TRIGÉSIMO DOMINGO
CICLO A


55. CREADOS PARA LA ALEGRÍA


I. La Antífona de entrada de la Misa' nos invita a la alegría y nos señala el camino para encontrarla: Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro. Cuando no buscamos a Dios es imposible estar contentos. La tristeza nace del egoísmo, del afán de compensaciones, del descuido de las cosas de Dios y de las de nuestros hermanos los hombres..., de estar pendientes de nosotros mismos, en definitiva. Sin embargo, el Señor nos ha creado para la alegría. Nos quiere más alegres cuanto más cerca de Sí nos llama. Ya en el Antiguo Testamento se anuncia: No temas, tierra; alégrate y gózate porque son muy grandes las cosas que hace el Señor... Alegraos y gozaos, hijos de Sión, en el Señor, vuestro Dios, que os dará la lluvia a su tiempo y hará descender sobre vosotros la temprana y la tardía de otras veces 2.

Para nosotros los cristianos, la alegría es una verdadera necesidad. Cuando el alma está alegre se vierte hacia fuera y tiene alas para volar hacia Dios y para excederse en el servicio a los demás; un corazón alegre está más cerca de Dios, se dispone para llevar a cabo empresas grandes y es estímulo para sus hermanos. La tristeza paraliza los mejores propósitos de santidad y de apostolado, y oscurece el ambiente. Es un gran mal. Por eso, San Pablo repetía una y otra vez a los primeros cristianos: Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos 3. Por otra parte, en medio de las fuertes contradicciones que estaban padeciendo, la alegría era su fortaleza y el mejor medio para atraer a otros a la fe.

La tristeza no se origina por dificultades o sufrimientos más p menos graves, sino por dejar de mirar a Jesús. Enseña Santo Tomás que este mal del alma es un verdadero vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, y es causa de otros muchos males 4. Es como una raíz enferma que sólo produce frutos amargos. La tristeza origina muchas faltas de caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con frecuencia, que el alma no luche con prontitud en las tentaciones que provienen de la sensualidad.

«Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» 5, pues la alegría es el primer efecto del amor, y la tristeza el fruto estéril del egoísmo, de la pereza..., del desamor, en definitiva. «La tristeza mueve a la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente nos enfadamos y nos airamos por cualquier cosa; y más, hace al hombre sospechoso y malicioso, y algunas veces turba de tal modo que parece que quita el sentido y saca fuera de sí» 6. El alma entristecida cae con facilidad en el pecado y se queda sin fuerzas para el bien; es camino cierto para la derrota. Como la polilla al vestido, y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre 7.

Si alguna vez sentimos que nos ronda esta mala enfermedad del alma, o que ya se ha introducido dentro, examinemos dónde tenemos puesto el corazón. «"Laetetur cor quaerentium Dominum" —Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.

»—Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza» 8. ¡Qué difícil es estar triste —aun en medio del dolor, de la pobreza, de la enfermedad...— cuando de verdad andamos con la mirada puesta en el Señor, y somos generosos en lo que nos está pidiendo en esa situación, quizá humanamente difícil! Como San Pablo, podremos decir siempre: estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en medio de las tribulaciones 9. Si buscamos realmente al Señor en nuestra vida, nada podrá quitarnos la paz y la alegría. El dolor purificará el alma, y las mismas penas se transformarán en gozo.


II.
Laetetur cor quaerentium Dominum... que se alegren los corazones que buscan al Señor.

El Evangelio de la Misa de este domingo lo invita a la alegría, porque es una llamada al amor. El mandamiento del amor es a la vez el de la alegría, pues esta virtud «no es distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto suyo» 11. De aquí que el índice de nuestra unión con Dios venga señalado por la alegría y el buen humor que ponemos en el cumplimiento del deber, en el trato con los demás, en el modo como llevamos el dolor y las contradicciones.

Cuando los fariseos se acercaron a Jesús para preguntarle por el mandamiento principal de la ley, Jesús les respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Esto es lo que necesitamos: dirigirnos a Dios con todo lo que tenemos y somos, servir al prójimo, abrirnos a él, y olvidarnos de nosotros mismos, huir de la preocupación por estar más cómodos, dejar nuestra vanidad y el orgullo a un lado, poner la mirada lejos de nosotros..., amar.

Muchos piensan que van a ser más felices cuando pósean más cosas, cuando sean más admirados..., y se olvidan de que sólo necesitamos «un corazón enamorado». Y ningún amor puede llenar nuestro corazón, que fue hecho por Dios para alcanzar su plenitud en los bienes eternos, sin el Amor. Los demás amores limpios —los otros no son amores— adquieren su verdadero sentido cuando buscamos al Señor sobre todas las cosas. Por el contrario, ni el egoísta, ni el envidioso, ni quien tiene puesta su alma en los bienes de la tierra... gustarán de aquella alegría que prometió Jesús a los suyos 12, porque no sabrá querer, en el sentido más profundo y noble de la palabra. «Mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así, que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces» 13. Todas las dificultades y tribulaciones son llevaderas de la mano del Señor.
 

III. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte... Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza 14, rezamos al Señor con las palabras del Salmo responsorial.

En Él encontramos la seguridad y todo lo que necesitamos, también la alegría y la paz en cualquier situación por la que estemos pasando. Por eso, no dejaremos nunca de tratarlo personalmente, con intimidad, cada día. Mucho nos va en ello.

La alegría y la paz que bebemos en esa fuente inagotable que es Cristo, hemos de llevarlas a quienes Dios ha puesto más cerca de nosotros, a nuestros hogares, que no han de ser en ningún momento tristes, ni oscuros, ni tensos por las incomprensiones y los egoísmos, sino «luminosos y alegres» 15, como fue aquel donde vivió Jesús con María y José. Cuando en el lenguaje habitual se dice «esa casa parece un infierno», enseguida se nos viene a la mente un hogar sin amor, sin alegría, sin Cristo. Un hogar cristiano debe ser alegre porque en él está el Señor que lo preside, y porque ser discípulos suyos significa, entre otras cosas, vivir esas virtudes humanas y sobrenaturales a las que tan íntimamente está unida la alegría: generosidad, cordialidad, espíritu de sacrificio, simpatía, empeño por hacer la vida más amable a quienes están cerca...

Hemos de llevar esta alegría serena, resultado de tratar diariamente al Señor, a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones con los clientes, a quien nos pregunta por una dirección en una ciudad que le es desconocida... Muchos se encuentran tristes e inquietos y necesitan, ante todo, ver la alegría que el Señor nos ha dejado para ponerse ellos también en camino. ¡Cuántos han descubierto el sendero que lleva a Dios a través de la alegría cristiana, hecha vida en un compañero de trabajo, en un amigo...!

Este gozo cristiano es también el estado de ánimo necesario para el cumplimiento de las obligaciones propias. Y cuanto más elevadas sean éstas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría 16. Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (padres, sacerdotes, superiores, maestros...), mayor también la obligación de tener esa alegría para comunicarla. El rostro del Señor debía resplandecer de alegría, y su paz se manifestó incluso en su Pasión y Muerte. También en esos momentos quiso darnos ejemplo para que le imitáramos si el camino de la vida se nos hiciera cuesta arriba.

El recurso a Nuestra Madre Santa María —Causa nostrae laetitiae, Causa de nuestra alegría— nos permitirá encontrar fácilmente el camino de la paz y del gozo verdadero, si alguna vez lo perdemos. Enseguida comprenderemos que esa senda que conduce a la alegría es la misma que lleva a Dios.

1 Antífona de entrada. Sal 104, 34. — 2 loe/ 2, 21-23. — 3 Flp 4, 4 . — 4 Cfr. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4. — 5 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 795. — 6 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 1, 31, 31. 7 Prov 25, 20. — 8 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, q . 666. — 9 2 Cor 7, 4. — 10 Mt 22, 34-40. — 11 SANTO ToMÁs, o. c., 2-2, q. 28, a. 3. — 12 Cfr. ü n 16, 22. — 13 SANTA TERESA, Fundaciones, 5, 10. — 14 Salmo responsorial. Sal 17, 2-4; 47; 51. — IS Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 22. — 16 Cfr. P. A. REGGIO, Espíritu sobrenatural y buen humor, p. 24.

 

TRIGÉSIMO DOMINGO
CICLO B


56. ES CRISTO QUE PASA

  • Acudir a Jesús, siempre cercano, en nuestras flaquezas y dolencias.


  • I. Dios pasa por la vida de los hombres dando luz y alegría. La Primera lectura 1 es un grito de júbilo por la salvación del resto de Israel, por la vuelta a la tierra de sus padres desde el destierro. Retornan todos, los lisiados y enfermos, los ciegos y los cojos, que encuentran su salud en el Señor.
    Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que Yo os traeré del país del Norte... Entre ellos hay ciegos y cojos... una gran multitud retorna. Después de tantos padecimientos, el Profeta anuncia las bendiciones de Dios sobre su Pueblo. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán.

    En Jesús se cumplen todas las profecías. Pasó por el mundo haciendo el bien 2, incluso a quien no le pedía nada. En Él se manifestó la plenitud de la misericordia divina con quienes estaban más necesitados. Ninguna miseria separó a Cristo de los hombres: dio la vista a ciegos, curó de la lepra, hizo andar a los cojos y paralíticos, alimentó a una muchedumbre hambrienta, expulsó demonios..., se acercó a los que más padecían en el alma o en el cuerpo. «Éramos nosotros los que teníamos que ir a Jesús; pero se interponía un doble obstáculo. Nuestros ojos estaban ciegos (...). Nosotros yacíamos paralizados en nuestra camilla, incapaces de llegar a la grandeza de Dios. Por.eso nuestro amable Salvador y Médico de nuestras almas descendió de su altura» 3.

    Nosotros, que andamos con tantas enfermedades, «hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos» 4. Existen épocas en las que quizá vamos a experimentar con más fuerza nuestra dolencia: momentos en los que la tentación es más fuerte, o en los que sentimos el cansancio y la oscuridad interior o experimentamos con más fuerza la propia debilidad. Acudiremos entonces a Jesús, siempre cercano, con una fe humilde y sincera, como la de tantos enfermos y necesitados que aparecen en el Evangelio. Le diremos entonces al Maestro: «¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias —mejor, con nuestras miserias—, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza» 5. ¡Qué seguridad nos da Cristo cercano a nuestra vida!


    II. El Evangelio de la Misa6 nos relata el paso de Jesús por la ciudad de Jericó y la curación de un ciego, Bartimeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. El Maestro deja las últimas casas de esta ciudad y sigue su camino hacia Jerusalén. Es entonces cuando a Bartimeo le llega el ruido de la pequeña caravana que acompañaba al Señor.
    Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a gritar y a decir: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Aquel hombre que vive en la oscuridad, pero que siente ansias de luz, de claridad, de curación, comprendió que aquella era su oportunidad: Jesús estaba muy cerca de su vida. ¡Cuántos días había esperado aquel momento! ¡El Maestro está ahora al alcance de su voz! Por eso, aunque muchos le reprendían para que callase, él no les hace el menor caso y gritaba mucho más fuerte. No puede perder aquella ocasión. ¡Qué ejemplo para nuestra vida! Porque Cristo, siempre al alcance de nuestra voz, de nuestra oración, pasa a veces más cerca, para que nos atrevamos a llamarle con fuerza. Timeo —comenta San Agustín— Jesum transeuntem et non redeuntem, temo que Jesús pase y no vuelva'. No podemos dejar que pasen la gracias como el agua de lluvia sobre la tierra dura.

    A Jesús hemos de gritarle muchas veces —lo hacemos ahora en el silencio de nuestra intimidad— en una oración encendida: Jesu, Fili David, miserere mei! ¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí! Al llamarle, nos consuelan estas palabras de San Bernardo, que hacemos nuestras: «Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras El no lo sea en misericordia. Y como la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos» 8. Con esos merecimientos acudimos a El: Jesu, Fili David... Hemos de gritarle, afirma San Agustín, con la oración y con las obras que han de acompañarla9. Las buenas obras, especialmente la caridad, el trabajo bien hecho, la limpieza del alma en una Confesión contrita de nuestros pecados avalan ese clamor ante Jesús que pasa.

    El ciego, después de vencer el obstáculo de los que le rodeaban, consiguió lo que tanto deseaba. Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llaman al ciego diciéndole: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

    El Señor le había oído la primera vez, pero quiso que Bartimeo nos diese un ejemplo de insistencia en la oración, de no cejar hasta estar en presencia del Señor. Ahora ya está delante de Él. «E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea (Mc 10, 51). ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí —¡algo que yo no sabía qué era!—, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videám —Maestro, que vea— me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla (...). Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino (Mc 10, 52). Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que El nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba» 10.


    III. El Señor ha estado grande con nosotros, // y estamos alegres. // Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, / / nos parecía soñar: / / La boca se nos llenaba de risas, // la lengua de cantares. // Que el Señor cambie nuestra suerte, // como los torrentes del Negueb. // Los que sembraban con lágrimas, // cosechan entre cantares 11, leemos en el Salmo responsorial.

    Este Salmo de júbilo y de alegría recuerda la dicha de los israelitas al conocer el decreto de Ciro para la repatriación del Pueblo elegido a la tierra de sus padres y la esperanza de la reconstrucción del Templo y de la Ciudad Santa. Se cantaba en las peregrinaciones a Jerusalén, especialmente en las fiestas judías más importantes. Por eso se le llamó el Cántico de peregrinación.

    El Negueb es un desierto al sur de Palestina por el que en tiempos de lluvia bajaban torrentes de agua que lo convertían durante algún tiempo en un oasis. Así también los cautivos de Babilonia vuelven a Israel, despoblado y desierto, y piden al Señor que a su vuelta renueve la tierra, que establezca una nueva época llena de bendiciones. Aquellas lágrimas que fueron derramando se convirtieron en semillas de conversión y de arrepentimiento por los pecados pasados que motivaron el castigo. Y lo mismo que el que siembra pasa fatiga al ir echando la semilla con lágrimas, pero un día podrá volver de su campo trayendo las gavillas sembradas con dolor, así el Pueblo escogido fue sembrando lágrimas reparadoras, y vuelve ahora llevando gavillas de gozo y de liberación 12.

    Este Salmo recuerda la alegría mesiánica, a la que también hace referencia la Primera lectura. En el Evangelio del día, Bartimeo es un fruto de esa salvación que ya despunta, y que tendrá su plenitud después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La misma ceguera de Bartimeo y su pobreza fueron un motivo de su encuentro con Jesús, que compensó ampliamente todos sus anteriores pesares. La vida de este ciego fue completamente distinta: et sequebatur eum in via..., le seguía en el camino. Ahora, Bartimeo es un discípulo que sigue al Maestro. Nuestras dolencias, nuestra oscuridad quizá, pueden ser ocasión de un nuevo encuentro con Jesús, de un seguirle de un modo nuevo —más humildes, más purificados— por el camino de la vida, de convertirnos en discípulos que caminan más cerca de él. Entonces, podremos decir a muchos de parte del Señor: ¡Animo!, levántate, te llama. «En aquellos tiempos, narran los Evangelios, pasaba el Señor, y ellos, los enfermos, le llamaban y le buscaban. También ahora pasa Cristo con tu vida cristiana y, si le secundas, cuántos le conocerán, le llamarán, le pedirán ayuda y se les abrirán los ojos a las luces maravillosas de la gracia» 13.

    Domine, ut videam: Señor, que vea lo que quieres de mí. Domina, ut videam: Señora, que vea lo que tu Hijo me pide ahora, en mis circunstancias, y se lo entregue.

    Jer 31, 7-9. — 2 Cfr. Hech 10, 38. — 3 SAN BERNARDO, Sermón 1 domingo de Adviento, 78. — 4 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 193. — 5 /bi-dem, 194. — 6 Mc 10, 46-52. — 7 Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermón 88, 13. — 8 SAN BERNARDO, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 61. — 9 SAN AGUSTÍN, Sermón 349, 5. — 10 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. C., 197-198. — 11 Salmo responsorial. Sal 125, 1-6. -- 12 Cfr. D. DE LAS HERAS, Comentario ascético-teofógico sobre los Salmos, p. 325. — 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 665.

     

    TRIGÉSIMO DOMINGO
    CICLO C


    57. LA ORACIÓN VERDADERA

  • Necesidad de la oración.


  • I. La oración es, de nuevo, en este domingo el tema del Evangelio de la Misa 1. Jesús comienza la parábola del publicano y del fariseo insistiendo en que es preciso orar en todo tiempo 2. En sus enseñanzas, de lo que tal vez más nos habla el Señor —junto a la fe y a la caridad— es de la oración. De muchas maneras nos quiere decir el Maestro que la oración nos es absolutamente necesaria para seguirle y para cualquier obra que permanezca más allá de esta vida pasajera. En los comienzos de su Pontificado, el Papa Juan Pablo II declaraba: «la oración es para mí la primera tarea y como el primer anuncio; es la primera condición de mi servicio a la Iglesia y al mundo». Y añadía: «también todo creyente debe considerar siempre la oración como la obra esencial e insustituible de la propia vocación, el
    opus divinum que antecede —como en la cumbre de todo su vivir y actuar— a cualquier tarea. Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son la prueba de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa, del apostolado, de la fidelidad cristiana» 3. Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo. Nos es tan indispensable como el alimento o la respiración para la vida corporal. De aquí el empeño del demonio en que los cristianos abandonemos o descuidemos la oración, con excusas que parecen nobles.

    Pocos días antes, recordaba el Pontífice que un peligro para los sacerdotes, aun celosos, «es sumergirse de tal manera en el trabajo del Señor, que se olviden del Señor del trabajo» 4. Es un peligro para cada cristiano, pues nada vale la pena, ni siquiera el apostolado más extraordinario que se pudiera imaginar, si se hiciera a costa de nuestro trato con el Señor, pues al final todo resultaría estéril. Habríamos llevado a cabo una obra puramente humana, en la que, quizá inconscientemente, nos habríamos buscado a nosotros mismos. El remedio de ese peligro no está en abandonar el trabajo o la tarea apostólica, sino en «crear el tiempo para estar con el Señor en la oración» 5, que «hoy como ayer es imprescindible» 6.

    Examinemos hoy si la oración, el trato diario con Jesús vivifica nuestro trabajo, la vida familiar, la amistad, el apostolado... Bien sabemos que todo es distinto cuando lo hemos hablado antes con el Maestro. Es ahí «donde el Señor da luz para entender las verdades» 7. Y sin esa luz, caminamos a oscuras. Con ella, penetramos en el misterio de Dios y de la vida.
     

    II. La finalidad de la parábola que hoy leemos en el Evangelio de la Misa es distinguir la piedad auténtica de la falsa. La oración verdadera atraviesa las nubes del cielo, según leemos en la Primera lectura 8, sube siempre a Dios y baja llena de frutos.

    Antes de narrar la parábola, San Lucas se preocupa de señalar que Jesús hablaba a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás. El Señor habla de dos personajes bien conocidos por todos los oyentes: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. Enseguida nos damos cuenta de que, aunque los dos hombres se dirigieron al Templo con el mismo fin, uno de ellos no hizo oración. No habla con Dios en un diálogo amoroso, sino consigo mismo. No hay amor en su oración, ni tampoco humildad. El fariseo está de pie, da gracias por lo que hace, está satisfecho. Se compara con los demás y se considera más justo, mejor cumplidor de la Ley. Parece no necesitar de Dios.

    El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se le acercó más fácilmente. No atreviéndose a levantar los ojos al cielo, tenía ya consigo al que hizo los cielos... Que el Señor esté lejos o no, depende de ti. Ama y se acercará» 9. Y estará atentísimo, como nadie lo ha estado nunca, a todo aquello que queramos decirle. El publicano conquistó a Dios con su humildad y su confianza, pues El resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes 10, y nos enseña cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta —con la mente fija en la persona a quien hablamos—, confiada, procurando que no sea un monólogo —como la del fariseo—en el que nos demos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer...

    En la parábola late la idea de la humildad como fundamento de nuestro trato con Dios. Al quiere que acudamos a la oración como hijos pobres y necesitados siempre de su misericordia. «A Dios —enseña San Alfonso W de Ligorio— le gusta que tratéis familiarmente con Él. Tratad con Él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla» 11. Huyamos en la oración de la autosuficiencia, de la complacencia en los aparentes o posibles frutos en el apostolado, en la propia lucha ascética... y también de las actitudes negativas, pesimistas, que reflejan falta de confianza en la gracia de Dios, y que son frecuentemente manifestaciones de una soberbia oculta. La oración es siempre tiempo de alegría, de confianza y de paz.
     

    III. Preparemos con especial esmero el rato que dedicamos a la oración, «estando a solas con quien sabemos nos ama» 12, pues de ahí hemos de sacar fuerzas para santificar nuestro quehacer diario, para convertir en gracia las contradicciones diarias y para vencer todas las dificultades. Somos tan fuertes como sea de verdadero nuestro trato con el Señor. Al comenzarla «es necesario aparejar el corazón' para este santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer» 13. En esta preparación nos ayudan el ofrecimiento de nuestro trabajo al Señor a lo largo del día, las pequeñas mortificaciones, el recogimiento interior... y, en el momento en que la comenzamos, el acto de presencia de Dios, en el que nos recogemos interiormente y nos ponemos ante su mirada. Este acto de presencia de Dios será normalmente una breve oración vocal que nos introducirá en el diálogo con Dios; muchas veces, ella sola nos dará materia para ese rato de conversación con el Señor. Nos puede ayudar el recitar despacio esas palabras, con la mente atenta: Creo firmemente que estás aquí..., que me ves..., que me oyes... Le miramos y nos mira. Y ese sentirnos junto a Él ya es oración, aunque no formulemos expresamente ninguna palabra. El nos entiende y nosotros le entendemos. Le pedimos y El nos pide: más generosidad, más amor, más lucha...

    No nos preocupe si algunas veces, ¡o siempre!, no tenemos un especial sentimiento en la oración. «Para quien se empeña seriamente en hacer oración, vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no sentir nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración (...). En esos períodos, debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá darle la impresión de una cierta artificiosidad se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva» 14. Muchos días en los que, con lucha por estar con el Señor, nos había parecido que pasaba el tiempo sin sacar fruto, quizá ante Él resultó ser una oración espléndida. El Señor nos recompensa siempre con su paz y sus fuerzas para pelear todas las batallas que tengamos por delante. No dejemos nunca la oración. «No me parece otra cosa perder el camino —escribe Santa Teresa de Jesús, con su habitual claridad— sino dejar la oración» 15. En no pocas ocasiones, puede ser la tentación más grave que sufra un alma que un día decidió seguir a Cristo de cerca: abandonar ese diálogo diario con Dios porque cree que no saca fruto, porque considera más importantes otras cosas, incluso empresas apostólicas..., y nada es más importante que esa cita diaria, en la que Jesús nos espera. ((A toda costa escribe un autor espiritual— debe tomarse y cumplirse inflexiblemente la determinación de perseverar en dedicar a diario un tiempo conveniente a la oración privada. No importa si no se puede hacer más que permanecer de rodillas durante ese tiempo y combatir con absoluta falta de éxito contra las distracciones: no se está malgastando el tiempo» 16. Por el contrario, no existe tiempo mejor ganado que aquel que hemos «perdido» junto al Señor.

    Pidamos hoy ayuda a Nuestra Señora para que nos enseñe a tratar a su Hijo como Ella lo trató en Nazareth y durante su vida pública. Y hagamos el propósito de no cometer la torpeza de abandonar la oración jamás y de no consentir distracciones voluntarias en ese tiempo en el que el Señor nos mira y nos escucha con tanta atención.

    1 Lc 18, 9-14. - 2 Cfr. Lc 18. 1. 3 JUAN PARLO ll, Alocución 7-X-1979. IDEM, Alocución en Maynooth (Irlanda). 1-X-1979. 5 lbidem. ^ IDFM, Alocución en Guadalupe (México), 27-1-1979. 7 SANTA TERESA, Fundaciones, 10, 13. 8 Lelo 35, 19. 9 SAN AGusrí', Sermón 9, 21. 10 Sant 4, 6. — 11 SAN ALFONSO M^ DE LIGORIO, Cómo conversar continuar familiarmente con Dios, en Obras ascéticas de.... BAC, vol. 1, pp. 316-317. 12 SAN-TA TERESA, Vida, 8, 2. — 13 SAN PeoRO nF ALCAN CARA, Tratado de la oración y de la meditación, 1, 3. - 1J S. C. PARA LA DocTRINA DE LA FE, Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana. 15-X-1989, n. 30. 15 SANTA TERESA, Vida, 19, 5. 18 E. BOYLAN, El amor supremo, Rialp, Madrid 1954, vol II, p. 141.

     

    30ª SEMANA. LUNES


    58. MIRAR AL CIELO


    I. En el Evangelio de la Misa', San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.

    El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley 2, el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado falto de piedad , no sabe penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta —recogiendo la alusión al trabajo— señalando que, así como ellos se daban buena prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque fuera sábado, a ésta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.

    La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros hemos de meditar muchas veces estos pasajes en los que la compasiva misericordia del Señor, de la que tan necesitados andamos, se pone singularmente de relieve. «Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no sólo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.

    »Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía».

    La consideración de estas escenas del Evangelio nos debe llevar a confiar más en Jesús, especialmente cuando nos veamos más necesitados del alma o del cuerpo, cuando experimentemos con fuerza la tendencia a mirar sólo lo material, lo de abajo, y a imitarle en nuestro trato con las gentes: no pasemos nunca con indiferencia ante el dolor o la desgracia. Hagamos igual que el Maestro, que se compadece y pone remedio.
     

    II. «Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella —comenta San Agustín— son los que tienen su corazón en la tierra» 4; después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar a Dios y de ver en El la maravilla de todo lo creado. «El que está encorvado, siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué precio fue redimido» 5. Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla sólo un universo empobrecido.

    El demonio mantuvo dieciocho .años sin poder mirar al Cielo a la mujer curada por Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida 6. La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues sólo lo verán los limpios de corazón 7; esta mala tendencia «no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).

    »El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea —los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo—sólo con visión humana.

    »Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos» 8. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la sinceridad necesaria para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas que sean, y suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Él.
     

    III. La fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día corriente,. y ha de llevarnos a «organizar la vida cotidiana sobre la tierra sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras tensiones y nuestros deseos» 9.

    Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, que tienen una nueva dimensión; la razón de la cruz, del dolor y del sufrimiento; el valor sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo diario y a cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural.

    El cristiano no está cerrado en absoluto a las realidades terrenas; por el contrario, «puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios» 10, pero sólo «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)» 11. San Pablo recomendaba 'a los primeros cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima 12.

    El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente. Cuando los aprovecha para dar gracias, para solicitar ayuda y ofrecer la tarea que lleva entre manos, para pedir perdón por sus errores... Cuando, en'definitiva, no olvida que es hijo de Dios todas las horas del día y en todas las circunstancias, y no se deja envolver de tal manera por los acontecimientos, por el trabajo, por los problemas que surgen... que olvide la gran realidad que da razón a todo: el sentido sobrenatural de su vida. «¡Galopar, galopar!... ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales...

    »Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.

    »Es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente". Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el pasado...

    »Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energíal..., sin perder tu vigor y tu luz» 13.

    Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don, vivir de fe, para poder andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, con la mirada fija en El, en Jesús.

    1 LC 13, 10-17. — 2 Cfr. Ex 20, 8. — 3 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 108. — 4 SAN AGUSTÍN, Comentario al Salmo 37, 10. — 5 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 31, 8. 6 Cfr. 1 Jn 2, 16. 7 Cfr. Mt 5, 8. — 8 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. C., 56. — 9 JUAN PABLO 11, Angelus 8-XI-1979. — 1° CoNC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 37. — 11 !bidem. 12 Flp 4, 8. — 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 837.

     

    30ª. SEMANA. MARTES


    59. LA MANIFESTACIÓN DE LOS HIJOS DE DIOS


    1. En el
    Salmo II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy 1. Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo. El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito 2.

    Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza 3. Por eso, sólo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.

    Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios 4. «El Hijo de Dios se hizo hombre —explica San Atanasio— para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). El es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia» 5.

    La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre —escribe San Juan—, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos 6. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto hasta el momento presente. Y no sólo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos... 7. El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como hijo, también heredero 8.

    Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada» 9.


    II. Tú eres mi hijo.

    El Señor habló constantemente de esta realidad a sus discípulos. Unas veces directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre 10, señalándoles la santidad como imitación filial del Padre 11...; y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por la figura del padre 12.

    La filiación divina no consiste sólo en que Dios haya querido tratarnos como un padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a El con la confianza de los hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas filiaciones que en sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios, según su mayor o menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don, pero el amor de Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos suyos. Mientras aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión, nuestra filiación divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la filiación de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial 13.

    La nuestra es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De esta ((filiación natural —explica Santo Tomás— se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación» 14. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo 15. «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo» 16. «Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4, 4-7) y hermano de Cristo» 17.

    La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.

    »Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.

    »Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!» 18.
     

    III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» 19. Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus 20. Cada vez hemos de parecernos más a El. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.

    La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.

    Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.

    1 Sal 2, 7. 2 Cfr. JUAN PABLO Il, Audiencia general 16-X-1985. — 3 Cfr. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 3, q. 32, a. 3 c. — 4 Jn 1, 12-13. — 5 SAN ATANASIO, De Incarnatione contra arrianos, 8. — 6 I Jn 3, 1. — 7 Rom 8, 19-23. — 8 Gal 4, 7. — 9 J. EscRIvÁ DE BALAGUER, ES Cristo que pasa, 185. — 10 Cfr. Mt 6, 9. — 11 Cfr. Mt 5, 48. — 12 Cfr. J. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1967, voz FILIACIÓN, cols 407-412. — 13 Cfr. M' C. CALZONA, Filiación divina y cristiana en el mundo, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, EUNSA Pamplona 1987, p. 301. — 14 SANTO ToMÁS, Comentario al Evangelio de San Juan, 1, 8. — 15 Cfr. F. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, EUNSA, Pamplona 1972, p. 98. 16 JUAN PABLO 1I, Homilía 23-111-1980. — 17 IDEM, Exhort. Apost. Christiiideles laici, 30-XII-1988, 11. — 18 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vía Crucis, IX, n. 4. — 19 IDEM, Amigos de Dios, 146. — 20 Cfr. IDEM, Es Cristo que pasa, 96.

     

    30ª SEMANA. MIÉRCOLES


    60. LO ENTENDERÁS MÁS TARDE


    I.
    La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó 1. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.

    Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces Ios acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida... El tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Sólo vamos a confiar en El cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.

    Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho para el alma incluso del mal» 2. Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.


    II. En una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum... Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios 3. «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama —¡a ti solo!— más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?» 4. El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos porque no vemos más tejos. Esto nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles:
    Descargad sobre El todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros 5. No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: El jamás se equivoca. En la vida humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et fortiter 6, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa, a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho (de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y.experimentados» 7. La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor cercanía de Dios.

    Por eso, en la medida en que nos sentimos. hijos de Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento Lleno de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un "Te Deum" de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea —como lo llama el mundo— favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección» 8.
     

    III. El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad, además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo, pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria de tantos... nos llevarán a Ios cristianos, junto a otros hombres de buenä voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.

    Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que El nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.

    Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum.l, todo será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada» 9, escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.

    t Jn 13, 4 ss. — 2 F. SUÁREZ, Después, p. 208. — 3 Primera lectura. Año 1. Rom 8, 28. — i J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 929. — 6 1 Pdr 5, 8. — 6 Sab 8, 1. — 7 SAN AGUSTÍN, Sobre la conversión y la gracia, 30. — S J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, O. C., n. 609. — 9 SANTA TERESA, Fundaciones, 27, 12.

     

    30ª SEMANA. JUEVES


    61. EL AMOR DE JESÚS

  • Nuestro refugio y protección están en el amor a Dios. Acudir al Sagrario.


  • I. En el camino hacia Jerusalén, que con tanto detalle describe San Lucas, Jesús dejó escapar del fondo de su corazón esta queja hacia la Ciudad Santa que rehusó su mensaje: Jerusalén, Jerusalén..., cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas... 1. Así nos sigue protegiendo el Señor: como la gallina a sus polluelos indefensos. Desde el Sagrario, Jesús vela nuestro caminar y está atento a los peligros que nos acechan, cura nuestras heridas y nos da constantemente su Vida. Muchas veces le hemos repetido: Pie pellicane,
    Jesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero 2. En Al está nuestra salud y nuestro refugio.

    La imagen del justo que busca protección en el Señor «como los polluelos se cobijan bajo las alas de su madre» se encuentra con frecuencia en la Sagrada Escritura: Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas 3, pues Tú eres mi refugio, la torre fortificada frente al enemigo. Sea yo tu huésped por siempre en tu tabernáculo, me acogeré bajo el amparo de tus alas 4, leemos en los Salmos. El Profeta Isaías recurre a esta imagen para asegurar al Pueblo elegido que Dios lo defenderá contra los sitiadores. Así como los pájaros despliegan sus alas sobre sus hijos, así el Eterno todopoderoso protegerá a Jerusalén 5.

    Al final de nuestra vida, Jesús será nuestro Juez y nuestro Amigo. Mientras vivía aquí en la tierra, y también mientras dure nuestro peregrinar, su misión es salvarnos, dándonos todas las ayudas que necesitemos. Desde el Sagrario Jesús nos protege de mil formas. ¿Cómo podemos tener la imagen de un Jesús distanciado de las dificultades que padecemos, indiferente a lo que nos preocupa?

    Ha querido quedarse en todos los rincones del mundo para que le encontremos fácilmente y hallemos remedio y ayuda al calor de su amistad. «Si sufrimos penas y disgustos, El nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad» 6. No dejemos cada día de acompañarle. Esos pocos minutos que dure la Visita serán los momentos mejor aprovechados del día. «¡Ah!, y ¿qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?» 7.
     

    II. Nuestra confianza en que saldremos adelante en todas las pruebas, peligros y padecimientos no está en nuestra fuerzas, siempre escasas, sino en la protección de Dios, que nos ha amado desde la eternidad y no dudó en entregar a su Hijo a la muerte para nuestra salvación. El mismo Jesús se ha quedado cerca, en el Sagrario, quizá a no mucha distancia de donde vivimos o trabajamos, para ayudarnos, curar las heridas y darnos nuevos ánimos en ese camino que ha de acabar en el Cielo. Basta que nos acerquemos a El, que espera siempre. Nada de lo que nos puede ocurrir podrá separarnos de Dios, como nos enseña San Pablo en una de las lecturas de la Misa 8, pues si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará en Él todas las cosas?... ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Nada nos podrá separar de El, si nosotros no nos alejamos.

    «Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes (Cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rom 8, 31)» 9.

    Aunque el Señor permita tentaciones muy fuertes o que crezcan las dificultades familiares, y llegue la enfermedad o se haga más costoso el camino..., ninguna prueba por sí misma es lo suficientemente fuerte para separarnos de Jesús. Es más, con una visita al Sagrario más próximo, con una oración bien hecha, nos encontraremos con la mano poderosa de Dios y podremos decir: Omnia possum in eo qui me confortat 10. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Porque estoy convencido —continúa San Pablo en la Primera lectura de la Misa— de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús. Es un canto de confianza y de optimismo que hoy podemos hacer nuestro.

    San Juan Crisóstomo nos recuerda que «Pablo mismo tuvo que luchar contra numerosos enemigos. Los bárbaros le atacaban, sus propios guardianes le tendían trampas, hasta los fieles, a veces en gran número, se levantaron contra él, y sin embargo Pablo triunfó de todo. No olvidemos que el cristiano fiel a las leyes de su Dios vencerá tanto a los hombres como a Satanás mismo» 11. Si nos mantenemos muy cerca de Jesús, presente en la Eucaristía, venceremos en todas las batallas, aunque a veces parezca que perdemos... El Sagrario será nuestra fortaleza, pues Jesús se ha querido quedar para ampararnos, para ayudarnos en cualquier necesidad. Venid a Mí..., nos llama todos los días.
     

    III. La serenidad que hemos de tener no nace de cerrar los ojos a la realidad o de pensar que no tendremos tropiezos y dificultades, sino de mirar el presente y el futuro con optimismo, porque sabemos que el Señor ha querido quedarse para socorrernos.

    De las mismas pruebas de la vida resultará un gran bien, y nunca estaremos solos en las circunstancias más difíciles. Si en estas ocasiones se agradece tanto la cercanía de un amigo, ¿cómo será la paz que alcanzaremos junto al Amigo, en el Sagrario más próximo? Allí hemos de ir enseguida a encontrar el consuelo, la paz y las fuerzas necesarias. «¿Qué más queremos tener al lado que un tan buen Amigo, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo?» 12, escribe Santa Teresa de Jesús.

    Cuando ya podía vislumbrarse que iba a ser perseguido, Santo Tomás Moro fue llamado a comparecer ante el tribunal de Lambeth. Moro se despidió de los suyos, pero no quiso que le acompañaran, como era su costumbre, hasta el embarcadero. Sólo iban con él William Roper, esposo de su hija mayor y predilecta, Margaret, y algunos criados. Nadie en el bote se atrevía a romper el silencio. Al cabo de un rato, y de improviso, susurró Tomás al oído de Roper: Son Roper, 1 thank our Lord the feld is won: «Hijo mío Roper, doy gracias a Dios, porque la batalla está ganada». Roper confesaría más tarde no haber entendido bien el significado de esas palabras. Más tarde comprendió que el amor de Moro había crecido tanto que le daba esta seguridad de triunfar sobre cualquier obstáculo 13. Era la certeza del que, sabiéndose cercano a su último combate, esperaba que el Señor no le abandonaría en el momento supremo. Si nos mantenemos cerca de Jesús, si somos almas de Eucaristía, El nos cobijará, como las aves a sus polluelos, y siempre, ante los mayores obstáculos, podremos decir de antemano: la batalla está ganada.

    «¡Sé alma de Eucaristía!

    »—Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario., hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!» 14.

    Santa María, que tantas veces habló con Él aquí en la tierra y ahora le contempla para siempre en el Cielo, nos pondrá en los labios las palabras oportunas si alguna vez no sabemos muy bien qué decirle. Ella acude siempre prontamente para remediar nuestra torpeza.

    1 Lc 13, 34. 2 Himno Adoro te devote. — 3 Sal 17, 8. 4 Sal 61, 45. 5 ís 31, 5. 6 SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre el Jueves Santo. 7 SAN ALFONSO le DE LIGORIO, Visitas al Santísimo Sacramento, 1. Primera lectura. Año 1. Rom 8, 31-39. — 9 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 219. — 10 Fil 4, 13. 11 SAN JUAN CRISóSTOMO, Homilías sobre la Epístola a los Romanos, 15. — 12 SANTA TERESA, Vida, 22, 6-7. -- 13 Cfr. SANTO TotoÁS MORO, La agonía de Cristo, Rialp, Madrid 1988, Introducc., p. XXXII. — t4 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 835.

     

    30ª SEMANA. VIERNES


    62. SIN RESPETOS HUMANOS

  • Actuación clara de Jesús.


  • I. Era costumbre entre los judíos convidar a comer a quien había disertado aquel día en la sinagoga. Un sábado fue invitado Jesús a casa de uno de los principales fariseos de la ciudad'. Y le estaban espiando, le acechaban a ver en qué podían sorprenderlo. A pesar de esta situación tan poco grata, el Señor —comenta San Cirilo—«aceptaba sus convites para ser útil con sus palabras y milagros a los que asistían a ellos» 2. El Maestro no desaprovecha ninguna ocasión para redimir a las almas, y los banquetes eran una buena oportunidad para hablar del Reino de los Cielos.

    En este día, cuando ya estaban sentados a la mesa, se puso delante de El un hombre hidrópico; este hombre aprovecha probablemente una costumbre que permitía entrar a todos en la casa donde se daba un agasajo. El enfermo no dice nada, no pide nada, simplemente está delante del Médico divino. «Ésta bien podría ser nuestra postura, nuestra actitud interior: ponernos así ante Jesús. Ponernos así, con nuestra hidropesía, con nuestra miseria personal, con nuestros pecados... Ante Dios, ante la mirada compasiva de Dios. Podemos tener la absoluta seguridad de que Él nos tomará de la mano y nos curará» 3.

    Jesús, al ver al enfermo ante Él, se llena de misericordia, y le cura, a pesar de los que estaban al acecho para ver si sanaba en sábado. Actúa con claridad y no se deja llevar por respetos humanos, por lo que murmuraron aquellos que se consideraban a sí mismos como maestros e intérpretes de la Ley. Después, el Señor les hace ver que la misericordia no quebranta el sábado, y les pone un ejemplo lleno de sentido común: ¿quién de vosotros, si se le cae al pozo un burro o un buey, no lo saca enseguida en día de sábado? Y no pudieron responderle a esto, porque todos se darían buena prisa en salvarlo.

    Nuestra actitud al vivir la fe cristiana en un ambiente en el que existan recelos, falsos escándalos o simples incomprensiones por ignorancia, sin mala fe, ha de ser la misma de Jesús. Nunca debemos ser oportunistas; nuestra actitud debe ser clara, consecuente con la fe que profesamos. Muchas veces esa actuación decidida, sin tapujos ni miedos, será de una gran eficacia apostólica. Por el contrario; «asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria»'. No dejemos de manifestarnos cristianos, con sencillez y naturalidad, cuando la situación lo requiera. Nunca nos arrepentiremos de ese comportamiento consecuente con nuestro ser más íntimo. Y el Señor se llenará de gozo al mirarnos.
     

    II. Toda la vida de Jesús está llena de unidad y de firmeza. Jamás se le ve vacilar. «Ya su modo de hablar, las repetidas expresiones: Yo he venido, Yo no he venido, traducen perfectamente ese sí y ese no, consciente e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que constituye la ley de su vida (...). Jamás en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, se le ve vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás» 5. Él pide a quienes le seguimos esa voluntad firme en cualquier situación. El dejarse llevar por el respeto humano es propio de personas con una formación superficial, sin criterios claros, sin convicciones profundas, o débiles de carácter. Los respetos humanos son consecuencia de valorar más la opinión de los demás que el juicio de Dios, sin tener en cuenta las palabras de Jesús: si alguien se avergüenza de Mí y de mis palabras..., el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles 6.

    Los respetos humanos pueden venir respaldados por la comodidad de no querer llevarse un mal rato, pues es más fácil seguir la corriente; o por el miedo a poner en peligro un cargo público, por ejemplo; o por el deseo de no distinguirse de los demás, de permanecer en el anonimato. Quien sigue al Señor no debe olvidar que ha de ser como los demás buenos cristianos y que está íntimamente comprometido con Cristo y con su doctrina. «Brille el ejemplo de nuestra vida y no hagamos ningún caso de las críticas», aconsejaba San Juan Crisóstomo. «No es posible —añadía— que quien de verdad se empeñe por ser santo, deje de tener muchos que no le quieran. Pero eso no importa, pues hasta con tal motivo aumenta la corona de su gloria. Por eso, a una sola cosa hemos de atender: a ordenar con perfección nuestra propia conducta. Si hacemos esto, conduciremos a una vida cristiana a los que andan en tinieblas» 7, y seremos el apoyo firme para muchos que vacilan. Una vida coherente con las propias convicciones atrae profundamente a muchos y merece el respeto de todos. Muchas veces es el camino del que Dios se vale para atraer a otros a la fe. El buen ejemplo siempre deja una buena semilla sembrada que, más o menos pronto, dará su fruto. «Y esto de hacer uno —advierte Santa Teresa— lo que ve resplandecer de virtud en otro pégase mucho. Éste es un buen aviso; no se os olvide» 8.

    Es cierto que cualquier persona tiende a rehuir las actuaciones que le acarrearían cierto desprecio o burla de amigos, compañeros de trabajo, colegas..., o sencillamente la incomodidad de ir contra corriente. Pero también es bien cierto que el amor a Cristo, ¡a quien tanto debemos!, nos ayuda a superar esa tendencia, para recuperar la «libertad de los hijos de Dios» que nos lleva a movernos con soltura y sencillez, como buenos cristianos, en los ambientes más adversos.
     

    III. Los cristianos de la primera hora actuaron con esa valentía propia de quien tiene fundamentada su vida en un cimiento firme. José de Arimatea y Nicodemo, que habían sido discípulos menos conocidos de Jesús a la hora de los milagros, no tuvieron reparo en presentarse ante el Procurador romano y hacerse cargo del Cuerpo muerto del Señor: «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo —"audacter"— con audacia, a la hora de la cobardía» 9. De modo semejante se comportaron los Apóstoles ante la coacción del Sanedrín y ante las persecuciones posteriores, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios 10. No olvidemos que para muchos será una necedad el mantener firmes los vínculos de la fidelidad matrimonial, el no participar en negocios rentables poco honestos, la generosidad en el número de hijos, que llevará a algunas privaciones económicas, el ayuno, la abstinencia, la mortificación corporal (¡que tanto ayuda al alma a entenderse con Dios!)... San Pablo afirma que nunca se avergonzó del Evangelio 11, y así se lo aconseja vivamente a Timoteo: porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. Así, pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el evangelio con fortaleza de Dios 12.

    El Señor, cuando se encuentra con aquel hombre enfermo en casa del fariseo que le ha invitado, no deja de curarlo, a pesar de que era sábado y de las críticas que resultarían del milagro. En medio de aquel ambiente hostil, lo cómodo hubiera sido esperar otra situación, otro día de la semana. Nos enseña hoy a nosotros a llevar a cabo lo que debamos hacer, con independencia del «qué dirán», de los comentarios adversos que quizá provoquen nuestras palabras o nuestra actuación. Una cosa debe importarnos ante todo: el juicio de Dios en aquella situación. La opinión de los demás, muy en segundo lugar. Si alguna vez debemos callar u omitir una obra ha de ser porque así lo dicta la verdadera prudencia, y no la cobardía y el miedo a sufrir una contrariedad. ¿Qué menos podemos padecer por Quien sufrió por nosotros la muerte, y muerte de Cruz?

    ¡Qué bien tan grande haremos a los demás si nuestra vida es coherente con nuestros principios cristianos! ¡Qué alegría la del Señor cuando nos vea como verdaderos discípulos suyos, que no se esconden ni se avergüenzan de serlo! Pidamos a Nuestra Señora la firmeza que Ella tuvo al pie de la Cruz, junto a su Hijo, cuando las circunstancias eran tan hostiles y dolorosas.

    Lc 14, 1-6. — 2 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, en Catena Aurea, vol. VI, p. 160. — 3 I. DOMÍNGUEZ, El tercer Evangelio, Rialp, Madrid 1989, p. 205. — 4 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 36. — S K. ADAM, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, pp. 94-95. — 6 Mc 8, 38. 7 SAN JUAN CRISóSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 15, 9. — 8 SANTA TERESA, Camino de perfección, 7; 8. — 9 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 841. — 10 I Cor 1, 18-19. — 11 Cfr. Rom 1, 16. — 12 2 Tim 1, 7-8.

     

    30ª SEMANA. SÁBADO


    63. EL MEJOR PUESTO

  • Los primeros puestos.

  •  Humildad de María.

  • Frutos de la humildad.


  • I. Todos los días son buenos para hacer un rato de oración junto a la Virgen, pero en éste, el sábado, son muchos los cristianos de todas las regiones de la tierra que procuran que la jornada transcurra muy cerca de María. Nos acercamos hoy a Ella para que nos enseñe a progresar en esa virtud fundamento de todas las demás, que es la humildad, pues ella «es la puerta por la que pasan las gracias que Dios nos otorga; es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten y sean agradables a Dios. Finalmente, Ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir un corazón humilde» 1. Es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ensalzarla.

    El Evangelio de la Misa 2 nos refiere que Jesús fue invitado a un banquete. En la mesa, como también ocurre frecuentemente en nuestros días, había lugares de mayor honor. Los invitados, quizá un tanto atropelladamente, se dirigían a estos puestos más considerados. Jesús lo observaba. Quizá cuando ya estaba terminando la comida, en los momentos en los que la conversación se hace más reposada, el Señor les dice: Cuando seas invitado a una boda, no te sientes en el primer puesto... Al contrario..., ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

    Jesús se situaría probablemente en un lugar discreto o donde le indicó el que le había invitado. Él sabe estar, y a la vez se da cuenta de aquella actitud poco elegante, también desde el punto de vista humano, que adoptan los comensales. Estos, por otra parte, se equivocaron radicalmente porque no supieron darse cuenta de que el mejor puesto se encuentra siempre al lado de Jesús. Por llegar hasta allí, junto al Señor, es por lo que debieron porfiar. En la vida de los hombres se observa no pocas veces una actitud parecida a la de aquellos comensales: ¡cuánto esfuerzo para ser considerados y admirados, y qué poco para estar cerca de Dios! Nosotros pedimos hoy a Santa María, en este rato de oración y a lo largo del día, que nos enseñe a ser humildes, que es el único

    modo de crecer en amor a su Hijo, de estar cerca de El. La humildad conquista el Corazón de Dios. «"Quia respexit humilitatem ancillae suae" —porque vio la bajeza de su esclava...

    »—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!

    »Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda» 3.


    II. La Virgen nos enseña el camino de la humildad. Esta virtud no consiste esencialmente en reprimir los impulsos de la soberbia, de la ambición, del egoísmo, de la vanidad..., pues Nuestra Señora no tuvo jamás ninguno de estos movimientos y fue adornada por Dios en grado eminente con esta virtud. El nombre de
    humildad viene del latín humus, tierra, y significa, según su etimología, inclinarse hacia la tierra. La virtud de la humildad consiste esencialmente en inclinarse ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas 4, reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Las almas santas «sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios, y reconocer prácticamente que El solo es grande, y que en comparación de la suya, todas las grandezas humanas están vacías de verdad, y no son sino mentira» 5. Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas aspiraciones de la criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas alas, les abre horizontes más amplios.

    Cuando Nuestra Señora es elegida para ser Madre de Dios, se proclama enseguida su esclava 6. Y en el momento en que escucha la alabanza de que es bendita entre todas las mujeres 7 se dispone a servir a su prima Isabel. Es la llena de gracia 8, pero guarda en su intimidad la grandeza que le ha sido revelada. Ni siquiera a José le desvela el misterio; deja que la Providencia lo haga en el momento oportuno. Llena de una inmensa alegría canta las maravillas que le han sucedido, pero las atribuye al Todopoderoso. Ella, de su parte, sólo ha ofrecido su pequeñez y su querer 9. «Se ignoraba a sí misma. Por eso, a sus propios ojos no contaba. No vivió pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de su voluntad. Por eso podía medir el alcance de su propia bajeza, de su, a la vez, desamparada y segura condición de criatura, sintiéndose incapaz de todo, pero sostenida por Dios. La consecuencia fue el entregarse, el vivir para Dios» 10. Nunca buscó su propia gloria, ni aparentar, ni primeros puestos en los banquetes, ni ser considerada, ni recibir halagos por ser la Madre de Jesús. Ella sólo buscó la gloria de Dios.

    La humildad se funda en la verdad, en la realidad; sobre todo en esta certeza: es infinita la distancia que existe entre la criatura y su Creador. Cuanto más se comprende esta distancia y el acercamiento de Dios con sus dones a la criatura, el alma, con la ayuda de la gracia, se hace más humilde y agradecida. Cuanto más elevada está una criatura más comprende este abismo; por eso la Virgen fue tan humilde. Ella, la Esclava del Señor, es hoy la reina del Universo. En Ella se cumplieron de modo eminente las palabras de Jesús al final de la parábola: el que se humilla, el que ocupa su lugar ante Dios y ante los hombres, será ensalzado. El que es humilde oye siempre a Jesús que le dice: amigo, sube más arriba. «Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de Dios, ¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor» 11
     

    III. La humildad nos hará descubrir que todo lo bueno que existe en nosotros viene de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: Mi sustancia es como nada delante de Ti, Señor 12, exclama el Salmista. Lo específicamente nuestro es la flaqueza y el error. A la vez, nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la pusilanimidad o la mediocridad. Lejos de apocarse, el alma humilde se pone en las manos de Dios, y se llena de alegría y de agradecimiento cuando Dios quiere hacer cosas grandes a través de ella. Los santos han sido hombres magnánimos, capaces de grandes empresas para la gloria de Dios. El humilde es audaz porque cuenta con la gracia del Señor, que todo lo puede; acude con frecuencia a la oración —es muy pedigüeño—, porque está convencido de la absoluta necesidad de la ayuda divina; es agradecido, con Dios y con sus semejantes, porque es consciente de las muchas ayudas que recibe; tiene especial facilidad para la amistad y, por tanto, para el apostolado... Y aunque la humildad es el fundamento de todas las virtudes, lo es de modo muy particular de la caridad: en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos, podemos preocuparnos de los demás y atender sus necesidades. Alrededor de estas dos virtudes se encuentran todas las demás. «Humildad y caridad son las virtudes madres —afirma San Francisco de Sales—; las otras las siguen como polluelos a su clueca» 13. La soberbia, por el contrario, es la «raíz y madre» de todos los pecados, incluso de los capitales 14, y el mayor obstáculo que el hombre puede poner a la gracia.

    La soberbia y la tristeza andan con frecuencia de la mano 15, mientras que la alegría es patrimonio del alma humilde. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella —a Santa María—, y así nos pareceremos más a Cristo» 16.

    1 SANTO CURA DE ARS, Sermón para el Domingo décimo después de Pentecostés. 2 Lc 14, 1; 7-11. -- 3 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, SurCO, n. 289. -- 4 Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 670. — 5 /bidem. — 6 Cfr. Lc 1, 38. — ' Le 1, 42. -9 Lc 1, 28. — 9 Cfr. Lc 1, 47-49. — 19 F. SUÁREZ, La Virgen Nuestra Señora, pp. 138-139. — II A. OROZCO, Mirar a Maria, Rialp, Madrid 1981, p. 238. — 12 Sal 38, 6. 13 SAN FRANCISCO DE SALES, Epistolario, fragm. 17, en Obras selectas de..., BAC, Madrid 1953, p. 651. — 14 SANTO ToMÁs, Suma Teológica, 2-2, q. 162, aa. 7-8. — 15 Cfr. CASIANO, Colaciones, 16. — 16 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 109.