El conflicto intraeclesial

Jon Sobrino

Pretendemos analizar cómo una nueva eclesiología ha hecho posible y real el conflicto eclesial.

No se pretende afirmar que la eclesiología como mera teoría haya desencadenado los conflictos, sino que una nueva eclesiología ha desbloqueado la justificación de la unidad de la Iglesia, considerada como uniformidad y ha hecho que la Iglesia se introduzca realmente en el mundo, que es el lugar del, conflicto. Obviamente esto sólo lo podemos hacer programáticamente, sin descender a detalles, apuntando sólo a aquellos momentos del desarrollo verdaderamente significativos.

1. Como primera afirmación fundamental podemos decir que la Iglesia no es el Reino de Dios. Cuál sea su relación positiva con ese Reino es otro problema que analizaremos más adelante. Pero ahora conviene insistir en la negación, pues es el primer paso para desbloquear una falsa eclesiología, tanto por lo que toca a los contenidos como al mismo proceso de justificación de esos contenidos.

Ese descubrimiento eclesiológico, que hoy es evidente y puede leerse en cualquier manual moderno de eclesiología, sucedió más o menos con el cambio de siglo, cuando se descubrió que el mensaje de Jesús era un mensaje escatológico. En el análisis de eso escatológico, último, al servicio de lo cual estaba Jesús, se descubrió que lo propiamente escatológico era el reino de Dios, y no la Iglesia. Jesús no predicó ni instituyó -en el sentido convencional del término- una iglesia, sino que anunció un reino de Dios que se acercaba. Lo último y definitivo para Jesús era el reino, y no la Iglesia.

Eso no significa en absoluto que no exista una continuidad teológica e histórica entre Jesús y la Iglesia que surge después de su resurrección, y que en este sentido no se deba hablar de una "fundación" de la Iglesia por Cristo. No es éste el lugar para desarrollar positivamente este tema. Lo importante es recordar que lo último es el reino, y que la Iglesia no tiene ese carácter absoluto que le compete sólo al reino, sino que tiene un carácter relacional. Como en el caso de Jesús, su esencia y plenitud se deriva de la relación al reino.

Lo segundo que implica el mensaje de Jesús sobre Dios es que éste es crisis. En cuanto aparición de lo último relativiza y critica cualquier realidad creada. El reino de Dios no llega como posibilidad de la existencia presente, sino siempre a través de una ruptura. Y no existe nada creado o histórico que no deba pasar por esa ruptura. Obviamente Jesús no pudo hablar de la ruptura por la que ha de pasar la Iglesia; pero de su actitud ante las estructuras, incluso salvíficas y queridas por Dios según el AT, se desprende que el reino de Dios relativiza todo: las instituciones de Israel, la alianza, la ley, incluso las mismas tradiciones sobre Dios y el reino de Dios, en cuanto tradiciones concretas. El reino de Dios, en cuanto realidad nueva, y el Dios de Jesús, en cuanto Dios mayor, relativizan todo lo creado y lo hacen entrar en crisis.

De esto se deducen dos tipos de consecuencias; una sobre la Iglesia en su totalidad y otra sobre la estructura institucional de la Iglesia. Por lo que toca a la Iglesia en su totalidad, si ella no es adecuadamente el reino de Dios, entonces en principio puede ser criticada; y en -cuanto el reino de Dios pone en crisis cualquier realidad histórica, entonces tiene que ser criticada. Estas formulaciones son todavía muy genéricas, y a este nivel pueden ser aceptadas sin mayor dificultad por quien no quiera negarse a la evidencia de la exégesis. Estas afirmaciones tampoco explican directa y adecuadamente el conflicto actual de la Iglesia en América Latina, pero el aceptarlas o no es la base para comprender la posibilidad y el sentido de tal conflicto. Es verdad que no se afirmaré ya normalmente que la Iglesia es adecuadamente el reino de Dios, es decir, algo absoluto; pero en la práctica se sigue actuando muchísimas veces como si lo fuera. Lo supuestamente absoluto de la Iglesia se traslada de hecho al Papa, al Vaticano, a una Conferencia Episcopal, o tal vez a un determinado movimiento de avanzada.

La mayor tentación estructural de la Iglesia como tal, consiste en su misma realidad relacional. Por una parte es depositaria de la tradición del reino y de la exigencia de realizarlo; por otra parte ella misma no es el reino. Esto le coloca en una situación de "concupiscencia", de querer ser adecuadamente aquello a lo que sólo puede y debe apuntar y servir, el reino de Dios. Por ello la posibilidad del conflicto está siempre ahí; y cuando una situación determinada muestra más claramente la diferencia y la distancia entre Iglesia y reino, entonces el conflicto surge -y debiera surgir- espontáneamente. El descubrimiento del reino de Dios como lo último ha sacado a la luz esta elemental verdad: la Iglesia, aun en su totalidad, no es absoluta, y por lo tanto es estructuralmente criticable.

Si la Iglesia no es algo absoluto, entonces tampoco lo son sus estructuras. Cada una de ellas tendrá una función en principio positiva para todo el cuerpo eclesial. Pero en último término existe algo que juzga por igual a jerarcas y simples fieles. La estructura de la Iglesia no es en sí ya salvífica. Y puede surgir dentro de la Iglesia alguien que le recuerde esa verdad, bien sea de la jerarquía o de los fieles. Cuando dentro de la Iglesia se cae en la cuenta de la diferencia entre Iglesia y reino de Dios, entonces surge el conflicto cristianamente. Y en principio no existe en la Iglesia ningún mecanismo institucional que pueda apagar esa protesta, si es que la crítica se hace no en virtud de un propio interés sino en virtud del reino de Dios.

Con esto no se ha dicho todavía cómo debe tratarse el conflicto, quién tiene derecho y deber de provocarlo, cómo se debe solucionar, etc. Lo único que se ha pretendido decir es que si la realidad de la Iglesia es relacional y no absoluta, entonces deja de ser intocable; es criticable. Esto, que ha sido verdad desde los comienzos del NT, pero que fue de hecho olvidado desde Trento, es lo que se ha vuelto a descubrir a nivel teórico con el análisis del mensaje escatológico de Jesús.

 

2. La segunda afirmación fundamental es que la Iglesia debe proseguir la realidad del Jesús histórico. La Iglesia tiene varias actividades, tiene una liturgia, una doctrina, una organización, etc. Pero lo más fundamental suyo consiste en el proseguimiento de Jesús. Si no hace esto ha viciado su esencia, y haciendo esto hará todo lo demás cristianamente.

En qué sentido el descubrimiento del Jesús histórico es una de las causas actuales del conflicto lo podemos ver en tres pasos. En primer lugar, la realidad de Jesús es también relacional: él no se predicó a sí mismo, ni siquiera simplemente a Dios, sino el Reino de Dios; o dicho de otra forma, predica al Dios que se acerca en su reino. Esto significa que estrictamente hablando Jesús tampoco es algo absoluto en sí mismo, sino en relación con el reino de Dios y con el Padre que a través de él se va a revelar. Jesús es absolutamente el Hijo, y lo es absolutamente en cuanto vive de y para el Padre.

En segundo lugar, la relación de Jesús con el reino no es meramente de predicación, sino de acción. Jesús no declara meramente una verdad para ser sabida, sino que pone toda su vida al servicio de la realización de esa verdad. No sólo predica que el reino de Dios se acerca, sino que intenta realizarlo. La Iglesia contemporánea ha sido deudora de una concepción de revelación más bien doctrinaria. Ya en el Vaticano II se trató de completar esta doctrina añadiendo que la revelación se da en "palabras" y en "hechos". Pero el mismo Vaticano II no reflexionó suficientemente sobre la relación entre las palabras y los hechos de Jesús. En esta situación el descubrimiento consiste en que Jesús no solo predica la venida del reino, sino que lo intenta instaurar, lo intenta hacer. Su vida está dedicada a la praxis de reino, como aparece en su actividad en favor de los oprimidos, sus prodigios, sus exorcismos, su crítica ante una sociedad que es la negación del reino, su actitud consecuente en el hacer basta la muerte. Aquí propiamente no se opone palabra a hechos, pues la palabra, por ejemplo como crítica profética, como concientizadora, como interpelación, como teoría de lo que ha de venir, es también una praxis. Lo que se opone es una concepción de la actividad de Jesús como doctrina sobre el reino o como praxis del reino, en la cual estarán incluidas los hechos y las palabras.

En tercer lugar, Jesús intenta hacer el reino de Dios dentro de su historia concreta. Esa historia está dominada por el pecado en sus diversas formas; por el egoísmo y la voluntad de poder del individuo y por las estructuras de clara injusticia. Jesús intenta hacer el reino en esa estructura y no fuera de ella. Su palabra la juzga desde dentro, su predicación ética se presenta en forma de alternativa a esa situación, su visión del futuro se hace en contra de ella, su praxis de prodigios, de liberación ocurre en contra de quienes detentan el poder. Y por esa razón Jesús es perseguido y muere en cruz. Jesús intenta hacer el reino dentro de su historia conflictiva, y por ello el poder del pecado recayó sobre él.

Ese redescubrimiento del Jesús histórico tiene grandes consecuencias para la autocomprensión de la Iglesia. Si la Iglesia reconoce en su fundador no a un Cristo cualquiera sino al que es Jesús de Nazaret, entonces su realidad más profunda no puede estar basada sólo ni principalmente en las instrucciones que Jesús pudiera haber dado sobre el modo de organización y misión de la Iglesia, sino en primer lugar en la misma historia de Jesús.

Pero si esto es así, de ahí se deducen varias consecuencias para la Iglesia que van a causar conflicto, por lo menos en nuestra situación histórica. Lo primero es que la Iglesia no puede ni debe predicarse a así misma, de la misma manera que ni siquiera Jesús se predicó s sí mismo. Siempre que consciente o inconscientemente la Iglesia pretende ponerse ella misma en primer plano, estará dada la posibilidad del conflicto, si alguien le recuerda que ése es su primer y fundamental pecado. El primer conflicto aparecerá en la tensión entre predicarse la Iglesia ella misma, en reforzar sus instituciones, en el intento de crecer ella misma y predicar el reino, algo que es distinto de ella y que incluso puede ser contrario a su esencia histórica.

Este primer conflicto se agrava si la Iglesia, como Jesús, pasa de una misión de predicar meramente, a una realización práxica del contenido de lo que predica. Mientras la Iglesia considere su misión como el anuncio de algo, aun cuando eso sea tan sublime como Cristo, Dios o el reino, los conflictos intraeclesiales serán relativamente pequeños; se reducirán a la problemática de la ortodoxia, a las discusiones de escuela sobre la hermenéutica y la pastoral más adecuadas para hacer comprensible en mensaje. Pero cuando la Iglesia pasa de "anunciar" algo a "hacer" el contenido de lo que anuncia, entonces surgen los grandes conflictos.

La pregunta clave que se le dirige a la Iglesia de hoy, y que condicionará toda la conflictividad intraeclesial, es la siguiente: si quiere meramente anunciar a Cristo o hacer lo que hizo Jesús, y así declararle como el Cristo. Obviamente no existe aquí una alternativa total, ni siquiera histórica, pues siempre se ha dado en la Iglesia algo de ambas cosas. Pero el énfasis es muy distinto, y también el conflicto que se seguirá. Si se inclina por lo primero, entonces la situación histórica tendrá que ser conocida para que el mensaje sea comprensible. Pero si se inclina por lo segundo, entonces la situación histórica tendrá que ser sufrida para poder hacer el contenido de lo que se predica.

A nuestro entender aquí se da la raíz más profunda de la división y los conflictos actuales dentro de la Iglesia: en la concepción teórica y práctica de lo que es la misión. Hoy en día, tanto la unión como la desunión de los cristianos están enraizadas en las diferentes alternativas sobre la misión: o preferentemente como un mero anunciar o preferentemente como un hacer. Y este conflicto se agrava si el hacer es como el considerado en el tercer punto sobre el Jesús histórico . Si se realiza en la situación histórica de América Latina sin quedarse al margen del pecado de la situación, un cierto tipo de misión conlleva la oposición, el rechazo y la persecución de los poderosos; mientras que el mero anuncio de la palabra suele ser normalmente tolerado. Si a una determinada práctica de la misión, como un hacer el reino, se unen las consecuencias empíricas que provocan, entonces se comprende la última raíz del conflicto intraeclesial. La división se da entre los que quieren defender a la Iglesia -y a sus personas- del pecado de la sociedad, aunque esto se haga tan sutilmente como reduciéndose al anuncio genérico sobre la verdad de Cristo, y los que quieren introducir a la Iglesia en la sociedad de pecado con todas sus consecuencias. El conflicto no es, por lo tanto, la mera división de opiniones sobre cómo se puede realizar la misión de la Iglesia dentro del pluralismo, sino que surge de la concepción teórica y práctica de lo que significa hacer el reino.

Si la misión cristiana es un hacer el reino, con toda la complejidad que esto supone, entonces se añade un nuevo matiz a la posibilidad del conflicto, pues la misión versa sobre el bien de terceras personas, y más en concreto sobre el bien de los pobres. Ya se explica abundantemente en otros lugares qué significa Iglesia de los pobres, quién es el pobre, la parcialidad del pobre necesaria para que la evangelización se constituya como tal. Pero desde el punto de vista del análisis del conflicto, lo importante es recalcar que lo más profundo de dicho conflicto no surge por defender lo intraeclesial de la Iglesia, ni siquiera -como es más típico en países del Primer Mundo- los derechos del individuo como cristiano, que se pueden ver amenazados por medidas disciplinarias. El conflicto surge por defender los derechos de un determinado grupo de hombres, que en nuestro continente son la mayoría, los derechos de los oprimidos, quienes a su vez son también en su mayoría cristianos y aun católicos.

Esta referencia a los pobres, fundada tanto en el núcleo de la teología cristiana, como en la evidencia de nuestra situación, hace por una parte, que se sienta la urgencia impostergable de tal misión, y consecuentemente la tensión contra grupos eclesiales, que directa o indirectamente, pero de modo eficaz, la impiden, minusvaloran o le quitan la agudeza necesaria. Y por otra parte, como la realidad del pobre es dialéctica, es decir, hay pobres porque hay ricos, hay oprimidos porque hay opresores, una misión que tiende radicalmente al pobre, se convierte históricamente en antagónica. Misionar, ayudar, favorecer al pobre, no puede hacerse históricamente sin que se sientan atacados los causantes de su pobreza. Y aunque la misión de la Iglesia tiene como destinatarios a todos los hombres, su parcialidad hacia los pobres la introduce claramente en el conflicto histórico, que divide también a la Iglesia entre quienes están a favor del pobre y quienes de hecho no lo están.

Esto aclara la agudeza del conflicto intraeclesial. No se trata de división de opiniones de escuela, ni del destino del cristiano al interior de la Iglesia. Se trata de una misión en favor de los más pobres, no sólo de la Iglesia. Se trata de una misión en favor de los más pobres, no sólo para que oigan que tienen un Padre en el cielo, sino para que vivan ya con el mínimo de dignidad, como correspondería a hijos de ese Padre. Y por ello es un error buscar el primer origen y la primera solución al problema del conflicto en la pura subjetividad de los individuos. Evidentemente que el carácter de las personas y de los grupos configurará externamente el conflicto; pero su raíz no está ahí. Lo que la Iglesia tiene planteado hoy no es un problema de psicología -como tantas veces se supone-, no es un problema de docilidad o de rebeldía psicológica, sino que es un problema de misión. La voluntad de poder, como tendencia a la autoafirmación personal, estará presente en todos los grupos implicados en un conflicto. Pero el conflicto no se resolverá sólo negando esa voluntad de poder, sino esclareciendo lo que debe ser la misión de la Iglesia.

Resumiendo, creemos que el origen más profundo del conflicto eclesial está en la diferente concepción de la misión. Mientras ésta se mantenga al nivel del mero predicar, sin excluir que se añadan ciertas exigencias éticas, los conflictos intraeclesiales serán mínimos, como aparece en aquellas partes del mundo o en aquellos grupos de cristianos cuya problemática sigue siendo la ortodoxia, la hermenéutica y la pastoral apropiada para hacer comprensible el mensaje. Pero si la misión de la Iglesia es vista como un hacer, para desde ahí predicar a Jesús como el Cristo, entonces surgen los grandes conflictos, como lo demuestra la experiencia en América Latina. Ese hacer será como el de Jesús, explicitando a Jesús, pero será al fin y al cabo un hacer el reino y no sólo dar información sobre qué es o cómo debiera ser el reino. La misión de la Iglesia así comprendida tiene la virtud de arremolinar a muchos cristianos, hacer saltar las barreras que han separado a obispos, sacerdotes y seglares. Pero a su vez desune también, y es por lo tanto conflictiva, porque en el fondo no se está defendiendo la propia causa de la Iglesia, sino una causa ajena, la de los más pobres.

Enfocar la misión de la Iglesia del modo descrito no hace desaparecer todos los problemas del cristiano hacia dentro y hacia afuera de la Iglesia, tampoco explica todos los matices de los conflictos intraeclesiales, y por eso debe ser complementado con un estudio sobre la voluntad de poder de los diversos individuos y grupos. Pero el hecho fundamental parece que es correcto: los grandes conflictos intraeclesiales surgen en el momento en que la Iglesia concibe su misión preferentemente como la de hacer el reino.

3. Al hacer la misión como Jesús, entonces el conflicto del mundo se introduce al interior de la Iglesia. El mundo es un mundo de pecado, en la más antigua tradición bíblica. Lo que la reflexión actual ha añadido a esa verdad, es la visión que de ese pecado tenían los profetas de Israel y Jesús de Nazaret: el pecado del mundo hace que los hombres vivan divididos entre sí, con intereses antagónicos; se dividen en grupos o clases que están en pugna. Hacer la misión en ese mundo "plantea problemas a la universalidad del amor cristiano y a la unidad de la Iglesia. Pero toda consideración sobre ello debe partir de dos comprobaciones elementales: la lucha de clases es un hecho y la neutralidad en esa materia es imposible1 .

Mientras la misión de la Iglesia se conciba de hecho doctrinariamente, el conflicto del mundo no salpicará a la Iglesia misma. "Cristianos de izquierda, de derecha y de centro estarán de acuerdo en que Jesucristo es verdadero hombre y verdadero Dios, en que Dios es uno en tres personas, en que Jesús, con su muerte y resurrección, redimió al género humano..."2 . Más aún, si la predicación insiste en lo absoluto de Dios, entonces es posible -como se hace frecuentemente en Europa- recordar la reserva escatológica que ese absoluto impone a cualquier realización humana. De esa forma el conflicto del mundo será lamentable ciertamente, pero en la práctica no tan importante. Se repetirá que la fe cristiana tiene exigencias éticas, que hay que mejorar el mundo, etc.. pero la reserva escatológica quitará agresividad al mensaje ético.

Pero si la misión de la Iglesia es un hacer el reino como Jesús, es decir, dentro de l historia, entonces tiene que situarse en la historia real con la conflictividad que le es inherente. "Querer cubrir piadosamente esa escisión social con una unidad ficticia y de etiqueta, es escamotear una realidad difícil y conflictual, y tomar partido en definitiva por la clase dominante; es falsear el verdadero carácter de la comunidad cristiana so pretexto de un actitud religiosa que busca situarse más allá de las contingencias temporales"3 .

La escisión social revierte en una escisión dentro de la misma Iglesia. Esto no tendría que ser así, si todo el cuerpo eclesial tomase el mismo partido, defendiese los mismos intereses. Pero en la realidad no ocurre esto. En primer lugar porque los mismos cristianos pertenecen a diversas clases sociales, y en segundo lugar porque en su labor hacia afuera toman diversas posturas. Lo que hace que la división aquí sea tan fuerte es que la acción versa sobre lo concreto. Evidentemente que el cristiano tiene que actuar críticamente, tiene que vivir la tensión entre un amor que en principio se extienda a todos los hombres y un amor que para ser eficaz ha de optar por unos hombres concretos. Pero aun con todas esas cautelas, es innegable que la acción significa opción y concreción. Significa concretar la ideología cristiana en ideologías que, aunque parciales presenten más eficazmente el camino de la liberación concreta; significa elegir medios concretos para la acción. En el hacer concreto se crean identificaciones efectivas y afectivas con distintos grupos sociales, se corren diversos riesgos. En esta concreción que exige la misión cristiana, considera como hacer, surge el conflicto intraeclesial. A través del hacer, el conflicto que está afuera, en la sociedad, se introduce en el interior de la Iglesia.

Todo lo dicho en este segundo apartado es en sí simple y evidente. Es claro que existe un conflicto en la Iglesia de América Latina, y que ese conflicto estalla visiblemente cuando los cristianos optan por hacer el reino y eligen las mediaciones concretas que parecen históricamente más adecuadas, aun cuando las usen críticamente. Lo importante para comprender la naturaleza del conflicto consiste en no analizarlo sólo en su último estadio.

Cuando esto se hace, se escuchan las voces de que se está analizando el conflicto eclesial sociológicamente, de que se quiere llenar "el pueblo de Dios de significación sociológica"4 . De esta forma se quiere evitar el análisis teológico del conflicto, se presupone que la unidad de la Iglesia es "el centro mismo de toda eclesiología"5 , y que por lo tanto el conflicto no es deseable.

Por esta razón hemos comenzado el análisis desde más arriba que la mera descripción del conflicto actual. Mientras la Iglesia no asimile el "descubrimiento" del reino de Dios como un hacer el reino a través de la palabra y de la acción, entonces el conflicto aparecerá siempre como algo indeseado, que atenta a la unidad de la Iglesia. Pero hay que recalcar que la raíz más profunda de la desunión y del conflicto no aparecerá todavía, pero su raíz está ahí. Una determinada comprensión de la fe cristiana lleva por su lógica interna a un tipo de opción concreta. Y por ello es tan peligroso repetir ingenuamente que "hay que dejar en claro que la unidad esencial de la Iglesia es unidad en la fe"6 . Eso es formalmente correcto, pero eso no soluciona sino que plantea de la manera más radical el problema. Si la fe cristiana es fe en un Dios siempre mayor, un Dios crucificado, si es seguimiento de Jesús en medio de la conflictividad de la historia para hacer el reino, si ese seguimiento implica riesgos y persecuciones, toma de posturas concretas entre la opresión y los opresores, entonces la fe, y no el talante de individuo, es lo que va a desunir. Que a la fe le competa también el crear unidad eclesial es evidente; que por esa unidad hay que trabajar es correcto; que el individuo dentro de la Iglesia deberá estar dispuesto a sacrificar su realización personal para el bien del cuerpo de la Iglesia, es también cierto. Pero nada de esto justifica anteponer el bienestar interior del cuerpo de la Iglesia a la misión que la Iglesia ha de realizar, aun cuando esto provoque el conflicto interno.

Notas:

1 G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Salamanca 1972, p. 353. 2 J. L. Segundo. "Las 'élites' latinoamericanas: problemática humana y cristiana ante el camino social", en Fe cristiana y cambio social, Salamanca, 1973, p. 209. 3 G. GUTIÉRREZ, op. cit., p. 359. 4 LÓPEZ TRUJILLO, Teología liberadora en América Latina, Bogotá, 1974, p. 78. 5 Ibid., p. 73s. 6 Ibid., p. 73s. Todo el tratamiento de la unidad y división en la Iglesia es bien iluminador. En primer lugar distingue tres posibles planos de la unidad: el de la fe, el de la fraternidad y el de la política. López Trujillo admite que la fe es mediada por la fraternidad pero no queda nada claro qué lugar ocupa la política en la realización de la fe. Por los ejemplos concretos que pone parece que esté en contra. En esto vemos dos grandes fallos. 1) El análisis que hace de la unidad de la Iglesia lo deduce sobre todo de Pablo cuando éste esto, hablando de cómo se construye hacia dentro la tal unidad. Pero como hemos dicho no basta este tipo de consideraciones, sino que hay que pasar a la realización de la misión ad extra para plantearse el problema de la unidad de los cristianos, puesto que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que está al servicio de otra realidad. 2) la eclesiología de fondo es intraeclesial; no aparece un análisis serio de la relación de la Iglesia con Jesús de Nazaret ni con el Dios de Jesús. De esta forma puede hacer declaraciones absolutas sobre la Iglesia misma y sus características; más aún, puede sacar de una determinada concepción de la Iglesia -en este caso la paulina- conclusiones generales que ignoran la historización de la Iglesia en nombre de Jesús. Al absolutizar la eclesiología se absolutizan automáticamente ciertas notas de la Iglesia, sino de aquello que le da sentido: el reino de Dios que anuncia y hace Jesús.

 Revista Electrónica Latinoamericana de Teologia (RELaT)
RELaT 146