TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

82. Contar con la Luz.

- Sin sacrificio no hay amor. Necesidad de la Cruz y de la mortificación.

- El paganismo contemporáneo y la búsqueda del bienestar material a cualquier coste. El miedo a todo lo que pueda causar sufrimiento.

- ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos (2). Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.

Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que ésta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. "Pedro razonaba humanamente -comenta San Juan Crisóstomo-, y concluía que todo aquello -la Pasión y la Muerte- era indigno de Cristo, y reprobable" (3).

Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante la Cruz y que "no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria" (4). El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.

 En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les dice- será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas (5).

Pensando sólo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.

El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella (6).

La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el "libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros" (7). Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio, sin Cruz, no lo encontrará.

 

II. ... pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús (8).

Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? "¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?" (9). Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros (10).

Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. "Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido -mejor sería decir miedo, auténtico pavor- de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido" (11).

La ideología hedonista, según la cual el placeres el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también "el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres" (12). Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí -nos dice- niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

 Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo "por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte" (13). Sólo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: "ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad" (14).

 

III. A través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent (15), igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Sólo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? (16). "¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?" (17).

El mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores -en las realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria-, sino en el hombre mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.

Sólo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario -dar hijos a Dios y educarlos para Él- y la vida familiar será una mutua y generosa entrega. Sólo así -teniendo al Señor presente- los espectáculos y el arte -por ejemplo-serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Sólo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Sólo así superará el hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.

 

 

 

(1) Mt 16, 21-27.- (2) Mt 16, 17.- (3) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 54, 4.- (4) SAN AGUSTIN, Tratado sobre la Trinidad, 12, 1-5.- (5) Flp 3, 17-19.- (6) Cfr. R. Mª DE BALBIN, Sacrificio y alegría, p. 30.- (7) JUAN PABLO II, Alocución 1-IV-1980.- (8) Cfr. Hech 5, 41.- (9) J. LECLERQ, Treinta meditaciones sobre la vida cristiana, Desclée de Brouwer, 2ªed. , Bilbao 1958, pp. 217-218.- (10) Cfr. 1 Cor 1, 23.- (11) A. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 4.- (12) JUAN PABLO II, Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York, 2-X-1979, 6.- (13) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 22.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 887.- (15) Heb 1, 11.- (16) Mt 16, 26.- (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER,   Amigos de Dios,  200.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. DOMINGO CICLO B

83. La verdadera pureza.

- La limpieza del alma.

- Santa pureza en medio del mundo.

- Pedir y poner empeño en que nunca quede manchado el corazón. Amor a la Confesión frecuente.

 

I. San Marcos, que dirigió primariamente su Evangelio a los cristianos procedentes del paganismo, hubo de explicar en diferentes pasajes ciertas costumbres judías, el valor de algunas monedas, etc., para que sus lectores comprendieran mejor las enseñanzas del Señor. En el Evangelio de la Misa (1) nos dice que los judíos, y de modo particular los fariseos, nunca comen si no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los antiguos; y cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos. Estas purificaciones no se hacían por meros motivos de higiene o de urbanidad, sino que tenían un significado religioso: eran símbolo de la pureza moral con la que hay que acercarse a Dios. En el Salmo 24, que formaba parte de la liturgia de entrada en el Santuario de Jerusalén, se dice: ¿Quién subirá al monte de Yahvé y quién permanecerá en su lugar santo? El hombre de manos inocentes, de corazón puro... (2). La pureza de corazón aparece como una condición para acercarse a Dios, para participar en su culto y ver su rostro. Pero los fariseos se habían quedado en lo exterior, incluso habían aumentado los ritos y su importancia, mientras descuidaban lo fundamental: la limpieza del corazón, de la cual todo lo externo era una señal y un símbolo (3).

En esta ocasión, los fariseos y escribas que habían llegado de Jerusalén se extrañan al ver a algunos discípulos de Jesús que comían los panes con las manos impuras, es decir, sin lavar; y preguntan al Señor: ¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos, sino que comen el pan con manos impuras? El Señor respondió con energía ante esa actitud vacía y formalista: hipócritas -les dice-, dejáis a un lado los mandatos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. La verdadera pureza -las manos inocentes del Salmo 24 es algo más hondo y profundo que manos lavadas- ha de comenzar por el corazón, pues de él proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Las acciones del hombre provienen primero del corazón. Y si éste está manchado, el hombre entero queda manchado.

La impureza no sólo se refiere al desorden de la sensualidad, aunque este desorden -es decir, la lujuria- deje una huella profunda, sino también al deseo inmoderado de bienes materiales, a la actitud que lleva a ver a los demás con malos ojos, con torcida intención, a la envidia, al rencor, a la inclinación egocéntrica de pensar en uno mismo con olvido de los demás, a la abulia interior, causa de ensueños y fantasías que impiden la presencia de Dios y un trabajo intenso... Las obras externas quedan marcadas por lo que hay en el corazón. ¡Cuántas faltas externas de caridad tienen su origen en susceptibilidades o en rencores depositados en el fondo del alma, y que debieron cortarse nada más aparecer! Jesús rechaza la mentalidad que se ocultaba detrás de aquellas prescripciones, que con frecuencia habían perdido todo contenido interior, y nos enseña a amar la pureza de corazón, que nos permitirá ver a Dios en medio de nuestras tareas. Él quiere, ¡tantas veces nos lo ha dicho!, reinar en nuestros afectos, acompañarnos en nuestra actividad, darle un nuevo sentido a todo lo que hacemos. Pidámosle que nos ayude a tener siempre un corazón limpio de todos esos desórdenes.

 

II. La pureza de alma que pide el Señor a los suyos está lejos de una formalidad externa, de apariencias; nosotros no debemos "lavar" las manos y los platos y mantener manchado el corazón. La pureza de alma -castidad y rectitud interior en los demás afectos y sentimientos- tiene que ser plenamente amada y buscada con alegría y con empeño, apoyándonos siempre en la gracia de Dios. Esa limpieza interior, condición de todo amor, se va logrando mediante una lucha alegre y constante, prolongada a lo largo de la vida, que se mantiene vigilante por el examen de conciencia diario para no pactar con actitudes y pensamientos que alejan de Dios y de los demás; es también el fruto de un gran amor a la Confesión frecuente bien hecha, donde nos purifica el Señor y nos llena de su gracia, donde "lavamos" nuestro corazón.

La pureza interior lleva consigo un fortalecimiento y dilatación del amor, y una elevación del hombre hasta la dignidad a la que ha sido llamado; esta dignidad de la persona humana, de la que el hombre tiene cada vez una mayor conciencia (4), y de la que parece alejarse también en muchas ocasiones. "El corazón humano sigue sintiendo hoy aquellos mismos impulsos que denunciaba Jesús como causa y raíz de la impureza: el egoísmo en todas sus formas, las intenciones torcidas, los móviles rastreros que inspiran en tantas ocasiones la conducta de los hombres. Pero parece que en estos momentos la vida del mundo registra un hecho que hay que estimar como nuevo por su difusión y gravedad: la degradación del amor humano y la oleada de impureza y sensualidad que se ha abatido sobre la faz de la tierra. Ésta es una forma de rebajamiento del hombre que afecta a la intimidad radical de su ser, a lo más nuclear de su personalidad y que, por la extensión que ha alcanzado, hay que considerar como fenómeno histórico sin precedentes" (5).

Con la ayuda de la gracia, que el Señor nos concede si no ponemos obstáculos, es tarea de todos los cristianos mostrar, con una vida limpia y con la palabra, que la castidad es virtud esencial para todos -hombres y mujeres, jóvenes y adultos-, y que cada uno ha de vivirla de acuerdo con las exigencias del estado al que le llamó el Señor; "es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre" (6), y sin ella no sería posible amar, ni al Señor, ni a los demás.

La lealtad a nuestros compromisos de hombres y mujeres que siguen a Cristo, la fortaleza y el indispensable sentido común han de llevarnos a actuar con sensatez, a evitar las ocasiones de peligro para la salud del alma y para la integridad de la vida espiritual: a dejar de oír o ver determinados programas de radio o televisión, cuando sea necesario; a guardar los sentidos; a no participar en una conversación que rebaja la dignidad de los presentes y, en muchos casos, a cambiar su curso; a no descuidar los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el aseo personal, en el deporte; a no asistir a lugares que desdicen de un buen cristiano, aunque estén de moda o asista la mayor parte de nuestros compañeros; a manifestar, sin complejos, la repulsa ante espectáculos obscenos... Conviene recordar que la palabra "obsceno" procede del antiguo teatro griego y romano, y significaba aquello que, por respeto a los espectadores, no debía representarse en la escena, por pertenecer a la intimidad personal: incluso esa civilización pagana -que tenía normas morales tan relajadas- entendía que hay cosas que no son para hacer delante de otras personas.

Quizá, en algunas ocasiones, no sea fácil vivir como buenos cristianos en ambientes que han perdido el sentido moral de la vida, pero el Señor nunca nos prometió un camino cómodo, sino las gracias necesarias para vencer. Dejarse arrastrar por respetos humanos o por miedo a parecer poco naturales, con una "naturalidad pagana", revelaría una personalidad débil, vulgar, y, sobre todo, poco amor al Maestro.

 

III. Desde el fondo del corazón humano es desde donde el Espíritu Santo quiere hacer surgir la fuente de una vida nueva, que penetra poco a poco en el hombre entero. De esta manera, la pureza interior, y la virtud de la castidad en particular -pureza, en castellano, y en otros idiomas, se identifica con la virtud de la castidad, aunque en sí misma abarca un campo más amplio (7)-, es una de las condiciones necesarias y uno de los frutos de la vida interior (8). Esa pureza cristiana, la castidad, ha sido desde siempre una gloria de la Iglesia y una de las manifestaciones más claras de su santidad. También ahora, como los primeros cristianos, muchos hombres y mujeres en medio del mundo -sin ser mundanos- procuran vivir la virginidad y el celibato por amor del Reino de los Cielos (9); y una gran muchedumbre de esposos cristianos -padres y madres de familia- viven santamente la castidad según su estado matrimonial. Unos y otros son testigos de un mismo amor cristiano, que se adecua a la vocación de cada uno, pues, como enseña la Iglesia, "el matrimonio y la virginidad y el celibato son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo" (10).

Nosotros, cada uno en el estado -soltero, casado, viudo, sacerdote- en que ha sido llamado, pedimos hoy al Señor que nos conceda un corazón bueno, limpio, capaz de comprender a todas las criaturas y de acercarlas a Dios; capaz de una bondad sin límites para quienes acuden, quizá rotos por dentro, pidiendo y a veces mendigando, un poco de luz y de aliento para salir a flote. Nos puede servir ahora, y en muchas otras ocasiones, a modo de jaculatoria, la petición que la Liturgia dirige al Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés: "Limpia en mi alma lo que está sucio, riega lo que es árido, sin fruto, cura lo que está enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que está frío, dirige lo extraviado..." (11).

Y junto a la petición, un deseo eficaz de luchar y de poner empeño en que el corazón no quede nunca manchado: no sólo por pensamientos y deseos impuros, sino tampoco por no saber perdonar con prontitud; hagamos el propósito de no guardar rencor ni agravios a nadie y bajo ningún pretexto; procuremos por todos los medios evitar los celos, las envidias..., cosas que manchan y dejan con tristeza y en tinieblas el alma. Amemos el sacramento de la Confesión, donde el corazón se purifica cada vez más y se hace grande para las buenas obras.

Nuestra Madre Santa María, que estuvo llena de gracia desde el momento de su concepción, nos enseñará a ser fuertes si en algún momento fuera más costoso mantener el corazón limpio y lleno de amor a su Hijo.

 

 

 

(1) Mc 7, 1-8.- (2) Cfr. Sal 24, 3-4.- (3) Cfr. JUAN PABLO II, Audiencia general 10-XII-1980.- (4) Cfr. CONC. VAT. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.- (5) J. ORLANDIS, 8 Bienaventuranzas, pp. 114-115.- (6) JUAN PABLO II, Audiencia general 3-XII-1980.- (7) IDEM, Audiencia general 10-XII-1980.- (8) Cfr. S. PINCKAERS, En busca de la felicidad, pp. 141-142.- (9) Mt 19, 12.- (10) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 16.- (11) Cfr. MISAL ROMANO, Misa        del día de Pentecostés. Secuencia.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. DOMINGO CICLO C

84. Los primeros puestos.

- Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.

- Medios para vivir la humildad.

- Los bienes de la humildad.

 

I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola (1) que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. "¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?", nos pregunta San Juan Crisóstomo (2), porque en todo hombre existe el deseo -que puede ser bueno y legítimo- de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...

La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.

Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam (3): No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos (4). Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, "la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento" (5). Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: "¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?" (6). Ésta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine (7), dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.

 

II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. "A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor" (8). Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser "instrumentos de Dios" para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos "portadores de esencias divinas de un valor inestimable". Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad -que con frecuencia está producido por la soberbia herida-, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: "Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor".

Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.

Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que sólo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.

Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. "Sólo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos" (9); porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; "también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno" (10), y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca "da su brazo a torcer", que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es sólo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.

Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...

 

III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir "que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo" (11). Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: "no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros" (12). La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.

De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza. Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa (13): en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues sólo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.

La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo particular, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte (14), proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

 

 

 

(1) Lc 14, 1; 7-11.- (2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65, 4.- (3) Sal 113, 1.- (4) Jn 1, 16.- (5) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 4.- (6) Ibídem.- (7) Sal 72, 23.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 24-III-1931.- (9) IDEM, Surco, n. 274.- (10) Ibídem, n. 275.- (11) SAN FRANCISCO DE SALES, o. c., p. 159.- (12) Ibídem.- (13) Eclo 3, 19-21; 30-31.- (14) 2 Cor 12, 10.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. LUNES

85. Obras de misericordia.

- Jesús misericordioso. Imitarle.

- Preocuparnos por la situación espiritual de quienes nos rodean.

- Otras manifestaciones de la misericordia.

 

I. Volvió Jesús a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado (1). Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el libro y leyó un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor.

Jesús, enrollando el libro, lo devolvió y se sentó. Había una gran expectación entre sus vecinos, con los que había convivido tantos años: Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy probablemente estaría presente la Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda claridad: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.

Isaías (2) anuncia en este pasaje la llegada del Mesías, que libraría a su pueblo de sus aflicciones. Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo -sigue diciendo Juan Pablo II- que estos hombres sean en primer lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor» (3).

Más tarde, cuando los enviados del Bautista le preguntan si Él es el Cristo o si han de esperar a otro, Jesús les responde que comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados... (4).

El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor (5) y rico en misericordia (6).

La misericordia será el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia «abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (7).

¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús acerca de nuestro comportamiento ante el dolor y la necesidad. Y esta actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro cuidado y con los más necesitados. Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro trato con estas personas y con todos. ¿Sé darme cuenta de su dolor -físico o moral-, de su cansancio o de la necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud a darles la ayuda que precisan? ¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga que llevan, sobre todo cuando les resulta excesivamente pesada?

 

II. ...Me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la falta de fe, ni cautividad y opresión más grandes que las que ejerce el demonio en quien peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada de la gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan Crisóstomo (8).

Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y desgracias, ¿cómo no nos dolerá si les vemos que no conocen a Jesucristo, que no le tratan o que le han dejado? La verdadera compasión comienza por la situación espiritual de su alma, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. ¡Qué gran obra de misericordia es el apostolado!

Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra misericordia. Así, entre estas obras que, por vía de ejemplo, ha señalado desde antiguo la Iglesia, está «enseñar al que no sabe». Cuando el número de analfabetos ha decrecido en tantos países, ha aumentado en proporciones asombrosas la ignorancia religiosa, incluso en naciones de antigua tradición cristiana. «Por imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que nada saben de religión, significa "evangelizarles", es decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser en la actualidad una obra de misericordia de primera importancia» (9).

¡Cuánto bien hace la madre que enseña el catecismo a sus hijos, y quizá a los amigos de sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará el Señor a quienes prestan con generosidad su tiempo en una labor de catequesis, y a quienes aconsejan el libro oportuno que ilustra la inteligencia y mueve los afectos del corazón! Es abrirles el camino que lleva a Dios; no tienen una necesidad mayor.

 

III. Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a esas personas un rato de compañía -buscado quizá con espíritu de sacrificio, a la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.-, con una conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios -de noticias positivas, de iniciativas de apostolado- deja en el enfermo o en el anciano una luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro piadoso ameno, incluso divertido (10).

Cada día es más necesario pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues en la medida en que la sociedad se deshumaniza, los corazones se vuelven duros e insensibles. La justicia es virtud fundamental; pero la justicia sola no basta: es precisa además la caridad. Por mucho que mejorase la legislación laboral y social, siempre será necesario el calor del corazón humano, fraternal y amigo, que se acerca a esas situaciones a las que la mera justicia no llega, pues la misericordia «no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador» (11).

La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma; no se siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos en querer a quienes son desgraciados por su propia culpa, incluso por su propia maldad. El Señor sólo nos preguntará si esa persona es desgraciada, si sufre, «pues eso basta para que sea digno de su interés. Esfuérzate sin duda en protegerlo contra sus malas pasiones, pero desde el momento en que sufre, sé misericordioso. Amarás a tu prójimo, no cuando lo merezca, sino porque es tu prójimo» (12).

El Señor nos pide una actitud compasiva que se extienda a todas las manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre nuestro prójimo, a quien hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido. «Aunque vierais algo malo -aconseja San Bernardo- no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte» (13).

Frecuentemente hemos de recordar que, si somos misericordiosos, obtendremos del Señor esa misericordia para nuestra vida que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades, que Él bien conoce. Esa confianza en la infinita compasión de Dios nos llevará a permanecer siempre a su lado. «Dale vueltas, en tu cabeza y en tu alma: Señor, ¡cuántas veces, caído, me levantaste y, perdonado, me abrazaste contra tu Corazón!

»Dale vueltas..., y no te separes de Él nunca jamás» (14).

María, Reina y Madre de Misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse eficazmente de quienes sufren a nuestro lado.

 

 

 

(1) Evangelio de la Misa. Lc 4, 16-30.-  (2) Cfr. Is 61, 1-2.-  (3) JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 3.-  (4) Lc 7, 22 ss.-  (5) 1 Jn 4, 16.-  (6) Ef 2, 4.-  (7) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 8.-  (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Comentario al Salmo 126.-  (9) J. ORLANDIS, 8 Bienaventuranzas, pp. 104-105.-  (10) Cfr. SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la limosna, en F. FERNANDEZ CARVAJAL, Antología de textos, Palabra, 9ª ed., Madrid 1987, n, 3551.-  (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 72.-  (12) G. CHEVROT, Las Bienaventuranzas, Rialp, 8ª ed., Madrid 1981, p. 170.-  (13) SAN BERNARDO, Sermón sobre el Cantar de los cantares, 40.-  (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 173.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. MARTES

86. Enseñaba con autoridad.

- Jesús imparte su doctrina con poder y fuerza divina.

- Al leer el Evangelio cada día es Jesús quien nos habla, nos enseña y nos consuela.

- Cómo encontrarle en esta lectura del Evangelio.

 

I. Los Evangelistas, repetidas veces señalan la sorpresa de las gentes y de los mismos discípulos ante la doctrina de Jesús y sus prodigios (1), y sienten cierto temor a interrogarle (2)... Era un temor reverencial ante la majestad de Cristo, reflejada en sus palabras y en sus obras, que se apoderaba de las muchedumbres y las cautivaba. San Lucas nos relata en el Evangelio de la Misa (3) cómo, después de haber curado Jesús a un endemoniado, quedaron todos atemorizados, y se decían unos a otros: ¿Qué palabra es ésta que con potestad y fuerza manda a los espíritus y salen? Y San Marcos señala en otra ocasión que las gentes estaban admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas (4). A través de su Santísima Humanidad hablaba la Segunda Persona de la Trinidad, y las gentes, conscientes de su poder extraordinario, acuden para señalarle a los nombres y a las jerarquías más altas que conocían: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los Profetas? (5). Bien cortos se quedaron.

El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y fariseos y la seguridad y fuerza con que Jesucristo declaraba su doctrina. Jesús no expone una mera opinión, ni da muestra alguna de inseguridad o de duda (6). No habla, como otros profetas, en nombre de Dios; no es un profeta más. Habla en nombre propio: Yo os digo... Enseña los misterios de Dios y cómo han de ser las relaciones entre los hombres, y apoya sus enseñanzas con los milagros; explica su doctrina con sencillez y con potestad porque habla de lo que ha visto (7), y no necesita largos razonamientos. "Nada prueba, no se justifica, no argumenta. Enseña. Se impone, porque la sabiduría que de Él emana es irresistible. Cuando se ha apreciado esta sabiduría, cuando se tiene el corazón lo bastante puro para estimarla, se sabe que no puede existir otra. No se siente la necesidad de comparar, de estudiar. Se ve.

"Se ve que es lo absoluto; se ve que frente a Él todo es polvo; se ve que Él es la Vida. Igual que las estrellas se apagan cuando sale el sol, así ocurre con todas las sabidurías y todas las escuelas. Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (8).

Jesús nos sigue hablando a cada uno, personalmente, en la intimidad de la oración, al leer cada día el Evangelio... Hemos de aprender a escucharle también entre los mil sucesos del día, y en lo que en nuestro lenguaje llamamos fracaso o dolor. "Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra -obras y dichos de Cristo- no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.

"-El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.

"(...) toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. -Así han procedido los santos" (9).

 

II. La doctrina de Jesús tenía tal fuerza y autoridad que algunos de los que le escuchaban exclaman que nunca en Israel se había oído algo parecido (10). Los escribas enseñaban también al pueblo lo que está escrito en Moisés y los Profetas, comenta San Beda; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor del mismo Moisés (11).

Las palabras de Jesús estaban llenas de vida, penetraban hasta el fondo del alma. Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús que pasaba (12), dos de sus discípulos le siguieron y permanecieron con Él aquel día. San Juan, el Evangelista que recogió los grandes diálogos de Jesús, en esta ocasión calla. Sólo nos dice que le encontraron alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Cuando, pasados muchos años, escribe su Evangelio, nos quiso dejar para siempre el momento preciso e inolvidable de su primer encuentro con el Maestro. ¿Qué les diría el Señor? Sólo sabemos el resultado por las palabras de Andrés, el otro discípulo que siguió a Jesús: ¡Hemos encontrado al Mesías! (13), le comunica a su hermano Simón. Dios se metió aquella tarde en lo más profundo del corazón de aquellos hombres. Cuando abrimos nosotros el alma, las palabras de Jesús también calan y transforman. Como aquellos otros que habían sido enviados para detenerle y volvieron sin Él (14). ¿Por qué no lo habéis traído?, les increpan los fariseos. Y ellos responden rotundamente: Nunca un hombre ha hablado como este hombre.

Las palabras de Jesús encierran una sabiduría infinita, que entiende el filósofo y quien no tiene letras, jóvenes, niños, hombres y mujeres..., todos. Habla de lo más sublime con las palabras más sencillas; su doctrina -profunda como no habrá jamás otra- está al alcance de todos. En su predicación recurre a menudo a figuras y a imágenes conocidas por el público, que dan a su predicación una belleza y un atractivo incomparable. Los pormenores más sencillos sirven para expresar los rasgos más sublimes de una doctrina nueva y de una profundidad misteriosa e inabarcable.

Toda la vida del Señor fue una enseñanza continua: "su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. Estas consideraciones (...) reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo que revela a Dios a los hombres y al hombre así mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria" (15).

En el Santo Evangelio encontramos cada día a Cristo mismo que nos habla, nos enseña y nos consuela. En su lectura -unos pocos minutos cada día- aprendemos a conocerle cada vez mejor, a imitar su vida, a amarle. El Espíritu Santo -autor principal de la Escritura Santa- nos ayudará, si acudimos a Él en petición de ayuda, a ser un personaje más de la escena que leemos, a sacar una enseñanza, quizá pequeña pero concreta, para ese día.

 

III. "Tu oración -enseña San Agustín- es como una conversación con Dios. Cuando lees, Dios te habla a ti; cuando oras, tú le hablas a Él" (16). El Señor nos habla de muchas maneras cuando leemos el Santo Evangelio: nos da ejemplo con su vida para que le imitemos en la nuestra; nos enseña el modo de comportarnos con nuestros hermanos; nos recuerda que somos hijos de Dios y que nada debe quitarnos la paz; llama la atención de nuestros corazones, para perdonar ese pequeño agravio que hemos recibido; nos alienta a preparar con esmero la Confesión frecuente, donde nos espera el Padre del Cielo para darnos un abrazo; nos pide que en esa jornada seamos misericordiosos con los defectos ajenos, pues Él lo fue en grado sumo; nos impulsa a santificar el trabajo, haciéndolo con perfección humana, pues fue su quehacer durante tantos años de su vida en Nazaret... Cada día podemos sacar un propósito, una enseñanza, un pensamiento que recordaremos mientras trabajamos. Por esto, si es posible, será mejor que leamos esos breves minutos a primera hora del día para ejercitarnos luego en esa enseñanza sencilla que tanto nos ayudará a mejorar un poco cada jornada. Hay incluso quien lo lee de pie, recordando la vieja costumbre de los primeros cristianos, que permanece en el gesto de la Misa de escuchar el Evangelio en esta actitud de vigilia.

Mucho bien hará a nuestra alma procurar que la lectura del Evangelio nos dé frecuentemente la trama de la oración: unas veces porque nos introduciremos en la escena como lo haría alguno que vio el grupo reunido en torno a Jesús, o se paró en la puerta desde donde el Maestro enseñaba, o a la orilla del lago... Quizá sólo llegó hasta él una parte de la parábola o unas frases aisladas, pero aquello fue suficiente para que algo muy profundo comenzara a cambiar en su alma; en otras ocasiones nos atreveremos a decirle alguna cosa: quizá lo que aquellos mismos personajes le hablaban o le gritaban, porque era mucha su necesidad: Domine, ut videam! (17), que vea, Señor, da luz a mi alma, enciéndeme; ¡Oh Dios!, ten piedad de mí, que soy un pecador (18), le suplicaremos con palabras del publicano que no se sentía digno de estar delante de su Dios; Domine, tu omnia nosti... Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo (19)..., y las palabras de Pedro tomarán en nuestro corazón un acento personal, y le expresaremos los sentimientos y deseos de amor y de purificación que llenan nuestro corazón... Muchas veces contemplaremos su Santísima Humanidad, y el verle perfecto Hombre nos moverá a quererle más, a tener deseos de serle más fieles. Le veremos trabajando en Nazaret, ayudando a San José, cuidando más tarde de su Madre..., o cansado porque han sido muchas las horas que ha predicado durante ese día, o el camino ha sido muy largo...

Todos los días, mientras leemos el Evangelio, pasa Jesús junto a nosotros. No dejemos de verlo y de oírlo, como aquellos discípulos que se encontraron con Él en el camino de Emaús. ""Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...". Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.

"-¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos "detener" a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!" (20).

 

 

 

(1) Cfr. Mc 9, 6; 6, 51; etc.- (2) Cfr. Mc 9, 32.- (3) Lc 4, 31-37.- (4) Mc 1, 22.- (5) Mt 16, 14.- (6) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 7, 28-29.- (7) Cfr. Jn 3, 11.- (8) J. LECLERCQ, Treinta meditaciones sobre vida cristiana, pp. 53-54.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 754.- (10) Cfr. Lc 19, 48; Jn 7, 46.- (11) SAN BEDA, Comentario al Evangelio de San Marcos, 1, 21.- (12) Cfr. Jn 1, 35 ss.- (13) Jn 1, 41.- (14) Jn 7, 46 ss.- (15) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 9.- (16) SAN AGUSTIN, Comentario sobre los Salmos, 85, 7.- (17) Mt 10, 51.- (18) Lc 18, 13.- (19) Jn 21, 17.- (20) J. ESCRIVA DE BALAGUER,Surco, n.671.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. MIÉRCOLES

87. Les imponía las manos.

- Ayudar a todos, tratar a cada uno como Cristo lo hubiera hecho en nuestro lugar.

- Pacientes y constantes en el apostolado.

- Difundir por todas partes la doctrina de Cristo.

 

I. Nos relata el Evangelio de la Misa (1) que puesto ya el sol comenzaron a traer a Cristo numerosos enfermos para que los curase. Es muy posible que aquel día fuera sábado, pues al caer el sol ya no obligaba el descanso sabático, tan escrupulosamente observado por los fariseos. Los enfermos eran muy numerosos. San Marcos (2) señala que toda la ciudad se había juntado delante de la puerta. San Lucas nos ha dejado el detalle singular de que los curó imponiendo las manos sobre cada uno -singulis manus imponens-. Se fija atentamente en los enfermos y a cada uno le dedica su atención plena, porque toda persona es única para Él. Todo hombre es bien recibido siempre por Jesús, y es tratado por Él con la dignidad incomparable que merece siempre la persona humana.

Comentando este pasaje del Evangelio, señala San Ambrosio que "desde el comienzo de la Iglesia ya buscaba Jesús a las turbas. Y ¿por qué? -se pregunta-. Porque (...) para curar no hay tiempo ni lugar determinados. En todos los lugares y tiempos se ha de aplicar la medicina" (3). Nos muestra el Evangelio la infatigable actividad de Cristo; nos enseña el camino que debemos seguir nosotros con quienes están alejados de la fe, con tantas y tantas almas que no se han acercado aún a Cristo para recibir de Él la curación. "Ningún hijo de la Iglesia Santa puede vivir tranquilo, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!

"Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno -"singulis manus imponens", como hacía Jesús-, para tornarlos a la vida, para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles!" (4).

Servir a todos, tratarlos como Cristo lo hubiera hecho en nuestro lugar, con el mismo aprecio, con el mismo respeto, a cada uno individualmente, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares, su modo de ser, el estado en que se encuentra, sin aplicar a todos la misma receta. Son gentes que vienen a nuestro encuentro por motivos profesionales, de vecindad, de viaje, de afanes o aficiones comunes... Y otros que nosotros vamos a buscar a donde se encuentran para llevarlos hasta el Señor, "como el médico busca al enfermo. Con una sola alma que se salve por la mediación de otro, puede obtenerse el perdón de muchos pecados" (5).

Aprendamos en este rato de oración a tener el mismo interés de aquellos que se agolpaban junto a la puerta llevándole los enfermos para que los curase. Veamos junto a Él si los tratamos con la misma atención -singulis manus imponens- con la que Jesús los atendía.

 

II. Para llegar hasta Cristo hay un camino -a veces largo- que es preciso recorrer con paciencia y constancia. Él espera a nuestros amigos, a los compañeros de estudio o de profesión, a los hijos, a los hermanos... A todos los ayudaremos como Jesús hacía: uno a uno, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares, su edad..., sus enfermedades... Hemos de saber valorar a cada uno en el precio infinito de la Sangre redentora con la que el Señor los rescató. Al acompañarlos hasta Jesús encontraremos resistencias, quizá durante mucho tiempo; son consecuencia de la dificultad de los hombres para secundar el querer de Dios, por las secuelas que el pecado original dejó en el alma, que se agravaron después por los pecados personales. Otras veces esa pasividad es consecuencia de la ignorancia que padecen o del error. Esto nos llevará a rezar y a ofrecer mortificaciones, horas de trabajo o de estudio por ellos, a intensificar la amistad...; más cuanto mayor sea la oposición. La fe nos llevará a comprenderlos y a disculparlos con corazón grande, pero conociendo bien que la meta está en que conozcan y amen a Jesucristo, el mayor bien que podemos hacerles, el más grande de todos los favores y beneficios.

En todo apostolado es necesaria una actitud paciente, que nunca es abandono o desidia, sino parte de la virtud de la fortaleza; la paciencia supone una perseverancia tenaz en conseguir los frutos deseados. Muchas veces será necesario caminar poco a poco, "como por un plano inclinado", sin desanimarnos jamás porque nos parezca que no avanzan o quizá que retroceden. El Señor ya cuenta con esas situaciones y da las gracias oportunas. Él ya impuso las manos sobre cada uno, desde el momento mismo en que decidimos junto al Sagrario llevarlos hasta Él. Desde el comienzo de todo apostolado, bendice los deseos de acercarle esas almas que por diversas circunstancias están próximas a nuestro vivir diario.

Si las personas tardan en responder será preciso recordar la paciencia que Dios ha tenido con nosotros, y considerar lo mucho que nos ha perdonado, y las incontables veces que le hemos hecho esperar... ¡Qué esperas las de nuestro Dios!¡Cuánto ha aguardado ante la puerta del alma! Si el Señor nos hubiera abandonado cuando no respondimos, cuando no quisimos oír su llamada, ¡qué lejos nos encontraríamos ahora de Él! Nuestro empeño nunca será estéril, porque en el apostolado nos mueve el amor al Señor. Algunos llegarán hasta Él después de unos días de trato, otros después de no pocos años. Unos, en la primera conversación; otros, tras una larga dilación. Unos podrán correr desde el principio, otros apenas tendrán fuerzas para dar un corto paso. A cada uno hemos de tratarlo en su peculiar situación humana y sobrenatural, sin cansarnos, sin abandonos. El médico no utiliza la misma receta para todos, ni el sastre la misma talla, ni el mismo modelo. Vosotros, hermanos -aconseja el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguanta con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones (6).

Con prudencia sobrenatural, y sin falsas prudencias humanas, insistiremos a los amigos, parientes y colegas. Todo unido a una gran caridad y comprensión, pues solamente buscamos su bien. Si los enemigos de Dios insisten tanto para alejarlos de Él, ¿cómo no vamos a empeñarnos nosotros, que buscamos su bien? ¡Tú sabes, Señor, que sólo buscamos lo mejor para ellos! Lo mejor eres Tú mismo, que te das a quien quiere acogerte.

 

III. Aquella tarde, fueron muchos los que recibieron la curación y una palabra de aliento, un gesto de comprensión por parte del Maestro: al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, los traían a Él. Y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. ¡Qué alegría para los enfermos... y para quienes los habían acercado hasta Jesús! El apostolado, lleno de sacrificio, es a la vez un quehacer inmensamente alegre. ¡Qué gran tarea llevar a nuestros amigos hasta Jesús para que Él les imponga las manos y los sane! A la mañana siguiente, Jesús se había retirado a orar a un lugar solitario, como solía hacer; salieron en su busca, y lo detenían para que no se apartara de ellos. Pero Él les dijo: Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado. E iba predicando por las sinagogas de Judea.

Hoy también son muchos los que no conocen a Cristo. Y el Señor pone en nuestro corazón la urgencia de combatir tanta ignorancia, difundiendo por todas partes la buena doctrina, con iniciativas y maneras bien diversas. "Tal misión -nos recuerda el Papa Juan Pablo II- no es exclusiva de los ministros sagrados o del mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1 Cor 9, 16)" (7). Sólo si miramos a Cristo, si le amamos, venceremos la pereza y la comodidad, saldremos de la torre de marfil que cada uno tiende a construirse a su alrededor, haremos que muchos ciegos vean a Cristo, que muchos sordos le oigan, que muchos paralíticos caminen a su lado, pues el Señor cuenta con nuestra colaboración.

Miremos a Cristo en nuestra oración y contemplemos también a quienes nos rodean. ¿Qué hemos hecho hasta ahora para acercarles hasta el Señor? Veamos la propia familia, el trabajo o el estudio, los vecinos, las personas que más o menos circunstancialmente encontramos en aquella afición que practicamos, en los viajes... ¿No habremos desaprovechado muchas ocasiones? ¿No nos habremos cansado? ¿No nos podrán decir un día que no les hablamos de Cristo, lo que realmente necesitaban? Nos ayudará a hacer un apostolado incesante la consideración de que el bien o el mal que se realiza tiene siempre un efecto multiplicador. Quienes aquella tarde sintieron que Cristo se paraba a su lado y les imponía sus manos divinas experimentaron que su vida ya no podía ser como antes. Se convirtieron en nuevos apóstoles, que irían difundiendo por todas partes que existía el Camino, la Verdad y la Vida, y que ellos lo habían conocido. Lo fueron pregonando en la familia, en su pueblo..., en todas partes por donde iban. Eso debemos hacer nosotros.

 

 

 

(1) Lc 4, 38-44.- (2) Cfr. Mc 1, 33.- (3) SAN AMBROSIO, Tratado sobre la virginidad, 8, 10.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 901.- (5) SAN JUAN CRISOSTOMO,  en Catena Aurea, vol. 5, p. 238.- (6) Sant 5, 7-8.- (7) JUAN PABLO II, Discurso en Granada, 15-XI-1982; Cfr. Exhor. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 33.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. JUEVES

88. El poder de la obediencia.

- La obediencia da fuerzas y frutos.

- Necesidad de esta virtud para quien quiere seguir de cerca a Cristo.

- No poner límites al querer de Dios.

 

I. Estaba Jesús junto al lago de Genesaret con una gran muchedumbre que deseaba oír la Palabra de Dios. Pedro y sus compañeros de trabajo lavaban las redes después de bregar una noche sin pescar nada. Y Jesús, que quiere meterse hondamente en el alma de Simón, le pidió la barca y le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba desde la barca a la multitud (1). Quizá Pedro siguió con la tarea de dejar a punto el aparejo de la pesca mientras escuchaba al Maestro, a quien ya conocía desde que le llevó hasta Él su hermano Andrés (2); no sospecha los planes tan grandiosos del Señor.

Cuando terminó de hablar, Jesús dijo a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Quizá han terminado de limpiar las redes de las algas y del fango del lago. Todo invita a la excusa: el cansancio, que es mayor cuando no se ha pescado nada, las redes lavadas y preparadas para la noche siguiente, la inoportunidad de la hora para la pesca... Pero la mirada de Jesús, el modo imperativo y a la vez amable de dar la orden, el supremo atractivo que Cristo ejerce sobre las almas nobles... llevaron a Pedro a embarcarse de nuevo. El único motivo de echarse al agua con las barcas es Jesús: Maestro -le dice Pedro-, hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado; pero no obstante, sobre tu palabra echaré las redes. In verbo autem tuo..., sobre tu palabra. Ésta es la gran razón.  En muchos momentos, cuando hace su aparición esa fatiga peculiar que origina el no ver frutos en la vida interior personal o en el apostolado, cuando nos parece que todo ha sido un fracaso y encontramos motivos humanos para abandonar la tarea, debemos oír la voz de Jesús que nos dice: Duc in altum, guía mar adentro, recomienza de nuevo, vuelve a empezar... en mi Nombre.

"El secreto de todos los avances y de todas las victorias está en saber "volver a empezar", en sacar la lección de un fracaso y después intentar una vez más" (3). A través de esos aparentes fracasos, quizá quiera decirnos el Señor que debemos actuar por motivos más sobrenaturales, por obediencia, por Él y sólo por Él. "¡Oh poder de la obediencia! -El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes de Pedro. Toda una noche en vano.

"-Ahora, obediente, volvió la red al agua y pescaron "piscium multitudinem copiosam" -una gran cantidad de peces.

"-Créeme: el milagro se repite cada día" (4).

Si alguna vez nos encontramos cansados y sin fuerzas para recomenzar, miraremos al Señor que nos acompaña en esta barca nuestra. Entonces Jesús nos invita a poner en práctica, con docilidad interior, con empeño, esos consejos que hemos recibido en la Confesión, en la dirección espiritual, y encontraremos las fuerzas. "Muchas veces -dice Santa Teresa- me parecía no poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural; me dijo el Señor: Hija, la obediencia da fuerzas" (5).

 

II. Pedro se adentró en el lago con Jesús en su barca y pronto se dio cuenta de que las redes se llenaban de peces; tantos, que parecía que se iban a romper. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran y les ayudasen. Vinieron y llenaron las dos barcas de modo que casi se hundían. Hubo pescado para todos; Dios premia siempre la obediencia con frutos incontables.

Este pasaje del Evangelio está lleno de enseñanzas: por la noche, en ausencia de Cristo, la labor había sido estéril. Lo mismo ocurre en la vida de los cristianos cuando pretenden sacar adelante tareas apostólicas sin contar con el Señor, en la oscuridad más grande, dejándose llevar exclusivamente de la propia experiencia o de esfuerzos demasiado humanos. "Te empeñas en andar solo, haciendo tu propia voluntad, guiado exclusivamente por tu propio juicio... y, ¡ya lo ves!, el fruto se llama "infecundidad".

"Hijo, si no rindes tu juicio, si eres soberbio, si te dedicas a "tu" apostolado, trabajarás toda la noche -¡toda tu vida será una noche!-, y al final amanecerás con las redes vacías" (6).

Pedro mostró su humildad al obedecer a quien, por no ser hombre de mar, bien se podría pensar que poco o nada sabía de aquel trabajo en el que, día tras día, él, Simón, había conseguido tanta experiencia y un gran saber. Sin embargo, se fía del Señor, tiene más confianza en la palabra de Jesús que en sus años de brega. Esto nos indica también que el Señor ya lo había ganado para Sí, que ya poco faltaba para que lo dejara todo por Él.

Esta obediencia, esta confianza en las palabras de Jesús fue la última preparación de Pedro para recibir su llamamiento definitivo. Parece como si el Señor hubiera dispuesto su llamada después de un acto de obediencia y de confianza plena.

La necesidad de la obediencia para quien quiere ser discípulo de Cristo -por encima de toda razón de conveniencia, de eficacia- está en que forma parte del misterio de la Redención, pues Cristo mismo "reveló su misterio y realizó la redención con su obediencia" (7). Por eso, el que quiera seguir los pasos del Maestro no puede limitar su obediencia; Él nos enseñó a obedecer en lo fácil y en lo heroico, "pues obedeció en cosas gravísimas y dificilísimas: hasta la muerte de Cruz" (8). su pequeñez ante la suprema dignidad de Cristo. Entonces Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora serán hombres los que has de pescar. Pedro y quienes le habían acompañado en la pesca, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.

Jesús comenzó pidiéndole prestada una barca y se quedó con su vida. Y Pedro dejaría tras de sí una huella imborrable en tantas almas que Cristo mismo puso a su alcance. Comenzó a obedecer en lo pequeño y el Señor le manifestó los grandiosos planes que para él, pobre pescador de Galilea, tenía desde la eternidad. Nunca pudo sospechar la trascendencia y el valor de su vida. Miles y miles de personas encendieron su fe en la de aquellos que siguieron aquel día a Jesús, y muy particularmente en la de Pedro, que sería la roca, el cimiento inconmovible de la Iglesia.

Tampoco nosotros podemos sospechar las consecuencias de nuestro seguimiento fiel a Cristo. Cada vez nos pide más correspondencia, más docilidad y más obediencia a lo que, de modo diferente, nos va manifestando. Si somos fieles, un día nos hará contemplar el Señor la trascendencia de nuestro seguirle con obras. "Eres, entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. -Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.  "¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?"ió su pequeñez ante la suprema dignidad de Cristo. Entonces Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora serán hombres los que has de pescar. Pedro y quienes le habían acompañado en la pesca, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.

Jesús comenzó pidiéndole prestada una barca y se quedó con su vida. Y Pedro dejaría tras de sí una huella imborrable en tantas almas que Cristo mismo puso a su alcance. Comenzó a obedecer en lo pequeño y el Señor le manifestó los grandiosos planes que para él, pobre pescador de Galilea, tenía desde la eternidad. Nunca pudo sospechar la trascendencia y el valor de su vida. Miles y miles de personas encendieron su fe en la de aquellos que siguieron aquel día a Jesús, y muy particularmente en la de Pedro, que sería la roca, el cimiento inconmovible de la Iglesia.

Tampoco nosotros podemos sospechar las consecuencias de nuestro seguimiento fiel a Cristo. Cada vez nos pide más correspondencia, más docilidad y más obediencia a lo que, de modo diferente, nos va manifestando. Si somos fieles, un día nos hará contemplar el Señor la trascendencia de nuestro seguirle con obras. "Eres, entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. -Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.  "¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?" (10).

No pongamos límites al Señor, como no los puso Pedro. "Si eres de los de mar adentro, clava con firmeza tu timón (...). Si te das a Dios, date como los santos se dieron. Que no haya nada ni nadie que merezca tu atención para frenar tu marcha; eres de Dios. Si te das, date para la eternidad. Ni el oleaje ni la resaca conmoverán tus cimientos. Dios se apoya en ti; arrima tú también el hombro, y navega contra corriente (...). Duc in altum. Lánzate a las aguas con la audacia de los enamorados de Dios" (11).

Nuestra Madre Santa María, Stella maris, Estrella del mar, nos enseñará a ser generosos con el Señor cuando nos pida prestada una barca y cuando quiera que le demos la vida entera. Ninguna condición hemos puesto para seguirle.

 

 

 

(1) Lc 5, 1-11.- (2) Cfr. Jn 1, 41.- (3) G. CHEVROT, Simón Pedro, p. 34.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 629.- (5) SANTA TERESA, Fundaciones, pról. 2.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 574.- (7) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 3.- (8) SANTO TOMAS, Comentario a la Epístola a los Hebreos 5, 8, lec. 2.- (9) R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 683.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 831.- (11) J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, pp. 174-175.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. VIERNES

89. Los amigos del esposo.

- El Señor nos cuenta entre sus íntimos.

- De Jesús aprendemos a tener muchos amigos. El cristiano está siempre abierto a los demás.

- La caridad mejora y fortalece la amistad.

 

I. Después del banquete que ofreció Mateo al Señor y a sus amigos con motivo de su llamamiento, algunos judíos se acercaron a Jesús y le preguntaron por qué sus discípulos no ayunaban como lo hacían los fariseos y los discípulos de Juan. Y Jesús les contestó: ¿Podéis acaso hacer ayunar a los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Y haciendo mención expresa de la muerte que Él había de padecer, les dice que cuando les sea arrebatado el esposo, entonces ayunarán (1).

El esposo, entre los hebreos, iba acompañado por otros jóvenes de su edad, sus íntimos, como una escolta de honor. Se llamaban los amigos del esposo (2), y su misión era honrar al que iba a contraer nupcias, alegrarse con sus alegrías, participar de un modo muy particular en los festejos que se organizaban con motivo de la boda. La imagen nupcial aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura para expresar las relaciones de Dios con su pueblo (3). También la Nueva Alianza del Mesías con su nuevo pueblo, la Iglesia, se describe bajo esta imagen. Ya el Bautista había llamado a Cristo, esposo, y a sí mismo amigo del esposo (4). Jesús llama amigos íntimos -los amigos del esposo- a quienes le siguen, a nosotros; hemos sido invitados a participar más entrañablemente de sus alegrías, al banquete nupcial, figura de los bienes sin fin del Reino de los Cielos. En diversas ocasiones el Señor distinguió a los suyos con el honroso título de amigos. Un día el Maestro, extendiendo sobre sus discípulos su mano, pronunció estas consoladoras palabras: He aquí a mi madre y a mis hermanos... (5). Y nos enseñó que quienes creen y le siguen con obras -los que cumplen la voluntad de mi Padre- ocupan en su corazón un lugar de predilección y le están unidos con lazos más estrechos que los de la sangre. En el discurso de la Ultima Cena les dirá, con sencillez y sinceridad conmovedoras: Como el Padre me ha amado, así también Yo os he amado... Os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre (6).

El Señor quiso ser ejemplo de amistad verdadera y estuvo abierto a todos, a quienes atraía con particular ternura y afecto. "Dejaba escapar entonces -comenta bellamente San Bernardo- toda la suavidad de su corazón; se abría su alma por entero y de ella se esparcía como vapor invisible el más delicado perfume, el perfume de un alma hermosa, de un corazón generoso y noble" (7). Y se convertía en amigo fiel y abnegado de todos. De su ser provenía aquel poder de atracción que San Jerónimo comparó a un imán extraordinario (8).

Jesús nos llama amigos. Y nos enseña a acoger a todos, a ampliar y desarrollar constantemente nuestra capacidad de amistad. Y sólo aprenderemos si le tratamos en la intimidad de una oración confiada: "Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano -el único que merece la pena-, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios" (9).

 

II. Jesús tuvo amigos en todas las clases sociales y en todas las profesiones: eran de edad y de condición bien diversas. Desde personas de gran prestigio social, como Nicodemo o José de Arimatea, hasta mendigos como Bartimeo. En la mayor parte de las ciudades y aldeas encontraba gentes que le querían y que se sentían correspondidas por el Maestro, amigos que no siempre el Evangelio menciona por sus nombres, pero cuya existencia se deja entrever. En Betania, las hermanas de Lázaro, con el mensaje confiado y doloroso a un tiempo que le hacen llegar a Jesús, dejan bien claro el lazo que unía aquella familia con el Maestro: Señor, mira, el que amas está enfermo (10). Jesús amaba a Marta y María y a Lázaro. Cuando llegó el Maestro a Betania, Lázaro había muerto. Y, ante la sorpresa de todos, Jesús comenzó a llorar. Decían entonces los judíos: Mirad cómo le amaba (11). ¡Jesús llora por un amigo!, no permanece impasible ante el dolor de quienes más aprecia, ni ante la experiencia del hombre frente a la muerte; la muerte de una persona particularmente amada. Jesús llora en silencio lágrimas de hombre; los que estaban allí quedaron asombrados.  Nunca debemos cansarnos de considerar lo que el Señor nos quiere. "Jesús es tu amigo. -El Amigo. -Con corazón de carne, como el tuyo. -Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro...

"-Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti" (12).

A Jesús le gustaba conversar con las personas que acudían a Él o con las que encontraba en el camino. Aprovechaba esas conversaciones, que en ocasiones se iniciaban sobre temas intrascendentes, para llegar al fondo de sus almas y llenarlas de amor. Todas las circunstancias fueron buenas para hacer amigos y llevarles el mensaje divino que había traído a la tierra. Nosotros no debemos olvidar que "amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor" (13).

De Cristo aprendemos a tener muchos amigos, aprovechando las relaciones de vecindad, de trabajo, de estudio, encuentros fortuitos y otros buscados. El cristiano está siempre abierto a los demás. Con el amigo se comparte lo mejor que se posee; nosotros no tenemos nada que valga tanto como la amistad con Jesucristo, afianzada a lo largo de los años, después de tantos ratos de oración -cuántas cosas le hemos dicho- y de tantos momentos junto al Sagrario. El afán apostólico y las virtudes humanas de la convivencia nos ayudarán a encontrar los puntos de unión y de entendimiento con los compañeros, con los clientes, con las demás personas, y sabremos prescindir y olvidar lo que desune, cediendo con elegancia en nuestros puntos de vista cuando se trata de asuntos de poca importancia que separan y van creando distancias que hacen difícil la confianza y el mutuo entendimiento.

Si nos sabemos amigos de Jesús, sus amigos íntimos, ¿no es lógico que aprendamos lo que es la amistad verdadera y que sepamos, como Él, llegar al fondo de las almas? ¿Sabemos comunicar el amor a Cristo que llevamos en el corazón?

 

III. Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable (14). Así nos habla la Sagrada Escritura del valor de la amistad, y a la vez nos enseña que es necesario buscarla, poner los medios para encontrarla. Y, una vez hallada, es necesario cultivarla por encima del tiempo, de las distancias, de todo aquello que tienda a separar: la diversidad de gustos, de opiniones, de intereses...

La amistad requiere que ayudemos al amigo. "Si descubres algún defecto en el amigo corrígele en secreto (...). Las correcciones hacen bien y son de más provecho que una amistad muda" (15), que calla mientras ve que el amigo se hunde. La amistad ha de ser perseverante: "No cambiemos de amigos como hacen los niños, que se dejan llevar por la ola fácil de los sentimientos" (16). No te avergüences de defender al amigo (17). "No le abandones en el momento de la necesidad, no le olvides, no le niegues tu afecto, porque la amistad es el soporte de la vida. Llevemos los unos las cargas de los otros, como nos enseñó el Apóstol... Si la prosperidad de uno aprovecha a todos sus amigos, ¿porqué en la adversidad no va a encontrar la ayuda de todos sus amigos? Ayudémosle con nuestros consejos, unamos nuestros esfuerzos a los suyos, participemos de sus aflicciones.

"Cuando sea necesario, soportemos incluso grandes sacrificios por lealtad hacia el amigo. Quizá haya que afrontar enemistades para defender la causa del amigo inocente, y muy a menudo recibir insultos cuando trates de responder y rebatir a aquellos que le atacan y le acusan (...). En la adversidad se prueban los amigos verdaderos, pues en la prosperidad todos parecen fieles" (18).

La caridad sobrenatural fortalece y enriquece la amistad. El amor a Cristo nos vuelve más humanos, con más capacidad de comprensión, más abiertos a todos. Si Cristo es el mejor amigo, aprenderemos a fortalecer una relación que quizá se estaba rompiendo, a quitar un obstáculo, a superar el egoísmo y la comodidad de quedarnos en nosotros mismos. Junto al Señor sabremos hacer mejores, llevar a la santidad, a quienes tenemos más cerca, porque les transmitiremos la fe en Él. A lo largo de los siglos, ¡cuántos han transitado por la senda de la amistad hacia el Señor! Mira a Cristo. Bien sabes que te considera entre sus íntimos. Somos los amigos del Esposo, pues nos llama a participar de su predilección y de sus bienes. Referidas a Cristo, tienen su plenitud aquellas palabras del Libro del Eclesiástico: El amigo fiel no hay con qué pagarlo (19). Mostró su fidelidad hasta dar su vida por cada uno de nosotros. Aprendamos de Él a ser amigos de nuestros amigos, y no dejemos de dar a éstos lo mejor que tenemos: el amor a Jesús.

 

 

 

(1) Lc 5, 33-39.- (2) 1 Mac 9, 39.- (3) Cfr. Ex 34, 16; Is 54, 5; Jer 2, 2; Os 2, 18 ss.- (4) Jn 3, 29.- (5) Cfr. Mt 12, 49-50.- (6) Jn 15, 9, 15.- (7) SAN BERNARDO, Comentario al Cantar de los Cantares, 31, 7.- (8) Cfr. SAN JERONIMO, Comentario al Evangelio de San Mateo, 9, 9.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 943.- (10) Jn 11, 3.- (11) Jn 11, 35-36.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 422.- (13) Cfr. IDEM, Forja, n. 565.- (14) Eclo 6, 14-17.- (15) SAN AMBROSIO, Sobre el oficio de los ministros, III, 125.- (16) Ibídem.- (17) Eclo 22, 31.- (18) SAN AMBROSIO, o. c. , III, 126-127.- (19) Eclo 6, 14.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA. SABADO

90. La fe de Santa María.

- El sábado, un día dedicado a la Virgen. Honrarla especialmente y meditar sus virtudes.

- La obediencia de la fe.

- Vida de fe de Santa María.

 

I. Hoy, sábado, es un día apropiado para que meditemos la vida de fe de la Virgen y le pidamos su ayuda para crecer más y más en esta virtud teologal. Desde los primeros siglos, los cristianos han dedicado este día de la semana a honrar de modo muy particular a Nuestra Señora. Algunos teólogos, antiguos y recientes, señalan razones de conveniencia para honrar en este día a nuestra Madre del Cielo. Entre otras, porque el sábado fue para Dios el día de descanso, y la Virgen fue aquella en la que -como escribe San Pedro Damián- "por el misterio de la Encarnación, Dios descansó como en un lecho sacratísimo" (1); el sábado es también preparación y camino del domingo, símbolo y signo de la fiesta del Cielo, y la Virgen Santísima es la preparación y el camino hacia Cristo, puerta de la felicidad eterna (2). Santo Tomás señala que dedicamos el sábado a nuestra Madre porque "conservó en ese día la fe en el misterio de Cristo mientras Él estaba muerto" (3). Y además está el argumento de amor: los cristianos necesitamos un día particular para honrar a Santa María.

Desde muy antiguo, en iglesias, capillas, ermitas y oratorios se reza o se canta la Salve, u otras preces marianas, en la tarde del sábado. Y muchos cristianos procuran esmerarse este día en honrar a la Reina del Cielo: escogen una jaculatoria para repetírsela muchas veces en el día, hacen una visita a alguna persona enferma o sola o necesitada, ofrecen una mortificación que marca ese día mariano, acuden a rezar a alguna ermita o iglesia dedicada a la Virgen, ponen más atención en las oraciones que le dirigen: Santo Rosario, Angelus o Regina Coeli, la Salve...

Existen muchas devociones marianas, y el cristiano no tiene por qué vivirlas todas, pero "no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María.

"Los que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia" (4).

"Si buscas a María, encontrarás "necesariamente" a Jesús, y aprenderás -siempre con mayor profundidad- lo que hay en el Corazón de Dios" (5). Consideremos cómo vivimos el sábado habitualmente, y si tenemos específicos detalles de cariño hacia la Virgen.

 

II. Busquemos hoy a Nuestra Señora meditando su fe grande, mayor que la de cualquier otra criatura. Antes de que el Ángel anunciara a la Virgen que había sido elegida para ser la Madre de Dios, Ella meditaba la Sagrada Escritura y profundizaba en su conocimiento como nunca lo hizo otra inteligencia humana. Su entendimiento, que nunca había estado afectado por los daños del pecado, y además esclarecido por la fe y los dones del Espíritu Santo, meditaría con hondura las profecías referentes al Mesías. Esta luz divina, y su amor sin límites a Dios y a los hombres, le hacían anhelar y clamar por la venida del Salvador con mayor vehemencia que los Patriarcas y todos los justos que la habían precedido. Y el Señor se complacía en esa oración llena de fe y de esperanza. Ella, con esa oración, daba más gloria a Dios que el universo entero con todas las demás criaturas.

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, bajo la mirada amorosa de la Santísima Trinidad, ante la expectación de los ángeles del Cielo, la Virgen recibe la embajada del Angel: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres 6. Narra San Lucas que la Virgen se turbó al escuchar el mensaje del Ángel, y se puso a considerar qué significaría tal salutación'. En su alma nada se resiste, nada se opone, todo está abierto a la acción directa de Dios. En Ella no hay limitación alguna al querer divino. Dios había preparado su corazón llenándola de gracia, y su libre cooperación a estos dones la convierte en buena tierra para recibir la semilla divina. Inmediata-mente prestó su asentimiento pleno, abandonada en el Señor: fiat mihi secundum verbum tuum, hágase en mí según tu palabra.

«En la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando "la obediencia de la fe" a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando "el homenaje del entendimiento y de la voluntad" (Const. Dei Verbum, 5). Ha respondido, por tanto, con todo su "yo" humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con "la gracia de Dios que previene y socorre" y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que "perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones" (Ibídem, 5; cfr. Const. Lumen gentium, 56)» 8. En la Anunciación tiene lugar el momento culminante de la fe de Maria: tiene realidad lo que tantas veces había meditado en la intimidad de su corazón; «pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su "camino hacia Dios", todo su camino de fe» 9.

Ésta es la primera consecuencia de la fe de Santa María en su vida: una plena obediencia a los planes de Dios, que Ella ve con especial hondura. Mirando a nuestra Madre del Cielo vemos nosotros si la fe nos mueve a llevar a cabo la voluntad de Dios, sin poner límites; a querer lo que Él quiere, cuando quiera y del modo que quiera. Examinemos cómo aceptamos las contrariedades norma-les de la jornada, cómo amamos la enfermedad, el dolor, los planes que hemos de cambiar por circunstancias imprevistas, el fracaso, todo aquello que es contrario a los propios planes o modos de actuar... Pensemos si realmente los resultados positivos y también estas realidades penosas o difíciles de llevar nos santifican, o si, por el contrario, nos alejan del Señor.


III. La vida de Nuestra Señora no fue fácil. No le fueron ahorradas pruebas y dificultades, pero su fe saldrá siempre victoriosa y fortalecida, convirtiéndose en modelo para todos nosotros. «Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.

»Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! (Lc 1, 45), así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea» 10

En los años de Nazaret brilla en silencio la fe de la Virgen. El Hijo que Dios le ha dado es un niño que crece y se desarrolla como el resto de los seres humanos, que aprende a hablar, a caminar y a trabajar como los demás. Pero sabe que aquel niño es el Hijo de Dios, el Mesías esperado duran-te siglos. Cuando lo contempla inerme en sus brazos, sabe que es el Omnipotente. Sus relaciones con El están llenas de amor, porque es su hijo, y de respeto, porque es su Dios. Cuando salen de su boca las primeras palabras entrecortadas, lo mira como a la Sabiduría infinita; cuando lo ve entre-tenido en sus juegos de niño, o fatigado —después de una jornada de trabajo junto a José, cuando ya es un adolescente—, reconoce en El al Creador del cielo y de la tierra.

La Virgen actualizaba su fe en los pequeños sucesos de los días normales; se encendía en el trato íntimo con Jesús, y fue creciendo de día en día con esa oración continua que era la relación permanente con su Hijo, enfocando con visión sobrenatural los pequeños y grandes acontecimientos de su vida, santificando «lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad» 11.

La fe de Santa María alcanzó su punto culminante iuxta crucem Jesu. Sin palabras, con su sola presencia en el Calvario por designio divino 12, manifiesta que la luz de la fe alumbra con esplendor incomparable en su corazón.

Toda la vida de María fue una obediencia a la fe. Contemplándola se comprende que «creer quiere decir "abandonarse" en la verdad misma de la palabra de Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente "¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!" (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos "inescrutables caminos" y de los "in-sondables designios" de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino» 13

«Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud —confiando en Dios y en su Madre—, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de. verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!» 14, que sepa enfocar y dirigir todos los acontecimientos con una fe serena e inconmovible.

 

I SAN PEDRO DAMIÁN, Opúsculo 33, De bono sufragiorum, PL 145, 566. -2 Cfr. G. RoscHINI, La Madre de Dios, Madrid 1958, vol. 11, p. 596. — 3 SANTO ToMÁs, Sobre los mandamientos, en Escritos de Catequesis, p. 239. -4 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 142. — 5 IDEM, Forja, n. 661. -9 Lc 1, 28. -7 Lc 1, 29. — 9 JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-111-1987, 13. — 9 Ibídem, 14. — 10 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 284. — 11 IDEM, Es Cristo que pasa, 148. -- 12 Cfr. Corve VAT. 11, Const. Lumen gentium, 58. — 13 JUAN PARLO 11, o. c., 14. — 10 J. EscRivÁ DE BALAGUER, Forja, n. 235.