La Dimensión Social de Nuestra Misión:
¿Cómo Responder?

José María CASTILLO

 

 

Nadie puede dudar de que la fe cristiana tiene una dimensión social. Pero ¿qué exige de nosotros hoy esa dimensión social? Para responder a esta pregunta se impone volver una y otra vez al testimonio de la vida y muerte de Jesús, tal como nos lo transmiten los Evangelios. Y desde el Evangelio es preciso confrontar nuestras acciones, nuestras actitudes e incluso nuestras intenciones -los confesadas y las inconfesables-. Esto es lo que se propone el autor del presente artículo y realiza con gran rigor y libertad de espíritu.

Publicación original: La dimensión social de nuestra misión: ¿cómo responder?, Proyección 47 (2000) 191-204.

Edición en papel de esta edición resumida: revista «Selecciones de Teología» 161 (2002) 30-38

 

 

Delimitar el problema

Cuando hablamos de la cuestión social, nos referimos a un problema de índole económica. Es hablar de ricos y pobres, de los problemas de la globalización y la exclusión, de las diferencias entre el Primer y el Tercer Mundo, de los asuntos más graves relacionados con la economía.

Es evidente que lo social dice relación al dinero. Pero en la vida de los seres humanos hay algo previo a la economía. Esto es algo que no supieron ver grandes luchadores, que en los últimos doscientos años trabajaron denodadamente para conseguir una sociedad más justa. Hoy sabemos que Marx se equivocó en muchas cosas. Pero acertó plenamente cuando dijo que el dinero es un fetiche, algo a lo que se le rinde culto y veneración. Estas palabras de Marx apuntan a una dimensión de la realidad que trasciende lo económico.

Hoy podemos verlo quizá como nunca. La concentración de dinero es cada vez mayor en menos personas. Actualmente tres individuos acumulan más capital que el PIB de los 45 países más pobres del mundo. ¿Qué ventajas propiamente económicas les proporciona el hecho de tener tanto dinero? Llega un momento en que el dinero no da más de sí en el orden estrictamente económico. Lo que se busca entonces es el poder: ser más que los otros, situarse en el primer puesto. Es la aspiración suprema del ser humano. Y, por tanto, la cuestión determinante en la convivencia, en el «orden» social establecido.

En este orden de cosas, la enseñanza del Evangelio es clarividente. Sabemos que Jesús se solidarizó con personas y grupos que no eran precisamente pobres (publicanos, mujeres de estratos sociales económicamente bien situados o algunos enfermos). Por el contrario, se enfrentó con personas y grupos que eran, en notable mayoría, gentes de pocos ingresos económicos, incluso pobres (caso de muchos fariseos y de casi todos los escribas). Esto significa que el motivo determinante de la solidaridad de Jesús con unos y de enfrentamiento con los otros no fue el factor económico. Es falso decir, sin más, que Jesús se solidarizó con los pobres y se enfrentó con los ricos. Con quien se enfrentó Jesús fue con todos los que se situaron o pretendieron situarse por encima de los demás. Esto explica el conflicto de Jesús con sumos sacer-dotes y ancianos, con escribas y fariseos, e incluso, a veces, con sus propios discípulos cuando discutieron quién era el más importante o cuando no entendían que el Mesías tenía que fracasar y morir como un delincuente. Jesús se enfrentó con todos los que intentaron dominar a los demás desde cualquier forma de poder, ya sea económico (ricos), sagrado (sacerdotes), político (ancianos), doctrinal (escribas) o normativo (fariseos), y también la forma de poder para ser los primeros en el Reino, como les ocurrió a los discípulos.

Así, según el relato evangélico, vemos que lo más peligroso para la condición humana es el poder, venga de donde venga y cualquiera que sea su justificación. Nadie duda de que el poder económico y político son causa de incontables sufrimientos, pero pocas veces se ha dicho que son tanto más peligrosos cuanto más «legitimados» y «justificados» se vean por el poder religioso. Cuando el presidente de EEUU jura su cargo sobre la Biblia ante un representante oficial de la religión, millones de ciudadanos del mundo entero se convencen de que las cosas «tienen que ser así», porque es voluntad de Dios que ese hombre tenga el poder y pueda gestionar la economía mundial y «organizar» la vida de los ricos y de los pobres.

Hablar de «la realidad social» es, por supuesto, hablar de economía y, más aun, del poder que da el dinero y del poder que gestiona el reparto de la riqueza mundial. Y, sobre todo, estamos hablando del motivo último que otorga «legitimidad» y por tanto «estabilidad» al poder, ya se base éste en la jura de un cargo público, en las buenas relaciones entre el poder y la institución religiosa, o simplemente en el silencio de los representantes religiosos, que en determinadas circunstancias puede ser aún más elocuente. No olvidemos que, en última instancia, a Jesús le mató el poder. Por supuesto, fue el poder económico y político, pero todos sabemos muy bien que el responsable último fue el poder religioso, que se vio seriamente amenazado por el comportamiento y la enseñanza de Jesús.

La dimensión social de nuestra misión no debe limitarse, pues, a luchar por un orden económico más justo. La apetencia de poder es más profunda y determinante que la apetencia de dinero. Por tanto, la raíz del problema no está en lo meramente económico, sino en el poder que se obtiene mediante la economía y, sobre todo, en el poder que legitima y da consistencia a los poderes que de facto son la causa de la desgracia de tantos seres humanos. Si esto es importante siempre que se aborda la cuestión social, lo es mucho más cuando afrontamos el problema desde la teología.

 

La cuestión teológica

Para hablar con propiedad de la «cuestión social» o de la «realidad social», desde el punto de vista teológico, lo más importante es comprender que la mediación esencial entre los seres humanos y Dios es la vida: la defensa de la vida, su dignidad, el gozo y la alegría de vivir. El centro del mensaje de Jesús es el proyecto del Reino de Dios. Jesús anunció el Reino y lo hizo presente curando enfermos, expulsando demonios y proclamando la felicidad para los pobres y disminuidos. Es decir Jesús hizo presente el Reino de Dios dando vida y dignificando la vida de los seres humanos. Y por este motivo fue incomprendido y perseguido por los «hombres de religión» hasta verse abocado a una muerte violenta y afrentosa, considerado como un subversivo y un peligro público.

Esto quiere decir tres cosas:

1. La mediación esencial entre los seres humanos y Dios no es la religión, sino la vida. No se trata lógicamente de excluir la religión, sino de comprender que la religión es una manifestación de la vida y se integra en la vida. Pero cuando no cumple estos fines y agrede la dignidad y los derechos de las personas, entonces esa forma de entender y practicar la religión se desentiende del Dios de Jesús y se pone al servicio de otros intereses.

2. Cuando los «hombres de religión» afirmamos que queremos luchar por la justicia en el mundo, nos vemos condicionados por una inevitable ambigüedad. Porque, por una parte, nos presentamos como seguidores de Jesús y de su proyecto en favor de la vida. Pero, al mismo tiempo, mucha gente nos ve como representantes de una institución, que, con frecuencia, ha actuado pensando que su misión es, ante todo, defender y potenciar la religión. A partir de este planteamiento, la institución religiosa, sea cual sea la religión concreta que represente, ha legitimado a poderes que han agredido la vida de millones de seres humanos; se ha callado ante agresiones a la vida; y no raras veces, colabora con intereses económicos y políticos que actúan en contra del respeto y la dignidad de la vida, aun cuando eso se haga, con frecuencia, bajo procedimientos disimulados y ocultos, que inducen a hacer pensar que eso es lo que hay que hacer para defender la causa de Dios en el mundo.

3. Si lo más peligroso y agresivo para la condición humana es el poder, la ambigüedad de la institución religiosa, cuando pretende luchar en defensa de la vida, se radicaliza en extremo. Porque, por una parte, representamos a aquel Jesús que se enfrentó con todos los que quisieron situarse por encima de los demás. Pero, al mismo tiempo, somos los hombres que nos presentamos investidos con el poder divino. El poder que delimita lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo; el poder que puede llegar a la intimidad de la conciencia, allí donde cada ser humano se ve a sí mismo en la verdad o en el error, en el camino de salvación o de perdición, como una persona respetable o como el ser más indigno del mundo. Estamos, por tanto, en la ambigüedad de quienes representan el Evangelio de la vida desde la instancia (poder) que tantas y tan violentas agresiones ha cometido contra la vida.

 

¿Cómo responder a la situación planteada?

Tal como está estructurado la convivencia de los seres humanos, no basta con decir que uno defiende la vida y la justicia. Lo determinante está en tener claro cómo, con qué medios y, sobre todo, desde dónde se va a realizar ese proyecto. A lo largo del siglo XX ha habido movimientos sociales y gentes que no se han cansado de repetir que su intención era defender a los pobres, pero la pura verdad es que poco o nada han hecho en favor de los más necesitados, y hasta han llegado a asesinar a millones de seres humanos. ¿Qué ha fallado en esos intentos? No ha faltado la buena voluntad ni la generosidad. El problema ha estado en el «cómo», en «los medios» y sobre todo en el «desde dónde» se ha luchado por la justicia en el mundo y la liberación de los oprimidos. En el siglo XX todos los violentos opresores del pueblo no se han cansado de decir que sólo buscaban el bien del pueblo.

La cuestión está en comprender que el respeto a la vida y a la dignidad de los seres humanos sólo es posible desde abajo, desde la marginalidad de/ sistema establecido en este mundo, porque sólo desde ahí es realmente posible la verdadera solidaridad con los «nadies», con los «no selectos», con los «excluidos», con todos los que tienen la vida disminuida, atropellado, insegura e indigna.

Esto es lo que nos enseñan los Evangelios sinópticos al presentarnos la vida y el destino de Jesús. En efecto, vemos que Jesús nació en un establo, entre bestias y basura, y murió colgado en una cruz como un malhechor y un subversivo, asesinado entre delincuentes. El comienzo y el fin de la existencia de Jesús nos muestran que la defensa de la vida y la dignidad humana exigen situarse, desde el principio al fin, en la marginalidad del sistema establecido. Si los primeros cristianos nos transmitieron esta imagen de Jesús, no lo hicieron por mera casualidad. Menos aún cabe decir que todo eso tiene para nosotros una significación simplemente ascética o espiritualista. Si le quitamos a la vida de Jesús el sentido social que entraña, le estamos arrancando a la Palabra de Dios su significación más fuerte para la humanidad entera.

Pero hay algo más importante. Jesús nació y murió en extrema miseria. La pregunta ahora es: ¿cómo vivió, es decir, con quién se relacionó y cómo se relacionó con la sociedad de su tiempo? En principio, hay que decir que Jesús no excluyó a nadie: se relacionó con seguidores y adversarios, gente culta e ignorante, ricos y pobres, poderosos y débiles, con judíos y samaritanos, creyentes y gentiles. Pero no se relacionó con todos de la misma manera. Ni pretendió, a toda costa, estar con todos en buena relación. Jesús tuvo conflictos con mucha gente. No sólo con los dirigentes de la religión y con los ricos y poderosos. Jesús tuvo serios roces con sus propios discípulos, hasta el punto de que terminaron decepcionados, abandonándole e incluso negando que le conocían. En los Evangelios sinópticos, sólo hay un gran colectivo de personas con las que Jesús no tuvo el menor problema. Son la gente que acogió enseguida su mensaje y se entusiasmó con el proyecto del Reino, manteniéndose fieles a Jesús hasta el final. Los Evangelios les llama óchlos, el «pueblo». Esta palabra en griego sirve para designar a la multitud, el «vulgo», en cuanto gente distinta de la aristocracia y de la clase dirigente política o cultural. Sabemos que estas gentes eran, en aquel tiempo, personas de ínfima condición, desde el punto de vista económico y social. Y, por lo que respecta a la religión, el Evangelio de Juan nos informa que óchlos era la gente que desconocía la Ley y eran considerados como unos malditos.

Pues bien, estas fueron las gentes que entendieron a Jesús y le «siguieron» más fielmente, de manera que el verbo akolouthein (el término técnico para hablar del seguimiento de Jesús) se aplica más veces a óchlos que a los discípulos. Obviamente, Jesús nació y murió en extrema debilidad, y en total solidaridad con los débiles de este mundo. Por eso Jesús exigió como conditio sine qua non para entrar en el Reino, «hacerse como niños», es decir, renunciar a toda pretensión de situarse por encima de los demás, aunque eso se haga para establecer el Reino.

La conclusión es clara. Jesús no respondió a la «cuestión social» desde arriba sino desde abajo, desde la debilidad y la entera solidaridad con lo débil de este mundo. La teología subyacente a este comportamiento de Jesús queda claramente expresada en la carta a los hebreos: «El sumo sacerdote que tenemos no es insensible a nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo, excepto el pecado». Por eso, precisamente, Jesús se capacitó para la «compasión», para sentir lo que sentimos nosotros, y así aliviar el sufrimiento humano: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos (...), pues por haber pasado él la prueba del dolor, puede auxiliar a los que la están pasando» (Hb 2,17-18). Así vio Jesús que podía responder al problema que nos plantea eso que nosotros llamamos la cuestión social. Sólo pasando por donde pasan los que peor lo pasan en la vida, nos capacitamos para dar vida, potenciarla y dignificarla.

La consecuencia de todo lo expuesto es que tendríamos que repensar desde qué criterio determinante organizamos nuestra «acción social». Porque, a veces, decimos que luchamos por la justicia, que denunciamos el capitalismo neo-liberal, etc., pero resulta que todo eso lo hacemos desde vinculaciones muy profundas con personas, instituciones y poderes que son causantes de la injusticia y la opresión. Como también ocurre que denunciamos los abusos del capitalismo y compaginamos tales denuncias con el mantenimiento de instituciones educativas en las que formamos a los más eficaces gestores de empresas capitalistas que se dedican a hacer exactamente lo contrario de lo que predicamos.

 

Los «peligros» de la espiritualidad

De lo dicho se deduce que la «cuestión social» es, en definitiva, una cuestión de «espiritualidad». Aunque sólo con espiritualidad no se puedan resolver los problemas de los pobres -la exclusión social, los problemas derivados de la globalización, etc.- es claro que, sin una profunda espiritualidad, los «hombres de Iglesia» no van a ser fieles al proyecto de Jesús precisamente en lo concerniente a la «dimensión social» de nuestra misión.

Ahora bien, la espiritualidad cristiana tiene muchos peligros. No se ha reflexionado suficientemente en el trastorno que sufrió nuestra espiritualidad cuando la centralidad del Reino de Dios fue sustituida por la de la virtud. No es este el lugar para analizar el cómo y el por qué ocurrió este desplazamiento de la centralidad del mensaje de Jesús al ideal de la cultura helenista. Nos limitamos a hacer notar que, mientras el proyecto del Reino consiste en la defensa y dignificación de la vida de los seres humanos, el proyecto de la virtud consiste en el dominio de las propias pasiones -las cuatro grandes pasiones («deseo», «placer», «miedo» y «tristeza»)- que, desde Platón, y según la formulación de los estoicos, terminaron por configurar la espiritualidad de los cristianos. Y es importante comprender que, mientras el proyecto de Jesús consiste esencialmente en luchar por la vida, la dignidad y el derecho de las personas, el proyecto de la virtud consiste en alcanzar las perfección del propio sujeto. Así el ideal cristiano se desplazó de la acción como praxis por la defensa y dignidad de la vida a la acción como ascesis del sujeto por su propia perfección y santificación. El centro se desplazó de la objetividad de la vida de las personas, en la sociedad y en la historia, a la subjetividad del individuo, con el inevitable peligro de quedar cada cual bloqueado en sí mismo, con lo que, inconscientemente, se viene a fomentar el más refinado y disimulado egoísmo.

Además, no deberíamos olvidar que el ideal de la areté (virtud) del helenismo, no sólo es ajeno a la tradición bíblica, sino que, en cierto modo, resulta opuesto al centro mismo del Evangelio. Porque, si lo característico de Jesús fue la solidaridad con los débiles (pobres, pecadores, marginados...), lo característico de la virtud es que se trata de la cualidad propia de los «selectos» (aristoi), los notables y poderosos. Y, aunque la virtud cristiana no es una mera copia de la areté griega o la virtud latina, la fuerte presencia del helenismo en el cristianismo propició una inevitable ambigüedad: nos entusiasmamos con Cristo crucificado, pero al mismo tiempo estamos pensando que somos los escogidos y, en buena medida, los selectos.

Por otra parte, no se trata de un problema de ortodoxia. Los cristianos no se desviaron de la fidelidad al Evangelio. Pero quienes abrazaron la fe en la cultura helenista y desde aquella cultura, interpretaron que su fidelidad al Evangelio (ideal cristiano) se traducía en el fiel cumplimiento de la virtud (ideal helenista). No fue un desplazamiento «doctrinal» sino «hermenéutico.» Fue, sin duda, algo inevitable. Se consiguió la socialización del cristianismo en la cultura del Imperio. Pero fue a un precio muy alto, que todavía estamos pagando. Aun hoy, cuando canonizamos a un santo, lo que se tiene en cuenta no es si luchó por la causa del Reino, sino si alcanzó las virtudes en grado heroico.

La consecuencia de todo esto es clara. A lo largo de los dos últimos siglos los cristianos nos hemos dividido en dos tendencias claramente diferenciadas: por una parte los «espirituales», de otro lado, los «sociales». La historia nos enseña que en todos los tiempos, y especialmente en los dos últimos siglos, ha habido grandes luchadores en defensa de la dignidad de la vida y la justicia que aparentemente no han necesitado de espiritualidad alguna para llevar adelante su lucha. Igualmente ha habido y hay personas profundamente «espirituales» que no se han interesado por los problemas de la justicia en el mundo.

Así, para nadie es un secreto que hay «sociales» que no quieren saber nada con los «espirituales». Igualmente hay «espirituales» que se ponen nerviosos cuando oyen a los «sociales» hablar de sus luchas. Es importante dejar claro que, en teoría, todos estamos convencidos de que tenemos que ser hombres espirituales y al mismo tiempo luchar por la justicia. Pero el hecho es que en la práctica son demasiados los casos en los que la unión entre fe y justicia se queda en mera teoría. Y así resulta que la vida de unos sigue anclada en la espiritualidad de siempre, mientras que otros dan la impresión de reducir el Evangelio, la fe y el apostolado al cambio de las estructuras del mundo a favor de la justicia y de los pobres.

Esta problemática, que ha causado tantos problemas, es la consecuencia inevitable de una espiritualidad mal planteada, porque aspira a implantar el Reino de Dios en el mundo mediante la práctica de la virtud y de la ascesis que aprendimos desde la juventud. Se trata de una espiritualidad cuyo centro está, no ya en el Reino de Dios, sino en aquello que consideramos indispensable para implantar el Reino, que es la ascesis de la virtud. Es decir, invocando a todas horas el Evangelio, nos hemos desplazado del centro del Evangelio al centro del helenismo. Ciertamente, hay quienes consiguen la armonía entre la lucha por la justicia y la coherencia personal («vida virtuosa»). Pero también somos muchos los que no logramos la armonía y la integración. De donde se sigue la fragmentación y, a veces, la confrontación entre «espiri-tuales» y «sociales», con los intereses ocultos que, en uno y otro caso, alimentan semejante estado de cosas.

 

Los intereses inconfesables de «espirituales» y «sociales»

Intereses «inconfesables» en un doble sentido. Primero, en cuanto que podemos vivir o hacer cosas que no estamos dispuestos a decir a otros. Segundo, en cuanto que, a menudo, tampoco estamos en condiciones de decirnos ciertas cosas, que suelen quedar en nuestro inconsciente. En ambos casos se trata de situaciones y experiencias que no estamos dispuestos a reconocer y, menos aún, a confesar.

1- Intereses inconfesables de los «espirituales». Hablar de una persona «espiritual» o «virtuosa» equivale a hablar de alguien que se siente obligado por su condición a aparecer ante sí y ante los demás como una persona observante, respetable y merecedora de crédito. Todo esto conlleva determinadas consecuencias:

a) Para este tipo de personas la religiosidad tranquiliza la conciencia. Eso en sí es bueno, pero puede actuar como una catarsis que ciega al sujeto ante realidades que tendría que ver y no ve.

b) Una persona que tiene que aparecer como ejemplar y respetable puede tender a presentarse como una Persona de orden, lo que se traduce en comportamientos que aceptan y callan ante el «orden constituido».

c) Todo lo dicho conduce a eludir todo lo que resulte conflictivo y, más aún, si puede representar enfrentamiento. De ahí que la misión profético quede truncada o, al menos, mutilada.

d) En este tipo de personas se advierte un interés por evitar cualquier tipo de sospecha, lo que paraliza toda iniciativa que pueda resultar «sospechosa».

e) Una persona así mantiene el oculto interés por aparecer como inofensiva para las instituciones, lo que se traduce en tener la mejor relación posible con quienes gobiernan, con tal que sea una forma de gobierno que proteja sus intereses.

f) El precio de todo esto puede ser la hipocresía, el disimulo e incluso la «doble vida». De ahí, la dificultad para reconocer las propias incoherencias en cuanto se refiere a «lo social», si se tiene una especial «alergia» a eso.

g) Finalmente está la tentación de sentirse superior a los demás, en cuanto que lo divino supera a lo humano, lo espiritual a lo material, lo trascendente a lo inmanente, etc. Dicho esto, queremos insistir en que, normalmente, la persona «espiritual» no suele ser consciente de estos intereses ocultos que, en buena medida, determinan frecuentemente sus decisiones y comportamientos.

 

2.- Intereses inconfesables de los «sociales». Incluimos en este grupo a aquellos que asumen como proyecto fundamental de su vida, no la propia perfección espiritual, sino la transformación de la realidad que nos rodea. Esto conlleva un cambio, no sólo en el ámbito de la justicia, sino también de la cultura y la religión. Para ello no es suficiente la sola espiritualidad ni el solo Evangelio, sino que debemos contar con mediaciones sociales y culturales y actuar a través de instituciones que permitan el logro de nuestros fines. Pero, cuando se entra en este juego nos veremos acosados por «intereses» de los que a menudo no somos conscientes.

Hacemos referencia:

a) A los intereses que genera cualquier ideología. Tener una ideología no es malo, pero se convierte en un «interés inconfesable» cuando disfrazamos de «Evangelio» lo que no es sino producto de otros intereses.

b) A los intereses que no son sino vehículo de nuestras naturales apetencias de poder y de protagonismo. Precisamente el siglo XX ha sido testigo de los horrores del totalitarismo y de la barbarie en nombre de proyectos y utopías de altísimo contenido social. En nombre del pueblo, el socialismo ha causado millones de muertos. En nombre de la libertad, el capitalismo ha sido y sigue siendo causa de incontables víctimas. Cuando los intereses del poder se confunden con nuestros proyectos «sociales», podemos incurrir en contradicciones «inconfesables». De ahí la apremiante necesidad de una «espiritualidad», incluso de una «mística», que nos libere de intereses bastardos.

c) A los intereses que, aunque se disfracen de altruismo, no superan el nivel de la mera «ayuda» y, por tanto, no afectan a lo que más necesitamos todos los seres humanos, que es sentirnos respetados, dignificados y, sobre todo amados. Acaso haya mucha gente dispuesta a ayudar, pero pocos que sean capaces de amar de veras. Además, el que ayuda se sitúa necesariamente sobre el que es ayudado, originando así una relación humillante, por más que la ayuda pueda ser indispensable y urgente.

Finalmente, la relación de ayuda es un tipo de relación que uno controla, mientras que la relación de afecto nos puede llevar a donde no sospechamos. A Jesús le llevó a la muerte. Y a la muerte sólo se va cuando uno se ha despojado de todo interés.

 

Conclusión

Si pretendemos trabajar con coherencia hemos de hacer un discernimiento. Y hemos de tener muy claro cuál es el objeto de nuestro discernimiento: ¿se trata de nuestras relaciones con el dinero y con los que lo acumulan ¿se trata de nuestras relaciones con el poder y con los que lo legitiman? Y, sobre todo, -desde dónde luchamos por la justicia?, ¿desde qué instituciones?, ¿con qué medios?, ¿desde qué vinculaciones personales e institucionales? Más aún, ¿desde qué actitudes profundas en cuanto a sentirnos superiores o los más pequeños de este mundo? En definitiva, ¿afrontamos la cuestión social poniendo como meta la «ayuda» o el «cariño» libre y liberador para quienes más solos y desamparados se sienten en la vida?

 

Condensó: Joaquim Pons