Capítulo VII

La cosmovisión del caballero andante


- 1 -Estructura de la cosmovisión


En su radical abertura hacia las cosas y hacia los otros hombres, el hombre se afana por saber, por hacer ciencia. Y aunque gran parte de su saber sea dudoso y problemático, aunque su ciencia no sea integral e inconmovible, lo cierto es que no puede vivir sin inquirir. Como no tenemos una visión intuitiva del cosmos, el conocer tiene en nosotros un carácter de faena penosa. Lo que me rodea -circunstancia- y la condición misma de mi ser -situación- se me ofrecen a mi contemplación (teoría) y a mi acción (praxis). Y esta constitutiva y originaria relación entre el hombre y su mundo obliga a la decisión continua, a la selección de una posibilidad y a la renuncia de las otras posibilidades. La vida no se puede vivir en otro ni por otro. Trátase de una tarea personalísima e irrenunciable.

A cada momento corro el riesgo de serme infiel, de traicionar a mi vocación. Cada decisión es la anticipación de una parcela de mi porvenir. No sólo tengo que descubrir el ser de las cosas, sino que tengo que descubrir mi verdadero ser. Y cuando descubro mi ser y los seres, procedo a interpretarlos, a articularlos en la unidad de un mundo o universo. Por eso apunta Ortega y Gasset -con su característica agudeza- que «no hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso»41.

Todo hombre tiene una cosmovisión más o menos larvada o más o menos explícita. No se trata tan sólo de una concepción racional del universo. Trátase de algo más: creencias y convicciones sobre la existencia humana y sobre el mundo, tendencias y hábitos emocionales, sistema de preferencias y finalidades ante el enigma de la vida... Y es sobre la base de esta cosmovisión como decidimos acerca del significado y sentido del mundo y sobre el ideal de nuestra existencia concreta. La cosmovisión sirve, en consecuencia, para vivir y hasta para morir. Aunque no pertenece al orden intelectual, cuenta con elementos intelectuales y se procura justificarla racionalmente. Porque es algo inherente a nuestra condición humana buscar la razón suficiente de las cosas y de los hechos. Además, nuestras estimaciones, nuestros deseos y esperanzas suponen un previo conocimiento. ¿Cómo estimar lo ignoto? ¿Cómo desear lo que no se conoce? «Ignoti nulla cupido. Nihil volitum quim precognitum». Sólo cayendo en lo absurdo se puede afirmar la posibilidad de amar algo que nunca hemos visto y de lo cual no tenemos noticia alguna.

En una operación de conocimiento tan elemental como el ver -se nos ha dicho- vamos dirigidos por un sistema previo de intereses, de aficiones, que nos -hace atender unas cosas y desatender a otras. Pero no se advierte que ese sistema de intereses y aficiones descansa, a su vez, en elementos intelectuales aunque puedan estar enturbiados por los instintos. Porque nada de la vida espiritual humana puede ser puramente instintivo. Lo que sucede es que en cada persona hay una disposición nativa, anterior a toda experiencia, que le hace preferir ciertas constelaciones de valores y tener ceguera o repulsión hacia otras. Para que un individuo pueda seleccionar de lo real aquello que le es afín, es preciso que sepa, aunque confusamente, que el objeto querido le es afín.

El hombre no es pura razón. De ahí que cada hombre construya su cosmovisión también a base de emociones e instintos vinculados con la práctica. En todo caso, la cosmovisión tiene más índole vital que intelectual.

No nos basta con saber cómo es el universo, ansiamos saber qué sentido tiene. Y esto último es, cabalmente, lo más importante para la vida. En esta forma la cosmovisión desemboca en Dios. La vida humana, la libertad, la historia, la inmortalidad y todos los demás problemas giran y se organizan en torno de ese supremo centro gravitatorio. Mientras la ciencia es primordialmente investigación y búsqueda del saber, la cosmovisión es posesión de un sistema de certidumbres. Cosmovisión significa totalidad. Pero no una totalidad rígida, sino una totalidad plástica, dinámica. «Una concepción del universo puede modificarse, pero este modificarse es más bien un desarrollo orgánico, una asimilación, una adopción de una forma acabada por anticipado, tal como la planta se desarrolla también sin que se modifique su forma», ha podido decir Aloys Müller42. Y Chesterton, traído a colación por el mismo Aloys Müller, observa: la cuestión no es, según mi convicción, si la concepción del universo que tiene un hombre ejerce alguna influencia sobre su mundo circundante; antes bien, la cuestión es si hay fuera de la concepción del universo alguna otra cosa que ejerza semejante influencia. Así, pues, la ciencia dice: esto es así. La concepción del universo dice: tú debes hacer esto.

Esperanzas y anhelos, necesidades del sentimiento y de la vida encuentran acomodo en la cosmovisión. El desengaño, la angustia y la esperanza contribuyen primordialmente a formar la concepción del universo.


- 2 -La cosmovisión de Don Quijote


La cosmovisión de Don Quijote lleva en sí mucho más de lo que Cervantes deliberadamente pone. A la cosmovisión cervantina se incorpora la cosmovisión de un pueblo. La sensibilidad, la conciencia y la cultura de una nación desbordan la creación literaria de Cervantes. Parece como si se tratase de un suceso humano efectivo. Más aún: los otros sucesos humanos realmente verificados aparecen más claros, más inteligibles, a la luz de la andante españolería. Su prehistoria está en la historia de su pueblo. Su cosmovisión está hecha de todos esos ingredientes tan hispánicos: celo de la propia honra, ritmo estoico de la vida, sed de valores absolutos, voluntad de grandeza...

Era un hidalgo «de los de lanza en astillero» que sentía la nostalgia de una existencia a la «maniera grande». En su soledad dio por aprovechar imaginativamente lo vulgar y poner, bajo una luz equívoca, su inmensa cordura. Empachado de lecturas caballerescas, acabó por poner entre paréntesis el mundo empírico. Su gusto por lo desmedido -su coeficiente de irrealidad- son refrenados, por Cervantes, en el marcado realismo de Sancho, que representa la vocación española hacia lo concreto. Y esta vocación hispánica por lo concreto resplandece también en Don Quijote, que se afana por traer el ideal a la tierra, por naturalizar los valores. Don Quijote no es un simple especulativo, ni un puro hombre de fantasía; quiere unir el mundo fantástico de la andante caballería con la realidad de su circunstancia. No le basta con pensar lo extraordinario; quiere vivirlo. El ideal del amor le lleva a la proeza física. Traza, inventa y trabaja de sol a sol por vivir sus hazañas. Aunque reconozca teóricamente que la experiencia es «madre de las ciencias todas», trata siempre de encapsular la realidad en sus lecturas caballeriles.

La sustancia española está hecha, sobre todo, de esfuerzo, de coraje, de ímpetu. «Sobre el fondo anchísimo de la historia universal -dice Ortega y Gasset- fuimos los españoles un ademán de coraje»43. Don Quijote consume, a cada momento, una gran cantidad de coraje. Un bravío poder de impulsión le mueve a dar, sin descanso, sus recias embestidas. Y no es que le interese la acción, sino la hazaña. Aunque Cervantes convierta su vida en un humorístico aluvión, nosotros sacamos su esfuerzo limpio de toda burla. Su corazón se enardece y su entusiasmo se dispara a la mínima incitación de la realidad. No le importa la imagen que de la realidad efectiva tenemos a través de los sentidos; le importa la sumisión de la realidad a sus sueños de nobleza, la poetización de su mundo, porque «todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras».

Don Quijote tiene la certidumbre de que la caridad heroica, lejos de ser un estéril afán, responde a los designios más íntimos del Ser. En este pícaro mundo, los manipuladores rivales -que conspiran siempre contra la unidad mundana- cambian a su capricho las tramas, los telones y los títeres. Don Quijote les aborrece porque conspiran contra su voluntad y, sobre todo, contra la voluntad de Dios en la tierra. «Estos encantadores que me persiguen -advierte- no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en lo que ellos quieren...». Si la mudanza no es real -agrega el caballero de la Mancha- por lo menos lo parece. Contra el engaño del mundo el hidalgo manchego opondrá la virtud integradora del amor. Y la voluntad amorosa redime el ámbito humano que va tocando. La voluntad al servicio del ideal y en lucha perpetua contra la «civitae diaboli». «Bien sé -dice Don Quijote- que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan». He aquí la grandiosa convicción quijotesca del poder de la voluntad contra las tentaciones, el testimonio de su arraigada certeza en el libre arbitrio. En su actuar depende tan sólo de Dios y su propio ser. Su pensamiento y su voluntad decidirán, con el auxilio divino, sus acciones. Al decir «yo sé quién soy», tiene una alta conciencia de su propia voluntad, una indestructible fe en la bondad del esfuerzo para realizar el anhelado ensueño. Y esta conciencia y esta fe perduran en medio de todos los descalabros.

Como simbolización del «homo hispanicus», Don Quijote es el antitibio por antonomasia. Su fe apasionada y enérgica se combina con su intensidad imaginativa y hacen que su idealismo monte a caballo. Hay que rasgar el velo de una vulgar apariencia que oculta la verdad del mundo. Este es el sentido que corresponde a la aventura quijotesca. Y aunque su querer va siempre más allá de su poder, nunca pierde el impulso y la dirección hacia el ideal. Hay para Don Quijote un supremo centro gravitatorio. De ahí que sea preciso, para conocerle, estudiar su religiosidad.


- 3 -La religiosidad de Don Quijote


Las inquietudes renacentistas de su tiempo son articuladas por Cervantes en el catolicismo, entendido y sentido con evidente autenticidad. Muy lejos de Maquiavelo, para quien el cristianismo había enervado el mundo, Cervantes veía en la religión católica el nervio y origen de nuestra civilización. La verdadera valentía tenía su manantial en la religión. Viendo Don Quijote la imagen de San Jorge puesto a caballo, dijo:

«-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, llamose San Jorge, y fue además defensor de doncellas. Veamos esta otra.

»Descubriola el hombre, y pareció ser la de San Martín, puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:

»-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad, y sin duda debía ser entonces invierno; que si no él se la diera toda, según era de caritativo.

»-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dice: 'Que para dar y tener, seso es menester'.

»Riose Don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo Don Quijote:

»-Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don Santiago Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo.

»Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan tal vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía:

»-Este -dijo Don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedó por la muerte, trabajador incansable en la vida del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo»44.

¿Queréis ver cómo humilla Cervantes, por boca de Sancho, la soberbia aristócrata de los grandes y poderosos? Hablábale Don Quijote a su escudero del deseo de gloria, de la ambición del amor a la patria, como móviles de las grandes acciones, cuando de improviso le interrumpe Sancho:

«-Y dígame ahora: ¿cuál es más, resucitar a un muerto, o matar a un gigante?

»-La respuesta está en la mano -respondió Don Quijote-: más es resucitar a un muerto.

»-Cogido le tengo -dijo Sancho-. Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adorando sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que las que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes han habido en el mundo.

»-También confieso esa verdad -respondió Don Quijote...

»-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer -que, según ha poco, se puede decir de esta manera- canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene en gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier Orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos.

»-Todo eso es así -respondió Don Quijote-; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.

»-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes»45.

Queda aquí establecida, con perfecta nitidez, una jerarquía de valores. Cervantes pone en la cúspide el valor religioso. En un comentario anterior he apuntado el providencialismo de Don Quijote, su comprensión y práctica -a la manera cristiana- de la doctrina del sacrificio. No tiene apoyo en el texto, ni en el contexto, la gratuita afirmación de Manuel Azaña: «El último aprendizaje de un espíritu superior vendría a ser, según la fuerte expresión de Goethe, enseñarse a desesperar. Desesperanza de este género, que no desesperación, es la de Cervantes, sin funebridad, rebelión ni frenesí románticos, nimbada por las suaves luces del otoño sereno»46. Don Quijote tiene una gran esperanza. Y es precisamente la esperanza de vivir y de realizar el bien y la justicia sobre la tierra -aventura en curso- la que funda su vida. Nunca llega a la desesperación: anticipación anti-natural del fracaso. Cuando Don Quijote se desvanece -porque no llega a morir- en el cerebro de Alonso Quijano, asciende -con toda su permanencia ideal- a los senos eternos del arte. Quien se muere -¡y muy cristianamente por cierto!- es la realidad primaria de Don Quijote (su materia prima, si me vale la expresión): Alonso Quijano.

Que miope nos resulta Montesquieu cuando pretende fincar el valor del Quijote -«único libro bueno español»- en la burla de los otros, en la reacción y la mofa contra el espíritu nacional. Nunca una obra literaria ha sintetizado mejor el espíritu de un pueblo -realista, sano, luchador, religioso, entusiasta de todo lo bello y grande-. Cervantes, con su ente de ficción, está profundamente enraizado en su tierra, en su mundo propio. Por eso destila esa ternura y esa comprensión. Acaso su arrolladora simpatía y la universal adhesión que goza se deba a ese calor que busca siempre en los corazones simpáticos de sus prójimos, lejos de cuyo contacto se entristece. Toda la malicia de los hombres resulta impotente para privarle de ese caudal de buen humor, de esa risa genial. Conoce su destino y el de su pueblo. Acepta su mala suerte -que en un último sentido es buena- y le da forma universal. «He aquí mi cruz», parece decirnos; la vida es buena hasta por eso, porque nos permite llevar una cruz. «Porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla». (Parte II, Cap. XXVII.) ¡Cristianismo auténtico! Pero cristianismo que no le impide afanarse en pos de la honra y de la inmortalidad. Porque tenemos derecho a dejar, sin narcisismo de ninguna especie, nuestra huella en la tierra. Vivimos para algo más que para dar con nuestros huesos en una tumba.

- 4 -Don Quijote en pos de la honra y de la inmortalidad

Mientras Don Quijote es Don Quijote, y no Alonso Quijano, el triunfo o el fracaso no le alterarán su voluntad de hazaña. Los molinos de viento, los cueros de vino, los golpes de batán, los leones enjaulados, etc., le harán reaccionar siempre a golpes de fantasía. El vapuleo de un muchacho en el bosque, los misteriosos cortejos y la gente encadenada se le presentan, invariablemente, como abusos de fuerza que es preciso resolver con su brazo justiciero. Pero antes de actuar pide explicaciones, porque no quiere actuar irresponsablemente.

Dulcinea es su arquetipo de virtud y belleza, su Idea del Bien, su norma ética. Tiene el convencimiento de que su dama no es cosa de ficción, que existe extramentalmente. Pero este convencimiento es cosa de fe: «la importancia está -expresa Don Quijote- en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender». Por eso se indigna cuando un mercader le pide que le muestre su retrato. Dulcinea se identifica con su más íntima contextura: «Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella». Aun así, llegará un momento en que su fe parece tambalearse: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo». Llegará también otro momento en que le proponga, a su escudero, un curioso trato: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos, y no os digo más...». No obstante, persiste en su fe. Dulcinea es la más hermosa dama del mundo porque él la inviste de posibilidades de valor, porque la pinta en su imaginación como la desea, porque, en suma, la poetiza: «Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo». En el fondo, lo que Don Quijote anhela es ver plasmado -porque al fin y al cabo es una criatura sensointelectual- su ideal de belleza. La belleza, dice «el Caballero de la Triste Figura», «es todopoderosa. Ante ella deben abrirse de par en par los castillos, hendirse las rocas, y para hacerle acogida, no es mucho que los montes se allanen». No hay para qué ocultar el subjetivismo idealista, el pragmatismo moral y el culto idolátrico de Don Quijote por Dulcinea. En su vertical deseo de ascensión, su Dama le retiene y le desvía, muchas veces, de su camino hacia la suprema belleza.

La honra -resplandor de la dignidad personal- y el bien común -conjunto organizado de las condiciones sociales, gracias al cual la persona humana puede cumplir su destino temporal y eterno- son valores que incitan la actuación de Don Quijote. Cumple al pie de la letra, y hasta con escrúpulo, el ritual de la caballería. Su proceder de hidalgo, su valor profesional, su cortesía, su galantería y gallardía integran el código implícito de su vivir. Vive por encima del grosero instinto, celoso siempre de la dignidad propia y de la dignidad ajena. La vida para Don Quijote es quehacer altruista, faena redentora. Quiere ser bueno activamente. El ansia de gloria y renombre y el culto a la sobrevivencia son -como lo apunta Unamuno- el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia y su razón de ser. Menester es agregar, sin embargo, que la gloria, el renombre y la inmortalidad no se buscan por narcisismo sino por espíritu de servicio y por anhelo de plenitud subsistencial que refiere la obra del Caballero al Orden divino. Este sentido trascendente es manifiesto cuando afirma: «puesto que los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».

Como San Ignacio de Loyola, como San Pedro Alcántara, como Santo Domingo de Guzmán y como la de todos los santos españoles, la caridad de Don Quijote es una caridad militante. Más que la justicia le importa la misericordia, «porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia». Después de liberar a los galeotes, exclama: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide». No averigua si los afligidos, encadenados y opresos que se encuentra por los caminos van de aquella manera y están en aquella angustia por sus culpas o por sus desgracias; le basta saber que son menesterosos y les ayuda. Pone los ojos no en sus bellaquerías, sino en sus penas. Por eso aconseja a Sancho: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».

La justicia como valor objetivo del Derecho nunca puede ser bien entendida por Don Quijote, que sólo reconoce dos autoridades decisivas: Dios y él mismo.

Su voluntarismo extremo, que respeta tan sólo la individualidad humana y la sagrada dignidad de la persona, le hace libertar a los galeotes porque van de muy mala gana y contra su voluntad. Y los liberta en nombre de su anárquica y muy española «real gana». Tal vez si la sociedad fuese -como lo advirtió André Suárez- más social, esto es, más conforme a caridad, Don Quijote no repelería la autoridad política.
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41 José Ortega y Gasset.- «Estructura de la Vida» en el libro «El Poder Social, Cosas de Europa y otros Ensayos», pág. 181.- Ediciones Nueva Época, Santiago de Chile.

42 Aloys Müller.- «Introducción a la Filosofía», pág. 278.- Segunda Edición, Espasa Calpe, Argentina.

43 José Ortega y Gasset.- «El Espectador», «Meditación del Escorial», pág. 772. Biblioteca Nueva, Madrid.

44 «Don Quijote de la Mancha», Obras Completas de Miguel de Cervantes Saavedra, pág. 1469, Parte II, Cap. LVIII.- Ed. Aguilar, Madrid, 1952.

45 Cervantes.- «Obras Completas», pág. 1300.

46 Manuel Azaña.- «Cervantes y la invención del Quijote».- Página 51.