La Fe Cristiana al Encuentro del Islam

 

Jean-Luc BLAUPIN

 

Publicación original en: La foi chrétienne a la rencontre de I'Islam. «Nouvelle RevueThéologique» 122 (2000) 597-610.

Publicación resumida (de donde está tomada esta edición telemática): «Selecciones de Teología» 160 (diciembre 2001) 311-320

 

 

Precisemos, para comenzar, que la reflexión teológica que proponemos parte de la experiencia del encuentro entre fe católica y fe islámica en Europa occidental.

El Islam suscita a veces, no siempre sin razón, ciertas inquietudes por la intolerancia que manifiestan algunas de sus manifestaciones. Desde nuestra perspectiva teológica, estamos convencidos de que el encuentro entre cristianismo e Islam puede establecerse sobre otras bases. Baste recordar que, desde el punto de vista cristiano, la fuerza no puede tener la última palabra, aunque la historia de la Iglesia haya puesto, algunas veces, a prueba dolorosamente esta intuición fundamental. El camino que ha seguido esta intuición en la tradición cristiana marca el lugar propio donde se realiza el encuentro para el cristiano.

A continuación presento, en primer lugar, los grandes rasgos de la problemática cristiana contemporánea con respecto al encuentro con el Islam con una atención especial a dos temas fundamentales para dicho encuentro; luego analizo la repercusión de ese encuentro en la propia fe; y finalmente, sobre la base de esa experiencia, esbozo algunas pistas que me parecen fecundas para pensar este encuentro.

 

 

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

Desde el Vaticano II, la perspectiva de la Iglesia católica respecto a las religiones no cristianas y, en particular, al Islam ha sufrido profundas modificaciones. Sin embargo, no siempre se ha comprendido el alcance de las implicaciones teológicas de las posturas adoptadas y de los nuevos desarrollos que dichas posturas imponían al conjunto de la teología. Y esto lo atestiguan sobradamente los desarrollos postconciliares de la teología de las religiones no-cristianas.

Respecto al Islam, las referencias conciliares están en Lumen Gentium 16 y Nostra Aetate 3. Afirmación de un destino común de salvación divina, referencia a Abraham, fe en el creador, veneración de Jesús y María, creencia en el día del juicio, culto a Dios, son rasgos de la fe musulmana subrayados por los Padres conciliares que exhortan a «olvidar el pasado y esforzarse sinceramente en la comprensión mutua así como a proteger y promover conjuntamente, para todos los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad» (NA 3).

Algunos debates y publicaciones recientes ponen de relieve lo delicado de la cuestión y la desconfianza ante posiciones que interpretan (¿demasiado?) generosamente las declaraciones conciliares. Es legítimo y útil exigir rigor en la lectura de los textos conciliares, pero sin que esto conlleve la debilitación de orientaciones fundamentales que alientan el encuentro y el diálogo.

La amplitud que está tomando el debate podría muy bien ser indicio de un desplazamiento de la cuestión dirigida a la teología de las religiones no-cristianas. De la pregunta hecha sobre los demás -posibilidad de salvación de los no-cristianos, lugar de las otras tradiciones religiosas respecto al cristianismo-, el interrogante se hace más central y se refiere a la capacidad de pensar una identidad propia en un contexto plural.

El desplazamiento mencionado viene favorecido por un espacio público secularizado y pluralista. Hay muchos ejemplos: instituciones cristianas que se interrogan sobre su identidad, siendo así que su público es mayoritariamente musulmán; matrimonios mixtos islamo-cristianos que buscan caminos nuevos para educar a sus hijos y montar una auténtica vida de familia, etc. Antes, este tipo de problemas era propio de los ambientes cristianos. Hoy empieza a darse también entre musulmanes. Diferentes grupos están preguntando a los cristianos cómo es posible vivir como creyente en un mundo secularizado. Y en el espacio público, la cuestión de la representación oficial de los musulmanes ha abierto en distintos países debates muy interesantes.

Otra constatación, resultado de encuentros islamo-cristianos, guiará también mi reflexión. La teología de las religiones ha elaborado diferentes modelos de representación del otro. Uno de estos modelos llamado inclusivo, integra la legitimidad de la otra tradición religiosa reconociendo en ella elementos constitutivos propios de la economía cristiana. Lo chocante ahora es notar que en los interlocutores musulmanes se da un reflejo «anexionista» análogo. Este modelo puede ser fruto de la reflexión teológica, pero también podría ser el primer reflejo de los creyentes confrontados con la diferencia. En situación de encuentro interreligioso, esta experiencia le produce a uno la sensación de que ha quedado «reducido» al sistema de pensamiento y representación del otro. Es como si uno no existiera, no fuera reconocido en la legitimidad de la diferencia.

Una situación de diálogo supone, por el contrario, que los distintos interlocutores pueden existir en su diferencia. Y la inclusión no parece hacer justicia a esta pretensión legítima.

En cualquier caso, me parece importante recordar dos rasgos importantes del encuentro islamo-cristiano. Desde el principio, está marcado por la asimetría: el Islam tiene en sus Escrituras una interpretación del hecho cristiano. La inversa es imposible. Lo cual implica que, para pensar el encuentro, existen del lado musulmán algunos conceptos que podrían imponerse a todos, cuando en realidad son propios de una fe particular.

Pero es que, además, el encuentro presenta la característica de una serie de coincidencias semánticas en la expresión de los respectivos temas religiosos. Y me voy a referir a dos de estos temas:            la referencia a las Escrituras («religiones del libro») y la de la filiación abrahámica («hijos de Abraham»), porque me parece que por un lado forman parte de los recursos de la fe cristiana para pensar el encuentro y, por otra, pertenecen al registro del Islam para abordar su relación con el judaísmo y el cristianismo.

 

Las Escrituras

A continuación del judaísmo, el cristianismo y el Islam se tienen por religiones reveladas. Ambos consideran que su mensaje religioso es fruto de una intervención divina. Esta fe en la Palabra de Dios consiste en recibir a Dios de Dios. Ahora bien, la afirmación de que Dios ha hablado a los hombres comporta un antropomorfismo enorme: atribuye a Dios una cualidad propia del hombre -el habla- y lo que es más, en un lenguaje accesible a la razón humana. Ambas tradiciones -cristiana y musulmana- han captado muy bien esta paradoja, aneja al hecho mismo de la revelación. Pero cada una la ha tratado de forma distinta.

En la tradición judeo-cristiana la revelación lleva el sello de su travesía por la historia y las culturas. Las sucesivas reelaboraciones del Libro son testimonio de la revelación a través de la historia del pueblo que es portador de la misma. Lo que es revelación son los acontecimientos de esta historia, que preceden a los textos que los consignan. El Libro está sujeto a la norma de las tradiciones que le preceden, se presenta como plural y está abierto a una pluralidad de lecturas.

En el Islam, la revelación se presenta como «descenso», tanzil, nuzúl. Un texto conservado junto a Dios desde la eternidad, desciende sobre el Profeta, cuyo papel es de mero transmisor. El texto es la revelación, es fundador y es norma de la tradición.

Así, pues, el Libro tiene un lugar muy distinto en ambas comunidades. Se puede decir que el Islam es una religión de/ libro. Pero esta afirmación, que el Corán utiliza para hablar de judíos y cristianos (ahl al-kitáb), no hace justicia a lo que judíos y cristianos dicen de sí mismos. La diferencia entre unos y otros la expresa acertadamente la frase de Mohammed Talbi: «El Corán, Palabra de Dios, ocupa para el musulmán el lugar que ocupa Jesús, Palabra de Dios, para el cristiano».

Esta diferencia fundamental debe ser tenida muy en cuenta para pensar el encuentro, en la medida en que éste ha de ser fiel a la revelación que cada comunidad se atribuye.

 

Abraham

La referencia a Abraham es también un tema en el que a menudo se dan muchas confusiones. Judaísmo, Cristianismo e lslam conocen un personaje que se llama Abraham. Pero sus rasgos son suficientemente diferenciados para estar prevenidos contra una asimilación demasiado rápida.

En el judaísmo, Abraham marca un nuevo comienzo. De Adán a Abraham, la tradición judía habla de tres comienzos: Adán, Noé y Abraham. Los dos primeros colocaron a la humanidad en un punto muerto. Abraham abrió una nueva vía al porvenir de los hombres, hacia otro «país»: tiempo e historia, esperanza y confianza en la promesa serán los rasgos de la aventura vivida por un pueblo y que le identifican.

La tradición cristiana retorna los dos rasgos: hombre de la promesa y hombre de fe. Pero Pablo hace una relectura cristológica de Abraham: si pertenecéis a Cristo, sois de la descendencia de Abraham, herederos de la promesa (Ga 3, 29). Con ello rompe el vínculo entre la descendencia de Abraham de una parte, y el régimen de la ley y la pertenencia a un pueblo particular, de otra.

Para la tradición musulmana, Abraham es el restaurador del monoteísmo del pacto original. Contemplando los astros, dioses de sus padres, es conducido a reconocer la única fuente de luz. Los signos naturales pueden conducir, por un camino racional, a la fe. La figura de Abraham es también modelo de la entrega absoluta de uno mismo a Dios.

Estos breves rasgos muestran que, en cada una de las tres tradiciones, la figura de Abraham desempeña el papel de expresar los ejes de la identidad propia. Y, si puede servir para pensar la relación islamo-cristiana, no será como emblema común, sino como lugar en el que se dicen las diferencias que deben ser explicitadas.

 

 

II. IMPRESIONES DEL CAMINO

El encuentro con creyentes, de otras religiones hace resonar los temas de la propia fe de una manera nueva. Antes de desarrollar los ejes teológicos que fundamentan el encuentro, quisiera exponer la interpelación que supuso para mi fe el encuentro con musulmanes.

Para reflexionar sobre la identidad cristiana respecto al Islam, me gusta usar el esquema del reformista musulmán Muhammad Abduh (1849-1905), que dice que la revelación de Dios se adapta a las edades del hombre. En la infancia, necesita leyes y Dios revela la Torah; en su adolescencia, necesita sentimientos, grandes ideales, y Dios envía a Jesús, que habla al corazón. Llegada a la edad de la razón, Dios le revela el Corán, mensaje racional.

Este esquema, usado muchas veces para descalificar las revelaciones anteriores al Corán, permite, sin embargo, una interpretación interpeladora: ¿Acaso no dice que el mensaje cristiano es esencialmente una revelación que va más allá de la razón, que salva a Dios de la razón, de la misma manera que los ideales de la adolescencia nos hablan de lo que hay de justo y esencial en las aspiraciones más profundas de la humanidad?

Desde esta perspectiva, hagamos inventario de algunas de las grandes divergencias doctrinales que separan al Islam del Cristianismo.

El Islam se funda en el Corán, conservado desde toda la eternidad junto a Dios y transmitido por el ángel Gabriel al profeta Mahoma. Este esquema de «descenso» (nuzúl) ¿acaso no es más razonable que el de la revelación bíblica, que descifra la revelación divina a través de los altibajos de la historia de un pueblo y una comunidad creyente? ¡Qué audacia comprometer la Palabra de Dios con el fardo de la historia humana! El cristiano redescubre así que nunca ha de olvidar el carácter plural del Libro que le transmite su tradición.

Por otra parte, las afirmaciones coránicas relativas a Jesús se oponen a los ejes fundamentales de la fe cristiana. Como profeta enviado por Dios, que nunca le abandonará, es imposible que Jesús fuese muerto ... y, por tanto, no resucitó, sino que fue elevado cabe Dios. Además, Jesús ni es el Hijo de Dios ni jamás afirmó serlo. Un verdadero profeta no puede atentar contra el dogma fundamental de la fe monoteísta: la absoluta unicidad y transcendencia de Dios. La presentación coránica de la figura de Jesús es, pues, de una admirable coherencia racional. Pero la memoria cristiana no puede olvidar su más antigua herejía, el gnosticismo, y ha de estar atenta a las tentaciones concordistas que convierten el discurso del otro en un anexo del propio.

Este racionalismo se puede observar también en el comportamiento del creyente. El musulmán es literalmente un «sometido», no a un poder extrínseco, sino a lo que le es más íntimo -la ley divina- que lleva inscrita desde la creación y que ha sido revelada como ley positiva en el Corán. La diferencia con el cristiano, discípulo de una persona, Cristo Resucitado, bajo el impulso del Espíritu Santo, es evidente. A los cristianos les resulta difícil reconocerse bajo la apelación generosa de «gente del libro» que les otorga el Corán, porque no les define la fidelidad a un texto, sino la fidelidad creadora a Jesucristo en el Espíritu Santo. Con todo, el encuentro con el Islam les obligará a clarificar su relación con la Ley y les preservará de una cristología que no articule la figura de Cristo a partir de su enraizamiento en la Escritura. Abordar la cristología a partir del relato del Génesis podría sernos entonces más familiar.

Este inventario muestra que, en el espejo del Islam, la identidad cristiana es tratada esencialmente como una transgresión de la razón. Pero esta constatación remite al cristiano a una gran exigencia en el respeto a la coherencia de su propia fe, y no es anodina para los que de verdad quieren avanzar al encuentro con los musulmanes.

Muchos de los que se han encontrado con musulmanes creyentes han podido experimentar el hecho de encontrarse con una persona que vive una auténtica experiencia religiosa, con un profundo sentido de Dios, y que, al mismo tiempo, es ajena e insensible a lo que es el núcleo de la fe cristiana. Y en este momento surge para el cristiano la necesidad de pensar la relación con el Islam desde el corazón de su fe.

Es entonces cuando cobran relieve determinadas expresiones de las Escrituras cristianas. Pienso en temas como la sal de la tierra, la luz del mundo, la levadura en la masa; o también el tema paulino de que nadie puede confesar que Jesús es el Señor si no es por el Espíritu. Son temas que marcan una especificidad cristiana en la historia de salvación: confesar la salvación ofrecida por Dios a todos en Jesucristo. Los cristianos son los testigos de la radicalidad del amor de Dios, salvador de todos en Jesucristo. Lo propio del cristiano es dar testimonio del carácter no-razonable (que va más allá de la razón) de Dios, de la locura de la cruz, de la salvación posible para todos.

El cristianismo es transgresión con respecto a las normas humanas, ya sea en su fe (encarnación y resurrección de Cristo, misterio trinitario) o en su moral (perdón de los enemigos). Pero es una transgresión confesante. Algunos musulmanes han percibido esta necesidad de transgresión sin poderla nombrar. El cristiano está llamado a nombrarla y a articularla a través de su vida. Como dijo Mons. Teissier, obispo de Alger: «Antes de intentar evangelizar a los musulmanes, hemos de tender a hacer evangélicas nuestras relaciones con ellos».

 

III. PISTAS DE REFLEXION

Las observaciones que siguen son de un orden muy distinto e intentan traducir algunas constataciones que me han conmovido y alimentan mi reflexión. La preocupación que las une sería pensar el encuentro con fidelidad a los rasgos específicos de la identidad cristiana. El lugar al que nos convoca hoy el diálogo inter-religioso es aquél en que la tradición cristiana es capaz de dar cuenta de su referencia a la universalidad asumiendo su particularidad. Este lugar, secularizado, no concibe ni unicidad de excelencia ni de primacía ni de verdad. La única unicidad aceptada es la que definen los rasgos propios de una singularidad.

¿Cómo pone en juego la tradición cristiana su referencia a lo universal? Los enunciados dogmáticos podrían ser considerados como punto de partida o como norma. Son un estadio en que la referencia a lo universal está formalizada. Con todo, no nos serán de mucha ayuda ya que presentan la característica de ocultar la particularidad del lugar en que fueron enunciados. Y en el espacio interreligioso contemporáneo, para que el encuentro sea posible, es esencial la identificación del que habla. Necesitamos un punto de partida que articule mejor lo universal y lo particular.

Siguiendo a Paul Beauchamp, sugeriría que este lugar privilegiado podría muy bien ser el relato bíblico. Beauchamp desarrolla un acercamiento a las Escrituras que, a través de una atención a los procesos narrativos, permite captar la unidad del libro mediante la diversidad de los escritos que reúne, situando la cruz de Cristo como pivote de articulación de los dos Testamentos.

Este acercamiento es particularmente fecundo cuando se trata de recoger las intuiciones del Libro para abordar una cuestión que no está tratada específicamente en él. Permite evitar la remisión exagerada a un texto en concreto, para aproximarse a la dinámica de una intuición más fundamental. No se trata de buscar en la Biblia la respuesta inmediata a nuestra pregunta, sino de enlazar con el dinamismo de las grandes intuiciones que la pueden hacer fecunda. Por su mismo carácter narrativo, el relato, al narrar, articula la referencia a lo universal con lo particular que convierte en materia suya. El relato bíblico podría ofrecernos una «forma de uso» de la referencia de nuestra tradición particular a lo universal de las culturas.

El encuentro con otras culturas y otros pueblos puso en cuestión muy pronto -a la vez- la universalidad de la Alianza y la identidad de Israel. Desde el momento en que Israel expresa la Alianza, lo hace relacionándola con la creación del universo, con lo que al mismo tiempo afirma el horizonte universal de salvación ofrecida por Dios y sitúa a Israel respecto a las otras naciones. No es más que por su referencia a los otros que Israel es un pueblo elegido. El universalismo conocido por la Biblia tiene la forma de intercambio. El único, el más singular, tiene necesidad de los demás y viceversa. La amenaza que pesa siempre sobre esta historia es que el elegido sustituya a Babilonia en el sometimiento de las naciones. Estamos en el núcleo de la cuestión que nos ocupa. Sigamos el relato para ver el camino que nos propone para salir de una historia de violencia y ofrecer su particularidad a la universalidad de las culturas.

Revisemos la figura de Abraham. El capítulo 10 del libro de la Sabiduría es muy instructivo en su forma de situar a Abraham en la prolongación de la dispersión de Babel. En la relectura que nos propone, la historia alterna pecado y justicia, desde Adán a la salida de Egipto. La figura de Abraham como justo responde a la falta de unanimidad engañosa de Babel. A la dispersión de los pueblos en Babel, corresponde en Abraham y su descendencia la bendición de todas las naciones. Sin embargo, esta descendencia sólo será posible por el sacrificio de la paternidad propia a favor de los hijos dados por Dios. La descendencia de Abraham como fuente de bendición consiste en renunciar a dar un nombre para recibirlo de Dios. De este modo, el justo se salva de la perversión de la unanimidad de Babel. La figura de Abraham, desde la perspectiva de una teología de las religiones, no evocaría una unanimidad reencontrada, más allá de las particularidades propias de cada tradición, sino la invitación a celebrar la bendición de la diversidad.

Puestos en guardia ante los riesgos de falsa unanimidad, es interesante seguir el hilo del relato hasta su lectura cristiana, que coloca la cruz de Cristo como pivote de lectura de los dos testamentos. Retomando sobre sí los rasgos del elegido hasta la desaparición de su propio cuerpo, Jesús permite enlazar radicalmente con la universalidad de la creación suscitando el cuerpo pneumático y políglota de Pentecostés. La bendición de Abraham se hace real allí donde los signos se vacían de representación: «Si pertenecéis a Cristo, sois de la descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Ga 3,29).

Pero, ¿de qué universalidad se trata? El relato evita el engaño de prolongar el relato de la Pasión con un relato de la Resurrección. El relato de la Pasión se interrumpe y en lugar de un relato de la Resurrección sigue un relato de anuncios de la Resurrección que posibilitarán anuncios ulteriores. Se detiene el relato de la pasión en un momento en que las figuras se vacían de su representación, y, a la vez, se da una apertura a lo universal por la necesidad del anuncio. El relato de la Pasión tiene un carácter único y singular en la medida en que su final debe ser contado al mundo entero. El nuevo relato de los anuncios queda libre de las limitaciones de la figura inicial, lo que le permite salir al encuentro de cualquier persona, en cualquier cultura, que deberá verificar su pertinencia.

Esta lógica del relato fundacional no deja de tener consecuencias para pensar la relación inte-rreligiosa. El lugar propio que la fe cristiana ofrece para todo encuentro no viene determinado por una grandeza preestablecida, sino que es el lugar neutro fundacional que hace posible toda operación. En este lugar es el mismo encuentro que deviene ocasión de verificar el surgimiento radicalmente gratuito de la vida de la que da testimonio el anuncio de la Resurrección. La fidelidad al relato bíblico no permite decidir entre los distintos modelos que propone la teología de las religiones (inclusivos, exclusivos o pluralistas), ya que todos ellos están tentados de utilizar una nueva representación precisamente allí donde las figuras se vacían de su representación. Cogidos por el relato, ¿nos dan testimonio los testigos, a través de su vida, de que la cruz de Cristo atraviesa y rescata toda justicia, para revelarla como don gratuito de Dios?

En nuestra situación histórica, el encuentro con otras religiones no sería una cuestión accesoria, sino una de las formas particulares en que hoy se verifica, en el seguimiento de Jesús, nuestra capacidad de abrir nuestra particularidad a lo universal por medio del intercambio. «El juicio bíblico recomienza cuando los cristianos se escandalizan de encontrar sabiduría y justicia fuera de Cristo. Es a Cristo a quien entonces desconocen dejándose separar de él por una imagen que ellos mismos cierran, haciendo también de Cristo una ley "donde ellos observan su imagen como en un espejo (St 1,23)"» (P Beauchamp).

La cruz de Cristo hace una crítica de la religión porque va más allá. Es cierto que las religiones no pueden dejar de usar superlativos para expresar lo que constituye el corazón de la adhesión de los creyentes. Sin embargo, en este mismo lugar, la cruz de Cristo manifiesta el vaciado, la kénosis de toda figuración. La crítica es radical, incluso si no oblitera el lenguaje de eminencia de la religión más que modificándolo con un «como si» que autoriza su traducción a lenguajes que permiten expresarla comunitariamente a través de una vida. Esta modificación es algo parecido al «como si» de Plotino cuando se excusa de los atributos y perfecciones que utiliza para hablar del Principio: «Se nos deberían perdonar estas formulaciones si, al hablar de Aquél, las utilizamos a título indicativo, sin pretender aplicarlas con todo rigor: hay que tomarlas anteponiendo a cada una de ellas el prefijo de un «como si».

Estas excusas del filósofo han de llamar nuestra atención sobre los excesos obligados del lenguaje cuando se trata de expresar la relación con el Absoluto. El lenguaje del creyente está sometido a estas necesidades, pero, para el cristiano, la cruz de Cristo es el recuerdo permanente de esta enfermedad del lenguaje. Y, por lo que hace al tema que estamos tratando, la ocultación de este prefijo falsearía fundamentalmente la relación con otros creyentes, porque desplazaría insidiosamente el lugar del encuentro. El cristianismo -figura histórica- se identificaría con lo universal y sólo dejaría al otro el lugar de lo particular, que debería remitirse al cristianismo para relacionarse con lo universal. La fe cristiana tiene su referencia a lo universal en su mismo lugar de surgimiento, como la particularidad de una relación reconciliada desde el origen por la kénosis de las figuras. La referencia al origen podría ser un tema fecundo para los coloquios interreligiosos.

Estas reflexiones pretendían responder a tres exigencias importantes: ofrecer un marco que haga justicia a la identidad cristiana, al pleno reconocimiento del otro y a la habitabilidad de un marco vital interreligioso. Se podrá objetar que ante cuestiones tan graves no es muy serio fiarse tanto del relato y que hacerlo sería hacer muy poco caso de la verdad. Estas dos cuestiones deben ser subrayadas, porque ambas presentan un rasgo común: su referencia a la libertad. Y esta última podría muy bien tener algo de original.

En la tercera parte de la Suma, Sto. Tomás dedica treinta y tres cuestiones al relato de la vida de Jesús y coloca toda la problemática de la encarnación bajo el signo del relato. Distinguiendo la necesidad de la conveniencia, coloca la Encarnación bajo el signo de la conveniencia, que es el elemento propio del relato que supone libertad. Una obra de Dios por la cual se realiza nuestra salvación no puede ser llamada necesaria, sino sólo conveniens; y la teología de las religiones se encuentra en un lugar en que la cuestión es la salvación, en su sentido más amplio: la salvación de todos.

La verdad que acompaña al relato será siempre de tipo «odológico», por el camino que ella marca a quien se deja coger y ponerse en movimiento.«Más que de una adecuación estática de la cosa al intelecto, es preciso pensar una verdad «odológica», es decir, el camino justo y recto hacia el fin que se perfila en el horizonte y al que se jura fidelidad» (St. Breton). El encuentro interreligioso se perfila en esta línea. Reenvía a las exigencias de una identidad propia más que a un discurso sobre el otro. Toda voluntad de anticipación del resultado del encuentro traicionaría el sentido del camino. ¿No será que la tarea más elevada de la teología de las religiones no cristianas no es otra que la de honrar la gracia del encuentro?