VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO
CICLO A


10. LA VIÑA DEL SEÑOR


I. En la vida de las personas se dan momentos particulares en los que Dios concede especiales gracias para encontrarle. La inminencia de la vuelta del destierro del pueblo elegido supone uno de esos momentos privilegiados de cercanía del Señor.

Muchos hebreos se contentaban con volver a ver la ciudad santa, Jerusalén. En esto estaba su esperanza y su alegría. Pero Dios exige más, pide el abandono del pecado, la conversión del corazón. Por eso pregona por boca del Profeta Isaías, según leemos en la Primera lectura de la Misa':

Mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos... Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más altos que vuestros planes. ¡Tantas veces nos quedamos cortos ante las maravillas que Dios nos tiene preparadas! ¡En tantos momentos núestros planteamientos se quedan pequeños!

En los textos de la liturgia de la Misa de este domingo, la Iglesia nos recuerda el misterio de la sabiduría de Dios, siempre unido a unos deseos redentores: Yo soy la salvación del Pueblo, dice el Señor: si me invocan en la tribulación, los escucharé y seré siempre su Señor 2. Y en el Evangelio 3, el Señor quiere que consideremos cómo esos planes redentores están íntimamente relacionados con el trabajo en su viña, cualesquiera que sean la edad o las circunstancias en que Dios se ha acercado y nos ha llamado para que le sigamos. El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Ajustó con ellos el jornal en un denario y los envió a trabajar. Pero hacían falta brazos, y el amo salió en otras ocasiones, desde la primera hora de la mañana hasta el atardecer, a buscar más jornaleros. Al final, todos recibieron la misma paga: un denario. Entonces, los que habían trabajado más tiempo protestaron al ver que los últimos llamados recibían la misma paga que ellos. Pero el propietario les respondió: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario?... Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con mis asuntos?

No quiere el Señor darnos aquí una enseñanza de moral salarial o profesional. Nos dice que en el mundo de la gracia todo, incluso lo que parece que se nos debe como justicia por las obras buenas realizadas, es un puro don. El que fue llamado al alba, en los comienzos de su vida, a seguir más de cerca a Cristo, no puede presumir de tener mayores derechos que el que lo ha sido en la edad madura, o quizá a última hora de su vida, en el crepúsculo. Y estos últimos no deben desalentarse pensando que quizá es demasiado tarde. Para todos el jornal se debe a la misericordia divina, y es siempre inmenso y desproporcionado por lo que aquí hayamos trabajado para el Señor. La grandeza de sus planes está siempre por encima de nuestros juicios humanos, de no mucho alcance.

Nosotros, llamados a la viña del Señor a distintas horas, sólo tenemos motivos de agradecimiento. La llamada, en sí misma, ya es un honor. «Ninguno hay —afirma San Bernardo , a poco que reflexione, que no halle en sí mismo poderosos motivos que le obliguen a mostrarse agradecido a Dios. Y nosotros especialmente, porque nos escogió para sí y nos guardó para servirle a El solo» 4.


II.
Id también vosotros a mi viña.

Entre los males que aquejan a la humanidad, hay uno que sobresale por encima de todos: son pocas las personas que de verdad, con intimidad y trato personal, conocen a Cristo; muchos quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la salvación a todos. En buena parte dependerá de nuestro empeño el que muchos lo busquen y lo encuentren: «tanto,és el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El "dueño de la casa" repite con más fuerza su invitación: Id vosotros también a mi viña» 5. ¿Podremos permanecer indiferentes ante tantos que no conocen a Cristo? «Examine cada uno lo que hace —exhorta San Gregorio Magno—, y vea si trabaja ya en la viña del sembrador. Porque el que en esta vida procura el propio interés no ha entrado todavía en la viña del Señor. Pues para Él trabajan (...) los que se desvelan por ganar almas y se dan prisa por llevar a otros a la viña» 6.

En el campo del Señor hay lugar y trabajo para todos: jóvenes y viejos, ricos y pobres, para hombres y mujeres que se encuentran en la plenitud de la vida y para quienes ya ven acercarse su atardecer, para los que parecen disponer de mucho tiempo libre y para los que han de hacer grandes esfuerzos y sacrificios por estar cada día con la familia... Incluso los niños, afirma el Concilio Vaticano II, «tienen su propia capacidad apostólica» 7, y ¡qué fecundidad la de su apostolado en tantas ocasiones! Y los enfermos, ¡cuánto bien pueden hacer! «Por consiguiente, se impone a todos los cristianos la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» 8.

Nadie que pase junto a nosotros en la vida deberá decir que no se sintió alentado por nuestro ejemplo y por nuestra palabra a amar más a Cristo. Ninguno de nuestros amigos, ninguno de nuestros familiares debería decir al final de sus vidas que nadie se ocupó de ellos.
 

III. El Papa Juan Pablo II, comentando esta parábola 9, invitaba a mirar cara a cara este mundo nuestro con sus inquietudes y esperanzas: un mundo —añadía el Pontífice— cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves que las que describía el Concilio Vaticano II en uno de sus documentos i0. «De todas formas —comentaba el Papa—, es ésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo (Cfr. Mt 5, 13-14)».

No son gratas al Señor las quejas estériles, que suponen falta de fe, ni siquiera un sentido negativo y pesimista de lo que nos rodea, sean cuales fueran las circunstancias en las que se desarrolle nuestra vida. Es ésta la viña, y es éste el campo donde el Señor quiere que estemos, metidos en medio de esta sociedad, con sus valores y sus deficiencias. Es en la propia familia —ésta y no otra en la que nos hemos de santificar y la que hemos de llevar a Dios, en el trabajo que cada día nos espera, en la Universidad o en el Instituto... Ésa es la viña del Señor donde Él quiere que trabajemos, sin falsas excusas, sin añoranzas, sin agrandar las dificultades, sin esperar oportunidades mejores. Para realizar ese apostolado tenemos las gracias necesarias. Y en esto se fundamenta todo nuestro optimismo. «Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia. Esta vocación y misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa (...). En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido, de día en día» 11. En cada jornada somos llamados por Dios para llevar a cabo sus planes de redención; en cada situación recibimos ayudas sobrenaturales eficaces para que las circunstancias que nos rodean nos sirvan de motivo para amar más a Dios y para realizar un apostolado fecundo.

San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa 12, escribe a los cristianos de Filipo: Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. ¡Tanta era su esperanza en Cristo, tanto su amor a aquellos primeros cristianos que había llevado a la fe! Pablo escribe estando encarcelado y sufriendo a causa de quienes, por rivalidad, quieren entorpecer su obra. Sin embargo, esto no le quita la paz y la serenidad, y no deja de seguir trabajando en la viña del Señor con los medios de que dispone. Rechacemos el pesimismo y la tristeza si alguna vez no obtenemos los resultados que esperábamos. «No admitas el desaliento en tu apostolado. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz. ¡Animo!... Continúa contra corriente, protegido por el Corazón Materno y Purísimo de la Señora: Sancta Maria, refugium nostrum et virtud, eres mi refugio y mi fortaleza.

»Tranquilo. Sereno... Dios tiene muy pocos amigos en la tierra. No desees salir de este mundo. No rehúyas el peso de los días, aunque a veces se nos hagan muy largos» 13.

/s 55, 6-9. — 2 Antífona de entrada. — 3 Mt 20, 1-16. — A SAN BERNARDO, Sermón 2, para el Domingo VI después de Pentecostés, 1. — 5 JUAN PABLO 11, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 3. -6 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio, 19, 2. — 7 CONO. VAr. II, Decr. Apostolicam actuositatem, l2. — 9 Ibidem, 3. — 9 Cfr. JUAN PABLO 11, loc. Cit., 3. 19 Cfr. CONC. VAr. 11, Const. Gaudium et spes. — 11 JUAN PABLO 11, loc. cit., 58. — 12 Flp 1, 20-24; 27. 13 J, ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vía Crucis, Rialp, 2' ed., Madrid 1981, XIII, n. 3.

 

VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO
CICLO B


11. EL MÁS IMPORTANTE DE TODOS

  • Mandar es servir.


  • I. La Primera lectura de la Misa 1 nos presenta una enseñanza acerca de los padecimientos de los hijos de Dios injustamente perseguidos a causa de su honradez y santidad. Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra conducta errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo de Dios; es un reproche constante para nuestra vida...; lo someteremos a la afrenta y a la tortura para comprobar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de
    él. Estas palabras, escritas siglos antes de la llegada de Cristo, las aplica hoy la liturgia al justo por excelencia, a Jesús, Hijo Unigénito de Dios, condenado a una muerte ignominiosa después de padecer todas las afrentas.

    En el Evangelio de la Misa 2, San Marcos nos relata que Jesús atravesaba Galilea con los suyos, y en el camino los instruía acerca de su muerte y resurrección. Les decía con toda claridad: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán y, después de muerto, resucitará a los tres días. Pero los discípulos, que se habían formado otra idea del futuro reino del Mesías, no entendían sus palabras y temían preguntarle.

    Sorprende que, mientras el Maestro les comunicaba los padecimientos y la muerte que había de sufrir, los discípulos discutían a sus espaldas sobre quién sería el mayor. Por eso, al llegar a Cafarnaún, estando ya en casa, Jesús les preguntó por la discusión que habían mantenido en el camino. Ellos, quizá avergonzados, callaban. Entonces se sentó y, llamando a los Doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y para hacer más gráfica la enseñanza tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que recibe a uno de estos niños, a Mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a Mí, sino al que me envió.

    El Señor quiere enseñar a los que han de ejercer la autoridad en la Iglesia, en la familia, en la sociedad, que esa facultad es un servicio que se presta. Nos habla a todos de humildad y abnegación para saber acoger en los más débiles a Cristo mismo. «En este niño que Jesús abraza están representados todos los niños del mundo, y también todos los hombres necesitados, desvalidos, pobres, enfermos, en los cuales nada brillante y destacado hay que admirar» 3.
     

    II. El Señor, en este pasaje del Evangelio, quiere enseñar principalmente a los Doce cómo han de gobernar la Iglesia. Les indica que ejercer la autoridad es servir. La palabra autoridad procede del vocablo latino auctor, es decir, autor, promotor o fuente de algo 4. Sugiere la función del que vela por los intereses y el desarrollo de un grupo o una sociedad. Gobierno y obediencia no son acciones contrapuestas: en la Iglesia nacen del mismo amor a Cristo. Se manda por amor a Cristo y se obedece por amor a Cristo.

    La autoridad es necesaria en toda sociedad, y en la Iglesia ha sido querida directamente por el Señor. Cuando en una sociedad no se ejerce, o se manda indebidamente, se hace un daño a sus miembros, que puede ser grave, sobre todo si el fin de esa corporación o grupo social es esencial para los individuos que la componen. «Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros.

    »Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados» 5.

    En la Iglesia, la autoridad se ha de ejercer como lo hizo Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir: non veni ministr/ari sed ministrare 6. Su servicio a la humanidad va encaminado a la salvación, pues vino a dar su vida en redención de muchos 7, de todos. Poco antes de estas palabras, y ante una situación semejante a la que se lee en el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor había manifestado a los Doce: Sabéis que los jefes de las naciones las tratan despóticamente y los grandes abusan de su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; antes bien, quien quisiere entre vosotros llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien quisiere entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo 8. Los Apóstoles fueron entendiendo poco a poco estas enseñanzas del Maestro, y las comprenderían en toda su plenitud después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. San Pedro escribirá años más tarde 9 a los presbíteros que debían apacentar el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo. Y San Pablo afirmará que, no estando sometido a nadie, se hace siervo de todos para ganarlos a todos 10. Cuanto más «arriba» se esté en la jerarquía eclesiástica, más obligación hay de servir. Una profunda conciencia de esta verdad se refleja en el título adoptado desde antiguo por los Papas: Servus servorum Dei, el siervo de los siervos de Dios lt.

    Los buenos pastores en la Iglesia han de saber «armonizar perfectamente la entereza que en el seno de la familia descubrimos en el padre con la amorosa intuición de la madre, que trata a sus hijos desiguales de desigual manera» 12.

    Nosotros hemos de pedir que no falten nunca buenos pastores en la Iglesia que sepan servir a todos con abnegación y especialmente a los más necesitados de ayuda. Nuestra oración diaria por el Romano Pontífice, por los obispos, por quienes de alguna manera han sido constituidos en autoridad, por los sacerdotes y por aquellos que el Señor ha querido que nos ayuden en el camino de la santidad, subirá hasta el Señor y le será especialmente agradable.
     

    III. Se sirve al ejercer la autoridad, como sirvió Cristo; y se sirve obedeciendo, como el Señor, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz 13. Y para obedecer hemos de entender que la autoridad es un bien, un bien muy grande, sin el cual no sería posible la Iglesia, tal como Cristo la fundó.

    Cualquier comunidad que quiere subsistir tiende naturalmente a buscar alguien que la dirija, sin lo cual pronto dejaría de existir. «La vida ordinaria ofrece un sinfín de ejemplos de esta tendencia del espíritu comunitario a buscar la autoridad: desde clubs, sindicatos laborales o asociaciones profesionales (...). En una verdadera comunidad —cuyos componentes están unidos por fines e ideales comunes—, la autoridad\no es objeto de temor, sino de respeto y de acatamiento, por parte de quienes están bajo ella. La/conciencia individual, en una persona normalmente constituida, no tiene propensión natural a desconfiar de la autoridad o rebelarse contra ella; su disposición es más bien de aceptarla, de recurrir a ella, de apoyarla» 14. En la Iglesia, el sentido sobrenatural la vida de fe— nos hace ver en sus mandatos y consejos, al mismo Cristo, que sale a nuestro encuentro en esas indicaciones.

    Para obedecer hemos de ser humildes, pues en cada uno de nosotros existe un principio disgregador, fruto amargo del amor propio, herencia del pecado original, que en ocasiones puede tratar de encontrar cualquier excusa para no someter gustosamente la voluntad ante un mandato de quien Dios ha puesto para conducirnos a Él. «Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos» 15. Para que la virtud de la obediencia tenga esas características, acudimos al término de esta meditación al amparo de Nuestra Madre Santa María, que quiso ser Ancilla Domini, la Sierva del Señor 16. Ella nos enseñará que servir —tanto al ejercer la autoridad como al obedecer es reinar 17.

    1 Sab 2, 17-20. — 2 Mc 9, 29-36. — 3 SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mc 9, 36-37. ° Cfr. J. COROMINAS, Diccionario crítico etimológico castellano e hispano, Gredos, Madrid 1987, vol. 1, voz AUTOR. --- 5 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 577. -- 6 Mt 20, 28. 1 Ibidem. 8 Mt 20, 24-27. 9 Cfr. 1 Pdr 5, 1-3. — 10 Cfr. 1 Cor 9, 19 ss.; 2 Cor 4, 5. 11 Cfr. C. BURKE, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988, p. 179. -- 12 A. DEI. PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, ed. Madrid 1979, p. 35. — 13 Flp 2, 8. — 16 C. BURKE, O.c., pp. 183-184. 15 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, O. C., n. 530. 16 Lc 1, 38. 11 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 36.

     

    VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO
    CICLO C


    12. LOS HIJOS DE LA LUZ


    I. En la Primera lectura de la Misa 1 resuenan los duros reproches del Profeta Amós contra los comerciantes que atropellan y se enriquecen a costa de los pobres: alteran los pesos, venden mercancía de desecho, hacen subir los precios aprovechando momentos de necesidad... Son múltiples las formas injustas que emplean para hacer prosperar sus negocios.

    En el Evangelio de la Misa 2 enseña el Señor, mediante una parábola, la habilidad de un administrador que es llamado a cuentas por el amo, acusado de malversar la hacienda. El administrador reflexionó sobre lo que le esperaba: ¿Qué haré, puesto que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar, me da vergüenza. Sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando sea retirado de la administración. Entonces llamó a los deudores de su amo y pactó con ellos un arreglo favorable a los \iñ mos. Al primero que se presentó le dijo: ¿Cuánto debes a mi señor? Él respondió: Cien medidas de aceite. Y le dijo: Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Tú, cuánto debes? Él respondió: Cien cargas de trigo. Y le dijo: Toma tu recibo y escribe ochenta.

    El dueño se enteró de lo que había hecho su administrador y lo alabó por su sagacidad. Y Jesús, quizá con un poco de tristeza, añadió: los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz. No alaba el Señor la inmoralidad de este intendente que se prepara, en el poco tiempo que le queda, unos amigos que luego le reciban y ayuden. «¿Por qué puso el Señor esta parábola? —pregunta San Agustín—. No porque el siervo aquel fuera precisamente un modelo a imitar, sino porque fue previsor para el futuro, a fin de que se avergüence el cristiano que carece de esta determinación» 3; alabó el empeño, la decisión, la astucia, la capacidad de sobreponerse y resolver una situación difícil, el no dejarse llevar por el desánimo.

    No es raro ver el esfuerzo y los incontables sacrificios que muchos hacen para obtener más dinero, para subir dentro de la escala social... Otras veces quedamos sorprendidos incluso por los medios que se emplean para hacer el mal: prensa, editoriales, televisión, proyectos de todo orden... Pues, al menos, ese mismo empeño hemos de poner los cristianos en servir a Dios, multiplicando los medios humanos para hacerlos rendir en favor de los más necesitados: en obras de enseñanza, de asistencia, de beneficencia... El interés que otros tienen en sus quehaceres terrenos hemos de poner nosotros en ganarnos el Cielo, en luchar contra todo lo que nos separa de Cristo. «¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes y aun niños: todos igual.

    »—Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado» 4.
     

    II. Los hijos del mundo parecen a veces más consecuentes con su forma de pensar. Viven como si sólo existiera lo de aquí abajo y se afanan en ello sin medida. Quiere el Señor que pongamos en sus cosas —la santidad personal y el apostolado- al menos el mismo empeño que otros ponen en sus negocios terrenos; quiere que nos preocupemos de sus asuntos con interés, con alegría, con entusiasmo, y que todo lo encaminemos a este fin, que es lo único que verdaderamente vale la pena. Ningún ideal es comparable al de servir a Cristo, utilizando los talentos recibidos como medios para un fin que sobrevive más allá de este mundo que pasa.

    Al terminar la parábola nos recuerda el Señor: Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye: No podéis servir a Dios y al dinero. No tenemos más que un solo Señor, y a Él hemos de servir con todo el corazón, con los talentos que El mismo nos ha dado, empleando todos los medios lícitos, la vida entera. A El hemos de encaminar, sin excepción, los actos de la vida: el trabajo, los negocios, el descanso... El cristiano no tiene un tiempo para Dios y otro para los negocios de este mundo, sino que éstos deben convertirse en servicio a Dios y al prójimo por la rectitud de intención, la justicia, la caridad. Para ser buen administrador de los talentos que ha recibido, de la hacienda de la que debe dar cuenta a su señor, el cristiano ha de saber dirigir sus acciones a promover el bien común, encontrando las soluciones adecuadas, con ingenio, con interés, con «profesionalidad», sacando adelante o colaborando en empresas y obras buenas en servicio de los demás, teniendo la seguridad de que su quehacer vale más la pena que el negocio más atrayente. Son los laicos «los que han de intervenir en las grandes cuestiones que afectan a la presencia directa de la Iglesia en el mundo, como la educación, la defensa de la vida y del medio ambiente, las garantías en el pleno ejercicio de la libertad religiosa, la presencia del testimonio y del mensaje cristiano en los medios de comunicación social. En estas cuestiones deben ser los mismos seglares cristianos, en tanto que ciudadanos y a través de todos los cauces a que tienen legítimo acceso en el desarrollo de la vida pública, quienes deben hacer oír su voz y hacer valer sus justos derechos» 5. Así servimos a Dios en medio del mundo.

    No podemos permitir que el dinero se convierta, quizá poco a poco, en nuestro señor, ni el objetivo de la vida puede ser acumular la mayor cantidad de bienes posibles, tener cada día más confort y comodidad. Dios nos llama a un destino más alto. Con todos los medios a nuestro alcance hemos de trabajar «con un entusiasmo y una energía renovadas, por rehacer lo que ya ha sido destruido por una cultura materialista y hedonista, y por avivar lo que existe sólo débilmente. No se trata ya de vigorizar sus raíces. En no pocos casos, en no pocos ambientes, se trata de comenzar desde el principio, casi a partir de cero. Por eso es posible hablar hoy de una nueva Evangelización» 6. Es inmensa la tarea a la que el Señor —a través de su Vicario aquí en la tierra 7 nos llama. No dejemos de poner lo que está a nuestro alcance: también el tiempo, el prestigio profesional, la ayuda material... «Ya lo dijo el Maestro: ¡ojalá los hijos de la luz pongamos, en hacer el bien, por lo menos el mismo empeño y la obstinación con que se dedican, a sus acciones, los hijos de las tinieblas!

    »—No te quejes: ¡trabaja, en cambio, para ahogar el mal en abundancia de bien!» 8.


    III. Aunque es la gracia la que cambia los corazones, el Señor quiere que utilicemos medios humanos en el apostolado, y los procedimientos lícitos que estén a nuestro alcance. Enseña Santo Tomás de Aquino
    9 que sería tentar a Dios no hacer lo que podemos y esperarlo todo de El. También se aplica este principio al apostolado, donde el Señor espera de sus discípulos una cooperación sabia, efectiva y entregada. No somos instrumentos inertes. Los hijos de la luz han de poner también —junto a los medios sobrenaturales— su interés, su capacidad humana, su ingenio, su afán... al conquistar un alma para Cristo. Y en las obras apostólicas de formación, de enseñanza... serán necesarios los medios económicos, como puso de relieve el mismo Señor: En aquel tiempo en que os envié sin bolsa, sin alforja y sin zapatos, ¿por ventura os faltó algo? Nada, respondieron ellos. Pues ahora, prosiguió Jesús, el que tiene bolsa, llévela, y también alforjas; y el que no tenga espada, venda su túnica y cómprela 10. Jesús mismo, para realizar su misión divina, quiso servirse muchas veces de medios terrenos: unos cuantos panes y algunos peces, un poco de barro, los bienes de unas piadosas mujeres...

    Porque sabemos que la misión apostólica a la que el Señor nos llama supera la capacidad de los medios humanos que utilicemos, no dejaremos a un lado, como si fueran secundarios, los sobrenaturales. No tendremos puesta nuestra confianza en el ingenio personal, en el poder de convicción de nuestra palabra, en los bienes que son el soporte material de una empresa apostólica, sino en la gracia divina que hará milagros con esos medios, que no olvidaremos, aunque siempre son absolutamente desproporcionados. La confianza en Dios nos llevará en ocasiones a no esperar a tener todo lo necesario (quizá no lleguemos nunca a tenerlo), ni dejaremos de hacer ciertos trabajos o de empezar otros nuevos: «Se comienza como se puede»' 1, y pediremos a Jesús lo que nos falta y actuaremos con esa libertad y audacia que da la confianza en Dios. «Me hizo gracia tu vehemencia. Ante la falta de medios materiales de trabajo y sin la ayuda de otros, comentabas: "yo no tengo más que dos brazos, pero a veces siento la impaciencia de ser un monstruo con cincuenta, para sembrar y recoger la cosecha".

    » Pide al Espíritu Santo esa eficacia..., ¡te la concederá!» 12.

    1 Am 8, 4-7. — 2 Lc 16, 1-13. — 3 SAN AGUSTÍN, Sermón 359, 9-11. — 4 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 317. — 5 CARD. A. SUQUTA, Discurso ala Conferencia Episcopal española, 19-II-1990. — 6 Ibidem. — 7 Cfr. JUAN PA-su) II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 34. — 8 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 848. — 9 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 53, a. 1 ad 1. — 10 Lc 22, 35-37. — 11 Cfr. J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 488. — 12 IDEM, Surco, n. 616.

     

    25ª SEMANA. LUNES


    13. LA LUZ EN EL CANDELERO


    I. En el Evangelio de la Misa leemos esta enseñanza del Señor: Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entren tengan luz.

    Quien sigue a Cristo —quien enciende un candil— no sólo ha de trabajar por su propia santificación, sino también por la de los demás. El Señor lo ilustra con diversas imágenes muy expresivas y asequibles al pueblo sencillo que le escucha. En todas las casas alumbraba el candil al caer la tarde, y todos conocían dónde se colocaba y por qué. El candil está para iluminar y había de colocarse bien alto, quizá colgaba de un soporte fijo puesto sólo pára ese fin. A nadie se le ocurría esconderlo de tal manera que su luz quedara oculta. ¿Para qué iba a servir entonces?

    Vosotros sois la luz del mundo 2, había dicho en otra ocasión a sus discípulos. La luz del discípulo es la misma del Maestro. Sin esteresplandor de Cristo, la sociedad queda en las más espesas ti-nieblas. Y cuando se camina en la oscuridad se tropieza y se cae. Sin Cristo, el mundo se vuelve difícil y poco habitable.

    Los cristianos están para iluminar el ambiente en el que viven y trabajan. No se comprende a un discípulo de Cristo sin luz: sería como un candil que se escondiera debajo de una vasija o se metiera debajo de la cama. ¡Qué bien le entenderían quienes le escuchaban! El Concilio Vaticano II puso de relieve la obligación del apostolado, derecho y deber que nace del Bautismo y de la Confirmación 3, hasta el punto de que, formando el cristiano parte del Cuerpo Místico, «el miembro que no contribuye según su medida al aumento de este Cuerpo, hay que decir que no aprovecha ni a la Iglesia ni a sí mismo» 4. Este apostolado, que tiene tan diversas formas, es continuo, como es continua la luz que alumbra a los que están en la casa. «El mismo testimonio de vida cristiana y las obras hechas con espíritu sobrenatural tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios»5. También los que aún no creen en Cristo han de ver iluminado su camino con el brillo de las obras de los que siguen al Maestro. «Porque todos los cristianos, donde quiera que vivan, por el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, están obligados a manifestar el hombre nuevo de que se han revestido por el Bautismo, y en el que se han robustecido por la Confirmación, de tal forma que los demás, al reparar en sus obras, glorifiquen al Padre y descubran el genuino sentido de la vida y el vínculo universal de todos los hombres» 6.

    Examinemos hoy nosotros si aquellos que trabajan codo a codo con nosotros, quienes viven en el mismo hogar, los que nos tratan por motivos profesionales o sociales... reciben esa luz que señala el camino amable que conduce a Dios. Pensemos si esos mismos se sienten movidos a ser mejores.


    II. El trabajo, el prestigio profesional, es el candil en el que ha de lucir la luz de Cristo. ¿Qué apostolado podría llevar a cabo una madre de familia que no cuidara a conciencia de su hogar, de tal manera que su marido, sus hijos, encontraran al llegar un lugar grato? ¿Cómo podría hablar de Dios a sus amigos un estudiante que no estudiara, un empresario que no viviera los principios de la justicia social de la Iglesia con los empleados...? La vida entera del Señor nos hace entender que sin la diligencia, la laboriosidad y la constancia de un buen trabajador, la vida cristiana queda reducida, a lo más, a deseos, quizá aparentemente piadosos, pero estériles tanto en la santidad personal como en la influencia clara que hemos de ejercer a nuestro alrededor. Cada cristiano «debe obrar
    de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre» 11.

    Para tener prestigio profesional es necesario cuidar la formación en la propia actividad u oficio, dedicando las horas necesarias, fijándose metas para perfeccionarla cada día, incluso después de terminados los estudios o el período de aprendizaje propio de todo trabajo. En no pocas ocasiones los resultados académicos, para un estudiante, serán un buen índice de su amor a Dios y al prójimo. Obras son amores.

    Como consecuencia lógica de este empeño y de la seriedad de su tarea, el fiel cristiano tendrá entre sus colegas la reputación de buen trabajador o de buen estudiante que le es necesaria para realizar un apostolado profundo 12. Sin darse apenas cuenta estará mostrando cómo la doctrina de Cristo se hace realidad en medio del mundo, en una vida corriente. Y se comprueba el acierto del comentario de San Ambrosio: las cosas nos parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en otros 13. Y todos tienen derecho a ese buen ejemplo.


    III. Es evidente que la doctrina de Cristo no se ha difundido a fuerza de medios humanos, sino a impulsos de la gracia. Pero también es cierto que la acción apostólica edificada sobre una vida sin virtudes humanas, sin valía profesional, sería hipocresía y ocasión de desprecio por parte de los que queremos acercar al Señor. Por eso, el Concilio Vaticano II formulaba estas graves palabras: «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» 14, porque no se santifica a sí mismo, deja de aprovechar los talentos recibidos, y no santifica a su prójimo.

    Sea cual sea la profesión o el oficio que se desempeñe, la categoría ganada día a día en un trabajo hecho a conciencia otorga una autoridad moral ante colegas y compañeros que facilita el persuadir, el enseñar, el atraer... Es tan importante esta solidez profesional que un buen cristiano no se puede escudar en ningún motivo para no ganarla. Para quienes se empeñan en vivir hasta el fondo su vocación cristiana, el trabajo competente y los medios para lograrlo constituyen un deber primario. Por eso, el buen médico, si quiere seguir siéndolo, no abandonará el estudio que lo mantiene al día, y el buen profesor renovará su material pedagógico, sin contentarse con repetir una y otra vez los mismos guiones, que lo dejarían sumido en la mediocridad.

    La competencia y la seriedad con que se debe realizar el trabajo profesional se convierte así en un candelero que ilumina a colegas y amigos 15. La caridad cristiana se hace visible entonces desde lejos, y la luz de la doctrina ilumina desde esa altura; es una luz familiar y cercana que con facilidad llega a todos.

    San Pablo escribe a Ios primeros cristianos de Filipo y les exhorta a vivir en medio de aquella generación apartada de Dios de tal manera que brillen como luceros en medio del mundo 16. Y su ejemplo arrastraba tanto que en verdad se pudo decir de ellos: «lo que es el alma para el cuerpo, esto son los cristianos en medio del mundo» 17, como se puede leer en uno de los escritos cristianos más antiguos.

    Para llevar a todos la luz de Cristo, junto a los medios sobrenaturales, hemos de practicar también las normas corrientes de la convivencia. Para muchas personas estas normas se quedan en algo exterior y sólo se practican porque hacen más fácil el trato social, por costumbre. Para nosotros los cristianos han de ser también fruto de la caridad, manifestaciones externas de un sincero interés por los demás. Todo esto es parte de la luz divina que hemos de llevar con nuestra vida, y del apostolado que el Señor quiere que llevemos a cabo, principalmente entre las personas que más tratamos.

    1 Lc 8, 16-18. — 2 Mt 5, 14. 3 Cfr. CONC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 33. — 4 IDEM, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. 5 Ibidem, 6. — 6 IDEM, Decr. Ad gentes, 11. — 7 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 105. -- 9 Mc 6, 3. 9 Mc 7, 37. 10 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 56. 11 JUAN PABLO II, Ene. Laborem exercens, 14-IX-1981, 26. — 12 Cfr. CONC. V AT. 1I, Const. Lumen gentium, 36. 13 SAN AMBROSIO, Sobre las vírgenes,: 2, 2. 14 CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 43. — 15 Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 61. — 16 Flp 2, 15. 17 Epístola a Diogneto, VI, 1.

     

    25ª SEMANA. MARTES


    14. EL SILENCIO DE MARÍA


    I. Muchas veces hemos deseado que los Evangelistas narraran más sucesos y palabras de Santa María. El amor nos hace desear haber tenido más noticias de Nuestra Madre del Cielo. Sin embargo, Dios se encargó de dar a conocer todo lo necesario, tanto durante la vida de Nuestra Señora aquí en la tierra, como ahora, después de veinte siglos, a través del Magisterio de la Iglesia cuando, con la asistencia del Espíritu Santo, desarrolla y explicita los datos revelados.

    Poco tiempo después de la Anunciación, aunque la Virgen no comunicó nada a Isabel, ésta penetró en el misterio de su prima por revelación divina. Tampoco Nuestra Señora manifestó suceso alguno a José, y un ángel le informó en sueños sobre la grandeza de la misión de la que ya era su esposa. En el nacimiento del Mesías también María guardó silencio, pero los pastores fueron informados puntualmente del acontecimiento más grande de la humanidad, y éstos comunicaron a sus amigos y conocidos la gran noticia. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho l. Nada dijeron María y José a Simeón y a Ana, la profetisa, cuando como un joven matrimonio más subieron al Templo para presentar al Niño. Y en Egipto primero y luego en Nazareth, a nadie habló María del misterio divino que llenaba su vida. Nada comentó con sus parientes y vecinos. Se limitó a guardar estas cosas ponderándolas en su corazón 2. El silencio de María dio lugar a que Natanael se equivocara en el comentario que le hizo a Felipe sobre aquella pequeña ciudad fronteriza con Caná, su tierra: ¿De Nazareth puede salir algo bueno?'. «La Virgen no buscaba, como tú y como yo, la gloria que los hombres se dan unos a otros. Le basta saber que Dios lo sabe todo. Y que no necesita pregoneros para anunciar a los hombres sus prodigios. Que, cuando El quiere, ya los cielos refieren su gloria y el firmamento anuncia las obras de sus manos; un día trasmite al otro su palabra y una noche a la siguiente sus noticias (Sal 18, 1-2). El sabe hacer de sus vientos, mensajeros; y del fuego abrasador, embajadores (Sal 104, 4)» 4.

    «Es tan hermosa la Madre en el perenne recogimiento con que el Evangelio nos la muestra...: ¡ Conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón! Aquel silencio pleno tiene su encanto para la persona que ama» 5. Allí, en la intimidad de su alma, Nuestra Señora fue penetrando más y más en el misterio que le había sido revelado. María, Maestra de oración, nos enseña a descubrir a Dios, ¡tan cercano a nuestras vidas!, en el silencio y en la paz de nuestros corazones, pues «sólo a quien pondera con espíritu cristiano las cosas en su corazón le es dado descubrir la inmensa riqueza del mundo interior, del mundo de la gracia: de ese tesoro escondido que está dentro de nosotros (...). Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, al compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en santidad, en unión con Dios» 6. También a nosotros nos pide el Señor ese recogimiento interior donde guardar tantos encuentros con el Maestro, preservarlos en la intimidad de miradas indiscretas o vacías, guardarlos para tratar de ellos a solas «con quien sabemos nos ama»7.


    II. «La Anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida de donde se inicia todo su camino hacia Dios, todo su camina de fe» 8. Esta fe fue creciendo de plenitud en plenitud, pues Nuestra Señora no lo comprendió todo al mismo tiempo en sus múltiples manifestaciones. Quizá con el paso de los días sonreiría ante el recuerdo de su sorpresa al formular al ángel la pregunta sobre la guarda de su virginidad, o al interrogar a Jesús hallado en el Templo, como si no hubiera tenido sobradas razones para actuar así y no se debiera primero a su Padre... Podía extrañarse ahora de no haber comprendido entonces lo que ya se le manifestaba 9.

    El recogimiento de María —donde Ella penetra en los misterios divinos acerca de su Hijo—es paralelo al de su discreción, «pues es condición indispensable para que las cosas puedan guardarse en el interior, y ponderarlas luego en el corazón, que haya silencio. El silencio es el clima que hace posible la profundidad del pensamiento. El mucho hablar disipa el corazón y éste pierde cuanto de valioso guarda en su interior; es entonces como un frasco de esencia que, por estar destapado, pierde el perfume, quedando en él sólo agua y apenas un tenue aroma que recuerda el precioso contenido que alguna vez tuvo» 10.

    La Virgen también guardó un discreto silencio durante los tres años de vida pública de Jesús. La marcha de su Hijo, el entusiasmo de las multitudes, Ios milagros, no cambiaron su actitud. Sólo su corazón experimentó la ausencia de Jesús. Incluso cuando los Evangelistas hablan de las mujeres que acompañaban al Maestro y le servían con sus bienes 11 nada dicen de María, que con toda probabilidad permaneció en Nazareth. Parece normal que la Virgen se acercara en alguna ocasión para ver a su Hijo, oírle, hablar con Él... El Evangelio de la Misa 12 narra una de estas ocasiones. Vino a verle su Madre y algunos parientes y, al llegar a la puerta de la casa, no pudieron entrar por el gran número de gente que se agolpaba alrededor de su Hijo. Le avisaron a Jesús que su Madre estaba fuera y que deseaba verle. Entonces, según indica San Mateo, Jesús extendió la mano sobre los discípulos 13; San Marcos 14 señala que Jesús, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, respondió: Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.

    La Virgen no se desconcertó por la respuesta. Ella comprendió que era la mejor alabanza que podía dirigirle su Hijo. Su vida de fe y de oración le llevó a entender que su Hijo se refería muy particularmente a Ella, pues nadie estuvo jamás más unido a Jesús que su Madre. Nadie cumplió con tanto amor la voluntad del Padre. La Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra 'de Dios, como Ella lo hacía fielmente» 15. María es más amada por Jesús a causa de los lazos creados en ambos por la gracia que en razón de la generación natural, que hizo de Ella su Madre en el orden humano. María también guardó silencio en aquella ocasión, a nadie explicó que las palabras del Maestro estaban especialmente destinadas a Ella. Después, quizá a los pocos minutos, la Madre se encontró con su Hijo y le agradeció tan extraordinaria alabanza.

    Jesús se dirige a nosotros de muchas maneras, pero sólo entenderemos su lenguaje en un clima habitual de recogimiento, de guarda de los sentidos, de oración, de paciente espera. Porque el cristiano, como el poeta, el escritor y el artista, ha de saber aquietar «la impaciencia y el temor al paso del tiempo. Aprender —con dolor, quizá— que solamente cuando la semilla escondida en tierra ha germinado y prendido y tiene numerosas raíces, entonces brota una pequeña planta. Y al oír que preguntan sonrientes: ¿y eso es todo?, hay que decir que sí, y estar convencido de que sólo si está bien radicada, la planta irá creciendo, hasta que ya árbol muestre con sus ramas según se creía en antiguas épocas— la extensión de su profundidad» 16


    III. El silencio interior, el recogimiento que debe tener el cristiano es plenamente compatible con el trabajo, la actividad social y el tráfago que muchas veces trae la vida, pues «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio
    permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura» 17.

    La misma vida humana, si no está dominada por la frivolidad, por la vanidad o por la sensualidad, tiene siempre una dimensión profunda, íntima, un cierto recogimiento que tiene su pleno sentido en Dios. Es ahí donde conocemos la verdad acerca de los acontecimientos y el valor de las cosas. Recogerse —«juntar lo separado», restablecer el orden perdido— consiste, en buena parte, en evitar la dispersión de los sentidos y potencias, en buscar a Dios en el silencio del corazón, que da sentido a todo el acontecer diario. El recogimiento es patrimonio de todos los fieles que buscan con empeño al Señor. Sin esta lucha decidida, no sería posible —contando siempre con la ayuda de la gracia— este silencio interior en medio del ruido de la calle, ni tampoco en la mayor de las soledades.

    Para tener a Dios con nosotros en cualquier circunstancia, y nosotros estar metidos en El mientras trabajamos o descansamos, nos serán de gran ayuda quizá imprescindibles— esos ratos que dedicamos especialmente al Señor, como éste en el que procuramos estar en su presencia, hablarle, pedirle... «Procura lograr diariamente unos minutos de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior» 18. Y junto a la oración, el hábito de mortificación en todo aquello que separa de Dios y también en cosas de suyo lícitas, de las que nos privamos para ofrecerlas al Señor.

    En un mundo de tantos reclamos externos necesitamos «esta estima por el silencio, esa admirable e indispensable condición de nuestro espíritu, asaltado por tantos clamores (...). Oh silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la disponibilidad para escuchar las buenas inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de la preparación del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la plegaria secreta que sólo Dios ve» 19.

    De la Virgen Nuestra Señora aprendemos a estimar cada día más ese silencio del corazón que no es vacío sino riqueza interior, y que, lejos de separarnos de los demás, nos acerca más a ellos, a sus inquietudes y necesidades.

    Lc 2, 18. — 2 Lc 2, 51. — 3 Jn 1, 46. — 4 S. MuÑoz IGLESIAS, El Evangelio de Maria, Palabra, Madrid 1973, pp. 27-28. — 5 CH. LUBICH, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 14. — 6 F. SUÁREZ, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17° ed., .Madrid 1984, p. 198. — 7 SANTA TERESA, Vida, 8, 2. — JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-111-1987, 14. — 9 Cfr. J. GulrroN, La Virgen Maria, Rialp, 2" ed., Madrid 1964, p. 109. — 10 F. SuaREZ, o. C., pp. 200-201. — 11 Cfr. Lc 8, 2-3. — 12 Lc 8, 19-21. — 13 Mt 12, 49. — 14 Mc 3, 34. — 15 CONC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 58. — 16 F. DELCLAUX, El silencio creador, Rialp, Madrid 1969, p. 15. — 17 J. EscatvÁ DE BALAGUER, Forja, n. 738. — 19 IDEM, Camino, n. 304. — t9 PABLO VI, Alocución en Nazareth, 5-1-1964.

     

    25ª SEMANA. MIÉRCOLES


    15. VISITAR A LOS ENFERMOS

  • Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.


  • I. Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1, 27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfer
    mos, con las personas de la tercera edad...» 1. Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos» 2.

    Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazareth... pasó haciendo el bien y sanando... 3. «Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma» 4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curar?5. En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión 6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó'. Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy 8, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.

    Nuestra Madre la Iglesia enseña qúe visitar al enfermo es visitar a Cristo 9, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo...

    Examinemos hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?

    »Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son El»'o


    II. La misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en «cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que —si podemos— nos vemos movidos a socorrerla» ". Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y tomar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración, o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.

    Cuando visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que El mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir —escribe el Papa Juan Pablo II— que el sufrimiento presente bajo tantas formas diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente en ese desinteresado don del propio "yo" en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento» 12. ¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno! ¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor dar que recibir 13. Jesús es siempre un buen pagador.
     

    III. La misericordia —afirma San Agustín—es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y hermosa 14 y cubre la muchedumbre de los pecados 15, pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar el pecado» 16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios 17. La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna 18, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad 19. ¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás? «Por mucho que ames, nunca querrás bastante.

    »El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras.

    »Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón» 20.

    Ancianos y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque ésos quizá sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni cariño de parientes y amigos» 21. Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.

    En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres 22. Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.

     

    I PABLO VI, Alocución 24-V-1974. 2 Ibidem. — 3 Hech 10, 38. — 4 JUAN PABLO 1I, Carta Apost. Salvifici doloris, 1 I-II-1984, 16. — Jn 5, 6. — 6 Cfr. Mt 8, 7. — 7 Mt 8, 3. — 0 Lc 9, 1-6. — 9 Cfr. Mt 25, 36-44 ss. 10 J. E scRiVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 419. — 11 SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, 9, 5. — 12 JUAN PABLO II, lac Cit., 29. — 13 Hech 20, 35. — 14 SAN AGUSTÍN, en Catena Aurea, vol. VI, p. 48. — 15 Cfr. 1 Pdr 4, 8. — 16 SAN AGUSTÍN, loc. cit. 17 IDEM, Comentario al Evangelio de San Juan, 17, 8. — 10 1 Jn 3, 14. — 19 Cfr. SANTO ToMÁS, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4. — 20 J. E5cRIVÁ DE BALAGUER, Via Crucis, VIII, 5. — 21 J. ORLANDIS, 8 Bienaventuranzas, EUNSA. Pamplona 1982, p. 105. — 22 LITURGIA DE LAS HORAS, Preces de Laudes.

     

    25ª SEMANA. JUEVES


    16. QUERER VER AL SEÑOR


    I. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos dice que Herodes deseaba encontrar a Jesús:
    Et quaerebat videre eum, buscaba la manera de verle'. Le llegaban frecuentes noticias del Maestro y quería conocerlo.

    Muchas de las personas que aparecen a lo largo del Evangelio muestran su interés por ver a Jesús. Los Magos se presentan en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?2. Y declaran enseguida su propósito: vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle: su propósito es bien distinto del de Herodes. Le encontraron en el regazo de María. En otra ocasión son unos gentiles llegados a Jerusalén los que se acercan a Felipe para decirle: Queremos ver a Jesús 3. Y en circunstancias bien diversas, la Virgen, acompañada de unos parientes, bajó desde Nazareth a Cafarnaún porque deseaba verle. Había tanta gente en la casa que hubieron de avisarle: Tu Madre y tus hermanos están fueran y quieren verte 4. ¿Podremos imaginar el interés y el amor que movieron a María a encontrarse con su Hijo?

    Contemplar a Jesús, conocerle, tratarle es también nuestro mayor deseo y nuestra mayor esperanza. Nada se puede comparar a este don. Herodes, teniéndole tan cerca, no supo ver al Señor; incluso tuvo la oportunidad de poder ser enseñado por el Bautista —el que señalaba con el dedo al Mesías que había llegado ya— y, en vez de seguir sus enseñanzas, le mandó matar. Ocurrió con Herodes como con aquellos fariseos a los que el Señor dirige la profecía de Isaías: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos... 5. Por el contrario, los Apóstoles tuvieron la inmensa suerte de tener presente al Mesías, y con Él todo lo que podían desear. Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen 6, les dice el Maestro. Los grandes Patriarcas y los mayores Profetas del Antiguo Testamento nada vieron en comparación a lo que ahora pueden contemplar sus discípulos. Moisés contempló la zarza ardiente como símbolo de Dios vivo'. Jacob, después de su lucha con aquel misterioso personaje, pudo decir: He visto cara a cara a Dios 8; y lo mismo Gedeón: He visto cara a cara a Yahvé 9..., pero estas visiones eran oscuras y poco precisas en comparación con la claridad de aquellos que ven a Cristo cara a cara. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo... 16. La gloria de Esteban —el primero que dio su vida por el Maestro— consistirá precisamente en eso: en ver los Cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha del Padre 11. Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales. Hemos de purificar nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será siempre el principal motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las tareas de cada día. Le diremos muchas veces, con palabras de los Salmos: Vultum tuum Domine requiram... 12, buscaré, Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.


    II.
    Quien busca, halla 13. La Virgen y San José buscaron a Jesús durante tres días, y lo encontraron 14. Zaqueo, que también deseaba verlo, puso los medios y el Maestro se le adelantó invitándose a su casa 15. Las multitudes que salieron en su busca tuvieron luego la dicha de estar con Él 16. Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes, como se verá más tarde en la Pasión, sólo trataba de ver al Señor por curiosidad, por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando se lo remitió Pilato, al ver a Jesús, se alegró mucho, pues deseaba verlo hacía mucho tiempo, porque había oído muchas cosas acerca de El y esperaba verle hacer algún milagro. Le preguntó con muchas palabras, pero El no le respondió nada 17. Jesús no le dijo nada, porque el Amor nada tiene que decir ante la frivolidad. Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos a su Amor infinito.

    A Jesús, presente en el Sagrario, ¡y tan cercano a nuestras vidas!, le vemos cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros —incluso los lícitos— llenen nuestro corazón cómo si fueran definitivos, pues —como enseña San Agustín— «el amor a las sombras hace a los ojos del alma más débiles e incapaces para llegar a ver el rostro de Dios. Por eso, el hombre mientras más gusto da a su debilidad más se introduce en la oscuridad» 18.

    Vultum tuum, Domine, requiram..., buscaré, Señor, tu rostro... La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor es inagotable fuente de amor y de fortaleza en medio de las dificultades de la vida. Muchas veces nos acercaremos a las escenas del Evangelio; consideraremos despacio que el mismo Jesús de Betania, de Cafarnaún, el que recibe bien a todos... es el que tenemos, quizá a pocos metros, en el Sagrario. En otras ocasiones nos servirán las imágenes que lo representan para tener como un recuerdo vivo de su presencia, como hicieron los santos. «Entrando un día en el oratorio —escribe Santa Teresa de Jesús—, vi una imagen que habían traído allí a guardar (...). Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» i9. Este amor, que de alguna manera necesita nutrirse de los sentidos, es fortaleza para la vida y un enorme bien para el alma. ¡Qué cosa más natural que buscar en un retrato, en una imagen, el rostro de quien tanto se ama! La misma Santa exclamaba: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato, como acá aún da contento ver el de quien se quiere bien» 20.


    III.
    Jesu, quem velatum nunc aspicio... 21. Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria, rezamos en el Himno Adoro te devote.

    Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más pequeño. Estando muy metidos en medio del mundo, en las tareas seculares que a cada uno han correspondido, y amando ese mundo, que es donde debemos santificarnos, podemos decir, sin embargo, con San Agustín: «la sed que tengo es de llegar a ver el rostro de Dios; siento sed en la peregrinación, siento sed en el camino; pero me saciaré a la llegada» 22. Nuestro corazón sólo experimentará la plenitud con los bienes de Dios.

    Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los siglos. En la Sagrada Eucaristía está Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la Consagración. Su Humanidad Santísima, escondida bajo los accidentes eucarísticos, se encuentra en lo que tiene de más humilde, de más común con nosotros su Cuerpo y su Sangre, aunque en estado glorioso—; y especialmente asequible: bajo las especies de pan y de vino. De modo particular en el momento de la Comunión, al hacer la Visita al Santísimo..., hemos de ir con un deseo grande de verle, de encontrarnos con Él, como Zaqueo, como aquellas multitudes que tenían puesta en Él toda su esperanza, como acudían los ciegos, los leprosos... Mejor aún, con el afán y el deseo con que le buscaron María y José, como hemos contemplado tantas veces en el Quinto misterio de gozo del Santo Rosario. A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de purificación. Nos puede ocurrir como a los Apóstoles después de la resurrección, que, aunque estaban seguros de que era El, no se atrevían a preguntarle; tan seguros que ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era el Señor23. ¡Era algo tan grande encontrar a Jesús vivo, el de siempre, después de verle morir en la Cruz! ¡Es tan inmenso encontrar a Jesús vivo en el Sagrario, donde nos espera!

    Lc 9, 7-9. — 2 Mt 2, 3. 3 Jn 12, 21. -- 4 Le 8, 20. — 5 Mt 13, 14-15. — 6 Mt 13, 16. — 7 Cfr. Ex 3, 2. 8 Gen 32, 31. 9 Jue 6, 22. 10 Mt 13, 17. — 11 Hech 7, 55. 12 Sal 26, 8. 13 Mt 7, 8. -- 14 Cfr. Lc 2, 48. - - I5 Cfr. Le 19, 1 ss. — 16 Cfr. Le 6, 9 ss. — I7 Le 23, 8-9. 18 SAN AGUSTIN, Del libre albedrío, 1, 16, 43. — 19 SANTA TERESA, Vida, 9, 1. — 20 Ibídem, 6. — 21 Himno Adoro te devote. -22 SAN AGusFÍN, Comentarios a los Salmos, 41, 5. — 23 Jn 21, 12.

     

    25ª SEMANA. VIERNES


    17. EL TIEMPO Y EL MOMENTO


    I. Muchas son las tareas que hemos de realizar para presentarnos ante nuestro Padre Dios con las manos llenas de fruto. La Sagrada Escritura nos enseña, en una de las lecturas para la Misa de hoy, que todo tiene su tiempo y su momento. Las
    circunstancias y acontecimientos de la vida forman parte de un plan divino. Pero hay veces en las que el hombre no acierta a comprender ese querer de Dios sobre sus criaturas y no encuentra el tiempo oportuno para cada cosa. Con frecuencia los hombres ponen su interés lejos de la labor que tienen entre manos: el padre puede vivir ajeno a los hijos cuando, además de estar físicamente presentes, requerían una mayor atención a sus problemas, a sus motivos de alegría o de preocupación; el estudiante en ocasiones tiene la imaginación fuera de la asignatura que ha de aprobar y desaprovecha un tiempo que luego echará de menos, quizá con preocupación y angustia. «El tiempo es precioso, el tiempo pasa, el tiempo es una fase experimental de nuestra suerte decisiva y definitiva. De las pruebas que damos de fidelidad a los propios deberes depende nuestra suerte futura y eterna.

    »El tiempo es un don de Dios: es una interpelación del amor de Dios a nuestra libre y puede decirse decisiva respuesta. Debemos ser avaros del tiempo, para emplearlo bien, con la intensidad en el obrar, amar y sufrir. Que no exista jamás para el cristiano el ocio, el aburrimiento. El descanso sí, cuando sea necesario (cfr. Mc 6, 31), pero siempre con vistas a una vigilancia que sólo en el último día se abrirá a una luz sin ocaso»'.

    Una de las lecturas de la Misa nos invita a aprovechar la vida de cara a Dios, estando atentos al momento presente, el único del que verdaderamente podemos disponer. Cada tarea tiene su tiempo: Tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado... tiempo de construir y tiempo de derribar, tiempo de llorar y tiempo de reír... tiempo de hablar y tiempo de callar... 2. Perder el tiempo es dedicarlo a otras tareas, quizá humanamente interesantes y productivas, pero distintas de las que Dios esperaba que atendiéramos en ese momento preciso: dedicar al trabajo o a los amigos unas horas que se debían 'emplear en el hogar, leer el periódico cuando el quehacer profesional pedía estar metidos de lleno en la tarea o en la vida de familia... Ganarlo es hacer lo que Dios quiere que llevemos a cabo: vivir el momento presente sabiendo que la vida del hombre se compone de continuos presentes, los únicos que podemos santificar. Del pasado sólo debemos sacar motivos de contrición por todo aquello que hicimos mal, de acciones de gracias por las ayudas que recibimos del Señor, y experiencia para llevar a cabo con más perfección nuestras tareas.

    Los sucesos del futuro no nos deben preocupar demasiado, pues todavía no tenemos la gracia de Dios para enfrentarnos a ellos. «Vivir plenamente el momento presente es el pequeño secreto con el cual se construye, ladrillo a ladrillo, la ciudad de Dios en nosotros» 3. No poseemos otro tiempo que el actual. Este es el único que, sean cuales sean las circunstancias que nos acompañen, podemos y debemos santificar. Hoy y ahora, este momento, vivido con intensidad, con amor, es lo que podemos ofrecer al Señor. No lo dejemos pasar esperando oportunidades mejores.
     

    II. No cumplir el deber que el instante requería, dejarlo para después, equivale en muchas ocasiones a omitirlo. Aprovechad el tiempo presente... 4, exhortaba San Pablo a los primeros cristianos. Y para esto necesitaremos someternos a un orden en nuestros quehaceres, y cumplirlo. Así, venciendo la pereza de un modo habitual, podremos ayudar a los demás y contribuiremos a «elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación» 5 mediante nuestro trabajo diario, cualquiera que éste sea. Perezoso no es sólo el que deja pasar el tiempo sin hacer nada, sino también el que realiza muchas cosas, pero rehúsa llevar a cabo su obligación concreta: escoge sus ocupaciones según el capricho del momento, las realiza sin energía, y la mínima dificultad es suficiente para hacerle cambiar de trabajo. El perezoso puede incluso ser amigo de los «comienzos», pero su incapacidad para un trabajo continuo y profundo le impide poner las «últimas piedras», acabar bien lo que ha comenzado. «El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada» 6.

    Vivir el hodie et nunc, el hoy y ahora, nos llevará a estar atentos a lo que tenemos entre manos, con el convencimiento, muchas veces actualizado, de que se trata de una ofrenda para el Señor y que, por tanto, requiere plena dedicación, como si fuera la última obra que ofrecemos a Dios. Esta atención nos ayudará a terminar bien nuestros quehaceres, por pequeños que puedan parecer, pues se convertirán en algo grande en la presencia del Señor.

    Estar pendientes del momento actual nos alejará de inútiles preocupaciones hacia enfermedades, desgracias o trabajos que aún no se han presentado y que quizá nunca lleguen a ser realidad. «Un sencillo razonamiento sobrenatural los haría desaparecer: puesto que estos peligros no son actuales y estos temores todavía no se han verificado, es obvio que no tienes la gracia de Dios necesaria para vencerlos y para aceptarlos. Si tus temores se verificasen, entonces no te faltará la gracia divina, y con ella y tu correspondencia tendrás la victoria y la paz.

    »Es natural que ahora no tengas la gracia de Dios para vencer unos obstáculos y aceptar unas cruces que sólo existen en tu imaginación. Es necesario basar la propia vida espiritual sobre un sereno y objetivo realismo»'. Vivir al día, de la mano de nuestro Padre Dios, viviendo en la filiación divina, nos libra de muchas ansiedades y nos permite aprovechar bien el tiempo. ¡Cuántas cosas funestas que temíamos no llegaron a ocurrir! Nuestro Padre Dios tiene más cuidado de sus hijos de lo que nosotros en ocasiones nos figuramos.
     

    III. Aprovechar el tiempo significa vivir con plenitud el momento presente, como si no hubiera más oportunidades, sin recurrir al falso expediente de un pasado ya cumplido, sin pensar demasiado en un futuro incierto. Hoy y ahora, esta tarea concreta, es lo que podemos ofrecer al Seflor y así enriquecer la propia vida sobrenatural. Es ahí donde podemos ejercitar las virtudes humanas (laboriosidad, orden, optimismo, cordialidad, espíritu de servicio...) y las sobrenaturales (fe, caridad, fortaleza...). «Ahora es el tiempo de misericordia, entonces será sólo tiempo de justicia; por eso, ahora es nuestro momento, entonces será sólo el momento de Dios» 8.

    El mismo Señor nos invitó a vivir con serenidad e intensidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles por lo que ocurrió ayer y por lo que puede suceder mañana: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio; a cada día le basta su afán 9. Es un consejo, y a la vez un consuelo, que nos lleva a no evadirnos del momento actual. Vivir el momento presente significa cargar con él decididamente para santificarlo, y eludir muchos pesos innecesarios y, ¡tantas veces!, mucho más duros de llevar. Esta sabiduría es propia de los hijos de Dios, que se saben en sus manos, y del sentido común de la experiencia cotidiana: El que está pendiente del viento no sembrará; el que se queda observando las nubes, no segará 10.

    Lo importante, lo que está en nuestras manos, es vivir con fe y con intensidad el momento presente: «Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti» 11. Ni el deseo del Cielo, ni la meditación sobre las postrimerías pueden hacernos olvidar los quehaceres de aquí abajo. Se ha dicho de formas bien diversas que hemos de trabajar para esta tierra como si fuésemos a vivir siempre en ella, a la vez que trabajamos para la eternidad como si fuéramos a morir esta misma tarde. Es más, debemos tener siempre presente que es precisamente esta tarea del momento presente la que nos lleva al Cielo. Ahora es tiempo de edificar: no nos engañemos pensando que lo haremos en un futuro próximo.

    PABLO VI, Homilía 1-1-1976. 2 CH. LUBICH, Meditaciones, p. 61. — J Primera lectura. Año II. Eccl 3, 1-11. — C Cfr. Gal 6, 10. — 5 CONC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 41. — 6 J. EscRIvÁ OE BALAGUER, Amigos de Dios, 81. -1 S. CANALS, Ascética meditada, Rialp, l4P ed., Madrid 1980, p. 134. -9 SANTO TOMÁS, Sobre el Credo, 7, en Escritos de catequesis, p. 86. — 9 Mt 6, 34. — 19 Eccl 11, 4. -- tt J. EscRivÁ DE BALAGUER, Camino, n. 253.

     

    25ª SEMANA. SÁBADO


    18. MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS


    I. Uno solo es Dios —enseña San Pablo— y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo en rescate por todos'.

    La Virgen Nuestra Señora cooperó de modo singularísimo a la obra de Redención de su Hijo durante toda su vida. En primer lugar, el libre consentimiento que otorgó en la Anunciación del Angel era necesario para que la Encarnación se llevara a cabo. Era, afirma Santo Tomás de Aquino 2, como si Dios Padre hubiera esperado el asentimiento de la humanidad por la voz de María. Su Maternidad divina la hizo estar unida íntimamente al misterio de la Redención hasta su consumación en la Cruz, donde Ella estuvo asociada de un modo particular y único al dolor y muerte de su Hijo. Allí nos recibió a todos, en la persona de

    San Juan, como hijos suyos. Por eso, «la misión maternal de María no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder» 3. Es la Mediadora ante el Mediador, que es Hijo suyo; se trata de «una mediación en Cristo» 4 que, «lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta» 5.

    Ya en la tierra, Santa María ejerció esta maternal mediación al santificar a Juan el Bautista en el seno de Isabel6. Y también en Caná, a instancias de la Virgen, realizó Jesús su primer milagro 7; un prodigio maternal que solucionó un pequeño problema doméstico en la boda a la que asistía invitada. San Juan señala los frutos espirituales de esta intervención: y sus discípulos creyeron en Él. La Virgen intercedería cerca de su Hijo —como todas las madres— en multitud de ocasiones que los Evangelios no han consignado. «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» 8. Por la intercesión ante su Hijo, Nuestra Señora nos alcanza y nos distribuye todas las gracias, con ruegos que jamás pueden quedar defraudados. ¿Qué va a negar Jesús a quien le engendró y llevó en su seno durante nueve meses, y estuvo siempre con Él, desde Nazareth hasta su Muerte en la Cruz? El Magisterio nos ha enseñado el camino seguro para alcanzar todo lo que necesitamos. «Por expresa voluntad de Dios —enseña el Papa León XIII—, ningún bien nos es concedido si no es por María; y como nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, así generalmente nadie puede llegar a Jesús sino por María» 9. No tengamos reparo alguno en pedir una y otra vez a la que se ha llamado Omnipotencia suplicante. Ella nos escucha siempre; también ahora.

    No dejemos de poner ante su mirada benévola esas necesidades, quizá pequeñas, que nos inquietan en el momento presente: conflictos domésticos, apuros económicos, un examen, unas oposiciones, un puesto de trabajo que nos es preciso... Y también aquellas que se refieren al alma y que nos deben inquietar más: la lejanía de Dios o la correspondencia a la vocación de un pariente o de un amigo, la gracia para superar una situación difícil o adelantar en una virtud, el aprender a rezar mejor...

    Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... En el Cielo, muy cerca de su Hijo, Ella di-rige nuestra oración ante El, la endereza, si en algo iba menos recta, y la perfecciona.


    II. Todas las gracias, grandes y pequeñas, nos llegan por María. «Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de Ti. Nadie sino por Ti se libra del mal... Nadie recibe los dones divinos, si no es por tu mediación (...). ¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados?... Por esta razón, el afligido se refugia en Ti, el que ha sufrido la injusticia acude a Ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia (...). La sola invocación de tu nombre ahuyenta y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a éstos seguros e incólumes. Libras de toda necesidad y tentación a los que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas» 10.

    Los cristianos, de hecho, nos dirigimos a la Madre del Cielo para conseguir gracias de toda suerte, tanto temporales como espirituales. Entre éstas pedimos a Nuestra Señora la conversión de personas alejadas de su Hijo y, para nosotros, un estado de continua conversión del alma, una disposición que nos hace sentirnos en camino cada día, luchando por mejorar, por quitar los obstáculos que impiden la acción del Espíritu Santo en el alma. Su ayuda nos es necesaria continuamente en el apostolado; Ella es la que verdaderamente cambia los corazones. Por eso, desde la antigüedad, María es llamada «salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, reina de los Apóstoles, de los mártires...». Su mano, generosa como la de todas las madres, es dispensadora de toda suerte de gracias, y aun, «en cierto sentido, de la gracia de los sacramentos; porque Ella nos los ha merecido en unión con Nuestro Señor en el Calvario, y nos dispone además con su oración a acercarnos a esos sacramentos y a recibirlos convenientemente; a veces hasta nos envía al sacerdote sin el cual esa ayuda sacramental no nos sería otorgada» 11.

    En sus manos ponemos hoy todas nuestras preocupaciones y hacemos el propósito de acudir a Ella diariamente muchas veces, en lo grande y en lo pequeño.
     

    III. En la Virgen María se refugian los fieles que están rodeados de angustias y peligros, invocándola como Madre de misericordia y dispensadora de la gracia 12. En Ella nos refugiamos nosotros todos los días. En el Avemaría, le rogamos muchas veces: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...». Ese ahora es repetido en todo el mundo por millares de personas de toda edad y color, que piden la gracia del momento presente 13. Es ésta la gracia más personal, que varía con cada uno y en cada situación. Aunque alguna vez, sin querer, estemos algo distraídos, Nuestra Señora, que no lo está nunca y conoce nuestras necesidades, ruega por nosotros y nos consigue los bienes que necesitamos. Un clamor grande sube en cada instante, de día y de noche, a Nuestra Madre del Cielo: Ruega por nosotros pecadores, ahora... ¿Cómo no nos va a oír; cómo no va a atender estas súplicas? Desde el Cielo conoce bien nuestras necesidades materiales y espirituales, y como una madre llena de ternura ruega por sus hijos.

    Cada vez que acudimos a Ella, nos acercamos más a su Hijo. «María es siempre el camino que conduce a Cristo. Cada encuentro con Ella se resuelve necesariamente en un encuentro con Cristo mismo. ¿Qué otra cosa significa el mismo recurso a María, sino un buscar entre sus brazos, en Ella y por Ella y con Ella a Cristo, nuestro Salvador?»'a

    Es abrumadora la cantidad de motivos y razones que tenemos para acudir confiadamente a María, en la seguridad de que siempre seremos escuchados, recordándole que jamás se oyó decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo, Virgen Madre de las vírgenes... Madre de Dios, no desechéis mis súplicas 15.

    En este mes de octubre, cercano ya, acudiremos a Ella rezando con más atención el Santo Rosario, como pide la Iglesia. En esta oración, la preferida de la Virgen 16, no dejaremos de poner intenciones ambiciosas, con la seguridad de que seremos escuchados.

    1 1 Tim 2, 5-6. — 2 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 3, q. 30, a. 1. — 3 CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 60. — 4 JUAN PABLO 1I, Ene. Redemptoris Mater, 25-1I1-1987, 38. 5 CONO. VAT. II, loc. Cit. 6 Cfr. Lc 1, 14. — 7 Cfr. Jn 2, 1 ss. 8 CONC. VAT. 11, loc. cit., 62. — 9 LEÓN XIII, Enc. Octobri mense, 22-IX-1891. 10 SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, Homilía en S. Mariae Zonam. 11 R. GARRIGOU-LAORANGE, Las tres edades de la veda interior, Palabra, Madrid 1982, vol. 1, p. 144. — 12 MISAL ROMANO, Misa de la Virgen María, Madre y Medianera de la gracia. Prefacio. 13 Cfr. R. GARRIGOU-LAORANGE, loc. Cit. — 14 PABLO VI, Enc. Mense malo, 29-IV-1965. — 15 Oración Memorare. — 16 Cfr. PABLO VI, Enc. Mense malo, cit.