será honrada por vosotros en el lugar del Espíritu Santo». Dentro de estos papeles diferentes, «considerad a los presbíteros a semejanza de los santos apóstoles».

Pues bien , la repartición de ministerios continúa en la Iglesia, debe continuar, pero no vemos por qué algunos han tenido que desaparecer, justamente aquellos que corresponden a la mujer. El hecho de que el papel de la mujer haya sido olvidado o no haya tenido mayor resonancia en la tradición, ¿no estará vinculado, entre otros aspectos, al olvido secular de la importancia del Espíritu Santo dentro de la doctrina teológico- sacramental de la Iglesia, sobre todo occidental?

El Vaticano II abrió una puerta a la esperanza de laicos (varones y mujeres) gracias a la recuperación del sentido del «sacerdocio común de los fieles» (LG 10-11), sin que ello signifique, todavía, un verdadero cambio dentro de las estructuras eclesiales, como sería de desear.

b) Mujer «diaconisa» en la Iglesia primitiva

Es verdad que, en los evangelios, escritos por varones, no se nos dice que ninguna mujer formase parte del grupo fundacional de la Iglesia -los doce-, pero esto no significa que estuviesen totalmente ausentes o pasivas en ese primer núcleo de estrechos seguidores de Jesús. Es más, de esta presencia activa no se ha dudado jamás (30). En el libro de los Hechos de los apóstoles y en varias cartas del NT se pone de manifiesto que las mujeres de la Iglesia primitiva estaban empeñadas en difundir el evangelio y en construir y servir a la comunidad (31).

La participación de la mujer, pues, a la par que la de los varones, es segura en estos primeros núcleos cristianos. Eso revela un cambio muy significativo en el contexto en el que se ubican: el mundo judaico y pagano contemporáneos, donde la mujer era, como se sabe, prácticamente insignificante.

Los textos citados revelan algo más: el papel particular que algunas de esas mujeres desempeñaban: por ejemplo, de Tabita se dice que ejercía el servicio caritativo y asistencial en la comunidad, cosa que en el judaísmo estaba reservada a los varones. Priscila, nombrada más de una vez por Pablo en sus cartas, parece haber sido maestra de Apolo en la profundización del mensaje y de la persona de Cristo. De Febe se dice concretamente que era «diaconisa» de la comunidad de Cencreas (32), Prisca es «colaboradora», y Junias es llamada por Pablo «apóstol».

Un gran padre de la Iglesia, Juan Crisóstomo (s. IV), comentando este texto: «Asimismo, que los diáconos sean dignos, hombres de una sola palabra, que no abusen del vino, que eviten las ganancias ilícitas y guarden el misterio de la fe con una conciencia limpia. Que sean primero probados y luego, si resultan irreprochables, ejerzan el ministerio del diaconado. Igualmente, las mujeres sean dignas, no murmuradoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos deben ser hombres casados una sola vez...», etc. (/1Tm/03/08-11), escribe: «Algunos han pensado que esto se dice de las mujeres en general, pero no es así; pues, ¿por qué iba a introducir algo sobre otras mujeres para interferir con el tema? El está hablando de las mujeres que desempeñaban el cargo de diácono» (33).

No cabe ninguna duda de que en el pasado la ordenación diaconal de la mujer es una de las órdenes mayores en la Iglesia, sobre todo bizantina (34). El texto de un ritual bizantino del siglo VIII presenta la forma en que tenía lugar la ordenación de la mujer diaconisa; ese rito ha perdurado y sido usado en la Iglesia de Constantinopla con alguna pequeña variación hasta bien entrado el siglo XII. El obispo ponía una mano sobre la cabeza inclinada de la candidata y con la otra hacía la señal de la cruz tres veces, mientras rezaba:

«Dios santo y todopoderoso, que has santificado a la mujer por el nacimiento según la carne de tu Hijo unigénito, nuestro Dios, de una virgen, y que has concedido la gracia y la visitación del Espíritu Santo no sólo a los hombres, sino también a las mujeres; contempla, oh Señor, a esta tu sierva y llámala a la obra de tu ministerio (diaconia) haciendo descender sobre ella el don del Espíritu Santo; consérvala en tu fe ortodoxa y en una conducta sin tacha según tu voluntad, de manera que pueda continuar ejerciendo su ministerio (leitourgian) en todas las cosas. Porque tuyo es el honor, la gloria y la adoración, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y por siempre y hasta la eternidad» (35).

No obstante esta primera praxis dentro de la Iglesia, y el intento de responder afirmativamente a la novedad del mensaje cristiano, en el cual el varón y la mujer poseen una misma dignidad, y de seguir el ejemplo de Cristo que hace de las mujeres evangelizadoras y testigos de primera fila (Mc 16,7), en el curso de una evolución histórica que está a punto de cumplir 2.000 años se ha ido forjando una praxis eclesial ministerial de cuño plenamente masculino que no es posible remodelar en un abrir y cerrar de ojos. En los Statuta Ecclesiae Antiquae (s. V-VI), y más tarde en el Decreto de Graciano (primera mitad del siglo XII), la inferioridad e insignificancia de la mujer en la estructura de la Iglesia quedó definitivamente legislada hasta nuestros días. Esto, ciertamente, no deja de ser una situación compleja y contradictoria (36): por una parte, subsiste la exigencia evangélica innegable de la dignidad e igualdad de la mujer; de otra parte, se constata, en el ámbito institucional y sacramental, la incapacidad para traducir en concreto esta igualdad, sobre todo a nivel de instituciones, de estructuras que hacen relación directa con las instancias del ministerio ordenado en la Iglesia.

2.3. El sacramento de la reconciliación o penitencia: un amor entrañable

El amor de Dios manifestado en Cristo se hace entrañable en los episodios de la misericordia, sobre todo en aquellos en los que se muestra la preferencia por lo que está perdido, por lo que es frágil y no tiene ninguna fuerza ni posibilidad de salvarse por sí mismo (Lc 7,36-50; 15,8-10). En estos pasajes evangélicos, la mujer es siempre protagonista, y Cristo el signo del Dios que se «abaja» para dar su gracia, gratuitamente.

Una de las más firmes convicciones de la fe judeo-cristiana es que nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios y que él llama siempre a la criatura rota, oprimida por el pecado, a la conversión, a la reorientación y reconstrución de la vida y de la dignidad perdida.

En el ámbito de la sacramentalidad eclesial, la estructura del sacramento de la penitencia es considerada como la mediación sensible que abre un lugar, un espacio, para que el creyente pueda experimentar la grandeza del perdón y amor divinos, aun después de haberse alejado, voluntaria o descuidadamente, de ellos. En el perdón sacramental se sienten, como en ningún otro sacramento, las «entrañas» íntimas y afectuosas de Dios.

Desde comienzos del siglo III se cita como texto «institucional» del sacramento de la penitencia el «atar y desatar» (Mt 16,19 y 18,18) y el paralelo joánico de «perdonar y retener los pecados» (Jn 20,23). La exégesis actual de estos textos se enfrenta a la crítica de la ciencia bíblica. En algunas líneas del pensamiento exegético (37) se pone en duda la exclusividad ministerial masculina que se ha venido dando a esos textos desde antiguo. Si Jesús se dirige a sus discípulos -no sólo a los doce o a Pedro-, a los testigos de su resurrección, hay que tener en cuenta que el grupo de discípulos incluía a las mujeres que siempre habían estado presentes entre los seguidores más próximos y asiduos de Jesús; ellas, que le han visto resucitado, han participado también del primer pentecostés de la Iglesia (Hch 1,14; 2,1-2.17). «Que los hombres puedan «perdonar» los pecados sólo es posible mediante el Espíritu Santo comunicado por Jesús (Jn 20,22)» (38), De nuevo nos preguntamos: ¿están las mujeres, por el hecho de serlo, excluidas de ese don del Espíritu?

Dentro de la compleja evolución histórica de la estructura del sacramento de la penitencia en la Iglesia, se señalan dos decisiones importantes, en la perspectiva de los primeros siglos: la introducción de la confesión privada, individual y repetible -entre los siglos VI y XIII-, que va tomando progresivamente el puesto que la comunidad creyente y el obispo tenían dentro del proceso penitencial -los testimonios antiguos afirman que después del bautismo sólo podía «hacerse penitencia» una vez en la vida-, y la presencia del ministro (sacerdote) para absolver al pecador en nombre de Cristo. El concilio de Trento, dentro de la disputa sacramental provocada por la Reforma, aprobó la «doctrina sobre el sacramento de la penitencia» (DS 1667-1693), que ha determinado las concepciones y la práctica de la Iglesia católica hasta el siglo XX. De esta manera se pierde, progresivamente, hasta la reforma realizada por el Concilio Vaticano II (SC) -aunque el movimiento renovador viene de mucho más atrás-, la conciencia de que el sacramento de la reconciliación es una liturgia comunitaria que implica a la comunidad directamente con su actitud de súplica y de acogida del pecador. Con la reforma litúrgica revive la práctica comunitaria penitencial, y este dato es importante porque ahí sí que puede la mujer mostrar que está presente, no sólo como individuo penitente, sino como miembro activo de ia comunidad intercesora.

Hoy, la conciencia eclesial de la mujer puede, y debe, gozar del profundo y rico sentido de la oración que el sacerdote expresa sobre el penitente; éste, después del reconocimiento de la acción reconciliadora de Dios con el mundo por medio de su Hijo Jesucristo y del envío del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, dice: «Que por el ministerio de la Iglesia te conceda (Dios) el perdón de los pecados y la paz»; sólo después el presbítero procede a la absolución con la fórmula: «Yo te absuelvo...». El juicio de la gracia y del amor de Dios triunfa sobre el pecado y la culpa, y lo hace tomando como vehículo y signo de ese amor salvador a la entera comunidad eclesial. Las «entrañas de misericordia» del Dios salvador, tantas veces conmovidas por sus hijos -todo el AT y NT-, ponen, una vez más, de manifiesto que lo femenino, apto especialmente para la misericordia, se revela en los gestos y signos más propios de Cristo y de la Iglesia. También el perdón.

La presencia femenina en una comunidad que ama, acoge y perdona no hace sino resaltar la categoría de encuentro divino-humano que encierra el sacramento. Y sería un signo mucho más sensible si la mujer pudiera vivirlo, no sólo desde su condición de penitente, sino, de alguna manera, como parte activa del sacerdocio de Cristo en el que su bautismo la inserta plenamente.

2.4. Unción de los enfermos:

Se dejó ungir por una mujer...

«Estaba Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, sentado a la mesa, cuando llegó una mujer con un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo puro, que era muy caro. Rompió el frasco y se lo derramó sobre su cabeza... Jesús dijo: Ha hecho conmigo una obra buena. Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura» (cf. /Mc/14/01-09).

Se trata de un gesto importante realizado por una mujer, acompañado por palabras importantes pronunciadas por Jesús, y que tiene un puesto importante en los cuatro evangelios (39), pero que no ha sido recogido por la tradición sacramental de la Iglesia, ni dentro del sacramento de la eucaristía, ni tampoco desde la perspectiva del sacramento de la unción de los enfermos. ¿Por qué? La respuesta, según por quien nos venga dada, tiene muchas matizaciones. Desde luego, en la perspectiva de la teología feminista tiene connotaciones de gran importancia, mientras que para la tradición «petrina» que ha seguido la Iglesia, androcéntrica, no pasa de ser un episodio edificante y conmovedor, entre otros.

Dejo a un lado, porque no nos compete analizarla ahora, toda la exégesis que del texto se ha hecho, incluso aquella feminista (40). Me atengo a un hecho: en el NT tenemos un dato, por simple que sea, de que Jesús ha consentido en ser ungido por una mujer, en los momentos cruciales en los que, él lo sabe, debe enfrentarse a la muerte. En ningún texto del NT, y creo que en ningún texto conocido de la Iglesia primitiva o posterior, esta acción ha vuelto a repetirse.

Hemos de recordar que, todavía en el siglo V, en una carta escrita el año 416 por el papa Inocencio I, se aborda el tema de la correcta utilización del óleo -preparado por el obispo- por todos los cristianos «para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos». Es, de nuevo, en la mentalidad legislativa del siglo XII, y a través del influyente Decreto de Graciano, cuando se suprime esta práctica referida a la unción de los enfermos como los receptores del sacramento, quedando sólo para la unción de los moribundos, «extremaunción», y se suprime, igualmente, el rol de los laicos (varones y mujeres) como administradores (41). Con esto, la entera comunidad pierde, una vez más, la oportunidad de expresar su participación en la tarea diaconal de la Iglesia y de ejercer, activamente, el ministerio profético de su bautismo.

Una lectura de Mc 6,7-13 nos dice que Jesús dio a los doce la potestad de participar en su misión salvadora, de manera que pudieran predicar, curar y expulsar demonios, mediante la unción con el aceite, una práctica generalizada en tiempos de Jesús. Aunque conocemos que la diaconía de la mujer, en las primeras comunidades, incluía la atención a los enfermos, sobre todo si eran mujeres (42), no se nos dice, sin embargo, nada acerca de si este «servicio» suponía también la unción en caso de enfermedad grave. En cambio en Sant 5,14s se habla expresamente de llamar a los «presbíteros» de la Iglesia para que oren por el hermano enfermo y lo unjan. El sacramento de la unción es una liturgia, como cualquier otro sacramento de la Iglesia, y la fórmula es esencialmente oración de súplica, epíclesis del Espíritu Santo. Pues bien, una de las prácticas más fieles de las diaconisas en la Iglesia primitiva era la oración, y lo sigue siendo hoy por medio de las monjas contemplativas y de las religiosas, pero jamás esta práctica ha logrado alcanzar el «rango» de sacramento, ni aun junto al lecho del hermano enfermo. Pero, tal vez sea hora de examinar si realmente lo es o no, o en qué medida y sentido puede serlo, porque es cada vez más firme y comprometida la presencia de la mujer, laica o consagrada, en la pastoral de enfermos de las parroquias. Aquí se está abriendo un verdadero camino de servicio (diaconía), ya recorrido desde antiguo por la mujer en la Iglesia, y ahora nuevamente revitalizado.

2.5. El matrimonio cristiano: signo de la fidelidad del amor divino

Cada sacramento es signo del amor de Dios que pide ser correctamente entendido y vivido por aquellos a los que se da y se revela, en las distintas situaciones y estilos de vida. Como consecuencia de la venida de Cristo, se produce una novedad radical en los signos divinos, en la relación entre Dios y los hombres: «Cristo no sólo muestra el modo ideal de responder por parte del hombre a ese amor de Dios, sino que con el Espíritu se da una nueva fuerza al hombre para que sea capaz de responder al designio divino» (43). Dentro de esta concepción, Jesús propone de nuevo la ley de la unión entre el hombre y la mujer (44), marcada desde antiguo por el esquema patriarcal, el cual concibe a la mujer como una propiedad adquirida, con unos fines específicos, la procreación en primer lugar. Aun más, el cuerpo de la mujer, en una concepción muy arraigada en el pensamiento dominante de la Iglesia -desde los Padres hasta casi nuestros días-, ha sido visto como un impedimento de la unión del hombre con Dios, como objeto que conduce al pecado. De esta manera, el signo corporal femenino, visto como objeto de placer natural del varón y otorgándole la sola función de la procreación de la especie, sin subrayar los valores del espíritu que comparte con aquél, continúa siendo elemento de ruptura de la propia humanidad y conduciendo al alejamiento de la intimidad divina (cf. Gn 3).

Y. sin embargo, la fuerza que encierra el signo de la bisexualidad se encuentra en la grandeza de su significado: el varón y la mujer han sido «presentados por Dios», el uno al otro, para formar una unidad: un «matrimonio» (Gn 2,23) y no un divorcio (Gn 3,12). Esto es lo que significa, en su sentido más profundo, el sacramento de la unión entre un hombre y una mujer en la Iglesia.

Cuando Pablo habla (en Ef 5,22-33s) de la convivencia familiar, lo hace reconstruyendo aquello que quedó roto en el c. 3 del Génesis: la mujer, siendo reconocida y amada por el varón, puede, a su vez, reconocer y respetar a éste; porque ambos, varón y mujer, quedan asumidos y revalorizados en la unidad y el amor del hombre perfecto que es Cristo y en la santidad de la comunidad creyente que es la Iglesia. En todo caso, el sacramento, don de la realidad divina al ser humano, es más que el signo; el matrimonio no es, pues, sólo un signo visible de una realidad natural, tiene un significado que lo constituye en sacramento de una realidad invisible, sobrenatural: el amor de Dios a la humanidad y, concretamente, el amor de Cristo a la comunidad de creyentes que se reúnen en su nombre, como un solo y armónico cuerpo. Es justo, pues, que en el matrimonio cristiano se reivindique para la mujer la total igualdad con el varón, porque ambos ponen de manifiesto, a pleno título, la imagen y semejanza del Dios que es amor y fidelidad.

El olvido de esta dimensión exegético-teológica de Ef 5 ha llevado a una lectura reductiva en la que sólo interesa poner de relieve una pretendida superioridad del varón sobre la mujer. La armonía del encuentro entre dos personas, unidas y vocacionadas por Dios para ser en el mundo signo visible de su amor, con iguales derechos y obligaciones, queda, irremediablemente, rota. Bajo la perspectiva de superioridad del varón sobre la mujer, en ese caso lo que se celebra no es, ni mucho menos, el sacramento cristiano del matrimonio.

El matrimonio cristiano, hoy, después de sobrevivir a los embates de la «permisividad sexual», que no ha resultado en absoluto «liberadora» de la mujer ni del varón, como el modernismo pretendía, sino claramente denigrante para ambos, va logrando sentir y expresar el vínculo humano de otro modo, no ceñido a la definición tradicional de los «fines» o del «derecho natural», y mucho más maduro para reconocer la presencia del don de Dios en Cristo, expresado en su mutuo amor y fidelidad, en la paternidad y maternidad responsables, y teniendo cada vez más clara la grandeza y necesidad de su complementariedad en la diferencia. Lo cierto es que, a medida que el varón es capaz de «reconocer» a la mujer en el ámbito de la «Iglesia doméstica», y ésta es capaz de respetar al varón en su propia originalidad, es posible también empeñarse como pareja en la construcción, no sólo de una sociedad nueva, sino de una comunidad eclesial nueva.

3. Conclusiones

Me limito a esbozar unos cuantos puntos que se extraen fácilmente de nuestra exposición:

- No cabe duda de que, del misterio pascual vivido por la mujer cristiana, bautizada en la Iglesia, y del nuevo modo de existir que ese bautismo implica (Rom 6,3-4), puede y debe brotar la esperanza de la superación de toda diferencia basada en la antropología sexual y en la contraposición de servicios y ministerios en la Iglesia. La mujer posee cualidades esenciales que la hacen diferente del varón, no sólo biológica y físicamente, sino además psíquica y espiritualmente. Este argumento ha sido esgrimido, sin embargo, dentro de la sociedad, y también dentro de la Iglesia, en detrimento del valor auténtico y real de esa diversidad, y en detrimento del valor de la persona humana en su total integridad. Evidentemente, debe quedar superado, cuanto más mejor, porque todo lo que ofende y aliena a la persona (varón o hembra) destruye la dignidad humana y daña gravemente el honor del creador (GS 27).

- Todos sabemos que la Iglesia, sobre todo el magisterio jerárquico, no se mueve al ritmo de presiones externas; sería ingenuo creer que «por la fuerza» la mujer logrará una mayor representatividad ministerial en la Iglesia, concretamente en el ámbito sacramental. Si realmente, como mujeres creyentes, deseamos tener un puesto de relieve, al mismo nivel que el varón, y que nuestra palabra sea escuchada con igual interés y respeto en el ámbito eclesial, concretamente en el ámbito litúrgico-sacramental, nos hemos de empeñar con muchísima seriedad y competencia. No se trata sólo de reivindicar, sino, sobre todo, de servir, y servir bien. No cabe duda de que somos capaces de hacerlo. No será fácil, pero demostrémoslo. El bien que pueda resultar de ello será ganancia sólo para el reino, pues, ningún otro fin merecería el empeño: «Buscad ante todo el reino de Dios y lo que sea propio de él, y Dios os dará lo demás» (Mt 6,33).

- Las experiencias carismáticas de los primeros siglos hicieron profundizar a la Iglesia en su conciencia de ser una comunidad guiada por el Espíritu; en ella se cumplieron las profecías, y «sus hijos y sus hijas» (Jl 3 y Hch 2,17-19) evangelizaron al mundo. También hoy la Iglesia es consciente de que es el Espíritu el que la constituye como un único cuerpo que camina hacia el cumplimiento escatológico de la alianza; sabemos que es el Espíritu el que enriquece la comunidad de los bautizados con toda clase de dones salvíficos, con la gracia que se expresa en los sacramentos de la Iglesia; estos sacramentos conllevan una epíclesis que es, objetivamente, una súplica al Padre para que actualice y cumpla entre nosotros los gestos y las palabras proféticas de su Hijo; y subjetivamente, un acto obediencial mediante el cual asumimos, como comunidad y como individuos insertados en Cristo, la actitud filial que él tuvo con el Padre. Pues bien, lo que se dice en general de la comunidad, se dice de la mujer que forma parte viva de la comunidad. Nuestra fe no decae ante las incoherencias propias de lo que hay de humano en las instituciones divinas, más bien confía en el poder de la gracia que guía y mantiene en la historia a esa comunidad «hasta que Jesús vuelva». Oremos y trabajemos, mientras tanto, para que la diversidad de los dones del Espíritu sea acogida en toda su infinita gama de expresiones y no queden, en modo alguno, aprisionados por las estructuras propuestas por los hombres.

- Entre las figuras femeninas capaces de crear «signo» o de ser consideradas significativas para el cuerpo sacramental de la Iglesia se han olvidado algunas que manifiestan con absoluta profundidad y fuerza los signos proféticos dados por Cristo, por ejemplo el ser hermana y el ser amiga (Lc 10, 42 y Jn 11,1-44). ¿Por qué estas figuras no han calado tan profunda y profusamente como otras: «virgen-esposa-madre», en la mentalidad sacramental expresada por los varones? Tal vez porque la figura de la «hermandad o fraternidad» acentúa peligrosamente la igualdad a todos los niveles, y la «amistad» supone el derrumbamiento de muchas barreras levantadas por un cierto criterio o complejo de superioridad en las relaciones humanas. En una simbología que tenga en cuenta estas figuras, tan reales como la de la maternidad en la mujer, por ejemplo, difícilmente entraría una estructura de subordinación o de superioridad basada en la diferencia varón / mujer. En la figura de hermandad y de amistad que evoca la eucaristía, ninguno de los que comparten la mesa ocupa un puesto de privilegio o es más representativo que el otro, por el mero hecho de ser «el mayor». O si lo es, tiene exactamente las características que Jesús le dio, las del servicio: «El mayor de vosotros será el que sirva a los demás» (Mt 23); «Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: El que quiera ser el primero, que sea el último de todos, y el servidor de todos» (Mc 9,35; 15,41). ¿Quién puede decir que la mujer, por el hecho de ser mujer y no varón, no puede querer servir, la primera, en una comunidad de hermanos? (45). Confesemos que, respecto al sacramento de la eucaristía, y del que más directamente se vincula a él, el orden sacerdotal, la mentalidad que domina en la Iglesia, todavía hoy, es aquella que puede quedar sintetizada en la máxima de santo Tomás de ·Aquino-TOMAS: «La mujer, sometida al hombre como su cabeza, no tiene derecho a sustraerse de su autoridad» (Contra gent., q. III, 123). Pero el Espíritu del Señor, que está en la comunidad para siempre, según su promesa (Jn 14,16), nos recordará todo lo que Jesús dijo e hizo, nos lo explicará todo (14,26) y nos guiará hacia la verdad completa (16,13-15).

- Que nuestros esfuerzos y nuestras súplicas se orienten, pues, en el marco de la epíclesis sacramental, a pedir mayor capacidad de acogida en la Iglesia de todo lo plenamente humano para lograr realizar juntos (varones y mujeres) la imagen cada vez más perfecta de la comunidad divina.

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N O T A S

1. No corresponde al tema de reflexión que nos ocupa una profundización detallada en la historia y teología de los sacramentos, sobre todo porque no encontraremos casi nada que vincule esa doctrina específicamente a la mujer. Hago referencia a algunas obras importantes que pueden estar fácilmente al alcance del lector en nuestro medio y ampliar su conocimiento en este sentido, en caso de desearlo: J. Auer, Sacramentos, Eucaristía (Curso de Teología Dogmática Vl). Barcelona 1987; D. Borobio (en colaboración), La celebración en la Iglesia, I-II. Salamanca 1987-1988; J. C. R. García Paredes, Teología fundamental de los sacramentos. Madrid 1991; Id., Iniciación cristiana y eucaristía. Teología particular de los sacramentos; M. Nicolau, Teología del signo sacramental (BAC). Madrid 1969; H. Vorgrimier, Teología de los sacramentos. Barcelona 1989.

2. Cf. San Agustín, Epist. 138, 1, 7: PL 33, 527.

3. Cf. G. Lafont, Dios, el tiempo y el ser. Salamanca 1991 188-237.

4. M. C. Lucchetti Bingemer, El laico y la mujer en la Iglesia: dar entrada a la «diferencia» y a la santidad, en La Iglesia como preocupación: Sal Terrae (junio 1992) 457-464; cf.

5. La contemplación de esta armónica unidad que evoca el cuerpo femenino, como obra acabada, perfecta, de Dios, es, sin duda, la que hace exclamar a la mística abadesa del siglo Xll poeta, consejera de papas y predicadora, santa Hildegarda: «O eminea forma, quam gloriosa es!». Citado por J. Lane, Ministros de la gracia. Las mujeres en la Iglesia primitiva. Madrid 1991, 5.

6. Es interesante la reflexión que presenta sobre este tema G. Lafont, o. c., 188-196.

7. C Rocchetta, Per una teologia della corporeità. Turín 1990.

8. Cf. Jc 4-5.

9. Cf. Jos 24.

10. Vease la bibliografía en nota 1.

11. H. Vorgrimler, o. c., 33.

12. Sigo en esta reflexión a E. Schüssler Fiorenza, En memoria de ella. Bilbao 1989,184s.

13. Nos vamos a mover, para esta reflexión sobre María como sacramento, dentro del contexto de Lc 1.

14. Contamos con una obra, completamente atípica, que afronta con gran valentía y originalidad esta dimensión humana de María: M. Navarro, María, la mujer. Ensayo psicológico bíblico. Madrid 1987.

15. Así se expresa E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios. Dinor, Pamplona 1971, 95.

16. SC 7 y 47.

17. En su discurso a las religiosas españolas en su visita a Madrid, el 8 de noviembre de 1982, Juan Pablo II dijo unas palabras que expresan, con toda claridad, el lugar que se le concede, como una gracia, a la mujer en la Iglesia: ellas están generosamente dedicadas «... a las obras asistenciales que completan la obra pastoral de los sacerdotes».

18. Cf. M. C. Lucchetti Bingemer, O segredo feminino do mistério. Vozes, Petrópolis 1991.

19. Es sintomático que, en tantos siglos, la única palabra fuerte de la mujer que se ha dejado oír sea en el campo de la experiencia mística de la Iglesia. Y también es significativo que sólo en nuestro siglo la Iglesia haya reconocido su misión de enseñar, declarando «doctoras de la Iglesia» a santa Teresa de Jesús y a santa Catalina de Siena.

20. Grande ha sido el estupor y hasta el escándalo producido en algunos sectores de la Iglesia católica -y seguramente en la ortodoxa por la decisión del Sínodo de las Iglesias Anglicanas de aprobar el decreto de admisión de la mujer al sacerdocio ordenado. El Vaticano ha respondido, como era de esperar resaltando «su pesar», porque semejante paso adelante supone un paso hacía atrás en el camino que, parece ser, se va recorriendo hacia la unidad rota en el siglo XVI entre las dos Iglesias. La mujer, una vez más, aparece como motivo de ruptura y de discordia... cuando la realidad es mucho más profunda y estructural, a otros niveles institucionales que no son el sacerdocio.

21. En el Vaticano II, la mujer quedó, de nuevo, olvidada pese al c. VIII de la LG. El papa Juan Pablo II, creemos que haciéndose cargo de este «olvido», al comienzo de su pontificado presenta al mundo una serie de reflexiones en las que el tema «mujer» está presente. Concretamente, en 1988, con motivo de la fiesta de la asunción, promulgó la Mulieris dignitatem, meditación sobre la dignidad de la mujer. Anteriormente, en 1987, con motivo del año mariano, publicó la carta apostólica Redemptoris mater. Resultan significativas estas palabras: «Ha llegado la hora -escribe el Santo Padre, en la que las mujeres están adquiriendo en el mundo una influencia, un efecto y un poder nunca alcanzado hasta ahora..., las mujeres imbuidas por el espíritu del evangelio pueden hacer mucho para evitar que la humanidad se derrumbe». Creemos que el desafío más grande para la mujer del futuro está, precisamente en rechazar estas categorías de «influencia» y «poder», y en «dar a luz» un nuevo estilo de vida, incluso eclesial, en el que todos, varones y mujeres, vivan desarrollando todas sus potencialidades y carismas, desde la categoría evangélica del servicio.

22. G. Gozzelino, Il mistero dell'uomo in Cristo. Leumann, Turín 1991, 224.

23. Respecto a la maternidad como «misión» o «función» natural de la mujer, y el uso que se ha hecho en la Iglesia de este paradigma, visto en relación con el castigo impuesto por el creador a Eva, la madre primordial de todos los vivientes y autora del pecado original de la humanidad, han tratado varias voces de la teología feminista de nuestro siglo. Es digno de mencionar el número de la revista Concilium, titulado: Teología feminista. La maternidad: expenencia, institución, teología: 226 (nov. 1989). Y una de las obras allí señaladas: A. Rich, Of Woman Born. Nueva York 1979.

24. Cristo es el «hombre perfecto» (GS 22), y esto se refiere tanto a que él realiza plenamente el ideal humano del varón como el ideal humano de la mujer; ¿por qué identificarlo entonces con uno de los dos en detrimento del otro, como si Jesús, varón, no fuese también plena y perfectamente aquello que la mujer es? Y no estoy hablando de un Jesucristo hermafrodita; esa es, a mi juicio, una conclusión estúpida, que no merece mayor comentario. Dlgo que, en Cristo, puede verse lo poco que interesa el sexo para ser «perfecta» imagen del hombre querido por Dios.

25. La teología y la exégesis feminista nos dirán que ese testimonio no se ve con mayor claridad porque mucha de esa actividad ha quedado, en gran parte, ofuscada por una práctica y unos testimonios claramente de cuño masculino, como son por ejemplo, los evangelios o las cartas paulinas.

26. E. Schüssler Fiorenza, o. c., 17.

27. En este mismo volumen se desarrolla el tema «sacerdocio», por lo cual no abundaré demasiado en este punto, sino en lo que considere más directamente vinculado al sacramento como tal.

28. Cf. B. Forte, Piccola introduzione alla fede. Cinisello Balsamo, Milán 1991, 80.

29. Citado por J. Lang, Ministros de la gracia. Las mujeres en la Iglesia primitiva. Madrid 1991, 70-71.

30. Cf. J. M. Aubert, La donna. Antifemminismo e cristianesimo. Cittadella, Assisi 1976.

31. Cf. Hch 1,14, 9,36;12,12; Rom 16,1-15;1 Cor 16,19; Flp 4,2-3; Col 4,15. Con todo, estos textos no nos con- sienten decir cuál era el papel que desempeñaba la mujer en la organización interna, mucho menos en la praxis sacramental de las primeras comunidades cristianas. Pero sí son «indicativos», tanto más si consideramos que están escritos por mentalidades que responden a una época y a una cultura típicamente machista. A pesar de la fama antifeminista de Pablo, sus cartas son de lo más elocuente en este sentido (cf. E. Schüssler Fiorenza, En memoria de ella. Bilbao 1989, 206-234).

32. Con todo, seguimos enfrentando el mismo problema: la indefinición de esos papeles cuando se trata de apli- carlos a la mujer en la Iglesia primitiva, y a la imposibilidad de darle un contenido específico. Desde luego, no parece que sea el contenido institucional que se les dio más tarde. No obstante, todos estos elementos indican que el cristianismo primitivo ha querido traducir -aun limitadamente- el principio evangélico de la igualdad entre varón y mujer (cf. G. Francesconi, La donna nella Bibbia, en Chiesa Femminista. Marietti, Turín 1977, 14

33. Juan Crisóstomo, In Ep. ad Tim., hom. XI: PG 62.

34. Cf. C. Vagaggini, L'ordinazione delle diaconesse nella tradizione greca e bizantina: Orientalia Christiana Periodica 40 (1974) 145-189.

35. Cf. J. Lang, o. c., 84.

36. Cf. H. Vorgrimler, o. c., 346-350.

37. No católico, por supuesto.

38. Cf. H. Vorgrimler, o. c, 257-288 (con bibliografía); cf. 266.

39. Cf. Mc 14,1-9; Mt 26,6-13; Lc 7,37-38; Jn 11,45-53.

40. Remito en este sentido a la bella página de la obra citada de E. Schüssler Fiorenza, 15-16.

41. Cf. H. Vorgrimler, o. c., 292-293.

42. Cf. J. Lang, o. c.

43. M. Martínez Peque, Matrimonio y virginidad: desarrollo histórico-teológico: Revista Española de Teología 51 (1991) 5798; cf. 91.

44. Cf. Mt 5,31-32; 19,6-8; Mc 10,6-12; Lc 16,18; I Cor 7,10-11.39; Rom 7,23.

45. Permítaseme avanzar, aunque sea en nota, esta idea: si la jerarquía eclesiástica no hubiese cerrado tan herméticamente las puertas a un ministerio ordenado de la mujer en la Iglesia, tal vez este no poseería ahora ese «halo» de poder que derrocha. Estoy convencida de que la lucha feminista dentro de la Iglesia y las reivindicaciones, cada vez más apremiantes, de las mujeres bautizadas respecto al sacerdocio ministerial, no van tanto en la dirección de apropiarse el «poder», cuanto a defender la igualdad de derechos al servicio de la comunidad creyente. Si el servicio sacerdotal ordenado es un don divino, ¿cabe pensar que el Espíritu del Señor que derrama esos dones haga distinciones de género entre los fieles de la Iglesia?... ¿No es más honrado y comprensible confesar que nos encontramos ante un hecho histórico-cultural dentro deI cual el Espíritu no ha dicho aún su última palabra? Con las reivindicaaones de la mujer cristiana para acceder a ese sacramento, no se está, creo yo, reivindicando un «derecho»: ¿quién puede tener derecho a un don?; se está queriendo reivindicar precisamente la liberalidad y gratuidad de los dones de Dios en la comunidad de los creyentes: la Iglesia.

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TRINIDAD LEÓN
10 MUJERES ESCRIBEN TEOLOGIA
EVD.NAVARRA 1993.Págs. 351-383

Trinidad León Martín Diplomada en trabajo social y licenciada en teología por la P. U. Gregoriana de Roma. Escribe narrativa para adolescentes y pertenece al Instituto de las H. H. Mercedarias de la Caridad.

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Bibliografía

Castillo, J. M., Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos. Salamanca 1985.

García Paredes, J. C. R.,

-Teología fundamental de los sacramentos. Madrid 1991.

- Iniciación cristiana y eucaristía. Teología particular de los sacramentos. Madrid 1992.

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Hotz, R., Los sacramentos en nuevas perspectivas. Salamanca 1986.

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