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EL REINO DE DIOS

1. Dios en la historia

2. El sentido de la historia

3. Los derechos de Dios

 

EL REINO DE DIOS

 

1. Dios en la historia

Después que Juan fue entregado, marcho Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: ‘El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva’.”(Mc 1,14-15).

Con esta buena noticia, con este evangelio —el anuncio del Reino de Dios—, Jesús de Nazaret comienza su trabajo, su praxis de palabras y de obras. Reino de Dios es la palabra y el concepto central de la actividad y de la predicación de Jesús. Concepto que él nunca definió, pero que innumerables veces ha descrito, con términos siempre nuevos e inteligibles, en sus palabras y en sus hechos (cf. Kans Küng, Ser cristiano, Madrid, 1977. p.268). En el pensamiento y en la tradición teológica de Israel, de la cual participó Jesús, Dios no es tanto objeto de conceptualización ni de definición cuanto  de experiencia, que se transmite en forma de imágenes, figuras y símbolos apelando a la experiencia inmediata y personal: el Reino de Dios es semejante a.... De este modo, siendo como son los Evangelios el testimonio de la experiencia de Dios de Jesús de Nazaret, y, por cierto, el testimonio de la experiencia total y definitiva, además de única e irrepetible, del Dios de Israel, se convierten en la referencia necesaria para acercarse a lo que Jesús entiende por Reino de Dios. De aquí, que, a partir de una lectura atenta y de un análisis cuidadoso de los cuatro testimonios sobre Jesús de Nazaret, los Evangelios, de los demás escritos del Nuevo Testamento, y del contexto indispensable del Antiguo Testamento, pueda intentarse una aproximación a la noción de lo que significa Reino de Dios.

Cuando Jesús anuncia la noticia alegre del Reino de Dios, anuncia la presencia definitiva, o sea, escatológica, total e inmediata del Yahveh de Israel, a quien Jesús llama Padre, (Abbá: mi querido Padre), en la historia de los seres humanos. Padre, no como contrario de madre, sino como un símbolo patriarcal con rasgos maternales también, y en su mejor sentido de poder a la par que cercanía, protección y solicitud, dependencia y seguridad. Es importante subrayar el carácter definitivo, total e inmediato de la presencia de Dios en la historia, ya que esto constituye uno de los rasgos específicos del evangelio de Jesús de Nazaret. Y es que, en el pueblo de Jesús ya existe la conciencia de la presencia del Yahveh de Israel en su historia, presencia (y en ocasiones, ausencia), atestiguada en las Escrituras Santas de Israel, que los cristianos hemos heredado con el nombre de Antiguo Testamento; sin embargo, se trata de una presencia mediada por diferentes instituciones: la institución hereditaria de los patriarcas, el liderazgo de Moisés y Aarón, los jueces, los profetas, la monarquía, la ley, el templo, la sinagoga, etc. La novedad del evangelio de Jesús de Nazaret es que, al anunciar la llegada del Reino de Dios, anuncia la presencia del Yahveh de Israel en la historia de un hombre —el mismo Jesús— en medio de la historia de los hombres, mostrando de un modo definitivo, absoluto y sin mediación de institución alguna, la forma en que Dios ha decidido hacerse presente en medio de sus criaturas.  Cabe aclarar que el término historia es usado aquí en su sentido más amplio: “Historia de los hombres, de todos los hombres, no en exclusiva de los reyes y de los grandes señores. Historia de las estructuras y no sólo de los acontecimientos; historia en movimiento, historia de las transformaciones, no una historia estática; no una contabilización de las existencias, sino explicaciones en vez de narraciones o descripciones; comentario en lugar de dogmas [...]” (Cit. en H. Küng, El cristianismo. Madrid, 1977).

Así pues, el Reino de Dios anunciado e iniciado por Jesús de Nazaret, se encarna en la historia de los hombres, entendiendo por historia la resultante del trabajo y el descanso, de las esperanzas  y los  desengaños, de

las acciones y las omisiones, de los amores y los desamores, en una palabra de la actividad y la experiencia cotidiana de todos los hombres y mujeres que nacen, viven y mueren en este planeta. De ahí que el Reino sea semejante a un labrador que echa semillas en la tierra, a una mujer que barre su casa en busca de una moneda, a un comerciante que descubre una perla de gran valor, a un empresario justo que paga el mismo salario a todos los trabajadores, a una mujer que pone levadura en la masa del pan, a un padre que hace fiesta por el regreso de un hijo sinvergüenza, a una red que recogen los pescadores, y, sobre todo, a un banquete festivo donde todos   —y cuando escribo todos quiero decir exactamente todos—, tienen un lugar y un cubierto en la mesa.

La historicidad del Reino de Dios responde a la esperanza de los israelitas contemporáneos de Jesús en orden a la realización del ideal de un rey justo jamás cumplido sobre la tierra. Un rey justo, según la concepción de justicia de los pueblos del oriente antiguo, que consiste en ayudar y proteger a los desvalidos, débiles y desposeídos, y en liberar del yugo impuesto por cualquier soberano injusto.  Pero la respuesta de Jesús va más allá de la esperanza: en él se hace presente la radical fidelidad y entrega de Dios (nada menos que de Dios) a los hombres para quienes quiere un futuro lleno de sentido (Cf. E. Schillebeeckx. Jesús. La historia de un viviente. Madrid. 1981. p.130). En Jesús de Nazaret, el Yahveh de Israel rompe el límite del ámbito del Templo de Jerusalén y de la Ley de Moisés, las instancias religiosas por excelencia, para establecer su tienda, de nuevo, como lo hizo en el Éxodo, en medio de su pueblo, de todo su pueblo. No es que Dios ya no esté en el templo y la ley, —Jesús, israelita piadoso, respeta el templo y cumple la ley (cf. Jn 2,13-17; Mt 5,17-19)—, sino que, a partir de Jesús, ni templo, ni ley, ni institución alguna: religiosa, laica, social, económica, cultural o de cualquier índole, pueden limitar o condicionar el encuentro íntimo del hombre con su Dios y Padre en la historia. Bien lo entendió el evangelio de Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”(Jn 1,14).

 

  2. El sentido de la historia.

Israel, el pueblo de la Alianza, es el pueblo de Jesús de Nazaret. Como pueblo de la Alianza, Israel experimenta a Yahveh, su Dios, en su historia (cf. Ex 6,1-13; Lv 26,6-13). La felicidad o la infelicidad de Israel serán consecuencia del cumplimiento o del olvido de la Alianza: esta lectura de la historia se encuentra, sobre todo, en la tradición profética. Y en la misma tradición profética se encuentra la noción de Yahveh como el Dios fiel, incondicionalmente fiel a sí mismo y a la Alianza hecha con Israel (cf. Is 54,10; 55,3; Jer 31,31-34; y particularmente Ez 16,1-63).

La fidelidad de Yahveh es la piedra sólida sobre la que se asienta la esperanza de Israel, la cual, a lo largo de su historia, se concreta en expectativas de salvación y liberación. Y es que el anhelo humano de felicidad, incluye inevitablemente el matiz profundo de redención, liberación o salvación, como entrada a un mundo nuevo: para una mentalidad espontanea, la calamidad y el mal, en cualquiera de sus formas, no encaja, ni teórica ni prácticamente, en la existencia humana.

Es así que, la proximidad del Reino de Dios que Jesús anuncia en su predicación, es la respuesta del Yahveh de Israel a las expectativas de salvación y liberación de su pueblo. De hecho, la época de Jesús, para los judíos, estaba dominada por esperanzas de salvación, que habían surgido en el período que va entre la Guerrea de los Macabeos (167 a.C.) hasta la rebelión de Bar Kokba (135 d.C.), pasando por la Guerra Judía (66-70 a. C.), esperanzas que se caracterizaban por el deseo de un cambio definitivo y radical en el mundo.

Como en tiempos de Jesús, en todos los tiempos y en todas las culturas, el deseo de salvación y liberación forma parte de la experiencia humana. Este deseo nace del contraste entre las experiencias de calamidad, de dolor, de infelicidad y las experiencias de plenitud, bienestar y felicidad, aun estas últimas sean efímeras y pequeñas. Se sobrentiende que, para vivir esta experiencia de contraste, el hombre debe estar situado, tanto frente a su historia personal como a la historia social global, en una actitud lúcida y crítica que le permita una lectura lo más sólida y objetiva posible de los acontecimientos. Una lectura así es posible cuando el hombre vive y contempla la realidad sin mediaciones ni prejuicios, sin estar afectado por situaciones extremas, ya sea de abundancia o de carencia, sin ideologías que justifiquen o descalifiquen a conveniencia, sin preconceptos que bendigan o satanizen según intereses creados e individuales. Dicho de otro modo, para estar sensible a las experiencias de contraste en la historia, es preciso que el hombre viva en un talante de libertad, de inteligencia, de receptividad: es así como brota el deseo de salvación. Cabe añadir que, cuando las experiencias de contraste en la historia son interpretadas a partir de un signo determinado, el deseo de salvación adquiere sentido.   

Desde este punto de vista, la lectura que hace Israel de su historia, contenida en el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, es particularmente paradigmática. Más aún, creo que puede afirmarse que el genio del pueblo de Israel y su aportación a la humanidad es su interpretación de la historia. En una palabra: la lectura que hace Israel de su historia es una lectura teológica. Es en la capacidad y la sensibilidad de encontrar a Yahveh Dios en los acontecimientos humanos, individuales y colectivos, donde se da ese fenómeno único e irrepetible que los creyentes conocemos como inspiración. Los libros sagrados de Israel son, pues, libros inspirados por el mismo Yahveh Dios de Israel, y por ende, su palabra, con esa connotación hebrea que ve en la palabra, no tanto una expresión oral del pensamiento, cuanto un algo dinámico que tiende a la realización.

Por lo tanto, el encontrar a Dios en la historia, equivale a encontrar un sentido a la historia. Yahveh Dios es el sentido del deseo histórico de salvación de Israel. Y el deseo de salvación que Israel estructura a lo largo de su historia cobra forma de esperanza en el futuro, a partir de las experiencias de contraste del pasado y del presente, en base a la conciencia de la Alianza con Yahveh y a la promesa de fidelidad mutua.

Jesús de Nazaret, israelita de nacimiento y de cultura, participa de la sensibilidad de su pueblo ante la historia. Y es a partir de esa sensibilidad como Jesús interpreta su propia historia y, en ella, la experiencia de Dios que él vivió. Experiencia única, irrepetible, expresada por él mismo con la palabra Abbá, querido Padre. Y es a partir de su experiencia de Dios como Padre, que, al anunciar el evangelio del Reino de Dios, la promesa de futuro preñada de sentido llega a dimensiones insospechadas e inéditas, tanto cuantitativa como cualitativamente.

Cuantitativamente, en el mensaje de Jesús la promesa de futuro hecha a Israel por Yahveh, se abre a toda la humanidad: el Reino de Dios es salvación universal. A partir de Jesús de Nazaret, las historias particulares  de las diversas comunidades humanas, la historia común de la humanidad toda, la historia del mundo creado —la historia ecológica—, la historia del  cosmos, la historia del tiempo, y, si vale decir, la historia de la historia, cobran su sentido pleno al identificar su origen y su fin, su alfa y su omega, en el Dios y Padre de Jesús, entendido como un más y un mejor en un futuro abierto iniciado en el tiempo, disfrutado y consumado en el tiempo, y continuado en la dimensión donde tiempo y espacio se diluyen y se funden.

Cualitativamente, a partir del Reino de Dios, la presencia del Padre en la historia personal de cada hombre, le permite descubrir un sentido a todos los aspecto de la experiencia cotidiana: al trabajo vivido como participación activa en la creación de un presente y un futuro personal y común plenos de felicidad; al encuentro gratuito entre dos seres que, a partir de la fidelidad a un pacto, crean en pareja un amor llamado a multiplicarse en muchos amores. Un trabajo y un amor: polos entre los que oscila el péndulo de la vida, pero que lleva en su movimiento experiencias de frustración, vacío, apatía, angustia,  dolor, abandono, desamor, soledad, tristeza, enfermedad y muerte. Y es precisamente allí, en la oscilación pendular del sinsentido, en las experiencias marcadas con signo negativo por un mundo egoísta e infantil, en la negación y en la no aceptación de la realidad en su totalidad y en su ambivalencia, es precisamente allí, repito, donde el Evangelio del Reino anunciado por Jesús de Nazaret, aporta un sentido que da razón de ser a todos los momentos de la vida. La buena noticia del Reino de Dios anunciada por Jesús de Nazaret llena de sentido no sólo lo bueno y lo bello que el hombre experimenta, sino también lo que experimenta como  malo, vacío, absurdo y, por consiguiente, carente de sentido.

Vale aclarar que el sentido que Jesús da al sufrimiento humano, en cualquiera de sus expresiones, nunca será la resignación pasiva, ni mucho menos la lectura ideológica de la supuesta “voluntad de Dios”. El sufrimiento, a la luz del Evangelio del Reino, además de ser entendido como una parte natural de la existencia humana, es la posibilidad de vivir una experiencia de contraste que, en una psicología medianamente sana, puede producir maduración, adultez, autonomía y, por ende, experiencia cristiana traducible en tolerancia, benevolencia, comprensión e interés por el sufrimiento de los hombres y mujeres que viven en mi entorno próximo concreto y, como en círculos concéntricos, por todas las criaturas que compartimos el mismo momento histórico en el mismo planeta.  

                                                                   

3. Los derechos de Dios.

Para Jesús de Nazaret, el futuro es propiedad exclusiva de Dios, que lo abre a todas sus criaturas invitándolas a confiar con esperanza absoluta en un porvenir exento de cualquier experiencia del mal. Pero también el presente es propiedad  de Dios en cuanto quiere imponer su soberanía, para devolver al hombre su humanidad total, su dignidad absoluta, tal y como corresponde a una criatura que es imagen y semejanza de su Creador.

Reino de Dios como soberanía presente, es el reclamo del Padre por el respeto a sus derechos, más aun, es la decisión irrevocable de imponer los derechos (cf. H. Küng. ¿Existe dios? Madrid, 1979. p.897-903) que le corresponden como Creador: sólo Él tiene el derecho de procurar la felicidad y la plenitud de sus criaturas. Sólo Él tiene el derecho de ser Dios.

En el Reino de Dios, Dios como Rey ejerce su soberanía exigiendo el derecho de ser el único que hace posible la felicidad total del hombre. Es así como Jesús interpretó la soberanía de su Padre: absoluta benevolencia para con los seres humanos, amor supremo a los seres humanos. Por consiguiente puede afirmarse que para Jesús de Nazaret la causa de Dios es la causa del hombre, de lo humano, de la humanidad toda. Jesús hace suya la causa de su Padre de un modo tan total, tan absoluto, que quien se sitúa frente a Jesús se sitúa frente al Padre Dios. Y reconocer en Jesús el derecho soberano de Dios, produce humanidad (cf. E. Schillebeeckx. Jesús. La historia de un viviente. Madrid, 1981. p.129). Y es que lo humano, lo verdaderamente humano tiene su raíz en la experiencia de la historia en su dimensión exacta, lejos de las distorsiones producidas por el dinero, el poder y el prestigio que se traducen en una infravaloración o en una supervaloración del hombre. La aceptación de Dios como Rey, equivale a situar al ser humano frente a la referencia existencial más absoluta, mejor dicho, frente al absoluto total, frente a lo trascendente, una dimensión realmente distinta. Pero la trascendencia del Dios de Jesús de Nazaret no es en sentido espacial: Dios sobre y fuera del mundo; ni interiorizada al estilo idealista o existencialista: Dios en nosotros; sino desde el mismo Jesús, en sentido primeramente histórico y temporal: Dios por delante de nosotros como el que viene y funda la esperanza, tal como se deja reconocer en las promesas de Israel y del propio Jesús. Esto supone, entonces, que se le abre la posibilidad al hombre de tener un encuentro, cara a cara, con el totalmente Otro, con el totalmente Absoluto, con el totalmente Padre, y no tomar ya como definitivas las realidades del mundo y de la sociedad (cf. H. Küng. Ser cristiano. Madrid, 1977. p.282), sino relativizarlas, al descubrir por medio de la experiencia de la trascendencia del Padre Dios, que son provisionales por definición.

Asimismo, el Creador, el Trascendente, el Yahveh de Israel, el querido Padre de Jesús, presente en el mismo Jesús y en su mensaje del Reino de Dios, supone un juicio sobre nuestra historia: es una instancia crítica frente a los hombres, la cultura, y la sociedad. Su presencia continua e insistente, critica y pregunta, con elegancia exquisita, acerca de  las relaciones tristes y perversas que los hombres establecen con los supuestos valores de dinero, poder y prestigio que, como dije antes, en su realidad verdadera, son provisionales y efímeros. Esta dimensión crítica del Reino de Dios, de la presencia del Padre en la historia de los hombres, produce en quien se somete a ella, la posibilidad, no sólo de recuperar la dignidad que le corresponde como ser humano, sino incluso la salud psíquica y la experiencia de libertad al cobrar la conciencia lúcida de que solamente existe un Otro ante el cual hay que levantar la mirada como criatura creada y que los otros están junto al hombre en situación de igualdad radical.

El Reino de Dios, entonces, no es únicamente la corrección de la desigualdad a partir del análisis de que los desposeídos lo son por la acumulación de bienes por parte de los más fuertes: es la expresión de la voluntad del Creador, que, en Jesús de Nazaret, se revela como Padre, y que no está dispuesto a permitir que ningún hijo suyo quede fuera de su casa. Esto supone situar a Dios en el corazón de la historia, de la cultura, de la economía, del pensamiento, de las instituciones —cuales quiera que sean—, de la teología incluso —y es que si la teología prescinde del Dios revelado por Jesucristo se reduce a una reflexión social o, peor aún, a una ideología inocua—, desacreditando a quien quiera suplantarlo ocupando el centro, el lugar central que, por derecho, sólo le corresponde a Él. Así, el Reino de Dios, los derechos de Dios, la soberanía de Dios son la propuesta de Jesús al hombre como la única referencia, cuya aceptación, traducida en una experiencia vital, produce en el hombre experiencia de libertad, autonomía, dignidad, adultez, sentido crítico, en una palabra, humanidad plena, síntesis de los atributos de criatura, de imagen del Creador.

Pero, para que Dios pueda ser la felicidad del hombre, éste ha de reconocerle su derecho a ser Dios: dejar a Dios ser Dios (cf. E. Schillebeeckx. Los hombres, relato de Dios. Salamanca, 1994. p.159-161). Esto es, no tomar a Dios en función del hombre, del mundo y de la sociedad: no utilizarlo como explicación de lo inexplicable, como justificación de lo injustificable, renunciar a convertirlo en ideología confortable que apacigüe conciencias inquietas, no reducirlo a ser causa de males, injusticias, discriminaciones, desigualdades e, incluso, catástrofes ecológicas, causadas por el egoísmo humano.

Dejar a Dios ser Dios: renunciar, de una vez por todas, a llamar voluntad de Dios a lo que es meramente voluntad humana, las más de las veces interesada miserablemente en la obtención de algún beneficio o, lo que es peor, obtener el reconocimiento y el sometimiento a un poder que jamás se tendría si no estuviera de por medio el nombre de Dios.

En Jesús de Nazaret y en su evangelio del Reino, Dios reclama a los hombres que le permitan ser Dios sin interferencias ni mediaciones. Pero este ser Dios que Dios reclama, paradójicamente, no es algo mágico, sino es a través de los hombres que decidan hacer suya la causa  de Jesús, su propia causa, después de un cambio de su manera de pensar, después de una conversión o metánoia.