PADRE NUESTRO
QUE ESTÁS EN LOS CIELOS


Dios de vivos

El Credo de nuestra fe comienza: "Creo en Dios Padre". Al confesar nuestra fe en Dios,  los cristianos nos referimos al Dios "de vivos", al "Dios de Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 3,6;  Mt 22,32), al Dios de Israel1, que es el "Padre de nuestro Señor Jesucristo" (2Cor 1,3).  Conocemos a Dios por su historia de salvación con los hombres. En esta historia Dios se  nos aparece; Él abre el camino y acompaña a los hombres en su "peregrinación de la fe". La  fe no es otra cosa que recorrer el camino con Dios, apoyados (amen) en Él, que va delante  como "columna de fuego o de nube" (Ex 13,21). 

El Dios trascendente e invisible, en su amor, se ha hecho cercano entrando en alianza  con Israel, su pueblo. En la travesía del Mar Rojo, en la marcha por el desierto hacia el  Sinaí, en el don de la Tierra prometida, en la constitución del reino de David... Israel  experimenta una y otra vez que "Dios está con él", porque Dios es fiel a la alianza por  encima de las propias infidelidades. Israel se siente llevado por Dios como "sobre alas de  águila" (Ex 19,4). El Dios de Israel, por tanto, no es un Dios lejano, impasible y mudo. Es un  Dios vivo, que libera y salva, un Dios que interviene en la historia, guía y abre camino a una  nueva historia. Es un Dios en quien se puede creer y esperar, confiar y confiarse. 

D/NOMBRE: En la manifestación de la zarza ardiente (Ex 3) Dios revela su nombre a  Moisés, revelándose a si mismo. Al revelar su nombre Yahveh se presenta como el Dios  personal, deseoso de relaciones personales. Al dar nombre a una persona no se pretende  decir qué es en sí misma, sino hacerla nominable, es decir; invocable, para poder  establecer relaciones con ella. Por tener nombre puedo llamar a una persona, comunicarme  y entrar en comunión con ella. El nombre propio da la capacidad de ser llamado. Al  comunicarnos su nombre, Dios se ha hecho nominable, puede ser llamado e invocado por  el hombre. Dios, al revelarnos su nombre, se ha hecho cercano, accesible, nos ha permitido  entrar en comunión con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno  en nosotros" (Jn 17,21). 

Dios tiene un nombre, no es una realidad impersonal, sino un ser personal, un yo, un tú.  No es un dios mudo y sordo, sino un Dios que habla y con el que se puede hablar. Él, en la  Escritura, se nos presenta constantemente hablándonos como un yo: 

Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto (Ex 20,2; Os 12,10). Yo soy Dios, y no hay  otro, no hay otro Dios como yo (Is 46,9) 

Y, porque Dios se presenta a nosotros con su yo, nosotros podemos invocarle como un  tú. En vez de hablar de Dios, hablar a Dios: 

Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío,
préstame oído y escucha mis palabras (Sal 17,6).

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz:
estén tus oídos atentos
a la voz de mi suplica (Sal 130,1-2).

Jesús es el verdadero revelador del verdadero nombre de Dios. En el Nuevo  Testamento, Juan nos presenta a Jesús como el "revelador del nombre de Dios": "He  manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado... ¡Cuídalos en tu Nombre!.  Cuando estaba yo con ellos, yo les cuidaba en tu Nombre . Y yo les di a conocer tu  Nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y  yo en ellos" (Jn 17,6.11.12.26). En Jesús, Dios se hace realmente invocable. Con Él, Dios  entra para siempre en la historia de los hombres. El Nombre de Dios ya no es simple  palabra, que aceptamos, sino carne de nuestra carne, hueso de nuestro hueso. Dios es  uno de nosotros. Lo que la zarza ardiente significaba, se realiza realmente en aquel que es  Dios en cuanto hombre y hombre en cuanto Dios. En Jesus, Dios es el Emmanuel: Dios  con nosotros. 

El Dios de los padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios personal, que  muestra su cercanía, su invocabilidad en la manifestación de su nombre a Moisés, el Dios  único, frente a los dioses de la tierra, de la fertilidad o de la nación, el Dios que se nos  reveló a través de los profetas, es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. "Bendito  sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo", es como comienza Pedro du primera carta. 

Abba, Padre 

A Dios sólo le conocemos real y plenamente en Jesucristo, su Hijo: "A Dios nadie le ha  visto jamás. El Hijo unico, que está en el seno del Padre, es quien nos le ha dado a  conocer" (Jn 1,18). La fe monoteísta no expresa aun la novedad de la fe cristiana en Dios.  Necesitamos completar la fórmula, diciendo "creo en Dios Padre". En esta primera palabra  añadida al nombre de Dios se nos resume el conjunto del Credo cristiano. Ella nos  introduce dentro de la asombrosa novedad de la fe cristiana en la revelación trinitaria de  Dios. 

En todas las religiones se habla de Dios como padre, pero sólo en cuanto creador. La  paternidad de Dios adquiere ya un matiz especial en el Antiguo Testamento. Pero tanto el  Oriente antiguo como Israel han llamado a Dios Padre con relación al pueblo, confesando  que el pueblo debe su origen a Dios. A través del nombre de Padre, Dios es honrado como  creador y señor—potente y misericordioso—que exige del hombre veneración y obediencia.  En Israel, ciertamente, la paternidad atribuida a Dios no se funda en el hecho de engendrar;  como ocurre en otras religiones. Dios es llamado Padre por la elección que Dios hace de  Israel como su primogénito2. 

Para el israelita, el término "Padre" tiene un sentido mucho más rico que en todas las  demás religiones. Dios es el creador del Pueblo que ha formado, liberándole de la  esclavitud, y con el que se ha unido en alianza. Israel es el Pueblo elegido. Entre Dios y el  pueblo se establecen unas relaciones personales. Yahveh llama a Israel su "hijo  primogénito" (Dt 14,1-2) y el Pueblo lo invoca como Padre3. La elección que Yahveh hace  de Israel como su Pueblo crea una relación singular entre ambos. Es la actuación salvadora  y protectora de Dios la que le hace merecedor del titulo de Padre. Así Yahveh será  proclamado Padre de los pobres y desamparados4. "Padre de los huérfanos y defensor de  las viudas" (Sal 68,6). Este amor paterno de Dios lo describen con fuerza los profetas.  Oseas describe a Dios como el más tierno de los padres: cuando Israel era niño Yahveh lo  amó; le ha enseñado a andar, le ha prodigado los cuidados que una madre prodiga a su  hijo pequeño, le ha aupado hasta sus mejillas, se ha inclinado hacia él y le ha dado de  comer. Aunque sea rebelde, no puede abandonarlo; se le conmueven las entrañas; no, no  destruirá a Israel (Os 1,4; 11,8-9). 

Israel recuerda los comienzos de esta paternidad con nostalgia: Cuando Israel era un  niño, lo amaba y de Egipto lo llamó como a un hijo (Os 11,1; Ez 16; Sb 14,3-4). Israel  recuerda la solicitud paternal de Yahveh hacia este hijo, a quien Yahveh sostenía como un  padre sostiene a su hijo (Dt 1,31; Os 11,3-4). Pero estos amores duraron poco (Jr 3,19-20).  Los profetas muestran a Moisés recriminando la increíble infidelidad de Israel: "¿Así pagáis  a Yahveh, pueblo vil e insensato? ¿No es Él tu padre, que te creó, que te hizo y por quien  subsistes?" (Dt 32,6-7). En los mismos castigos, Yahveh continúa siendo un Padre lleno de  amor (Dt 8,5; Pr 3,12), que muestra después la compasión paternal5. Pero, en todos estos  textos, el nombre de padre se entendió siempre en un sentido figurado: Dios se comporta  como un padre con Israel, sin que los israelitas sean por eso verdaderos hijos de Dios.  

En todo el Antiguo Testamento, Dios se presenta como Padre del pueblo, con su  equivalente plural "hijos"; nunca se habla de Padre del individuo, con excepción del rey,  representante del pueblo. Dios es invocado como Padre, en cuanto protector, por el  Eclesiástico: "Oh Señor; padre y señor de mi vida, no me abandones" (Eclo 23,1; 51, 10). Y  con la protección, aparece una segunda actividad paterna de Dios: la educación del  pueblo6. Dios, por ello, se lamenta como un padre ante las infidelidades del pueblo7. Pero,  como padre, está dispuesto a perdonar; desea perdonar al pueblo8. En todos estos textos,  la paternidad divina era concebida con relación al pueblo como tal. Por ello, cuando Jesús  llamó a Dios "¡Abba, Padre!" sonó como algo inaudito, era una invocación absolutamente  nueva. 

Y el Nuevo Testamento pone constantemente en labios de Jesús la palabra Padre. En  san Juan, Padre es sinónimo de Dios. El término Abba, utilizado por Jesús para dirigirse a  Dios como Padre, es algo tan insólito en toda la literatura judía que "no expresa tan sólo la  obediencia filial en su relación con Dios, sino que constituye la expresión de una relación  única con Dios". Ya en el relato de Lucas de la Anunciación (1,32-35), a Jesús, engendrado  por el poder del Altísimo, se le llama, con razón, Hijo de Dios. De nadie se había dicho algo  semejante en toda la Escritura. 

La breve invocación "Padre", del Evangelio de san Lucas traduce el término arameo  Abba, con el que Jesús se dirigía a Dios. Este término arameo se nos conserva en el texto  griego de Marcos de la oración de Jesús en Getsemaní: "Abba Padre, todo es posible para  ti" (Mc 14,36). La palabra aramea la ha conservado Marcos, porque estaba ligada, en el  recuerdo de los discípulos, a su estupefacción en presencia de una cosa inaudita. Lo  mismo, cuando Pablo exclama con júbilo que los cristianos pueden decir: ¡Abba, Padre!, es  porque el apóstol no ha vuelto aún en sí de la admiración causada por el empleo de ese  término. 

Los evangelistas y Pablo la han conservado en arameo, aunque escribieran en griego.  Los cristianos de habla griega conservan la invocación de "Padre" en su forma original  aramea porque esa era una característica especial de Jesús. Pablo nos lo confirma con  relación a los cristianos (Ga 4,6; Rm 8,15), pues esa forma aramea debía ser la forma usual  de invocar a Dios entre las primeras comunidades cristianas. ¡Habían aprendido de labios  de Jesús a llamar a Dios Padre! Los judíos a veces invocaban a Dios como âbi, mientras  que al padre terreno le llamaban abba. Existía un verdadero cuidado en distinguir una  paternidad de otra. Pero Jesús, de manera desconcertante, comienza a llamar abba a Dios.  Tan asombrosa y desacostumbrada resulta esta palabra aramea referida a Dios que Pablo,  aunque escribe en griego, no puede menos de conservarla, como si fuese intraducible.  

Y Jesús, para enseñarnos a orar, comienza por indicarnos cómo debemos invocar a  Dios: ¡Padre! Esto es algo tan insólito, que hacia falta que Jesús nos autorizara y nos  alentara para invocar a Dios con esta palabra tan íntima y familiar. Antes nadie se atrevía a  dirigirse a Dios con la sencilla y familiar invocación de Abba, con la que los niños se dirigen  a su padre, y cuyo significado es el de papá. En las oraciones, aún en la lengua aramea, se  usaba la solemne forma hebrea de Ab para dirigirse a Dios como Padre. Y en los textos  hebreos se empleaba la palabra abba para designar al padre humano, a diferencia del  padre celestial Ab, o abbi, padre mío9. Contra todas las costumbres de su época, Jesús se  dirige a Dios con la invocación íntima y filial de Abba. Como dice Orígenes: 

Sería digno de observar si en el Antiguo Testamento se encuentra una oración en la que alguien invoca  a Dios como Padre, porque nosotros no la hemos encontrado, a pesar de haberla buscado con todo  interés. Y no decimos que Dios no haya sido llamado Padre o que los que hayan creído en Él no hayan  sido llamados hejos de Dios, sino que en ninguna parte hemos encontrado en una plegaria esa confianza  proclamada por el Salvador de invocar a Dios como Padre. Dios es llamado Padre e hijos los que  aceptaron la palabra divina, como puede constatarse en muchos pasajes del Antiguo Testamento. Así:  "Dejaste a Dios que te engendró y diste al olvido a Dios que te alimentó" (Dt 32,18); y poco antes: "¿no  es Él el Padre que te crió, el que por si mismo te hizo y te formó?" (Dt 32,6); y todavía en el mismo pasaje:  "Son hijos sin fidelidad alguna" (Dt 32,20). Y en Isaías: "Yo he criado hijos, pero ellos me han  despreciado" (Is 1,2). Y en Malaquías: "El hijo honrará a su padre y el siervo a su señor. Pues si yo soy  Padre, ¿dónde está mi honra?" (Mal 1,6). Aunque en todos estos textos Dios sea llamado  Padre, e hijos aquellos que fueron engendrados por la palabra de la fe en Él, no se encuentra  una afirmación clara de esta filiación... Mas la plenitud de los tiempos llegó con la venida de  nuestro Señor Jesucristo, cuando se puede recibir libremente la adopción, como enseña san  Pablo: "Habéis recibido el espíritu de adopción. por el que clamamos: Abba, Padre" (Rm  8,15). Y en el Evangelio de san Juan leemos: "Mas a cuantos lo recibieron les dio poder para  llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12). Y por este espiritu de  adopción de hijos sabemos que "todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente  de Dios está en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios" (1 Jn 3,9). 

Jesús, revelador del Padre 

Jesús es el revelador pleno de la paternidad de Dios. El núcleo central del mensaje de  Jesús consiste en la revelación del Padre. Antes de Jesús nadie había osado llamar a Dios  "mi Padre". Jesús es el primero que se ha atrevido a dirigirse a Dios con el vocablo infantil y  rebosante de confianza "Abba, Papá". Jesús se dirige a Dios como un niño a su padre. Y, si  Jesús se sirve del término tan familiar de Papá, es porque es Hijo de Dios: "Todo me ha  sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le  conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). 

La vida, la oración y la predicación del Hijo no es otra cosa que la "revelación del Padre".  Su vida se abre con la proclamación solemne del Padre reconociéndolo como Hijo muy  amado y se cierra con la más filial de las plegarias, encomendando su vida a las manos del  Padre. Y toda su vida es la expresión de esta relación Padre-Hijo: "Todo lo mio es tuyo, y lo  tuyo, mio". A Pedro, cuando confiesa a Jesús como "el Hijo de Dios vivo", Cristo le dice:  Dichoso tú, Simón, porque esto "no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre  que está en los cielos" (Mt 16,17). Paralelamente, Pablo dirá a propósito de su conversión  en el camino de Damasco: ''Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me  llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anuinciase a los  gentiles..." (Gal 1,15-16). "Y enseguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas,  diciendo que Él era el Hijo de Dios" (Hch 9,20). Jesús proclama solemnemente que es el  Hijo de Dios ante el Sanedrín10. Ya antes se ha designado de este modo en otras  ocasiones11. Y el Padre le proclama como su "Hijo amado" en el Bautismo y en la  Transfiguración (Mt 3,17; 17,5). Los apóstoles podrán confesar: "Hemos visto su gloria,  gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14)12. 

No es frecuente en los evangelios que Jesús haga confidencias personales. A veces nos  dicen que Jesús se retira a orar pero no nos comunican el contenido de sui oración. Pero  en Mt 11,25-27 y Lc 10,21-22 nos dicen que Jesús siente un gozo interno desbordante,  fruto del Espíritu Santo. Entonces no puede contenerlo oculto y se desahoga en voz alta,  en una efusión de su intimidad. Jesús nos da a conocer lo más hondo y lo más alto de su  conciencia, la médula de su ser y de su misión: ser Hijo de Dios Padre. 

Ya el evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio de la presencia de  Jesús a los doce años en el templo: "Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de  pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta, según la  costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó con ellos a Nazaret" (v.51). Entre la subida y la  bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena de asombro a los que le escuchan en el  templo (v.47), y a sus padres (v.48), que "no comprendieron lo que les decía" (V.50)13.  Esta revelación se compendia en las palabras: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que  yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (v.49). Esta es la primera palabra de Jesús  que nos ha recogido el Evangelio. Desde el comienzo Jesús pronuncia la palabra  fundamental de su vida: "Mi Padre", revelando el misterio de su ser y de su misión. Su  primera palabra se refiere al Padre que le ha engendrado eternamente y le ha enviado a  hacerse hombre en el seno de Maria. También a su Padre celestial dirigirá su última  palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Y, una vez resucitado,  también sobre el Padre será su última palabra: "Yo mandaré sobre vosotros el Espíritu que  mi Padre ha prometido" (Lc 24,49). 

Pero Jesús no sólo invoca a Dios como Padre, sino que desvela la paternidad de Dios  respecto a los hombres. Jesús nos habla continuamente del Padre: "Amad a vuestros  enemigos... para que seáis hijos de vuestro padre celestial que hace salir el sol sobre  malos y buenos" (Mt 5,44-45). "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt  5,48). "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres.., de lo contrario no  tendréis recompensa de vuestro Padre celestial... Cuando hagas limosna..., cuando vayas  a orar:.., cuando ayunes..., hazlo en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto, te  recompensará" (Mt 6,1.5-18). 

Esta es la gran novedad del Nuevo Testamento, donde Dios se revela como Padre de  nuestro Señor Jesucristo y de cuantos creen en Él. Así, la palabra Padre no se refiere al  hecho de que Dios sea el creador y señor del hombre y del universo, sino al hecho de que  ha engendrado a su Hijo unigénito, Jesucristo, el cual como primogénito es hermano de  todos sus discípulos. Pues a todos los elegidos, el Padre "los conoció de antemano y los  predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos  hermanos (Rm 8,28-30). 

La vida del Hijo encarnado es su propia vida eterna encarnada, su vida filial hecha  obediencia salvadora. Asimismo, su oración en la tierra no es más que su oración eterna  encarnada, formulada con labios humanos, expresada a veces con gemidos. Es la  encarnación de quien existía desde siempre: "En el principio la Palabra existía, y la Palabra  estaba en Dios, y la Palabra era Dios". Y del final de su vida, se nos dice: "Sabiendo Jesús  que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1). "Salí del Padre y he venido  al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28). Y a María, le encomienda:  "Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17). 

La oración del Hijo sobre la tierra es la encarnación de la eterna comunicación filial del  Hijo y el Padre. Cada vez que el Padre habla—después del bautismo del Jordán, en la  transfiguración— atestigua públicamente a Jesús como su Hijo: "Este es mi Hijo amado". En  manos del Padre entrega Jesús su espíritu y el Padre lo resucita de entre los muertos,  proclamando su singular filiación: "Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado" (Hch 13,33). La  resurrección de Cristo es la manifestación de su condición filial, de la que participa su  carne: "Fue constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su  resurrección de entre los muertos" (Rm 1,4). San Juan nos invita a escuchar y creer el  testimonio del Padre sobre Jesús, pues "si aceptamos el testimonio humano mayor es el  testimonio de Dios y el testimonio de Dios es el que ha dado sobre su Hijo" (1 Jn 5,9-10). 

El Hijo de Dios hecho hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y  lo hizo de su madre que conservaba todas las maravillas del Todopoderoso y las meditaba en  su corazón (Lc 1,49; 2,19.51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su  pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta  distinta, como lo deja presentir a la edad de doce años: "Yo debo estar en las cosas de mi  Padre" (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los  tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos, va a ser vivida finalmente por el  propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y a favor de los hombres. [CEC 2599] 

Todas las oraciones de Jesús, de que tenemos noticia, comienzan con la invocación:  "Padre"14. Los evangelistas distinguen la relación filial de Jesús con Dios de la de los  discípulos mediante las expresiones "mi Padre"15 y "vuestro Padre"16 Nunca emplean la  expresión ''nuestro Padre" referida a Jesús y a los discípulos. Jesús tiene conciencia de ser  Hijo de Dios de un modo especial, habla siempre como el Hijo de tal modo que puede decir  "nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien  el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,22)17. Esta filiación divina, propia y exclusiva de Jesús,  hace natural que de sus labios brote la expresión "mi Padre" o la invocación "¡Padre!" con  que constantemente se dirige a Dios en su oración de alabanza exultante (Lc 10,21) y de  súplica confiada (Lc 22,42; 23,34.46). Esta relación del todo especial entre el "Hijo" y el  "Padre" ilumina la única frase que recogen los evangelios de la infancia y adolescencia de  Jesús: "¿No sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49). El conocimiento,  la obediencia y el amor al Padre llena toda la vida del Hijo, que es revelación del Padre.  Ante la tumba abierta de Lázaro, Jesús, levantando los ojos al cielo, puede decir: "Padre, te  doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he  dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado"(Jn 11,41-42). 

Y si la palabra Abba en los labios de Jesús ha sorprendido a los discípulos, mucho más  les maravilla que les enseñe a invocar a Dios con ella. Jesús a lo largo de todo el evangelio  les revela que Dios es su Padre, que quienes creen en Él son hijos de Dios y pueden  invocarle, lo mismo que El, llamándole "Abba, Padre". Como dice Tertuliano: 

Con esta invocación oramos a Dios y proclamamos nuestra fe. Está escrito: ``A quienes  creyeron, les dio poder de ser llamados hijos de Dios" (Jn 1,12). La expresión Dios Padre no  había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro  nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica  el nuevo nombre del Padre. 

Lo sorprendente es que Jesús diga a sus discípulos: "Cuando oréis, decid: ¡Padre!" (Lc  11,2). Así pueden orar quienes, previamente, han sido hechos participes de algún modo de  la filiación divina de Jesús; sólo quienes han entrado en comunión vital con el Hijo pueden dirigirse a su Padre con la misma invocación. Para ello les hace el don del Espíritu Santo,  del que Él estaba lleno (Lc 4,1). Este Espíritu es infundido en los cristianos en el  bautismo18, como fue derramado sobre los discípulos el día de Pentecostés (Hch 2,1-4.33)  y, luego, sobre cuantos acogieron el anuncio de la Palabra (9,17-18; 10,44-48). El "Espíritu  del Hijo de Dios" (Gál 4,6; Rm 8,15) es quien comunica la participación en la filiación divina,  pudiendo, por tanto, dirigirse a Dios con la misma invocación del Hijo: "¡Padre!"19.  

Pablo apenas convertido comenzó a predicar que Jesús es Hijo de Dios (Hch 9,20). Y en  el saludo de sus cartas recuerda repetidamente "al Padre de nuestro Señor Jesucristo"20.  También Pedro recuerda al "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1Pe 1,3). Y Cristo,  al revelarnos al Padre, nos inserta en su relación filial cn el Padre. Pablo no se cansa de  llamar a Dios "padre nuestro"21. 

Es, sin embargo, san Juan, el discípulo amado, quien nos ofrece una riqueza más  abundante sobre la condición paternal de Dios respecto a los cristianos22. El bautismo  introdice al cristiano en la comunión con el Padre y el Hijo: "Lo que hemos visto y oído os lo  anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y esta comunión  nuestra es con el Padre y con el Hijo, Jesucristo" (1 Jn 3,1-3). Esta comunión con el Padre  y con el Hijo no es otra cosa que la filiación divina del cristiano: "Mirad qué amor nos ha  tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos  de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,  seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,1-3). 

Hijos en el Hijo CR/HIJO-DE-D

Jesús es el Enviado del Padre a los hombres. Tras los envíos de Moisés (Ex 3,10), de los  profetas23 y de Juan Bautista (Jn 1,6-7), "en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su  Hijo" (Gál 4,4). Tras la cadena de enviados, no acogidos, al Padre "le quedaba uno, su Hijo  querido, y se lo envió el último" (Mc 12,2-6). O dicho de otra manera: "Muchas veces y de  muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En  esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1,1-2). 

Dios, al mostrarnos a su Hijo, se nos revela como Padre de Jesucristo. La paternidad de  Dios se define exclusivamente por su relación con el Hijo Unigénito. Los hombres pueden  llamar a Dios Padre,—"vuestro Padre"—, en la medida en que participan de la relación  única de Jesús con el Padre "mi Padre"—, (Jn 20,17): "La prueba de que sois hijos de Dios  es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espiritu de su Hijo que clama: ¡Abba,  Padre!" (Gál 4,6). 

Conocemos a Dios como Padre porque Jesús nos lo revela. Es el tema central del  Evangelio de Juan. Además, Jesús glorificado nos envía e infunde en nosotros su Espíritu,  que nos hace partícipes de la naturaleza divina y nos permite entrar en relación  interpersollal con Dios como Padre. Unidos a Cristo, invocamos a Dios como Padre.  Llamamos a Dios Padre nuestro, dice Quoldvultdeus, porque somos hermanos del Hijo. "No  hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Nuestra oración no tiene acceso al Padre  más que si oramos 'en el Nombre' de Jesús. Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu  Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre"24. 

Cuanto tiene Jesús, lo ha recibido del Padre. Y Jesús nos hace partícipes de su  comunión con el Padre. Sólo Jesús conoce y nos puede revelar la intimidad del Padre:  "Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba junto al Padre, nos lo ha  revelado" (/Jn/01/18). Moisés quiso ver a Dios y no pudo vislumbrar más que su espalda  (Ex 33-34). Jesús, que goza de la intimidad del Padre, nos revela la intimidad divina. Como  Job, nosotros conocemos a Dios de oídas (Job 42,5-8); ahora, en Jesucristo, se nos  concede verlo, tener un encuentro con El. Conocer a Dios de oídas es importante y  necesario, pero no basta. Desde ese conocimiento es preciso saltar a la experiencia del  conocimiento que el Padre tiene del Hijo, y el Hijo del Padre. Sólo a través de esa  revelación entramos en la fraternidad con el Hijo y en la filiación divina. Del Dios conocido  de oídas pasamos a la confesión de Job: "Ahora te han visto mis ojos". 

Y todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano  significa ser como el Hijo, ser hijos: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos  hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3,1). El Hijo de Dios es enviado para hacernos hijos  de Dios. En efecto, "cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de  mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que  recibiéramos la filiación adoptiva por medio de Él" (/Ga/04/01-05): 

Pues no recibimos un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibimos un  espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a  nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también  herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (/Rm/08/15-17). 

Esto es lo extraordinario del evangelio. Jesús invita a sus discípulos a tratar a Dios con la  misma confianza con que Él lo hace. Dios no es solamente el Padre de Jesús, sino también  el Padre de los discípulos de Jesús. Él, les dice Jesús, es "vuestro Padre"25 Y esto, no  sólo porque Dios se comportó "paternalmente", como ya aparecía en el Antiguo  Testamento, sino en un sentido nuevo. Todo el que sigue a Jesús y se hace discípulo suyo,  escuchando su palabra y acogiéndola en su corazón, puede llamar a Dios Padre del mismo  modo que lo hace Jesús. 

Jesús habla a Dios con una confianza inusitada. Y enseña a sus discípulos a hacerlo con  la misma familiaridad. Jesús alienta a sus discípulos a una total confianza, comparando  innumerables veces a Dios con un padre26. Abba, la palabra que utilizó Jesús para  comunicarse con el Padre, es la palabra que nos legó a nosotros para invocar a Dios. Abba  es el término usado por los hijos más pequeños para dirigirse al padre. Nadie, antes de  Jesucristo, osó llamar a Dios con una locución tan familiar, tan transida de confianza. Como  leemos en el Catecismo de la Iglesia Catolica: 

Podemos invocar a Dios como Padre porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho  hombre y su Espiritu nos lo hace conocer. El Espiritu del Hijo nos hace participar de esa  relación filial a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (1 Jn 5,  1). [CEC 2780] 

Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 1, 3)  [CEC 2781] 

Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos  suyos en su Hijo único: por el bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo y por la unción de  su Espiritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros hace de nosotros "cristos". [CEC  2782] 

Dios es nuestro Padre, no porque nos ha creado, sino porque nos "ha hecho partícipes  de la naturaleza divina" (2 Pe 1,4), pues los hijos de Dios "no han nacido de la sangre, ni  del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Jn 1,13), Cuando decimos  "Padre" no nos referimos a una vaga paternidad benévola y poderosa. Nos referimos a un  ser muy determinado: "al Padre de nuestro Señor Jesucristo". Cuando Cristo nos exhorta a  invocar a Dios como Padre, nos está invitando a comunicarnos con su mismo Padre. San  Cipriano comenta esta invocación: 

Jesús dijo: orad así: Padre nuestro que estás en el cielo. El hombre nuevo, renacido y  devuelto a su Dios por su gracia, lo primero que dice es Padre, porque ha empezado ya a ser  su hijo. Está escrito: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. A todos los que le  acogieron, les ha dado el poder de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre" (Jn  1,11-12). Así que el que cree en su nombre y de este modo se hace hijo de Dios debe  empezar por esto, por dar gracias y profesar que es hijo de Dios. Cuando dice que su Padre  es Dios, que está en el cielo, él, con esta palabra, entre las primeras pronunciadas después  del bautismo, da testimonio de que ha renunciado a su padre terreno por haber conocido y  comenzado a tener un solo Padre, el que está en el cielo, como está escrito: "Los que dicen al  padre o a la madre: no te conozco y no reconoceré a mis hermanos, estos observaron tal  palabra y custodiaron tal alianza" (/Dt/33/09). El mismo Señor en su Evangelio, nos manda que  no llamemos a nadie padre nuestro en la tierra, porque tenemos un solo Padre, el que está en  el cielo (Mt 23,9) Y al discípulo que le recordaba que su padre estaba muerto, le respondió:  "Deja que los muertos entierren a sus muertos" (Mt 8, 22) Había dicho que estaba muerto su  padre, siendo así que los creyentes tienen un Padre que vive para siempre. 

Jesús permite e invita a sus discípulos a tratar al Padre con la misma intimidad con que  Él le trata. El Padre, a quien invocan los discípulos de Jesús, es el mismo a quien El llama  constantemente "mi Padre" y "mi Padre celeste". Sólo en el Evangelio de Mateo, Jesús le  llama así 26 veces. Engendrado por el Espíritu Santo (1,18.20), Jesús es Hijo de Dios27,  su amado Hijo (3,17; 17,5), a quien el Padre ha entregado todo (11,27). Por medio del Hijo  el Padre revela los misterios del Reino a los pequeños "discípulos" (11,25; 13,11), así como  revela a Pedro que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como Hijo del hombre vendrá  envuelto en la gloria de su Padre (16,27). 

La relación entre el Padre y el Hijo se nos comunica a través de la Palabra. El Padre nos  presenta al Hijo en los momentos del Bautismo y la Transfiguración. En ese testimonio, al  declarar que Jesús es su Hijo, Dios se nos revela como Padre. Lo mismo, cuando Pedro  hace su confesión: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", Jesús lo rubrica, diciendo: "No  te lo ha revelado la carne o la sangre, sino mi Padre del cielo" (Mt 16,16-17). Al aceptar  este testimonio, se le ilumina al cristiano su verdadera naturaleza: "A los que la recibieron  los hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1,12). El Padre, al darnos a conocer a su Hijo,  nos atrae a Él, pues nadie puede ir a Él si el Padre no lo lleva (Jn 6,44). Y arrastrados por  el Padre a Cristo, el Hijo nos presenta al Padre como hijos suyos: "Quien me ve a mi, ve al  Padre" (Jn 14,9). Quien cree que Jesús está en el Padre y el Padre en Él, viendo a Cristo  ve al Padre: "Si me conocierais a mi, conoceríais también al Padre. Quien me ha visto a mi,  ha visto al Padre. Creedme que yo estoy en el Padre, y el Padre en mi" (Jn 14,7-10). 

En este misterio de relaciones del Padre y el Hijo nos Introduce el Espíritu Santo, el único  que conoce y da a conocer las profundidades de Dios (1 Cor 2,10-16). La revelación del  Hijo por el Padre y del Padre por el Hijo, es obra del Espíritu en comunicación con nuestro  espíritu. El Espíritu conoce desde dentro la paternidad divina y la filiación divina y también  nuestra fraternidad con el Hijo y nuestra filiación con el Padre. Él nos la revela haciéndola  presente a nuestro espíritu: "El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos  de Dios". El Espíritu, hablando a nuestro espíritu, nos asegura que somos hijos de Dios  (Rm 8,14-17). La misión del Espíritu es la de descubrirnos al Padre, impulsándonos a una  vida de entrega filial al Padre. El Espíritu Santo, infundiendo en el cristiano el don de  piedad, le enseña a balbucir la palabra ¡Abba! 

Empezamos a ser cristianos como hijos; recibir la filiación es recibir el ser. Del ser hijos  de Dios arranca lo más hondo de nuestra libertad (Gál 4,4-7). Como hijos, nuestra herencia  será gozar eternamente del amor paternal de Dios. Esta condición de hijos de Dios nos  hace vivir en la esperanza de la manifestación plena de nuestra filiación (Rm 8,24). Pero ya,  como niños pequeños, gemimos con balbuceos inefables y el Espíritu viene en ayuda de  nuestra debilidad, porque, al contrario de nosotros, Él sí sabe lo que hay que pedir y cómo  hay que hacerlo. Y Dios Padre, que conoce nuestra intimidad, comprende nuestra  necesidad y atiende al Espíritu. Así oramos "en espiritu y verdad" (Jn 4,23): "El Espíritu  viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como  conviene; mas el Espiritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom  8,26-27). 

Como explica san Agustín, en sus muchos comentarios al Padrenuestro, aunque el  Antiguo Testamento atestigua que Dios es Padre de Israel (Is 1,2; Sal 81,6; Ml 1,6), sin  embargo. en ninguna parte se manda a Israel que ore a Dios invocándole como Padre. Esta  es, más bien, una dignidad reservada al nuevo Pueblo de Dios,cuyos miembros, mediante  la fe en el Verbo, reciben de Dios el poder de llegar a ser hijos suyos (Jn 1,12), recibiendo  gratuitamente el Espíritu de filiación adoptiva que les hace clamar: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15).  Esta filiación divina, fruto de la gracia de Dios, es la que confesamos precisamente al decir  "Padre nuestro", avivando de este modo el afecto suplicante y la confianza de recibir lo que  pedimos. ¿Qué podrá negar Dios a los hijos que le suplican tras haberles concedido el ser  sus hijos? La invocación "Padre nuestro es el grito del corazón, no de los labios, que  resuena dentro de nosotros y en el oído de Dios". Y dice a los que están a las puertas del  bautismo: 

Con esta invocación comprendéis que habéis empezado a tener a Dios como Padre. Pero  lo tendréis cuando hayáis nacido. Aunque, ya antes de nacer, habéis sido concebidos con su  semilla, debéis ser dados a luz en la fuente, en el útero de la Iglesia. Recordad, pues, que  tenéis un Padre en el cielo. Habéis nacido del padre Adán para la muerte; ahora nacéis de  Dios Padre para ser regenerados en la vida. Lo que decís con la boca, tenedlo en el corazón. 

Padre nuestro 

¿Quiénes pueden recitar el Padrenuestro? Ciertamente aquellos a quienes Cristo dice:  "Siempre que oréis, vosotros decid: Padre nuestro...". Este vosotros son los discípulos de  Cristo. Así fue al principio. La Iglesia primitiva no permitía a los catecúmenos, antes de  recibir el bautismo, recitar el Padrenuestro "En efecto—dice san Agustín—, ¿cómo uno que  no ha nacido aún podría decir: Padre nuestro?". Por ello se llama la "oración de los fieles". 

Dice san Cipriano: "Padre nuestro", o sea, de los que creen, de los que, santificados por  Él y regenerados por el nuevo nacimiento de la gracia, han comenzado a ser hijos de  Dios... "Todo el que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios" (1 Jn 5,1). Los que no  creen y rechazan a Cristo no pueden llamar a Dios Padre. A ellos el Señor les dice:  "vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él ha  sido homicida desde el principio y no ha perseverado en la verdad, porque en él no hay  verdad" (Jn 8,44). Un pueblo pecador no puede ser hijo de Dios; lo son sólo aquellos a  quienes se les han perdonado los pecados; a éstos se les llama hijos y se les promete la  eternidad. Nuestro Señor mismo dice: "El que comete pecado es un esclavo. El esclavo no  se queda para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece siempre" (Jn 8,34-35). 

Padre en labios cristianos expresa la filiación de quienes, mediante la fe en la palabra y  el bautismo (Jn 3,5-8), han sido engendrados por Dios28 como hijos: "nos llamamos y  somos hijos de Dios" (1 Jn 3,1); por ello le invocamos con propiedad como Padre. Como  comenta san Agustín, el Hijo único de Dios quiso tener hermanos y que llamáramos Padre a  su mismo Padre, siendo innumerables los hombres que, con el Unigénito de Dios, dicen:  Padre nuestro que estás en los cielos. Cuando se nace en la Iglesia-Madre, mediante el  bautismo, se conoce a Dios-Padre, y se le invoca como tal: 

Nuestros primeros padres eran Adán y Eva: él el padre, ella la madre, luego somos  hermanos. Pero si nos olvidamos del primer origen, ahora Dios es el Padre, la Iglesia es la  Madre, luego nosotros somos hermanos. Siendo el Hijo único de Dios, sin embargo no quiso  permanecer solo. Es único pero no ha querido ser solo en Ia filiación; por su bondad ha  querido tener hermanos Ha querido que llamásemos Padre nuestro a su mismo Padre. No ha  estado celoso de nosotros, ha querido compartir su herencia con nosotros 

Los discípulos invocan juntos al Padre celestial, que sabe ya todo lo que necesitan sus  amados hijos. La llamada de Jesús, que les une, los ha convertido en hermanos. En Jesús  han reconocido la amabilidad del Padre. En nombre del Hijo de Dios les está permitido  llamar a Dios Padre. Ellos están en la tierra y su Padre está en los cielos. Él inclina su  mirada hacia ellos, ellos elevan sus ojos hacia Él. Y añade Agustín: 

Teníamos un padre y una madre que nos dieron Ia vida para el trabajo y la muerte. Pero  ahora hemos encontrado otros: hemos encontrado a Dios Padre y una madre, que es la  Iglesia, para que nazcamos de ellos a la vida eterna 

Llamar a Dios con el nombre de Padre es aceptar a la Iglesia como Madre, ya que ésta  se forma y se constituye en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, es decir, en el  bautismo. San Cipriano dice: 

ORA/UNANIME: Dos hombres son hermanos entre sí porque son hijos del mismo padre; dos  cristianos por el contrario son hijos del mismo Padre porque antes son hermanos, hermanos de Cristo y  en Cristo tenemos acceso al Padre. Para poder llamar a Dios Padre es preciso pertenecer a la  comunidad de los hijos de Dios, a la comunidad de los que oran a Dios diciendo Padre nuestro. Nadie  puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre. Nadie puede tener a Dios por Padre si  no tiene al prójimo por hermano  
Por ello el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiere que oremos en particular y en privado o  sea para nosotros mismos. No decimos: Padre mío, que estás en el cielo: y mucho menos: dame hoy el  pan de cada día. Y nadie pide que se le perdone sólo su deuda, ni pide que sólo él no caiga en  la tentación y sea liberado del mal. Nuestra oración es pública y comunitaria y, cuando oramos,  oramos por todo el pueblo, no por cada uno, pues todo el pueblo somos una sola cosa. El Dios  de la paz y maestro de la concordia, que ha predicado la unidad, ha querido que uno ore por  todos, como Él, uno, nos ha llevado a todos en sí mismo. Asi oraron los tres jóvenes en el  horno de fuego, unánimes en la oración y acordes en su espíritu: "Los tres, con una sola boca  cantaban un himno y bendecían al Señor" (Dn 3,51). Hablaban como una sola boca y, por eso,  su oración fue tan eficaz y portadora de gracias. Así oraron también los apóstoles y discípulos  de Cristo, después de la ascensión del Señor al cielo. Dice la Escritura: "Todos ellos  perseveraban unánimes en la oración, con un mismo Espíritu, en compañía de algunas  mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1,14). Perseveraban unánimes  en su oración dando testimonio, al mismo tiempo, de su constancia y concordia en la oración,  porque Dios sólo acoge en su eterna y divina morada a aquellos cuya oración es unánime. 

Nuestra filiación divina nos viene por el Hijo. Esta filiación es una participación en la  filiación misma del Hijo. Somos hijos de Dios en el Hijo. San Cirilo de Alejandría nos dice  que la imagen divina se imprime en el alma por la gracia que es una participación del Hijo  en el Espíritu. Al ser regenerados hemos sido configurados con el Hijo, es decir, se forma  en nosotros Cristo de modo inefable. No somos, pues, "extraños ni forasteros, sino  conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19), puesto que participamos de su  misma naturaleza (2 Pe 1,4) Esto pone de manifiesto que no todos los hombres son hijos de  Dios, como leemos en Teodoro de Mopsuestia: 

Es preciso reconocer en Dios Padre dos cosas: Que es Padre y Creador. No es Creador  por ser Padre, ni es Padre por ser Creador, ya que no es Creador de quien es Padre, ni es  Padre de quien es Creador; sino que Dios es Padre sólo del Hijo verdadero, el "Unigénito, que  está en el seno del Padre'' (Jn 1,18), mientras que El es Creador de todo lo que llegó a ser y  fue hecho, por Él creado según su voluntad. Del Hijo es, pues, Padre por ser de su naturaleza,  mientras que de las criaturas es Creador, por haberlas creado de la nada. Por otra parte, Dios  no es llamado por los hombres Padre por haberlos creado, sino porque están cerca de Él y le  son familiares. No es, pues, llamado Padre por todos, sino por los que son de su casa, como  está escrito: "He educado a hijos y los he creado" (Is 1,2), concediendo ser llamados así  aquellos a quienes acercó a Él por la gracia29". 

Lo mismo dirá san Hilario: 

Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rm 8,14)... Este es el nombre  atribuido a quienes creemos mediante el sacramento de la regeneración; y si la confesión de nuestra fe  nos concede la filiación divina, las obras hechas en obediencia al Espíritu de Dios nos cualifican como  hijos de Dios... También nosotros somos verdaderamente hijos de Dios, por haber sido hechos tales: de  "hijos de la ira" (Ef 2) hemos sido hechos hijos de Dios, mediante el Espiritu de filiación, habiendo  obtenido este titulo por gracia, no por derecho de nacimiento. Todo cuanto es hecho, antes de serlo no  era tal. También nosotros: aunque no éramos hijos, hemos sido transformados en lo que somos; antes no  éramos hijos, llegando a ser tales tras haber obtenido por gracia este nombre. No hemos  nacido, sino llegado a ser hijos. No hemos sido engendrados, sino adquiridos. Padre es, por  tanto, el nombre propio de Dios, con el que expresamos la nueva relación en la que nos ha  situado la donación del Espiritu de Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios. 

La filiación divina de los cristianos está, pues, vinculada a la hermandad con Jesús. De  este modo el Unigénito se hace Primogénito: "A los que de antemano conoció, también los  predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos  hermanos" (Rm 8,29). Si somos hijos de Dios, somos hermanos. Y en la fraternidad vivida  nos elevamos con Jesucristo hasta el Padre. Amamos a Dios en el prójimo y al prójimo en  Dios: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha  nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es  amor... Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.  Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros" (1 Jn 4,7-21).

En el evangelio (Mc 3,33) se dice que son "hermanos" de Jesús todos aquellos que  cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de labios de Jesús. De esta nueva  familia de Jesús Dios es Padre. La invocación de Dios como Padre crea una familia, una  comunidad, constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como Padre está descubriendo que  tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo nombre30. Como dice el beato  Isaac de Stella: 

El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza es Hijo único, por  gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues a cuantos lo recibieron les  dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Haciéndose Él Hijo del hombre, hizo hijos de Dios a  muchos. El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su poder; a muchos. Estos, siendo  muchos por su generación según la carne, por la regeneración divina son uno con Él. Cristo es  uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un unico Dios en el cielo y de una única  madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza y los miembros son un  Hijo y muchos hijos, así también Maria y la Iglesia son una madre y muchas, una virgen y  muchas. 

¿Quién podrá llegar a ser hijo del "Padre que está en los cielos"? Sólo aquel que es  regenerado en Cristo. Esta invocación refleja,—dice san Cirilo, en sus catequesis  mistagógicas—, "el grandísimo amor de Dios para con el hombre, queriendo ser llamado  Padre, incluso por aquellos a quienes ha otorgado el perdón de sus maldades, así como la  participación de su gracia". Es un don inapreciable, dice san Cirilo de Alejandría, que  podamos llamar a Dios Padre nuestro quienes hemos recibido de Él "el poder ser hijos  suyos" (Jn 1,12), al engendrarnos voluntariamente con la Palabra de la verdad" (St 1,18),  naciendo "del agua y del Espíritu" (Jn 3,5), de modo que osemos llamarle Padre por ser  todos nosotros hermanos. 

Padre, que estás en los cielos 

La familiaridad e intimidad de Dios, invocado como Padre, no niega la excelsitud de Dios.  Nuestro Padre es el Dios del cielo al que se debe todo honor. El Padre es al mismo tiempo  el Rey, cuya Santidad, Realeza y Voluntad el orante desea. Al invocar a Dios, según Mateo,  como "Padre nuestro, que estás en los cielos", estamos distinguiendo la paternidad divina  de la paternidad de todos los padres de la tierra. A este Dios, que está en los cielos, es a  quien Jesús nos invita a llamar Papá. 

Cercano y trascendente. "Ciertamente Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el  Salvador" (Is 45,15). Escondido, pero cercano. Está en el cielo, pero es nuestro Padre en la  tierra; el único Padre, que tienen en la tierra los cristianos: "Vosotros no llaméis a nadie  Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo" (Mt 22,9). Como  comenta Casiano en una de sus COLACIONES, el Dios y Señor del universo es nuestro  Padre, que vive, no en la mansión extraña de este destierro, sino en aquella región celeste,  que debemos desear. 

Dios "vive en una luz inaccesible", pero "sus delicias son estar con los hijos de los  hombres". Él es Yahveh, el que está, el Emmanuel, "el Dios con nosotros". El salmista  canta: "Si subo hasta los cielos, allí estás tú. Si bajo hasta el sheol, allí te encuentras. Si  tomo las alas de la aurora, si voy a parar a los confines del mar, también allí me alcanza tu  mano, tu diestra me sorprende" (Sal 139,8-10). Pero Job puede decir igualmente: "Si voy  hacia el oriente no está allí; si al occidente, no lo encuentro. Cuando lo busco al norte, no  aparece, y tampoco lo veo si vuelvo al mediodía" (Job 23,8-9). 

Nuestro Dios, al que invocamos como Padre, es el Dios que está en el cielo. Los ángeles  de los pequeños discípulos de Cristo "contemplan constantemente el rostro de mi Padre  que está en el cielo" (Mt 18,10). "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra" (Mt  11,25). Jesús, en la última cena, anuncia que no "beberá más del producto de la vid hasta  que lo beba con sus discípulos, nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29). "El que haga la  voluntad de mi Padre entrará en el Reino de los cielos" (Mt 7,21), como también quien haya  tenido misericordia con el Hijo, presente "en uno de sus hermanos más pequeños"  (Mt25,40), es decir, en sus discípulos (Mt28, 10; 18,1-14). Estos son sus hermanos (Mt  12,48s), pues el Padre les ha concedido participar en la filiación divina del Hijo, dándoles la  osadía de invocarle como Padre. Aunque Jesús no se incluya nunca en el "nuestro Padre",  sin embargo, habla del mismo Padre suyo y nuestro: "Su Padre es nuestro Padre"31. 

Dios está en los cielos se puede invertir diciendo que los cielos están donde Dios está.  El cielo es esa presencia de Dios, presencia misteriosa, escondida, pero no lejana. Él está  en lo secreto, pero ve en lo íntimo del corazón del orante (Mt 6,4.6.18). Conocer a Dios es  reconocerlo presente en la propia vida. Israel conoció a Dios cuando lo reconoció como su  Dios. Es la experiencia misma que nos narra Agustín en sus CONFESIONES: "Tú, Señor,  estabas dentro de mi y yo fuera, y de fuera te buscaba. Tú estabas conmigo y yo no estaba  contigo". Y san Cipriano dice: "Cielos son también aquellos hombres que llevan la imagen  celestial, en los que Dios está inhabitando y paseándose (2Cor 6,16)". 

"Los cielos son los cielos de Dios,y la tierra se la ha dado a los hijos de los hombres" (Sal  115,16). Orar es levantar el corazón a Dios. Concretamente, según san Juan de la Cruz:  "Hacia el cielo se ha de abrir la boca del deseo". O como dice Teodoro de Mopsuestia a los  neófitos: "Hemos añadido: que estas en el cielo, para que vuestra mirada contemple aquí  abajo la vida de allí arriba, a donde habéis sido transferidos. Pues, habiendo recibido la  filiación adoptiva, habéis sido hechos ciudadanos del cielo: tal es la morada que conviene a  los hijos de Dios". San Agustín dice: "Que estás en los cielos, es decir, en los santos y en  los justos, pues Dios habita en sus corazones como en su santo templo". O con palabras de  santa Teresa: "Donde está Dios, allí está el cielo. No es menester alas para ir a buscarle,  sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, hablándole como a Padre, pidiéndole como  a Padre... En este pequeño cielo de nuestra alma está Él". Y san Cirilo de Jerusalén: "El  cielo bien podía ser también aquellos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que  Dios habita y se pasea32. Por ello leemos en la Carta a Diogneto: "Los cristianos están en  la carne, pero no viven en la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del  cielo". 

"A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos  fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de  su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia"  (Sal 123). Y Jesús añadirá que, como Padre providente, cuida de sus hijos con una  solicitud paterna, que supera con mucho a la solicitud con que alimenta a las aves del cielo  y con la que viste a los lirios del campo (Mt 6,25.34). Pueden, pues, descansar en su  regazo, sin miedo a quienes traten de hacerles daño o matarlos: el Padre, que cuida de un  pajarillo, mucho más cuidará de sus hijos. ¡Incluso los cabellos de su cabeza tiene  contados! (/Mt/10/28-31). Con solicitud paterna vela, de un modo particular por "los más  pequeños" discípulos de Jesús, pues "su voluntad es que ni uno solo de ellos se pierda"  (Mt 18,5-14). ¡El Padre celestial no es indiferente a las necesidades terrenas de sus hijos!  Estos pueden confiar en Él y abandonar sus inquietudes en sus manos (Mt 6,25-34). 

Las parábolas del evangelio no tienen una significación primariamente moral, sino  teológica. De quien se habla en ellas, no es, por ejemplo, del hijo pródigo, sino de Dios  Padre, para quien el hijo lo es todo, que vive siempre esperando hasta que él retorne de su  dispersión y vuelva al cálido hogar, en donde encontrará su paz y el calor de un corazón;  del Padre que defiende al hijo perdido, después de haber gastado toda su hacienda, frente  al hijo mayor que se había quedado en casa. Jesús presenta en las parábolas al Padre  como el que busca, espera, se preocupa, invita, corrige, castiga, ama al hombre; el que se  preocupa de su poquedad, el que vela por sus angustias, el que está más allá de sus  pecados y, a pesar de ellos, sigue siendo su padre y le espera. Sin embargo, dice san  Ambrosio a los neófitos, es siempre una "santa presunción" decir Padre nuestro a quien "te  engendró por medio del bautismo y por don gratuito", pues Él está en los cielos, es decir,  "allí donde ha cesado el pecado". 

Un buen resumen hace Teodoro de Mopsuestia en su homilía sobre el Padrenuestro.  Pueden llamar a Dios Padre sólo quienes han obtenido la filiación adoptiva por gracia del  Espíritu Santo y, mediante el cual, claman: iAbba, Padre! (/Rm/08/15), recibiendo con ello  esta condición libre, propia de quienes la resurrección hizo inmortales, debiendo, por tanto,  vivir en adelante como hijos de Dios y guiados por el Espíritu para tener las costumbres  dignas de una vida celeste. Y llamamos Padre nuestro a quien es el Padre común de,  quienes, como hermanos, viven concordemente, bajo la mano de un mismo Padre. Este  Padre decimos que está en el cielo, con lo cual se nos invita a contemplar aquí la vida  celeste, reservada a quienes, por ser hijos de Dios, se transforman en ciudadanos del cielo. 

El Hijo es icono vivo del Padre

Toda la obra de Jesucristo arranca del amor del Padre, un amor que comunica vida:  ''Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él  no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para  juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El" (Jn 3,16-17). Este amor culmina  en la muerte del Hijo por nosotros: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por  sus amigos" (Jn 15,13). Y el Padre da la vida de su Hijo por sus enemigos.  

Jesús emite su último hálito para comunicarnos su vida. Misteriosamente lo atestigua  Caifás: "Caifás, que era el Sumo Sacerdote aquel año, dijo: 'Vosotros no sabéis nada, ni  caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda  la nación'. Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote,  profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino para reunir en  uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,49-51). Y Pablo proclama: "El que no  perdonó a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con  Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién nos condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que  murió; más aun, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por  nosotros?" (Rm 8,31-32). Jesús, buen Pastor; da la vida por las ovejas: "Por eso me ama el  Padre, porque doy mi vida" (Jn 10,17)33. 

El Padre, amando al mundo, entrega a su Hijo. Y, porque Jesús se entrega, es amado  por el Padre. Como buen Hijo, Jesús hace lo que el Padre le encarga, y lo hace  voluntariamente (Jn 14,29-31). Aunque experimente la turbación de su espíritu, Jesús entra  en la voluntad del Padre: "Ahora mi alma está turbada. Y, ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame  de esta hora! Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! ¡Padre, glorifica tu Nombre!" (Jn  12,27-28): "Aún siendo Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer" (Hb 5, 8). 

Jesús, con verdad, puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), de modo que  "quien me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,9-10). Como Hijo, Jesús es la imagen, el icono de  Dios Padre (2 Cor 4,4; Col 1,15). En Él, Dios se hace visible como un Dios con rostro  humano. En Jesucristo, Dios se ha manifestado definitiva y totalmente. Y, en el Hijo, gracias  al Espíritu Santo, sabemos que Dios es Padre desde toda la eternidad (Jn 1,1-3). Dios es  desde toda la eternidad el amor que se da y comunica a sí mismo. Desde la eternidad, el  Padre comunica todo lo que es al Hijo. El Padre vive en relación con el Hijo, dándose a sí  mismo al Hijo. Igualmente, el Hijo vive en relación con el Padre; es Hijo porque es  engendrado por el Padre y se vuelve con amor al Padre. Padre es una palabra que siempre  dice relación a otro, al hijo. "Porque no se llama Padre para sí, sino para el Hijo; para sí es  Dios", dice san Agustín. En su ser hacia otro es Padre, en su ser hacia sí mismo es  simplemente Dios. 

Lo mismo cabe decir de la palabra hijo, que se es con relación al padre. De aquí la total  referencia de Cristo, el Hijo unigénito, al Padre: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo"  (Jn 5 19.30). Por ser Hijo actúa en dependencia de quien procede. Esto mismo vale para  los discípulos de Cristo, hijos de Dios por El: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). La  existencia cristiana cae, pues, bajo la categoría de la relación. 

Todo hijo es una imagen viva de su padre. Jesús nos llama a vivir; como hijos, la  perfección del Padre (Mt 5,48), de tal modo que cada cristiano pueda decir como Jesús: "El  que me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,8). Por ello dirá Pablo: "Sed imitadores de Dios como  hijos carísimos y vivid en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en  oblación y sacrificio a Dios" (Ef 5,1-2). "Amar a Dios sobre todas las cosas", es el primer  mandamiento de los hijos de Dios. Pero no se trata ya de amar por obediencia, propio de  esclavos, sino de obedecer por amor; propio de hijos. 

Para ser icono vivo del Padre, el cristiano ha de contemplar cómo vive Jesús su relación  filial con su Padre Dios, imagen visible de Dios invisible. La primera palabra de Jesús, que  nos han conservado los evangelios, es la respuesta a María, cuando lo encuentra en el  templo. La madre le dice "tu padre y yo"; Jesús responde a su madre, refiriéndose a otro  Padre, "¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi  Padre? (Lc2,41-52). Jesús, aunque esté sometido a José y María, en su misión depende  totalmente de su Padre celeste. Su primer acto público consiste en declararse Hijo de Dios,  revelando que Dios es su Padre. Este episodio se proyecta hacia el futuro, cuando Jesús  vuelve a subir en peregrinación a Jerusalén, en su viaje último, pascual, cuando mantenga  duras discusiones con los doctores de la ley, cuando purifique la casa de su Padre, cuando  peregrine de este mundo a la casa del Padre, en la gloria. 

Jesús se enfrenta a los judíos, que le persiguen por curar en sábado y sobre todo por  llamar a Dios "su Padre": "Los judíos perseguían a Jesús por hacer estas cosas en sábado.  Pero Jesús les dijo: 'Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo". Por eso los judíos  trataban con mayor empeño en matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que  llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios" (Jn 5,16-18). La  relación particular de Jesús con el Padre es la que provoca el conflicto de Jesús con los  judíos. Pero Jesús les dice: "En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por  su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el  Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que El hace" (Jn 5,19-20). Jesús es  el Hijo que asiste como aprendiz al trabajo del Padre y prolonga su obra. El Hijo aprende  del Padre para ejecutar las tareas que el Padre le encomiende. El Padre no tiene secretos  para el Hijo y el Hijo hace lo que ha visto hacer al Padre. Y ¿cual es la tarea que el Padre  encomienda al Hijo?: "Porque como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así  también el Hijo da la vida a los que quiere" (Jn 5,21). Jesús, dando su vida, cumple la tarea  encomendada por el Padre: dar la vida eterna a quienes quieran recibirla: "El que escucha  mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, pues ha  pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24). Como Hijo no busca "hacer su voluntad, sino la  voluntad del que le ha enviado" (Jn 5,30). 

Las catequesis de los Padres no miraban a otra cosa que a desvelar a los bautizados su  condición filial y a educarlos, por tanto, en su comportamiento filial en la vida. "El hombre  nuevo—les dirá san Cipriano—puede en verdad llamar a Dios Padre". Como hijo en el Hijo,  el creyente puede dirigirse a Dios diciéndole con sus hermanos: "Padre nuestro"; pero,  como hijo, no puede vivir en sí mismo y para sí, sino abierto totalmente al Padre y a la  misión recibida del Padre: "Como el Padre me envió, así envio yo a vosotros". Enviados al  mundo como hijos hacen visible a Dios Padre en un amor único, extraordinario, reflejo del  amor del Padre, pues están en el mundo como iconos de Dios. Como dirá san León Magno: 

Si para los hombres es un motivo de alabanza ver brillar en sus hijos la gloria de sus  antepasados, ¡cuánto más glorioso será para aquellos que han nacido de Dios brillar,  reflejando la imagen de su Creador y haciendo aparecer en ellos a Quien los engendró, según  lo dice el Señor: "Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y  glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos"! (Mt 5,16). 

Los que, como Jesucristo, "no han nacido de la sangre, ni de deseo de la carne, ni de  deseo de hombre, sino que han nacido de Dios" (Jn 1,12-13) son "hermanos y hermanas de  Jesus", acogiendo la Palabra "y haciendo la voluntad del Padre" (Mt 12, 48-50). Ellos brillan  en el mundo como hijos de Dios, haciendo brillar entre los hombres el amor del Padre: "Yo  os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos  de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia  sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?  ¿No hacen eso también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos,  ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo también los paganos? Vosotros,  pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48; Lc 6,27-36). Así  exhorta san Ambrosio a los neófitos: 

¡Oh hombre! Tú no te atrevías a dirigir la mirada al cielo, teniendo tus ojos fijos en la tierra. Y,  sin embargo, en un momento has recibido la gracia de Cristo, te fueron perdonados todos tus  pecados. De "siervo malo" (Mt 25,26) que eras te has convertido en hijo bueno. ¡No tengas,  pues, confianza en tus obras, sino en la gracia de Cristo! "Por gracia habéis sido salvados"  (Gal 2,5). Aquí no hay arrogancia, sino sólo fe. Gloriarte de lo que has recibido no es, pues,  signo de soberbia, sino de amor filial. Eleva, por tanto, tus ojos al Padre, que te ha engendrado  por medio del bautismo (Tt 3,5), al Padre que te ha redimido por medio de su Hijo, y di: ¡Padre  nuestro! 

San Pedro Crisólogo insiste: 

La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre  y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: "Abba, Padre" (Rm 8, 15).  ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente  cuando lo íntimo del hombre está animado por el poder de lo alto?35 

San Gregorio Niseno, en sus cinco homilías sobre la Oración del Señor; advierte a los  fieles que "Dios no puede ser Padre de quienes están sometidos al pecado". Por ello  invocar a Dios como Padre supone "haber purificado la propia vida", volviendo como hijo  pródigo a nuestro "País de origen" y asemejándonos "al Padre celestial mediante una vida  según Dios" (Mt 5,48). Es, pues, necesario "examinar si tenemos algo digno de la filiación  divina en nosotros para osar pronunciar esas palabras": 

Es evidente que un hombre sensato no se permitiría usar el vocablo padre, si no se asemejase a él.  Quien es todo perfección no puede ser el Padre de quienes están sometidos al pecado. Quien descubre  la propia conciencia manchada de vicios y. aun reconociéndose pecador, sin purificarse previamente de  sus faltas, llama a Dios Padre es un presuntuoso y blasfemo, pues llamaría a Dios padre de su pecado.  Es, pues, peligroso recitar esta oración y llamar a Dios Padre antes de haber purificado la propia vida. La  confesión del joven que dejó su casa paterna: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc  15,18) es la que le facilitó el acceso al Padre, quien, corriendo a su encuentro, le abrazó y  besó. Asé experimentó la bondad del Padre... Cuando Cristo nos enseñó a invocar y a llamar  Padre a Dios nos ordenó al mismo tiempo asemejarnos al Padre celestial: "Sed perfectos,  como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt 5,48)... Pero si alguien lleva los rasgos de la  envidia, el odio, la calumnia, el orgullo, la avaricia e invoca al Padre, ¿qué padre le escuchará?  Evidentemente aquel a quien se asemeja; su oración es una invocación al diablo. Sólo, tras  haber abandonado esa vida, para vivir una vida buena, pueden sus palabras invocar al Padre,  que es bueno. Por eso, antes de acercarnos a Dios, debemos examinar si tenemos algo digno  de la filiación divina en nosotros, para, con audaz confianza, poder pronunciar las palabras:  Padre nuestro, que estás en el cielo. 

Algo parecido dice—también a los neófitos—Teodoro de Mopsuestia: 

Ante todo os es necesario saber lo que erais y lo que habéis llegado a ser por el gran don que habéis  recibido de Dios. Habéis recibido la gracia del Espíritu Santo, que os regala la filiación adoptiva,  adquiriendo por ello la confianza filial de llamar a Dios Padre: "Pues vosotros no habéis recibido el  Espíritu para estar de nuevo en la esclavitud y en el temor; sino que habéis recibido el Espíritu  de adopción filial, mediante el cual llamáis a Dios Padre" (Rm 8,15). En adelante tenéis un  servicio en la Jerusalén de arriba y recibís esta condición libre, viviendo ya desde ahora en el  cielo. Mas a quienes han recibido el Espíritu les conviene en lo sucesivo vivir por medio del  Espíritu, acomodarse al Espíritu y tener una conciencia del todo apropiada al noble rango de  quienes son gobernados por el Espíritu, absteniéndose de todo pecado y viviendo según las  costumbres dignas de una vida celeste.

Si llamamos a Dios Padre, es por ser "no ya siervos, sino hijos, nacidos de Dios" (Jn  1,12-13). Por ello podemos invocarle "¡Abba, Padre!" por medio de su Espíritu (Gál 4,6),  caminando consecuentemente "como hijos de Dios". Con esta "invocación de libertad",  comenta san Cromacio de Aquileya, "se nos invita a vivir de tal modo que podamos ser hijos  de Dios y hermanos de Cristo". A esta perfección nos llama Jesús: "Amad a vuestros  enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial,  que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos... Sed, pues,  perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48). Con este amor; los hijos  glorifican al Padre ante los hombres, como luz puesta en alto (Mt 5,13-16). ¡En los hijos los  demás verán y alabarán al Padre! A éstos reconocerá Jesús como hermanos ante el Padre  (Mt 10,32s) y "entonces brillarán como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,43). 

No llaméis a nadie padre 

Como Dios es el Padre de los que creen en Cristo, no puede darse entre ellos el título de  "padre" a nadie más (Mt 28, 8s). El único Padre de los discípulo de Jesús es "el Dios y  Padre de nuestro Señor Jesucristo"36. Jesús es quien les lleva al Padre: "Nadie viene al  Padre sino por mi" (Jn 14,6). Jesús es el camino que conduce al Padre, él nos precede, nos  prepara un lugar, vuelve y nos lleva de la mano a la casa del Padre, para estar donde Él está (Jn 14,1-6). La casa del Padre parece no estar completa mientras falten los hijos.  

Por ello, ahora, el Padre atrae y conduce a los hombres hacia su Hijo: "Todo el que me  dé el Padre vendrá a mi y no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi  voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Porque esta es la voluntad del Padre:  que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último  día. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae. Todo el que  escucha al Padre y aprende viene a mi" (Cf Jn 6,37-45). El Padre nutre a sus hijos con la fe  y la eucaristía, con un alimento de vida superior37. El pan de la persona de Jesús y la  eucaristía son un alimento para la vida eterna, ya plantada en nosotros y en crecimiento  hacia su plenitud. "Si me conocierais a mi conoceríais al Padre... Yo estoy en el Padre y el  Padre está en mI" (Jn 14,7.11). "El Padre y yo somos (Jn 10,30). "Aquel día comprenderéis  que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20). Los cristianos  somos hijos de Dios porque hemos recibido una vida nueva, porque hemos nacido de Dios:  "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). 

La filiación nos viene a través de Cristo, que es el Hijo unigénito del Padre. La palabra  Abba, con la que Jesús se dirige al Padre, ha pasado, por la acción del Espíritu Santo, al  corazón de todos los cristianos. Tal palabra expresa la relación filial entre Jesús y el Padre,  entre nosotros y el Padre, y nuestra relación de hermandad con Cristo y entre nosotros. "La  gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre,  estarán con nosotros según la verdad y el amor:.. El que permanece en la doctrina, ese  posee al Padre y al Hijo" (2 Jn 3.9). "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su  Hijo Jesucristo" (1 Jn 1,3). 

Jesús enseña lo que el Padre le enseña; no inventa nada, como los falsos profetas; nos  transmite lo que ha oído del Padre: "Mi doctrina no es mia, sino de aquel que me ha  enviado. Si alguno quiere cumplir su voluntad, verá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo  por mi cuenta. El que habla por su cuenta, busca su gloria; pero el que busca la gloria del  que lo ha enviado, ese es veraz y no hay impostura en él" (Jn 7,14-18). Dios educaba a su  pueblo como un padre a su hijo (Dt 8); ahora el Padre nos educa por medio de su Hijo.  Quien está dispuesto a seguir el mensaje de Jesús, descubre que procede del Padre. En la  vida se experimenta la verdad. Quien no cree, busca justificarse, porque de antemano se  niega a aceptarla: "Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y  vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mia, sino del Padre que me ha enviado (Jn 14,23-24). "No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado  amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15).  

En la oración sacerdotal, Jesús declara: "Esta es la vida eterna que te conozcan a ti, el  único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). No conocen al Padre  quienes no reconocen al Hijo: "El que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí".  Entonces le decían: "¿Dónde está él. Responclió Jesús: "No me conocéis ni a mí ni a mi  Padre: si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre..." Los judíos le  respondieron: "¿No decimos con razón que eres samaritano y tienes un demonio?.  Respondió Jesús: "Yo no tengo un demonio, sino que honro a mi Padre... Si yo me  glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien  vosotros decís: 'El es nuestro Padre', y, sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y  si dijera que no le conozco sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco y guardo  su palabra'' (Jn 8, 18-19.48-55). 

Toda la vida de Jesus consiste en cumplir la voluntad del Padre: "Si guardáis mis  mandamientos, permaneceréis en mi amor; como yo he guardado los mandamientos de mi  Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10). La obediencia es la expresión de su amor  filial. Todo acto de obediencia es un acto de amor. El amor, que es comunicación y entrega,  es incompatible con la desobediencia. 

Pueden llamar a Dios Padre los discípulos de Cristo, los hermanos en Cristo. Pero,  ¿quiénes son discípulos de Cristo? San Pablo responde: los que tienen el Espíritu de  Cristo. "Los que no tienen el Espíritu de Cristo, no le pertenecen" (Rm 8,9). Y san Agustín,  comentando la primera carta de san Juan, explica: 

Únicamente el amor es lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Ya  pueden signarse todos con la señal de la cruz; ya pueden todos responder amén; ya pueden  todos cantar el aleluya; ya pueden bautizarse todos. En definitiva, sólo por la caridad se  disciernen los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen caridad han nacido de Dios;  los que no tienen caridad no han nacido de El. 

A través del amor a Cristo, el cristiano entra en el amor del Padre: "El que tiene mis  mandamientos y los guarda, ese es el que me ama: y el que me ame será amado de mi  Padre" (Jn 14,21); "el Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de  Dios" (16,27). Al hacerse hermanos de Jesús se hacen hijos de Dios Padre, y como hijos  gozan de su amor: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de  Dios, y lo somos... Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que  seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él  es" (1 Jn 3,1-2). 

Dirigiéndose a quienes, regenerados por el bautismo, son hijos de Dios y pueden ya  llamarle Padre, dice san Cipriano: Como Padre es invocado Dios por quienes, regenerados,  son ya "hijos suyos y obran como tales": "Es necesario acordarnos, cuando llamemos a  Dios Padre nustro, que debemos comportarnos como hijos de Dios": 

Padre, dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia porque ya  ha empezado a ser hijo: Vino a los suyos, dice, y los suyos no lo recibieron. A cuantos lo recibieron los dio  poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1 12). El que, por tanto, ha creido en su  nombre y se ha hecho hijo de Dios debe empezar por eso a dar gracias y hacer profesión de hijo de Dios,  puesto que llama Padre a Dios que está en los cielos; debe testificar también que desde sus primeras  palabras en su nacimiento espiritual ha renunciado al padre terreno y carnal y que no reconoce ni tiene  otro padre que el del cielo (Mt 23 9)... No pueden llamar Padre al Señor quienes tienen por padre al  diabio: Vosotros habéis nacido del padre diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue  homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él" (Jn 8,44). ¡Cuan  grande es la clemencia del Señor e inmensa su gracia y bondad, pues quiso que orásemos  frecuentemente en presencia de Dios y Ie llamásemos Padre; y así como Cristo es Hijo de  Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios! Ninguno de nosotros osaría pronunciar tal  nombre en la oración, si no nos lo hubiese permitido Él mismo... Hemos, pues, de pensar que  cuando llamamos Padre a Dios es lógico que obremos como hijos de Dios, con el fin de que,  así como nosotros nos honramos con tenerlo por Padre, Él pueda honrarse de nosotros. Henos  de portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de que habita en nosotros el  Señor y no desdigan nuestros actos del espiritu recibido, de modo que los que hemos  empezado a ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas espirituales  y celestiales. 

Esto mismo lo amplía Origenes: La confianza filial de la invocación a Dios cono Padre es  propia de quienes llegaron "a ser hijos de Dios" (Jn 1,12) y mediante el Espíritu "claman:  ¡Abba, Padre!" (Rm 8,15). Esto supone que ellos viven "en sus obras" como "hijos legitimos"  de Dios, "configurados con el Cristo glorificado" y, por ello, "han llegado a ser celestiales".  También lo repite san Juan Crisóstomo: "No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda  bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en  vosotros la señal de la bondad del Padre celestial". Ya san Pedro, en su primera carta, a  los que viven en este mundo como extranjeros (1,1), pues tienen a su Padre en el cielo, les  exhorta: 

Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra  ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos  en toda vuestra conducta. Y si invocáis (a Dios) como Padre, conducíos con temor durante el  tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia  heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa,  como de cordero sin mancha y sin mancilla, Cristo (1 Pe 1,14-19). 

Y en la segunda carta exhorta a "huir de la corrupción que hay en el mundo por la  concupiscencia, siendo participes de la naturaleza divina" (1,4).  

Y Pablo dirá a los Gálatas que ya no son esclavos bajo la ley, sino que son hijos de Dios  (4,1-5): Y "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el  Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (4,6). De forma análoga se dirige a los fieles  de Roma: 

Liberados por Cristo de la ley del pecado y de la muerte, vivís no en la carne. sino en el  Espiritu, ya que el Espiritu de Dios habita en vosotros. Y todos los que son guiados por el  Espiritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en  el temor: antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: "iAbba,  Padre!". El Espiritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de  Dios (Rm 8,2-16). 

En cambio, donde domina el odio homicida, se revela una paternidad diabólica: 

Decía Jesús a los judíos: "Ya sé que sois descendencia de Abraham, pero tratáis de  matarme, porque mi palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre: y  vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre. Vosotros hacéis las obras de vuestro  padre. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre.  Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en  él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la  mentira. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque  no sois de Dios" (Jn 8,31.37-38.44.47) 

Quien ama al mundo no posee el amor del Padre. Cuanto hay en el mundo no procede  del Padre: 

No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre  no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo—la concupiscencia de la carne, la  concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas—no viene del Padre, sino del mundo.  El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece  para siempre" (1 Jn 2, 15-17). 

Así se lo dice san Cirilo de Jerusalén a los catecúmenos: 

Sólo de Cristo es Dios Padre por naturaleza... Nuestra filiación divina es por adopción, don  de Dios, como dice san Juan: "A los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios,  a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12). Recibieron el poder llegar a ser hijos de Dios no  antes de la fe, sino por la fe. Sabiendo, pues, esto, portémonos como hombres de espiritu,  para que seamos dignos de la filiación divina: "Los que son conducidos por el Espíritu de  Dios, esos son hijos de Dios" (Rm 8, 14). De nada nos sirve llevar el nombre de cristianos, si  no nos acompañan las obras... "Si llamamos Padre al que, sin acepción de personas, juzga  por las obras de cada uno, vivamos con temor el tiempo de nuestra peregrinación... de modo  que nuestra fe y nuestra esperanza estén en Dios" (1 Pe 1,17-21); y "no amemos al mundo y  las cosas del mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1 Jn 2,15). 

Esta invocación de Dios como Padre encabeza la oración de los discípulos de Jesús y  precede a cada una de las peticiones. En cada petición el fiel orante se encuentra ante el  Padre; este saberse ante el Padre le da la confianza o, mejor, la certeza de ser oído en  cuanto pida. 

EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA

Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 33-81


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1. Sal 72,18; Is 45,3; Mt 15,31. 
2. Dt 14,1-2; Ex 4,22-23; Os 11,1; Is 43,6; Jr 31,20. 
3. Jr 3,4-19; Sal 89,27;Is 63,16... 
4. Eclo 23,1-5; 51, 10; 68,6. 
5. Cfr. Sal 103,13;1s 63,15-16; 64,7.
6. Pr 1,8; 2,1; 3,1. 11-12; 4,1-6; Dt 8, 1-6; Ecio 2,1.2.6.
7. Is 1,2-4; Os 2,6; Dt 32,1-43; Ml 3,2.6.11.
8. Os 11,1-9; Jr 3,14.19-25; 4,1-4; 31,9-20; Is 63,15-19; 64,4-11; Ba 4,6-29.
9. Según el Talmud de Babilonia, abba es la palabra que pronuncia el niño cuando rompe a hablar, 
"cuando deja el pecho y comienza a comer pan".
10. Lc22, 70; Mt 26,64; Mc 14,61.
11. Jn 3,16.18; 10,36; Mt 11,27; 21,37-38; 20,17; 24,36.
12. CEC 441-445. 
13. Cfr. el paralelismo con la revelación de Dios a Moisés (Ex 3-4; 33,18-34) o a Elías (1 Re 19). 
14. Mt 11,25.26; Lc 10,21; Mc 14,36; Mt 26,39; Lc 23,34.46; Jn 11,41; 12,27.28; 17,1.5. 11.21.24.25.
15. Lc 2,49,9,26; 10,22; 22,29,24,49.
16. Lc 6,39, 12,30-32.
17. Mt 7,21; 10,32-33; 12,50; 15,13; 16,17; 18,10.19.35; 25,34; 26,29.39.53; 28,19; Lc 2,49; 22,29; Mc 
8,38; 13,32. 
18. Hch 2,38; 8 12-17; 19,5-6.
19. Lc 11,2; Gál 4,6; Rom 8, 15. 
20. Ef 1,1; Gal 1,1; Col 1,3. 
21. 1 Cor 1,3; 2 Cor 1, 2; Gal 1,3; Ef 1, 2; Fil 1, 2; Col 1,2: 1 Tes 1,3... 
22. 118 veces menciona en sus escritos la palabra Padre, referida a Jesús y a los cris tianos.
23. Jr 1,7; Ez 2, 1; Is 61-1...
24. Cfr. CEC 2664. 
25. Mt 5,48; 6,8.15.32; 10,29; 12,32; Lc 6,36; 12,30. 
26. Mt 6,8; 7,9-11; Lc 12,30; Mc 11,25. 
27. 2, 15; 14,33; 16, 16; 21,38; 26,63-64. 
28. 1 Jn 3,9; 4, 7; 5, 1.4.18; 1 P 1,23; St 1,18.
29. Jn 1,12; Gál 4,4-7; Rom 8.14-17.
30. CEC 2786-27-93.
31. Mt 5,16.45.48; 6,1.8-9.14-15.26.32; 7,11; 10,21-29; 18,14;23,9. 
32.Cfr CEC 2794-2796.
33. Jn 10, 14-18.27-30.
34. Jn 20,21; 13,20; 17,18. 
35. CEC 2777-2778.
36. Rm 15,6; 2 Co, 1, 3; Ef 1, 3.17: Col 1,3.
37. Jn 6, 32-33. 50-51.