ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO

* * * * *

Perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros hemos perdonado
a nuestros deudores 



I. TERTULIANO
(De orat., V11 1-3)
·TERTULIANO/PATER PATER/TERTULIANO 

Era lógico que, tras haber considerado la generosidad de Dios, 
supliquemos también a su clemencia. Pues ¿qué aprovecharía el 
alimento, si en realidad no nos hacen otra cosa que a un toro 
destinado al matadero? El Señor sabía ser el único sin pecado1. 
Por eso nos enseña que pidamos: «perdónanos nuestras 
deudas». Confesión de los pecados es la petición del perdón, pues 
quien pide perdón confiesa el pecado. Lo que muestra también 
cuán aceptable sea la penitencia a Dios, el cual la prefiere a la 
muerte del pecador2. Ahora bien, la «deuda» es en las Escrituras 
imagen del pecado, por cuanto que quien debe algo contrae una 
deuda con el juez, siendo exigida por éste su paga a no ser que 
sea perdonada, como el señor perdonó la deuda a aquel siervo3. 
Pues esta doctrina inculca toda la parábola4; porque el siervo, 
perdonado por su señor, no ha perdonado a su vez a un deudor 
suyo y, acusado por esto a su señor, fue entregado al verdugo 
hasta pagar el último céntimo, es decir, su más mínima deuda, 
ilustra lo que decimos: que «también nosotros perdonamos a 
nuestros deudores». Algo formulado en otra parte bajo forma de 
oración: «perdonad —dijo—y se os perdonará5. También 
respondió a Pedro, que le interrogó si se debía perdonar al 
hermano siete veces: «¡Más bien setenta veces siete!»6. Y esto, 
para perfeccionar la revelación veterotestamentaria, la cual exige 
que Caín sea vengado siete veces, pero Lamec setenta veces 
siete7. 


Il. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 22-24)
·CIPRIANO/PATER PATER/CIPRIANO

Después de esto, también rogamos por nuestros pecados con 
estas palabras: «y perdónanos nuestras deudas, como nosotros 
perdonamos a nuestros deudores» Tras el socorro del alimento se 
pide el perdón del pecado, para que el que es alimentado por Dios 
viva en Dios y no sólo mire por la vida presente y temporal, sino 
por la eterna, a la que puede llegarse con tal que se perdonen los 
pecados, que el Señor llama deudas, como dice en su evangelio: 
«Te perdoné todo el pecado porque me lo rogaste»8. ¡Cuán 
necesaria, cuán previsora y saludablemente somos avisados de 
que somos pecadores, que nos vemos obligados a rogar por 
nuestros pecados, para que, al pedir a Dios perdón, uno tenga 
conciencla de su pecado! Y para que nadie se pague de su 
inocencia y no se pierda por su ensoberbecimiento, se nos avisa y 
enseña que pecamos todos los días, por lo mismo que se manda 
orar todos los días por nuestros pecados. En fin, también Juan nos 
advierte en una de sus cartas de esta manera: «Si dijéremos que 
no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay 
verdad en nosotros. Mas, si reconociéremos nuestros pecados, el 
Señor es leal y justo para perdonarnos los pecados»9. En esta 
carta ha incluido los dos extremos: que debemos rogar por los 
pecados y que, rogando, alcanzaremos el perdón. Por eso afirmó 
que Dios es fiel para perdonar los pecados y guarda la palabra de 
su promesa, porque quien nos enseñó a orar por nuestra deudas y 
pecados, prometió la misericordia de Padre y el perdón que le 
seguiría. 
Claramente añadió la ley (evangélica), para constreñir con una 
condición y promesa fija, que debemos pedir se nos perdonen las 
deudas en la medida que nosotros perdonamos a nuestros 
deudores, debiendo saber que no puede lograrse lo que pedimos 
por nuestros pecados si no hiciéramos otro tanto con los que han 
pecado contra nosotros. Por eso dice en otra parte: «Se os medirá 
con la misma medida con que hubiereis medido»10. Y aquel criado 
que no quiso condonar a su compañero, después de haberle 
condonado a él toda la deuda su amo, es metido en la cárcel y, por 
no querer hacer gracia a su compañero, perdió la que su señor le 
había hecho a él11. Todo esto lo ordena Cristo con mayor vigor y 
energía: «Cuando estuviereis en oración, perdonad lo que 
tuviereis contra alguno, para que vuestro Padre, que está en los 
cielos, os perdone vuestros pecados»12. No te queda ninguna 
excusa en el día del juicio, pues serás juzgado por tu misma 
sentencia y serás tratado como tú tratares. Dios manda que 
vivamos en paz y concordia de sentimientos en su casa, y que 
perseveremos una vez regenerados, tales cuales nos reformó en 
el segundo nacimiento, de modo que continuemos en la paz de 
Dios los que empezamos a ser hijos de Dios; y deben tener un solo 
querer y sentimiento los que están animados de un mismo espíritu. 
Por eso tampoco Dios acepta el sacrificio de quien está en 
discordia, y le manda que antes se retire del altar a reconciliarse 
con su hermano13, para que pueda aplacar a Dios con preces de 
un corazón pacífico. El mejor sacrificio para Dios es nuestra paz y 
concordia fraternas y un pueblo unido, como están unidos el 
Padre, el Hijo y el Espíritu santo. 
Asimismo, en los sacrificios que ofrecieron Abel y Caín, por 
primera vez, Dios miraba más que a las ofrendas al corazón, de 
modo que lograba su aceptación de la ofrenda el que agradaba 
por su intención14. El pacífico y justo Abel, cuando sacrifica con 
rectitud de miras, enseña a todos que, cuando hacen sus ofrendas 
en el altar, hay que acercarse con temor de Dios, con sinceridad, 
con justicia y con concordia. Aquel hombre que ofrecía a Dios con 
tal voluntad, con razón vino a ser él mismo después ofrenda 
sacrificada a Dios15, de modo que, encabezando el primero la 
legión de mártires, diese principio con el brillo de su sangre a la 
pasión del Señor el que abundaba en la justicia y paz del Señor. 
Estos hombres serán coronados por el Señor, éstos serán 
vengados en el día del juicio por el mismo Señor. Por el contrario, 
los pendencieros y desavenidos y los que no están en paz con sus 
hermanos, según lo que nos certifica el santo Apóstol y la Sagrada 
Escritura, ni aun cuando fueren sacrificados por el nombre de 
Cristo podrán evadirse de la acusación de dividir a los hermanos; 
porque, como está escrito: «El que aborrece a su hermano es un 
homicida16 y el homicida no puede lograr el reino de los cielos ni 
vivir con Dios17. ¡No puede estar con Cristo el que prefirió imitar a 
Judas antes que a Cristo! ¿Qué pecado no será el que no puede 
borrarse ni con el bautismo de sangre? ¿qué pecado no será el 
que no puede expiarse ni con el martirio? 


III. ORÍGENES
(Sobre la oración, XXVIII 1-10)
·ORIGENES/PATER PATER/ORIGENES

Sobre las «deudas» dice también el apóstol: «Pagad a todos los 
que debéis: a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a 
quien temor, temor; a quien honor, honor. No estéis en deuda con 
nadie, sino amaos los unos a los otros»18. Estamos, pues, en 
deuda, y tenemos que cumplir ciertas obligaciones, no sólo dando, 
sino también hablando con benignidad y realizando determinadas 
obras. Más aún, en cierto modo debemos sentirnos inclinados 
hacia los damas. Y estas deudas o las pagamos cumpliendo las 
prescripciones de la ley divina, o despreciando la sana razón no 
las pagamos, y quedamos deudores. De modo semejante se ha de 
pensar con respecto a nuestras deudas para con los hermanos, ya 
se trate de los que mediante las palabras de religión han sido 
regenerados con nosotros en Cristo, ya de los que son hijos de 
nuestro mismo padre o de nuestra misma madre. Existe también 
una deuda respecto a los ciudadanos y asimismo una deuda 
común para con todos los hombres; una deuda para con los 
huéspedes y otro para con las personas de edad; otra, en fin, para 
con algunos a los que es justo honrar como a hijos o hermanos. 
Así, pues, el que no hace lo que se debe cumplir con el hermano, 
queda deudor de lo que ha omitido. Asimismo, si dejamos de hacer 
a los hombres aquellas cosas, que por el humanitario espíritu de 
sabiduría es conveniente que les hagamos, más considerable es 
nuestra deuda. 
También en lo que atañe a nosotros debemos usar 
adecuadamente nuestro cuerpo, sin desgastar las carnes por la 
voluptuosidad. Debemos ocuparnos preferentemente de nuestra 
alma y atender a la elevación de nuestros pensamientos y de 
nuestras palabras, para que no sean punzantes, sino útiles y en 
modo alguno ociosas; y si no hacemos lo que debemos para con 
nosotros mismos, más grave se hace nuestra deuda. 
Y además, por ser nosotros la mayor obra de Dios e imagen 
suya, debemos guardarle a él un afecto y amor salido del corazón 
y profesado con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra mente. 
Y si no lo hacemos seremos deudores de Dios, pecando contra el 
Señor. ¿Y quién intercederá por nosotros en este caso? «Si un 
hombre ofende a otro hombre, está de por medio Dios para 
salvarle; pero si el hombre ofende al Señor ¿de quién puede 
esperar la intervención?»19 [...]. Somos también deudores de 
Cristo, que nos rescató con su propia sangre, lo mismo que un 
siervo es deudor de quien le compra, que al fin no hace más que 
dar dinero por él. Tenemos también para con el Espíritu santo una 
deuda que solventar: guardándonos de «entristecer a aquél, en 
quien hemos sido sellados para el día de la redención»20, y no 
contristándolo, llevamos los frutos reclamados por nosotros, 
ayudándonos él mismo y vivificando nuestra alma. 
Además, aunque no sepamos con precisión cuál es el ángel 
custodio de cada uno de nosotros, que contempla siempre el 
rostro del Padre que está en los cielos21, es, no obstante, claro 
para quien lo considere, que también a él le somos deudores. 
Asimismo si somos «espectáculo para el mundo, para los ángeles y 
para los hombres»22, se ha de saber que así como el que sale en 
el teatro tiene obligación de decir o hacer estas cosas y aquellas 
otras a la vista de los espectadores, y si no las hiciera es castigado 
por comportarse indebidamente con el auditorio, así nosotros a 
todo el mundo, a todos los ángeles y al género humano les 
debemos aquellas cosas que la sabiduría, si quisiéramos, nos 
enseñará. 
Aparte de todas estas obligaciones de carácter universal, hay 
una deuda de la viuda atendida por la iglesia; y también otra 
deuda del diácono y otra deuda del presbítero; y la deuda del 
obispo es gravísima, y de no solventarla, el Salvador de toda la 
iglesia lo llamará a juicio. También el apóstol se refiere al débito 
mutuo de marido y mujer cuando dice: «El marido pague a la mujer 
e igualmente la mujer al marido», y añade: «no os defraudéis el 
uno al otro»23. Y ¿para qué va a ser preciso que diga yo las 
deudas que pesan sobre nosotros, si cada lector podrá colegirlas 
de lo que se ha dicho? Ciertamente no puede suceder que, 
estando en esta vida día y noche, no se tenga alguna deuda. 
Mas si se contrae una deuda, o se paga o se defrauda; y esto sí 
que puede suceder en esta vida: que se pague la deuda o que no 
se pague, ofreciéndose aquí una gran variedad de matices. Pues 
hay personas, que a nadie deben; las hay que pagan mucho, 
debiendo poco; otros pagan poco, debiendo mucho; y alguno hay, 
quizá, que, debiéndolo todo, no pague nada. Y aquél que todo lo 
pagó, al punto de no deber nada al presente, esto le sirve: más 
precisa del perdón de deudas anteriores; y este perdón lo puede 
lógicamente conseguir quien por algún tiempo se esfuerza en 
solventar las deudas, a las que se veía sometido. Además, las 
acciones fuera de ley, impresas en nuestra alma, vienen a ser 
como un «acta de decretos contra nosotros», por la que, como si 
se tratara de documentos por así decir autógrafos, se nos juzgará; 
porque «todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo»24, 
«para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho por el 
cuerpo, bueno o malo»25 [...]. Y si son tantos los acreedores, 
cierto que también hay algunos que nos deben a nosotros. Porque 
unos nos deben como a hombres, otros como a ciudadanos, otros 
como a padres, algunos como a hijos; como a esposos, las 
mujeres; y como a amigos, los amigos. 
Si, pues, algunos de los muchos deudores se comportasen 
menos diligentemente en cumplir los deberes que les obligan con 
nosotros hemos de actuar con ellos humanitariamente. Tampoco 
debemos acordarnos de las injurias, antes recordar nuestras 
propias deudas, que frecuentemente dejamos de pagar no sólo a 
los hombres sino al mismo Dios. Porque el recuerdo de las deudas 
escamoteadas por nosotros en el tiempo pasado nos hará más 
indulgentes con quienes nos deben y no nos pagan, máxime si no 
olvidamos nuestras ofensas contra Dios ni la iniquidades 
proferidas contra el Altísimo, bien por ignorancia de la verdad, bien 
por impaciencia en las adversidades que nos sobrevinieron. Y si 
no queremos ser indulgentes con nuestros deudores, habremos de 
soportar lo mismo que el que no perdonó los cien denarios a su 
compañero: cuando ya se había perdonado su deuda, [...] el señor 
ordena que se le encadene y le exige lo que le había condonado 
diciéndole: «Mal siervo, ¿no era de ley que tuvieses tú piedad de 
tu compañero, como la tuve yo de ti?; Metedlo en la cárcel, hasta 
que pague toda su deuda!»; a lo que añade el Señor: «así hará 
con vosotros mi Padre celestial, si no perdonase cada uno a su 
hermano de todo corazón»26.
Hay que perdonar a los que afirman estar arrepentidos de las 
ofeansas que nos hicieron, aunque esta actitud la adopte 
repetidas veces el que algo nos debe. Porque dice el Señor: «Si 
siete veces al día peca contra ti tu hermano y siete veces se 
vuelve a ti diciéndote: me arrepiento, le perdonarás»27. Y si no se 
arrepiente no somos nosotros los duros contra ellos, sino ellos 
mismos se perjudican: «Pues el que tiene en poco la corrección, se 
menosprecia a sí mismo»28. Más aún, cuando esto sucede hay 
que procurar por todos los medios que la curación llegue a quien 
es tan perverso, que ni siquiera percibe sus propios males, 
embriagado y obcecado [...] por las tinieblas de la maldad. 
Lo que dice san Lucas: «perdónanos nuestros pecados»—ya 
que los pecados se originan al no pagar lo que debemos—, eso 
mismo lo dice san Mateo: «perdónanos nuestras deudas», lo que 
no parece referirse a quien sólo quiera perdonar a sus deudores 
arrepentidos, ya que aduce la prescripción del Salvador de que 
añadiéramos en la oración: «puesto que nosotros perdonamos a 
todos nuestros deudores». Todos, por tanto, tenemos la facultad 
de perdonar los pecados que van dirigidos contra nosotros, como 
aparece claro de la expresión: «así como nosotros perdonamos a 
nuestros deudores»; y de la otra: «puesto que nosotros 
perdonamos, a todos nuestros deudores». Mas aquél, sobre quien 
Jesús sopló como sobre los apóstoles y que puede por sus frutos 
manifestar que ha recibido el Espíritu santo29, y que se ha hecho 
espiritual, porque se conduce por el Espíritu de Dios al modo del 
Hijo de Dios en todo lo que razonablemente se ha de hacer, éste 
(=el sacerdote) perdona lo que perdonaría Dios, y retiene los 
pecados incurables, sirviendo [...] también él al único que tiene 
potestad de perdonar, que es Dios. 
Estas son las palabras que en el evangelio de san Juan nos 
hablan del perdón, que han de otorgar los apóstoles: «Recibid el 
Espíritu santo, a quienes perdonareis los pecados les serán 
perdonados y a quienes se los retuviereis les serán retenidos»30. 
Si estas palabras se reciben sin ponderar, se acusaría a los 
apóstoles de no perdonar a todos en una especie de amnistía 
general y de retener a algunos sus pecados, con lo que a causa 
de ellos Dios también se los retiene. Será, pues, útil tomar 
ejemplos de la ley, para que se entienda el perdón de pecados, 
que Dios otorga a los hombres por medio de los hombres. 
Se prohibe a los sacerdotes de la ley ofrecer el sacrificio por 
determinados delitos, para que se perdonen. Y jamás el sacerdote, 
que tiene potestad de perdonar algunas faltas involuntarias o de 
ofrecer sacrificios por los delitos, ofrecerá sacrificio por el adulterio 
o por el homicidio voluntario o por cualquier delito o pecado mayor. 
De la misma manera los apóstoles, y los sacerdotes a semejanza 
de ellos, instruidos por el gran pontífice en la disciplina del culto 
divino y enseñados por el Espíritu, saben por qué pecados y 
cuándo y cómo convenga ofrecer el sacrificio; y también conocen 
por qué otros pecados no convenga. [...] Hay algunos que no sé 
cómo se arrogan lo que supera a la dignidad sacerdotal—ni tienen 
quizá la ciencia sacerdotal—y se glorían como si pudieran 
perdonar la idolatría, los adulterios y las fornicaciones. ¡Como si 
con tal de orar por quienes tales males cometieron se hubiera de 
perdonar también «el pecado, que lleva a la muerte»! Sin duda 
que no han reparado en la frase: «Hay un pecado de muerte, y no 
es por éste por el que digo yo que se ruegue»31 [...]. 


IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XX111, 16)
·CIRILO-DE-J/PATER PATER/CIRILO-DE-J

Pues tenemos muchos pecados. Porque pecamos con la palabra 
y con el pensamiento y hacemos muchas cosas dignas de 
condenación. Y «si decimos que no tenemos pecado, 
mentimos»32. Y hacemos un pacto con Dios, rogándole que nos 
perdone nuestros pecados, como nosotros perdonamos a nuestros 
prójimos sus deudas. Ponderando pues, qué es lo que recibimos, 
en lugar de lo que damos, no dudemos ni rehusemos perdonarnos 
mutuamente. Las ofensas hechas contra nosotros son pequeñas, 
leves y fáciles de borrar; las hechas por nosotros contra Dios son 
grandes y sólo capaces de ser absueltas por su amor a los 
hombres. ¡Cuida, pues, no sea que por pequeños y leves pecados 
contra ti, te cierres el perdón de gravísimos pecados hechos 
contra Dios! 


V. SAN GREGORIO NISENO
(De orat. domin., V (PG 44 1177A- 1192A))
·GREGORIO-NISA/PATER PATER/GREGORIO-NISA

La oración dominical alcanza ahora su punto culminante, pues 
muestra cómo debe ser aquél que se acerca a Dios: casi ya no un 
hombre sino semejante al mismo Dios, al realizar lo que sólo Dios 
puede hacer. El perdón de los pecados, en efecto, es propio y 
peculiar de Dios, segun lo escrito: «Nadie puede perdonar los 
pecados, sino Dios»33. Si, pues, un hombre imita en su propia vida 
lo característico de la naturaleza divina, deviene de algún modo 
aquello que visiblemente imita. 
¿Qué enseña entonces la Palabra? Ante todo, que [...] pidamos 
perdón de las ofensas alguna vez cometidas; [...] que sea 
benefactor quien al benefactor se acerca; bueno, quien al bueno; 
justo, quien al Justo; paciente, quien al paciente; filántropo, quien 
al filántropo [...]. Por tanto, quien no perdona a su deudor, se aleja 
de la semejanza divina con sus costumbres y hechos. [...] ¿Ves a 
qué altura eleva el Señor a sus oyentes, por medio de esta 
oración, cambiando en cierto modo la naturaleza humana en la 
condición divina y determinando que devengan dioses quienes se 
acercan a Dios? ¿Por qué te acercas a Dios servil y 
escrupulosamente? [...]. Sé tú tu mismo juez; dicta tú tu sentencia: 
deseando ser perdonado por Dios, perdona tú [...], pues lo que tú 
hagas, será confirmado por el juicio divino. 
Pero, ¿quién puede explicar dignamente la amplitud de [...] las 
palabras: «perdónanos nuestras deudas, como también nosotros 
hemos perdonado a nuestros deudores»? Pues lo que llego a 
pensar de ellas es temerario no sólo pensarlo sino también 
formularlo. Dicen, en efecto, que así como Dios es propuesto por 
modelo de los que obran rectamente [...], así, viceversa, ¡quiere 
que tu disposición devenga para Dios un ejemplo hacia el bien!; y 
se invierte en cierto modo el orden, para que nos atrevamos a 
esperar el futuro bien, que ya se realizó en nosotros mediante la 
imitación de la naturaleza divina; para que Dios imite nuestros 
hechos, cuando hayamos realizado algo bueno; para que tú digas 
a Dios: «¡Haz lo que hice...!; perdoné las deudas: no me las exijas 
tú; no rechacé al suplicante: tampoco rechaces tú a quien te 
suplica [...]; mostré gran misericordia para con el prójimo: imita tú, 
Señor, la caridad de tu siervo». 
[ ..] Si, pues, es cierto que debemos ofrecer a Dios súplicas por 
su misericordia y perdón, preparemos a nuestra conciencia una 
filial confianza, anteponiendo nuestra vida como abogada de 
nuestra oración y digamos con verdad: «como también nosotros 
hemos perdonado a nuestros deudores». 


VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos, V 4, 27-28)
·AMBROSIO/PATER PATER/AMBROSIO

¿Qué es la «deuda» sino el pecado? Pues si no hubieres 
recibido dinero de un usurero extraño, no te encontrarías en la 
miseria. Pero por esto se te imputa el pecado: recibiste dinero y 
naciste rico; eras rico, porque fuiste creado a imagen y semejanza 
de Dios34; has perdido cuanto poseías, es decir, la humildad, 
cuando deseaste reclamar tu autonomía, perdiendo tu dinero 
quedando desnudo como Adán; contrajiste con el diablo una 
deuda, que no te era necesaria; tú, que eras libre en Cristo, te 
hiciste deudor del diablo. Tu enemigo tenía tu recibo, pero el 
Señor lo crucificó consigo y lo borró con su sangre35; canceló tu 
deuda y te devolvió la libertad. Es, por tanto, justo cuando dice: 
«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a 
nuestros deudores». Piensa bien lo que dices: «así como yo 
perdono, perdóname también tú». Si perdonas, con razón pides 
que él te perdone. Pero si no perdonas, ¿cómo pretendes su 
perdón? 


VII. TEODORO DE MOPSUESTIA
(Hom. Xl, 15-16)
·TEODORO-MOP/PATER PATER/TEODORO-MOP

Puesto que, aunque sea grande nuestra aplicación a la virtud, 
no podemos en absoluto estar libres de pecado quienes tantas 
veces, sin quererlo, estamos obligados a caer, a causa de la 
debilidad de la naturaleza, encontró él solícitamente un remedio a 
esto en la petición sobre el perdón, aun cuando no la dijo sólo por 
eso. «Si—dice—os aplicáis al bien y os esforzáis en ello, si no 
queréis pedir nada superfluo sino tener el uso de lo necesario, 
debéis tener confianza de recibir el perdón de vuestros pecados, 
pues tales pecados son ciertamente involuntarios». Quien 
efectivamente se aplica al bien y cuida de deshacerse del mal, es 
claro que no ha caído voluntariamente ¿Cómo habrá querido caer, 
quien detesta el mal y quiere el bien? Es, pues cierto, que los 
pecados de ese hombre son involuntarios y que recibirá el perdón 
de ellos. Añadiendo: «como también nosotros hemos perdonado a 
nuestros deudores», muestra que debemos tener confianza en que 
nos será concedido el perdón de tales (pecados), si también 
nosotros, según nuestras fuerzas, hacemos lo mismo con quienes 
nos hayan ofendido. Puesto que, tras haber nosotros escogido el 
bien y habernos alegrado en él, pecamos muchas veces contra 
Dios y contra los hombres, es bueno que Dios haya encontrado 
remedio a estos dos males en el perdón que nosotros otorgamos a 
quienes nos ofenden teniendo firme confianza que también 
nosotros recibiremos igualmente de Dios el perdón de nuestros 
pecados. Porque así como cuando pecamos es preciso que, 
arrodillados, supliquemos a Dios el perdón, así tamblen 
perdonamos nosotros a quienes nos ofenden y piden perdón 
¡Acojamos caritativamente a quienes de algún modo nos han 
ofendido o afligido! [...] Nuestro Señor nos ha prescrito, 
claramente, pedir perdón, a condición de que también nosotros 
hayamos perdonado a quienes nos han ofendido. 


VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre san Mateo, XIX 5-6)
·JUAN-CRISO/PATER PATER/JUAN-CRISO

Como sea un hecho que, aun después del baño de la 
regeneración pecamos, danos también aquí el Señor una gran 
prueba de su amor, mandándonos que vayamos a pedir perdón de 
nuestros pecados al Dios misericordioso y le digamos así: 
«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a 
nuestros deudores». ¡Mirad el exceso de su amor! Después de 
librarnos de tamaños males, después de regalarnos un don de 
inefable grandeza, todavía se digna concedernos el perdón de 
nuestros pecados. Pues, que esta súplica convenga a los fieles, no 
sólo nos lo enseñan las leyes de la iglesia, sino el preludio mismo 
de la oración. Un catecúmeno, en efecto, no podia llamar Padre a 
Dios. Si, pues, esta oración conviene a los fieles y éstos piden que 
se les perdonen sus pecados, es evidente que tampoco después 
del bautismo se nos quita el beneficio de la penitencia. Si no 
hubiera sido eso lo que quiso mostrarnos, tampoco nos hubiera 
mandado pedir perdón en la oración. Mas cuando él nos recuerda 
nuestros pecados, y nos manda pedir perdón de ellos, y nos 
enseña la manera de alcanzarlo, y nos allana el camino para ello, 
es evidente que, si nos puso por ley orar así, es porque sabia, y 
así nos lo mostraba, que, aun después del bautismo, podíamos 
lavarnos de nuestras culpas. Con el recuerdo de nuestros 
pecados, nos persuade la humildad; al mandarnos perdonas 
nosotros a los demás, nos libra de todo resentimiento; con la 
promesa de que, a cambio de ello, Dios nos perdonará a nosotros, 
dilata nuestra esperanza, a la vez que nos enseña a meditar sobre 
la bondad inefable de Dios.
Una cosa es menester que notemos aquí señaladamente, a 
saber: en cada una de las anteriores palabras y peticiones de la 
oración, el Señor nos ha dado como un compendio de toda virtud 
y, por ende, quedaba ya eliminado todo resentimiento. Así, 
santificar el nombre de Dios, obra es de consumada perfección; y 
lo mismo significa el cumplir su voluntad; y poder llamar Padre a 
Dios, señal es de vida irreprochable. En todo ello se comprendía 
suficientemente nuestro deber de calmar nuestra ira contra 
quienes nos hubieran ofendido. 
Sin embargo, no se contentó el Señor con eso, sino que quiso 
mostrarnos cuánto interés tiene en ello: lo puso particularmente y, 
después de la oración, no hay mandamiento que recuerde tan 
frecuentemente como éste, diciendo así: «Si perdonareis vosotros 
a los hombres sus pecados, también a vosotros os perdonará 
vuestro Padre, que está en los cielos»36. Así, pues, en nuestras 
manos está el principio y de nosotros depende nuestro propio 
juicio. Para que nadie, por estúpido que sea, pueda reprocharle 
nada, ni pequeño ni grande, al ser juzgado, a ti, que eres el reo, te 
hace dueño de la sentencia: «Como tú—te dice—te juzgares a ti 
mismo, así te juzgaré yo; si tú perdonares a tu compañero, la 
misma gracia obtendrás tú de mí». 
A pesar de que no hay paridad de un caso a otro. Tú perdonas, 
porque necesitas ser perdonado; Dios te perdona sin necesitar de 
nada. Tú perdonas a un consiervo tuyo; Dios, a un siervo suyo. 
Tú, reo de mil crímenes; Dios, absolutamente impecable. Y, sin 
embargo, también aquí te da una prueba de su amor. Podía él, en 
efecto, perdonarte sin eso todas sus culpas; pero quiere además 
hacerte muchos beneficios, ofreciéndote mil ocasiones de 
mansedumbre y amor a tus hermanos, desterrando de ti toda 
ferocidad, apagando tu furor y uniéndote por todos los medios con 
quien es un miembro tuyo. 
¿Qué puedes, en efecto, replicar? ¿Que has sufrido una 
injusticia de parte de tu prójimo? ¡Claro! Eso es precisamente el 
pecado, pues si se hubiera portado contigo justamente, no habría 
pecado que perdonar. Mas tú también acudes a Dios para recibir 
perdón, y de pecados, sin duda, mayores. Y aun antes del perdón, 
se te hace una gracia no pequeña: se te enseña a tener alma 
humana, se te instruye en la práctica de la mansedumbre. Y, sobre 
todo eso, se te reserva una gran recompensa en el cielo: ¡No se te 
pedirá cuenta alguna de tus propios pecados! ¿Qué castigo, pues, 
no mereceríamos si, teniendo la salvación en nuestras manos, la 
desechamos? ¿Cómo mereceremos que se nos escuche en 
nuestros otros asuntos, cuando en los que dependen de nosotros 
no tenemos consideración con nosotros mismos? 


IX. SAN AGUSTIN
(1. Serm. Mont., II, VIII 28-29; 2. Serm., 56, 11-18)
·AGUSTIN/PATER PATER/AGUSTIN

1) [...] Es claro que el Señor llama deudas a los pecados, ya sea 
por aquello que él mismo dijo: «asegúrote de cierto que no saldrás 
de allí hasta que pagues el último cuadrante»37, ya sea porque 
llamó deudores a aquellos de quienes le fue anunciado que habían 
perecido así en la ruina de la torre, como también aquellos cuya 
sangre mezcló Herodes con la de los sacrificios38. Pues dijo que 
pensaban los hombres que aquellos eran deudores en gran 
manera, esto es, pecadores, y añadió: «En verdad os digo que si 
vosotros no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente»39. 
En consecuencia, no da aquí una orden obligando a perdonar a 
los deudores las deudas pecuniarias, sino todas aquellas cosas en 
que algunos nos hubiesen ofendido: porque lo relativo a perdonar 
dinero, más bien se nos manda en aquel otro precepto que se ha 
dicho arriba, a saber: «al que quiera armarte pleito para quitarte la 
túnica, alárgale también la capa»40; no se manda allí perdonar la 
deuda a todo deudor pecuniario, sino a aquel que no quisiere 
pagarla y llegase al extremo de querer también pleitear; pues dice 
el apóstol: «al siervo de Dios no le conviene litigar»41. Por 
consiguiente, ha de perdonarse la deuda de aquél que ni 
voluntariamente ni por requerimiento quiere devolver el dinero 
debido. Porque él rechazará pagar por una de dos razones: o 
porque no tiene dinero o porque es avaro y codicioso del bien 
ajeno; pero ambas cosas pertenecen a la indigencia, pues en el 
primer caso es la carencia de bienes naturales; y en el segundo, 
de voluntad; por tanto, quienquiera que perdona la deuda a tal 
deudor, perdona a un necesitado y obra cristianamente, 
cumpliendo aquella regla que prescribe tener el ánimo dispuesto 
para perdonar lo que se le adeuda. Mas, si modesta y 
mansamente emplea todos los medios conducentes para que se le 
pague, no mirando tanto al interés de recobrar el dinero como a 
corregir a un hombre al cual es ciertamente pernicioso tener con 
qué satisfacer la deuda y no reintegrarla, no solamente no pecará 
aquél, sino que aprovechará muchísimo también, para que el 
deudor que quiere lucrarse del dinero ajeno no padezca 
detrimento en la fe. De lo cual también se deduce que esta quinta 
petición, en la que decimos «perdónanos nuestras deudas», no se 
refiere al dinero precisamente, sino a que perdonemos todas 
aquellas cosas en que alguno peca contra nosotros, incluso en 
materia pecuniaria. Porque verdaderamente os ofende aquél que 
rehusa devolver el dinero que os debe, teniendo posibilidad para 
restituirlo; y si vosotros nos perdonáis este pecado, no podéis 
decir: «perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos»; 
mas si perdonáis, reconocéis que aquél a quien se manda orar de 
esta manera debe perdonar también las ofensas pecuniarias. 
Con razón puede añadirse que cuando decimos: «perdónanos 
nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros 
deudores», seremos entonces convencidos de haber traspasado 
esta regla, si rehusamos perdonar a aquellos que nos piden 
perdón, puesto que nosotros pidiendo perdón, deseamos ser 
perdonados por el benignísimo Padre celestial. Pero, además, en 
aquel precepto en que se nos manda orar por nuestros enemigos, 
no se nos manda orar por éstos que piden perdón, porque los que 
tienen esta disposición de ánimo, ya no son enemigos. Por otra 
parte, de ningún modo podrá uno decir con verdad que ora por 
aquél a quien no perdona. Por consiguiente, es necesario confesar 
que debemos perdonar todos los pecados que contra nosotros se 
cometen, si queremos que sean perdonados por el Padre celestial 
los que nosotros contra él hemos cometido [...]. 
2) Tampoco en esta posición es necesario exponer que pedimos 
por nosotros, ya que pedimos se nos perdonen las deudas, pues 
somos deudores no de dinero sino de pecados. Tal vez digas 
ahora: [...] «¿También vosotros, santos obispos, sois deudores»? 
¡También nosotros somos deudores! [...] No me baldono; digo la 
verdad: ¡somos deudores! «Si dijéramos que no tenemos pecado, 
a nosotros mismos nos engañamos, y la verdad no está en 
nosotros»42. Hemos sido baurizados y, con todo, somos deudores; 
no por haber quedado algo sin perdón en el bautismo, sino por 
contraer a diario algo que necesita diario perdón. Quienes mueren 
de recién bautizados, sin deuda suben al cielo [...]; pero cuando 
los bautizados continúan viviendo esta vida, contraen por efecto de 
la fragilidad mortal algo que les obliga, para evitar el naufragio, a 
desaguar su propia sentina; pues, si no se achica el agua de la 
nave, poco a poco entrará la suficiente para hundirla. Esto es 
vaciar la sentina: pedir perdón de las deudas. Y no sólo debemos 
orar, sino dar limosna, porque la sentina del navío se vacía 
trabajando con las voces y con las manos. Con las voces 
trabajamos cuando decimos: «perdónanos nuestras deudas, así 
como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; y con las 
manos, cuando hacemos lo de: «parte tu pan con el hambriento y 
al pobre sin albergue métele en tu casa»43. «Esconde la limosna 
en el corazón del pobre, y ella implorará por ti al Señor»44. 
Qué angustia no padeciéramos si, habiendo recibido el perdón 
de todos los pecados por el baño regenerador, no se nos diera la 
cotidiana limpieza de la santa oración! La limosna y la oración nos 
purifican de nuestros pecados, si los pecados no son tales que nos 
condenen a ser privados del «pan cotidiano»: deudas que llevan 
aparejada una cierta y severa condenación. No queráis llamaros 
justos, como si no tuvierais motivos para decir: «perdónanos 
nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros 
deudores». PECADOR/TODOS: Aun absteniéndose uno de 
astrologías, idolatrías y brujerías, aun no incurriendo en las 
añagazas de los herejes o partidismos cismáticos, aun sin cometer 
homicidios, adulterios y fornicaciones, hurtos y rapiñas, falsos 
testimonios y otros delitos que no menciono, y cuyas perniciosas 
derivaciones llegan a la prohibición de la comunión y tener que 
«atarle» a la vez «en la tierra y en el cielo» con ataduras que 
ponen a riesgo la salvación, de no serle «desatadas en la tierra y 
en el cielo»; aun evitando, digo, estos pecados, todavía no le 
faltan al hombre modos de pecar: pecan mirando con liviandad lo 
que no deben [...]; y cuando escuchas algo que no debes, aunque 
tú no lo digas, ¿no pecas con el oído?; [...] ¡y cuántos pecados no 
hace la lengua emponzoñada!; [...] no haga la mano el mal, no 
vaya el pie a cosa mala; [...] mas los pensamientos, ¿quién los 
reprime? Muchas veces, hermanos míos, durante la oración está el 
pensamiento lejos, parece olvidársenos ante quién estamos de pie 
o en suelo postrados. 
P-VENIAL/IMPORTANCIA: Ahora bien, si todas estas faltas se 
acumulan sobre nosotros, ¿no serán poderosas a estrujarnos, por 
menudas que sean? ¿qué más da te aplaste el plomo que la 
arena? El plomo es masa compacta; la arena se forma de granitos, 
pero su muchedumbre te sepulta. ¡Pecados leves! ¿No ves cómo 
de menudas gotas se desbordan los ríos y se llevan las tierras? 
Son pequeñas, ¡pero son muchas! 
Cuantas veces, por tanto, digamos: «perdónanos nuestras 
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», 
digámoslo de corazón y hagamos lo que decimos. Es una promesa, 
que le hacemos a Dios: pacto y convenio. Tu Señor Dios te dice: 
«Si perdonas tú, perdono yo. ¿No perdonas? Contra ti fallas, no 
yo». 
¡Carísimos hijos míos !: yo sé muy bien hasta qué punto dice 
relación con nosotros [...] esta petición, sobre todo [...]. Oid pues. 
Vais a ser bautizados: ¡perdonadlo todo!; quien guarde algún 
resentimiento contra otro, perdone de corazón. Entrad con estas 
disposiciones en la fuente bautismal, y estad seguros de que todo 
en absoluto se os perdonará: el pecado de origen, que os viene de 
Adán a través de vuestros padres, pecado éste por el que corréis 
con los párvulos a la gracia del Salvador; y lo que, viviendo, 
añadisteis por palabra, obra o pensamiento. Todo será perdonado, 
y saldréis de allí tan libres de vuestras deudas como si el Señor en 
persona os lo hubiera perdonado. 
ENEMIGO/PERDON PERDON/ENEMIGOS: Mas, volviendo a los 
pecados cotidianos, por los que os dije ser necesario decir 
«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a 
nuestros deudores», lo cual es un modo de purificación diaria, 
¿qué debéis hacer? Tenéis enemigos. ¿Quién habrá en el mundo 
sin enemigos? Mirad por vosotros, amándolos a ellos; porque no te 
hará el más fiero enemigo tanto daño como tú a ti, si no amas al 
enemigo. El puede perjudicarte: o en tu ganado, o en tu casa, o en 
tu siervo, o en tu sierva, o en tu hijo, o en tu mujer, o lo más, si le 
fuere permitido, en tu carne. ¿Puede acaso hacerte daño como tú 
a tu alma? Esforzaos, carísimos, por llegar a esta perfección; os 
conjuro a ello. Mas ¿puedo yo dárosla? Os la dará aquél a quien 
decís: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Sin 
embargo, no se os antoje imposible; yo sé [. . .] por experiencia 
que hay hombres cristianos que aman a sus enemigos. Si 
comenzáis por juzgarlo imposible, no lo haréis; persuadíos, sobre 
todo, de su posibilidad, y rogad se haga en vosotros la voluntad de 
Dios. Voluntad de Dios es que perdonéis a vuestros enemigos; 
rogadle, pues, os otorgue la virtud de perdonarlos. Si en tu 
enemigo no hubiera cosa mala, no seria enemigo tuyo. ¿Qué 
provecho te granjea su maldad? Deséale, pues, el bien; desea 
ponga fin al mal, y dejará de ser enemigo tuyo. No es, en efecto, 
su naturaleza humana, sino la culpa quien en su persona es tu 
enemigo. ¿Es enemigo tuyo por su alma y carne? Es lo mismo que 
tú: tienes alma y tiene alma, tienes cuerpo y tiene cuerpo, es 
consubstancial a ti, habéis sido hechos de tierra semejantes, 
ambos fuisteis dotados de alma por Dios. Es lo mismo que tú; 
mírale como a hermano. Nuestros primeros padres fueron Adán y 
Eva: Adán, padre; Eva, madre; luego nosotros somos hermanos. 
Dejemos a un lado el primer origen. Dios, Padre; la iglesia, madre; 
luego somos hermanos. «Pero mi enemigo es pagano, es judío, es 
hereje», es, en fin, uno de los que hablé al exponer la petición 
«hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». ¡Oh iglesia! 
Tu enemigo es pagano, judío, hereje: es la tierra. Si, pues, tú eres 
el cielo, invoca al Padre, que está en los cielos, y ora por tus 
enemigos; que también Saulo era enemigo de la iglesia, y se oró 
por él y se hizo amigo. No sólo dejó de ser perseguidor, sino que 
vino a ser laborioso colaborador. Y, si bien lo miras, se oró contra 
él, contra su malicia, no contra su naturaleza. Ora también tú 
contra la malicia de tu enemigo: muera ella y viva él. Porque, si 
muere tu enemigo, quedarás sin enemigo, mas tampoco tendrás 
un amigo. Si, en cambio, muriera su malicia, pierdes un enemigo y 
hallas un amigo. 
Todavía decís: «Pero ¿quién puede tanto? ¿Quién hizo cosa 
tal». ¡Hágalo Dios en vuestros corazones! También lo sé yo: ¡lo 
hacen pocos! ¡algunas almas próceres de gran espiritualidad! ¿Lo 
son, acaso, en la iglesia todos los fieles que se llegan al altar para 
recibir el cuerpo y sangre de Cristo? ¿Lo son todos? Y, sin 
embargo, todos dicen «perdónanos nuestras deudas, así como 
nosotros perdonamos a nuestros deudores». ¿Qué fuera si les 
respondiese Dios: «por qué me pedís haga lo que prometí, si 
vosotros no hacéis lo que mandé? ¿qué prometí?: perdonar 
vuestras deudas. ¿Qué mandé?: que perdonéis también vosotros 
a vuestros deudores. ¿Cómo podéis hacer esto, si no amáis a los 
enemigos?». ¿Qué haremos, hermanos? ¿Tan reducida es la grey 
de Cristo, si únicamente deben decir: «perdónanos nuestras 
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», 
quienes aman a los enemigos? Ni sé qué me haga ni sé qué me 
diga. ¿Os diré que no oréis, si no amáis a vuestros enemigos? No 
me atrevo; orad, más bien, para lograr ese amor. ¿Os diré que si 
no amáis a vuestros enemigos, suprimáis en la oración lo de 
«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a 
nuestros deudores»? Imaginad que os digo: «no lo digáis». Pero, 
si no lo decís, no se os perdonan: si lo decís y no lo hacéis, 
tampoco se os perdonan. Luego, ¡dígase y hágase, para que os 
perdonen! 
Algo veo por donde consolar, no al menguado número de los 
cristianos buenos, sino a la muchedumbre toda, y sé qué estáis 
anhelando oírlo. Cristo dijo: «perdonad para que se os 
perdone»45. Y en la oración, ¿qué decís vosotros? Lo que 
venimos exponiendo [...]: perdónanos, Señor, como nosotros 
perdonamos. Es decir: «perdona, ¡oh Padre que estás en los 
cielos!, nuestros pecados, al modo que también nosotros 
perdonamos a los que nos han ofendido». He ahí, en efecto, lo 
que debéis hacer, so pena de condenaros: perdonar en seguida al 
enemigo, que os pida perdón. ¿Es mucho eso para vosotros? Te 
resultaba excesivo amar al enemigo, cuando te vejaba; ¿es mucho 
para ti amar a un hombre, que se te humilla? ¿qué dices? Te 
vejaba, y le respondías odiándole. Yo hubiera deseado que ni aun 
entonces le aborrecieses; yo hubiera preferido que, al ser victima 
de sus malos tratos, te acordases del Señor cuando dijo: «Padre, 
perdónalos, porque no saben lo que hace»46. ¡Qué más podría yo 
desear sino que aun entonces, cuando el enemigo te ofendía, 
volvieras los ojos a tu Señor Dios, que tal hizo! 
Pero acaso me digas: «eso lo hizo él por ser el Señor, el Hijo de 
Dios, el Unigénito, el Verbo, que se hizo carne, ¿cómo he yo de 
hacerlo, malo y sin fuerza que soy». Si tu Señor es demasiado 
para ti, piensa en tu consiervo. Apedreaban a san Esteban, y entre 
las pedradas doblaba las rodillas y oraba por los enemigos, 
diciendo: «Señor, no les imputes este pecado»47. Le arrojaban 
piedras, no le pedían perdón; más él oraba por ellos. Así te quiero 
yo a ti: ¡anímate! ¿Por qué andas siempre con el corazón a la 
rastra? Oye lo de: «¡arriba el corazón», ¡estírate! ¡ama a los 
enemigos! Si no puedes amarle cuando te maltrata, ámale siquiera 
cuando te pide perdón. Ama al hombre que te dice: «¡hermano, 
pequé, perdóname». Si en tal coyuntura no le perdonas, no digo te 
borras del corazón la oración, digo que serás borrado del libro de 
Dios. [...] Lo suplica, pide perdón: perdónale sin vacilaciones; que, 
de no perdonarle, no es a él, sino a ti, a quien perjudicas. El sabe 
qué ha de hacer: consiervo suyo tú, si no perdonas a tu consiervo, 
él se irá a vuestro común Señor y le dirá «Señor, he rogado a mi 
consiervo que me perdonase, y no quiso perdonarme; perdóname 
tú. ¿Acaso no es Iícito al Señor relevar de sus deudas a un siervo 
tuyo»? Y, recibido el perdón, él sale perdonado ante su Señor y tú 
quedas debiendo. ¿Cómo debiendo? Llegará el tiempo de la 
oración, llegará el tiempo de decir: «perdónanos nuestras deudas, 
así como perdonamos nosotros a nuestros deudores», y el Señor 
te replicará: «¡siervo injusto!: aun debiendo tanto, me suplicaste y 
te perdoné; ¿no era razón fueses a tu vez compasivo para tu 
camarada, según lo fui yo contigo?»48. Palabras del evangelio, no 
de invención mía. Si, pues, rogado, perdonares a quien te ruega, 
puedes ya decir esta oración. Aunque no te halles capaz de amar 
a quien te hace daño, con todo puedes decir: «perdónanos 
nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros 
deudores». 


X. SANTA TERESA DE JESUS
(Camino de perfección, cap. 36)
·TEREJ/PATER PATER/TEREJ

Pues viendo nuestro buen Maestro que con este manjar celestial 
todo nos es fácil, si no es por nuestra culpa, y que podemos 
cumplir muy bien lo que hemos dicho al Padre de que se cumpla 
en nosotros su voluntad, dícele ahora que nos perdone nuestras 
deudas, pues perdonamos nosotros [...] Miremos, hermanas, que 
no dice «como perdonaremos» [...], porque entendamos que quien 
pide un don tan grande como el pasado, y quien ya ha puesto su 
voluntad en la de Dios, que ya esto ha de estar hecho; y así dice: 
«como nosotros las perdonamos». Asi que quien de veras hubiere 
dicho esta palabra al Señor, fiat voluntas tua, todo lo ha de tener 
hecho, con la determinación, al menos. Veis aquí cómo los santos 
se holgaban con las injurias y persecuciones, porque tenían algo 
que presentar al Señor cuando le pedían. ¿Qué hará una tan 
pobre como yo, que tan poco ha tenido que perdonar y tanto hay 
que se me perdone? Cosa es ésta, hermanas, para que miremos 
mucho en ella; que una cosa tan grave y de tanta importancia 
como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas, que 
merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es 
que perdonemos; y aun de esta bajeza tengo tan pocas que 
ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar; aquí cabe 
bien vuestra misericordia. Bendito seáis vos, que tan pobre me 
sufrís, que lo que vuestro Hijo dice en nombre de todos, por ser yo 
tal y tan sin caudal, me he de salir de la cuenta. 
ORGULLO/VANIDAD VANIDAD/ORGULLO: Mas, Señor, mío, ¿si 
habrá algunas personas que me tengan compañía y no hayan 
entendido esto? Si las hay, en vuestro nombre les pido yo que se 
les acuerde de esto, y no hagan caso de unas cositas que llaman 
agravios, que parece hacemos casas de pajitas, como los niños, 
con estos puntos de honra. ¡Oh válgame Dios, hermanas, si 
entendiésemos qué cosa es honra y en qué está perder la honra! 

[...] Mas mirad, hermanas, que no nos tiene olvidadas el 
demonio; también inventa sus honras en los monasterios, y pone 
sus leyes, que suben y bajan en dignidades como los del mundo. 
Los letrados [...]: el que ha llegado a leer teología, no ha de bajar 
a leer filosofía, que es un punto de honra, que está en que ha de 
subir y no bajar, y aun si se lo mandase la obediencia, lo tendría 
por agravio [...]; y luego el demonio descubre razones que aun en 
ley de Dios parece lleva razón. Pues entre nosotras, la que ha sido 
priora, ha de quedar inhabilitada para otro oficio más bajo [...]. 
Cosa es para reír, o para llorar, que lleva más razón [...] ¡Oh 
Señor, Señor! ¿Sois vos nuestro dechado Maestro? Sí, por cierto. 
¿Pues en qué estuvo vuestra honra, honrador nuestro? No la 
perdisteis, por cierto, en ser humillado hasta la muerte; no, Señor, 
sino que la ganasteis para todos. 
¡Oh, por amor de Dios, hermanas!, que llevamos perdido el 
camino, porque va errado desde el principio y plegue a Dios que 
no se pierda algún alma por guardar estos negros puntos de 
honra, sin entender en qué está la honra. Y vendremos después a 
pensar que hemos hecho mucho, si perdonamos una cosita de 
estas, que ni era agravio, ni injuria, ni nada; y muy como quien ha 
hecho algo, vendremos a que nos perdone el Señor, pues hemos 
perdonado. Dadnos, mi Dios, a entender que no nos entendemos y 
que venimos vacías las manos, y perdonadnos vos por vuestra 
misericordia [...]. 
Mas ¡qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del 
Señor! Pues pudiera el buen Jesús ponerle delante otras, y decir: 
perdonadnos, Señor, porque hacemos mucha penitencia, o porque 
rezamos mucho, y ayunamos y lo hemos dejado todo por vos, y os 
amamos mucho y no dijo porque perderíamos la vida por vos, y, 
como digo, otras cosas que pudiera decir, sino sólo porque 
perdonamos. Por ventura, como nos conoce por tan amigos de 
esta negra honra, y como cosa más dificultosa de alcanzar de 
nosotros, y más agradable a su Padre, la dijo, y se la ofrece de 
nuestra parte. 
Pues tened mucha cuenta, hermanas, con que dice: «como 
perdonamos», ya como cosa hecha, como he dicho. Y advertid 
mucho en esto, que cuando de las cosas que Dios hace merced a 
un alma en la oración [...] de contemplación perfecta, no sale muy 
determinada, y, si se le ofrece, lo pone por obra de perdonar 
cualquier injuria, por grave que sea, no estas naderías que llaman 
injurias [no fie mucho de su oración]; que al alma que Dios llega a 
si en oración tan subida, no llegan [las injurias] ni se le da más ser 
estimada que no. 
[...] De estas personas está muy lejos estima suya de nada; 
gustan entiendan sus pecados, y de decirlos cuando ven que 
tienen estima de ellos. Así les acaece de su linaje, que ya saben 
que en el reino que no se acaba, no han de ganar por aquí. Si 
gustasen ser de buena casta, es cuando para más servir a Dios 
fuera menester; cuando no, pésales los tengan por más de lo que 
son, y sin ninguna pena desengañan, sino con gusto. Es el caso 
que debe ser a quien Dios hace merced de tener esta humildad y 
amor grande a Dios, que, en cosa que sea servirle más, ya se 
tiene a si tan olvidado, que aún no puede creer que otros sienten 
algunas cosas ni lo tienen por injuria. 
Estos efectos que he dicho, a la postre son de personas ya más 
llegadas a perfección, y a quien el Señor muy ordinario hace 
mercedes de llegarle a si por contemplación perfecta. Mas lo 
primero, que es estar determinados a sufrir injurias, y sufrirlas, 
aunque sea recibiendo pena, digo que muy en breve lo tiene quien 
ya [tiene] esta merced del Señor de tener oración hasta llegar a 
unión; y que si no tiene estos efectos y sale muy fuerte en ellos de 
la oración, crea que no era la merced de Dios, sino alguna ilusión y 
regalo del demonio, porque nos tengamos por más honrados. 
Puede ser que al principio, cuando el Señor hace estas 
mercedes, no luego el alma quede con esta fortaleza; mas digo 
que si la continúa a hacer, que en breve tiempo se hace con 
fortaleza, y ya que no la tenga en otras virtudes, en esto de 
perdonar sí. No puedo yo creer que alma que tan justo llega de la 
misma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha 
perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad, y 
quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió; porque 
tiene presente el regalo y merced que le ha hecho, adonde vio 
señales de grande amor, y alégrase se le ofrezca en qué mostrarle 
alguno. 
Torno a decir que conozco muchas personas que las ha hecho 
el Señor merced de levantarlas a cosas sobrenaturales, dándoles 
esta oración o contemplación que queda dicha; y aunque las veo 
con otras faltas e imperfecciones, con ésta no he visto ninguna, ni 
creo la habrá, si las mercedes son de Dios, como he dicho. El que 
las recibiere mayores, mire en sí cómo van creciendo estos 
efectos; y si no viere en sí ninguno, témase mucho, y no crea que 
esos regalos son de Dios, como he dicho, que siempre enriquece 
el alma adonde llega. Esto es cierto, que aunque la verdad y 
regalo pase presto, que se entiende despacio en las ganancias 
con que queda el alma; y como el buen Jesús sabe bien esto, 
determinadamente dice a su Padre santo «que perdonamos a 
nuestros deudores». 


XI. CATECiSMO ROMANO
(IV, VI 1-22)
PATER/CATECISMO-ROMANO

1. Significado de esta petición
Todo cuanto nos rodea en la vida y en la creación nos habla a 
gritos de la omnipotencia, sabiduría y bondad infinitas de Dios; 
pero nada testimonia y demuestra tan profunda y luminosamente 
su infinita misericordia para con nosotros, como el misterio inefable 
de la pasión de Cristo, de donde brotó la fuente perenne de la 
gracia que purifica nuestros pecados. Ser sumergidos y purificados 
en esta divina fuente es lo que pedimos cuando rezamos en el 
Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas». Comprende esta 
petición el conjunto de todos los bienes que Cristo nos mereció. 
[...] Y puesto que la eficacia de la oración depende en gran parte 
del modo con que se ora, convendrá señalar las disposiciones con 
que debe acercarse el alma al Señor para pedir el perdón de sus 
culpas. Ante todo, con conciencia de los propios pecados y 
humilde arrepentimiento de los mismos y pleno convencimiento de 
que Dios quiere siempre perdonar a quien se acerca con estas 
disposiciones. [...] La memoria de nuestros pecados debe ir 
acompañada siempre del dolor y arrepentimiento, que nos haga 
recurrir... a Dios nuestro Padre, para que nos saque las espinas 
de los pecados. [...] Debe animarnos, finalmente, un profundo 
sentimiento de esperanza: Dios concedió a la iglesia, por medio de 
Cristo, el poder de perdonar los pecados... y en esta petición nos 
exhorta a acudir a su infinita misericordia [...]. 

2. Perdónanos nuestras deudas...
Para evitar posibles errores o confusiones, veamos cuáles son 
las deudas que el hombre tiene contraídas con Dios. Son de varias 
especies, y no pedimos ni podemos pedir nos sean remitidas 
todas: no podemos pedir que nos sea perdonada la «deuda de 
amor», que tenemos obligación de profesar a Dios con todo el 
corazón, con todo el alma y con todas las fuerzas. Deuda que 
necesariamente hemos de saldar, si queremos conseguir nuestra 
eterna salvación. Tampoco podemos pedir, ni pedimos aquí, que el 
Señor nos libre de las «deudas de obediencia, culto, veneración» y 
otros deberes semejantes que tenemos hacia Dios, nuestro 
Creador y Señor. Pedimos a Dios que nos libre de «nuestros 
pecados». San Lucas interpreta la palabra «deuda» por la palabra 
«pecado»49. Y con razón, porque por el pecado nos hacemos 
reos delante de Dios [...], siendo el hombre un deudor insolvente, 
incapaz de satisfacer por si mismo. De ahí la necesidad de recurrir 
a la misericordia divina [...] y acudir a los méritos de la pasión de 
Cristo. [...] Sobre el ara de la cruz pagó Jesús el precio debido por 
nuestros pecados; precio que se nos comunica por medio de los 
sacramentos [...] y cuyo extraordinario valor nos alcanza realmente 
lo que imploramos en esta petición: la remisión de nuestros 
pecados. [...] «Nuestras» son las deudas, [...] por residir en 
nosotros su culpa y haber sido contraídas por nuestra libre y 
consciente voluntad.
Por consiguiente, esta petición es un reconocimiento y una 
confesión de nuestra culpabilidad y una necesaria imploración de 
la misericordia divina [...]. Y no decimos: «perdóname a mi», sino: 
«perdónanos a nosotros». Es exigencia de la caridad que una a 
todos los hombres delante de Dios y entre si, caridad que obliga a 
sentir una preocupación viva por la salud de los prójimos y a rogar 
por ellos como por nosotros mismos. Asi nos lo enseñó Cristo y así 
lo predicaron y practicaron los apóstoles. La iglesia ha conservado 
santisimamente esta tradición, de la que en uno y otro testamento 
tenemos luminosos ejemplos50 [...]. 

3. ... así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
Las palabras «así como» pueden entenderse de una doble 
manera: en un sentido de «semejanza» o en un sentido de 
«condición». En el primer caso pedimos a Dios que nos perdone 
«del mismo modo» con que nosotros perdonamos las injurias y 
ofensas, recibidas del prójimo. En el segundo caso rogamos a Dios 
que nos perdone, «a condición» de que nosotros perdonemos a 
los demás. Y en este segundo sentido las interpretó Cristo: 
«Porque, si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os 
perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero, si no 
perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre 
os perdonará vuestros pecados»51. 
En uno y otro caso es evidente la necesidad de perdonar las 
ofensas ajenas: si queremos que Dios nos perdone, es preciso 
saber perdonar. Tanto exige el Señor este olvido de las injurias 
recibidas y esta mutua caridad, que rehúsa y desprecia las 
ofrendas y sacrificios de quienes previamente no se hayan 
reconciliado con sus prójimos52. [...] Sería un arrogante descaro 
pedir a Dios el olvido y remisión de nuestras culpas, manteniendo 
en el corazón resentimientos y deseos de venganza contra el 
prójimo. Nuestro ánimo, pues, debe estar siempre dispuesto al 
perdón. 
[...] Recordemos que Dios nos manda explícitamente en la 
Sagrada Escritura perdonar a los enemigos53. Pensemos que ésta 
es una exigencia imperiosa de nuestra común condición de hijos 
de Dios, y que en esta caridad fraterna resplandece nuestra 
semejanza con el Padre celestial54, el cual se reconcilió con 
nosotros, que tan gravemente le habíamos ofendido, y nos libró de 
la muerte con el sacrificio de su Hijo unigénito55. No olvidemos que 
se trata de un expreso y vigoroso mandato de Jesús: «¡Orad por 
los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que 
está en los cielos!»56. 

4. Eficacia de esta petición
Para que esta petición sea fructuosa hemos de pensar, ante 
todo, que pedimos a Dios una gracia de perdón, que sólo puede 
concederse a quien primeramente se arrepiente de sus pecados. 
De aquí la necesidad, si queremos ser escuchados, de poseer 
sentimientos de caridad y devoción, unidos a una profunda 
conciencia de dolor y compunción57 De aquí también la necesidad 
de un propósito sincero de no volver a buscar las ocasiones y 
circunstancias peligrosas que puedan hacernos recaer en las 
ofensas a Dios. 
[...] Hay que unir además a la plegaria las «medicinas», tanto 
más necesarias cuanto mayor es nuestra debilidad y más fuerte la 
propensión al pecado: medicinas del alma son la penitencia y la 
eucaristía, cuya frecuencia deben intensificar los fieles; medicina 
muy apta para sanar las heridas del alma es también, según el 
testimonio de la Sagrada Escritura, la limosna55. [...] Pero entre 
todas las limosnas y entre todas las obras de misericordia, la mejor 
es el olvido de las ofeansas recibidas y el perdonar con buen 
ánimo a quien de cualquier modo —en tu persona, parientes o 
cosas— te ultrajó: si quieres que Dios tenga misericordia de ti, 
regálale tus enemistades, perdona toda ofensa, ruega con amor 
por tus enemigos y hazles siempre el bien que puedas. Porque 
nada hay más injusto ni descarado que querer a Dios manso y 
benigno con nosotros, y no querer usar nosotros indulgencia 
alguna con el prójimo. 


XII. D. BONHOEFFER
(O.c., 179)
·BONHOEFFER/PATER PATER/BONHOEFFER

El conocimiento de su falta constituye la queja diaria de los 
seguidores. Los que deberían vivir sin pecado en la comunión con 
Jesús pecan cada día con toda clase de incredulidad, de pereza 
en la oración, de indisciplina corporal, con toda clase de 
autosatisfacción, de envidia, de odio, de ambición. Por eso deben 
pedir cada día el perdón de Dios. Pero éste sólo escuchará su 
oración, si ellos se perdonan también unos a otros sus faltas, 
fraternalmente y con buen corazón. Así llevan en común sus 
ofensas ante Dios y piden gracia en común. No quiere Dios 
perdonarme las ofensas a mí sólo, sino también a todos los otros. 



XIII. R. GUARDINI
(O. c., 399-418)
·GUARDINI/PATER PATER/GUARDINI

La deuda humana y el perdón divino 
[...] El creyente, que se presenta con su petición ante Dios, debe 
haberse examinado ya, y haber perdonado a quien le perjudica. 
San Lucas da una forma más decidida a esa frase auxiliar: «pues 
nosotros también perdonamos a todo el que nos debe»59. O sea, 
el perdón, que quien reza concede a su prójimo, no debe hacer 
ninguna excepción, sino ser válido para todos. 
[...] Ahora bien, ¿qué deuda es esa de la que habla el 
«padrenuestro»? [...] La palabra que usa san Mateo procede de la 
vida jurídica cotidiana: es ophéilema, y significa la obligación que 
emana de una venta o un préstamo; dicho con más exactitud: el 
importe que el comprador o prestatario hubiera debido dar con 
motivo de tal transacción, pero que todavía no ha dado. San 
Marcos, en la breve indicación sobre el buen modo de rezar (11, 
25), emplea la expresión paráptoma60. Esta tiene un significado 
moral genérico, y quiere decir: «caída», «falta». San Lucas, en fin, 
habla sencillamente de hamartía: «pecado». 
Ahora bien, el nuevo testamento nos habla de una enseñanza 
de Jesús que precisamente forma un comentario a la recién 
aludida idea de la obligación legal; tanto más significativa por 
reunir todo esto con la idea capital del mensaje de Jesús: la del 
reino de Dios. En efecto, san Pedro llega ante su Maestro y le 
pregunta: «Señor, ¿hasta cuántas veces que me haya faltado mi 
hermano le perdonaré? ¿Hasta siete veces?» Jesús dice: «No te 
digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete»61. 
Esto es, el perdón nunca puede cesar, sino que ha de convertirse 
en regla, más aún, en actitud vital. Y luego cuenta él la 
comparación del rey que echa cuentas con sus encargados: uno 
de ellos ha negociado mal o incluso ha quebrado, y le debe ahora 
la inaudita suma de diez mil talentos: ¡muchos millones de 
pesetas!; naturalmente, el pago queda fuera de toda posibilidad 
del deudor; éste está perdido; pero pide paciencia, y el rey, rico y 
bondadoso, se lo perdona todo; el hombre sale libre y se 
encuentra con un compañero, que por su parte le debe cien 
denarios: unos «cien duros», ¡una pequeñez en comparación con 
la deuda que el rey le acaba de perdonar!; el deudor quiere pagar, 
y puede hacerlo, pero solamente pide un plazo; el acreedor, sin 
embargo, permanece duro y exige la ejecución; cuando se lo 
cuentan al rey, éste se da cuenta del modo de ser de ese hombre, 
revoca su benignidad, y sobre aquel empedernido cae toda la 
dureza del derecho de deudas; y Jesús concluye: «¡así hará 
también mi Padre celestial si no perdonáis de corazón cada uno a 
vuestros enemigos!»62.
Permanezcamos en la comparación y preguntemos: ¿Qué es, 
entonces, lo que Dios nos ha confiado, que deberíamos 
reintegrarle intacto? [...] Le debemos a Dios el mundo. 
MUNDO/PROPIEDAD-DE-D: El lo ha creado, él solo, en libertad 
soberana. Por tanto, es propiedad suya, en el sentido más preciso 
de la palabra. Pero lo ha concedido en arriendo al hombre, para 
que éste lo convierta en aquello que ha de ser según la voluntad 
de Dios: en mundo contemplado, percibido, asumido en 
responsabilidad, tomado y configurado en el trabajo. Debemos 
tomar en serio esta idea, pues se nos ha hecho extraña. Para 
nuestra manera de sentir, el mundo es «naturaleza», lo que quiere 
decir que está sencillamente ahí, sin dueño, de tal modo que sólo 
dentro de él se establece propiedad, y precisamente cuando el 
hombre toma posesión de él y dispone sobre él. Pero no es así, 
sino que el mundo tiene desde el primer principio su dueño: es 
propiedad de aquél que lo ha creado. Nunca cesa de ser 
propiedad de Dios, sino que se pone en la mano del hombre sólo 
en arriendo. 
Por eso el hombre se lo debía a Dios, y estaba obligado a 
restituírselo: guardándolo en fidelidad respecto a Dios, y 
configurándolo según su voluntad, según esa voluntad fuera 
haciéndosele evidente en cada ocasión por la esencia de las 
cosas. Al hacerlo había de volver a poner el primer mundo, como 
segundo mundo perfecto, en las manos de su Señor. En vez de 
eso el hombre intentó quitárselo de la mano y ponerlo bajo su 
propio derecho; intentó destronar a Dios y ponerse en su sitio: ¡en 
el principio de la historia humana están la rebelión y el robo! 
H/CREATURA: También el hombre estaba dado a sí mismo. 
Tampoco nosotros nos tenemos a nosotros mismos por propio 
origen, ni nos poseemos por derecho propio. En lo hondo de 
nuestra conciencia sabemos exactamente que la idea de la 
autonomía es falsa e injusta, y que el hombre más bien pertenece 
a aquél que le ha creado. [...] El «derecho» de Dios es el del 
Creador; y precisamente ese Creador que ha hecho al hombre no 
como cosa muda, sino como ser libre; no como objeto de su fuerza, 
sino como «tú» de su amor. Al hacerse así, Dios ha dado al 
hombre a sí mismo. Desde ahí fue deudor suyo el hombre. Y el 
acto básico de su existencia había de consistir en entrar en la 
relación «yo-tú», que había fundado el Creador con su llamada, en 
que respondiera con el asentimiento de su condición creada, en 
que entendiera la propia vida como obediencia y la llevara a cabo 
por el cumplimiento de la voluntad divina. De ese modo había de 
restituirse al rey. Pero no lo hizo, sino que faltó a la fidelidad y 
sigue faltando. Una y otra vez el hombre trata de detentar lo que 
no le corresponde; y su pensamiento y su filosofía son, en buena 
medida, el esfuerzo nunca interrumpido por justificarse en este 
sentido. 
D/H/RELACION/YO-TU /Gn/03/08: Pero la deuda, la culpa 
alcanza todavía más hondo. Porque Dios no ha confiado al hombre 
solamente el mundo y su naturaleza humana, sino que se le ha 
confiado él mismo. No ha hecho al hombre en mandato, como 
objeto de su poder, sino en llamada, como «tú» de su atención y 
su amor: precisamente ahí se ha dado él por su parte a ese «tú». 
[...] El Génesis cuenta un pequeño hecho notablemente profundo. 
Se narra que Dios paseaba «por el jardín en la brisa de la 
tarde»63. El jardín del paraíso es la imagen bíblica del mundo, en 
cuanto está confiado al hombre y llega a su plenitud en la paz de la 
gracia y la obediencia. Dios es pintado como un príncipe que sale 
a pasear, a la brisa de la tarde, por el parque del palacio. Si 
permanecemos en los rasgos de esta imagen, podríamos seguir 
pensando que lo hacía así todas las tardes y que, con la 
benignidad que hay en la voluntad de creación, hablaba con sus 
hombres: sobre el mundo, sobre su vida y trabajo, sobre sí mismo, 
[...] para situarse claramente a la vista del mundo, abandonándose 
a la relación «yo-tú» con el hombre. ¡Qué tierna expresión de la 
confianza de Dios, santa y sin malicia, de la maravillosa cercanía 
entre él y su hombre! [...] Luego leemos cómo un día espera 
encontrar al hombre, pero éste «se ha escondido», con la 
vergüenza de la primera culpa64. 
A/DAR-DEVOLVER: La narración manifiesta lo que decimos: que 
Dios «cruza» los límites de su elevación y lejanía, se aproxima al 
hombre finito y se le da él mismo. ¿No habría podido esperar que 
los hombres le honrarían y responderían a su generosidad? [...] Si 
una persona ama a otra —amándola de veras, no con mera 
apetencia—, se pone en sus manos. Por el amor, en esa persona 
hay algo que se hace abierto, sensible, y aguarda, con la obviedad 
de la confianza, que la otra persona la comprenderá, la honrará y 
la devolverá a sí misma ennoblecida por el amor. Pues [...] Dios se 
ha dado al hombre amando, y ha esperado que éste le devolvería 
a sí mismo [...] como «Dios amado». 
[...] El hombre traicionó esta confianza, y ahora debe al rey los 
diez mil talentos: ¡no sólo el mundo! ¡no sólo él mismo! sino que ¡le 
debe el propio Dios! 
Entonces, ¿qué hubiera podido ocurrir? Dios hubiera podido 
decir: «¡sé el que te has hecho a ti mismo!». Ciertamente, el 
hombre habría seguido viviendo, pero su historia habría sido una 
historia de tiniebla... También hubiera sido posible que el hombre 
no sobreviviera al acontecimiento de la culpa. La psicología de 
nuestra época sabe más que la anterior «psicología de la 
conciencia» sobre el calado de lo que se llama «culpa». Sabe lo 
que puede producir una falta contra la vida; y ¿qué hubiera podido 
ser más falta contra la vida que la rebelión contra la fuente misma 
de la vida? No sólo hubiera sido una consecuencia posible, sino 
que la consecuencia esencialmente adecuada de su rebelión 
hubiera sido que aniquilara al hombre... 
Se podría preguntar: «¿el hombre no se hubiera podido 
presentar ante Dios y arreglar su desvío?». Hay cosas que no se 
pueden volver atrás. Ese es el carácter trágico de la existencia: 
que el hombre actúa, pero ya no es dueño de lo que resulta. Aquel 
hombre que traicionó la confianza de Dios lo había hecho desde la 
amistad con él; esta amistad quedaba ahora destruida por su 
propia acción. El hombre no es un ser que esté en si acabado y 
completo y que, además de eso cuando quiera, se pueda poner en 
relación con Dios, sino que esa relación es esencial para él. 
Después de perderla, ya no fue el que era antes. Por eso no podía 
presentarse sencillamente y declamar: quiero arreglarlo otra vez. 
De eso, en efecto, habla la comparación de los «diez mil talentos», 
pues eso significa: la deuda no podía ser pagada por el deudor. 
También se podría preguntar: «Dios, el Todopoderoso, ¿no 
habría podido cancelar sencillamente esa deuda?» ¡Un acreedor 
bastante rico y generoso puede romper el pagaré! ¡Qué sabemos 
lo que hubiera podido Dios! Pero preguntemos a nuestros 
sentimientos; supongamos que hubiera dicho: «todo se ha de 
perdonar y que la existencia del hombre empiece otra vez donde 
estaba antes de la culpa». ¿No se habría elevado algo como una 
roca, presentando su reclamación? 
REDENCION/EXPIACION ENC/ANSELMO: Un pensador del 
comienzo de la edad media, san Anselmo de Canterbury, ha 
escrito un libro con el título Cur Deus homo? (¿Por qué Dios se ha 
hecho hombre?). El libro hizo la más honda impresión, porque 
presenta esa misma reclamación de un modo realmente 
abrumador. Dice que Dios no hubiera podido cancelar 
sencillamente con el perdón la culpa del hombre, pues su honor se 
lo hubiera impedido. La época de san Anselmo era la de los 
comienzos de la caballería, cuya moral se basaba en la existencia 
del honor, exagerada hasta lo trágico; por eso tomó el concepto de 
honor de Dios como expresión de la absoluta seriedad de su 
santidad, y dijo que Dios había debido exigir, en obsequio a sí 
mismo, que se expiara la culpa. Y entonces nos encontramos ante 
la más honda revelación de la fe cristiana: la expiación tuvo lugar 
porque Dios asumió la culpa sobre sí mismo. Si ante esta frase nos 
pareciera que tal idea es enorme, tendríamos razón: lo es. Pero 
debemos considerar: Dios no ha creado el mundo por necesidad, 
ni por divertirse jugando, no por aventura, ni en virtud de antítesis 
metafísicas: sino que lo ha creado, con una seriedad tan grande 
como su libertad. [...] Dios está al lado de su obra. Podríamos 
incluso decir que, al crearla ante sí mismo, asume la 
responsabilidad por ella. 
[...] Desde tan seria responsabilidad divina, claro está, hay 
todavía un gran trecho hasta que cargue sobre sí la culpa del 
hombre. Pero se nos ha revelado que lo ha hecho así: [...] Dios ha 
entrado en nuestra culpa de modo tan puro y real, que se ha 
hecho hombre, uno de nosotros. Todo el pensamiento del apóstol 
san Pablo gira en torno a este núcleo. Dios «hizo pecado a su Hijo, 
que no conocía el pecado, para que en él nos hiciésemos justicia 
de Dios» (/2Co/05/21)55. Al tomar Cristo como suya la existencia 
tal cual es—confusa, rebelada, falsa, llena de todo lo mal—y al 
vivirla, vivificó el mundo, que el hombre había robado a Dios, 
devolviéndolo a la mano de su Señor. [...] Lo tomó sobre sí y con 
ello pagó la deuda, [...] y, a su vez, en él se ha perdonado a los 
que la cometimos. 
REDENCION/CREACION: Así nuestra vida—la de cada uno de 
nosotros—ha quedado sumida en un nuevo principio. Vivimos del 
perdón de Dios. Dejemos penetrar profundamente en nosotros esa 
idea. Lo que hizo y realizó Cristo no fue un mero mejoramiento de 
nuestra existencia, sino que ahí Dios puso mano en el conjunto y le 
dio la vuelta: lo situó en un nuevo comienzo. Lo que allí llegó a ser 
fue mayor que lo que había sido antes. 
[...] Esto nos abre una perspectiva de la existencia del cristiano. 
Tal como antes del pecado el hombre vivía del agrado de Dios, así 
vive ahora de su perdón. [...] Continuamente viene a nosotros: 
¡nunca se cansa Dios de concederlo! 
[...] Vivir del perdón significa también pedirlo continuamente de 
nuevo. No es obvio; no lo puede ser tampoco para nuestro sentir. 
Por eso el Señor nos ha enseñado la quinta petición, para que con 
ella pidamos el perdón. Este no significa carta blanca, poder hacer 
lo que queramos con la idea: «si estoy tan enteramente en la culpa 
ya no importa una acción...; si vivo del perdón entonces también 
ha de incluirse esto o lo otro...». Quien así pensara nunca habría 
estado en el perdón. Debemos hacer lo que podamos. Debemos 
esforzarnos y empezar cada día de nuevo; sabiendo que, en cada 
momento de nuestra vida, subsistimos sobre la base del perdón. 

2. El perdón del hombre
[...] La segunda frase de la petición nos dice que el perdón de 
Dios está ligado al que hemos de conceder a nuestros hermanos: 
«perdónanos nuestras deudas, como también nosotros 
perdónanos a nuestros deudores». La conexión es muy estrecha, 
pues las palabras dicen: perdóname tú Padre, pues yo también 
perdoné. No se puede separar lo uno de lo otro. Pero quizá esa 
conexión penetra aún más hondo, si tomamos completamente en 
serio la palabra «así como», entonces la frase dice: perdónanos 
en tal medida y de tal modo como nosotros perdonamos a nuestros 
deudores. ¡Y esto es para tener miedo! En efecto, el texto de san 
Mateo se expresa con mayor dureza aún, diciendo: «perdónanos 
nuestras deudas tanto como nosotros hemos perdonado ya a 
nuestros deudores». En la parábola de que nos hemos ocupado 
anteriormente y que constituye una especie de comentario de la 
petición, en boca del mismo Jesús, dice él expresamente: como 
hizo el rey con su siervo sin misericordia, que recibió el enorme 
perdón de su deuda, pero luego rehusó perdonar a su compañero 
una deuda pequeña, «así hará también mi Padre celestial si no 
perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» 
(/M/18/21-35)66. Si consideramos con exactitud esas palabras, 
vemos entonces que refuerzan aún más la exigencia, pues dicen 
que el que ruega debe perdonar «de corazón» a su prójimo, si 
quiere perdón para sí. Pero para eso debe recorrer un largo 
camino hacia dentro; pues el corazón es profundo, y ¿cuándo llega 
a su fondo para poder decir que el perdón viene «de corazón»? 
También este corazón está lleno de astucias y dice: «eso todavía 
lo perdono, más no se me puede exigir». O perdona, pero, sin 
darse cuenta conscientemente, aguarda una ocasión para 
reanudar el rencor. O perdona, ciertamente, pero en lugar del odio 
viene el desprecio... Así se puede seguir penetrando siempre, 
estrato a estrato, hacia abajo. Jesús dice: has de perdonar «de 
corazón», desde aquella última interioridad, bajo la cual ya no hay 
nada. 
Si consideramos todo eso, vemos que el perdón que ha de dar 
«cada uno a su hermano», cada cual a los demás, es algo que 
debe determinar su vida entera. Pues esa comparación había sido 
respuesta a la pregunta de un apóstol: «entonces Pedro fue y le 
dijo: Señor, ¿hasta cuántas veces que me haya faltado mi 
hermano le perdonaré? ¿hasta siete veces? Jesús le dijo: no te 
digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete»67. 
«Setenta veces siete» significa una cifra que—como la de los diez 
mil talentos—sobrepasa toda cifra: siempre se ha de volver a 
perdonar; ha de convertirse en actitud permanente, [...] nuestra 
relación con el prójimo ha de estar determinada por el espíritu del 
perdón. De otro modo no le hacemos justicia: ¡no es como lo 
quiere el Padre! 
[...] Si hay alguna deuda en aquél, a quien debe aplicarse 
nuestro amor, debe convertirse en perdón. Perdón es el amor 
donde se encuentra con la culpa [...]. 
Por supuesto, nuestra propia fuerza no alcanza; eso tiene que 
quedar claro para nosotros. Si alguno dice: no puedo perdonar al 
otro lo que me ha hecho, entonces la respuesta no es: debes 
hacerlo, sin embargo, y hazlo a la fuerza, sino, Cristo te ha logrado 
el gran perdón del Padre; en su poder puedes tú conceder tu 
pequeño perdón. Sólo por la ligazón con aquél, que ha pagado 
nuestra culpa, podemos cancelar la del prójimo; de otro modo, el 
perdón se convierte en su forma degenerada, esto es, astucia y 
diplomacia. 
Pues, en efecto, constantemente se trasladan a lo mundano las 
grandes actitudes cristianas; por ejemplo, cuando la esperanza se 
convierte en la confianza de un porvenir mejor; cuando la humildad 
se hace modestia; y la preocupación por el reino de Dios se vuelve 
trabajo en la cultura; y así sucesivamente. Así ocurre también con 
el perdón, cuando tiene lugar sólo en virtud de lo meramente 
humano: se convierte en mera disposición a apartar la vista de lo 
ocurrido, en obsequio a la convivencia. El perdón de que habla el 
«padrenuestro» significa algo más y algo diverso; pero sólo puede 
realizarse desde ese origen, donde por primera vez llegó a darse 
realmente: desde la actitud de Cristo, que nos ha abierto el perdón 
del Padre. 


XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c.. 127-137)
·BUSSCHE-VAN/PATER PATER/BUSSCHE-VAN

1. Perdódanos nuestras deudas
El hombre necesita pan. Pero también necesita el perdón de 
Dios por las deudas que ha contraído con él, pues todos los días 
contrae alguna. San Mateo, que en toda esta petición está más 
cerca del original, habla de «deudas» [...] San Lucas, en cambio, 
utiliza el término técnico más corriente de «pecado». La palabra 
«deuda» se emplea también en la segunda parte de la petición de 
Lucas en la parábola del siervo insolvente, que ha inspirado esta 
petición68. 
[...] El término arameo traducido aquí por «deuda» está tomado 
del lenguaje comercial y significa primeramente una deuda 
financiera. También se usa en el sentido religioso de falta contra 
Dios: [...] el pecado en cuanto conjunto de las faltas personales del 
hombre contra Dios. [...] Dios ha confiado a cada uno su propia 
tarea en la vida; llama personalmente a cada uno de los discípulos, 
de suerte que sus exigencias son distintas para unos y para otros. 
[...] La vocación es una llamada particular, dirigida a cada 
discípulo, para que se entregue «perfectamente a Dios» en cuanto 
le sea posible69. La medida de las exigencias divinas no es la 
misma para todos, sino que se distingue según la vocación de 
cada uno. Además varía con el tiempo, pues Dios cada vez pide 
más, a medida que progresan y aumentan las posibilidades [...]. 
P/CONCIENCIA-DE: Aunque no tenga conciencia de haber 
cometido «pecado», el discípulo, no obstante, debe tomar 
conciencia de su «estado de pecado»70 y de su deuda. Debe 
darse cuenta día tras día de que no ha realizado plenamente su 
vocación personal. Todos los días debe confrontar su estado con 
las exigencias de esta vocación, que no le deja un momento de 
reposo. Así como la vocación suscita una respuesta personal y la 
deuda constituye una falta personal, también la petición de perdón 
es una petición absolutamente personal: afecta a nuestra 
personalidad cristiana en lo que tiene de más intimo. La vida del 
cristiano es una metá-noia continua, un retorno continuo a Dios, 
que llama sin cesar con una llamada siempre renovada, y una 
oración continua a Dios, «que perdona todas tus ofensas y te cura 
de toda enfermedad... y, como el águila, renueva tu juventud»71. 
Ponerse constantemente en presencia de Dios, que llama, 
diciendo: «¡Dios ten misericordia de mí que soy un pecador!»72, 
corresponde bien a la situación objetiva del discípulo; y es la 
levadura necesaria para su progreso. [...] El amor supremo, que 
Dios propone al cristiano en su vocación, debe hacerle tomar 
conciencia de su culpabilidad, sin hacerle por eso caer en una 
neurosis; porque su falta hace surgir inmediatamente la imagen del 
Padre, que le ha llamado y, puesto que le ha llamado, quiere 
también perdonarle. 
[...] La palabra «perdonar» (aphienai) tiene también un origen 
profano: proviene del lenguaje jurídico, en donde significa la 
remisión de una obligación. Durante el año sabático, por ejemplo, 
el acreedor debe perdonar las deudas de los mutuatarios (Dt 15, 
2). Trasladado al lenguaje religioso, este pago no significa 
solamente la extinción de una deuda exterior, la remisión de una 
pena o la abolición de una impureza legal; pues un sacrificio 
hubiera podido bastar para conseguir este resultado. Pero 
restablecer íntegramente las relaciones personales entre Dios y el 
hombre sólo Dios puede hacerlo. El perdón de Dios supone 
siempre su intervención misericordiosa, porque el perdón del 
pecado o de la deuda implica una nueva llamada, un 
restablecimiento de la vocación en su pureza primitiva. Ahora bien, 
esto está fuera de las posibilidades del hombre. Sólo Dios, 
pasando por alto las faltas o los pecados personales cometidos 
contra él, puede restaurar las relaciones recíprocas. 
[...] La llamada dirigida por Dios a los hombres incluye ya el 
perdón. El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba 
perdido73, frecuenta la casa de los pecadores74, viene a llamar a 
los pecadores y curar a los enfermos75, viene a las ovejas 
perdidas de Israel76, busca a los pecadores, como la mujer busca 
la dracma perdida77, se deja ungir por la pecadora78 y pasa por 
amigo de pecadores y publicanos79. Si la llamada de Dios incluye 
el perdón de los pecados, es evidente que toda renovación de 
esta llamada lleva también consigo el perdón de los pecados y de 
las deudas. 
En el padrenuestro el discípulo pide siempre el perdón definitivo: 
perdónanos una vez para siempre y de veras. En el tiempo 
escatológico, en que vive, toda falta cuenta para el juicio final, que 
puede llegar en cualquier instante. La petición, finalmente, no se 
refiere solamente al perdón de las faltas o deudas recientes, sino 
que el discípulo pide el perdón total, para poder presentarse al 
juicio final. Porque siempre que reza esta oración, su vida se 
confronta con su vocación basada sobre el fin de los tiempos y 
ante la cual está en deuda. Su petición conoce aquí la tensión 
característica de los desenlaces. Este ambiente escatológico está 
confirmado además por la frase siguiente, relativa a nuestro deseo 
de perdonar; porque siempre que Jesús relaciona el perdón de 
Dios con nuestra actitud para perdonar, remite siempre el perdón 
divino en el juicio finale80. 

2. Como nosotros perdonamos a nuestros deudores
La frase siguiente viene a perturbar el ritmo del curso de la 
oración; lo interrumpe para dar una seguridad solemne de nuestra 
propia disposición para perdonar. Sucede algo así como si el 
discípulo, encaminándose al altar, volviera atrás para reconciliarse 
con su hermano que tiene algo contra él81. Esta interrupción sólo 
puede haber sido introducida porque responde a un deseo cierto 
de Jesús82. El perdón concedido a nuestros deudores debe 
también ser total (el verbo está en aoristo): «como nosotros 
también perdonamos» plenamente «a nuestros deudores». El 
discípulo no sólo está obligado a reparar el mal o la injusticia que 
hizo83, sino que debe perdonar también sus deudas a los demás, 
sin hacer valer sus derechos a una retribución o a una 
restitución84. 
El que ora de este modo, ¿hace depender el perdón de Dios de 
su propia disposición a perdonar? ¿Dios sólo nos perdona 
nuestras deudas, a condición de que «hayamos perdonado?». El 
aoristo empleado aquí no puede traducirse como si se tratara de 
un perfecto; el aoristo expresa un perdón total y definitivo. La 
palabra «como» [...] significa una condición y una comparación. 
Dios nos perdona «a condición de que» y «en la medida en que» 
nosotros perdonamos. 
«A condición de que» puede, sin embargo, entenderse mal, 
como si se tratara de una especie de do ut des: perdonamos, para 
que Dios también nos perdone. En realidad se trata esencialmente 
de un da ut dem: perdónanos, para que nosotros podamos 
también perdonar. El perdón de Dios precede al perdón del 
siervo85 y le impone el deber ineludible de perdonar a su vez. El 
que ha probado el perdón de Dios, sobre todo el que sabe que 
este perdón se nos ha concedido por la sangre de su Hijo, está 
dispuesto a perdonar a su hermano hasta «setenta veces 
siete»86. Pero el que se cree justo y busca los primeros lugares en 
la iglesia, como el fariseo, no puede ser misericordioso87. La 
actitud de perdón es un reflejo de la misericordia divina88. Aquél, a 
quien se ha perdonado una deuda de diez mil denarios, puede 
fácilmente perdonar otra de ochenta89. La deuda de un hombre 
para con otro hombre es siempre muy poca cosa90. 
Por tanto, nuestra actitud de perdón es ante todo una 
consecuencia del perdón de Dios, pero es también una condición 
del perdón final, que pedimos en el «padrenuestro». Dios, que nos 
ha perdonado, no continuará haciéndolo, si no imitamos su 
misericordia. Dios nos ha perdonado tanto, que nosotros también 
debemos perdonar constantemente, setenta veces siete, hasta 
que alcancemos el perdón definitivo. Nuestra compasión con el 
prójimo nos garantiza, como el intendente infiel, la entrada en los 
tabernáculos celestiales91. [...] Nuestra disposición a perdonar es, 
por consiguiente, la condición de nuestro perdón final92 [...]. 
«Como», ¿equivale realmente a la expresión «en la medida en 
que»? ¿Trátase de una verdadera igualdad en los perdones? 
Existe una verdadera igualdad en el sentido de que el perdón de 
Dios es un perdón sin límites, y el que concede el discípulo debe 
ser también sin limites. Pero en lo que se refiere al perdón mismo, 
hay una diferencia radical entre el perdón de Dios y el nuestro. El 
perdón de Dios es siempre mayor que nuestra deuda, y nuestra 
deuda para con Dios es siempre mayor que la que nosotros 
perdonamos a nuestro prójimo. Además, nuestro perdón nunca es 
tan eficaz como el de Dios. El hombre puede olvidar. Dios puede 
perdonar. El hombre puede pegar los fragmentos, Dios puede 
devolver la integridad original. No hay el más mínimo rastro de 
suficiencia en la afirmación de que nosotros también perdonamos 
a nuestros deudores; pues indica solamente nuestro deseo de 
perdonar en cuanto nos sea posible y, por consiguiente, de 
esforzarnos por reproducir, aunque muy imperfectamente, la 
misericordia infinita de Dios. 
Finalmente, esta petición tiene un aspecto social. Por una parte, 
quien se presenta ante Dios consciente de la inmensidad de su 
deuda se siente menos desgraciado cuando sabe que no está solo 
en esta situación, cuando puede hablar de «nuestras» deudas. Y, 
por otra parte el perdón de Dios es el fundamento y la garantía de 
una verdadera comunidad, pues nuestras disputas con «nuestros» 
deudores no pueden nunca ponerse en parangón con las faltas 
que nos han sido perdonadas por la misericordia de Dios. «El 
Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo; perdonaos 
mutuamente, si uno tiene contra otro algún motivo de queja» 
(/Col/03/13)93. Sólo entonces podremos decir: ¡Señor!, 
«¡perdónanos nuestras deudas!». En recto: «bienaventurados los 
misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia»94. 


XV. J. JEREMIAS
(O. c., 236 s.)
·JEREMIAS-J/PATER PATER/JEREMIAS-J

La segunda petición en primera persona del plural tiene la 
mirada puesta en el gran «ajuste de cuentas», hacia el que el 
mundo se encamina. Los discípulos de Jesús saben que están 
implicados en la culpa y en el pecado. Y saben que únicamente la 
absolución de Dios, el mayor de sus dones, puede salvarlos. 
Imploran ese don no sólo para el momento del juicio final, sino ya 
para ahora, para aquí y para hoy [...]. La segunda mitad de la 
petición: «como también nosotros hemos perdonado a nuestros 
deudores» nos llama la atención porque se refiere a una persona 
humana: algo extraño dentro del contexto del «padrenuestro». 
Parece casi como un cuerpo extraño. Esto nos permite ver 
claramente que sobre él carga un énfasis muy especial. Nos 
sorprende sobre todo el aoristo aphekamen: «como nosotros 
hemos perdonado». Entonces, ¿nuestro perdón precede al perdón 
de Dios? Nuestro perdón ¿es modelo (Mt: hos kai) o es 
justificación (Lc: kai gar) del mismo? [...] Aphekamen se deriva del 
arameo sebaqnan; y este último tiene el significado de un 
«perfecto de coincidencia». [...] «Así como tambien nosotros 
perdonamos ahora a nuestros deudores». Por tanto, la segunda 
mitad de esta petición es un recordarse del propio perdón una 
declaración de la disponibilidad a trasmitir el perdón de Dios. Esa 
prontitud, como Jesús está acentuando sin cesar, es la condición 
previa indispensable para el perdón de Dios. Donde falta la 
disposición para perdonar, pedir perdón a Dios es una mentira. 
Dicen, pues, los discÍpuLos de Jesús: nosotros pertenecemos al 
reinado de Dios; concédenos por esto participar ya hoy en el don 
del tiempo de salvación: ¡queremos transmitirlo! 


XVI. S. SABUGAL
(Cf. Abbá..., 188-92, 235 s.)
·SABUGAL-S/PATER PATER/SABUGAL-S

Los hijos, que piden al Padre el sustento corporal junto con el 
pan de la palabra y de la eucaristía (Mt+Lc) así como el don del 
Espíritu santo (Lc), para poder cumplir su voluntad (Mt) y aceptar 
así su reinado sobre ellos, con lo que es santificado (=glorificado) 
su nombre (Mt+Lc), son conscientes de haber rechazado 
frecuentemente el señorío del Padre -sirviendo a sí mismos y a 
otros «dioses»-, y de haber con ello profanado su nombre; saben 
bien, que son, en mayor o menor medida, acreedores de Dios95, 
infieles administradores96 de sus dones97: deudores suyos, 
pecadores. Por eso suplican seguidamente el perdón de su 
reiterada rebeldía contra el reinado de Dios: de sus deudas98 o 
pecados99. Ya un autor veterotestamentario exhortaba a sus 
lectores: «Perdona a tu prójimo el agravio y, en cuanto lo pidas, te 
serán perdonados tus pecados», pues el «hombre que a hombre 
guarda ira, ¿cómo del Señor espera curación?... »100. De modo 
análogo exhorta Jesús a sus discípulos. Una petición, por otra 
parte, espontánea en labios de todo piadoso judío, quien, por la 
mañana y por la tarde, pedía (y pide) en «la sexta bendición» de la 
Tefillá: «Perdónanos, Padre nuestro, porque hemos pecado contra 
ti; borra y quita nuestras iniquidades delante de tus ojos, pues 
grande es tu misericordia. Seas bendito, Señor, tú que 
abundantemente has perdonado»101. Esa petición está 
formulada, por lo demás, en la convicción de que «el perdón es un 
atributo inherente de la naturaleza divina»102, condicionado, sin 
embargo por el arrepentimiento del pecador -pues su «bondad 
está sobre quienes se arrepienten tras haber pecado»103- , así 
como por el perdón otorgado por aquél a los correligionarios que 
le hayan ofendido: ¡Dios no se apiada de quien no tiene piedad 
con su prójimo!104. 
Análoga convicción abriga también la petición de las dos 
redacciones evangélicas: el perdón suplicado al Padre está 
condicionado por el sincero arrepentimiento de sus hijos, 
manifestado (¡esa es la prueba!) en el previo perdón por ellos 
otorgado; un perdón, por otra parte, no limitado al deudor o 
enemigo israelita o correligionario, sino—¡aquí radica la novedad 
del mensaje evangélico!—extendido a cualquiera de sus propios 
enemigos o deudores. Ambos evangelistas divergen, sin embargo, 
en el modo de formular esa condición. 
1) Mateo acentuó con particular intensidad esa petición. El 
perdón de Dios está condicionado por el arrepentimiento reflejado 
en el previamente otorgado (¡y en el momento de la súplica 
mantenido!) perdón (aphekamen) de los propios deudores105. Y 
el evangelista subraya, en la parénesis del contexto inmediato, la 
indispensable condición del perdón suplicado: «Si vosotros 
perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también 
vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, 
tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas»106. 
¿Quienes son esos deudores? El evangelista los identifica 
ciertamente en otro contexto con «los hermanos» que han 
ofendido107 y a quienes se debe perdonar cuantas veces el Padre 
está dispuesto a donar su perdón: «setenta veces siete»: 
¡siempre!108. Pero no son sólo aquellos. Los deudores, precisa la 
parénesis mateana a la súplica del perdón (cf. supra), son en 
general «los hombres»: cuantos puedan haber inferido alguna 
injuria o daño. ¡No hay Iímites para el perdón cristiano! Así lo deja 
entender el evangelista en el contexto literario precedente al 
«padrenuestro»109, identificando aquellos con quienes, por 
ejemplo, causen a los discípulos el grave agravio de abofetearles 
en la mejilla derecha110, pleiteen con ellos para robarles la 
túnica111, les obliguen a caminar con ellos una milla112, los 
persigan113... se muestren enemigos suyos. ¡Amadles y rogad por 
ellos!114, dice Jesús; y subraya: ¡perdonadles, para que el Padre 
os perdone!115. 
Los discípulos saben bien esto. Por eso proponen su perdón a 
los propios deudores o enemigos como modelo (!) del perdón 
suplicado al Padre: «...como también nosotros hemos perdonado 
(y perdonamos) a nuestros deudores». ¡No ciertamente en sentido 
cuantitativo! Ilustrados por la parábola del «siervo despiadado», 
quien, tras haberle sido perdonada por su señor la enorme deuda 
de «diez mil talentos» (=unos cincuenta millones de pesetas oro), 
rehusó condonar a su compañero el ridículo débito de «cien 
denarios» (=unas ochenta pesetas oro) y mereció, por ello, el 
castigo de aquél116, los discípulos de Jesús saben bien que su 
deuda para con Dios excede infinitamente (¡eso formulan las dos 
cifras de la parábola!) a la con ellos contraída por sus deudores. 
Sólo cualitativamente pueden, pues, presentar su propio perdón, 
como paradigma del perdón suplicado al Padre: ¡Como hemos 
perdonado ilimitadamente y «de corazón»117 a nuestros 
enemigos, perdona también tú a quienes, por el pecado, hemos 
devenido enemigos tuyos! 

2) También en la redacción de Lucas el perdón de «los 
pecados», suplicado al Padre, está condicionado por el presente 
perdón (aphiomen) otorgado por los hijos «a todo el que tiene una 
deuda» con ellos (11, 4a). Esos deudores son ciertamente «los 
hermanos» que pecan «siete veces al día» y, arrepentidos, deben 
ser otras tantas veces perdonados118. Pero no son sólo aquellos. 
El perdón del discípulo, precisa Lucas, se extiende «a todo 
deudor»: no conoce barreras nacionalísticas ni límites 
correligionarios, siendo su límite el ser ilimitado. Incluye, por tanto, 
y sobre todo, a los propios enemigos de los discípulos119, a 
quienes éstos deben amar y bendecir120, rogar por ellos121, 
«para ser hijos» de Quien «es bueno con los ingratos y 
perversos»122. ¡Sólo quienes ilimitadamente así perdonan y aman 
son hijos de Dios! Y sólo los «hijos», que previamente a todos sin 
excepción perdonan, pueden justificar («pues también 
nosotros...»), ante el Padre, la súplica de su perdón123. 
Resumiendo: la petición del perdón es propia de quienes se 
saben deudores para con Dios (Mt), pecadores (Lc). La formulan 
en plural, por lo demás, quienes son miembros de una comunidad 
cristiana, la cual, aunque «adornada de verdadera santidad», es 
«todavía imperfecta» aquí en la tierra124, pues «encierra en su 
seno a pecadores»125 y, «durante su peregrinación terrena,... 
está sometida al pecado de sus miembros»126; necesita, por 
tanto, «avanzar constantemente por la senda de la penitencia y de 
la renovación»127, evangelizarse «mediante una conversión y 
renovación constantes, para evangelizar creíblemente al 
mundo»128. De ahí la petición: «¡perdónanos nuestras 
deudas...!». Contraídas éstas, por lo demás, no sólo con Dios sino 
también con los hombres: como todo acto humano tiene un efecto 
social; el pecado genesíaco no sólo rompió la subordinación del 
hombre al Creador, sino también «las relaciones con los 
demás»129. Y ésa es exactamente la trágica consecuencia del 
acto personal, que lo imita «El pecado de uno daña a todos»130, 
como dañó a todo el pueblo de Israel el pecado de Adán131, y a 
toda la comunidad cristiana el incestuoso de Corinto132. «¡Un 
poco de levadura basta para fermentar toda la masa!»133. Propio 
de la iglesia pecadora es, pues, suplicar el perdón de las deudas 
contraídas con Dios y con los hombres. Un perdón, por otra parte, 
condicionado por el ilimitado y sincero perdón, previamente 
otorgado a los propios enemigos: «a cuantos nos han 
injuriado»134. Lo que supone odiar el error pero amar a los que 
yerran135, odiar el pecado pero amar al pecador136, para 
manifestar a los hombres «la caridad con la que Dios amó al 
mundo»137. Ese perdón a los propios deudores o enemigos, sin 
embargo, está condicionado a su vez por la previa experiencia del 
perdón de Dios: ¡quien no ha experimentado éste no puede 
otorgar aquél! Y viceversa: ¡sólo y en la medida que se ha 
experimentado el gratuito perdón del Padre para con la enorme 
deuda con él contraída, se puede perdonar la (en comparación 
con aquélla) diminuta deuda, contraída por los propios enemigos, 
obteniendo así el nuevo perdón de Dios! La iniciativa del perdón 
viene, por tanto del Padre, que «nos reconcilió por la muerte de su 
Hijo cuando éramos enemigos suyos»138, y «nos perdonó en 
Cristo»139, para que, tras haber experimentado su perdón, 
podamos otorgarlo a nuestros propios enemigos, iluminando así el 
mundo140 con el amor de Dios a los pecadores: El unico amor que 
convierte! 

SANTOS SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA

SIGUEME. SALAMANCA 1997. Págs. 256-294

........................
1. Jn 8, 46. 
2. Cf. Ez 33, 11. 
3. Mt 18, 27. 
4. Mt 18, 23-35. 
5. Lc 6 37. 
6. Mt 18, 21-22. 
7. Cf Gn 4, 15.24. 
8. Mt 18, 32. 
9. 1 Jn 1, 8-9. 
10. Mt 7, 2. 
11. Cf. Mt 18, 23-35. 
12. Mc 11, 23. 
13. Mt 18, 23-24. 
14. Gén 4, 3-7. 
15. Gén 4, 8- 10. 
16. 1 Jn 3, 15a. 
17. Cf. 1 Jn 3, 15b.
18. Rom 13, 7-8.
19. 1 Sam 2, 25.
20. Ef 4, 30.
21. Mt 18, 10.
22. 1 Cor 4, 9.
23. 1 Cor 7, 3.5.
24. Rom 14, 10.
25. 2Cor 5, 10.
26. Mt 18, 23-35.
27. Lc 17,4.
28. Prov 15, 32.
29. Cf. Jn 20, 22-23. 
30. Jn 20, 23. 
31. 1 Jn 5, 16. Estos pecados —idolatría, adulterio, fornicación— no se 
perdonan inmediatamente por «la oración del sacerdote» (=absolución 
sacramental), sino que, como «llevan a la muerte», deben ser retenidas, 
es decir, sometidos a una penitencia saludable que, obrando la 
conversión, prepara el perdón ulterior: cf. P. Galtier, Les péchés 
incurables d'Origine: Greg 10 (1929) 209. 
32. 1 Jn 1, 8. 
33. Lc s, 21 par.
34. Gén 1, 26-27. 
35. Cf. 2, 14.
36. Mt 6, 14.
37. Mt 5, 26.
38. Lc 13, 1-5.
39. Lc 13. 3.5.
40. Mt 5, 40.
41. 2Tim 2, 24.
42. 1 Jn 1. 8.
43. Is 58, 29. 
44. /Si/29/15: LIMOSNA/PERDON .
45. Lc 6, 37.
46. Lc 23, 34. 
47. Hech 7, 59. 
48. Mt 18, 32-33. 
49. Cf. Is 27, 9.
50. Cf. Ex 32, 31; Rm 9, 3.
51. Mt 6, 14-15.
52. Cf. Mt 5, 23-24.
53. Cf. Prov 20, 22; Ex 22, 4; Dt 22, 1; Sal 7, 5, etc.
54. Cf. Mt 5, 43-48: Ef 4, 32.
55. Cf. Rm 5. 8; 2 Cor 3, 18-19; Ef 4. 32.
56. Mt 5. 44-45.
57. Cf. Sal 50, 5; 6, 9; Lc 18, 13; 7, 38; Mt 26. 75.
58. Cf. Tob 12, 9; Dan 4, 24. 
59. Lc 11, 4.
60. Mc 11, 25. 
61. Mt 18, 21-22. 
62. Mt 18, 23-35.
63. Gén 3, 8.
64. Gén 3, 8-10.
65. 2 Cor 5, 21.
66. Mt 18, 35. 
67. Mt 18, 21-22.
68. Mt 18. 23-35. 
69. Cf. Mt 5. 48. 
70. 1 Jn 1, 8-9.
71. Sal 103, 3.s. 
72. Lc 185.13. 
73. Lc 19, 10. 
74. Mc 2, 15. 
75. Mc 2, 17. 
76. Mt 15, 24; Lc 15, 4-7. 
77. Lc 15, 8. 
78. Lc 7, 36-37. 
79. Mt 11, 19.
80. Cf. Mt 18, 23-25; 6, 14; 5, 23-25; Lc 6, 37.
81. Mt 5, 23.
82. Cf. Mt 6. 14.
83. Mt 5, 23; Lc 12, 58.
84. Mt 5, 39-48.
85. Cf. Mt 18, 23-35.
86. Mt 18, 22.
87. Lc 15, 1-2.25-30; Mt 20, 1-15.
88. Lc 6, 36.
89. Mt 18, 29-34.
90. Lc 7,41.
91. Cf. Mt 25, 31-40.
92. Cf. Mc 11, 25.
93. Col 3, 13. 
94. Mt 5, 7.
95. Cf. Lc 7, 41-42.
96. Cf. Lc 16, 1-2.
97. Cf. Mt 25, 18.24-30=Lc 19, 20-26.
98. Mt 6, 12a.
99. Lc 11, 4a.
100. Eclo 28, 2-5.
101. Tefillá, 6.
102. 1. Abrahrams. Studies in phariseism and the gospels I, New York 1967, 
144.
103. SalSalom 9. 15; cf. Pesiqta 163 b.
104. Cf. Tb Rosh ha-Shaná. 17a.b; Yoma. 23a-87b; Meg., 28a; C.G. 
Montefiore, The synoptic gospels II. Cambridge 2,1927. 103. El judaísmo 
del siglo I limitó al sólo israelita el concepto de «prójimo»: cf. Str.-Bill I. 
353-364; II, 177.
105. Mt 6, 12.
106. Mt 6, 14-15.
107. Cf. Mt 8, 21-35.
108. Mt 18, 21-22.
109. Cf. Mt 5, 38-48.
110. Mt 5, 39.
111. Mt 5, 40.
112. Mt 5, 41.
113. Mt 5, 44b.
114. Mt 5, 44.
115. Mt 6, 14-15.
116. Cf. Mt 18, 23-34.
117. Mt 18, 35.
118. Cf. Lc 17, 3-4.
119. Cf. Lc 6, 27-35.
120. Lc 6, 27-28a.
121. Lc 6, 28b.
122. Lc 6, 35b.
123. Lc 11, 4b. 
124. LG, VIl, 48. 
125. LG, I, 8. 
126. UR, I, 3.
127. LG, I, 8; cf. II, 9.
128. Pablo Vl, Evangelii nuntiandi, I 15
129. GS, I, 13.
130. Pablo Vl, Indulgentiarum doctrina 4: cf. también Ordo paenitentiae 5.
131. Cf. Jos 7, 1-25.
132. Cf. 1 Cor 5, 1-6. 
133. 1 Cor 5, 6. 
134. Juan XXIII, Pacem in terris 171.
135. Ibid. 158; GS II, 28; IV, 41; 92
136. San Agustín, Regla a los siervos de Dios 28
137. LG, V, 41.
138. Rom 5, 10; cf. 2 Cor 5. 18.
139. Ef 4, 32: cf. Col. 2, 13.
140. Cf. Mt 5, 14-16; Flp 2, 15.