VI. La dimensión espiritual, el diálogo en el amor

Hemos definido el plano espiritual cristiano como el lugar del encuentro del hombre con el Amor absoluto, que fundamenta una moral de amor universalmente válida y que es el lugar del encuentro con Dios, el único Absoluto con el que todas las cosas deben relacionarse y por el cual se vivenciarán todas las cosas. Y ya hemos advertido que en este punto se distingue claramente el pecado en el sentido religioso del término de las diversas manifestaciones del sentimiento de culpabilidad. Aquí reasumiremos los dos puntos en los que nos habíamos detenido en el plano ético, para establecer el grado de posible culpabilidad responsable en el hombre: la libertad y la ley.

1. EL PECADO COMO FRACASO DE LA LIBERTAD HUMANA - Hemos observado en el plano ético que la culpa no puede reducirse al límite connatural del hombre mismo, sino que se produce cuando el objeto inmediato del deseo, en su calidad de finito, viene a ser absolutizado perdiendo de vista el fin absoluta en su trascendencia.

Ahora bien, a los ojos de la fe, este Absoluto existe positiva y realmente y se revela como una Presencia personal que puede ser interpelada y llamada por su nombre. La acción buena del hombre en relación viva con Dios tiene, por tanto, a Dios como fin último y como fuente primigenia.

Pecar no significa orientar el acto humano hacia una nada -como si ésta existiera de manera positiva y distinta de Dios-, sino privar al acto humano de su trascendencia en relación con Dios. Consecuentemente, el pecado afecta también al tenor mismo del acto realizado; no en la materialidad de su ejecución, sino en el modo en que el sujeto lo vive psicológica y espiritualmente.

Además de un no a Dios, el pecado es también un no al hombre; es el fracaso del deseo que se repliega en su propia potencia limitada y fracasa lógicamente en cuanto libertad. Esta actitud de rechazo es lo que define al pecado mortal.

Podemos volver a considerar brevemente aquí la distinción clásica entre pecado mortal y pecado venial para ponerla en su justa perspectiva. La moral clásica puso sobre todo el acento en la materialidad del acto, tomando como criterio casi único la clasificación de los pecados. Como reacción a esta postura, la reflexión contemporánea tiende a valorar los factores de situación y las exigencias de un compromiso proporcionado de la libertad en tal medida que casi ninguna situación humana puede realizarlos de hecho. Refiriéndonos a cuanto hemos dicho con relación a la libertad en el plano ético, podemos afirmar que la gravedad de un acto depende de su grado de participación en la opción fundamental. El pecado mortal estará limitado claramente a las elecciones determinantes, a los momentos de decisión en los que el hombre decide quizá todo el resto de su vida.

Por difícil de justificar y de explicar que resulte, la diferencia entre pecado mortal y pecado venial está, por lo tanto, implícitamente presente en toda definición de pecado. El pecado venial no es tal sino por analogía, en cuanto que realiza de manera imperfecta la intencionalidad y los efectos del pecado mortal. A este último tan sólo, bajo el punto de vista ético, se aplica la definición dada de tematización del deseo de lo absoluto en objetos finitos y, desde el punto de vista teológico, la defiinición de "acto a través del cual el hombre sitúa en un bien limitado el sentido último de su vida, reivindicando su propia autonomía frente a Dios".

Con su diverso grado de gravedad, el pecado constituye siempre la prueba de la libertad, es decir, el suceso crítico en el que ella mide el precio de sus elecciones anteriores, descubre su falibilidad, pero también en ello se revela como libertad humana.

2. LA DIMENSIÓN DE LA ESPERANZA - El discurso espiritual acerca de la libertad se distingue del puramente ético, porque reclama de nosotros que pensemos en la libertad bajo el signo de la esperanza. Por eso,, si existe un modo específicamente espiritual de hablar del mal, es hablar según el lenguaje de la esperanza. En el lenguaje evangélico, considerar la libertad a la luz de la esperanza significa replantear la existencia en el movimiento que, con Moltmann, podría definirse como el futuro de la resurrección de Cristo. Esta fórmula kerigmática podría ser designada con la expresión de Kieckegaard "pasión por lo posible", que revela, en contraposición con cualquier tipo de abandono al presente y sumisión a la necesidad, la impronta de la promesa de la libertad. La libertad confiada al Dios que viene se abre a la nueva situación radical; es la imaginación creadora de lo posible.

La libertad a la luz de la esperanza es una libertad que se afirma a pesar de la muerte y a pesar de todos los signos de la muerte. Es libertad para la negación de la muerte, libertad para descifrar los símbolos de la resurrección bajo la apariencia contraria de la muerte. Más fundamental que la categoría del "a pesar de" es la categoría del "con mayor razón" de san Pablo (Rom 5,15.17): "Pero no como fue el delito fue el don; porque si debido al delito de uno solo todos murieron, ¡mucho más la gracia de Dios y el don por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, sobreabundó en todos!... Si debido al delito de uno solo la muerte reinó por conducto de este solo, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, ¡Jesucristo!".

Es en esta dimensión donde la libertad se percata de sí misma, se conoce a sí misma y quiere pertenecer a esta economía de la sobreabundancia. Desde este punto de partida se puede iniciar un discurso ético y teológico sobre el mal.

El lenguaje espiritual, a diferencia del lenguaje ético. sitúa al mal delante de Dios (cf Sal 50, "confesión del pecado"). Puesto en la presencia de Dios, el mal es reintroducido en el movimiento de la promesa. El arrepentimiento, dirigido esencialmente al futuro, queda ya apartado del remordimiento, que es reflexión referida al pasado.

Colocada en presencia de Dios, la conciencia del mal cambia también totalmente de contenido. Corresponde menos a la transgresión de una ley que a la pretensión del hombre de constituirse en árbitro de su propia vida.

En el plano puramente ético, la voluntad puede ser definida por la relación entre libre arbitrio y ley. En realidad, la voluntad se constituye más fundamentalmente por un deseo de plenitud y de cumplimiento.

El verdadero mal, el mal de los males, se revela en falsas síntesis, es decir, en las falsificaciones actuales de los grandes intentos de totalización de la experiencia cultural. Es la mentira de las síntesis prematuras, de las totalizaciones violentas. Por ello debemos tener el valor de incorporar el mal a la ética de la esperanza.

Mientras el moralista establece contraste entre el predicado del mal y el predicado del bien y todo lo atribuye a la libertad, reconociendo en ella su origen, la fe mira más allá; su problema no es tanto el del origen cuanto el del fin del mal. La fe es incorporada -como ya se ha recordado en la reflexión bíblica- con los profetas en la economía de la promesa, con Jesús en la predicación del Dios que viene, con Pablo en la ley de la sobreabundancia. Por esta razón la visión de la fe sobre los hechos y sobre los hombres es esencialmente optimista y benévola.

 

VII. Conclusiones

Partiendo de un análisis del concepto de pecado, hemos abordado problemas muy diversos, de orden psicológico, filosófico, teológico y espiritual; pero el hombre, el pecador, es todo esto y resulta imposible mantener una distinción clara entre los diversos aspectos que se compenetran y se superponen en él. Negarse a hacerlo hubiera sido situarse fuera del dinamismo de lo real.

Sin embargo, da la impresión de que se pueden destacar algunas "constantes", que ayudan a desarrollar de forma más positiva el concepto que tenemos del pecado. Así sería posible responder a la pregunta sobre la desaparición del sentido del pecado afirmando que si ha desaparecido un cierto sentido del pecado, esto no es absolutamente malo en la medida en que se crea en los hombres una conciencia nueva y más auténtica del pecado. Lo que importa es captar el modo como nuestra época expresa su experiencia espiritual e intentar discernir, en la multiplicidad del lenguaje de la hora presente y por la constante referencia a la palabra de Dios, cuál es el nuevo y más auténtico sentido del pecado.

Ya podemos resumir brevemente en tres direcciones las constantes que hemos encontrado en diversos planos de la actual investigación y que nos parecen sintetizar las lineas principales de la conciencia que el hombre y el cristiano de hoy tienen del pecado y de su ser pecador.

 

1. EL REDESCUBRIMIENTO DE LA DIMENSIÓN INTERPERSONAL DEL PECADO - El análisis de la formación del sentido de la culpa nos ha demostrado ya, en el plano de los instintos, que este sentido de culpa nace en el niño a consecuencia de una privación de amor, del rechazo de la agresividad frente a a la figura materna y paterna, con el sentimiento de la angustia que de ahí se deriva. Pese a que todavía nos encontremos a un nivel por lo general inconsciente, se ve que precisamente la falta de realización de una relación humana de vital importancia es lo que culpabiliza al individuo.

Esto se ha visto con mayor claridad en el plano moral, al describir la culpa como el repliegue del hombre sobre sí mismo que le impide una plena realización humana, ya que ésta presupone la apertura al diálogo con los demás y al reconocimiento de otro ser como fin último y totalizante.

A nivel religioso, donde el reconocimiento de otro es reconocimiento y comunión en el amor con "el Otro", el pecado asume, en la linea de la revelación bíblica y de la tradición teológica más auténtica, un significado de ruptura de una relación de alianza con Aquel que nos ha amado el primero y que es la fuente del amor con que amamos a los demás hombres, hermanos nuestros.

Más cercanos a los datos ofrecidos por el análisis del término culpabilidad que a una correcta interpretación bíblica y, en particular, a la mentalidad evangélica, nos hemos acostumbrado a considerar el pecado como una cosa, una mancha que comporta una sanción y que debe ser cancelada mediante formas expiatorias. Lo que ahora se nos exige se encuentra en el sentido de una concepción más claramente personalista, en la que debemos sentirnos responsables hasta el fondo, como seres libres. Pecadores por ser ingratos, por el rechazo más o menos total del Amor, de Dios y del prójimo: la lección de los santos.

2. SUPERACIÓN DE UNA VISIÓN FATALISTA DEL PECADO - Mirar la realidad del pecado en términos personalistas significa rechazar una visión fatalista, que lleva al miedo o a la resignación. El pecado no es una realidad extraña al hombre, sino que es el hombre mismo realizando opciones equivocadas, cuya responsabilidad y cuyas consecuencias debe poder asumir. Realidad iluminada claramente en el plano ético, pero presente también en toda la reflexión bíblica. Tampoco el "pecado del mundo", del que habla san Juan, o la hamartía, de que habla san Pablo, deben entenderse en el sentido de una ontologización del mal.

Este reconocimiento de la libertad del hombre frente a su mal (a pesar de los condicionamientos que la limitan), si bien, por una parte, agrava la responsabilidad del pecador, por otra lo libera del temor. Efectivamente, si el mal no es una fatalidad ineludible (casi una condición de condena a la que nadie puede sustraerse), sino el fruto de una opción que no es definitiva, queda abierta la dimensión de la esperanza, que se realiza en el plano ético al reconciliarse consigo mismo y con los demás, y en el plano cristiano se concretiza en la misericordia de Dios y en su perdón.

3. SUPERACIÓN DE UNA VISIÓN LEGALISTA PARA UNA CORRECTA INTERPRETACIÓN DEL VALOR DE LA NORMA - Encuadrar el pecado en el contexto de la libertad y de la responsabilidad del hombre frente a sí mismo, a los demás y a Dios significa que esta realidad no puede definirse de manera simplista por la relación con la ley, como una cierta educación nos ha inducido a creer durante mucho tiempo.

La reflexión bíblica y teológica nos ha recordado que el mismo concepto del pecado entendido como desobediencia no se contempla desde una óptica legalista: la desobediencia es tal ante todo en relación con la persona que es autor de la misma y con el valor que ésta expresa. Ya en el plano de los instintos se advierte que el aspecto negativo del superyó en cuanto instancia de prohibición no se separa del positivo de la identificación con la figura paterna. La ley no queda entonces vaciada de su contenido, sino que se contempla en su justa perspectiva; no es un fin, sino un medio; y por ello no es absoluta, sino relativa; relativa a los valores absolutos que ella expresa, traduciéndolos e interpretándolos en las situaciones históricas y humanas concretas.

De la fidelidad casi idolátrica a la letra de la ley -la divina y la natural- se pasa a la fidelidad a su espíritu, a su verdadera finalidad, que es conducir al hombre a una comunión más plena con Dios en el plano espiritual y a una realización más plena de la propia persona en el plano ético. El bien y el mal serán entonces determinados por la orientación fundamental del hombre, que se abre o se cierra a estos valores, como nos ha permitido verlo la reflexión sobre la "opción fundamental" en el ámbito en que se encuentra en situación de adoptar opciones verdaderamente libres; de abrir y cerrar los ojos a la luz, usando la imagen del evangelio de san Juan. Es fácil comprender que, sin caer en los excesos de la doctrina moral que sustituye de manera pura y simple la norma por la situación, se revisa decididamente la mentalidad preceptivista de la moral tradicional, que consideraba posible catalogar y dar soluciones prefabricadas a todas las soluciones hipotéticas en que una persona pudiera encontrarse.

Se denuncia asimismo la posición de quienes, en base a un criterio puramente exterior y jurídico, se sienten tentados a ver al hombre caer en pecado mortal casi a cada paso. Esta reflexión deberia llevarnos a una concepción más serena, aunque intensamente responsabilizadora, de nuestras relaciones con Dios. Pecador es quien rechaza a Dios y su voluntad de amor, que se nos da a conocer en la norma.

4. EL PECADO EN LA DIMENSIÓN DE LA ESPERANZA - La conclusión más importante a que se llega partiendo de las reflexiones precedentes es la de la esperanza a que queda abierto el pecador. Desde el punto de vista específicamente cristiano, podemos decir que tiene sentido hablar del pecado, porque esto lleva a hablar del perdón y de la misericordia del Padre (conversión). Eso es lo que se descubre a cada paso en la reflexión bíblica y lo que se echa de ver también en el plano instintivo y en el plano ético al hablar del valor positivo del sentido de culpa como estimulo para reconstruir cuanto ha dañado el mal cometido, de la exigencia de restauración de la propia persona y del encuentro con los demás como componente esencial de todo reconocimiento y confesión de la culpa moral.

Pero nos parece característico de la experiencia cristiana del pecado el hecho de no ser descubierto sino como consecuencia y en el seno del perdón divino recibido. Es la toma de conciencia del amor de Dios como misericordia y perdón recibidos lo que debe siempre preceder e incluir en su dinamismo la manifestación del pecado y su confesión por parte del pecador.

Por lo demás, éste es el moda como Jesús se acerca a los pecadores, ofreciéndoles la posibilidad de la curación y de la salvación, sin partir, por el contrario, de una reprobación por su pecado. De esta forma la percepción del pecado no es humillante y envilecedora, sino fuente de alegría y de libertad.

La visión cristiana del pecado se refleja en una palabra que lo denuncia al mismo tiempo que lo suprime: el perdón. Así, trascendiendo toda visión puramente humana, el pecado aparece en toda su originalidad como compromiso para la conversión y compromiso con el misterio de la misericordia divina, como oferta de recuperación propuesta constantemente a nuestra libertad; una libertad de pecadores que "se dejan reconciliar" (2 Cor 5,20).

O. Bernasconi
Nuevo Diccionario de Espiritualidad
Paulinas, 1983, págs. 1104-1120