¿QUÉ ES EL PECADO?

Culpa y "culpa original"

Unos justifican al hombre; en su opinión hay que achacar todas sus culpas a las circunstancias de su existencia. Otros dicen: el hombre es responsable de esas circunstancias, porque es él quien las ha provocado; del mismo modo que es él quien se ha metido en esa situación, él mismo puede y debe modificarla. Por el contrario, los primeros objetan: ¿Cómo va a poder modificar las circunstancias si depende totalmente de ellas? La cuestión de si puede romperse ese círculo vicioso y de qué manera hay que hacerlo, hemos de aplazarla momentáneamente; la abordaremos en el capítulo quinto de este libro. Vamos a comenzar ahora por aclarar algo la relación existente entre la culpa humana y las consecuencias que de ella se originan.

La lámpara encendida

Todo ser humano se enfrenta, antes o después, con situaciones graves que no ha provocado por sí mismo, sino que son consecuencia del comportamiento de otros. En cierto sentido, llega a ellas arrastrado por la fuerza de las circunstancias. Kurt Tucholsky ha ilustrado este estado de cosas con una historia corta e impresionante que reproducimos, resumiéndola:

Un joven de veintitrés años está tirado en el suelo en la esquina de un callejón perdido, gimiendo porque lucha con el gas venenoso que una bomba arrojada desde un avión ha extendido por toda la ciudad; tose, los ojos se le salen de las órbitas, nota en la boca un sabor repugnante y siente la asfixia en los pulmones como si estuviese respirando dentro del agua; entonces, este joven, lanzando una mirada desesperada al cielo que se vislumbra sobre las casas, pregunta: ¿Por qué?

-Porque, querido joven amigo, en cierta ocasión una suave luz verde lucía en una librería. Iluminaba, buen muchacho, un buen bloque de libros de guerra que habían sido colocados allí. El encargado de la librería los había colocado de forma decorativa, bajo aquella lámpara que los alumbraba dulcemente, en verde, y la librería había obtenido el primer premio en el concurso de escaparates, pues aquello era tan decorativo como patriótico. -Porque, querido joven amigo, tus padres y tus abuelos tampoco hicieron el menor intento por salir de esta basura de la guerra y de la ilusión patriótica. Se contentaron con -no, querido amigo, no te mueras todavía que quiero aclararte todo rápidamente; aunque, de todos modos, ya nada ni nadie va a poder salvarte-, se contentaron con firmar una protesta colectiva, moderada, contra la guerra; pero nunca contra quien dirigía, dirige y dirigirá la amada Madre Patria. Habían sido intoxicados en las escuelas y en las iglesias y, lo que es todavía más importante, en los cines, en las universidades y en la prensa nacional; habían sido tan envenenados como tú mismo lo estás hoy: sin remisión. No veían más allá. Creían sinceramente en esa religión estúpida de la Madre Patria y no tenían ni idea de cómo se iba destruyendo su propio país: en secreto o abiertamente, según las circunstancías; o quizá sí lo supieran pero el objetivo era muy hermoso. Sí, les pareció muy hermoso. Por todo eso estás tú ahora ahí, muchacho.

-¿Qué murmuras? ¿Dices «madre»? ¡Ah, eso sí que no! Tu madre era antes mujer que madre; y como era mujer amaba a los guerreros y a los asesinos oficiales y le gustaban las banderas y la música y el alférez alto y esbelto. No chilles tanto; todo esto es cierto. Y porque le gustaba, odiaba a todos los que pretendían quitarle su satisfacción. Y como todo esto le gustaba a tu madre, y porque no existe el éxito público sin las mujeres, los periodistas liberales se apresuraron, ya que eran demasiado cobardes hasta para tener un altercado con el portero de su casa, se apresuraron, como te digo, a alabar la guerra; lo hacían en parte como defensa y en parte para cerrar el camino de la palabra y de las publicaciones a los que querían decir que la guerra era una matanza indigna. Y como a tu madre le gustaba la guerra, de la cual sólo conocía las banderas, surgió toda una industria que se dedicaba a darle gusto; participaron en el asunto muchos editores. Los editores editaban libros. Los libreros los vendían. Uno de ellos era, precisamente, el que había decorado tan bien su escaparte con la lámpara verde que iluminaba aquellos libros que proclamaban la gloria de los muertos y que cantaban himnos al crimen y salmos a las granadas de gas. Todo esto es la causa, muchacho, querido joven amigo, el «por qué»... El soldado muerto es literalmente una víctima. ¿Y el aviador que lanzó la bomba? ¿Y el que dio la orden de arrojarla? ¿También podemos considerar a éstos entre las víctimas? También ellos padecen las consecuencias de culpas anteriores: las de los padres y abuelos que no hicieron el menor intento por «salir de la basura de la guerra y de la ilusión patriótica»; las culpas de las escuelas, de las iglesias, de las universidades y de los medios de comunicación que se limitaron, todo lo más, a una protesta muy vaga y general, y por consiguiente, ineficaz, sin llegar a rebelarse claramente contra aquella guerra en que estaba involucrada, precisamente, su propia patria.

Mirar el pasado, sin embargo, sólo nos permite ver una dimensión. La historia de Tucbolsky está abierta al futuro. El piloto que arrojó la bomba, no deseaba probablemente la guerra; tampoco su patria deseó el odio que los hijos de los caídos en el campo contrario sentirán por ellos durante muchos años aun después de terminar la guerra. El hombre, evidentemente, está situado en una relación de culpa. Aunque a primera vista pueda parecer que la red de relaciones en que ha nacido es resultado de meras evoluciones externas, no hay que ofuscarse ni olvidar que han sido realizadas por hombres. Son el resultado de unas decisiones determinadas en las que tomó cuerpo la libertad humana (por muy limitada que ésta pueda ser en algunos casos particulares).

La culpa, una situación básica del hombre

Ninguno nacemos en el paraíso. Todos nos encontramos, al entrar en el mundo, ante situaciones gravosas que fueron originadas por culpas de nuestros antepasados y de nuestros prójimos. «El hombre es, también, lo que los demás han hecho» 6. Si un niño no percibe cariño alguno de sus padres, esto influirá negativamente en su vida. El que crece en la miseria moral y social de un «slum», apenas podrá desarrollar plenamente sus capacidades humanas reales. Todos estamos condicionados, no sólo por lo bueno que experimentamos, sino también por lo malo que nos sucede... por culpa de otros. Esta situación la definimos como «estar situado» en un mundo muy imperfecto. No se trata de un hecho puramente natural que pueda ser eliminado automáticamente, quizá por la fuerza de la evolución. Se trata, más bien, de la situación vital imperfecta, limitada y culpable en que todos y cada uno entramos al nacer y que es resultado de decisiones que la persona así situada no ha tomado por sí misma.

P-O/QUE-ES: Justamente, esta situación básica del hombre -de vivir rodeado por la culpa, incluso antes de ser culpable él mismo personalmente es la que encierra la doctrina eclesial del pecado original o de la culpa original. Naturalmente no se trata de culpa en sentido propio. La culpa está siempre vinculada a una decisión tomada personalmente por un hombre y que está equivocada en sus objetivos; en cuanto tal, no es transferible. El concepto de «culpa original» puede dar lugar a errores de interpretación. Como quiera que, en efecto, toda culpa limita la situación de libertad y el campo de decisión de los demás (¡no lo anula radicalmente! ), podemos hablar analógicamente de una culpa original. No es otra cosa sino la certificación de la culpa de la humanidad como conjunto y de cada hombre individualmente. Surge la cuestión de cómo se ha realizado ese «estar situado en medio de la culpa». Antes de referirnos a la historia de la caída en el pecado, fijémonos en nuestra propia experiencia: No sólo estamos condicionados, sino que también somos agentes activos de ese condicionamiento. Siempre que fallamos a nuestros semejantes, que destruimos su buen nombre o les hacemos injusticias, envenenamos su «campo vital» y nos hacemos, por ello, culpables. Experiencias de este tipo las tiene todo el mundo, aunque en formas diversas.

Por ese camino avanzamos hacia la respuesta sobre cómo surgió la culpa en el mundo, porque al conocernos culpables y al serlo, posibilitamos la «reconstrucción» de lo que sucedió al principio. Rahner habla, refiriéndose a esto, de una «conclusión etiológica sobre lo que al principio debió de suceder, extraída de la experiencia de la situación existencial y espiritual del hombre» 7. En otras palabras: la historia del comienzo de la culpa que nos presenta la narración bíblica de la caída en el pecado, no debe leerse como un informe histórico, sino como la aclaración del actual «estar situado en medio de la culpa»:

El asunto de la manzana

La historia de la caída en el pecado no quiere demostramos que nuestros primeros padres comieron manzanas, ni cosa semejante. Todas las cuestiones de la evolución del hombre pertenecen al campo de las ciencias naturales. La narración de la caída en el pecado nos aclara, sin embargo, cómo entraron en el mundo el mal y el pecado. Su pretensión no es hablarnos del origen y de la forma de vivir del primer hombre, sino de cómo se perturbaron sus relaciones con Dios, con los demás y consigo mismo. El autor de la narración del paraíso no tiene ninguna ambición científica, sino que persigue intereses religiosos: el hombre, dice, es el compañero de Dios y, como tal, está capacitado para decidir libremente frente a Dios. Condición previa para ello es tener un espíritu inteligente, no necesariamente un determinado grado de civilización. En realidad, los científicos han demostrado que la representación del primer hombre paseando por un paraíso romántico no se corresponde en absoluto con la realidad. Desde el punto de vista de la historia de la evolución, el hombre primitivo no era un ser perfecto; tuvo, en primer lugar, que irse acostumbrando a ser «hombre». Pero entonces, ¿cómo podemos suponer que fuera ya capaz de decidir por sí mismo y de experimentar la sensación y la conciencia de culpa?

Precisamente a esto es a lo que intenta responder la historia de la caída en el pecado. El punto de partida lo forman, en ella, como ya hemos adelantado, las experiencias actuales: el hombre cae en la culpa y con ello surgen otras situaciones culpables que favorecen el que también otros hombres caigan en la culpa. Estas situaciones graves facilitan, en cierto modo, las decisiones equivocadas de quienes se encuentran en ellas. Esta es, precisamente, la forma como el autor del primer capítulo del Génesis presenta la entrada del mal en el mundo. En un momento dado, el hombre se decide contra Dios y cae en culpa. Quizá no se trató de un rechazo directo de Dios. Es muy probable que se tratase de una desavenencia en el campo interhumano, por la cual se pecó contra el orden divino. Así puede entenderse si penetramos en el concepto hebraico de pecado, hamas; con él se expresa que la injusticia infligida al prójimo fue por medio de la arrogancia y la autocracia. Sea que el hombre abandonase directamente a Dios, sea que lo hiciera indirectamente, pasando por el prójimo, en cualquier caso se desató una situación de culpabilidad que el hombre nunca pudo volver a dominar por sí solo. La desgracia desató una reacción en cadena que fue describiendo círculos cada vez más amplios.

De la rebelión de nuestros padres se derivó el fratricidio de Caín (Gen 4, 1-16). Caín fundó una ciudad (Gen 4, 17) que fue considerada, por antonomasia, símbolo de la insolencia y de la perversidad (cfr. Gen 11, 4; 19, 1-28). Lamec, descendiente de Caín, se hizo culpable de venganza (Gen 4, 23 s). Cuanto más se propaga el mal, más se debilita la resistencia del hombre, y Dios ha de reconocer de repente, que «la maldad de los hombres era grande en la tierra y que todo el contenido y las aspiraciones de su corazón eran sólo el mal» (Gen 6, 5). Sin embargo, y a pesar de todo eso, el Antiguo Testamento siempre entiende la culpa, en su último estrato, como un hecho absolutamente personal del hombre.

Que todos los hombres sean culpables no es algo que haya que vincular, imprescindiblemente, con la culpa original de nuestros primeros padres; y, desde luego, no se trata en absoluto de una transmisión o transferencia de esta culpa original mediante y por la procreación. Más bien lo que se quiere esclarecer es el hecho de que el hombre está tanto más predispuesto a la culpa cuanto ésta se encuentre más extendida. Con esto no hemos respondido todavía a la cuestión de cómo surgió la culpa original del primer o de los primeros hombres. Y quedan, además, otras preguntas: ¿Cómo pudo el hombre elegir el mal? Y en el fondo: ¿Era capaz de tal elección, teniendo en cuenta que su inteligencia estaba entonces, todavía, muy por debajo del grado de desarrollo que adquiriría más tarde? Aunque fuera paulatinamente, el hombre logró superar su pasado animal. En el momento en que tuvo la posibilidad de hacerse culpable y la aprovechó realmente, no actuó ya como animal -por puro instinto-, sino como ser de razón y de voluntad, es decir, como hombre. Su capacidad de culpa original no tiene nada que ver, por consiguiente, con la imperfección en que se encontraba entonces dentro de su proceso evolutivo, sino que, por el contrario, la culpa no es, precisamente, un derivado de esa imperfección, sino algo que debe achacarse a sus aptitudes humanas específicas por muy imperfectas que fueran entonces.

P/PROCESO: La cuestión de cómo el hombre llegó a elegir el mal y con ello su perdición, apenas puede responderse de forma absoluta. El mal es siempre un misterio: es, simplemente, lo absurdo. Pero aparece tan atractivo a los ojos de los hombres, precisamente porque se muestra bajo el aspecto del bien y mostrando su aspecto gratificante en algún sentido y dirección. Un dictador que manda asesinar a su rival político, no lo hace, en general, por el puro placer de matar, sino para desarrollar o consolidar su propio poder. Cuando una mujer casada mantiene relaciones extramatrimoníales permanentes con otro hombre, no lo hace, normalmente, por molestar a su marido, sino porque espera dar satisfacción a algún anhelo amoroso no satisfecho plenamente. Sin embargo, todos presentimos, aunque sea oscuramente, que el mal nos decepcionará al final. Pero como quiera que a veces se nos presenta como una gran oportunidad, como la felicidad largo tiempo esperada y deseada o como una posibilidad de plenitud del sentido de nuestra vida, lo elegimos a pesar de nuestras dudas internas. A menudo, la gran desilusión llega enseguida; entonces nos llevamos las manos a la cabeza y no podemos comprender cómo hemos sido tan insensatos y ciegos. Hemos temido, hemos sospechado y hemos "sabido", desde el primer momento, que aquello acabaría mal, que el desengaño sería amargo y que el despertar sería espantoso, pero...

El hecho de que experimentemos de este modo el mal en nuestra vida -como totalmente incomprensible- nos demuestra que tampoco podemos aclararlo plenamente en su origen. Sólo podemos hacernos una idea muy vaga de cómo el hombre llegó a elegir el mal, basándonos en nuestras propias experiencias y viendo, en conjunto, el trato que también nosotros hemos tenido con esa misteriosa realidad. Menos sabemos, todavía, en qué consistió exactamente la culpa del primer hombre.

Aunque los teólogos han presentado las más variadas teorías al respecto (en algunas de ellas llegaron a equiparar la culpa original con el acto generativo, concepción que se mantuvo durante mucho tiempo porque en ella encontraba también una aclaración plausible el hecho de la «herencia» de la culpa original); pero, en última instancia, tampoco en esto podemos decir más de lo que nos aporta el núcleo conclusivo de la historia de la caída en el pecado: que el hombre, en un acto de libre rebelión contra Dios, disolvió su vinculación con El. Resultaría inútil especular acerca de cuál fue ese acto. El contenido transmitido por la historia de la caída en el pecado es, sencillamente, el hecho de que existió una culpa original realizada por el hombre, que condujo a la ruptura con Dios y que esta ruptura se. llevó a cabo libremente.

Cómo con este acto cambió no sólo su propia situación, sino básicamente la de todos los hombres, por haberse extendido a partir de ahí el mal con todo su ímpetu y su fuerza, se explica, con un ejemplo impresionante, en la breve historia de Tucholsky que transcribimos en páginas anteriores. La historia de la humanidad ha estado marcada hasta la actualidad por el comportamiento culpable de las generaciones anteriores. Por eso podemos utilizar lícitamente los conceptos de pecado hereditario o culpa hereditaria (u original, si la consideramos en su nacimiento).

Por lo que respecta a su contenido religioso, todo lo demás que en la historia de esta caída en el pecado se cuenta, no pertenece al contenido del mensaje, sino a su forma de presentación. Sería erróneo, por consiguiente, pretender aclarar, partiendo de la historia del paraíso, problemas científicos tales como, por ejemplo, el monogenismo o el poligenismo, o bien cuestiones sobre la situación del mundo y el comportamiento de los animales salvajes en el «jardín del Edén». Ni la ignorancia, ni la enfermedad, ni el trabajo, ni el envejecimiento y la muerte, ni los dolores del parto, ni los cardos y espinos (cfr. /Gn/03/16-19) surgieron en el mundo por causa de la culpa original. Pero en una existencia inocente, en una serena comunidad con Dios, estas realidades no se experimentarían como de hecho se experimentan ahora, es decir, no serían para nosotros realidades «oscuras y amenazadoras». En este sentido hay que entender la doctrina de la Iglesia sobre la situación original del hombre antes de la caída en el pecado.

Creemos que queda suficientemente claro de qué trata exactamente la historia de la caída en el pecado: de la necesidad de redención que todos los hombres tenemos. Las enseñanzas que encierra la doctrina del pecado original únicamente se entenderán, radicalmente, cuando se las considere en estrecha relación con la salvación. Es cosa que nos muestran las mismas Escrituras. Antes de castigar a nuestros primeros padres, Dios realizó una promesa, al mismo tiempo que sentenciaba a la serpiente: «Crearé enemistad entre ti y la mujer y entre tu descendencia y la suya: ésta pisará tu cabeza y tú intentarás atrapar su pie» (Gen 3, 15s). La mayor parte de los intérpretes de este texto exponen que se da a entender el triunfo del hombre sobre la serpiente (el mal); pero no hay que dejar de observar que es Dios quien hace esa promesa de salvación; se expresa así, precisamente, la necesidad de salvación que el hombre tiene.

San Pablo se mueve dentro, por completo, de esta línea veterotestamentaria (cfr. Rom 5, 12- 21), cuando ve en la culpa original del hombre la causa de la culpabilidad de su descendencia, pues «como ellos (mismos) pecaron», fueron también culpables (cfr. Rom 5, 12.19) y, por ello, es decir, por sus pecados, necesitan la salvación. El tema central de este fragmento de la carta a los Romanos no es la herencia del pecado, sino la superación del mismo por Jesucristo. La culpa original del hombre se menciona únicamente para poner de manifiesto la medida de la misericordia divina en Jesucristo (Rom 5, 17). Bastan estos datos para que nos resulte razonable la relación ya mencionada entre culpa original y salvación: «La esencia de la doctrina del pecado original, cualquiera que sea la forma en que se presente, es la siguiente: Cristo es el salvador de todos los hombres, porque todos los hombres sin excepción están necesitados de la salvación divina».

La historia de la caída en el pecado como la historia de la disculpa

Una lectura cuidadosa de esta historia ilustra las afirmaciones que hicimos en el capítulo segundo sobre cómo el hombre está sometido siempre a la tentación de traspasar su propia culpa original a los demás; con ello deja de ser su autor y se hace su víctima. Así Adán cuando Dios le pide cuentas, dice: «La mujer que Tú me diste me ofreció comer el fruto del árbol y yo lo he comido» (/Gn/03/12-13). Hay que leer esta frase con cuidado para comprender la declaración en toda su profundidad oculta. Adán no traspasa simplemente la papeleta a su mujer; su argumentación es mucho más refinada: coloca al mismo Dios en el banquillo de los acusados: «La mujer que Tú me has dado». Dios hace caso omiso de la acusación y se dirige a la mujer: «¿Qué has hecho?» La respuesta es: «La serpiente me ha seducido y por ello he comido» (Gen 3, 13). ¡Otra vez la disculpa! Los argumentos de ambos merecen nuestra atención: la tentación fue demasiado fuerte, el influjo exterior demasiado violento, la oportunidad demasiado propicia... Y sin embargo, todas las circunstancias atenuantes, por muy numerosas que sean, no logran convencer, del mismo modo que tampoco es concluyente la acusación de Adán contra Dios. Ya que antes del juicio ha ocurrido algo muy instructivo: «Cuando oyeron que Dios, el Señor, se paseaba por el jardín, en el frescor de la tarde, el hombre se ocultó con su mujer de la faz del Señor» (/Gn/03/08). El temor de Dios surge de la conciencia culpable; ambos buscan una explicación de lo que han hecho -como hacemos todos en casos semejantes- y, naturalmente, también la encuentran.

TRANSFERENCIAS-JUEGO: CULPA/TRANSFERENCIA: El teólogo Thielicke ha denominado a la historia de la caída en el pecado como «el gran juego de las trasferencias» y, con un ejemplo, nos muestra cómo esto es algo que se repite continuamente, también en nuestros días:

Cuando en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, la cuestión de la culpabilidad del pueblo alemán en la abominación nazi, se convirtió en el tema de discusión dominante y acuciante en toda Alemania, se realizó un juego de transferencias equivalente: la situación desesperada de 1933 con sus seis millones de parados, hizo que se buscara un hombre fuerte; los parados eran, por su parte, el resultado de la política de empobrecimiento originada por el tratado de Versalles y, por consiguiente, fueron cargados a la cuenta de los aliados. Estos, a su vez, hicieron responsable de su política al imperialismo del emperador Guillermo, contra el cual se habían limitado, simplemente, a reaccionar. Los «imperialistas partidarios de Guillermo» dijeron también de si mismos que lo suyo fue una simple reacción y que no eran responsables activos: ¿no había sido la envidia de ingleses y franceses, ante el incremento económico, la que hizo necesario tener una seguridad militar marítima y terrestre y también la que puso, con maña, algunos discursos fanfarrones en boca del emperador? ¿No estuvo, por otra parte, Bismark detrás del incremento del imperio alemán? ¿Y detrás de él no estuvo Federico el Grande? ¿No estaban detrás de lo que se llamó «el espíritu sumiso de los alemanes» -que fue el que en realidad permitió que se desarrollaran tan grandes y culpables oradores que actuaron de forma tan desenfrenada- el regimiento de príncipes de antaño, la fuerza de la tradición y, naturalmente también las enseñanzas de Lutero acerca de los dos reinos? De esta forma el juego de las transferencias va hacia atrás, cada vez más lejos, hasta llegar a un regressum in infinitum; hasta que, en efecto, finalmente, llegamos a Adán y Eva, con Dios al fondo.

Pero la historia de la caída en el pecado aporta en este asunto una corrección importante al recalcar: la serpiente no elimina la libertad del hombre, aunque en cierta manera la reduzca con sus falsas representaciones. Lo mismo sucede en la historia personal de cada hombre. Por muy aciagas que sean las circunstancias en las que se coloca a otros a consecuencia de la culpa, esas circunstancias reducen la libertad, pero no la eliminan . La acción mala de un hombre no tiene que provocar, ineludible ni necesariamente, la reacción grave de otros hombres; simplemente, provoca una situación desfavorable contra la cual ha de reaccionar cada uno individualmente.

Cada vez que un hombre utiliza equivocadamente su libertad de decisión, tendrá, al menos, un resto de culpa personal, que no se puede liquidar achacándola a las limitaciones y a los condicionamientos existentes. Y esta culpa ha de cargarse a su cuenta; es su acción puramente personal, con la que confirma, al mismo tiempo, la decisión equivocada de sus primeros padres; con ella, él participa, por su parte en su culpable destino común.

Cuando el hombre descubre el juego de las transferencias y reconoce lealmente su culpa, percibe también su dignidad -como sujeto y no como objeto de la historia-. Valdría la pena, en este contexto, examinar a fondo estas líneas de Pascal: «La grandeza del hombre es grande porque reconoce su miseria. Un árbol no sabe de su miseria. Miserable es sólo quien se reconoce como tal; pero ésa es la grandeza, saber que uno es miserable».

4 ¿Qué es el pecado?

P/CULPA: Hasta ahora apenas hemos hablado de pecado, sino, casi siempre, de culpa. Estas dos realidades no son idénticas. El hombre que produce a otros graves perjuicios, se sentirá culpable siempre que reconozca su injusticia. Para los creyentes, esta culpa es pecado. El pecado es un concepto teológico que califica a la violación voluntaria de la ordenación divina. Cuando yo, en plena posesión de mis facultades mentales, me salto un semáforo en rojo y provoco un accidente, la justicia me condenará, porque me he hecho culpable ante la ley. Sin embargo, ningún juez me llamará, por ello, pecador. Como creyente sé que con mi comportamiento he puesto en peligro la vida de mis semejantes y, por ello, he faltado a las normas divinas. En esto consiste el pecado.

Así lo reconoce también David, después de cometer adulterio y de mandar asesinar a Urías: «He pecado contra el Señor» (2 Sam 12, 13). Reconoce con ello que, al hacerse culpable contra Urías, ha faltado contra Dios al mismo tiempo. Lo mismo ocurre en la historia del padre y los dos hermanos, cuando en un momento dado el más joven recobra su sano juicio: «Quiero volver a mi padre y decirle: Padre, he pecado contra Dios y contra ti» (Lc 15, 18.21). El pecado, por consiguiente, va siempre contra Dios, sea directamente (como, por ejemplo, la blasfemia), sea indirectamente, a través del prójimo.

Pero cuando se considera exclusivamente el pecado como violación de una norma, que provoca un castigo, entonces el no pecar consiste en la exacta observancia, en la forma más literal posible, de determinadas normas, leyes, preceptos o mandamientos (divinos). Si el posible castigo por el pecado ocupa el lugar más destacado, se puede llegar a sospechar que aquellas acciones humanas no están basadas en el amor a Dios, sino en el miedo a su venganza. En ambos casos, se trata, como veremos a continuación, de posturas muy limitadas y por tanto falsas.

Pecado y «ley»

LEGALISMO FARISEISMO: Si definimos el pecado únicamente desde el punto de vista de los mandamientos de Dios o de la Iglesia, consiste, entonces, en su violación, sea por la realización de algo prohibido («he mentido»), sea por la omisión de alguna de sus prescripciones «he faltado a misa el domingo»).

Se trata, en ese caso, de una postura meramente legal. Tiene esto, aparentemente, la ventaja de que se sabe exactamente lo que hay que dejar de hacer. Quien respeta al pie de la letra los mandamientos, es justo, y quien no lo hace así, es pecador. Todo el mundo puede saber, exactamente, sí ha pecado o no. Y si ha faltado, puede apreciar fácilmente el tamaño y la gravedad de su culpa. Entender así el pecado, puede, hasta cierto punto, evitar temores, tensiones y remordimientos de conciencia; porque tal persona tiene una medida exacta de su comportamiento, que son los mandamientos.

Pero quien lo enfoque así, olvida una cosa: Jesús estableció un criterio mucho más imperativo para sus seguidores: «Sed perfectos, porque vuestro Padre celestial lo es» (/Mt/05/48 /Mt/05/20). Y también: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado» (Jn 15, 12). Jesús no solamente pregunta: «¿Respetas los mandamientos?», sino también: «¿Qué más hubieras podido hacer además de cumplirlos?» Como ilustración de toda esta problemática el teólogo Haring plantea la siguiente cuestión: «¿Cuánto no hubieran perdido la Iglesia y la Humanidad si Francisco de Asís se hubiera limitado a guardar los mandamientos?».

En el Antiguo Testamento aparece, a veces, esta concepción legalista, como se muestra en los términos que emplea para designar a los «pecadores»: fracasar, faltar a una norma, desviarse del camino recto (se supone conocido el camino recto, es decir, la ley), cometer una equivocación (en relación con la violación de una norma desconocida). Pero debemos añadir que también para el Antiguo Testamento, la violación de un mandamiento es únicamente la cara externa del pecado; considerado en su esencia, el pecado es siempre una infidelidad para con Dios y, por ello, renuncia a la alianza que El había concertado con su Pueblo elegido. Ya en el Antiguo Testamento, la ley se remite siempre a quien la ha promulgado. Cuando se olvida esto, el pecado deja de ser infidelidad para con Dios y empieza a ser, simplemente, violación de una prescripción. Este peligro se dio realmente en el judaísmo y se cayó en él constantemente. También en el Evangelio aparecen restos de esa concepción literalista de las leyes, que seguía imperando en tiempos de Jesús; por ejemplo, cuando los fariseos arrastraron ante Jesús a la mujer sorprendida en adulterio y le plantearon la siguiente cuestión retórica: «En nuestra ley, Moisés escribió que, en tales casos, hay que lapidar a la mujer. ¿Qué opinas tú al respecto? » (Jn 8, 5).

MDTS/FARISEISMO: En este caso ley y mandamiento se convierten en la última instancia, ya incuestionable, para llevar al hombre a la perdición. Pero la letra mata únicamente cuando se hace absoluta. Si el pecado consiste únicamente en la violación de los mandamientos, entonces su cumplimiento se convierte en una especie de mérito religioso. El hombre vive para los preceptos. El orgullo de haberlos cumplido hasta en su menor detalle le hace olvidar a Aquel que los ha promulgado. Un entendimiento tal de la ley es duramente condenado por Jesús al narrar la historia del fariseo, que busca la proximidad del publicano sólo porque encuentra en ello el placer morboso de que, al hacerlo, no sólo él, sino también Dios, tendrá oportunidad de compararlos y así tendrá que apreciar, de grado o por fuerza, sus méritos tan duramente adquiridos: «Ayuno dos veces por semana y ofrezco el diezmo de todo cuanto poseo» (/Lc/18/12).

Los mandamientos quedan pervertidos con este modo de entenderlos; así lo deja patente Jesús: «En verdad os digo que el publicano volvió a casa justificado; el otro, no». Cuando se hace de los mandamientos algo tan literal, su observancia produce el terreno más abonado para el orgullo. Entender el pecado sobre la base de los mandamientos es válido, siempre que tras ellos se vea a quien los promulgó : Dios.

Por eso el Antiguo Testamento sitúa los diez mandamientos en un contexto muy determinado: son el «certificado básico» de la alianza que Dios concertó con su Pueblo. Sin este telón de fondo, los mandamientos son reglas rígidas, que apenas se diferencian de las leyes humanas que pretenden posibilitar una sana convivencia. Pero relacionados con el pacto de la alianza, aparecen como la expresión de la voluntad de salvación que Dios tiene y que le hace pensar, siempre y únicamente, en el bienestar de su Pueblo. Hacia esta manera de entenderlos, nos orienta también la denominación hebrea de «mandamientos», cuya traducción más adecuada sería, exactamente> «palabras», tal y como lo hemos conservado en la expresión «decálogo», 0 sea «diez palabras». El sonido ligeramente negativo que la palabra «mandamiento» tiene a nuestros oídos, no existe en el texto original, en el que tampoco existe el imperativo, multiplicado por diez, «deberás hacer o no hacer tal cosa»; la traducción exacta sería: «harás o no harás tal cosa», que suena, por el contrario, como si Dios sólo hubiera querido recalcar algo completamente natural. Que estas diez palabras se pronunciaron sólo para el bien del hombre, se desprende inequívocamente de su Prólogo: "Y Dios pronunció las siguientes palabras, diciendo: Yo soy el Señor, tu Dios, el que te ha sacado de Egipto; no tendrás ningún otro Dios fuera de mí» (Ex 10, 1-2; cfr. Dt 5, 6). Dios recuerda a su Pueblo que le ha sostenido en el pasado y con ello le manifiesta que el Decálogo, que pronuncia a continuación, no va a ser una carga, sino una vía para sostener la liberación del hombre de todo aquello que amenaza su dignidad y su humanidad.

La concepción legalista del pecado no es capaz de captar la intención de la ley divina. La observancia literalista de los mandamientos, no toma en cuenta el amor de Dios que en ellos anida y conduce directamente a una maquinaria legal en la que Dios no tiene cabida. Resumiendo, podemos decir provisionalmente: el pecado es también, -pero no sólo- una falta contra un mandamiento. Efectivamente, una persona, al violar un mandamiento, se aparta de Aquel que lo ha establecido para el bien del hombre. El pecador no sólo rechaza a Dios; Ofende también su propia dignidad.

Pecado y castigo

P/CASTIGO: Tan unilateral como aquella interpretación en la cual el pecado consiste exclusivamente en la violación de leyes, mandamientos y preceptos divinos, es la concepción del pecado que se fija principalmente en el castigo. En este caso, el pecado se considera bajo las categorías de juicio, sentencia o condenación. Así no se pone en un primer plano el pensamiento de que el hombre pecador rechaza el ofrecimiento de salvación de Dios que ama y de que, por ese motivo, él, pecando, pierde su dignidad, sino las consecuencias que para el pecador tendrán sus pecados, es decir, el miedo a la cólera de Dios y a su venganza.

Naturalmente, las manifestaciones de premio o castigo, de declaración de inocencia o de culpabilidad, no pueden eliminarse simplemente de las Escrituras; se trata, por el contrario, de reales posibilidades con las que tiene que confrontarse el hombre. Característica de su dignidad y de su grandeza es el hecho de que, fundamentalmente, puede decidir libremente sobre su propia vida. Dios no abruma a nadie con su amor (¡valiente amor sería ése! ). Deja al buen criterio del hombre aceptar o rechazar su propio destino. Cuando el hombre utiliza su autonomía para realizarse plenamente, se dirige siempre hacia su destino final, hacia Dios; cuando se aleja de ese destino, y con ello de su humanidad, se hace pecador. Si se pasa por alto esta relación y se juzga una mala acción sólo desde el punto de vista de sus posibles consecuencias (castigo), se está haciendo un juicio basado en una imagen falsa de Dios. Dios aparece como el todopoderoso vengador y juez, como el déspota autocrático y como el tirano cegado por la ira que exige de los hombres una sumisión incondicional, y en caso de que ésta no se practique, responde con vengativa crueldad.

Los sacerdotes pueden atestiguar con precisión que esta imagen deformada de Dios actúa todavía en el subconsciente de no pocos creyentes. Hay una página de un libro de Tilmann Mosser, psicoanalista, en la que describe sus experiencias con el Dios de su infancia. Todo se convierte bajo cuerda, en partidas y contrapartidas contables: «Me encontraba contigo como en una trampa; todas las personas que yo consideraba importantes estaban plenamente convencidas de que existías y de que eras abierto al diálogo, comprensivo, amable, justo y muy «agradable» y «misericordioso»; aunque también, en el fondo, había siempre tenebrosos castigos, el peor de los cuales era, por cierto, la pérdida de tu amor y de tu trato; al mismo tiempo, sobrenadaba la idea, y era algo muy importante, de que aquellos que no te alcanzasen lo pasarían mal. Esto me situaba en una situación de rata jadeante que atada a una noria, daba vueltas cada vez más rápidamente empujada por el pánico en un experimento sin salida... Has conseguido que considerase durante largo tiempo mí propia vida como un cruel experimento en tus manos, en el cual tú eras, inevitablemente, el más fuerte. Sólo tenías que instalarte en el centro de mis sentimientos de culpabilidad y ya eras inalcanzablemente poderoso en este punto de Arquímedes de la neurosis infantil. Intento devolverte este regalo divino de la enfermedad anímica. Con ella he padecido todo lo que era posible y tú te complacías. Ahora tendrás que buscar otra morada, porque yo deseo vivir en adelante sin este huésped indeseable, pues quizás necesite mi espacio interior para los hombres a quienes dejé muy escaso lugar entre tú y yo»9.

Siempre que el anuncio cristiano especule con el temor y, sobre todo, con el temor al más allá, -es decir, siempre que utilice el castigo para reprimir y el premio para atraer, contribuye con ello a hacer que el entendimiento del pecado se traduzca en una pérdida de capacidad religiosa: el pecado provoca siempre el castigo, mientras que la virtud obtiene siempre su premio, es una ecuación muy poco religiosa, al menos en ciertas maneras de entenderlo.

Una vez eliminada la creencia en el demonio como actor en este asunto, así como ciertas representaciones drásticas del ajuste de cuentas en el más allá, resulta a todas luces muy dudoso relacionar la gravedad del pecado con el castigo que provoca. Al hacerlo se están invirtiendo por completo los valores: el castigo que acarrea un pecado determinado se convierte, indirectamente, en el metro-patrón del tamaño del pecado. Así, la masturbación ocasional durante la pubertad debía ser un pecado muy grave, ya que su castigo era el infierno. Por el contrario, la tibia observancia de las normas morales cristianas, no sólo no comportaba castigo alguno, sino que traía consigo algún premio. ¿Cómo podría siquiera pensarse, entendiendo así las cosas, que quizá ese «cristianismo a medias» no estaba regido, en absoluto, por la fe, sino por la razón práctica, por los intereses sociales o por las presiones socio-culturales («hay que ir a misa los domingos»)? Tal manera de entender las cosas no estaba lejos, a menudo, de la indiferencia religiosa.

De todo esto no hay que deducir que en la catequesis haya que silenciar por completo la cuestión del castigo del pecado; muy al contrario: el hecho de que el hombre pueda equivocarse en el sentido y en el destino de su propia vida, de que tenga la posibilidad de aceptar la salvación que Dios le otorga o de rechazarla, demuestra precisamente lo importante que es el hombre en la concepción cristiana. No es un ser abandonado a cualquier poder tenebroso o a cualquier arbitrariedad de Dios, sino alguien que está llamado a responder, de forma responsable y libre, al amor divino.

¡No buenas obras, sino hombres buenos!

Entender legalísticamente el pecado lleva fácilmente a una discriminación de aquellos que se equivocan, mientras que los «piadosos» y los «justos» caen a menudo en el mecanicismo legal. Un ideal de perfección semejante, que se jacta de su propia capacidad religiosa, está en contra de la predicación de Jesús y de su ejemplo. Jesús quiere no sólo buenas obras, sino también hombres buenos.

Se sitúa así en oposición a las opiniones y tendencias que imperaban en su tiempo, las cuales, por desgracia, han seguido jugando un importante papel dentro del cristianismo. En la época de Jesús eran, ante todo, los fariseos y los escribas, pero también otros grupos que tenían ciertos parecidos con las órdenes religiosas actuales, como era el de los esenios, los que hacían de la exacta observancia de la ley el contenido de su vida y esperaban con ello «producir el reino de Dios». «Según la ley» significaba para ellos exactamente lo mismo que vivir una vida agradable a Dios. Cuando se piensa que el judaísmo tenía 365 prohibiciones y 248 mandamientos, que afectaban en mayor o menor medida a todas las situaciones importantes de la vida, se comprende fácilmente que apenas quedaba espacio para la libre decisión responsable del individuo. El amor a Dios y al prójimo se regía por las normas legales, que no permitían la existencia de un profetismo manifiesto y lúcido, sino que, por el contrario, se convirtieron en yugo «que ni nuestros antepasados ni nosotros somos capaces de soportar» (Hech 15, 10).

Y lo que era todavía peor: era imposible que el pueblo llano -formado en su mayoría por analfabetos- pudiera aprender las 613 reglas, sin contar las infinitas sutilezas de su interpretación. Los que no conocían las leyes eran despreciados y considerados pecadores, impuros. También eran considerados pecadores los que, por su oficio, se veían envueltos en conflictos con alguna ley: publicanos, recaudadores de impuestos, médicos, navegantes, carreteros...

Desde una postura legalista tan rebuscada, se comprenden preguntas tales como: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29); o: «¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano?» (Mt 18, 21). La fantasía y la espontaneidad brillaban por su ausencia; porque la ley ordenaba cómo habla que vivir la vida y todos sus detalles. El pensamiento de que el amor perfecto se encuentra por encima de la ley, debe considerarse, desde tal perspectiva, sencillamente como la herejía.

Sin embargo, esa es, precisamente, la enseñanza de Jesús. Los evangelistas no se cansan de recalcar la forma tan vehemente en que Jesús se manifiesta en contra del cumplimiento externo de las reglas. No desea eliminarlas, sino por el contrario volver a darlas su verdadero sentido (Mt 5, 17). Esto es válido tanto para las ordenanzas legales (cfr. Mt 7, 10 s), como para las severas ordenanzas de purificación (cfr. Mt 15, 11) y para el estatuto cultual (cfr. Mt 23, 16-22). Jesús no rechaza la ley, sino que la relativiza. El sentido de esa relativización se desprende muy claramente de la fórmula que usa: El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado (cfr. Mc 2, 27).

Como para Jesús lo decisivo no es la observancia externa de la ley, sino la actitud interior del hombre (guiada por el amor) (cfr. entre otros, Mt 23, 25-28), la ley no puede excluir a nadie de la comunidad con Dios. Y no existe ninguna diferencia entre el justo y el pecador en el terreno humano. Precisamente, Jesús se dirige a los pecadores notorios que se creen rechazados por Dios porque son despreciados por los que se consideran justos. La tradición completa mantiene en primer plano este rasgo de la vida de Jesús, de forma tan acusada que incluso los intérpretes críticos de las Escrituras están de acuerdo en este punto: Es un hecho demostrado históricamente que Jesús se sabía enviado principalmente a los marginados y despreciados, a los que estaban fuera de la ley, a los pecadores; de ello dan fe sus palabras y sus hechos.

Sus palabras: En las parábolas del fariseo y el publicano (Lc 18, 10-14); del padre y sus dos hijos (Lc 15, 11-32); de la oveja perdida y del dracma perdido (Lc 15, 4-10), aclara Jesús que la bondad divina se dirige a los pecadores y que El no ha venido «para invitar al mundo nuevo de Dios a aquellos en los que todo está en orden, sino a los pecadores expulsados». Ya que «no son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos» (Mc 2, 17).

Sus hechos: Jesús se dirige no sólo a aquellos que se convirtieron en «pecadores» sin tener culpa en ello, por no aclararse en la espesura de las reglas y los artículos (¡y que por ello no podían saber, tampoco, la forma elegante de utilizarlos! , cfr. Mt 23, 16-22), sino también a aquellos que pecaron realmente por su libre albedrío, como por ejemplo el estafador publicano Zaqueo (Lc 19, 1-10). Porque Jesús sabe que incluso en el corazón de un hombre muy rico, al que aparentemente no le falta de nada, puede estar el desierto; Jesús entra, a la vista de todos, en su casa, casa que todos los respetables esquivan dando rodeos si hace falta.

El hecho de que Jesús se sitúe siempre en el círculo de aquellos cuyo contacto es rechazado por todos y se comprometa con ellos, provoca a los justos. Estos le califican, llenos de indignación, de «comedor y bebedor, amigote de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19).

La indignación que aquí se manifiesta, sólo puede comprenderse plenamente si se recuerda lo que la comida en comunidad significa para los orientales: más que un gesto de hospitalidad o que una oportunidad meramente social, era un gesto de establecer comunidad, en el sentido propio de la palabra. Para los judíos creyentes, la comida en común tenía un carácter religioso. Compartir la mesa significaba estar unidos los unos a los otros - ¡ante Dios!-. Cuando Jesús come con los pecadores y les perdona en nombre de Dios, esta unión ante Dios se convierte, al mismo tiempo, en una unión con Dios: «Hoy Dios te ha aceptado a ti con toda tu familia» (Lc 19, 9), dice a Zaqueo. Que Jesús se mueva dentro de esa sociedad inferior enfada a los que saben qué es lo apropiado y conveniente; pero que se atreva, encima, a concederles el perdón divino es sencillamente inaudito: porque tiene la monstruosa pretensión de que el perdón de los pecados que promete, tiene validez ante Dios. La reacción de los justos abraza toda la escala: desde la más oculta sorpresa hasta la abierta indignación . «¿Quién es este hombre que incluso perdona los pecados?» (Lc 7, 49).

Desde la perspectiva de la palabra de Jesús, no debemos olvidar que el arrepentimiento y la fe son las únicas condiciones para el perdón de los pecados («Tu confianza te ha salvado» Lc 7, 50). Con ello Jesús pone en duda, precisamente, la capacidad de los llamados justos. Ellos saben muy bien cuándo se obtiene el perdón de Dios: cuando se realizan obras de expiación, se ayuna, se reparten limosnas, en fin, cuando se llevan a cabo las prácticas religiosas que manda la ley. En esta perspectiva surge la cuestión de cómo aquellos pecadores que no conocen en absoluto la ley (y que son la mayoría), pueden observarla. El perdón de los pecados se convierte así en un derecho reservado a los privilegiados. Jesús rompe este círculo cerrado del desconocimiento de la ley y del «pecado» que ello supone: según El, el arrepentimiento y la fe conducen a la reconciliación con Dios; ¡la medida para la salvación es la disposición del corazón y no la propia capacidad!

El comportamiento de Jesús muestra que Dios no quiere la capacidad, las obras y los méritos de los hombres. Quiere su confianza, su corazón; en otras palabras: su fe.

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