TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO
CICLO A


64. UNO SÓLO ES VUESTRO PADRE


I. Habla Jesús a las multitudes y a sus discípulos de la vanidad y deseos de gloria de los fariseos, que hacen sus obras para ser vistos de los hombres y apetecen los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas, y los saludos en las plazas y que la gente les llame rabí. Pero sólo hay un Maestro y un Doctor, Cristo. Y un solo Padre, el celestial'. De Cristo nace toda sabiduría; sólo Él es «el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria» 2. La enseñanza de la Iglesia es la de Cristo, los maestros lo son en la medida en que son imagen del Maestro.

De manera semejante decimos que existe un solo Padre, el celestial, del que se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra: ex quo omnis paternitas in caelis et in terra nominatur 3. Dios tiene la plenitud de la paternidad, y de ella participaron nuestros padres al darnos la vida, y también han participado los que de alguna manera nos han engendrado a la vida de la fe. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Corinto como a hijos queridísimos. Pues —les dice— aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio. Por consiguiente, os suplico: sed imitadores míos 4. Y aquellos primeros cristianos eran conscientes de que, al emular a San Pablo, se convertían en imitadores de Cristo. En el Apóstol veían reflejado el espíritu del Maestro y el cuidado amoroso de Dios sobre ellos.

«De ahí que la palabra "Padre" pueda emplearse en un sentido real no sólo para designar la paternidad física, sino también la espiritual. Al Romano Pontífice se le llama con toda propiedad, "Padre común de todos los cristianos"» 5. Cuando honramos a nuestros padres, que nos dieron la vida, y a quienes nos engendraron en la fe, damos mucha gloria a Dios, pues en ellos se refleja la paternidad divina. Una manera de ser buenos hijos de Dios es, precisamente, vivir bien la filiación con aquellos que Dios mismo constituyó «padres» en la tierra.


II. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Galacia con tonos de padre y de madre, al tener noticia de las dificultades que padecen en su fe y al experimentar la impotencia de no poder atenderles personalmente por encontrarse geográficamente lejos: Hijos míos —les dice—, por quienes sufro otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros 6, como un niño se forma en el seno materno. Sentía sobre sí el Apóstol el desvelo de un padre ante los hijos necesitados. En la Iglesia son considerados padres quienes nos engendran en la fe mediante la predicación y el Bautismo'. De esa paternidad espiritual participamos los cristianos sobre aquellos a quienes hemos ayudado —a veces también con dolor y fatiga— a encontrar a Cristo en su vida. La paternidad es más plena cuanto mayor es la entrega a esta tarea. Así manifiesta Dios su paternidad en los cristianos, «como un maestro que no sólo enseña a sus discípulos, sino que los hace además capaces de enseñar a otros» 8. Esta paternidad espiritual es una porción importante del premio que Dios da en esta vida a quienes le siguen, por vocación divina, en una entrega plena. «El es generoso... Da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. —Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. —Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos» 9.

La Virgen Santa María ejerce su maternidad sobre los cristianos y sobre todos los hombres 10. De Ella aprendemos a tener un alma grande para aquellos que continuamente tratamos de llevar a su Hijo, y que en cierto modo hemos engendrado en la fe. Recordemos que el amor «indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32) o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida (cfr. Lc 15, 1-10). Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral» 11. San Ambrosio 12 hace «unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros (SAN AMBROSIO, Expositio Evangelii secundum Lucam, 2, 26).

»Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fíat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios» 13.


III. San Pablo, identificado con Cristo, hizo suyas las palabras del Señor: Yo soy el Buen Pastor.
El buen pastor da la vida por sus ovejas 14. Por eso escribe sobre su solicitud por todas las iglesias 15, por todos los convertidos a la fe a través de su predicación. Mantenerlos en el camino y ayudarles a progresar en él era una de sus mayores preocupaciones y, en ocasiones, uno de sus mayores sufrimientos. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor? 16. El Apóstol ha quedado como modelo siempre actual para todos los pastores de la Iglesia en su solicitud por las almas que Dios les ha confiado, y también para todos los cristianos en su apostolado constante, que «deben cuidar como padres en Cristo a los fieles que han engendrado por el bautismo y por la doctrina» 17.

El amor por quienes hemos acercado a Dios no es una simple amistad, «sino el amor de caridad, el mismo amor con el que les ama el Hijo encarnado. Es por esto, y sólo por esto, por lo que el Hijo nos lo ha dado a cada uno de nosotros, para que podamos darlo a los demás (...). El amor hacia nuestros hermanos genera en nosotros el mismo deseo que genera el del Hijo: el de su santificación y salvación» 18. Esto nos lleva a quererles más y a estar pendientes de aquello que puede facilitarles su santidad: la ejemplaridad, la corrección fraterna cuando sea oportuno, la palabra amable que anima, la alegría, el optimismo, el consejo que orienta ante las dificultades... Y siempre deberán contar con las ayudas más eficaces que les podemos prestar: la oración y la mortificación diaria.

Este amor «comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad —aun estando abierta a todos— consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo esposo» 19. En la virginidad y en el celibato por amor a Dios, el Señor agranda el corazón del hombre y de la mujer para que la paternidad y la maternidad espiritual sea más extensa y profunda. La entrega a Dios de ninguna manera limita el corazón humano; por el contrario, lo enriquece y lo hace más capaz de realizar estos sentimientos profundos de paternidad y de maternidad que el Señor mismo ha puesto en la naturaleza humana.

El cuidado de aquellos sobre los que, por circunstancias tan diversas de la vida, ha querido Dios que ejerzamos esa paternidad espiritual nos hará entender el desvelo que nuestro Padre Dios tiene sobre cada uno de nosotros. En muchas ocasiones será, además, un buen motivo para mantener firme nuestra propia fidelidad al Señor y un estímulo para procurar «ir delante» en el camino de la santidad, como el buen pastor.

San José nos enseña cómo ha de ser ese desvelo por los demás. Puesto que su amor paterno «no podía dejar de influir en el amor filial de Jesús y, viceversa, el amor filial de Jesús no podía dejar de influir en el amor paterno de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior» 20. Aprendamos de él, en su trato con Jesús, a mirar con amor siempre creciente a quienes Dios ha puesto en nuestro camino.

1 Mt 23, 1-12. — 2 JUAN PABLO 11, Exhort. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 9. — 3 Ef 3, 15. — 4 1 Cor 4, 14-16. — 5 SAGRADA BIBLIA, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986, nota a Ef 3, 15. — 6 Gal 4, 19. — 7 Cfr. CATECISMO ROMANO, 111, 5, n. 8. — 8 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 103, a. 6. — 9 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 779. — 18 CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 61. — ° JUAN PABLO 11, Enc. Dives in misericordia, 30-X1-1980, 14. — 12 SAN AMBROSIO, Comentarios al Evangelio de San Lucas, 2, 26. — 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos d e Dios, 281. — 14 Jn 1O, 1 1 . — 15 2 Cor 1 1, 28. — 16 /bidem, 29. — 17 CONC, VAT. 11, loc. cit., 28. — 18 B. PERQUIN, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 328. — 19 JUAN PABLO II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, 15-V111-1988, 21. — 20 IDEM, Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-V111-1989, 27.

 

TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO
CICLO B


65. AMAR CON OBRAS

- El Primer mandamiento.

- Correspondencia al amor que Dios nos tiene.

- Amor con obras.

I. Los textos de la Misa nos muestran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de éste. En la Primera lectura 1 vemos ya enunciado con toda claridad el Primer mandamiento: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Era un pasaje muy conocido por todos los judíos, pues lo repetían dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.

En el Evangelio 2 leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta llena de rectitud al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer mejor las enseñanzas del Maestro: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?, le pregunta. Y Jesús, a pesar de las duras acusaciones que lanzará contra los fariseos y los escribas, se detiene ahora ante este hombre que parece querer conocer sinceramente la verdad. Al final del diálogo, incitándole a dar un paso más definitivo ante la conversión, tendrá para él una palabra alentadora: No estás lejos del Reino de Dios, le dirá. Jesús se detiene siempre ante toda alma en la que se inicia el más pequeño deseo de conocerle. Ahora, pausadamente, el Señor le repite las palabras del texto sagrado: Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...

Éste es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás. Pero, ¿en qué consiste este amor? El Cardenal Luciani —que más tarde sería Juan Pablo I—, comentando a San Francisco de Sales, escribía que «quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que El permite» 3. Y recuerda un diálogo figurado con Margarita, esposa de San Luis rey de Francia, cuando estaba a punto de embarcarse para las Cruzadas. Ella desconocía a dónde iba el rey y no tenía el menor interés por visitar los lugares donde tendría que hacer escala; tampoco le importaban demasiado los peligros que seguramente surgirían. La reina sólo tenía interés en un asunto: estar con el rey. «Más que ir a ningún sitio, yo le sigo a él».

«Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios». ¿Qué interés puede tener estar aquí o allí si estamos con Dios, al que amamos sobre todas las cosas? ¿Qué puede importar estar sanos o enfermos, ser ricos o pobres...? «Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos lleve en el brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad». Sólo Al basta: el lugar donde estemos, el dolor que podamos sufrir, el éxito o el fracaso, no sólo tienen un valor siempre relativo, sino que nos han de ayudar a amar más. Bien podemos seguir el consejo de la Santa:

«Nada. te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta» 4.


II.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.// Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,// mi fuerza salvadora, mi baluarte 5, rezamos con el Salmo responsorial.

Este Salmo 17 es como un Te Deum que David dirige a Yahvé para darle gracias por las muchas ayudas que recibió a lo largo de su vida 6. El Señor le libró de sus enemigos, especialmente de las manos de Saúl, le dio la victoria sobre los pueblos gentiles, le devolvió Jerusalén después de haber tenido que abandonarla a causa de la insurrección de su hijo Absalón. David siempre encontró en su Señor apoyo y ayuda. De ahí su reconocimiento y su amor: Yo te amo, Señor, fortaleza mía. Él fue siempre su aliado: peña, refugio, roca segura, escudo protector... Yahvé fue siempre su amparo: Yahvé me libró porque me amaba'. Cada uno de nosotros puede repetir estas mismas palabras. Lo determinante de nuestra vida, lo que aparta todas las tinieblas y tristezas es el hecho de que Dios nos ama. Esta realidad llena el corazón de esperanza y de consuelo. Y en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. En eso está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados 8. La Encarnación es la revelación suprema del amor de Dios por cada uno de sus hijos. Pero este amor preexistía a toda manifestación desde la eternidad: Te amé con amor eterno 9. Es anterior a cualquier propósito creador, ya que representa lo más íntimo de la esencia divina. Santo Tomás enseña que este amor es la fuente de todas las gracias que recibimos 10.

Es más, para que podamos amarle, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado 11. «Fuimos amados —enseña San Agustín— cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle» 12. En otro lugar, comenta el Santo: «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado» 13.

¿Cómo no vamos a corresponder a un amor tan grande? El Señor nos pide que le amemos con obras y con el afecto de nuestro corazón, que cada día conoce más y mejor ese camino hacia la Trinidad que es la Humanidad Santísima de Jesús. El Padre ama al Hijo 14 y nos ama a nosotros: Tú les has amado como me has amado a Mí 15. Tanto nos ama cuanto nosotros amamos al Hijo: El que me ama será amado por mi Padre 16.

El amor pide obras: confianza de hijos, cuando no acabamos. de entender los acontecimientos; acudir a El siempre, todos los días, y especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don como recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos... «En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a ,su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos» 17. En el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa nuestra vida, Dios nos quiere felices, pues en esas circunstancias podemos ser fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: «Señor, te amo..., pero enséñame a amarte!».


III. Cuando apenas había unas pocas monedas en el recién fundado convento de San José de Ávila, se comía pan duro y poco más, pero nunca faltaban velas para el altar, y todo lo que se refería al culto era escogido y bueno..., dentro de la penuria en que se encontraban. Un visitante que pasó por allí, preguntó un poco escandalizado: «¿Un lienzo perfumado para que el sacerdote se seque las manos antes de la Misa?».

La Madre Teresa, con el rostro encendido de devoción, se echó la culpa a sí misma: «Esta imperfección —contestó— la tomaron mis monjas de mí. Pero cuando recuerdo que el Señor se quejó del fariseo porque no le había recibido honrosamente, quisiera que todo, desde el umbral de la Iglesia, estuviese empapado de bálsamo» 18. El Señor no es indiferente a estas muestras sinceras de un corazón que sabe querer.

Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo, evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de delicadeza y de cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, la puntualidad en las prácticas de piedad, una mirada a una imagen de Nuestra Señora... Son precisamente estas expresiones que parecen pequeñas las que mantienen encendido ese amor al Señor que no se debe apagar nunca.

Todo lo que hacemos por el Señor es sólo una pequeñez ante la iniciativa divina. «Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"...

»—Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!» 19.

1 Dt 6, 2-6. 2 Mc 12, 28-34. - 3 Cfr. A. LUCIANI, Ilustrísimos señores, pp. 127-128. — 4 SANTA TERESA, Poesías VI, p. 1123. — 5 Salmo responsorial. Sal 17, 2-4; 17; 51. — 6 Cfr. D. DE LAS HERAS, Comentario ascético-teológico sobre los Salmos, Zamora 1988, p. 61. 7 Sal 17, 17-20. a 1 Jn 4, 9-10. 9 Jer 31, 3. 10 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 43, a. 5. — 11 Rom 5, 5. - 12 Cfr. SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan, 102, 5. — 13 IDEM, Sermón 142. 14 Jn 3, 35: — 15 Jn 17, 23. 16 Jn 14, 21. 17 A. LUCIANI, o. C., p. 128. — Id Cfr. M. AUCLAIR, La vida de San-ta Teresa de Jesús, Palabra, 5e ed., Madrid 1985, p. 182. - 19 J. EsCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 497.

 

TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO
CICLO C


66. ZAQUEO

  • Deseos de encontrar a Cristo. Poner los medios necesarios.


  • I. Una vez más los textos de la Misa de hoy nos vuelven a hablar de la misericordia divina. Es lógico que se repita tanto esta inefable realidad, porque la misericordia de Dios es una fuente inagotable de esperanza y porque nosotros estamos muy necesitados de la clemencia divina. Todos necesitamos que se nos recuerde muchas veces que el Señor es
    clemente y misericordioso.

    En la Primera lectura', el Libro de la Sabiduría nos hace presente hoy esta bondad y cuidado amoroso de Dios sobre toda la creación y especialmente por el hombre: ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si Tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en Ti, Señor.

    El Evangelio 2 nos habla del encuentro misericordioso de Jesús con Zaqueo. El Señor pasa por Jericó, camino de Jerusalén. A la entrada de la ciudad ha tenido lugar la curación de un mendigo ciego que logró con su fe y su insistencia llegar hasta Jesús, a pesar de la multitud y de los que pretendían que callara. Ahora, dentro ya de esta ciudad importante, la multitud debía de llenar la calle por donde pasaba el Maestro. Allí se encuentra también un hombre, que era jefe de publicanos y rico, bien conocido por el cargo en Jericó. Los publicanos eran recaudadores de impuestos. Roma no tenía funcionarios propios para este oficio, sino que lo encargaba a determinadas personas del país respectivo. Estas podían tener —como Zaqueo— empleados subalternos. La cantidad del impuesto la tasaba la autoridad romana; los publicanos cobraban una sobretasa, de la cual vivían. Esto se prestaba a arbitrariedades, y por esto se ganaban fácilmente la hostilidad de la población. En el caso de los judíos, se añadía la nota infamante de expoliar al pueblo elegido en favor de los gentiles 3. San Lucas nos dice que Zaqueo intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Pero su deseo es eficaz; para conseguir su propósito se mezcla primero con la multitud y luego, dejando a un lado los respetos humanos, lo que pudieran pensar las gentes por su actitud, adelantándose corriendo, subió a un sicómoro, para verle, porque iba a pasar por allí. Nada le importa lo que pudieran pensar las gentes al ver a un hombre de su posición correr primero y subir después a un árbol. Es ésta una formidable lección para nosotros que, por encima de todo, queremos ver a Jesús y permanecer con Él. Pero debemos examinar hoy la sinceridad y el vigor de estos deseos: ¿Quiero yo ver a Jesús? —preguntaba el Papa Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio—, ¿hago todo lo posible para poder verlo? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y poblados de su tierra. Y es actual para cada uno personalmente: ¿verdaderamente quiero contemplarlo, o quizá evito el encuentro con Él? ¿Prefiero no verlo o que El no me vea? Y si ya le vislumbro de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome mucho, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado..., para no tener que aceptar toda la verdad que hay en Al, que proviene de Él, de Cristo?'.


    II. Cualquier esfuerzo que hagamos por acercarnos a Cristo es largamente recompensado.
    Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me hospede en tu casa. ¡Qué inmensa alegría! Él, que se contentaba con verlo desde el árbol, se encuentra con que Jesús le llama por su nombre, como a un viejo amigo, y, con la misma confianza, se invita en su casa. «Quien tenía por grande e inefable el verle pasar —comenta San Agustín—, mereció inmediatamente tenerlo en casa» 5. El Maestro, que había leído en su corazón la sinceridad de sus deseos, no quiere dejar pasar esta ocasión. Zaqueo «descubre que es amado personalmente por Aquel que se presenta como el Mesías esperado, se siente tocado en lo más profundo de su espíritu y abre su corazón» 6. Enseguida quiere estar cerca del Maestro: Bajó rápido y lo recibió con gozo. Experimentó la alegría singular de todo aquel que se encuentra con Jesús.

    Zaqueo tiene al Maestro, y con Él lo tiene todo. «No se asusta de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional, o hacerle difícil algunas acciones, ligadas con su actividad de jefe de publicanos» 7. Por el contrario, muestra con obras la sinceridad de su nueva vida; se convierte en un discípulo más del Maestro: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y si he defraudado a alguien le devolveré cuatro veces más. ¡Va mucho más allá de lo que ordenaba la Ley de Moisés 8 en lo referente a la restitución, y además entrega a los pobres la mitad de su fortuna! El encuentro con Cristo nos hace generosos con los demás, nos mueve enseguida a compartir lo que tenemos, mucho o poco, con quien está más necesitado. Zaqueo comprendió que para seguir a Cristo es necesario el más completo desprendimiento. «Dios mío, veo que no te aceptaré como mi Salvador, si no te reconozco al mismo tiempo como Modelo.

    »—Pues que quisiste ser pobre, dame amor a la Santa Pobreza. Mi propósito, con tu ayuda, es vivir y morir pobre, aunque tenga millones a mi disposición» 9.
     

    III. Cuando Jesús entró en casa de Zaqueo, muchos comenzaron a murmurar de que se hubiese hospedado en casa de un pecador. Entonces, el Señor pronunció estas consoladoras palabras, unas de las más bellas de todo el Evangelio: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Es una llamada a la esperanza: si alguna vez el Señc: permitiera que atravesáramos una mala época, una mala racha, si nos sintiéramos a oscuras y perdidos, hemos de saber que Jesús, el Buen Pastor, saldrá enseguida a buscarnos. «Elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?», comenta San Ambrosio 19. Nunca se olvida de los suyos el Señor.

    También nos ha de ayudar la figura de Zaqueo para no dar nunca a nadie por perdido o irrecuperable para Dios. Para los habitantes de Jericó, este jefe de publicanos estaba muy lejos de Dios. El Evangelio deja entrever que así era 11. Sin embargo, desde que entró en aquella ciudad, Jesús tenía los ojos puestos en él. Por encima de las apariencias, Zaqueo tenía un corazón deseoso de ver al Maestro. Y, como San Lucas muestra enseguida, tenía un alma dispuesta al arrepentimiento, a la reparación y a la generosidad. Así hay muchas gentes a nuestro alrededor, con deseos de ver a Jesús, y esperando que alguno se detenga frente a ellos, los mire con comprensión y los invite a una vida nueva.

    Nunca debemos perder la esperanza, ni siquiera cuando parece que todo está perdido. La misericordia de Dios es infinita y omnipotente, y supera todos nuestros juicios. Se cuenta de una mujer muy santa un suceso especialmente significativo que dejó una huella profunda en su alma, que muestra muy gráficamente el alcance de la misericordia divina. Un pariente de esta persona puso fin a su vida arrojándose desde un puente al río. La mujer estuvo un tiempo tan desconsolada y entristecida que ni se atrevía a rezar por él. Un día le preguntó el Señor por qué no intercedía por él, como solía hacer por los demás. Esta persona se sorprendió de las palabras de Jesús, y le contestó: «Tú bien sabes que se arrojó desde el puente y acabó con su vida»... Y el Señor le respondió: «No olvides que entre el puente y el agua estaba Yo».

    Nunca había dudado esta mujer de la misericordia divina, pero, desde aquel día, su confianza en el Señor no tuvo límites. Y rezó por aquel pariente lejano con particular intensidad y fe. Un suceso muy parecido se cuenta de la vida del Cura de Ars 12. Ambos ponen de relieve una misma realidad: siempre que pensamos en la bondad y compasión divina para con sus hijos, nos quedamos cortos.

    No dudemos nosotros nunca del Señor, de su bondad y de su amor por los hombres, por muy difíciles o extremas que sean las situaciones en que nos encontremos nosotros o aquellas personas que queremos llevar hasta Jesús. Su misericordia es siempre más grande que nuestros pobres juicios.

    I Sab 11, 25-26; 12, 1-2. — 2 Lc 19, 1-10. — 3 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 5, 46. 4 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía 2-XI-1980. — 5 SAN AGUSTÍN, Sermón 174, 6. 6 JUAN PABLO II, Homilía 5-XI-1989. 7 IDEM, Homilía 2-XI-1980. — S Ex 21, 37 ss. 9 J. EscaivÁ DE BALAGUER, Forja, n. 46. — 10 SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. — 11 Cfr. vv. 7-10. — 12 F. TROCtiu, El Cura de Ars, Palabra, Madrid 1984, p. 619.

     

    31ª SEMANA. LUNES


    67. SIN ESPERAR NADA EGOÍSTAMENTE

  • Dar y darnos aunque no veamos fruto ni correspondencia.


  • I. Jesús haba sido invitado a comer por uno de los fariseos importantes del lugar 1 y, una vez más, utiliza la imagen del banquete para transmitirnos una enseñanza importante sobre aquello que hemos de hacer por los demás y el modo de llevarlo a cabo. Dirigiéndose al que le había invitado, dijo el Señor:
    Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Por el contrario, indica Jesús enseguida a quiénes se ha de invitar: a los pobres, a los tullidos y cojos, a los ciegos... Y da la razón de esta elección: serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos 2.

    Los amigos, los parientes, los vecinos ricos se verán obligados por nuestra invitación a corresponder con otra, al menos de la misma categoría o mejor aún. Lo invertido en la cena ha dado ya su fruto inmediato. Esto puede ser una obra humana recta, incluso muy buena si hay rectitud de intención y los fines son nobles (amistad, apostolado, aunar lazos familiares...), pero, en sí misma, poco se diferencia de lo que pueden hacer los paganos. Es manera humana de obrar: Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo... 3, dirá el Señor en otra ocasión. La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa a la vez el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. Los pobres, los mutilados... nada pueden devolver pues nada tienen. Entonces es fácil ver a Cristo en los demás. La imagen del banquete no se reduce exclusivamente a los bienes materiales; es imagen de todo lo que el hombre puede ofrecer a otros: aprecio, alegría, optimismo, compañía, atención...

    Se cuenta en la vida de San Martín que estando el Santo en sueños le pareció ver a Cristo vestido con la mitad de la capa de oficial romano que poco tiempo antes había dado a un pobre. Miró atentamente al Señor y reconoció su ropa. Al mismo tiempo oyó que Jesús, con voz que nunca olvidaría, decía a los ángeles que le acompañaban: «Martín, que sólo es catecúmeno, me ha cubierto con este vestido». Y enseguida, el Santo recordó otras palabras de Jesús: Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis 4. Esta visión llenó de aliento y de paz a Martín, y recibió enseguida el Bautismo 5.

    No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato. Aquí debemos ser generosos (en el apostolado, en la limosna, en obras de misericordia...) sin esperar recibir nada por ello. La caridad no busca nada, la caridad no es ambici,'sa6. Dar, sembrar, darnos aunque no veamos fruto, ni correspondencia, ni agradecimiento, ni beneficio personal aparente alguno. El Señor nos enseña en esta parábola a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos con abundancia.


    II.
    Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, ni cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde. «Vosotros —comenta San Agustín— no veis ahora la importancia del bien que hacéis; tampoco el labriego, al sembrar, tiene delante las mieses; pero confía en la tierra. ¿Por qué no confías tú en Dios? Llegará un día que será el de nuestra cosecha. Imagínate que nos hallamos ahora en las faenas de labranza; mas labramos para recoger después según aquello de la Escritura: Iban andando y lloraban, arrojando sus simientes; cuando vuelvan, volverán con regocijo, trayendo sus gavillas (Sal 125)» 7. La caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente.

    La generosidad abre cauce a la necesidad vital del hombre de dar. El corazón que no sabe aportar un bien a los que le rodean, a la sociedad misma, se incapacita, envejece y muere. Cuando damos se alegra el corazón, y estamos en condiciones de comprender mejor al Señor, que dio su vida en rescate por todos 8. Cuando San Pablo agradece a los filipenses la ayuda que le han prestado, les enseña que está contento no tanto por el beneficio que él ha recibido sino, sobre todo, por el fruto que las limosnas les reportará a ellos mismos: para que aumenten los intereses en vuestra cuenta 9, les dice. Por eso San León Magno recomienda «que quien distribuye limosnas lo haga con despreocupación y alegría, ya que, cuanto menos se reserve para sí, mayor será la ganancia que obtendrá» 10.

    San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría 11. A nadie —mucho menos al Señor— pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza: «Si das el pan triste —comenta San Agustín— el pan y el premio perdiste» i2. En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor, con espontaneidad, sin cálculos...


    III. Es mucho lo que podemos dar a otros y cooperar en obras de asistencia a los necesitados de lo más imprescindible, de formación, de cultura... Podemos dar bienes económicos —aunque sean pocos si es poco de lo que disponemos—, tiempo, compañía, cordialidad... Se trata de poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. «He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes —hacer una leva de hombres de buena voluntad—, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas» 13.

    El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. De ordinario, es mejor que los padres no recuerden a Ios hijos lo mucho que hicieron por ellos; ni la mujer al marido las mil ayudas que en momentos difíciles supo prestarle, los desvelos, la paciencia...; ni el marido a la mujer su trabajo intenso para sacar la casa adelante... Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno. Es preferible, y más grato al Señor, no pasar factura por aquello que hicimos con alegría, sin ánimo alguno de ser recompensados, con generosidad plena. Incluso, aceptar que las buenas acciones que pretendemos llevar a cabo sean alguna vez mal interpretadas. «Vi rubor en el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo que "los buenos" motejaban de bastardas sus acciones.

    »Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: "¡ven que me sacrifico... y aún me sacrifican!"

    »—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y gozo» I4.

    Nos dice el Señor que debemos comprender a los demás, aunque ellos no nos comprendan (quizá no puedan en ese momento, como los menesterosos invitados al banquete, que no podían responder con otra invitación). Y querer a las gentes, aunque nos ignoren, y prestar muchos pequeños servicios, aunque en circunstancias similares nos los nieguen. Y hacer la vida amable a quienes nos rodean, aunque alguna vez nos parezca que no somos correspondidos... Y todo con corazón grande, sin llevar una contabilidad de cada favor prestado. Cuando se oyen los lamentos y quejas de algunos que pasaron por la vida —dicen-- dando y entregándose sin recibir luego las mismas atenciones, se puede sospechar que algo esencial faltó en esa entrega, quizá la rectitud de intención. Porque el dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho "Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz» 15

    Nuestra Madre Santa María, que con su fíat entregó su ser y su vida al Señor y a nosotros sus hijos, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.

    1 Cfr. Lc. 14, 1. — 2 Le 14, 12-14. — 3 Lc 6, 32. — 4 Mt 25, 40. — 5 Cfr. P. CROISET, Año cristiano, Madrid 1846, vol IV, pp. 82-83. -6 1 Cor 13, 5. — 7 SAN AGUSTÍN, Sermón 102, 5. — 9 Cfr. Mt 20, 28. — 9 Flp 4, 17. — 19 SAN LEÓN MAGNO, Sermón 10 sobre la Cuaresma. —" 2 Cor 9, 7. — 12 SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos, 42, 8. — 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 24. — 14 Ibídem, n. 28. — 15 Ibidem, n. 18.

     

    31ª SEMANA. MARTES


    68. SOLIDARIDAD CRISTIANA

    — Miembros de un mismo Cuerpo.
    — La unión en la caridad.
    — La unión en la fe. Apostolado.


    I. El Señor ha querido asociarnos a ÉL con los más apretados lazos, con nudos tan estrechos como aquellos que atan a los miembros de un cuerpo vivo. San Pablo nos enseña en una de las lecturas de la Misa 1 que siendo muchos formamos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros. Cada cristiano, conservando su propia vida, está insertado en la Iglesia con vínculos vitales muy íntimos. El Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo más sólido que cualquier grupo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier herida. «Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos con El y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (Cfr. Jn 17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos:
    Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (Jn 15, 5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid» 2.

    Cada fiel cristiano, con sus obras buenas, con su empeño por estar más cerca del Señor, enriquece a toda la Iglesia, a la vez que hace suya la riqueza común. «Ésta es la Comunión de los Santos que profesamos en el Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se convierte en el bien de todos» 3.

    De una manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. El cumplimiento del deber diario, la enfermedad, la oración... son una continua fuente de méritos sobrenaturales para nuestros hermanos. «Si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas parte del todo. De esta manera obtendrás un gran beneficio, pues la oración de cada miembro del Pueblo se enriquece con la oración de los demás» 4. La meditación de esta verdad, ¿nos mueve a vivir mejor el día de hoy, con más amor, con más entrega?
     

    II. Cada uno de nosotros hemos de sentir la responsabilidad personal de aportar —con nuestro empeño por ser mejores, con el ejercicio de las virtudes— nueva savia a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y a la humanidad entera. To-dos los días, «cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él» 5. Por eso, no son del todo exactas «esas formas de discurrir, que distinguen las virtudes personales de las virtudes sociales. No cabe virtud alguna que pueda facilitar el egoísmo: cada una redunda necesariamente en bien de nuestra alma y de las almas de los que nos rodean (...). Todos hemos de sentirnos solidarios y, en el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos» 6.

    San Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que Dios otorga para servicio de Ios demás, señala el gran don común a todos, que es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro alrededor, amándoös de corazón unos a otros con el amor fraterno, honrando cada uno a los otros más que a sí mismo; diligentes en el deber, fervorosos en el espíritu, servidores del Señor; alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación; en la oración constantes; compartiendo las necesidades de los santos, procurando practicar la hospitalidad.

    Quizá pensemos en alguna ocasión que no tenemos dotes excepcionales para ayudar a los demás, que carecemos de medios...; sin embargo, la caridad, participación en el amor de Cristo por sus hermanos, está al alcance de todos los que siguen al Maestro. Todos los días damos mucho y recibimos mucho. Nuestra vida es un intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. ¡Qué grato es al Señor cuando nosotros, al ver una rotura en ese tejido finísimo que componemos los miembros de la Iglesia, procuramos repararla con amor, con desagravio! ¡Cómo se alegra cuando nos ve compartir, hacer nuestras, las necesidades de los santos! No existe flaqueza ni virtud solitaria. Lo bueno y lo malo tienen efectos centuplicados en los demás. Sembramos un grano de trigo en la tierra y brota una espiga, buena o mala según la semilla que esparcimos. Si caminamos con firmeza hacia Cristo, nuestros amigos corren. Si flaqueamos, quizá ellos se detengan. «Todo lo bueno y santo que emprende un individuo —enseña el Catecismo Romano— repercute en bien de todos, y la caridad es la que permite les aproveche, pues esta virtud no busca su propio provecho»'. No dejemos de sembrar; nuestra vida es en realidad una gran siembra en la que nada se pierde. Son incontables las oportunidades de hacer el bien, de enriquecer a los hombres, de aumentar el Cuerpo Místico de Cristo. No desaprovechemos las ocasiones, no esperemos grandes momentos que quizá nunca lleguen a presentarse.


    III. Al crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la vida familiar y social. Y también mantuvo esta complementariedad en el plano sobrenatural. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de los hombres y propagar la fe por medio de ellos. A través del apostolado personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo, en las situaciones más variadas (en el hogar, en una peluquería, en el comercio, en la banca, en el Parlamento...), «la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquellos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una irradiación constante, pues es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajos, las dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres» 8. Cada miembro trabaja para el mejor rendimiento de todo el cuerpo, y encender la fe de otros, o avivarla si estaba en sus cenizas, es el mayor bien que podemos comunicar. «Ansí me acaece —escribe Santa Teresa- que, cuando en la vida de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen (por ser ésta la inclinación que Dios me ha dado), pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podamos hacer»
    9.

    Si con el ejemplo y la palabra acercamos a otros a Cristo, no permaneceremos indiferentes a sus necesidades corporales: ¡Tanta ignorancia, tanta miseria, tanta soledad...! El trato diario con el Señor llenará nuestro corazón, cada vez más, de misericordia y de generosidad para compartir lo mucho o lo poco que tengamos: el talento, el tiempo, los bienes materiales, la alegría... Si no está en nuestras manos remediar esos males, al menos sentirán el calor de nuestra amistad, de nuestro empeño por ayudarles. No dejaremos solos a los enfermos, a los impedidos, a quien lleva una carga superior a sus fuerzas... Aunaremos nuestros esfuerzos con otros cristianos y con los hombres de buena voluntad en orden al bien común, superando posiciones partidistas que separan y enfrentan. Así imitaremos a los primeros cristianos, que con su amor, y muchas veces con sus escasos medios materiales para ayudar a los demás, asombraron al mundo pagano porque hicieron realidad el mandato de Jesucristo: un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como Yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros 10. El amor es ingenioso y suple, cuando es preciso, la escasez de tiempo, de medios económicos, de posibilidades humanas.

    1 Primera lectura. Año 1. Rom 12, 5-16. — 2 JUAN PABLO 11, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 12. — a Ibidem, 28. — 4 SAN AMBROSIO, Tratado sobre Caín y Abel, 1. — 5 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, 2, 1, 5. 6 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 76. — 7 CATECISMO ROMANO, 1, 10, n. 23. — 4 JUAN PABLO II, IoC. Clt., 28. — 9 SANTA TERESA, Libro de las Fundaciones, 1. 7. — 10 Jn 13, 34-35.

     

    31ª SEMANA. MIÉRCOLES

    69. LOS FRUTOS DE LA CRUZ


    I. La Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la contradicción. En el Evangelio de la Misa Jesús nos dice: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo 1. Y en otra ocasión, dirigiéndose a todos los presentes, les advirtió:
    Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame 2.

    El dolor, en sus diversas manifestaciones, es un hecho universal. San Pablo compara el sufrimiento a los dolores de la madre en su alumbramiento: pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto 3, y la experiencia nos enseña que todas las criaturas —pobres y ricos, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres— sufren por diversos motivos y causas. Por eso, San Pedro advertía a los primeros cristianos: Carísimos, cuando Dios os prueba con el fuego de las tribulaciones, no os extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria'. Parece como si el dolor derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado. Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. Creado en un lugar de delicias, si hubiera sido fiel a Dios, habría sido trasladado de este paraíso terreno al Cielo para gozar eternamente de la más pura felicidad.

    El pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos. Con el pecado, entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió el sufrimiento humano a través de las privaciones de una vida normal (pasó hambre y sed, se cansó en el trabajo...) y de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso. Es más, todos estamos llamados, con el sufrimiento y la mortificación voluntaria, a completar en nuestro cuerpo la Pasión de Jesús 5.

    La fe en esta participación misteriosa de la Cruz lleva consigo «la certeza interior de que el hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas.

    Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...) precisamente el sufrimiento (...) es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención» 6.

    En nosotros está colaborar con generosidad con Cristo al aceptar con amor el dolor, las contrariedades, las dificultades normales de la vida, la enfermedad... que El permite para nuestra santificación personal y la de toda la Iglesia. El dolor tiene entonces sentido y nos convertimos en verdaderos colaboradores del Señor en la obra de la salvación de las almas y, si participamos de sus sufrimientos en la tierra, compartiremos un día su gloria y de este modo la obra de nuestra santificación será completa 7.


    II. El árbol de la Cruz está lleno de frutos. Los sufrimientos nos ayudan a estar más desprendidos de los bienes de la tierra, de la salud... «Deus meus
    et omnia!», ¡Mi Dios y mi todo! 8, exclamaba San Francisco de Asís. Teniéndole a Él no perdemos gran cosa. Por el contrario, «¡dichoso quien pueda decir de todo corazón: Jesús mío, Tú solo me bastas!» 9.

    Las tribulaciones son una gran oportunidad de expiar mejor nuestras faltas y pecados de la vida pasada. Enseña San Agustín que, especialmente en esas ocasiones, el Señor actúa como médico para curar las llagas que dejaron los pecados y emplea el medicamento de las tribulaciones 19. Las dificultades y dolores que padecemos nos mueven a recurrir con más prontitud y constancia a la misericordia divina: En su angustia me buscarán 11, dice el Señor por boca del Profeta Oseas. Y Jesús nos invita a que vayamos a El en esas situaciones difíciles: Venid a Mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré 12. ¡Tantas veces hemos experimentado este alivio! Verdaderamente, Él es nuestro refugio y nuestra fortaleza 13 en medio de todas las tempestades de la vida, es el puerto donde hemos de acudir presurosos.

    Las contrariedades, la enfermedad, el dolor... nos dan ocasión de practicar muchas virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con la voluntad divina...) y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. «Al pensar en todo lo de tu vida que se quedará sin valor, por no haberlo ofrecido a Dios, deberías sentirte avaro: ansioso de recogerlo todo, también de no desaprovechar ningún dolor. —Porque, si el dolor acompaña a la criatura, ¿qué es sino necedad el desperdiciarlo?» 14. Y existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente... No dejemos que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.

    El dolor llevado con sentido cristiano es un gran medio de santidad. Nuestra vida interior necesita también de contradicciones y de obstáculos para crecer. San Alfonso Mª de Ligorio afirmaba que así como la llama se aviva al contacto del aire, así el alma se perfecciona al contacto de las tribulaciones 15. Incluso las tentaciones ayudan a progresar en el amor al Señor. Fiel es Dios, quien no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas; antes bien, junto con la tentación os dará también la ayuda para soportarla t6. Y la prueba sobrellevada junto al Señor nos atrae nuevas gracias y bendiciones.
     

    III. Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien siempre encontraremos consuelo y ayuda. Como el Salmista, también nosotros podremos decir: Clamé al Señor en mi congoja, y me escuchó 17, pues carecemos de fuerza frente a esa gran multitud que senos viene encima, y no sabemos qué hacer; mas en Ti tenemos puestos nuestros ojos 18. En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio. A Él es a quien primero debemos acudir con serenidad para no tener que oír las palabras que un día dirigió el Maestro a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? 19. «¡Oh, válgame Dios! —exclamaba Santa Teresa—. Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones!» 26. Pidamos siempre ese «ánimo» a Jesús cuando se haga presente el dolor o la tribulación.

    Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. «Con tan buen amigo presente —nuestro Señor Jesucristo—, con tan buen capitán, que se puso el primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero» 21. Con El, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de las dificultades, como hicieron los santos. Abundantes ejemplos nos han dejado.

    El Señor nos enseñará también a ver las pruebas y las penas con más objetividad, para no dar importancia a lo que de hecho no la tiene y para no inventarnos penas que, por falta de humildad. crea la imaginación, o bien aumentarlas de volumen cuando, con un poco de buena voluntad, podemos sobrellevarlas sin darles la categoría de drama o de tragedia.

    Al terminar nuestra oración acudimos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las dificultades que hayamos de padecer, o que estemos pasando en estos días. «"Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!" —invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.

    »—Y pídele —para cada alma— que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada» 22.

    i Lc 14, 27. — 2 Lc 9, 23. -- 3 Rom 8, 22. — i / Pdr 4, 12. — 5 Cfr. Col 1, 24. — 6 JUAN PABLO II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-11-1984, 27. — 7 Cfr. A. TANQUEREY, La divinización del sufrimiento, pp. 20-21. — 9 SAN FRANCISCO DE Asís, Opúsculos, Pedeponti, 1739, vol. 1, p. 20. 9 SAN ALFONSO Me. DE LIGORIO, Sermones abreviados, 43, 1, en Obras ascéticas de..., vol. II, p. 822. — 10 Cfr. SAN AGUSS ÍN, Comentario a los Salmos, 21, 2, 4. — 11 Os6,1.12 Mt 11, 28.—13 Sal 45,2.—14 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 997. — 15 SAN ALFONSO Me DE LIGORIO, o. c., p. 823. — 16 / Cor 10, 13. — 17 Sal 119, 1. --'9 2 Par 20, 12. — 19 Mt 14, 31. — 20 SANTA TERESA, Fundaciones, 3, 4. — 21 IDEM, Vida, 22. — 22 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 258.

     

    31ª SEMANA. JUEVES


    70.
    AMIGO DE LOS PECADORES

  • Son los enfermos quienes tienen necesidad de médico. Jesús ha venido a curarnos.


  • I. Leemos en el Evangelio de la Misa 1 que publicanos y pecadores se acercaban a Cristo para oírle.
    Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos.

    Meditando la vida del Señor podemos ver con claridad cómo toda ella manifiesta su absoluta impecabilidad. Más aún, Él mismo preguntará a quienes le acusan: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?2, y «durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra pecado, comenzando por Satanás, que es padre de la mentira... (cfr. Jn 8, 44)»3.

    Esta batalla de Jesús contra el pecado y contra sus raíces más profundas no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por «pecadores» o lo eran de verdad. Así nos lo muestra el Evangelio en muchos pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publicanos y de pecadores 4. Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa Él mismo se invitó: Zaqueo, baja pronto —le dice—, porque hoy me hospedaré en tu casa 5. El Señor no se aleja, sino que va en busca de los más distanciados. Por eso acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios. San Marcos nos indica cómo después del llamamiento de Mateo, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y con sus discípulos 6. Y cuando los fariseos murmuran de esta actitud, Jesús responde: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... 7. Aquí, sentado con estos hombres que parecen muy alejados de Dios, se nos muestra Jesús entrañablemente humano. No se aparta de ellos; por el contrario, busca su trato. La manifestación suprema de este amor por quienes se encuentran en una situación más apurada tuvo lugar en el momento de dar su vida por todos en el Calvario. Pero en este largo recorrido hasta la Cruz, su existencia es una manifestación continua de interés por cada uno, que se expresa en estas palabras conmovedoras: El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino a servir... 8. A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para recibir la doctrina del Reino, y a quienes parecen endurecidos para la Palabra divina.

    La meditación de hoy nos debe llevar a aumentar nuestra confianza en Jesús cuanto mayores sean nuestras necesidades; especialmente si en alguna ocasión sentimos con fuerza la propia flaqueza: Cristo también está cercano entonces. De igual forma, pediremos con confianza por aquellos que están alejados del Señor, que no responden a nuestro desvelo por acercarlos a Dios y que aun parece que se distancian más. «¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío —exclama Santa Teresa—: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad!» 9.
     

    II. Jesucristo andaba constantemente entre las turbas, dejándose asediar por ellas, aun después de caída ya la noche 10, y muchas veces ni siquiera le permitían un descanso 11. Su vida estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres 12, con un amor tan grande que llegará a dar la vida por todos 13. Resucitó para nuestra justificación 14; ascendió a los Cielos para prepararnos un lugar 15; nos envía su Espíritu para no dejarnos huérfanos 16. Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta misericordia supera cualquier cálculo y medida humana; es «lo propio de Dios, y en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia» 17.

    El Evangelio de la Misa continúa con esta bellísima parábola, en la que se expresan los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento; y al llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido. «La suprema misericordia —comenta San Gregorio Magno— no nos abandona ni aun cuando lo abandonamos» 18. Es el Buen Pastor que no da por definitivamente perdida a ninguna de sus ovejas.

    Quiere expresar también aquí el Señor su inmensa alegría, la alegría de Dios, ante la conversión del pecador. Un gozo divino que está por encima de toda lógica humana: Os digo que así también habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, como un capitán estima más al soldado que en la guerra, habiendo vuelto después de huir, ataca con más valor al enemigo, que al que nunca huyó pero tampoco mostró valor alguno, comenta San Gregorio Magno; igualmente, el labrador prefiere mucho más la tierra que, después de haber producido espinas, da abundante mies, que la que nunca tuvo espinas pero jamás dio mies abundante 19. Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de pequeños fracasos en esas metas en las que estamos necesitados de conversión: luchar por superar las asperezas del carácter; optimismo en toda circunstancia, sin dejarnos desalentar, pues somos hijos de Dios; aprovechamiento del tiempo en el estudio, en el trabajo, comenzando y terminando a la hora prevista, dejando a un lado llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; empeño por desarraigar un defecto; generosidad en la mortificación pequeña habitual... Es el esfuerzo diario para evitar «extravíos» que, aunque no gravemente, nos alejan del Señor.

    Siempre que recomenzamos, cada día, nuestro corazón se llena de gozo, y también el del Maestro. Cada vez que dejamos que El nos encuentre somos la alegría de Dios en el mundo. El Corazón de Jesús «desborda de alegría cuando ha recobrado el alma que se le había escapado. Todos tienen que participar en su dicha: los ángeles y los escogidos del Cielo, y también deben alegrarse los justos de la tierra por el feliz retorno de un solo pecador» 20. Alegraos conmigo..., nos dice. Existe también una alegría muy particular cuando hemos acercado a un amigo o a un pariente al sacramento del perdón, donde Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos.

    Señor —canta un antiguo himno de la Iglesia—, has quedado extenuado, buscándome: / / ¡Que no sea en vano tan grande fatiga!2!.


    III. Y cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento...

    Jesucristo sale muchas veces a buscarnos. Él, que puede medir en toda su hondura la maldad y la esencia de la ofensa a Dios, se nos acerca; El conoce bien la fealdad del pecado y su malicia, y sin embargo «no llega iracundo: el Justo nos ofrece la imagen más conmovedora de la misericordia (...). A la Samaritana, a la mujer con seis maridos, le dice sencillamente a ella y a todos los pecadores: Dame de beber (Jn 3, 4-7). Cristo ve lo que ese alma puede ser, cuánta belleza —la imagen de Dios allí mismo—, qué posibilidades, incluso qué "resto de bondad" en la vida de pecado, como una huella inefable, pero realísima, de lo que Dios quiere de ella» 22.

    Jesucristo se acerca al pecador con respeto, con delicadeza. Sus palabras son siempre expresión de su amor por cada alma. Vete y no peques más 23, advertirá solamente a la mujer adúltera que iba a ser apedreada. Hijo mío, ten confianza, tus pecados te son perdonados 24, dirá al paralítico que, tras incontables esfuerzos, había sido llevado por sus amigos hasta la presencia de Jesús. A punto de morir, hablará así al Buen Ladrón: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso 25. Son palabras de perdón, de alegría y de recompensa. ¡Si supiéramos con qué amor nos espera Cristo en cada Confesión! ¡Si pudiéramos comprender su interés en que volvamos!

    Es tanta la impaciencia del Buen Pastor que no espera a ver si la oveja descarriada vuelve al redil por su cuenta, sino que sale él mismo a buscarla. Una vez hallada, ninguna otra recibirá tantas atenciones como ésta que se había perdido, pues tendrá el honor de ir a hombros del pastor. Vuelta al redil y «pasada la sorpresa, es real ese más de calor que trae al rebaño, ese bien ganado descanso del pastor, hasta la calma del perro guardián, que sólo alguna vez, en sueños, se sobresalta y certifica. despierto, que la oveja duerme más acurrucada aún, si cabe, entre las otras» 26. Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador arrepentido son abrumadores.

    Su perdón no consiste sólo en perdonar y olvidar para siempre nuestros pecados. Esto sería mucho; con la remisión de las culpas renace además el alma a una vida nueva, o crece y se fortalece la que ya existía. Lo que era muerte se convierte en fuente de vida; lo que fue tierra dura es ahora un vergel de frutos imperecederos.

    Nos muestra el Señor en este pasaje del Evangelio el valor que para El tiene una sola alma, pues está dispuesto a poner tantos medios para que no se pierda, y su alegría cuando alguno vuelve de nuevo a su amistad y a su cobijo. Y este interés es el que hemos de tener para que los demás no se extravíen y, si están lejos de Dios, para que vuelvan.

    1 Lc 15, 1-10. -2 Jn 8, 46. -3 JUAN PABLO II, Audiencia general 10-1I-1988. — 4 Cfr. Mt 11, 18-19. — ! Cfr. Lc 19, 1-10. — ` Cfr. Mc 2, 13-15. — 7 Cfr. Mc 2, 17. — 0 Mc 10, 45. — 9 SANTA TERESA, Exclamaciones, n. 8. — 10 Cfr. Mc 3, 20. — 11 Cfr. ibidem. — 12 Cfr. Ga12, 20. — 13 Cfr. Jn 13, I. — U Cfr. Rom 4, 25. —!S Cfr. Jn 14, 2. — 10 Cfr. Jn 14, 18. — 17 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. — 19 SAN GREGORIO MAGNO, Homilía 36 sobre los Evangelios. — 19 Cfr. [DEM. Homilía 34 sobre los Evangelios, 4. — G. CHEVROT, El Evangelio al aire libre, pp. 84-85. — 21 Himno Dies irae. — 22 F. SOPEÑA, La Confesión, pp. 28-29. — 21 Jn 8, 11. — 24 Mt 9, 2. — 25 Lc 24, 43. — 20 F. SOPEÑA, o. C., p. 36.

     

    31ª SEMANA. VIERNES


    71. REZAR POR LOS DIFUNTOS

  • La ayuda a las almas del Purgatorio, una verdad vivida en la Iglesia desde los primeros tiempos.


  • I.
    En este mes de noviembre la Iglesia, como buena Madre, multiplica los sufragios por las almas del Purgatorio y nos invita a meditar sobre el sentido de la vida a la luz de nuestro fin último: la vida eterna, a la que nos encaminamos deprisa.

    La liturgia nos recuerda que a las almas que se purifican en el Purgatorio llega el amor de sus hermanos de la tierra, que se puede merecer por ellas y acortar esa espera del Cielo. La muerte no destruye la comunidad fundada por el Señor, sino que la perfecciona. La unión en Cristo es más fuerte que la separación corporal, porque el Espíritu Santo es un poderoso vínculo de unión entre los cristianos. Hasta ellos fluye el amor y la fidelidad de los que peregrinan por la tierra llevándoles alegría y acortando ese poco espacio que todavía les separa de la bienaventuranza eterna; y esto, aunque no se intente expresamente. Si se quiere conscientemente, esa corriente de amor y alegría hacia ellos es mayor aún'.

    En la Liturgia de las Horas 2 leemos hoy la narración de una batalla que los israelitas ganaron con la ayuda divina. Al día siguiente de la victoria, cuando Judas Macabeo mandó recoger los cuerpos de los soldados caídos en la lucha, se descubrió que habían muerto aquellos que entre sus ropas llevaban objetos consagrados a los ídolos de los pueblos vecinos. Al ver esto, todos bendijeron al Señor, justo Juez, que descubre las cosas ocultas. Judas Macabeo mandó entonces hacer una colecta, y recogieron dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado. Porque —concluye eI autor sagrado— obra santa y piadosa es orar por los difuntos (...), para que sean absueltos de sus pecados.

    Innumerables epitafios y muchos textos atestiguan que la Iglesia, desde los primeros tiempos, «conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos» 3, con el pleno convencimiento de que podía aliviar las penas de las almas del Purgatorio. Pues «si los hombres de Matatías expiaron con oblaciones los crímenes de aquellos que cayeron en el combate después de haber obrado impíamente —comenta San Efrén—, ¡cuánto más los sacerdotes del Hijo expían, con santas ofrendas y la oración de su boca, los pecados de los difuntos!» 4.

    Tanto arraigó entre los primeros cristianos la costumbre de pedir por los difuntos que muy pronto se estableció un lugar fijo dentro de la Misa para recomendarlos a Dios, incluso por sus nombres: acuérdate, Señor, de tus hijos N. y N., que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, te rogamos les concedas el lugar del consuelo, de la luz y de la paz. En otra Plegaria Eucarística podemos leer: Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro 5. Estos términos empleados en la liturgia de la Misa provienen muy probablemente de los epitafios de los sepulcros de las catacumbas: «con el signo de la fe», «con el sueño de los justos», «lugar de refrigerio», son fórmulas que se encuentran en los cementerios romanos de los primeros siglos y en las Actas de los Mártires 6.

    Esta verdad —la de poder interceder por quienes nos precedieron—, admitida desde siempre por el pueblo cristiano, fue declarada solemnemente como verdad de fe 7.

    Nosotros, mientras hacemos este rato de meditación, podemos recordar a esas personas que ya han muerto y que siguen estando unidas a nosotros por fuertes vínculos. Examinemos hoy cómo es nuestra oración por ellos. No olvidemos que se trata de una gran obra de misericordia muy grata al Señor.


    II. ¡Oh Dios!, Tú eres mi Dios, yo te busco desde el amanecer; mi alma tiene sed de Ti, mi carne languidece junto a Ti, como tierra árida y seca, sin agua 8. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo iré y compareceré ante la faz de Dios?9. A las almas del Purgatorio se les puede aplicar con especial fuerza esta necesidad y deseo del autor sagrado.

    Los pecados llevan consigo un doble desorden. En primer lugar, está la ofensa a Dios, que acarrea para el alma lo que los teólogos llaman reato de culpa, la enemistad y alejamiento de Dios que, si se trata de un pecado mortal, supone una desviación radical del alma respecto al fin para el que ha sido creada, y se hace merecedora de la privación eterna de Dios. Esa culpa, en el caso de los pecados cometidos después del Bautismo, se perdona en la Confesión sacramental.

    Además, y en la medida en que el pecado significa una conversión hacia las criaturas, provoca un desorden que alcanza al propio pecador, que trunca su propia realización personal, y a los otros fieles, a los que está unido íntimamente por la Comunión de los Santos, y a los que perjudica y ofende, pues, ciertamente, «el pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud» 10; pero además, «el alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero» 11 Estas consecuencias del pecado personal es lo que se llama reato, o resto, de pena, que subsiste ordinariamente incluso después de la absolución sacramental, y que ha de repararse en esta vida con el cumplimiento de la penitencia impuesta en la Confesión, de otras buenas obras, o mediante las indulgencias concedidas por la Iglesia. El alma que sale de este mundo sin la suficiente reparación, o con pecados veniales y faltas de amor a Dios, deberá purificarse en el Purgatorio 12, pues en el Cielo no puede entrar nada sucio 13. Allí satisfacen por sus culpas y manchas, sin merecimiento alguno —con la muerte termina el tiempo de merecer—, sin aumento de su amor a Dios.

    En el Purgatorio, junto a un dolor inimaginable, existe también una gran alegría, porque las almas allí detenidas se saben confirmadas en gracia y, por tanto, destinadas a la felicidad eterna. Nosotros podemos merecer y ayudar a las almas que se preparan para entrar en el Cielo, principalmente con la Santa Misa, lo más grande que —unidos a Cristo— podemos ofrecer a Dios Padre en este mundo. La Iglesia, al conmemorar cada año a todos los fieles difuntos, se acuerda, especialmente a lo largo de este mes de noviembre, de esos hijos suyos que aún no pueden participar plenamente de la bienaventuranza eterna, y alienta al frecuen

    te ofrecimiento del Santo Sacrificio por ellos, concede especiales indulgencias aplicables a estas almas y mueve a todos a que colaboren en una obra de misericordia que da sus frutos más allá del mundo terreno. El Señor ha querido que cualquier obra buena realizada en estado de gracia pueda ayudar a los difuntos y alcanzar un premio ante El; y estos méritos pueden ser aplicados por los difuntos del Purgatorio, a modo de sufragio, de ayuda. Así, la recepción de los sacramentos, especialmente de la Comunión, el Santo Rosario, el ofrecimiento de la enfermedad, del dolor, de las contrariedades de cada día. Entre estas obras disponemos cada jornada de un gran instrumento de ayuda a nuestros hermanos difuntos: el trabajo o el estudio, hechos a conciencia, con perfección humana y sentido sobrenatural.

    III. Particular importancia en la ayuda que podemos prestar a las almas del Purgatorio tienen las indulgencias, plenarias o parciales, que pueden aplicarse como un sufragio; incluso algunas están previstas exclusivamente en favor de los difuntos. La Iglesia concede indulgencia parcial por muchas obras de piedad (por la oración mental, el rezo del Ángelus o del Regina Coeli; el uso de un objeto piadoso —crucifijo, cruz, rosario, escapulario, medalla— bendecido por un sacerdote, y si está bendecido por el Romano Pontífice o por un prelado se gana indulgencia plenaria en la fiesta de San Pedro y San Pablo realizando un acto de fe; lectura de la Sagrada Escritura; rezo del Acordaos; Comunión espiritual, con cualquier fórmula; todas las letanías; rezo del Adoro te devote; Salve; oración por el Papa; retiro espiritual...), y algunas las enriquece aún más, otorgándoles —con las condiciones habituales: Confesión, Comunión, oración por el Romano Pontífice— el beneficio de la indulgencia plenaria, que remite toda la pena temporal debida por los pecados. Es lo que sucede, por ejemplo, con el rezo del Rosario en familia, la práctica del Viacrucis, la media hora de oración ante el Santísimo Sacramento, la piadosa visita a un cementerio en estos primeros ocho días del mes de noviembre...

    Según enseñan Santo Tomás de Aquino 14 y otros muchos teólogos, las almas del Purgatorio pueden acordarse de las personas queridas que han dejado en la tierra y pedir por ellas, aunque ignoren —a no ser que Dios se lo quiera manifestar— las necesidades concretas de quienes aún viven en la tierra. Interceden por sus seres queridos que dejaron aquí, como nosotros rezamos por ellos aun sin saber con certeza si están en el Purgatorio o gozan ya de Dios en el Cielo. Ellas no pueden merecer, pero sí interceder, poniendo delante del Señor los méritos adquiridos aquí en la tierra; nos ayudan en muchas de las necesidades diarias, «y especialmente a los que estuvieron unidos a ellos durante esta vida» 15, a quienes más les ayudaron a alcanzar la salvación, a quienes tenían especialmente encomendados. No dejemos de acudir a ellas..., y seamos generosos en los sufragios a los que la liturgia nos mueve en este mes de modo muy particular.

    1 Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, Rialp, Madrid 1965, vol. 11, Los novísimos, p. 503. — 2 Cfr. LITURGIA DE LAS HORAS. Primera lectura. 1 Mac 9, 1-22. — 3 CoNC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 50. — 4 SAN EEREN, Testamentum, 78. — 5 MISAL ROMANO, Plegarias I y II. — 6 Cfr. F. SUÁREZ, El sacrificio del altar, Rialp, Madrid 1989, p. 208. — 7 II CONC. DE LYON, Profesión de fe de Miguel Paleólogo. Dz 464 (858). — 0 Sal 52, 1. — 9 Sal 41, 3. — 10 CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 13. — II JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Reconciliado et paenitentia, 2-XII-1984, 16. — 12 S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979, 7. — 13 Apoc 21, 27. — 14 Cfr. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 89. — 15 M. SCHMAUS, o. C., p. 507.

     

    31ª SEMANA. SÁBADO


    72. SERVIR A UN SOLO SEÑOR

  • Pertenecemos a Dios por entero.


  • 1. En la Antigüedad, el siervo se debía íntegramente a su señor. Su actividad llevaba consigo una dedicación tan total y absorbente que no cabía compartirla con otro trabajo u otro amo. Así se entienden mejor las palabras de Jesús, que leemos en el Evangelio de la Misa 1: Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye el Señor: No podéis servir a Dios y al dinero.

    Seguir a Cristo significa encaminar a Él todos nuestros actos. No tenemos un tiempo para Dios y otro para el estudio, para el trabajo, para los negocios: todo es de Dios y a Él debe ser orientado. Pertenecemos por entero al Señor y a El dirigimos nuestra actividad, el descanso, los amores limpios... Tenemos una sola vida, que se ordena a Dios con todos los actos que la componen. «La espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias» 2.

    Como el hilo sujeta las cuentas de un collar, así el deseo de amar a Dios, la rectitud de intención, dan unidad a todo cuanto hacemos. Por el ofrecimiento de obras pertenecen al Señor todas nuestras actividades de la jornada, las alegrías y las penas. Nada queda fuera del amor. «En nuestra conducta ordinaria, necesitamos una virtud muy superior a la del legendario rey Midas: él convertía en oro cuanto tocaba.

    »—Nosotros hemos de convertir —por el amor— el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno» 3.

    El quehacer de todos los días, el cuidado de los instrumentos que empleamos en el trabajo, el orden, la serenidad ante las contradicciones que se presentan, la puntualidad, el esfuerzo que supone el cumplimiento del deber... es la materia que debemos transformar en el oro del amor a Dios. Todo está dirigido al Señor, que es quien da un valor eterno a nuestras obras más pequeñas.


    II. El empeño por vivir como hijos de Dios se realiza principalmente en el trabajo, que hemos de dirigir a Dios; en el hogar, llenándolo de paz y de espíritu de servicio; y en la amistad, camino para que los demás se acerquen más y más al Señor. Con todo, en cualquier momento del día o de la noche debemos mantener ese empeño por ser, con la ayuda de la gracia, hombres y mujeres de una pieza, que no se comportan según el viento que corre o que dejan el trato con el Señor para cuando están en la iglesia o recogidos en oración. En la calle, en el trabajo, en el deporte, en una reunión social, somos siempre los mismos: hijos de Dios, que reflejan con amabilidad su seguimiento a Cristo en situaciones bien diversas: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios4, aconsejaba San Pablo a los primeros cristianos. «Cuando te sientes a la mesa —comenta San Basilio a propósito de este versículo—, ora. Cuando comas pan, hazlo dando gracias al que es generoso. Si bebes vino, acuérdate del que te lo ha concedido para alegría y alivio de enfermedades. Cuando te pongas la ropa, da gracias al que benignamente te la ha dado. Cuando contemples el cielo y la belleza de las estrellas, échate a los pies de Dios y adora al que con su Sabiduría dispuso todas estas cosas. Del mismo modo, cuando sale el sol y cuando se pone, mientras duermas y despierto, da gracias a Dios que creó y ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes al Creador» 5. Todas las realidades nobles nos deben llevar a Él.

    De la misma manera que cuando se ama a una criatura de la tierra se la quiere las veinticuatro horas del día, el amor a Cristo constituye la esencia más íntima de nuestro ser y lo que configura nuestro actuar. Él es nuestro único Señor, al que procuramos servir en medio de los hombres, siendo ejemplares en el trabajo, en los negocios, a la hora de vivir la doctrina social de la Iglesia en los diversos ámbitos de nuestra actividad, en el cuidado de la naturaleza, que es parte de la Creación divina... No tendría sentido que una persona que tratara al Señor con intimidad no se esforzara a la vez, y como una consecuencia lógica, por ser cordial y optimista, por ser puntual en su trabajo, por aprovechar el tiempo, por no hacer chapuzas en su tarea...

    El amor a Dios, si es auténtico, se refleja en todos los aspectos de la vida. De aquí que, aunque las cuestiones temporales tengan su propia autonomía y no exista una «solución católica» a los problemas sociales, políticos, etc., tampoco existan ámbitos de «neutralidad», donde el cristiano deje de serlo y de actuar como tal 6. Por eso, el apostolado fluye espontáneo allí donde se encuentra un discípulo de Cristo, porque es consecuencia inmediata de su amor a Dios y a los hombres.
     

    III. Los fariseos que escuchaban al Señor eran amantes del dinero y trataban de compaginar su amor a las riquezas y a Dios, al que pretendían servir. Por eso, se burlaban de Jesús. También hoy los hombres tratan, en ocasiones, de ridiculizar el servicio total a Dios y el desprendimiento de los bienes materiales, porque —como los fariseos—no sólo no están dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros puedan tener esa generosidad: piensan, quizá, que pueden existir ocultos intereses en quienes de verdad han escogido, en medio del mundo o fuera de él, a Cristo como único Señor 7.

    Jesús pone al descubierto la falsedad de aquella aparente bondad de los fariseos: Vosotros —les dice— os hacéis pasar por justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que parece excelso ante los hombres, es abominable delante de Dios. El Señor señala con una palabra fortísima —abominable— la conducta de aquellos hombres faltos de unidad de vida que, con la apariencia de ser fieles servidores de Dios, estaban muy lejos de El, como se reflejaba en sus obras: gustan pasear vestidos con largas túnicas y anhelan los saludos en las plazas, los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran las casas de las viudas con el pretexto de largas oraciones... 8. En realidad, poco o nada amaban a Dios; se amaban a sí mismos.

    Dios conoce vuestros corazones. Estas palabras del Señor nos deben llenar de consuelo, a la vez que nos llevarán a rectificar muchas veces la intención para rechazar los movimientos de vanidad y de vanagloria, de tal modo que nuestra vida entera esté orientada a la gloria de Dios. Agradar al Señor ha de ser el gran objetivo de todas nuestras acciones. El Papa Juan Pablo I, cuando aún era Patriarca de Venecia, escribía este pequeño cuento, lleno de enseñanzas. A la entrada de la cocina estaban echados los perros. Juan, el cocinero, mató un ternero y echó las vísceras al patio. Los perros las comieron, y dijeron: «Es un buen cocinero, guisa muy bien».

    Poco tiempo después, Juan pelaba los guisantes y las cebollas, y arrojó las mondaduras al patio. Los perros se arrojaron sobre ellas, pero torciendo el hocico hacia el otro lado dijeron: «El cocinero se ha echado a perder, ya no vale nada».

    Sin embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por este juicio, y dijo: «Es el amo quien tiene que comer y apreciar mis comidas, no los perros. Me basta con ser apreciado por mi amo» 9. Si actuamos de cara a Dios, poco o nada nos debe importar que los hombres no lo entiendan o que lo critiquen. Es a Dios a quien queremos servir en primer lugar y sobre todas las cosas. Luego resulta que este amor con obras a Dios es, a la vez, la mayor tarea que podemos llevar a cabo en favor de nuestros hermanos los hombres.

    Nuestra Madre Santa María nos enseñará a enderezar nuestros días y nuestras horas para que nuestra vida sea un verdadero servicio a Dios. «No me pierdas nunca de vista el punto de mira sobrenatural. —Rectifica la intención, como se rectifica el rumbo del barco en alta mar: mirando a la estrella, mirando a María. Y tendrás la seguridad de llegar siempre a puerto» 10.

    t Lc 16, 13-14. — 2 A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, ed., Madrid 1976, p. 113. — 3 J. EscRivÁ DE BALAGUER, Forja, n. 742. 4 1 Cor 10, 31. — 5 SAN BASILIO, Homilía in Julittam martirem. — 6 Cfr. 1. CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, Pamplona 1985, p. 335. -7 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Lc 16, 13-14. 8 Cfr. Lc 20, 45-47. 9 Cfr. A. LucIANI, Ilustrísimos señores, pp. 12 ss. — 10 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 749.