Espiritualidad Budista
y Narcisismo Occidental
por Antonio Martínez.
El occidental contemporáneo que se hace
budista, en realidad está utilizando la sabiduría de Oriente como coartada
espiritual, como aliño místico para su particular ensalada vital, elaborada
básicamente con gigantescas dosis de narcisismo. El sujeto ilustrado del
siglo XVIII, al llegar al final de su andadura, desemboca en lo que,
refiriéndose a los años 70 del siglo XX, Tom Wolfe llamó “la década del yo”;
en la “cultura del narcisismo” de los 80, según el título del célebre ensayo
de Christopher Lasch; y en lo que, hacia 1991, Francis Fukuyama, en El fin
de la Historia, denominó “el último hombre”, que cumple la profecía
nietzscheana sobre el empequeñecimiento ontológico del hombre occidental .
El dato es innegable: desde 1970, Buda ha
triunfado en Occidente. Sobre todo en ciertos ambientes cosmopolitas y más
o menos elitistas de nuestras grandes metrópolis, queda muy bien decir que
uno “se ha hecho budista”. Y nótese –detalle nada baladí- que nunca se
dirá que tal o cual persona “se ha convertido al budismo”. Está noción
–conversión, convertirse- se reserva para las religiones de Occidente,
pero nunca se aplica a las de Oriente. Así, podremos oír que alguien “se
ha convertido al Islam”, pero no que lo ha hecho al hinduismo o al
budismo.
Pues bien: precisamente esta diferencia semántica tiene una estrecha
relación con la razón por la cual el budismo, entre ciertas élites
urbanas, pero también en los medios de comunicación y a nivel popular, ha
encontrado en las últimas décadas un eco tan favorable. Y es que una
persona puede “convertirse” a una religión; pero el budismo no es una
religión en sentido estricto, sino una mentalidad difusa, una sabiduría,
una filosofía, una visión del mundo y de la vida humana. En el budismo se
prescinde de la noción de Dios. Tampoco hay ninguna “Iglesia budista”
institucionalizada, ni fronteras dogmáticas definidas, ni credo, ni rito
oficial, ni sacerdocio o jerarquía, ni una autoridad suprema comparable
con el Papa católico. De modo que, cuando alguien “se hace budista”, en
realidad no entra en ninguna Iglesia o religión tal y como Occidente
entiende esta palabra, sino que sólo adopta una cierta espiritualidad.
Ahora bien: si todo esto es así y como fácilmente se entiende, el
occidental que se hace budista y que practica su budismo sobre la mullida
alfombra de su sala de estar, vive esa espiritualidad de modo
absolutamente individual, privado, muy de acuerdo con el talante
individualista del Occidente contemporáneo. Desde el siglo XVIII, los
occidentales emprendieron el camino del individuo y del subjetivismo; y,
llegado el último tercio del siglo XX y decepcionados de la ciencia, la
técnica y el progreso, añoraron la religiosidad perdida y la reencontraron
justamente en la filosofía mística de Oriente, basada en la concentración,
la meditación y la relajación. Pero, sobre todo, para el occidental
contemporáneo que emerge hacia 1970 y llega hasta el año 2000, las
religiones orientales ofrecen el decisivo atractivo de poderse practicar
de modo individualista, es decir, según el pathos propio de la moderna
cultura occidental, que es básicamente una cultura del individuo. Sin Dios
y sin Crucificado; sin iglesias, dogmas, ritos ni festividades; también
sin cielo ni infierno, y sin unos problemáticos siglos de historia con
cuyos errores, contradicciones e incoherencias tener que cargar. Así pues,
nada de esto: sólo yo y nada más que yo, en el salón minimalista de mi
apartamento, sentado en la postura del loto, con los ojos suavemente
cerrados y meciéndome entre el aroma del incienso y las ondas rítmicas de
un CD de relajación.
Tras unos meses de práctica, nuestro neo-budista occidental empieza a
obtener unos interesantes réditos de su recién estrenada espiritualidad.
Si se muestra concienzudo en sus ejercicios (pues combina budismo con
yoga), se produce una mejora del estado psico-físico general, un aumento
de la capacidad de concentración, una depuración de las miasmas psíquicas,
un fortalecimiento del cuerpo, etc. Por otro lado, el concepto de la
compasión universal hacia los que sufren, predicada por Buda, se puede
encajar sin problemas con el sentido ético-solidario del hombre actual,
que tanto ensalza, por ejemplo, la labor de las ONGs. Pero, además –y esto
ya resulta menos confesable-, el tener una espiritualidad budista viene
muy bien a efectos de sentirse diferente y superior: él, en efecto, como
neo-budista, no es un burdo materialista, un borrego consumista de gran
centro comercial, un adicto a la telebasura. “Ser budista” proporciona
status y caché intelectual, indica que se posee y cultiva una “complejidad
interior”, lo cual atrae intensamente al esnobismo del hombre
contemporáneo. Luego, además, como en la sabiduría de Buda se prescinde de
la idea de Dios, el neo-budista occidental no debe emprender ninguna
peregrinación espiritual hacia fuera de sí mismo, no tiene que salir del
amado caparazón narcisista de su subjetividad. No hay desgarros ni crisis,
no se inicia ninguna larga marcha hacia un horizonte objetivo de pureza
ontológica, no se libran duros combates espirituales, no se experimentan
las tensiones y paradojas de la fe. Y tal vez lo mejor de todo: el budismo
adaptado al uso de Occidente no plantea ningún serio desafío a las
convicciones habituales del hombre moderno, que compatibiliza su nueva
espiritualidad con su antigua e inamovible defensa de los anticonceptivos,
de la mentalidad divorcista, de la sexualidad liberal, del aborto como
cuestión fiada a la opción personal del sujeto; y, más en general, el
budismo es compatible con su visión de la vida como singladura sin otro
rumbo que la exploración infinita de los laberintos de la subjetividad.
Por lo tanto, el occidental contemporáneo que se hace budista, en realidad
está utilizando la sabiduría de Oriente como coartada espiritual, como
aliño místico para su particular ensalada vital, elaborada básicamente con
gigantescas dosis de narcisismo. El sujeto ilustrado del siglo XVIII, al
llegar al final de su andadura, desemboca en lo que, refiriéndose a los
años 70 del siglo XX, Tom Wolfe llamó “la década del yo”; en la “cultura
del narcisismo” de los 80, según el título del célebre ensayo de
Christopher Lasch; y en lo que, hacia 1991, Francis Fukuyama, en El fin de
la Historia, denominó “el último hombre”, que cumple la profecía
nietzscheana sobre el empequeñecimiento ontológico del hombre occidental.
Este sujeto de ego hipertrófico y con un desaforado sentido de su propio
yo, basa su vida en el siguiente lema: “Lo que yo deseo, lo que yo siento,
lo que yo siento”. Tal es su criterio de lo verdadero y de lo falso, del
bien y del mal. Cualquier recordatorio de que existe una objetividad del
ser, una estructura objetiva de la realidad independiente de las opiniones
individuales, se considera un signo de fascismo filosófico (así, el
progresismo contemporáneo ha llamado fascista a Susanna Tamaro). Y, puesto
a elegir una religión, se diseñará una sin Dios, sin molestas
objetividades, sin abismos ni compromisos profundos, sin inversiones a
fondo perdido. De aquí nace el neo-budismo adaptado al gusto occidental.
Sin lugar a dudas, el mayor problema que tiene planteado el Occidente
contemporáneo es de naturaleza espiritual. Consiste tal problema en un
desarrollo descontrolado de la subjetividad, en un imperialismo del sujeto
narcisista que, al dar rienda suelta, como “legítimas expresiones del yo”,
a los oscuros monstruos del psiquismo, fomenta por doquier una
multiplicidad de fenómenos aberrantes. Ahora bien: entre los muchos
elementos válidos que tiene la espiritualidad budista (la genuina, la que
practica el hombre oriental, no la espuria del neo-budista occidental), se
encuentra la negación del ego (que –cuidado- no es el “yo”), un riguroso
programa de aniquilación del ego en cuanto que fuente de deseos egoístas,
es decir, del sufrimiento y del dolor que Buda quiso superar. De modo que,
si Occidente se tomara en serio a Buda, tendría que efectuar un riguroso
examen de conciencia y recorrer un camino de ascesis. Pero este camino, si
se recorre a fondo y en una verdadera búsqueda de la verdad, sólo puede
desembocar...en el Gólgota, ante el escándalo y la “locura” del
Crucificado. Un camino duro, por cierto, para el narcisista contemporáneo;
pero sólo ese camino puede liberarlo de la tiranía que sobre él ejerce su
propia subjetividad.
Fuente: Revista Arbil (España) - Nº 83-84 http://www.iespana.es/revista-arbil/rev-ante.htm