TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO
CICLO A


82. RENDIR PARA DIOS

Administradores de Ios dones recibidos.
— La vida, un servicio gustoso a Dios.
— Aprovechar bien el tiempo.


I. La liturgia de la Iglesia continúa en estas se-manas finales del año litúrgico alentándonos para que consideremos las verdades eternas. Verdades que deben ser de gran provecho para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de la Misa ' que el encuentro con el Señor llegará como un ladrón en la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados, será siempre una sorpresa.

La vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el Evangelio 2, es un tiempo para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo. Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus emplea-dos y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó. El conocía bien a sus siervos, y por eso no dejó a todos la misma parte de la herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso. Distribuyó su hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aun al que recibió un solo talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el se-ñor regresó de su viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Los que habían tenido la oportunidad de comerciar con cinco y con dos ta-lentos pudieron devolver el doble; aprovecharon el tiempo en negociar con los bienes de su señor, mientras éste llegaba. Luego, tuvieron la gran di-cha de ver la alegría del amo de la hacienda, y se hicieron acreedores de una alabanza y de un premio insospechados: Muy bien, siervo bueno y fiel —les dijo a cada uno—; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor.

El significado de la parábola es claro. Los siervos somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno (la inteligencia, la capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales...); el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado, la muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo. No somos dueños, sino —como repite constantemente el Señor a lo largo del Evangelio— administradores de unos bienes de los que hemos de dar cuenta. Hoy podemos examinar en la presencia del Señor si real-mente tenemos mentalidad de administradores y no de dueños absolutos, que pueden disponer a su antojo de lo que tiene y poseen.

Podemos preguntarnos hoy acerca del uso que hacemos del cuerpo y de los sentidos; del alma y de sus potencias. ¿Sirven realmente para dar gloria a Dios? Pensemos si hacemos el bien con los talentos recibidos: con los bienes materiales, con la capacidad de trabajo, con la amistad... El Se-ñor quiere ver bien administrada su hacienda. Lo que Él espera es proporcional a lo que hemos recibido. A quien mucho se le da mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá 3.

Ven, siervo bueno y fiel... porque has sido fiel en lo poco, dice el señor a quien había recibido cinco talentos. Lo «mucho» —cinco talentos— recibido aquí es considerado por Dios como lo «poco». Entrar en el gozo del Señor, eso es lo mucho...: ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente alguna es capaz de imaginar lo que Dios tiene preparado para los que le aman 4. Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría cuando nos presentemos ante El con las manos llenas! Mira, Señor —le diremos—, he procurado gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria.
 

II. El que había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor. Cuando éste le pidió cuentas, el siervo intenta excusarse y arremete contra quien le había dado todo lo que poseía: Señor, le dice, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo. Este último siervo «manifiesta cómo se comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios. Prevalece el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de justificar la propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que siega donde no ha sembrado» 5. Siervo malo y perezoso, le llama su señor al escuchar las excusas. Ha olvidado una verdad esencial: que «el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verle y gozarle en la otra». Cuando se conoce a Dios resulta fácil amarle y servirle; «cuando se ama, servir no sólo no es costoso, ni humillante: es un placer. Una persona que ama jamás considera un rebajamiento o una indignidad servir al objeto de su amor; nunca se siente humillada por prestarle servicios. Ahora bien: el tercer siervo conocía a su señor; por lo menos tenía tantos motivos para conocerle como los otros dos servidores. Con todo, es evidente que no le amaba. Y cuando no se ama, servir cuesta mucho» 6. No sólo no le aprecia, sino que se atreve a llamarle hombre duro que quiere cosechar donde ni siquiera sembró.

Este siervo no sirvió a su señor por falta de amor. Lo contrario de la pereza es precisamente la diligencia, que tiene su origen en el verbo latino diligere, que significa amar, elegir después de un estudio atento. El amor da alas para servir a la persona amada. La pereza, fruto del desamor, lleva a un desamor más grande. El Señor condena en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres. Examinemos hoy nosotros cómo aprovechamos el tiempo, que es parte muy importante de la herencia recibida; si cuidamos la puntualidad y el orden en nuestro quehacer, si procuramos excedernos en el trabajo, llenando bien las horas; si dedicamos la atención debida a nuestros deberes familiares; si ponemos en práctica la capacidad de amistad y aprecio por los demás, para hacer un apostolado fecundo; si procuramos extender el Reino de Cristo en las almas y en la sociedad con los talentos recibidos.
 

III. Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios. Con frecuencia la Sagrada Escritura nos advierte de la brevedad de nuestra existencia aquí en la tierra. Se la compara con el humo', con una sombra 8, con el paso de las nubes 9, con la nada 10. ¡Qué pena perder el tiempo o malgastarlo como si no tuviera valor! «¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! (...). ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad!

»Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo: cuando por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa» 11.

Aprovechar el tiempo es llevar a cabo lo que Dios quiere que hagamos en ese momento. A veces, aprovechar una tarde será «perderla» a los pies de la cama de un enfermo o dedicando un rato a un amigo a preparar el examen del día siguiente. La habremos perdido para nuestros planes, muchas veces para nuestro egoísmo, pero la hemos ganado para esas personas necesitadas de ayuda o de consuelo y para la eternidad. Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca que tiene poca entidad, sin preocuparnos excesivamente por el pasado, sin inquietarnos demasiado por el futuro. El Señor quiere que vivamos y santifiquemos el momento presente, cumpliendo con responsabilidad ese deber que corresponde al instante que vivimos, librándonos de preocupaciones inútiles futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya nos dará nuestro Padre Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia humana para llevarlas con garbo. El mismo nos dijo: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio peso. A cada día le basta su afán 12. Vivir con plenitud el presente nos hace más eficaces y nos libra de muchas ansiedades inútiles. Cuenta Santa Teresa que al llegar a Salamanca, acompañada de otra monja llamada María del Sacramento, para fundar allí un nuevo convento, se encontró con una casa destartalada, de la que habían sido desalojados unos estudiantes algunas horas antes. Las viajeras entraron en la casa ya de noche, exhaustas y ateridss de frío. Las campanas de la ciudad doblaban a muerto, pues era la víspera del Día de los difuntos. En la oscuridad, sólo rota por un candil oscilante, las paredes se llenaban de sombras inquietantes. Con todo, se acostaron pronto, sobre unos haces de paja que habían llevado consigo. Una vez echadas en aquellas camas improvisadas, María del Sacramento, Llena de grandes temores, dijo a la Santa: « Madre, estoy pensando si ahora me muriese yo aquí, ¿qué haríais vos sola?».

«Aquello, si viniera a suceder, me parecía recia cosa», comentaba años más tarde la Santa; «hízome pensar un poco en ello y aun haber miedo, porque siempre los cuerpos muertos me enflaquecen el corazón, aunque no esté sola.

»Y como el doblar de las campanas ayudaba, que, como he dicho, era noche de ánimas, buen principio llevaba el demonio para hacernos perder el pensamiento con niñerías.

»—Hermana —le dije—, de que eso sea, pensaré lo que he de hacer; ahora déjeme dormir» 13.

En muchas ocasiones, cuando lleguen preocupaciones sobre hechos futuros que roban la paz y el tiempo, y sobre los que nada podemos hacer en el momento actual, nos vendrá muy bien decir, como la Santa, «de que eso sea —cuando ocurra—, pensaré lo que he de hacer». Entonces contaremos con la gracia de Dios para santificar lo que El dispone o permite.

Cuando una vida ha llegado a su fin, no podemos pensar sólo en una vela que ya se ha consumido, sino también en un tapiz que se ha terminado de tejer. Tapiz que nosotros vemos por el revés, donde sólo se pueden observar una figura desdibujada y unos hilos sueltos. Nuestro Padre Dios lo contemplará por el lado bueno, y sonreirá y se gozará al ver una obra acabada, resultado de haber aprovechado bien el tiempo cada día, hora a hora, minuto a minuto.

1 1 Tes 5, 1-6. 2 Mt 25, 14-30. — 3 Le 12, 48. ,a 1 Cor 2, 9. 5 JUAN PABLO II, Homilía 18-XI-1984. 6 F. SUÁREZ, Después, p. 144. — 7 Cfr. Sab 2. 2. 8 Cfr. Sal 143, 4. — 9 Cfr. Job 14, 2; 37, 2; Sant 1, 10. — IU Cfr. Sal 38, 6. — ° J. EscRIvÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 46. — 12 Mt 6, 34. — 13 M. AucI.AIR, La vida de Santa Teresa de Jesús, pp. 238-239.

 

TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO
CICLO B


83. LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO

El deseo de ver el rostro del Señor.
— Su venida gloriosa.
— La esperanza en el día del Señor.


I. Dice el Señor: Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y Yo os escucharé, os congregaré sacándoos de los paises y comarcas por donde os dispersé'. Son palabras de Dios que nos hace llegar el Profeta Jeremías en la Antífona de entrada de la Misa.

Jesucristo cumplió la misión que el Padre le confió, pero su obra, en cierto modo, no está aún acabada. Volverá al fin de los tiempos para terminar lo que comenzó. Desde los primeros siglos, la Iglesia confiesa su fe en esta segunda venida gloriosa de Cristo, cuando vendrá, glorioso y triunfante, a juzgar a vivos y muertos 2. «La Sagrada Escritura —enseña el Catecismo Romano— nos testifica estas dos venidas del Hijo de Dios. Una, cuando, por nuestra salvación, tomó carne y se hizo hombre en el seno de la Virgen. Otra, cuando vendrá al fin del mundo a juzgar a todos los hombres; esta última es llamada día del Señor» 3.

La liturgia de la Misa, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico, nos recuerda esta verdad de fe. La Primera lectura4 nos presenta el anuncio que de ella hizo el Profeta Daniel: En aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles. Y llegará la plenitud de la salvación, con la resurrección del cuerpo, para todos los inscritos en el libro. Los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios, quienes entendieron de verdad el sentido de la vida aquí en la tierra y fueron fieles, brillarán como el fulgor del firmamento. El Profeta anuncia a continuación la especial gloria para todos aquellos que, mediante el apostolado en cualquiera de sus formas, contribuyeron a la salvación de otros: los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la eternidad.

Los cristianos de la primera época, deseosos de ver el rostro glorioso de Cristo, repetían la dulce invocación: ¡ Ven, Señor Jesús! 5. Era una jaculatoria tantas veces repetida que incluso quedó plasmada en arameo, la lengua que hablaban Jesús y los Apóstoles, en los escritos primitivos 6. Hoy, traducida a los diversos idiomas, ha quedado como una de las aclamaciones posibles en la Santa Misa, después de la consagración y adoración. Cuando Cristo se hace realmente presente sobre el altar, la Iglesia le manifiesta el deseo de verle glorioso. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza con la del Cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida» 7. Y aunque no haya llegado aún el momento de estar con El en el Cielo, anticipa este instante dichoso al venir a nuestra alma, pocos instantes después, en el momento de la Comunión. «Que la invocación apasionada de la Iglesia: Ven, Señor Jesús —pedía el Papa Juan Pablo II , se convierta en el suspiro espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende al "todavía no" del cumplimiento prometido» 8, cuando con nuestros propios cuerpos ya gloriosos encontremos la plenitud en Dios. Ahora, en la intimidad de nuestra alma, le decimos a Jesús: Vultum tuum, Domine, requiram 9, buscaré, Señor, tu rostro, el que un día, con la ayuda de tu gracia, tendré la dicha de ver cara a cara.


II. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, // mi suerte está en tu mano. // Tengo presente al Señor, // con Él a mi derecha no vacilaré. // Por eso se me alegra el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena: // Porque no me entregarás a la muerte // ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción 10. Este
Salmo responsorial de la Misa se refiere a Cristo, como se interpreta en los Hechos de los Apóstoles 11, y en él está anunciada la resurrección de nuestros cuerpos al final de los tiempos. Verdaderamente podemos decir en la intimidad de nuestro corazón que el Señor es el lote de mi heredad y mi copa, lo que me ha tocado en suerte, y se llena de alegría mi corazón, se goza lo más íntimo de mi ser, y en El descanso sereno, ahora y al fin de los tiempos. Cristo es la gran suerte de nuestra vida. El está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta 12.

Al fin de los tiempos, leemos en el Evangelio de la Misa 13, verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Si en su Encarnación pasó oculto o ignorado, y en su Pasión se ocultó por completo su divinidad, al fin de los siglos vendrá rodeado de majestad y gloria, como anunció el Profeta Daniel, con grandes señales en la tierra y en el cielo: el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas del cielo caerán, y las potestades de los cielos se conmoverán. Vendrá como Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor del Universo, «no para ser de nuevo juzgado —enseñan los Padres de la Iglesia—, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio.

Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio, refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.

»Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado (...). Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin» 14. Y se mostrará glorioso a quienes le fueron fieles a lo largo de los siglos, y también ante quienes le negaron, o le persiguieron, o vivieron como si su Muerte en la Cruz hubiera sido un acontecimiento sin importancia. La humanidad entera se dará cuenta de cómo Dios Padre le ensalzó y le dio un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre 15.

¡Cómo debemos dar por bien empleados nuestros esfuerzos por seguir a Cristo, ese cúmulo de cosas pequeñas, de servicios casi intrascendentes, que procuramos hacer cada día por Dios, y que quizá nadie ve...! Jesús nos tratará, si somos fieles, como a sus amigos de siempre. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.


III. Me enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, // de alegría perpetua a tu derecha 16, / / continúa el Salmo responsorial.

La segunda venida de Cristo es designada frecuentemente en la Sagrada Escritura con el término griego parusía, que en el lenguaje profano significaba la entrada solemne de un emperador en una ciudad o provincia, donde era saludado como salvador de aquella tierra. El momento de la entrada, que siempre tenía algo de inesperado, era tenido como día de fiesta y, a veces, era el punto de partida para un nuevo cómputo del tiempo 17: se quería indicar que con aquel acontecimiento comenzaba algo nuevo. Para nosotros, la llegada de Cristo será la gran fiesta, pues el alma se unirá de. nuevo a su propio cuerpo, y comenzará un «nuevo cómputo del tiempo», una nueva forma de existencia, donde cada uno cuerpo y alma— dará gloria a Dios en una eternidad sin fin.

La esperanza en este día del Señor fue para los primeros cristianos un estímulo para perseverar y tener paciencia ante las adversidades. San Pablo lo recuerda en incontables ocasiones. También a nosotros nos ayudará a ser fieles al Señor, especialmente si alguna vez el ambiente que nos rodea es adverso y está lleno de dificultades. Debemos dar gracias a Dios en todo momento por vosotros, hermanos —escribe el Apóstol a los cristianos de Tesalónica—, como es justo, porque vuestra fe crece de modo extraordinario y rebosa la caridad de unos con otros, hasta el punto de que nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios por vuestra paciencia y fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es señal del justo juicio, en el que sois estimados dignos del reino de Dios, por el que ahora padecéis 18.

El Señor permite que en ocasiones suframos algo por ser fieles a sus enseñanzas, o que nos llegue la enfermedad o el dolor, para que aumentemos nuestra confianza en Él, vivamos mejor el desprendimiento de la honra, de la salud, del dinero..., para hacernos dignos del reino que nos tiene preparado. También para que, metidos en medio del mundo, recordemos que «el reino de Dios, iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres» 19.

1 Antífona de entrada. Jer 29, 11-12; 14. — 2 Símbolo Niceno-Constantinopolitano. 3 CATECISMO ROMANO, 1, 8, n. 2. ° Dan 12, 1-3. Apoc 22, 20. — 6 Cfr. 1 Cor 16, 22; Didaché, 10, 6. --- 7 JUAN PABLO II, Homilía 18-V-1980. — 9 Ibidem. 9 Sal 26, 8. 10 Salmo responsorial. Sal 15, 5; 8-9. — 11 Cfr. Hech 2, 25-32; 13, 35. 12 Segunda lectura. Heb 10, 11-14; 18. — 13 Mc 13, 24-32. — 16 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis 15, sobre las dos venidas de Cristo. -- 15 Flp 2, 9-11. 16 Salmo responsorial. Sal 15, 10. — 17 Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VII, Los Novísimos, p. 134. 16 2 Tes 1, 3-5. 19 PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, n. 27.

 

TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO
CICLO C


84. TRABAJAR MIENTRAS LLEGA EL SEÑOR

  • La espera de la vida eterna no nos exime de una vida de trabajo intenso.


  • I. En estos últimos domingos, la liturgia nos invita a meditar en los novísimos del hombre, en su destino más allá de la muerte. En la Primera lectura de hoy 1 el Profeta Malaquías nos habla con fuertes acentos de los últimos tiempos: Mirad que llega el día, ardiente como un horno... Y Jesús nos recuerda en el Evangelio de la Misa 2 que hemos de estar alerta ante su llegada en el fin del mundo: Cuidado que nadie os engañe...

    Algunos cristianos de la primitiva Iglesia juzgaron como inminente esta llegada gloriosa de Cristo. Pensaron que el fin de los tiempos estaba cerca y por eso, entre otras razones, descuidaron su trabajo y andaban muy ocupados en no hacer nada y metiéndose en todo. Dedujeron que no valía la pena, dada su precariedad, dedicarse de lleno a los asuntos de aquí abajo. Por eso, San Pablo les llama la atención, como leemos en la Segunda lectura de la Misa 3, y les recuerda su propia vida de trabajo entre ellos, a pesar de su intensa labor; les vuelve a repetir la norma de conducta que ya les había aconsejado: Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaje, que no coma. Y a los que andan sin hacer nada les recomienda que trabajen para ganarse el pan.

    La vida es realmente muy corta y el encuentro con Jesús está cercano; un poco más tarde tendrá lugar su venida gloriosa y la resurrección de los cuerpos. Esto nos ayuda a estar desprendidos de los bienes que hemos de utilizar y a aprovechar el tiempo, pero de ninguna manera nos exime de estar metidos de lleno en nuestra propia profesión y en la entraña misma de la sociedad. Es más, con nuestros quehaceres terrenos, ayudados por la gracia, hemos de ganarnos el Cielo. El Magisterio de la Iglesia recuerda el valor del trabajo, y exhorta «a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico». Para imitar a Cristo, que trabajó como artesano la mayor parte de su vida, lejos de descuidar las tareas temporales, los cristianos deben «darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno» 4.

    Así debe ser nuestra actuación en medio del mundo: mirar frecuentemente al Cielo, la Patria definitiva, teniendo muy bien asentados los pies aquí en la tierra, trabajar con intensidad para dar gloria a Dios, atender lo mejor posible las necesidades de la propia familia y servir a la sociedad a la que pertenecemos. Sin un trabajo serio, hecho a conciencia, es muy difícil, quizá imposible, santificarse en medio del mundo. Lógicamente, un trabajo hecho de cara a Dios debe adecuarse a las normas morales que lo hacen bueno y recto. ¿Conozco bien estas reglas que hacen referencia a mi trabajo en el comercio, en el ejercicio de la medicina, de la enfermería, en la abogacía..., la obligación de rendir por el sueldo que recibo, el pago justo a quienes trabajan en mi empresa?
     

    II. La posibilidad de trabajar es uno de los grandes bienes recibidos de Dios, «es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4, 36)»5.

    El trabajo es medio ordinario de subsistencia y lugar privilegiado para el desarrollo de las virtudes humanas: la reciedumbre, la constancia, la tenacidad, el espíritu de solidaridad, el orden, el optimismo por encima de las dificultades... La fe cristiana nos impulsa además a «portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios» 6, a vivir un «espíritu de caridad, de convivencia, de comprensión" 7, a quitar de la vida «el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio» 8, a «mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz» 9. El trabajo será, además, el medio para acercar muchas almas a Cristo. Por el contrario, la pereza, la ociosidad, la chapuza, la labor mal acabada traen graves consecuencias. La ociosidad enseña muchas maldades 10, pues impide la propia perfección humana y sobrenatural del hombre, debilita su carácter y abre las puertas a la concupiscencia y a muchas tentaciones.

    Durante siglos parecía a muchos que para ser buenos cristianos bastaba una vida de piedad sin conexión alguna con la tarea realizada en la oficina, en la Universidad, en el campo... Es más, muchos tenían la convicción de que estos quehaceres temporales, los asuntos profanos en los que un hombre que vive en el mundo está inmerso de una forma o de otra, eran un obstáculo para encontrar a Dios y llevar una vida de plenitud cristiana ". La vida oculta de Jesús nos enseña el valor del trabajo, de la unidad de vida, pues con su labor diaria estaba también redimiendo el mundo. Es en medio de esas tareas donde procuramos cada día encontrar al Señor (pidiéndole ayuda, ofreciendo la perfección de aquello que tenemos entre manos, sintiéndonos partícipes de la Creación en aquello que ejecutamos, aunque parezca pequeño y de escasa importancia...) y ejercer la caridad (cultivando las virtudes de la convivencia con quienes están a nuestro lado, prestándoles esos pequeños servicios que tanto se agradecen, rezando por ellos y por su familias, ayudándoles a resolver sus problemas...). ¿Tratamos al Señor en nuestro trabajo ordinario? ¿Le tenemos presente?
     

    III. El trabajo no sólo no nos debe alejar de nuestro fin último, de esa espera vigilante con la que la liturgia de estos días quiere que nos mantengamos alerta, sino que debe ser el camino concreto para crecer en la vida cristiana. Para eso, el fiel cristiano no debe olvidar que, además de ser ciudadano de la tierra, lo es también del Cielo, y por eso debe comportarse entre los demás de una manera digna de la vocación a la que ha sido llamado 12, siempre alegre, irreprochable y sencillo, comprensivo con todos 13, buen trabajador y buen amigo, abierto a todas las realidades auténticamente humanas: Por lo demás, hermanos —exhortaba San Pablo a los cristianos de Filipo—, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima 14.

    Además, el cristiano convierte su trabajo en oración si busca la gloria de Dios y el bien de los hombres en lo que está realizando, si pide ayuda al comenzar su tarea, en las dificultades que se presentan, si da gracias después de concluido un asunto, al terminar la jornada..., ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur... para que nuestras oraciones y trabajos empiecen y acaben siempre en Dios. El trabajo es camino diario hacia el Señor. «Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por El, herederos de sus promesas» 15.

    La profesión, medio de santidad para el cristiano, es también fuente de gracia para toda la Iglesia, pues somos el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros 16. Cuando alguno lucha por mejorar, a todos favorece en su caminar hacia el Señor. Además, un trabajo bien hecho ayuda siempre al bienestar humano de la sociedad. «El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar (cfr. Jn 17, 4). Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a realizar» 17.

    En el ejercicio de nuestra profesión encontraremos, con naturalidad, sin querer sentar cátedra, innumerables ocasiones para dar a conocer la doctrina de Cristo: en una conversación amigable, en el comentario a una noticia que está en boca de todos, al recibir la confidencia de un problema personal o familiar... El Angel Custodio, al que recurrimos tantas veces, nos pondrá en la boca la palabra justa que anime, que ayude y facilite, quizá con el tiempo, un acercamiento más directo a Cristo de aquellas personas que están alrededor nuestro en el trabajo.

    Así esperamos los cristianos la visita del Señor: enriqueciendo el alma en el propio quehacer, ayudando a otros a poner su mirada en un fin más trascendente. De ninguna manera empleando el tiempo en no hacer nada o haciéndolo mal, desaprovechando los medios que Dios mismo nos ha dado para ganarnos el Cielo.

    San José, nuestro Padre y Señor, nos enseñará a santificar nuestros quehaceres, pues él, enseñando a Jesús su propia profesión, «acercó el trabajo humano al misterio de la Redención» 18. Muy cerca de José encontraremos siempre a María.

    1 Mal 4, 1-2. -- 2 Lc 21, 5-19. -- 3 2 Tes 3, 7-12. 4 CoNC. VAr. II, Const. Gaudium el spes, 43. — 5 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 57. -- 6 IDEM, Es Cristo que pasa, 36. 7 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 35. B J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 158. — 9 /bidem, 166. 10 Eclo 33, 29. 11 Cfr. J. L. ILLANFS, La santificación del trabajo, Palabra, 9I ed., Madrid 1981, p. 44 ss. — 12 Cfr. Flp 1, 27; 3, 6.--13 Cfr. Flp2,3-4;4,4;2,15;4,5.1dFIp4,8.15 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 48. — 16 1 Cor 12, 27. 17 JUAN PABLO 11, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 27. — Iß IDEM, Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 22.

     

    33ª SEMANA. LUNES


    85. EL SEÑOR NUNCA NIEGA SU GRACIA

    — Aumentar el fervor de la oración en momentos de oscuridad.

    — La dirección espiritual, camino normal por el que Dios actúa en el alma.

    — Fe y sentido sobrenatural en este medio de crecimiento interior.


    I. Ocurrió —leemos en el Evangelio de la Misa 1 que al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.

    Algunos Padres de la Iglesia señalan que este ciego a las puertas de Jericó es imagen «de quien desconoce la claridad de la luz eterna» 2, pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y de oscuridad. El camino despejado que vislumbró un día se puede tornar desdibujado y menos claro, y lo que antes era luz y alegría ahora son tinieblas, y una cierta tristeza pesa sobre el corazón. Muchas veces esta situación está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo zanjadas, o por la falta de correspondencia a la gracia: «quizá el polvo que levantamos al andar —nuestras miserias— forma una nube opaca, que impide el paso de la luz» 3; en otras ocasiones, el Señor permite esa difícil situación para purificar el alma, para madurarla en la humildad y en la confianza en El. En esa situación es lógico que todo cueste más, que se haga más difícil, y que el demonio intente hacer más honda la tristeza, o aprovecharse de ese momento de desconcierto interior.

    Sea cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos en ese estado, ¿qué haremos? El ciego de Jericó Bartimeo, el hijo de Timeo 4 nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano, hacer más intensa nuestra oración, para que tenga piedad y misericordia de nosotros. Él, aunque parece que sigue su camino y nosotros quedamos atrás, nos oye. No está lejos. Pero es posible que nos suceda lo que a Bartimeo: Y los que iban delante le reprendían para que se callara. El ciego encontraba cada vez más dificultades para dirigirse a Jesús, como nosotros «cuando queremos volver a Dios, esas mismas flaquezas en las que hemos incurrido, acuden al corazón, nublan el entendimiento, dejan confuso el ánimo y querrían apagar la voz de nuestras oraciones» 5. Es el peso de la debilidad o del pecado, que se hace sentir.

    Tomemos ejemplo del ciego: Pero él gritaba mucho más: Hijo de David, ten piedad de mí. «Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase, levanta más y más la voz; así también nosotros (...), cuanto mayor sea el alboroto interior, cuanto mayores dificultades encontremos, con más fuerza ha de salir la oración de nuestro corazón» 6.

    Jesús se paró en el camino cuando daba la impresión de que seguía hacia Jerusalén y mandó que llamaran al ciego. Bartimeo se acercó y Jesús le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Ut videam, que vea, Señor. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios.

    A veces será difícil conocer las causas por las que el alma pasa esa situación difícil en que todo parece costar más. No sabremos quizá su origen, pero sí el remedio siempre eficaz: la oración. «Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza, "Domine, ut videam!" —¡Señor, que veal... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá» 7.
     

    II. Jesús, Señor de todas las cosas, podía curar a los enfermos —podía obrar cualquier milagro— del modo que estimara oportuno. A algunos los curó con una sola frase, con un simple gesto, a distancia... A otros por etapas, como al ciego del que nos habla San Juan 8... Hoy es muy frecuente que dé la luz a las almas a través de otros. Cuando los Magos se quedaron en tinieblas al desaparecer la estrella que les había guiado desde un lugar tan lejano, hacen lo que el sentido común les dicta: interrogar a quien debía saber dónde había nacido el rey de los judíos. Le preguntan a Herodes. «Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (...). Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor (...), al que, dando su vida por Ios demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo» 9.

    Nadie, de ordinario, puede guiarse a sí mismo sin una ayuda extraordinaria de Dios. La falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos, las pasiones... hacen difícil, quizá imposible, encontrar esos senderos, a veces pequeños, pero seguros, que nos llevan en la dirección justa. Por eso, desde muy antiguo, la Iglesia, siempre Madre, aconsejó ese gran medio de progreso interior que es la dirección espiritual. No esperemos gracias extraordinarias, en los días corrientes y en aquellos en que más necesitamos luz y claridad, si no quisiéramos utilizar aquellos medios que el Señor ha puesto a nuestro alcance. ¡Cuántas veces Jesús espera la sinceridad y la docilidad del alma para obrar el milagro! Nunca niega el Señor su gracia si acudimos a El en la oración y en los medios por los cuales derrama sus gracias.

    Santa Teresa, con la humildad de los santos, escribía: «Había de ser muy continua nuestra oración por éstos que nos dan luz. ¿Qué seríamos sin ellos entre tan grandes tempestades como ahora tiene la Iglesia?» 10. Y San Juan de la Cruz señalaba igualmente: «El que solo quiere estar, sin arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, que por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón.

    »El árbol cultivado y guardado con los buenos cuidados de su dueño, da la fruta en el tiempo que de él se espera.

    »El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo» 11.

    No dejemos de acudir al Señor, con una oración más intensa cuanto mayores sean los obstáculos interiores o externos que tratan de impedir que nos dirijamos a Jesús que pasa a nuestro lado. No dejemos de acudir a esos medios norma. les, por los que Él obra milagros tan grandes.


    III. Nuestra intención al acercarnos a la dirección espiritual es la de aprender a vivir según el querer divino. En el mismo San Pablo, a pesar del inicio extraordinario de su vocación, Dios quiso después seguir con él el camino normal, es decir,
    formarle y transmitirle su voluntad a través de otras personas. Ananías le impuso las manos y al instante cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista 12.

    En quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña, ilumina, cura y da alimento a nuestra alma para que siga su camino. Sin este sentido sobrenatural, sin esta fe, la dirección espiritual quedaría desvirtuada. Se transformaría en algo completamente distinto: un intercambio de opiniones, quizá. Este medio es una gran ayuda y presta mucha fortaleza cuando lo que realmente deseamos es averiguar la voluntad de Dios sobre nosotros e identificarnos con ella. No busquemos en la dirección espiritual a quien pueda resolver nuestros asuntos temporales; nos ayudará a santificarlos, nunca a organizarlos ni a resolverlos. No es ésa su misión.

    La conciencia de que, a través de aquella persona que cuenta con una gracia particular de Dios, nos acercamos al mismo Cristo, determinará nuestra confianza, la delicadeza, la sencillez y la sinceridad en este medio. Bartimeo se acercó a Jesús como quien camina hacia la Luz, a la Vida, a la Verdad, al Camino. Así nosotros, porque esa persona es un instrumento del Señor, a través de quien nos comunica gracias semejantes a las que habríamos obtenido si nos hubiéramos encontrado con Él en los caminos de Palestina. En la continuidad de la dirección espiritual se va forjando el alma; y, poco a poco, con derrotas y con victorias, vamos construyendo el edificio sobrenatural de la santidad: «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas...

    »¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... ¡A fuerza de cosas pequeñas!» 13. Un cuadro se pinta pincelada a pincelada, un libro se escribe página a página, con amor paciente, y una maroma capaz de aguantar grandes pesos está tejida por un sinfín de hebras finas.

    Si llevamos bien este medio de dirección espiritual, nos sentiremos como Bartimeo, que seguía en el camino a Jesús glorificando a Dios, lleno de alegría.

    I Lc 18, 35-43. — 2 Cfr. SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 1, 2, 2. — 3 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 34. -- Mc 10, 46-52. — 5 SAN GREGORIO MAGNO, o. C., 1, 2, 3. — 6 Cfr. ibídem, 1, 2, 4. — 7 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, SurCo, n. 862. — 8 Cfr. Jn 9, 1 ss. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 34. — 10 SANTA TERESA, Vida, 13, 10. — lt SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y de amor, Apostolado de la Prensa, Madrid 1966, pp. 958-964. — 12 Cfr. Hech 9, 17-18. 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 823.

     

    33ª SEMANA. MARTES


    86. LA FIDELIDAD DE ELEAZAR

  • Ejemplaridad del anciano Eleazar.


  • I. En tiempos del rey Antíoco se desató una fortísima persecución contra Israel. El Templo fue profanado y en él se introdujo el culto a los dioses griegos en lugar de Yahvé. Se prohibió celebrar el sábado, y cada mes los judíos eran obligados a celebrar el natalicio del rey, participando en los sacrificios que se inmolaban con este motivo y comiendo sus carnes.

    Eleazar, un anciano venerable de noventa años, se mantuvo fiel a la fe de sus padres y prefirió la muerte a tomar parte en estos sacrificios. Antiguos amigos le propusieron traer alimentos permitidos para simular delante de los demás que había comido de las carnes sacrificadas, según el mandato del rey. Haciendo esto —le decían—, se libraría de la muerte. Pero Eleazar se mantuvo fiel a la vida ejemplar que había llevado desde niño, considerando que era indigno de su ancianidad disimular, no fuera que luego pudiesen decir los jóvenes que, a sus noventa años, se había paganizado con los extranjeros. Mi simulación por amor de esta corta y perecedera vida dijo— los induciría a error, y echaría sobre mi vejez la afrenta y el oprobio; y aunque al presente lograra librarme de los castigos humanos, de las manos del Omnipotente no escaparé ni en la vida ni en la muerte.

    Eleazar se encaminó al suplicio y, estando a punto de morir, exclamó: El Señor Santísimo ve bien que, pudiendo librarme de la muerte, doy mi cuerpo al tormento; pero mi alma lo sufre gozosa en el temor de Dios. El autor sagrado recoge la ejemplaridad de su muerte, no sólo para los jóvenes, sino para toda la nación. Este relato 1 nos recuerda también a nosotros la fidelidad sin fisuras a los compromisos contraídos en la fe, para ser leales al Señor también cuando quizá nos sería más fácil ceder por la presión de un ambiente pagano hostil, o por una circunstancia difícil que hayamos de atravesar.

    San Juan Crisóstomo llama a Eleazar «protomártir del Antiguo Testamento» 2. Su actitud gozosa en el martirio es como un preludio de aquella alegría que Jesús preconizará de los que serían perseguidos por su nombre'. Es el gozo que el Señor nos hace experimentar cuando, por ser fieles a la fe y a la propia vocación, padecemos alguna contrariedad.

     

    II. A los primeros cristianos se les designaba frecuentemente con el apelativo de fieles4. Este término nace en momentos de dificultades externas, de persecuciones, de calumnias y de la presión de un ambiente pagano que trataba de imponer su manera de pensar y de vivir, muy opuesta a la doctrina del Maestro. Ser fieles era mantenerse firmes ante estos obstáculos externos. Sé fiel hasta la muerte —se lee en el Apocalipsis— y Yo te daré la corona de la vida 5. Esto se pide a los cristianos de todas las épocas: Sé fiel hasta la muerte. Ya antes advierte el Apóstol: No temas por lo que vas a padecer: el diablo va a encarcelar a algunos de vosotros, para que seáis tentados; y sufriréis tribulación por diez días. Eso es la vida: diez días, un poco de tiempo. ¿Y no vamos a permanecer fieles si tuviéramos que sufrir alguna contradicción, muchas veces pequeña, alguna discriminación por ser cristianos que no se avergüenzan de serlo? ¿Nos vamos a avergonzar de nuestra fe, que tiene consecuencias prácticas en el modo de actuar, en las que muchos quizá no estén de acuerdo? «Es fácil —recordaba el Papa Juan Pablo II—ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura toda la

    vida» 6.

    A veces los obstáculos no llegan de fuera, sino

    egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor.

    »Por eso, en los momentos de nevada y de ventisca, unas prácticas piadosas sólidas —nada senti

    ' mentales—, bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos palos pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue sólo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrificio»7.

    III. La lealtad de Eleazar a la fe de sus mayores sirvió además para que otros muchos del pueblo escogido permanecieran firmes en sus creencias y costumbres. Nunca queda aislada la fidelidad de un hombre, de una mujer. Son muchos los que, quizá sin saberlo expresamente, se apoyan en ella. Una de las grandes alegrías que el Señor nos hará gustar será el poder contemplar a todos aquellos que permanecieron firmes en su fe y en su vocación porque se apoyaron en nuestra sólida coherencia.

    La virtud humana que corresponde a la fidelidad es la lealtad, esencial para toda convivencia. Sin un clima de lealtad, las relaciones y vínculos entre los hombres degenerarían a lo sumo en una mera coexistencia, con su cortejo inseparable de

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    inseguridad y desconfianza. La vida propiamente social no sería posible si no se diera «aquella observancia de los pactos sin la que no es posible una tranquila convivencia entre los pueblos» 8: un clima de confianza mutua, de honradez, de lealtad. No es infrecuente que en la sociedad, en la empresa, en los negocios... parezca perdida esta virtud tan esencial. La mentira, la manipulación de la verdad, es un arma más que algunos utilizan como si fuera normal en Ios medios de la opinión pública, en la política, en los negocios... Muchas veces se echa de menos la honradez para cumplir la palabra dada y Ios compromisos libremente adquiridos. Es más, en ocasiones se comenta la infidelidad matrimonial, como si los compromisos adquiridos delante de Dios y delante de los hombres tuvieran poco valor. Otros, con el fin de aumentar su disponibilidad económica, o para satisfacer su ansia desordenada de placeres, de figurar en la vida social, incumplen sus deberes religiosos, familiares, sociales o profesionales traicionando los compromisos más nobles y santos.

    En estos momentos urge que los cristianos —luz del mundo y sal de la tierra procuremos ser ejemplo de fidelidad y de lealtad a los compromisos contraídos. San Agustín recordaba a los cristianos de su tiempo: «El marido debe ser fiel a la mujer, y la mujer al marido, y ambos a Dios. Los que habéis prometido continencia, cumplid lo prometido, puesto que no se os exigiría si no lo hubieseis prometido (...). Guardaos de hacer trampas en vuestros negocios. Guardaos de la mentira y del perjurio» 9. Son palabras que conservan plena actualidad.

    Perseverando, con la ayuda del Señor, en lo poco de cada día, lograremos oír al final de nuestra vida, con gozosísima dicha, aquellas palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor lo.

    Primera lectura. Año 1. 2 Mac 6, 18-31. — 2 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía 3, sobre los santos Macabeos. -- 3 Cfr. Mt 5, 12. J Hech 10, 45; 2 Cor 6, 15; EJ' 1, 1. - ` Apoc 2, 10. 8 JUAN PABL.o 11. Homilía 27-1-1979. J. EscrivÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 151. — 8 Pío Xll, Alocución 24-XII-1940, 26. 9 SAN AGUSTÍN, Sermón 260. tU Mt 25, 21-23.

     

    33ª SEMANA. MIÉRCOLES

    87. ¡QUEREMOS QUE CRISTO REINE!


    I. Estaba Jesús cerca de Jerusalén y muchos esperaban una llegada inminente del Reino de Dios, un reino —según esa falsa opinión— de carácter temporal. El Señor, pensaban, entraría triunfalmente en la ciudad después de vencer al poder romano, y ellos tendrían un puesto privilegiado cuando llegara ese momento. Esta ilusión, tan alejada de la realidad, era una prolongación de la mentalidad existente en muchos círculos judíos de la época. Para corregir a fondo ese error, Jesús expuso una parábola, que recoge el Evangelio de la Misa 1.

    Un hombre de origen noble marchó a un país lejano a recibir la investidura real. Era costumbre que los reyes de territorios dependientes del imperio romano recibieran el poder real de manos del emperador, y a veces tenían incluso que ir a Roma. En la parábola, este personaje ilustre dejó la administración de su territorio a diez hombres de su confianza y se marchó a recibir la investidura. Les dio diez minas. La mina no era una moneda acuñada, pero sí se utilizaba como unidad contable; equivalía a 35 gramos de oro. Estos hombres recibieron un encargo: Negociad hasta mi vuelta. Se trataba de hacer rendir su pequeño tesoro. Y estos hombres cumplieron su encargo: hicieron préstamos con interés, visitaron ferias, compraron y vendieron. Trabajaron bien para su señor durante semanas, meses y años... Y esto es lo que sigue haciendo la Iglesia desde Pentecostés, donde recibió el inmenso Don del Espíritu Santo y, con Él, enviado por Cristo, la infalible Palabra de Dios, la fuerza de los sacramentos, las indulgencias... «En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado —comentaba el Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer , el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador, y a nuestro prójimo» 2. La vida es un tiempo para hacer fructificar Ios bienes divinos.

    Nos toca a nosotros, a cada cristiano, hacer rendir ahora el tesoro de gracias que el Señor deposita en nuestras manos, mientras «vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra (Ef 1, 10)» 3. Este es nuestro cometido mientras el Señor vuelve para cada uno en el momento, quizá no muy lejano, de la muerte: procurar con empeño que el Señor esté presente en todas las realidades humanas. Nada es ajeno a Dios, pues todas las cosas han sido creadas por El, y a Él se dirigen, conservando su propia autonomía: los negocios, la política, la familia, el deporte, la enseñanza...

    Vengo presto —nos dice hoy el Señor , y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin'. Sólo en Él encuentra sentido nuestro quehacer aquí en la tierra. La Iglesia entera, y cada cristiano, es depositaria del tesoro de Cristo: crece la santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser fieles a nuestros deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como cristianos, hemos contraído.

    II. Mientras aquellos administradores fieles procuraban con empeño hacer rendir el tesoro de su señor, muchos ciudadanos de aquel país le odiaban y enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que éste reine sobre nosotros. El Señor debió de introducir con mucha pena estas palabras en medio del relato, pues habla de Sí mismo en la parábola: Él es el hombre ilustre que se marcha a tierras lejanas. Jesús veía en los ojos de muchos fariseos un odio creciente y el rechazo más completo. Cuanto mayor era su bondad y mayores las muestras de su misericordia, más aumentaba la incomprensión que se advertía en muchos rostros. ¡Qué duro debió de resultar para el Maestro aquel rechazo tan frontal, que alcanzará su punto culminante en la Pasión, poco tiempo más tarde!

    Quiere también expresar el Señor el rechazo que había de sufrir por tantos a lo largo de los siglos. ¿Es acaso menor el que se da en esta época nuestra? ¿Son acaso pequeños el odio y la indiferencia? En la literatura, en el arte, en la ciencia..., en las familias..., parece oírse un griterío gigantesco: nolumus hunc regnare super nos!, ¡no queremos que éste reine sobre nosotros! El, «que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

    »¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos (Lc 19, 14), no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

    »Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25), conviene que Él reine (...). El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada —con naturalidad, sin aparato, sin ruido—, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó (cfr. Gal 4, 31)» 5. Serviremos a Nuestro Señor como a nuestro Rey y Señor, como al Salvador de la Humanidad entera y de cada uno de nosotros. Serviam! ¡Te serviré, Señor!, le decimos en la intimidad de nuestra oración.
     

    III. Al cabo de un tiempo volvió aquel señor con la investidura real; entonces, recompensó espléndidamente a aquellos siervos que se afanaron por hacer rendir lo que recibieron, y castigó duramente a quienes en su ausencia le rechazaron y a uno de los administradores que malgastó el tiempo y no hizo rendir la mina que había recibido. «El mal siervo no se aplicó y nada devolvió; no honró a su amo y fue castigado. Glorificar a Dios es, por el contrario, dedicar las facultades que El me ha dado a conocerle, amarle y servirle, y de esta manera devolverle todo mi ser» 6. Este es el fin de nuestra vida: dar gloria a Dios ahora aquí en la tierra con lo que tenemos encomendado, y luego en la eternidad con la Virgen, los ángeles y los santos. Si tenemos esto presente, ¡qué buenos administradores seremos de los dones que el Señor ha querido darnos para que con ellos nos ganemos el Cielo!

    «Nunca os pesará haberle amado», solía repetir San Agustín 7. El Señor es buen pagador ya en esta vida cuando somos fieles. ¡Qué será en el Cielo! Ahora nos toca extender ese reinado de Cristo en la tierra, en medio de la sociedad en que nos movemos: en la familia, en el trabajo, entre los vecinos, en los compañeros de Universidad o de taller, entre los clientes, en los alumnos... Muy especialmente entre aquellos que de alguna manera tenemos encomendados. «A vuestros pequeños no los dejéis de la mano; contribuid a la salvación de vuestro hogar con todo esmero» 8, aconsejaba vivamente el santo obispo de Hipona.

    En estos días, mientras esperamos la Solemnidad de Cristo Rey, nos podemos preparar repitiendo algunas jaculatorias: Regnare Christum volumus!, ¡queremos que reine Cristo!, y queremos en primer lugar que ese reinado sea una realidad en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en todo nuestro ser 9. Por eso le pedimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!» lo.

    Lc 19, 11-28. -- 2 J. EscRIVÁ DF BALAGUFR, Es Cristo que pasa, 121. 3 CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 45. — J Apoc 22, 12-13. 5 J. EscRIVÁ DF BALAGUFR, o. e., 179. 6 J. TISSOT, La vida interior, p. 102. 7 Cfr. SAN AousTin, Sermón 51, 2. -- 8 IDFM, Sermón 94 . 9 Cfr. Pío XI, Ene. Quas primas, 11-XII-1925. - 10 J. EscRIVÁ DF BALAGUER, Forja, n. 913.

     

    33ª SEMANA. JUEVES


    88. LAS
    LÁGRIMAS DE JESÚS

  • Jesús no queda indiferente ante la suerte de los hombres.


  • I. Descendía Jesús por la vertiente occidental del monte de los Olivos dirigiéndose al Templo. Le acompañaba una multitud llena de fervor que gritaba alabanzas al Mesías. En un momento dado, Jesús se paró y contempló la ciudad de Jerusalén que se extendía a sus pies. Y al ver la ciudad lloró sobre ella'. Es un llanto inesperado que rompió la alegría de todos. En aquel instante, el Señor vio cómo quedaba destruida años más tarde la ciudad que tanto amaba, porque no conoció el tiempo de su visitación. El Mesías había estado por sus calles, había enseñado la Buena Nueva, sus habitantes habían visto milagros..., y siguieron igual.
    ¡Si conocieras en este día lo que puede traerte la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Vendrán días en que tus enemigos te rodearán y te asediarán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán junto con tus hijos, porque no has conocido el tiempo en que Dios te ha visitado 2.

    A través de estas líneas se puede leer la angustia que oprimía el corazón del Señor. «Pero ¿por qué no entendía Jerusalén la gracia especialísima de conversión que se le ofrecía en aquel mismo día con el esplendor del triunfo de Jesús? ¿Por qué se obstinaba en cerrar los ojos a la luz? Ocasiones había tenido de reconocer a Jesús por su Mesías y su Redentor; ésta que ahora se le da será la última. Si rechaza este postrer beneficio, todos los males descritos en la profecía caerán irremisiblemente sobre ella. Y rechazó, ¡oh dolor!, y todo se cumplió a la letra» 3. El Señor se llena de aflicción, pues Él no queda indiferente ante la suerte de los hombres. Su pena es tan grande que sus ojos se cubrieron de lágrimas. Las palabras anteriores debieron de ser pronunciadas con un particular acento de dolor y de tristeza.

    San Juan nos ha dejado constancia en otra ocasión de esas lágrimas de Jesús, que pueden ser tan consoladoras para nuestra alma. Llegó el Maestro a Betania, donde había muerto su amigo Lázaro. Allí se encontró con la hermana de Lázaro, María. Cuando Jesús la vio llorando se estremeció en su interior, se conmovió y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Le contestaron: Señor, ven y verás. En aquel momento Jesús da rienda suelta a su dolor por la muerte de aquel amigo, y comenzó a llorar. Los judíos presentes exclamaron: Mirad cómo le amaba 4.

    Jesús —perfecto Dios y hombre perfecto 5—sabe querer a sus amigos, a sus íntimos y a todos Ios hombres, por los que dio la vida. Este amor que Jesús muestra en su aflicción es la expresión humana del amor que Dios tiene a los hombres, la manifestación sensible de la compasión con que nos mira. Y hoy, en este rato de oración, podemos contemplar la profundidad y la delicadeza de los sentimientos de Jesús, y comprender cómo El no es indiferente a nuestra correspondencia a esa oferta de amistad y de salvación. No es indiferente a que vayamos cada día a visitarlo y permanezcamos junto a Él unos minutos delante del Sagrario; no es neutral ante el empeño diario por aumentar nuestra amistad con Él, ante el esfuerzo por vivir con esmero la caridad, por servirle en medio del mundo... ¡Tantas veces se hace el encontradizo con nosotros!

    «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente (...). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor (MISAL ROMANO, Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera sino que tenga la vida eterna (cfr. Jn 3, 16)4> 6. No dejemos de tratar cada día a Jesús que nos espera. En El se encuentra el fin de nuestra vida.
     

    II. La vida cristiana consiste en una amistad creciente con Cristo, en imitarle, en hacer nuestra su doctrina. Seguir a Jesús no consiste en detenerse en difíciles especulaciones teóricas, ni tampoco en la mera lucha contra el pecado, sino en amarle con obras y sentirnos amados por Él, «porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos»'. El vive ahora en medio de nosotros: le vemos con los ojos de la fe, le hablamos en la oración, nos escucha apenas hemos levantado la voz o el corazón hacia Él; no es indiferente a nuestras alegrías y pesares, pues «se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre y en El el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado. Así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)0, por cada uno, como si no hubiera más hombres sobre la tierra. Su Humanidad Santísima es el puente que nos conduce a Dios Padre.

    Hoy consideramos esas lágrimas de Jesús por aquella ciudad que tanto amó, pero que no conoció lo más importante de su historia: la visita del Mesías y los dones que llevaba para cada uno de sus habitantes. Y hemos de meditar también las ocasiones en las que nosotros personalmente le hemos llenado de aflicción por nuestros pecados, por las faltas de correspondencia a la gracia, por no haber sabido responder a tantas muestras de amistad. Y también las ocasiones en que nos ha echado de menos, como aquel día en que esperaba la vuelta de nueve leprosos que una vez curados se marcharon por otro camino y no volvieron. ¡Cuántas veces, quizá, ha quedado Jesús esperándonos!

    Si no amamos a Jesús no podremos seguirle. Y para amarle hemos de meditar con frecuencia el Evangelio, donde se nos muestra profundamente humano y ¡tan cercano a todo lo nuestro! Unas veces le veremos cansado del camino 9, sentado junto al pozo de Jacob, después de una larga caminata en un día caluroso, con sed real, que le dará ocasión para convertir a una mujer de Samaria y a muchos vecinos del pueblo de Sicar. Le contemplaremos con hambre, como el día en que, en el camino de Betania a Jerusalén, se acercó a una higuera que sólo tenía hojas 10; o agotado después de una jornada de intensa predicación a las gentes que no cesaban de acudir a Él, y era tal su cansancio que en medio incluso de un mar alborotado se quedó dormido sobre un cabezal en la popa".

    A lo largo de su vida irá aliviando las dolencias de quienes encuentra en su camino: vio una turba numerosa y sintió compasión de ellos, y curó a sus enfermos 12. Aunque vino a salvar nuestras almas, no se olvida de los cuerpos. Para quererle y seguirle hemos de contemplarle: su vida es una inagotable fuente de amor, que hace fácil la entrega y la generosidad en su seguimiento. Y «cuando nos cansemos —en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica—, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha —una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado— para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos (cfr. Jn 4, 34)» 13.
     

    III. El llanto de Jesús sobre Jerusalén encierra un profundo misterio. Ha expulsado demonios, curado enfermos, resucitado muertos, convertido a publicanos y pecadores, pero ante esta ciudad tropieza con la dureza de sus habitantes. Algo podemos entrever de lo que ocurría en su Corazón cuando hoy nos encontramos con la resistencia de tantos que se cierran a la gracia, a la llamada divina. «A veces, cara a esas almas dormidas, entran unas ansias locas de gritarles, de sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin acertar con el camino!

    »—Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén, como fruto de su caridad perfecta...» 14.
    Los cristianos proseguimos la obra del Maestro y participamos de los sentimientos de su Corazón misericordioso. Por eso, mirándole a El, hemos de aprender a querer a nuestros hermanos los hombres, tratando a cada uno como es, en sus peculiares circunstancias, comprendiendo sus deficiencias cuando las haya, siendo siempre cordiales y estando disponibles para ayudar, para servir. De Cristo hemos de aprender a ser muy humanos, disculpando, alentando a seguir adelante, procurando —cada día— hacer la vida más grata y amable a los que comparten el mismo hogar, el mismo trabajo, idénticas aficiones, sacrificando los propios gustos, por legítimos que sean, cuando entorpecen la convivencia, interesándonos sinceramente por su salud y por su enfermedad... Y sobre todo nos preocupará especialmente el estado del alma de las personas que cada día tratamos, a quienes procuramos ayudar en su caminar hacia Cristo: a quienes están cerca de El para que se aproximen más; a los que están lejos, para que emprendan el camino de vuelta hacia la casa del Padre. «No hay señal, no existe marca alguna que distinga mejor al cristiano, que el cuidado que tiene por sus hermanos» 15, afirmaba San Juan Crisóstomo.

    Hoy le pedimos a Nuestra Madre Santa María que nos dé un corazón semejante al de su Hijo, que no permanezca nunca indiferente ante la suerte de los que nos tratan cada día.

    I Lc 19, 41. — 2 Le 19, 41-44. — 3 L. CL. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, FAX, Madrid 1966, p. 713. - 6 Jn 11, 33-36. — c Símbolo Atanasiano. — 6 JUAN PABLO 11, Enc. Redemptor hominis, 4-111-1979. 10. — 7 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, ES Cristo qUe pasa, 102. — $ CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 22. — 9 Jn 4, 4. — lu Cfr. Mc 11, 12-13. — 11 Mc 4. 38. — 12 Mt 14, 14. — 13 J. ESCRIvÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 201. -- 14 IDEM, Surco, n. 210. — 15 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía 6, 3.

     

    33ª SEMANA. VIERNES


    89. CASA DE ORACIÓN

    Jesús expulsa a los mercaderes del Templo.
    — El templo, lugar de oración.
    — El culto verdadero.


    I.
    Una de las lecturas previstas para la Misa de hoy nos narra un pasaje del Libro de los Macabeos, cuando Judas y sus hermanos, después de vencer a los enemigos, decidieron purificar y renovar el santuario del Señor, que había sido profanado por los gentiles y por quienes no habían permanecido fieles a la fe de sus mayores. Allí se dirigieron llenos de alegría, con cánticos, con arpas, con liras y con címbalos. Y se postró todo el pueblo sobre sus rostros, y adoraron y bendijeron a Dios. Celebraron durante ocho días la dedicación del altar y ofrecieron con gran júbilo holocaustos y sacrificios de acción de gracias y de alabanza. Adornaron la fachada del Templo con coronas de oro y con escudos, y dedicaron las puertas y las cámaras de los ministros. Y hubo muy grande alegría en el pueblo, y fue quitado el oprobio de las gentes. Judas Macabeo determinó que se celebrase ese día cada año con gran solemnidad. El Pueblo de Dios, después de tantos años de oprobio, manifestó su piedad y su amor a su Dios, con un júbilo desbordante.

    El Evangelio de la Misa 2 nos muestra a Jesús santamente indignado al ver la situación en que se encontraba el Templo, de tal manera que expulsó de allí a los que vendían y compraban. En el Éxodo 3 Moisés ya había dispuesto que ningún israelita se presentase en el Templo sin nada que ofrecer. Para facilitar el cumplimiento de esta disposición a los que venían de lejos, se había habilitado en los atrios del Templo un servicio de compraventa de animales para ser sacrificados, y terminó siendo un verdadero mercado de ganado para el sacrificio. Lo que en un principio pudo ser tolerable y hasta conveniente, había degenerado de tal modo que la intención religiosa del principio se había subordinado a los beneficios económicos de aquellos comerciantes, que quizá eran los mismos servidores del Templo. Éste llegó a parecer más una feria de ganado que un lugar de encuentro con Dios 4.

    El Señor, movido por el celo de la casa de su Padre 5, por una piedad que nacía de lo más hondo de su Corazón, no pudo soportar aquel deplorable espectáculo y los arrojó a todos de allí con sus mesas y sus ganados. Jesús subraya la finalidad del Templo con un texto de Isaías bien conocido por todos 6: Mi casa será casa de oración. Y añadió: pero vosotros habéis hecho de ella una cueva de ladrones. Quiso el Señor inculcar a todos cuál debía ser el respeto y la compostura que se debía manifestar en el Templo por su carácter sagrado. ¡Cómo habrá de ser nuestro respeto y devoción en el templo cristiano —en las iglesias—, donde se celebra el sacrificio eucarístico y donde Jesucristo, Dios y Hombre, está realmente presente en el Sagrario! «Hay una urbanidad de la piedad. —Apréndela. —Dan pena esos hombres "piadosos", que no saben asistir a Misa —aunque la oigan a diario—, ni santiguarse —hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación—, ni hincar la rodilla ante el Sagrario —sus genuflexiones ridículas parecen una burla—, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» 7.
     

    II. Mi casa será casa de oración. ¡Qué claridad tiene la expresión que designa el templo como la casa de Dios! Como tal hemos de tenerla. A ella hemos de acudir con amor, con alegría y también con un gran respeto, como conviene al lugar donde está, ¡esperándonos!, el mismo Dios.

    Con frecuencia tenemos noticia o asistimos a actos y ceremonias de la vida política, académica, deportiva: una recepción, un desfile, unas Olimpiadas... Y se advierte enseguida que el protocolo y una cierta solemnidad no son superfluos. Estos detalles, a veces mínimos —las precedencias, el modo de vestir, el ritmo pausado de andar entran por los ojos y dan al acto una buena parte de su valor y de su ser.

    También entre las personas, el cariño se demuestra en pequeños pormenores, en atenciones y cuidados. La alianza que se regalan los futuros esposos u otras atenciones no son en sí mismas el amor, pero en ellas se manifiesta. Es el rito sencillo que el hombre necesita para expresar lo más íntimo de su ser. El hombre, que no es sólo cuerpo ni sólo alma, necesita también manifestar su fe en actos externos y sensibles, que expresen bien lo que lleva en su corazón. Cuando se ve a alguien, por ejemplo, hincar con devoción la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a su Dios. Y este gesto de adoración, resultado de lo que se lleva en el corazón, ayuda a uno mismo y a otros a tener más fe y más amor. El Papa Juan Pablo II señala en este sentido la influencia que tuvo en él la piedad sencilla y sincera de su padre: «El mero hecho de verle arrodillarse —cuenta el Pontífice— tuvo una influencia decisiva en mis años de juventud» 8.

    El incienso, las inclinaciones y genuflexiones, el tono de voz adecuado en las ceremonias, la dignidad de la música sacra, de los ornamentos y objetos sagrados, el trato y decoro de estos elementos del culto, su limpieza y cuidado, han sido siempre la manifestación de un pueblo creyente. El mismo esplendor de los materiales litúrgicos facilita la comprensión de que se trata ante todo de un homenaje a Dios. Cuando se observa de cerca alguna de las custodias de la orfebrería de los siglos xvi y xvii se nota cómo casi siempre et arte se hace más rico y precioso conforme se acerca el lugar que ocupará la Hostia consagrada. A veces desciende a pormenores que apenas se notan a poca distancia: el arte mejor se ha puesto donde sólo Dios —se diría— puede apreciarlo. Este cuidado hasta en lo más pequeño ayuda poderosamente a reconocer la presencia del propio Dios.

    Al Señor tampoco le es indiferente el que vayamos a saludarle —¡lo primero!— al entrar en una iglesia, o el empeño por llegar puntuales a la Santa Misa —mejor unos minutos antes de que comience—, la genuflexión bien hecha delante de El presente en el Sagrario, las posturas o el recogimiento que guardamos en su presencia... ¿Es para nosotros el templo el lugar donde damos culto a Dios, donde le encontramos con una presencia verdadera, real y substancial?
     

    III. Gran parte de las prescripciones que el Señor comunicó a Moisés en el Sinaí tienden a fijar, hasta en sus detalles, la dignidad de todo lo que hacía referencia al culto. Así, señala cómo ha de construirse el tabernáculo, el arca, los utensilios, el altar, las vestiduras sacerdotales; cómo han de ser las víctimas que se ofrezcan; qué fiestas deben guardarse; qué tribu y qué personas han de ejercer las funciones sacerdotales... 9.

    Todas estas indicaciones muestran que las cosas sagradas están unidas de una manera especial a la Santidad divina; con ellas el Señor hace valer la plenitud de sus derechos. En aquel pueblo, tentado tan frecuentemente por los ritos paganos, Dios trató siempre de infundir un profundo respeto por lo sagrado. Jesucristo subrayó esa enseñanza con un espíritu nuevo. Precisamente el celo por la casa de Dios, por su honor y su gloria, constituye una enseñanza central del Mesías, que Cristo realiza al arrojar enérgicamente a los mercaderes del Templo; y en su predicación insistirá en el respeto con que deben tratarse los dones divinos, en ocasiones con palabras muy fuertes: no deis a los perros las cosas santas, no echéis vuestras perlas a los cerdos 1°.

    Hoy asistimos en muchos lugares a un ambiente de desacralización. En esas actitudes late una concepción atea de la persona, para la cual «el sentido religioso, que la naturaleza ha infundido en los hombres, ha de ser considerado como pura ficción o imaginación, y que debe, por tanto, arrancarse totalmente de los espíritus por ser contraria absolutamente al carácter de nuestra época y al progreso de la civilización»11. A la vez, vemos cómo crecen, incluso entre personas que se llaman cultas, las prácticas adivinatorias, el culto desordenado y enfermizo a la estadística, a la planificación...: la incredulidad sale por todas partes. Y es que, en lo íntimo de su conciencia, el hombre atisba la existencia de Alguien que rige el universo, y que no es alcanzable por la ciencia. «No tienen fe. —Pero tienen supersticiones» 12.

    La Iglesia nos recuerda que sólo Dios es nuestro único Señor. Y ha querido determinar muchos detalles y formas del culto, que son expresión del honor debido a Dios y de un verdadero amor. No sólo enseña que la Santa Misa es el centro de toda la Iglesia y de la vida de cada cristiano, y ha determinado su liturgia; ha querido, además, que nuestras iglesias sean verdaderas casas de oración. Ha dispuesto que los templos estén abiertos en las horas convenientes «para que los fieles puedan fácilmente orar ante el Santísimo Sacramento» 13. Ha señalado 14 lo que ha sido práctica constante a través de los siglos: el Sagrario ha de ser sólido, ha de estar en lugar destacado y a la vez recogido, para que los cristianos puedan honrar al Santísimo Sacramento también con culto privado. Ha de saberse, con signos claros, al entrar en un templo dónde está el Sagrario; por eso se prescribe el conopeo (el velo que ordinariamente debe cubrirlo), y que arda constantemente, en el altar del Sagrario, una lámpara de cera..., aunque estos detalles son en primer lugar manifestaciones de amor y de adoración a Jesucristo, realmente presente, y sólo en segundo término señales indicadoras de su presencia. Todos los fieles, sacerdotes y laicos, hemos de ser «tan cuidadosos del culto y del honor divino, que puedan con razón llamarse celosos más que amantes... para que imiten al mismo Jesucristo, de quien son estas palabras: El celo de tu casa me consume (Jn 2, 17)» 15.

    1 Primera lectura. Año 1. I Mac 4, 36-37; 52-59. _ 2 Le 19. 45-48. — 3 Cfr. Ex 23, 15. — J Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 21, 12-13. -- 5 Cfr. Jn 2, 17. - Is 56, 7. — t J. EscRI Á DE BAEAGUER, Camino, n. 541. -- 8 A. FROSSARD, No tengáis miedo, Plaza Janés, Barcelona 1982, pp. 12-13. 9 Cfr. Ex 25. 1 ss. — 10 Mt 7. 6. — 11 JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, I5-V-1961. 214. — 12 J. EsCRIVÁ DE BALAGUER, o. C., n. 587. — 13 PARLO VI, Instr. Eueharisticum mvsterium, 25-V-1967. — 14 Ibidem. — 15 CA1Ecismo ROMANO, III, 2, n. 27.

     

    33ª SEMANA. SÁBADO


    90. AMAR LA CASTIDAD

    — Sin la pureza es imposible el amor.
    — Castidad matrimonial y virginidad.
    Apostolado sobre esta virtud. Medios para guardarla.


    I. Vinieron los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos, para proponer a Jesús una cuestión que, según ellos, reducía al absurdo esa verdad admitida comúnmente por el resto de los hebreos I. Según la ley judía 2, si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano tenía obligación de casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano. Las consecue cías de esta ley se presentaban como un argumento aparentemente sólido contra la resurrección de los cuerpos. Pues si siete hermanos habían muerto sucesivamente sin dejar descendencia, en la resurrección ¿de quién será esposa?

    El Señor contestó con citas de la Sagrada Escritura reafirmando la resurrección de los muertos, y, al enseñar las cualidades de los cuerpos resucitados, desvaneció el argumento de los saduceos. La objeción mostraba por sí misma una gran ignorancia en el poder de Dios para glorificar los cuerpos del hombre y de la mujer a una condición semejante a la de los ángeles que, siendo inmortales, no necesitan la reproducción de la especie 3. La actividad procreadora se ciñe a unos años dentro de esta etapa terrena del hombre para cumplir la misión de propagar la especie y, sobre todo, de aumentar el número de elegidos para el Cielo. Lo definitivo es la vida eterna. Esta vida es sólo un paso hacia el Cielo.

    Mediante la virtud de la castidad, o pureza, la facultad generativa es gobernada por la razón y dirigida a la procreación y unión de los cónyuges dentro del matrimonio. La tendencia sexual se sitúa así en el orden querido por Dios en la creación, aunque —a causa del profundo desorden introducido en la naturaleza humana por el pecado original y por los pecados personales— a veces resulte precisa la Lucha ascética para mantener esta ordenación.

    La virtud de la castidad lleva también a vivir una limpieza de mente y de corazón: a evitar aquellos pensamientos, afectos y deseos que apartan del amor de Dios, según la propia vocación 4. Sin la castidad es imposible el amor humano y el amor a Dios. Si la persona renuncia al empeño por mantener esta limpieza de cuerpo y de alma, se abandona a la tiranía de los sentidos y se rebaja a un nivel infrahumano: «parece como si el "espíritu" se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un puntito... Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar» 5, y el hombre se hace incapaz de entender la amistad con el Señor. En los primeros tiempos, en medio de un ambiente pagano hedonista, la Iglesia amonestó con firmeza a los cristianos sobre «los placeres de la carne, que como crueles tiranos, después de envilecer el alma en la impureza, la inhabilitan para las obras santas de la virtud» 6. La pureza dispone el alma para el amor divino, para el apostolado.
     

    II. La castidad no consiste sólo en la renuncia al pecado. No es algo negativo: «no mirar», «no hacer», «no desear»... Es entrega del corazón a Dios, delicadeza y ternura con el Señor, «afirmación gozosa» 7. Virtud para todos, que se ha de vivir según el propio estado. En el matrimonio, la castidad enseña a los casados a respetarse mutuamente y a quererse con un amor más firme, más delicado y más duradero. «El amor consigue que las relaciones conyugales, sin dejar de ser carnales, se revistan, por decirlo así, de la nobleza del espíritu y estén a la altura de la dignidad del hombre. El pensamiento de que la unión sexual está destinada a suscitar nuevas vidas tiene un asombroso poder de transfiguración, pero la unión física sólo queda verdaderamente ennoblecida si procede del amor y es expresión de amor (...).

    »Y cuando el sexo se desvincula completamente del amor y se busca por sí mismo, entonces el hombre abandona su dignidad y profana también la dignidad del otro.

    »Un amor fuerte y lleno de ternura es, pues, una de las mejores garantías y sobre todo una de las causas más profundas de la pureza conyugal.

    »Pero hay todavía una causa más alta. La castidad, nos dice San Pablo, es un "fruto del Espíritu" (cfr. Gal 5, 23), es decir, una consecuencia del amor divino. Para la guarda de la pureza en el matrimonio hace falta no sólo un amor delicado y respetuoso por la otra persona sino sobre todo un gran amor a Dios. El cristiano que intenta conocer y amar a Jesucristo encuentra en este amor un poderoso estímulo para su castidad. Sabe que la pureza acerca de un modo especial a Jesucristo y que la cercanía de Dios, prometida a los que guardan limpio el corazón (cfr. Mt 5, 8), es la garantía principal de esa misma limpieza» 8.

    La castidad no es la primera ni la más importante virtud, ni la vida cristiana se puede reducir a la pureza, pero sin ella no hay caridad, y ésta sí es la primera de las virtudes y la que da su plenitud a todas las demás. Sin la castidad, el mismo amor humano se corrompe. Quienes han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Quienes han recibido la vocación al celibato apostólico, encuentran en la entrega total al Señor y a los demás por Dios, indiviso corde 9, sin la mediación del amor conyugal, la gracia para vivir felices y alcanzar una íntima y profunda amistad con Dios.

    Si miramos hoy a Nuestra Señora —y en este día de la semana, el sábado, muchos cristianos la tienen especialmente presente—, vemos que en Ella se dan de modo sublime esas dos posibilidades que en el resto de las mujeres se excluyen: la maternidad y la virginidad. En nuestras tierras la llamamos muchas veces simplemente «la Virgen», la Virgen María. Y la tratamos como Madre. Fue voluntad de Dios que su Madre sea a la vez Virgen. La virginidad ha de ser, pues, un valor altísimo a los ojos de Dios, y encierra un mensaje importante para los hombres de todos los tiempos: la satisfacción del sexo no pertenece a la perfección de la persona. Las palabras de Jesús cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimoniu indican que «hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y la comunión entre las personas, gracias a la glorificación de todo su ser en la unión perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia por el reino de los Cielos encuentra eco en el alma humana (...) no resulta difícil percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones terrenas parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe en la resurrección futura» 10. La virginidad y el celibato apostólico son aquí en la tierra un anticipo del Cielo.

    A la vez, la doctrina cristiana ha afirmado siempre que «el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.

    »Ése es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» I1. Quienes entregan a Dios por amor todo su ser, sin mediar un amor humano en el matrimonio, no lo hacen «por un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en vista del valor particular que está vinculado a esta opción y que hay que descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo dice: el que pueda entender, que entienda (Mt 19, 12)» 12. El Señor ha dado a cada uno una misión aquí en la vida; su felicidad está en cumplirla acabadamente, con sacrificio y alegría.
     

    III. La castidad vivida en el propio estado, en la especial vocación recibida de Dios, es una de las mayores riquezas de la Iglesia ante el mundo; nace del amor y al amor se ordena. Es un signo de Dios en la tierra. La continencia por el reino de los Cielos «lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción por el reino de los Cielos» 13. Los Apóstoles, apartándose de la tradición de la Antigua Alianza donde la fecundidad procreadora era considerada como una bendición, siguieron el ejemplo de Cristo, convencidos de que así le seguían más de cerca y se disponían mejor para llevar a cabo la misión apostólica recibida. Poco a poco fueron comprendiendo —nos recuerda Juan Pablo II— cómo de esa continencia se origina una particular «fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre que proviene del Espíritu Santo» 14

    Quizá en el momento actual a muchos les puede resultar incomprensible la castidad, y mucho más el celibato apostólico y la virginidad vividas en medio del mundo. También los primeros cristianos tuvieron que enfrentarse a un ambiente hostil a esta virtud. Por eso, parte importante del apostolado que hemos de llevar a cabo es el de valorar la castidad y el cortejo de virtudes que la acompañan: hacerla atractiva con un comportamiento ejemplar, y dar la doctrina de siempre de la Iglesia sobre esta materia que abre las puertas a la amistad con Dios. Hemos de cuidar, por ejemplo, los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa tajante a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano; el rechazo de espectáculos inmorales...; y sobre todo hemos de dar el ejemplo alegre de la propia vida. Con nuestra conversación hemos de poner de manifiesto, descaradamente cuando sea necesario, la belleza de esta virtud y los innumerables frutos que de ella se derivan: la mayor capacidad de amar, la generosidad, la alegría, la finura de alma... Hemos de proclamar a los cuatro vientos que esta virtud es posible siempre si se ponen los medios que Nuestra Madre la Iglesia ha recomendado durante siglos: el recogimiento de los sentidos, la prudencia atenta para evitar las ocasiones, la guarda del pudor, la moderación en las diversiones, la templanza, el recurso frecuente a la oración, a los sacramentos y a la penitencia, la recepción frecuente de la Sagrada Eucaristía, la sinceridad... y, sobre todo, un gran amor a la Virgen Santísima 15. Nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas 16.

    Al terminar nuestra oración acudimos a Santa María, Mater pulchrae dilectionis, Madre del amor hermoso, que nos ayudará siempre a sacar un amor más firme aun de las mayores tentaciones.

    1 Lc 20, 27-40. 2 Cfr. Dt 25, 5 ss. — 3 SANTO TOMÁS, Comentario al Evangelio de San Mateo, 22, 30. — 4 Cfr. CATECISMO ROMANO, 111, 7, n. 6. -- 5 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 841. — 6 SAN AMBROSIO, Tratado sobre las vírgenes, 1. 3. — Cfr. J. EscRivÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 5. -- R J. M. MARTINEZ DORAL, La santidad de la vida conyugal, en Scripta Theologica, Pamplona 1989, vol. XXI, fasc. 3, pp. 880-881. — ° Cfr. / Cor 7, 33. — 10 JUAN PABLO Il. Audiencia general 10-111-1982. --- 11 J. ESCRIVA DE BALAGUER. Es Cristo que pasa, 24. 12 JUAN PABLO 11, loe. cit. 13 IDEM, Audiencia general 24-111-1982. -- 14 Ibidem. -- 15 Cfr. S. C. PARA LA Doc-TRISA DE LA FE, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual, 29-XII-1975, 12. — 16 Cfr. l Cor, 10, 13.