VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO
CICLO A


28. EN LA VIÑA DEL AMADO


I.
La liturgia de la Misa, a través de una de las más bellas alegorías, nos habla del amor de Dios por su pueblo y de la falta de correspondencia de éste. La Primera lectura 1 recoge la llamada canción de la viña y describe a Israel como una plantación de Dios, llena de todos los cuidados posibles. Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de sus amores. Tenía mi amado una viña en un fértil collado. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre, e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones. Puesta en el mejor lugar, con los mejores cuidados, lo normal era que diera buenos frutos, pero la viña produjo uvas agrias. Ahora, pues, vecinos de Jerusalén y varones de Judá —continúa el Profeta—, juzgad entre mi viña y yo. ¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no lo hiciera? ¿Cómo esperando que diera uvas, dio agrazones?

Palestina era un lugar rico en viñedos, y los profetas del Antiguo Testamento recurrieron con frecuencia a esta imagen, tan conocida por todos, para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón 2: Yo te había plantado de la cepa selecta3; Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas 4... El mismo Señor, como se lee en el Evangelio de la Misa 5, refiriéndose al texto de Isaías, nos revela la paciencia de Dios, que manda uno tras otro en busca de frutos a sus mensajeros, los profetas del Antiguo Testamento, para terminar enviando a su Hijo amado, al mismo Jesús, al que matarían los viñadores: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Es una referencia clara a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén.

La viña es ciertamente Israel, que no correspondió a los cuidados divinos, y también lo somos la Iglesia y cada uno de nosotros: «Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)»6.

Meditemos hoy junto al Señor si encuentra frutos abundantes en nuestra vida; abundantes, porque es mucho lo que se nos ha dado. Frutos de caridad, de trabajo bien hecho, de apostolado con amigos y familiares, jaculatorias, actos de amor a Dios y de desagravio a lo largo del día, contradicciones bien aceptadas, pequeños servicios a quienes comparten el mismo trabajo o el mismo hogar. Examinemos también si, a la vez, somos origen de esas uvas agrias que son los pecados, la tibieza, la mediocridad espiritual aceptada, las faltas de las que no hemos pedido perdón al Señor...
 

II. Cierto hombre que era propietario plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar... «La cercó de vallado, esto es comenta San Ambrosio—, la defendió con la muralla de la protección divina, para que no sufriera fácilmente por las incursiones de las alimañas espirituales..., y cavó un lagar donde fluyera, espiritualmente, el fruto de la uva divina» 7. Han sido muchos los cuidados divinos que hemos recibido. La cerca, el lagar y la torre significan que Dios no ha escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. ¿Cómo esperando que diera uvas produjo agrazones?

El pecado es el fruto agrio de nuestras vidas. La experiencia de las propias flaquezas está patente en la historia de la humanidad y en la de cada hombre. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su soledad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, salvador y vivificador» 8. Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo amado, de Jesús: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron.

Para producir los frutos de vida que Dios espera todos los días de cada uno (frutos de la caridad, del apostolado, del trabajo bien hecho...), necesitamos, en primer lugar, pedir al Señor y fomentar un santo aborrecimiento a todas las faltas, incluso las veniales, que ofenden a Dios. Los descuidos en la caridad, los juicios negativos sobre los demás, las impaciencias, los agravios guardados, la dispersión de los sentidos internos y externos, el trabajo mal hecho..., «hacen mucho daño al alma. —Por eso, "capite nobis vulpes parvulas, quae demoliuntur vineas", dice el Señor en el "Cantar de los Cantares": cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña» 9. Es necesario que una y otra vez nos empeñemos en rechazar todo aquello que no es grato al Señor. El alma que aborrece el pecado venial deliberado, poco a poco va ganando en delicadeza y en finura en el trato con el Maestro.

Las flaquezas han de ayudarnos a fomentar los actos de reparación y de desagravio, y la contrición sincera por esas faltas. Así como pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos compensarla con algún acto bueno, mucho mayor debe ser nuestro deseo de reparación cuando el ofendido es Jesús, el Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y devuelve la paz a nuestras almas. Convertimos así en frutos espléndidos lo que estaba perdido. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando —¡ay!— tanto poso... —Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor» 10.
 

III. En la Segunda lectura 11 leemos estas palabras de San Pablo a los cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta.

Las realidades terrenas y las cosas nobles de este mundo son buenas y pueden llegar a tener un valor divino. Pues, como escribía San Ireneo, «por el Verbo de Dios, todo está bajo la influéncia de la obra redentora, y el Hijo de Dios ha sido crucificado por todos, y ha trazado el signo de la Cruz sobre todas las cosas» t2. Son los asuntos que cada día tenemos entre manos (el trabajo, la familia, la amistad, las preocupaciones que la vida lleva consigo, las pequeñas alegrías diarias...) lo que hemos de convertir en frutos para Dios, pues «no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte» 13. Todo lo humano noble puede ser santificado y ofrecido a Dios.

Cada jornada se nos presenta con incontables posibilidades de ofrecer frutos agradables al Señor: desde el vencimiento primero de la mañana —el minuto heroico— al levantarnos, hasta esa pequeña mortificación que supone el llevar con buen ánimo el excesivo tráfico o un ligero malestar que nos mantiene indispuestos. Son muchas, en este día irrepetible, las ocasiones de sonreír a los demás, de tener una palabra amable, de disculpar un error... En el trabajo, el Señor espera esos pequeños frutos que nacen cuando nos esforzamos en hacerlo bien: la puntualidad, el orden, la intensidad... Para producir estos frutos hemos de empeñarnos en mantener la presencia de Dios a lo largo del día, con jaculatorias, actos de amor..., una mirada a una imagen de la Virgen o al crucifijo..., acordándonos del Sagrario más cercano al lugar donde nos encontramos... El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos 14.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a vivir cada día con la urgencia de dar muchos frutos a Dios, y a evitar decididamente que en nuestra vida se den frutos agrios.

1 Js 5, 1-7. -2 Cfr. JUAN PABLO 11, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 8. 3 Jer 2, 21. 4 Ez 19, 10. s Mt 21, 33-43. — 6 CONC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 6. — 7 SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, 20, 9. — 6 CONC. VAT. II, Decr. Ad gentes, 8. — 9 J. EscRIvA DE BALAGUER, Camino, n. 329. — 10 IDEM, Forja, n. 41. 11 Flp 4, 69. — 12 SAN IRENEO, Demostración de la predicación apostólica. — 13 J. ESCENA DE BALACUER, Es Cristo que pasa, 112. — 14 Jn 15, 5-8.

 

VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO
CICLO B


29. LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO

  • Unidad e indisolubilidad original.

  • I. Se encontraba Jesús en Judea, en la otra orilla del Jordán, rodeado de una gran multitud, que escuchaba atentamente sus enseñanzas 1. Entonces —leemos en el Evangelio de la Misa 2 se acercaron unos fariseos y para tentarle, para enfrentarlo con la Ley de Moisés, le preguntaron si es lícito al marido repudiar a su mujer. Moisés había permitido el divorcio condescendiendo con la dureza del antiguo pueblo. La condición de la mujer era entonces ignominiosa y prácticamente podía ser dejada a un lado por cualquier causa, siguiendo ligada al marido. Moisés estableció que el marido diera a la mujer despedida una carta de repudio, testificando que la despedía; así quedaba libre para casarse con quien quisiera 3. Los Profetas ya censuraron el divorcio a la vuelta del exilio 4.

    Jesús declara en esta ocasión la indisolubilidad original del matrimonio, según lo instituyera Dios en el principio de la creación. Para ello, cita expresamente las palabras del Génesis que se leen en la Primera lectura 5. Pero en el principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. De este modo, el Señor declara la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tal y como había sido establecido en el principio. Resultó tan novedosa esta doctrina para los mismos discípulos que, una vez en casa, volvieron a preguntarle. Y el Maestro confirmó más expresamente lo que ya había enseñado. Y les dijo: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y acompaña a Cristo?

    Siguiendo al Maestro, la Iglesia reafirma con seguridad y firmeza «la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (Ef 5, 25).

    »Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Dios quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia» 6. Ese vínculo, que sólo la muerte puede desatar, es imagen del que existe entre Cristo y su Cuerpo Místico.

    La dignidad del matrimonio y su estabilidad, por su trascendencia en las familias, en los hijos, en la misma sociedad, es uno de los temas que más importa defender, y ayudar a que muchos lo comprendan. La salud moral de los pueblos —se ha repetido muchas veces— está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando éste se corrompe bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá gravemente enferma 7. De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los mismos escándalos que, desgraciadamente, se producen y se divulgan, pueden ser ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien 8. «Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas» 9.
     

    II. Al elevar Jesucristo el matrimonio a la dignidad de sacramento, introdujo en el mundo algo completamente nuevo. La transformación que obró en la institución meramente natural fue de tal importancia que la convirtió —como el agua en las bodas de Caná— en algo hasta ese momento insospechado. He aquí que hago todas las cosas nuevas 10, dice el Señor. Desde entonces, desde el nacimiento del matrimonio cristiano, éste sobrepasa el orden de las cosas naturales y se introduce en el orden de las cosas divinas. El matrimonio natural entre no cristianos está también lleno de grandeza y de dignidad, «pero el ideal propuesto por Cristo a los casados está infinitamente por encima de una meta de perfección humana y respecto del matrimonio natural se presenta como algo rigurosamente nuevo. Efectivamente: a través del matrimonio es la misma vida divina la que se comunica a los esposos, la que los sostiene en su obra de perfeccionamiento mutuo y la que tiene que animar, desde el momento del Bautismo, el alma de los hijos» 11.

    Quienes se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. El Señor mismo los ha llamado para que vayan a Él por este camino, pues el matrimonio «es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y tes invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra» 12.

    El Papa Juan Pablo 1, hablando de la grandeza del matrimonio a un grupo de recién casados, les contaba una pequeña anécdota ocurrida en Francia. En el siglo pasado, un profesor insigne que enseñaba en la Sorbona, Federico Ozanam, era un hombre de prestigio y un buen católico. Lacordaire, su amigo, solía decir del profesor de la Sorbona: «¡Este hombre es tan bueno y tan estupendo que se ordenará como sacerdote, incluso llegará a ser un buen obispo!». Pero Ozanam contrajo matrimonio. Entonces, Lacordaire, algo molesto, exclamó: «¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!». Estas palabras llegaron hasta el Papa Pío IX, quien dijo con buen humor a Lacordaire cuando éste le visitó unos años más tarde: «Yo siempre he oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, Padre, el matrimonio no es una trampa, ¡es un gran sacramento!» 13. No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue un hogar. Y es precisamente en las familias alegres, generosas, que viven con sobriedad cristiana, donde nacen las vocaciones para la entrega plena a Dios en la virginidad o el celibato. que constituyen la corona de la Iglesia y la alegría de Dios en el mundo.

    Estas vocaciones son un don que Dios otorga muchas veces a los padres que lo piden de corazón y con constancia: brillará en sus manos con un fulgor especial cuando un día se presenten ante Él y den cuenta de los bienes que les fueron dados para su custodia y administración.
     

    III. Dios preparó cuidadosamente la familia en la que iba a nacer su Hijo: José, de la casa i familia de David 14, que haría el oficio de padre en la tierra, al igual que María, su Madre virginal. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían de nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida y rodeados de su protección y cariño.

    Toda familia, que es «la célula vital de la sociedad»'5 y en cierto modo de la misma Iglesia 16, tiene una entidad sagrada y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad civil y de la Iglesia entera. Santo Tomás llega a comparar la misión de los padres a la de los sacerdotes, pues mientras éstos contribuyen al crecimiento sobrenatural del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos, la familia cristiana provee a la vez a la vida corporal y a la espiritual, «lo que se realiza en el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios» 17. Mediante la colaboración generosa de los padres, Dios mismo «aumenta y enriquece su propia familia» 18 multiplicando los miembros de su Iglesia y la gloria que de Ella recibe.

    La familia tal y como Dios la ha querido es el lugar idóneo para que, con el amor y el buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, sea una verdadera «escuela de virtudes» 19 donde los hijos se formen para ser buenos ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en medio de la familia que vive de cara a Dios donde cada uno encontrará su propia vocación, a la que el Señor le llama. «Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?» 20.

    1 Mc 10, 1. — 2 Mc 10, 2-16. — 3 Cfr. J. DHEILLY, Diccionario bíblico, Her-der, Barcelona 1970, voz DlvoRclo. — 4 Cfr. Mal 2, 13-16. — 5 Gen 2, 18-24. — 6 JUAN PABLO 1I, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-X1-l981, 20. — 7 Cfr. F. J. SHEED, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, p. 125. — 0 Cfr. Rom 12, 21. -- 9 J. EscRivÁ DE BALAGUER, Forja, n. 104. — 10 Apoc 21, 5. — 11 J. M' MARTÍNEZ DORAL, La santidad de la vida conyugal, en SCRIPTA THEOLOGICA, Pamplona, IX-XII 1989, pp. 869-870. — 12 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 23. — 13 Cfr. JUAN PABLO 1, Alocución 13-IX-1978. — 14 Lc 2, 4. — 15 CONO. VAT. 11, Decr. Apostolicam actuositatem, l 1. — 16 Cfr. JUAN PABLO 11, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-X1-1981, 3. — t7 SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, IV, 58. — 10 CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 50. — 19 JUAN PABLO 11, Discurso 28-X-1979. — 20 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 689.

     

    VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO
    CICLO C

    30. AUMENTAR LA FE

    Avivar continuamente el amor a Dios.

    Pedir al Señor una fe firme, que influya en todas nuestras obras.

    Actos de fe.
     

    1. La liturgia de este domingo se centra en la virtud de la fe. En la Primera lectura el Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo del mal, tanto en el pueblo castigado por medio del invasor, como por los mismos escándalos de éste. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor...? (...). ,Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes...?, se queja el Profeta. El Señor le responde al fin con una visión en la que le exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el día en que los malos serán castigados: la visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin echarse atrás. Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el justo vivirá por la fe. Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa el mal y quienes lo llevan a cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada uno su día y se verá que realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su fidelidad al Señor. Vivir de fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada momento a vivir, con alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo puesta la esperanza en El.

    En la Segunda lectura 2, San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva el fuego de la gracia de Dios...; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio... Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza»; y así ocurre cuando la caridad está cubierta por 'la tibieza o por los respetos humanos 3. La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada vez más encendida. Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia... 4, concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir 5, una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y para Ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida. «¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la "variabilidad" de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!» 6. ¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.
     

    II. Existe una fe muerta, que no salva: es la fe sin obras', que se muestra en actos llevados a cabo a espaldas de la fe, en una falta de coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una «fe dormida», «esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que todos conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la tibieza es la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano, incluso de lo que muchos llamarían un buen cristiano» 8. Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los «imposibles» en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre» 9.

    En ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres de poca fe 1°, pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar 11 o se preocupan excesivamente por el futuro 12, cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a Jesús: Auméntanos la fe 13. Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro aún mayor.

    También nosotros nos encontramos en ocasiones faltos de fe, como los Apóstoles, ante dificultades, carencia de medios... Tenemos necesidad de más fe. Y ésta se aumenta con la petición asidua, con la correspondencia a las gracias que recibimos, con actos de fe. «Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud —confiando en Dios y en su Madre—, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

    »—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!» 14.


    III. ¡Señor, auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando parece que las almas no responden..., cuando nos encontremos delante del Sagrario.

    Muchos actos de fe hemos de hacer en la oración y en la Santa Misa. Se cuenta de Santo Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al elevarla en el momento de la Consagración, repetía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus es Filius, «Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del Padre». Y el Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir interiormente en esos mismos instantes: Adauge nobis fidem, spem et charitatem, «auméntanos la fe, la esperanza y la caridad», y Adoro te devote, latens deitas, «Te adoro con devoción, Dios escondido», mientras hacía la genuflexión 15. Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, no podemos dejar que pase esa oportunidad sin manifestar al Señor nuestra fe y nuestro amor.

    A pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez mejor a Cristo, es posible que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores y respetos humanos para manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra poquedad a veces no puede sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito de mostaza. No nos sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con ella. Imitemos a los Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven y oyen les supera. Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la humildad de los discípulos, que aumente nuestra fe, para que, como ellos, podamos ser fieles hasta el final de nuestros días y llevemos a muchos hasta El, como hicieron quienes le han seguido de cerca en todos los tiempos.

    Nuestra Madre Santa María será siempre el punto de apoyo donde encontrará firmeza la fe y la esperanza, pero de modo muy particular cuando nos sintamos más débiles y necesitados, cuando nos veamos con menos fuerzas. «Nosotros, los pecadores, sabemos que Ella es nuestra Abogada, que jamás se cansa de tendernos su mano una y otra vez, tantas cuantas caemos y hacemos ademán de levantarnos; nosotros, los que andamos por la vida a trancas y barrancas, que somos débiles hasta no poder evitar que nos lleguen a lo más vivo esas aflicciones que son condición de la humana naturaleza, nosotros sabemos que es el consuelo de los afligidos, el refugio donde, en último término, podemos encontrar un poco de paz, un poco de serenidad, ese peculiar consuelo que sólo una madre puede dar y que hace que todo vuelva a estar bien de nuevo. Nosotros sabemos también que, en esos momentos en que nuestra impotencia se manifiesta en términos casi de exasperación o de desesperación, cuando ya nadie puede hacer nada y nos sentimos absolutamente solos con nuestro dolor o nuestra vergüenza, arrinconados en un callejón sin salida, todavía Ella es nuestra esperanza, todavía es un punto de luz. Ella es aún el recurso cuando ya no hay a quien recurrir» 16.

    1 Hab 1, 2-3; 2, 2-4. — 2 2 Tim 1, 6-8; 13-14. -- 3 SANTO TOMÁS, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, 1, 6. — 4 MISAL ROMANO, Oración colecta de la Misa. — 5 Ibidem. — 6 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 73. — 7 Cfr. Sant 2, 17. 8 P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, p. 138. — 9 CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. — 10 Mt 8, 26; 6, 30. — 11 Cfr. Mt 8, 26. — 12 Cfr. Mt 6, 30. — 13 Lc 17, 5. — 14 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 235. — 15 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 267 ss. 16 F. SUÁREZ, La puerta angosta, Rialp, 9~ ed., Madrid 1985, pp. 227-228.

     

    27A SEMANA. LUNES

    31. Y CUIDÓ DE ÉL

  • Cristo es el Buen samaritano, que baja del Cielo para curarnos.

  • I. La parábola del Buen Samaritano que leemos en la Misa 1, y que sólo recoge San Lucas, es uno de los relatos más bellos y entrañables del Evangelio. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. Es posible que el Señor no se encontrara lejos de la ruta que lleva de Jericó a Jerusalén, pues muchas veces revestía sus enseñanzas con detalles tomados de las circunstancias que le rodeaban. Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto.

    Muchos Padres de la Iglesia y escritores cristianos antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano 2; el hombre que cayó en manos de los ladrones es figura de la humanidad herida y despojada de sus bienes por el pecado original y los pecados personales. «Despojaron al hombre de su inmortalidad, y lo cubrieron de llagas, inclinándole al pecado» 3, afirma San Agustín. Y San Beda comenta que los pecados se llaman heridas porque por ellos se destruye la integridad de la naturaleza humana 4. Los salteadores del camino son el demonio, las pasiones que incitan al mal, los escándalos...; el levita y el sacerdote que pasaron de largo simbolizan la Antigua Alianza, incapaces de curar. La posada era el lugar donde todos pueden refugiarse y representa a la Iglesia. «... ,Qué le habría ocurrido al pobre judío, si el samaritano se hubiera quedado en su casa? ¿Qué habría ocurrido a nuestras almas si el Hijo de Dios no hubiera emprendido su viaje?» 5. Pero Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas 6. En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo Unigénito al mundo para que por Él tengamos vida... Queridos —escribe San Juan a los primeros fieles—, si así nos amó Dios también nosotros debemos amarnos los unos a los otros 7.

    «La parábola del Buen Samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo» 8, pues toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales. Esta misma compasión hemos de tener nosotros, de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
     

    II. La parábola tuvo su origen en la pregunta de un doctor de la ley, que le interpeló: ¿Quién es mi prójimo? Para que a todos quedara claro, el Señor hizo desfilar ante el herido diversos personajes: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote; y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.

    Quiere enseñarnos Jesús que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros —s,n distinción de raza, de afinidades políticas, de edad...— y necesite nuestro socorro. El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer nosotros. «Este Samaritano (Cristo) lavó nuestros pecados, sufrió por nosotros, cargó con el hombre medio muerto, llevándole a la posada, esto es, a la Iglesia, que recibe a todos y que no niega su auxilio a nadie, y a la cual nos convoca Jesús diciendo: Venid a Mi.. (Mt 11, 28). Una vez que le llevó a la posada, no se marchó inmediatamente, sino que se quedó con él una jornada entera, cuidándole día y noche... Cuando a la mañana siguiente quiere marcharse, da de su buen dinero dos denarios y encarga al posadero, a los ángeles de su Iglesia, que cuiden y lleven al Cielo al que Él había cuidado en las angustias de este tiempo» 9.

    El Señor nos anima a una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada en el camino de la vida. Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo...; la herida profunda de la ignorancia...; llagas en el alma producidas por el pecado, que la Iglesia cura en el sacramento de la Penitencia, pues Ella «es la posada, colocada en el camino de la vida, que recibe a todos los que llegan, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento» 10.

    Debemos poner los medios para remediar esas situaciones de indigencia, como Cristo mismo lo haría en esas circunstancias. ¡Qué buenos medios son la caridad y la compasión para identificarnos con el Maestro! «Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte— la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí mismo (Mt 8, 17) e identificarse con los más pequeños de sus hermanos (Mt 25, 40; 45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde sus orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» 11.

    Cuando nos acerquemos a quien padece necesidad hemos de hacerlo con una caridad eficaz y poniendo el corazón, haciendo nuestra aquella miseria que tratamos de remediar. Advierte un autor clásico castellano que «el que de veras desea acertar a contentar a Dios, entienda que una de las cosas principales que para esto sirven es el cumplimiento de este mandamiento de amor, con tal que este amor no sea desnudo y seco, sino acompañado de todos los afectos y obras que del verdadero amor se suelen seguir, porque de la otra manera no merecería el nombre de amor...» 12. Y añade a continuación: «debajo de este nombre de amor, entre otras muchas cosas, se encierran señaladamente estas seis, conviene a saber:(amar, aconsejar, socorrer, sufrir, perdonar y edificar» 9
     

    III. La parábola del Buen Samaritano nos indica «cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido pasar de largo, con indiferencia, sino que debemos pararnos junto a él. Buen samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea» 14 Dios nos pone al prójimo con sus necesidades y carencias en el camino de la vida, y el amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos heroicos y difíciles; por el contrario, muchas veces el Señor nos pide una sonrisa, una palabra de aliento, un buen consejo, saber callar ante una palabra molesta o impertinente, visitar a un amigo que se encuentra enfermo o un poco solo, ejercitarnos en las muestras de educación habituales, como el saludo, dar las gracias... Hay profesiones —señalaba el Papa Juan Pablo II— que son una continua obra de misericordia, como en el caso del médico o de la enfermera 15... Pero cualquier oficio exige un trato atento, compasivo y respetuoso con las personas con las que el trabajo nos pone en relación.Hemos de ejercitarnos en ver a Cristo en las personas que tratamos.,>

    A todos hemos de acercarnos en sus necesidades espirituales y materiales, pero, porque la caridad es ordenada, debemos dirigirnos de modo muy particular a quienes están más próximos porque Dios los ha puesto —hermanos en la fe, familia, amigos, compañeros de trabajo...— o porque ha querido, a través de las circunstancias de la vida, que pasemos a su lado para cuidarles. «Pues si tan misericordioso y humano fue un samaritano hacia un desconocido, ¿quién nos perdonará si descuidamos a nuestros hermanos en males mayores?», se pregunta San Juan Crisóstomo. Y, después de aconsejar que no indaguemos por qué otros no lo han hecho —especialmente si son heridas del alma—, dice: «Cúrale tú y no pidas a nadie cuenta de su negligencia. Si encontrases una moneda de oro, a buen seguro que no pensarías: ¿por qué no la ha hallado otro? Al contrario, correrías a tomarla cuanto antes. Pues has de saber que cuando encuentras a tu hermano herido, has encontrado algo que vale más que un tesoro: el poder cuidarle» 16. No dejemos de hacerlo.

    1 Lc 10, 25-37. 2 Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermón sobre las palabras del Señor, 37. -- 3 IDEM, en Catena Aurea, vol. V, p. 513. — 4 Cfr. SAN BEDA, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. — R. A. KNox, Sermones pastora-les, Rialp, Madrid 1963, p. 140. — 6 ls 53, 4; Mt 8, 17; l Pdr 2, 24; l Jn 3, 5. — ' 1 Jn 4, 9-11. — 0 JUAN PABLO II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-11-1984, 28. — 9 ORÍGENES, Homilía 34 sobre San Lucas. — 10 SAN JUAN CRISÓSTOMO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 519. — 11 S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Libertatis conscientia, 22-111-1986, 68. — 12 FRAY IRIS DE GRANADA, Guía de pecadores, 1, 2, 16. — 13 Ibídem. — 14 JUAN PABLO II, loc. cit., 28. -19 Ibidem, 29. — 16 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Contra ludeos, 8.

     

    27ª SEMANA. MARTES


    32. EN
    BETANIA

  • Los quehaceres de la vida corriente, medio y ocasión para encontrar a Dios.

  • Unidad de vida.

  • Sólo una cosa es necesaria, la santidad personal.
     

  • I. Refiere San Lucas en su Evangelio que Jesús marchaba hacia Jerusalén, y unos pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad entró a descansar en casa de unos amigos en la pequeña localidad de Betania 1. Son tres hermanos —Lázaro, Marta y María— a los que Jesús mostró un particular aprecio, como podemos leer en otros lugares del Evangelio 2. El Maestro se siente bien en aquel hogar, rodeado de amigos. Marta se dispuso a dar algún refrigerio a Jesús y a sus acompañantes, cansados después de una larga andadura por caminos duros y polvorientos. Por eso, se afanaba en los múltiples quehaceres de la casa. Su hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras.

    Durante mucho tiempo se ha considerado a Marta como figura e imagen de la vida activa, mientras que María ha sido el símbolo de la contemplativa. Sin embargo, para la mayoría de los cristianos que han de santificarse en medio de las tareas seculares, no pueden considerarse como dos modos contrapuestos de vivir el cristianismo. En primer lugar, porque no tendría sentido una vida de trabajo, metida en los negocios, en el estudio, o preocupada de los problemas del hogar, que se olvide de Dios; por otro, porque habría serios motivos para dudar de la sinceridad de una vida de oración que no se manifestara en una caridad más fina, en un trabajo mejor realizado, en una amistad leal. El trabajo, el estudio, los problemas que se presentan en una vida normal, lejos de ser obstáculos, han de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro Señor 3. «En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones (...). Seamos almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo» 4.

    El quehacer profesional, las dificultades corrientes que lleva consigo toda existencia, las ilusiones nobles, las preocupaciones... han de alimentar nuestra conversación diaria con Jesús. Si no fuera así, ¿de qué hablaríamos con El? Aquellos amigos de Betania, como también hacían los Apóstoles, le contaban al Maestro las pequeñas incidencias de su vivir diario, le preguntaban lo que no entendían. Alguno de estos diálogos de Jesús con sus más íntimos ha quedado plasmado en el Evangelio: Maestro —le dicen los Apóstoles en una ocasión—, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido porque no es de nuestro grupo... Otras veces le confiesan sencillamente sus inquietudes: Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué será de nosotros?... Su vida misma era el tema de conversación con Jesús. Así hemos de hacer nosotros.

    A la vez, la oración ha de enriquecer todas las circunstancias por las que hemos de pasar. Cerca de Jesús aprenderemos a ser mejores amigos de nuestros amigos, a vivir con plenitud la justicia y la lealtad en la tarea profesional, a ser más humanos, a permanecer abiertos y disponibles para atender las necesidades de otros.
     

    II. Es muy posible que Marta, ante la urgencia y el aumento del trabajo doméstico, prestara mayor atención y estuviera más preocupada de sus quehaceres que del Señor mismo. Además, parece como si María, sentada a los pies de Jesús, le quitara la paz. Por eso, poniéndose delante dijo: Señor, ¿nada te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude. Podemos imaginar fácilmente al Maestro dirigiéndole esta afectuosa reconvención: Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria. Sólo una es necesaria: el amor a Dios, la santidad personal. Cuando Cristo es el objetivo de nuestra vida las veinticuatro horas del día, trabajamos más y mejor. Este es el hilo fuerte —como en un collar de perlas finas— que une todas las obras del día; así evitamos la doble vida: una para Dios y otra dedicada a las tareas en medio del mundo: a los negocios, a la política, al descanso...

    En la existencia del cristiano, enseña el Papa Juan Pablo II, «no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida espiritual, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida secular, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de su existencia. En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el lugar histórico del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto —como por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones providenciales para "un ejercicio continuo de la fe, de la esperanza y de la caridad"(Apostolicam actuositatem, 4)» 5.

    El acontecer diario, la intensidad del trabajo, el cansancio, las relaciones con los demás, son circunstancias que se presentan para ejercitar no sólo las virtudes humanas, sino también las sobrenaturales. A Jesús le tenemos muy cerca de nosotros, como Marta. Nos acompaña en el hogar, en la oficina, en el laboratorio, cuando vamos por la calle. No dejemos de referir a El todo lo que sucede a lo largo de la jornada. Porque entonces, metidos de lleno en los diferentes quehaceres que nos ocupan durante todo el día, sabremos decir, con palabras de un Salmo que hoy se reza en la Liturgia de las Horas: ¡Cuánto amo tu voluntad!: todo el día la estoy meditando; tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña; soy más docto que todos mis maestros porque medito tus preceptos 6.
     

    III. Sólo una cosa es necesaria: la amistad creciente con el Señor. «Éste debe ser el objetivo y el designio constante de nuestro corazón... Todo lo

    que le aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener un lugar secundario o, por mejor decir, el último de todos. Inclusive debemos considerarlo como un daño positivo» 7, un gran mal. El mayor bien que podemos prestar a la familia, al trabajo, a nuestros amigos..., a la sociedad, es el cuidado de esos medios que nos unen al Señor: la presencia de Dios durante el día, el empeño en la oración diaria, la Confesión frecuente llena de contrición... El mayor mal, el descuido de estos medios que nos acercan a Jesús. Esto puede suceder por desorden, por tibieza, incluso por una aparente eficacia mayor en otras actividades que pueden presentarse como más urgentes o importantes. San Ignacio de Antioquía escribía a San Policarpo que hemos de desear esta amistad con Dios «de la misma forma que el piloto anhela vientos favorables y el marinero sorprendido por la tempestad suspira por el puerto» 8.

    El trato sincero con el Señor enriquece todas las demás actividades, de la misma manera que la pobreza interior se refleja también en todo aquello que realizamos. Cuando veamos que la multiplicidad de quehaceres tiende a ahogar estos tiempos que dedicamos especialmente al Señor, hemos de oír en la intimidad de nuestra alma que, como a Marta, el Señor nos dice: una sola cosa es necesaria. La búsqueda de la santidad es lo primero que se debe intentar en esta vida, lo que ha de estar siempre en primer lugar. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura 9, anunció en otra ocasión el Maestro.

    «Agradece ál Señor el enorme bien que te ha otorgado, al hacerte comprender que "sólo una cosa es necesaria". —Y, junto a la gratitud, que no falte a diario tu súplica, por los que aún no le conocen o no le han entendido» 10. ¡Qué alegría tan grande poder tener siempre presente que el gran objetivo de nuestra vida es crecer en amor a Jesucristo! ¡Qué gozo poder comunicarlo a muchos! Pidamos a Nuestra Señora que no perdamos nunca de vista al Señor mientras procuramos llevar a cabo con perfección, acabadamente, nuestras tareas profesionales.

    Lc 10, 38-42. — 2 Cfr. Jn 11, 1-45; 12, 1-9. 3 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc. I J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 126. 5 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 59. 6 LITURGIA DE LAS HORAS, Hora intermedia. Sal 119, 97-99 . 7 CASIANO, Colaciones, 1. — 6 SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epís^ola a San Policarpo. — 9 Mt 6, 33. — tU J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 454.

     

    27ª SEMANA. MIÉRCOLES


    33. PADRE NUESTRO

  • La oración del Señor.

  • I. Los discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día —leemos en el Evangelio de la Misal—, al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar.

    De labios de Jesús aprendieron entonces aquella plegaria —el Padrenuestro— que millones de bocas, en todos los idiomas, habrían de repetir tantas veces a lo largo de los siglos. Son unas pocas peticiones —que el Señor enseñaría también en otras ocasiones, y quizá por eso difieren los textos de San Lucas y de San Mateo 2 y un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Hay en estas peticiones «una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tan grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas» 3

    La primera palabra que, por expresa indicación del Señor, pronunciamos es Abba, Padre. Los primeros cristianos quisieron conservar, sin traducirla, la misma palabra aramea que utilizó Jesús: Abba, y es muy probable que así pasara a la liturgia más primitiva y antigua de la Iglesia 4. Este primer vocablo ya nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras —enseña el Catecismo Romano— «que podían causarnos al mismo tiempo temor, y sólo empleó aquella que inspira amor y confianza a los que oran y piden alguna cosa; porque, ¿qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura y amor?» 5. Esta palabra —Abbautilizada por Jesús es la misma con la que los niños hebreos se dirigen familiar y cariñosamente a sus padres de la tierra. Y fue éste el término elegido por Jesús como el más adecuado para invocar al Creador del Universo: Abba!, ¡Padre!

    El mismo Dios que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a nosotros, es un Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos, débiles y con frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con El por toda la eternidad. Hemos nacido para el Cielo. «A las demás criaturas —enseña Santo Tomás de Aquino— les dio como donecillos; a nosotros, la herencia. Esto, por ser hijos; al ser hijos, también herederos. No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un espíritu de hijos, que nos hace gritar Abba!, ¡Padre! (Ef 3, 15)» 6.

    Cuando rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo largo del día, podemos saborear esta palabra llena de misterio y de dulzura, Abba, Padre, Padre mío... Y esta oración influirá de una manera decisiva a lo largo del día, pues «cuando llamamos a Dios Padre nuestro tenemos que acordarnos de que hemos de comportarnos como hijos de Dios» 7.


    II. Mientras muchos buscan a Dios como en medio de la niebla, a tientas, los cristianos sabemos, de modo muy particular, que Él es nuestro Padre y que vela por nosotros. «La expresión "Dios-Padre" no había sido revelada nunca a nadie. Moisés mismo, cuando le preguntó a Dios quién era, escuchó como respuesta otro nombre. Pero a nosotros este nombre nos ha sido revelado por el Hijo» 8. Cada vez que acudimos a El, nos dice:
    Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo 9. Ninguna de nuestras necesidades, de nuestras tristezas, le deja indiferente. Si tropezamos, Él está atento para sostenernos o levantarnos. «Todo cuanto nos viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos es enviado por un Padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con miras a nuestro propio bien» lo.

    La vida, bajo el influjo de la filiación divina, adquiere un sentido nuevo; no es ya un enigma oscuro que descifrar, sino una tarea que llevar a cabo en la casa del Padre, que es la Creación entera: Hijo mío, nos dice a cada uno, ve a trabajar a mi viña 11. Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz, pues es el encuentro definitivo con Él. Si nos sentimos en todo momento así, hijos, seremos personas de oración; con esa piedad que dispone a «tener una voluntad pronta para entregarse a lo que pertenece al servicio de Dios» 12. Y nuestra vida servirá para tributar a Dios gloria y alabanza, porque el trato de un hijo con su padre está lleno de respeto, de veneración y, a la vez, de reconocimiento y amor. «La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» 13. Lo llena todo.

    El Señor, a lo largo de toda su vida terrena, nos enseña a tratar a nuestro Padre Dios. En Jesús se da ese trato y afecto filial hacia su Padre en grado sumo. El Evangelio nos muestra cómo, en diversas ocasiones, se retira lejos de la multitud para unirse en oración con su Padre 14, y de El aprendemos la necesidad de dedicar algunos ratos exclusivamente a Dios, en medio de las tareas del día. En momentos especiales ora por Sí mismo; es una oración de filial abandono en la voluntad de su Padre Dios, como en Getsemaní 15 y en la Cruz 16. En otras ocasiones ora confiadamente por los demás, especialmente por los Apóstoles y por sus futuros discípulos 17, por nosotros. Nos dice de muchas maneras que este trato filial y confiado con Dios nos es necesario para resistir la tentación 18, para obtener los bienes necesarios 19 y para la perseverancia final 20.

    Esta conversación filial ha de ser personal, en el secreto de la casa 21; discreta 22; humilde, como la del publicano 23; constante y sin desánimo, como la del amigo importuno o la de la viuda rechazada por el juez 24; debe estar penetrada de confianza en la bondad divina 25, pues es un Padre conocedor de las necesidades de sus hijos, y les da no sólo los bienes del alma sino también lo necesario para la vida material 26. «Padre mío —¡trátale así, con confianza!—, que estás en los Cielos, mírame con compasivo Amor, y haz que te corresponda.

    »—Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne inmortificada, llena mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de Cristo» 27. Padre mío..., enséñanos y enséñame a tratarte con confianza filial.


    III. La oración es personal, pero de ella participan nuestros hermanos. El recogimiento y la soledad interior no son obstáculo para que, de algún modo, los demás hombres estén presentes mientras oramos. El Señor nos enseñó a decir
    Padre nuestro, porque compartimos la dignidad de hijos con todos nuestros hermanos.

    Padre nuestro. Y el Señor ya nos había dicho 28 que si en el momento de orar nos acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros, debíamos primero hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.

    Tenemos derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos, especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que más nos relacionamos, con los más necesitados..., con todos. Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve 29. «No podéis llamar Padre nuestro al Dios de toda bondad —señala San Juan Crisóstomo—, si conserváis un corazón duro y poco humano, pues, en tal caso, ya no tenéis en vosotros la marca de bondad del Padre celestial» 30.

    Cuando decimos a Dios: Padre nuestro no le presentamos solamente nuestra pobre oración, sino también la adoración de toda la tierra. Por la Comunión de los Santos sube ante Dios una oración permanente en nombre de la humanidad. Oramos por todos los hombres, por los que nunca supieron orar, o ya no saben, o no quieren hacerla; Prestamos nuestra voz a quienes ignoran o han olvidado que tienen un Padre todopoderoso en los Cielos. Damos gracias por aquellos que se olvidan de darlas. Pedimos por los necesitados que no saben que tienen tan cerca la fuente de las gracias. En nuestra oración vamos cargados con las inmensas necesidades del mundo entero. En nuestro recogimiento interior, mientras nos dirigimos a nuestro Padre Dios, nos sentimos como delegados de todos los que padecen necesidad, especialmente de aquellos que Dios puso a nuestro lado o a nuestro cuidado.

    También nos será de gran consuelo considerar que cada uno de nosotros participa de la oración de todos los hermanos. En el Cielo tendremos la alegría de conocer a todos aquellos que intercedieron por nosotros, y también la cantidad incontable de cristianos que ocupaban nuestro lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y que de este modo nos han obtenido gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas por saldar!

    La oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo.

    En la Santa Misa, el sacerdote reza con Ios fieles las palabras del Padrenuestro. Y consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se está celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo.

    1 Lc 11, 1-4. — 2 Cfr. Mt 6, 9 ss. — 3 JUAN PABLO II, Audiencia general 14-II1-1979. — 4 Cfr. W. MARCHEL, Abba! Pire. La priire du Christ et des chrétiens, Roma 1963, pp. 188-189. — 5 CATECISMO ROMANO. IV, 9, n. 1. — 6 SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de Catequesis, p. 126. — 7 SAN CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor, 11. — 0 TERTULIANO, Tratado sobre la oración, 3. — 9 Lc 15, 31. — 10 CASIANO, Colaciones, 7, 28. — 11 Mt 20, 1. — 12 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 8, a. 1, c. — 13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 146. — 14 Mt 14, 23; Lc 6, 12. — 15 Cfr. Mc 14, 35-36. — 16 Cfr. Mc 15, 34; Lc 23, 34-36. — 17 Cfr. Lc 22, 32; Jn 17. — 16 Cfr. Mt 26, 41. — 19 Cfr. Jn 4, 10; 6, 27. — 20 Cfr. Lc 21, 36. — 21 Mt 6, 5-6. — 22 Cfr. Mt 6, 7-8. — 23 Cfr. Lc 18, 9-14. — 24 Cfr. Lc 11, 5-8; 18, 1-8. — 25 Cfr. Mc 11, 23. — 26 Cfr. Mt 7, 7-11; Lc 11, 9-13. — 27 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 3. — 20 Cfr. Mt 5, 23. 29 Jn 4, 20. — 30 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre la puerta estrecha.

     

    27ª SEMANA. JUEVES

    34. EL NOMBRE DE DIOS Y SU REINO

  • Modos de santificar el nombre de Dios. La primera petición del Padrenuestro.

  • 1. «Una vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrasará la ternura que mora en el corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros propios intereses, sólo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria constituye todo nuestro deseo y nuestra alegría» 1.

    En esta primera petición de las siete del Padrenuestro, «pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular» 2. Jesús nos enseña el orden en que hemos de pedir habitualmente en nuestras oraciones. Lo primero que debemos pedir, por muy urgentes que sean nuestras necesidades, es la gloria de Dios. Es realmente lo más urgente, también para nosotros, que andamos preocupados por necesidades inmediatas. «Ocúpate de Mí —decía Jesús a Santa Catalina de Siena—, y Yo me ocuparé de ti». El Señor no nos dejará solos.

    Santificado sea tu nombre. En la Sagrada Escritura el nombre equivale a la persona misma, es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres 3. Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos el deseo amoroso de que el nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido y reverenciado por toda la tierra; también debemos expresar nuestro dolor por las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al decir santificado sea tu nombre nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos» 4.

    En determinados ambientes parece que los hombres no quieren nombrar a Dios. En lugar del Creador hablan de «la sabia naturaleza», o llaman «destino» a la Providencia divina, etc. En ocasiones son sólo modos de decir, pero, en otras, el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos casos, venciendo los respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente también, honrar a nuestro Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los modos cristianos de hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma. Las expresiones tradicionales de muchos países, tales como «gracias a Dios» o «si Dios quiere» 5, etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al Señor en la conversación. Tampoco hemos de ser como esas personas que hacen intervenir, de modo inconsiderado e inoportuno, el nombre de Dios en los acontecimientos y en las cosas («Dios le ha castigado»...). El segundo precepto del Decálogo nos prohibe tomar el nombre de Dios en vano.

    Si amamos a Dios amaremos su santo nombre y jamás lo mencionaremos con falta de respeto o de reverencia, como expresión de impaciencia o de sorpresa. Este amor al nombre de Dios se extenderá también al de Santa María, su Madre, al de sus amigos, los santos, y a todas las personas y cosas a Él consagradas.

    Honramos a Dios en nuestro corazón cuando hacemos un acto de reparación cada vez que, en nuestra presencia, se falta al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús, al enterarnos de que se ha cometido un sacrilegio o al tener noticia de acontecimientos que ofenden el buen nombre del Padre común. No debemos tampoco olvidar el actualizar personalmente los actos de reparación y de desagravio públicos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo. Allí, el sacerdote, en nombre de todos, reza: Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre... Son jaculatorias que nosotros podemos repetir a lo largo del día, especialmente cuando debamos reparar.

    La reverencia al nombre de Dios nos llevará además a amar de un modo especial esas oraciones esencialmente de alabanza, como el Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, que debiéramos repetir con mucha frecuencia, el Gloria y el Sanctus de la Misa, etc.

    «Mirad —dice Santa Teresa— que perdéis un gran tesoro y que hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del Pater noster, que con decirle muchas veces aprisa; estad muy junto a quien pedís, no os dejará de oír; y creed que aquí es el verdadero alabar y santificar su nombre» 6.

    Quizá nos pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a mantener la presencia de Dios en el día de hoy: Padre, santificado sea tu nombre, Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre, Bendito sea el nombre de Jesús, Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre...
     

    II. Venga a nosotros tu Reino, pedimos a continuación en el Padrenuestro. Y comenta San Juan Crisóstomo que el Señor «nos ha mandado que deseemos los bienes que están por llegar y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el Cielo; mas en tanto el viaje no termina, viviendo aún en la tierra, quiere que nos esforcemos por llevar vida del Cielo» 7.

    La expresión Reino de Dios tiene un triple significado: el Reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia; y el Reino de Dios en el Cielo, o eterna bienaventuranza. En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace en cada uno como rey en su corte, y que nos conserve unidos a Sí con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, por las cuales reina en el entendimiento, en el corazón y en la voluntad 8. Al rezar cada día por la llegada del Reino de Dios, pedimos también que El nos ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un reinado, el de Jesús en el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o rechacemos las continuas gracias y ayudas que recibimos.

    También se cumplen en el corazón las parábolas del Reino. Antes de adquirir su plenitud definitiva en el alma de cada uno de sus fieles, el Reino de Dios es como el grano de trigo que, hundido en el suelo, prepara la espiga de la cosecha; como la levadura, va transformando el corazón hasta que todo él sea de Dios; como el grano de mostaza, pues quizá comenzó como una pequeña semilla en el alma y, si no ponemos obstáculos, irá creciendo sin más límite que el de nuestras resistencias y negaciones. El Reino de Dios se establece ahora, por la gracia, en el corazón de los hombres, pero espera su definitiva manifestación en el encuentro último con Dios, después de la muerte. El Reino de Dios está ahí, dijo Jesús, está dentro de vosotros 9. Y se percibe su presencia en el alma a través de los afectos y mociones del Espíritu Santo.

    Cuando decimos venga a nosotros tu Reino, pedimos que Dios habite en nosotros de una manera más plena, que seamos todo de Dios, que nos ayude a luchar eficazmente para que, por fin, desaparezcan esos obstáculos que cada uno pone a la acción de la gracia divina. «Antes éramos esclavos, y ahora pedimos reinar bajo la soberanía de Cristo» 10.

    Si nuestra oración es confiada, constante y sincera, seremos oídos con toda seguridad, pues, como nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa 11, quien pide recibe, quien busca halla y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?... ¡Qué confianza tan grande nos han de dar estas palabras de Jesús!
     

    III. Cuando rezamos venga a nosotros tu Reino también pedimos, en relación a la Iglesia, que se dilate y propague por todo el mundo para la salvación de los hombres. Rogamos entonces por el apostolado que se realiza en toda la tierra, y nos sentimos comprometidos a poner los medios a nuestro alcance para la extensión del Reino de Dios. Porque «no es suficiente pedir con insistencia el Reino de Dios si no añadimos a nuestra petición todas aquellas cosas con que se busca y se halla» 12, con los medios, por pequeños que sean, con las iniciativas apostólicas que podamos poner en práctica.

    En un mundo que se presenta en no pocos aspectos como si hubiese vuelto al paganismo, se nos impone a todos los cristianos «la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» 13.

    La primera obligación será, de ordinario, orientar el apostolado hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. En este apostolado, del que no podemos excusarnos, está en primer lugar todo aquello que se refiere a la salvación eterna de las personas que tratamos. Esto es lo primero; inmediatamente después, hemos de preocuparnos los cristianos de ordenar realmente todo el universo hacia Cristo: la dignidad de la persona humana, los derechos de la conciencia, el respeto debido al trabajo, la preocupación por un más equitativo reparto de bienes, el sincero deseo de paz entre los pueblos, etc., es un quehacer de todos los cristianos, junto a los hombres de buena voluntad que trabajan en el mundo por estos mismos ideales.

    Venga a nosotros tu Reino. Y «Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...).

    »A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado» 14. Comencemos, como siempre, por lo pequeño, por lo que está a nuestro alcance en la convivencia normal de todos los días.

    1 CASIANO, Colaciones, 9, 18. -2 CATECISMO MAYOR, n. 290. -3 Jn 17, 6. — 6 SAN AGUSTÍN, Carta 130, a Proba. — 5 Sant 4, 15. — 6 SANTA TERESA, Camino de perfección, 31, 13. — ' SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 19, 5. — ! Cfr. CATECISMO MAYOR, nn. 294-295. — 9 Lc 17, 21. — 19 SAN CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor. 13. — II Lc 11, 5-13. — 12 CATECISMO ROMANO, IV, 10, n. 2. — 13 CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. — 14 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 183.

     

    27ª SEMANA. VIERNES


    35. LA VOLUNTAD
    DE DIOS

    El cumplimiento de la voluntad divina.

    Purificar la propia voluntad, inclinada excesiva-mente hacia uno mismo.

    Amar en todo el querer de Dios.
     

    I. Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rogamos a Dios en la tercera petición del Padrenuestro. Queremos alcanzar del Señor las gracias necesarias para que podamos cumplir aquí en la tierra todo lo que Dios quiere, como lo cumplen los bienaventurados en el Cielo. La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo hasta conformarlo, gozosamente, con la voluntad divina, hasta poder decir con Jesús: No se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya: no quiero nada que Tú no quieras. Nada. Éste es el fin principal de toda petición: identificarnos plenamente con el querer divino.

    Si es así nuestra oración, siempre saldremos beneficiados, pues no hay nadie que quiera tanto nuestro bien y nuestra felicidad como el Señor. Casi sin darnos cuenta, sin embargo, deseamos en muchas ocasiones que se cumpla ante todo nuestro querer, que juzgamos muy acertado y conveniente, aunque deseemos, quizá fervientemente, que el querer divino coincida con el nuestro... No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal 1, escribe el Apóstol Santiago.

    Cuando decimos: Señor, hágase tu voluntad, no nos situamos ante un acontecimiento o ante una gestión..., en la peor de las posibilidades o en la desgracia, sino en «la mejor» de las posibles, porque, aun en el caso en que aquello que Dios permite parezca a primera vista un desastre, debemos trascender esa visión puramente humana y aprender que existe un plano más alto, donde Dios integra aquel suceso en un bien superior, que quizá en ese momento nosotros no vemos. Aquella situación que se nos presenta oscura es sólo una sombra de un cuadro luminoso y lleno de belleza; pues la sabiduría divina ¿no es más sabia que la nuestra?; su amor por nosotros y por los nuestros, ¿no es infinitamente mayor que el nuestro? Si pedimos pan, ¿nos va a dar una piedra? ¿No es acaso nuestro Padre? Cuando oréis habéis de decir: Abba, Padre... Sólo en este clima de amor y de confianza es posible la oración verdadera: Señor, si conviene, concédeme... Dios sabe más y es infinitamente bueno, mejor siempre de lo que nosotros podemos comprender. El quiere lo mejor; y lo mejor a veces no es lo que pedimos. María de Betaniá le envió un mensaje urgente para que curara a su hermano Lázaro, que se encontraba a punto de morir. Y Jesús no lo curó, lo resucitó. El es sabio, con una sabiduría divina, y nosotros, ignorantes. Él abarca la vida entera, la nuestra y la de aquellos a quienes amamos, y nosotros apenas vislumbramos un poco de lo inmediato. Vemos esos instantes con premura e impaciencia quizá, y Él ve toda la vida y la eternidad... No sabemos pedir lo que conviene, pero el Espíritu Santo aboga por nosotros con gemidos inefables 2. No rogamos que Dios quiera, sino que nos enseñe y nos dé fuerzas para cumplir lo que El quiere 3.

    Querer hacer la voluntad de Dios en todo, aceptarla con gozo, amarla, aunque humanamente parezca difícil y dura, no «es la capitulación del más débil ante el más fuerte, sino la confianza del hijo en el Padre, cuya bondad nos enseña a ser plenamente hombres: lo cual implica el alegre descubrimiento de la condición de nuestra grandeza» 4, la filiación divina.
     

    II. Hágase tu voluntad...

    En muchos momentos, nuestro querer natural coincide con el de Dios. Todo parece entonces sereno y suave, y se camina sin gran dificultad. Pero no debemos olvidar que en el progreso hacia la santidad tendremos que purificar el propio yo, la propia voluntad inclinada excesivamente hacia uno mismo, incluso en asuntos nobles, y dirigirla a la plena identificación con el querer divino. Éste es la verdadera brújula que orienta los pasos directamente a Dios, y que nos llevará en tantas ocasiones por senderos distintos a los que nosotros, con un criterio exclusivamente humano, hubiéramos escogido. Y el Espíritu Santo quizá nos diga, en la intimidad de nuestro corazón: Mis caminos no son vuestros caminos... 5.

    Del Señor debemos aprender el camino seguro del cumplimiento de la voluntad de Dios en todo. Es ésta una enseñanza continua a lo largo del Evangelio. Cuando los Apóstoles instan a Jesús, cansado después de una larga jornada, para que tome algún alimento de los que acaban de comprar en una ciudad de Samaria, les dice: Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado y dar cumplimiento a su obra 6. Nuestro alimento, lo que nos da fuerzas y firmeza para vivir como hijos de Dios, lo que da sentido a una vida, es saber que estamos haciendo la voluntad de Dios hasta en los detalles más pequeños del vivir diario. En otras muchas ocasiones repetirá Jesús esta misma enseñanza: no pretendo hacer Mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado 7. ¡Si pudiéramos nosotros decir siempre esto mismo! Yo no quiero, Señor —le decimos en nuestro interior—, hacer aquello que desean mis sentidos o mi inteligencia, aunque sea lícito, sino aquello que Tú quieres que lleve a cabo, aunque parezca difícil y costoso. Si alguna vez nos sucede esto, que nos cuesta aceptar la voluntad de Dios, iremos al Sagrario a ver a Jesús, y después de un rato de oración comprenderemos que nuestro querer más íntimo es precisamente aceptar y amar la voluntad de Dios. Será entonces el momento —especialmente si se trata de un asunto que nos resulta muy costoso y molesto— de hacer nuestra la oración de Jesús en los comienzos de la Pasión: Padre mío, si es de tu agrado, aleja de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya 8. No se haga mi voluntad..., repetiremos despacio, sino lo que Tú quieres.

    Los Apóstoles predicaron más tarde lo que aprendieron del Maestro: el Reino de los Cielos sólo es accesible al que hace la voluntad de mi Padre celestial9, pues el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre 18. Es ahí —en el cumplimiento del querer divino— donde la criatura encuentra su verdadera felicidad, pues la voluntad divina está orientada a que seamos plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con frecuencia distinto al que nosotros habíamos aproyectado: «a quien posee a Dios, nada le falta.:., si él mismo no le falta a Dios» 11.

    Nuestra voluntad tiene así una meta: hacer siempre, también en lo pequeño, en las tareas ordinarias, lo que Dios quiere que hagamos. Así, decidimos en cada circunstancia no aquello que nos es más útil o agradable, sino según lo que quiere el Señor en aquella situación concreta. Y como Dios quiere lo mejor, aunque de modo inmediato no lo experimentemos, estamos ejerciendo la libertad en el bien, que es donde verdaderamente se realiza 12. Por eso, cuando ejercitamos nuestra libertad haciendo propio el querer divino, estamos convirtiendo nuestra vida en un continuo acto de amor.


    III. Padre, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo... Y disponemos el alma no sólo para llevar a cabo el querer divino, sino para amar lo que Dios hace o permite. Cuando los acontecimientos o las circunstancias no permiten que escojamos nosotros, es Dios quien ya ha elegido por nosotros. Es en esas situaciones, a veces humanamente difíciles, donde debemos decir con paz: «¡Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!» 13. Pueden ser ocasiones extraordinarias para confiar más y más en Dios. Esa voluntad divina que aceptamos puede llamarse sufrimiento, enfermedad o pérdida de un ser querido. O quizá son hechos que nos llegan por los simples sucesos de cada jornada o el transcurrir de los días: aceptar el paso del tiempo que comienza a dejar su huella bien marcada en el cuerpo, el sueldo insuficiente, una profesión distinta de la que hubiéramos deseado ejercer pero que debemos realizar con amor porque las circunstancias nos han llevado a ella y que ya no es posible abandonar, el fracaso por un olvido o error ridículo, los malentendidos, el carácter de alguien con el que cada día hemos de pasar codo
    a codo muchas horas, los sueños nobles no realizados..., el aceptarse a uno mismo con todas sus limitaciones, sin que esto mate el deseo de superación y, sobre todo, de crecer en las virtudes. También podremos decir nosotros entonces:

    «Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo, dadme alegría o tristeza (...). ¿Qué mandáis hacer de mí?» 14

    ¿Qué quieres, Señor, de mí en esta circunstancia concreta, y en aquella otra?

    La aceptación alegre de la voluntad divina nos dará siempre paz en el alma y, en lo humano, evitará desgastes inútiles, pero muchas veces no suprimirá el dolor. El mismo Jesús lloró como nosotros. En la Carta a los Hebreos leemos que en los días de su vida mortal ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas 15. Nuestras lágrimas, cuando se trata de un suceso doloroso, no ofenden a Dios, sino que mueven a su compasión. «Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal.

    »Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella, ...déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. »Y quédate tranquilo:) 16.

    Quiere el Señor además que, junto a la amorosa aceptación del querer divino, pongamos todos los medios humanos para salir de esa mala situación, si es posible. Y si no lo es, o tarda en resolverse, nos abrazaremos con fuerza a nuestro Padre Dios y podremos decir, como San Pablo en momentos muy difíciles: Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones 17. Nada podrá quitarnos la alegría.

    Nuestra Madre Santa María es el modelo que hemos de imitar, diciendo: Hágase en mí según tu palabra. Que se haga lo que Tú quieras, y como Tú quieras, Señor.

    1 Sant 4, 3. — 2 Cfr. Rom 8, 20. — 3 Cfr. SAN AGUSTIN, Sermón del Monte, 2, 6, 21. — J G. CHEVROT, En lo secreto, Rialp, Madrid 1960, p. 164. — 5 Is 55, 8. — 6 Jn 6, 32. — 7 Jn 5, 30. — 8 Lc 22, 42. — 9 Mt 7, 21. — 18 Mt 6, 10. — 11 SAN CIPRIANO, Tratado sobre la oración, 21. — 12 Cfr. C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 185. — 13 Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 762. — 14 SANTA TERESA, Poesías, 5. — 15 Heb 5, 7. — 16 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vía Crucis, VII, n. 3. — 17 2 Cor 7, 4.

     

    27ª SEMANA. SÁBADO


    36. ORACIONES A LA MADRE DE JESÚS

    La Virgen nos conduce siempre a su Hijo.

    El Santo Rosario, la oración preferida de la Virgen.

    Frutos de la devoción a Santa María.


    I. Estaba Jesús hablando a la multitud como en tantas ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la voz y gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron 1. Jesús se acordaría en aquellos momentos de su Madre y le llega-ría muy dentro del Corazón la alabanza de la mujer desconocida. El Señor la debió de mirar complacido y con agradecimiento. «Emocionada en lo más profundo del corazón ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella mujer no puede contener su admiración. En sus palabras re-conocemos una muestra genuina de la religiosidad popular siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia» 2. Aquel día comenzó a cumplir-se el Magn fcat:...me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Una mujer, con la frescura del pueblo, había comenzado lo que no terminará hasta el fin de los tiempos.

    Jesús, recogiendo la alabanza, hace aún más profundo el elogio a su Madre: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. María es bienaventurada, ciertamente, por haber llevado en su seno purísimo al Hijo de Dios y por haberlo alimentado y cuidado, pero lo es aún más por haber acogido con extrema fidelidad la palabra de Dios. «A lo largo de la predicación de Jesús, recogió (María) las palabras con las que su Hijo, situando el Reino más allá de las consideraciones de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a quienes escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como Ella misma lo hacía con fidelidad (Cfr. Lc 2, 19; 51)»3.

    Este pasaje del Evangelio 4 que se lee en la Misa de hoy nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. A Jesús le llegan muy gratamente los elogios a María. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con tantas jaculatorias y devociones, con el rezo del Santo Rosario. «Del mismo modo que aquella mujer del Evangelio —señalaba el Papa Juan Pablo II— lanzó un grito de bienaventuranza y de admiración hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción, soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen María nos conduce a su divino Hijo, y que Él escucha siempre las súplicas que se le dirigen a su Madre» 5. La Virgen es la senda más corta para llegar a Cristo y, por Él, a la Trinidad Beatísima. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo y seremos semejantes a El. «Porque María, habiendo entrado íntimamente en la Historia de la Salvación, une en sí y, en cierta manera, refleja las más grandes exigencias de la fe; mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre» 6. Con Ella vamos bien seguros.
     

    II. Nosotros nos unimos a ese largo desfile de gentes tan diversas que a través de los siglos se han acercado a honrar a María. Nuestra voz se une a ese clamor que no cesará jamás. También nosotros hemos aprendido a ir a Jesús a través de María, y en este mes, siguiendo la costumbre de la Iglesia, lo hacemos cuidando con más empeño el rezo del Santo Rosario, «que es fuente de vida cristiana. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria —exhortaba el Romano Pontífice—. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida —como Cristo en su Pasión—, lleva a la felicidad y a la alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espelra de la vida eterna» '.

    El Rosario es la oración preferida de Nuestra Señora 8, plegaria que llega siempre a su Corazón de Madre y nos dispensa incontables gracias y bienes. Se ha comparado esta devoción a una escalera, que subimos escalón a escalón, acercándonos «al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque ésta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo» 9.

    ¡Qué paz nos debe dar repetir despacio el Avemaría, deteniéndonos quizá en alguna de sus partes!: Dios te salve, María... y el saludo, aunque lo hayamos repetido millones de veces, nos suena siempre nuevo. Santa María... ¡Madre de Dios!... ruega por nosotros... ¡ahora! Y Ella nos mira y sentimos su protección maternal. «La piedad —lo mismo que el amor— no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque el fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo» 10.
     

    III. La devoción a la Virgen no es de ninguna manera «un sentimiento estéril y pasajero, o vana credulidad» 11, propio de personas de corta edad o de escasa formación. Por el contrario —sigue afirmando el Concilio Vaticano II—, procede «de la verdadera fe, por la que somos inclinados a reconocer la preeminencia de la Madre de Dios y somos impulsados a un amor filial hacia Nuestra Señora y a la imitación de sus virtudes» 12. El amor a la Virgen nos impulsa a imitarla y, por tanto, al cumplimiento fiel de nuestros deberes, a llevar la alegría allí donde vamos. Ella nos mueve a rechazar todo pecado, hasta el más leve, y nos anima a luchar con empeño contra nuestros defectos. Contemplar su docilidad a la acción del Espíritu Santo en su alma es estímulo para cumplir la voluntad de Dios en todo tiempo, también cuando nos cuesta. El amor que nace en nuestro corazón al tratarla es el mejor remedio contra la tibieza y contra las tentaciones de orgullo y sensualidad.

    Cuando hacemos una romería o visitamos algún santuario dedicado a Nuestra Madre del Cielo, hacemos una buena provisión de esperanza. ¡Ella misma —Spes nostra— es nuestra esperanza! Siempre que rezamos con atención el Santo Rosario y nos detenemos para meditar unos instantes cada uno de los misterios que en él se nos proponen, nos encontramos con más fuerzas para luchar, con más alegría y deseos de ser mejores. «No se trata tanto de repetir fórmulas, cuanto de hablar como personas vivas con una persona viva, que, si no la veis con los ojos del cuerpo, podéis sin embargo verla con los ojos de la fe. La Virgen, de hecho, y su Hijo Jesús, viven en el Cielo una vida mucho más "viva" que esta nuestra —mortal— que vivimos aquí abajo.

    »El Rosario es un coloquio confidencial con María, una conversación llena de confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas, manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su disposición para todo aquello que Ella, en nombre de su Hijo, nos pida. Prometerle fidelidad en toda circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su protección, seguros de que, si lo pedimos, Ella nos obtendrá siempre de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación» 13.

    Hagamos el propósito en este sábado mariano de ofrecerle con más amor esa corona de rosas que, según su etimología, significa el Rosario. No rosas marchitas o ajadas por el desamor y el descuido. «Santo Rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.

    »—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela» 14.

    A través de esta devoción, Nuestra Madre del Cielo nos devolverá la esperanza si alguna vez, al considerar tantas flaquezas, sentimos en el alma la sombra del desaliento. «"Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados..." Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.

    »Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!» 15.

    t Lc 11, 27-28. — 2 JUAN PABLO 11, Alocución 5-IV-1987. — 3 CONC. VAT. II, Const. Lurren gentium, 58. — 4 Lc 11, 27-28. 5 JUAN PABLO II, loc. Cit. — 6 CONC. VAT. 11, IOC. Cit., 65. — 7 JUAN PABLO 11, IOC. Cit. — 8 PABLO VI, Enc. Meise maio, 29-IV-1965. — 9 IDEM, Alocución 10-V-1964. — 10 Pio XI, Enc. In„ravescentibus maus, 29-IX-1937. " CONC. VAT. 11, loc. C it., 67. — 12 Ibi.dem. — 13 JUAN PABLO 11, Alocución 25-IV-1987. — 14 J. EscatvÁ DE BALAOULR, Forja, n. 621. — 15 IDEM, Surco, n. 475.