TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

28. La cizaña de la mala doctrina.

- Actualidad de la parábola de la cizaña.

- Dar buena doctrina, tarea de todos. Utilizar los medios a nuestro alcance.

- Ahogar la cizaña con la abundancia de buena semilla. No desaprovechar ninguna ocasión.

 

I. El Señor nos propone en el Evangelio de la Misa la parábola del trigo y de la cizaña (1). El mundo es el campo donde el Señor siembra continuamente la semilla de su gracia: simiente divina que al arraigar en las almas produce frutos de santidad. ¡Con cuánto amor nos da Jesucristo su gracia! Para Él, cada hombre es único, y para redimirlo no vaciló en asumir nuestra naturaleza humana. Nos preparó como tierra buena y nos dejó su doctrina salvadora. Pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo, y se fue. La cizaña es una planta que se da generalmente en medio de los cereales y crece al mismo tiempo que éstos. Es tan parecida al trigo que antes de que se forme la espiga es muy difícil al ojo experto del labriego distinguirla de él. Más tarde se diferencia por su espiga más delgada y su fruto menudo; se distingue sobre todo porque la cizaña no sólo es estéril sino que además, mezclada con harina buena, contamina el pan y es perjudicial para el hombre (2). Sembrar cizaña entre el trigo era un caso de venganza personal que se dio no pocas veces en Oriente. Las plagas de cizaña eran muy temidas por los campesinos, pues podían llegar a perder toda una cosecha.

Los Santos Padres han visto en la cizaña una imagen de la mala doctrina, del error (3), que, sobre todo al principio, se puede confundir con la verdad misma, "porque es propio del demonio mezclar el error con la verdad" (4) y difícilmente se distinguen; pero, después, el error siempre produce consecuencias catastróficas en el pueblo de Dios.

La parábola no ha perdido nada de actualidad: muchos cristianos se han dormido y han permitido que el enemigo sembrara la mala semilla en la más completa impunidad. Han surgido errores sobre casi todas las verdades de la fe y de la moral. ¡Cómo hemos de estar vigilantes, con nosotros y con quienes de alguna manera dependen de nosotros, con aquellas publicaciones, programas de televisión, lecturas, etc., que son una verdadera siembra de error, de mala doctrina! ¡Cómo hemos de cuidar los medios a través de los cuales nos llega la formación, la sana doctrina! Es necesario velar día y noche, y no dejarse sorprender; vigilar para poder ser fieles a todas las exigencias de la vocación cristiana, para no dar cabida al error, que pronto lleva a la esterilidad y al alejamiento de Dios. Vigilancia sobre nuestro corazón, sin falsas excusas de edad o de experiencia, y sobre aquellas personas que Dios nos ha encomendado.

 

II. Muchos estragos han producido el error y la ignorancia. El Profeta Oseas, mirando a su pueblo y viéndolo lejos de la felicidad para la que estaba llamado, escribió: languidece mi pueblo por falta de conocimiento (5). ¡A cuántos vemos nosotros que andan metidos en la tristeza, en el pecado, en el desconsuelo, en la desorientación más grande, por falta de la verdad de Dios! Muchas personas se dejan arrastrar por las modas y por las ideas impuestas por unos pocos que están en lugares de gran influencia, o se ven deslumbrados por falsos razonamientos, con complicidad casi siempre de las malas pasiones.

El enemigo de Dios y de las almas ha utilizado todos los medios humanos posibles. Así vemos cómo se desfiguran unas noticias, cómo se silencian otras, cómo se propagan ideas demoledoras sobre el matrimonio a través de seriales de televisión de gran alcance, o tratan de ridiculizar el valor de la castidad y del celibato, se propugna el aborto o la eutanasia, o se siembra la desconfianza ante los sacramentos y se da una idea pagana de la vida, como si Cristo no hubiera venido a redimirnos y a recordarnos que nos espera el Cielo. Y esto con una constancia y un empeño increíbles. El enemigo no descansa.

Nosotros, quienes queremos seguir los pasos del Maestro, no nos vamos a quedar quietos, como si las cosas fueran irreparables y nada tuviera ya remedio. A la historia se le puede imprimir un rumbo distinto porque no está predeterminada al mal y Dios nos ha dado la libertad para que sepamos conducirla a Él. Ésta es tarea de todos: a cada cristiano, esté donde esté, le atañe la misión de sacar a los hombres de su ignorancia y de sus errores. Aunque hay profesiones que pueden tener una mayor influencia en la vida pública, todos podemos y debemos sembrar buena semilla con simpatía, con amabilidad, con oportunidad, en la propia familia, entre los amigos, entre los compañeros de trabajo o de estudios, en el ámbito en el que nos movemos: mostrando con valentía la belleza de la verdad; desenmascarando el error; facilitando a otros los medios de formación oportunos, como cursos de retiro, círculos de estudio, dirección espiritual; aconsejando un buen libro con contenido doctrinal; animando a los demás con el propio ejemplo a que se comporten como buenos cristianos. Muchos se sentirán fortalecidos por nuestra conducta serena y firme, y podrán hacer frente a esa avalancha de mala doctrina que vemos a nuestro alrededor; ellos mismos se convertirán en focos de luz para otros que andan en la oscuridad. Y veremos cómo en tantos casos se cumplen aquellas palabras de Tertuliano referidas al mundo pagano, que rechazaba la doctrina de Jesucristo: dejan de odiar, quienes dejan de ignorar (6).

Debemos sacar el máximo provecho a las mil oportunidades que nos presenta la vida ordinaria para sembrar la buena semilla de Cristo: con motivo de un viaje, al leer el periódico, al charlar con los vecinos, a propósito de la educación de los hijos, al participar en el Colegio profesional, al emitir el voto en unas elecciones... En muchas ocasiones, surgirán con espontaneidad, como parte de la vida; otras, con la ayuda de la gracia y con garbo humano, sabremos provocarlas. Así servimos a Cristo; somos su voz en el mundo.

 

III. La abundancia de cizaña sólo puede contrarrestarse con mayor abundancia aún de buena doctrina: vencer al mal con el bien (7), con ejemplo de vida y coherencia de conducta, que es naturalidad. El Señor nos llama a buscar la santidad en medio del mundo, en el cumplimiento de los deberes ordinarios; y esta llamada reclama de nosotros una presencia activa en las realidades humanas nobles que de alguna manera nos atañen. No basta lamentarse ante tantos errores y ante medios tan poderosos para difundirlos, sobre todo en un momento en el que "una sutil persecución condena a la Iglesia a morir de inedia, relegándola fuera de la vida pública y, sobre todo, impidiéndole intervenir en la educación, en la cultura, en la vida familiar.

"No son derechos nuestros: son de Dios, y a nosotros, los católicos, Él los ha confiado..., ¡para que los ejercitemos!" (8).

Es hora de salir al descubierto con todos los medios, pocos o muchos, que tengamos a nuestro alcance, y con la disposición de no desaprovechar una sola ocasión que se nos presente. Hemos de decir también a nuestros amigos, a quienes siguen o comienzan a dar sus primeros pasos tras el Maestro, que Él les necesita para que tantas gentes no queden sin conocerle y sin amarle. Hoy podemos preguntarnos en nuestra oración: ¿qué puedo hacer yo -en mi familia, en el trabajo, en la escuela, en la agrupación social o deportiva a la que pertenezco, entre mis vecinos...- para que Cristo esté realmente presente con su gracia y su doctrina en esas personas? ¿A qué medios de formación podría sacarles mayor provecho? Las modas pasan, y aquellos aspectos contrarios a la doctrina de Jesucristo que perduren, los cambiaremos los cristianos con empeño, con alegría, con una santa tozudez humana y sobrenatural. La Primera lectura de la Misa nos anima a confiar en el poder de Dios: Tú demuestras tu fuerza a los que dudan de tu poder total y reprimes la audacia de los que no lo conocen (9). Nada es inevitable, todo puede llevar otro rumbo, si hay hombres y mujeres que aman a Cristo y están santamente empeñados en que las costumbres sean más conformes con el querer de Dios. Para eso se precisa la ayuda de la gracia, que no falta, y que cada uno, cada una, quiera realmente ser instrumento del Señor allí donde está, para mostrar con el ejemplo y con la palabra que la doctrina de Jesucristo es la única que puede traer la felicidad y la alegría al mundo: "es menester que (...) llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar "vuestro tono" a la sociedad con la que conviváis.

"-Y, entonces, si has cogido ese espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: "¡Influimos tanto en el ambiente!"" (10).

 

 

 

(1) Mt 13, 24-43.- (2) Cfr. F. PRAT, Jesucristo, su vida, su doctrina, su obra, JUS, 2ª ed. , México 1948, vol. I, p. 289.- (3) Cfr. SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 47; SAN AGUSTIN, en Catena Aurea, vol. II, p. 240; etc.- (4) SAN JUAN CRISOSTOMO, en Catena Aurea, vol. II, p. 238.- (5) Os 4, 6.- (6) TERTULIANO, Ad nationes, 1, 1.- (7) Cfr. Rom 12, 21.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 310.- (9) Sab 12, 17.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 376.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. DOMINGO CICLO B

29. En el tiempo de descanso.

- Santificar la fatiga.

- El descanso del cristiano.

- Las fiestas cristianas.

 

I. En la Primera lectura (1) nos dice el Profeta Jeremías: Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas (...) y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. La profecía hace referencia al cuidado y atención del Mesías con todos los hombres y cada uno de ellos. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas, leemos en el Salmo responsorial (2).

El Evangelio (3) muestra la solicitud de Jesús con sus discípulos, cansados después de una misión apostólica por las ciudades y aldeas vecinas. Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco, les dice. Y explica el Evangelista que eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se marcharon, pues, en la barca a un lugar apartado ellos solos. "¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús!" (4).

Nuestra vida, que es también servicio a Cristo, a la familia, a la sociedad, está repleta de trabajo y de dedicación a los demás. Por eso no podemos extrañarnos si experimentamos la fatiga y sentimos la necesidad de descansar. En el tiempo libre recuperamos fuerzas para servir mejor y evitamos daños innecesarios a la salud que, entre otras cosas, repercutirían en quienes nos rodean, en la calidad de lo que ofrecemos a Dios y en la propia tarea apostólica: en la atención debida a los hijos, a la mujer, al marido, a los hermanos, a los amigos; afectaría a la dedicación a esa labor de apostolado, a la atención y formación de las personas que quizá el Señor nos ha encomendado.

En ocasiones, el oportuno reposo constituirá un deber grave. "La cuerda no puede soportar una tensión ininterrumpida, y las extremidades del arco necesitan un poco de relajación, si se quiere poder tensar el arco de nuevo sin que se haya vuelto inútil para el arquero" (5). El Señor quiere, en lo que depende de nuestra parte, que pongamos los medios para estar en buenas condiciones físicas, pues es mucho lo que espera de todos. "¡Cuánto nos ama Dios, hermanos -exclamaba San Agustín-, pues cuando descansamos nosotros, llega a decir que descansa Él!" (6). Pero hemos de distraernos como buenos cristianos, santificando, en primer lugar, esa pérdida de fuerzas, amando a Dios en la fatiga, aun prolongada, cuando por determinadas circunstancias debamos seguir en la tarea de siempre. Entonces nos consolará, de modo muy particular, acudir al Señor, que en tantas ocasiones terminaba sus jornadas extenuado. Él nos comprende bien.

 

II. Muchos días, quizá en largas temporadas, sentiremos la dureza de no encontrarnos bien y de tener que sacar adelante el negocio, la casa, el estudio... No nos debe desconcertar nuestra situación: es parte de la flaqueza humana y señal muchas veces de que trabajamos con intensidad. "Vienen días -confesaba Santa Teresa con gran sencillez- que sola la palabra me aflige y querría irme del mundo, porque me parece me cansa todo" (7). También esos momentos deben ser para Dios, también en esas situaciones el Señor está muy cerca, y quiere que tomemos las medidas que en cada caso sean oportunas: acudir al médico, si es necesario, y obedecer sus indicaciones; dormir un poco más; dar un paseo o leer un libro sano... Son circunstancias que el Señor permite para que ahondemos en el desprendimiento de la propia salud, para crecer en caridad, esforzándonos por sonreír, aunque nos resulte costoso, incluso muy costoso. El ofrecimiento de esa situación a Dios puede ser de un valor sobrenatural de gran mérito, aunque el corazón parezca seco y sin fuerzas para los actos de piedad.

Venid vosotros... y descansad un poco, nos dice el Maestro. Lejos de centrar la atención en el propio yo, también en el descanso buscamos a Cristo, porque en el Amor no existen vacaciones. "A cualquier lugar que se dirija el hombre, si no se apoya en Dios, hallará siempre dolor" (8), nos advierte San Agustín. Al menos el dolor de haberle dejado a Él a un lado.

El tiempo de vacaciones no debemos emplearlo en no hacer nada. "Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después -con nuevos bríos- al quehacer habitual" (9). Ese tiempo ha de suponer un enriquecimiento interior, consecuencia de haber amado a Dios, de haber cuidado con esmero las normas de piedad, y de haber vivido también la entrega a los demás, tratando de fomentar el olvido de nosotros mismos; deben ser días en los que especialmente procuramos hacer la vida más amable a quienes nos rodean. Su alegría y su felicidad constituirán una buena parte de nuestro descanso.

Hoy son muchos quienes dejan su vida sobrenatural a un lado al elegir, imprudentemente, lugares de vacaciones donde el ambiente moral se ha degradado de tal modo que un buen cristiano no puede frecuentarlo, si desea ser consecuente con su vida cristiana. Sería triste que una persona que habitualmente vive de cara a Dios aprobase con su presencia el triste espectáculo de esos ambientes y se expusiera gravemente a ofender al Señor. Más grave sería, si se tratara de unos padres, cooperar a que sus hijos y las personas que de ellos dependen sufrieran en sus almas un daño, muchas veces irreparable: cargarían sobre sus conciencias los pecados propios y los de los hijos.

A muchos podría decir el Señor: "¿Por qué sigues caminando por caminos difíciles y penosos? El descanso no está donde tú lo buscas. Haces bien en buscar lo que buscas; pero debes saber que no está donde lo buscas. Buscas la vida feliz en la región de la muerte. ¡No está allí! ¿Cómo es posible que haya vida feliz donde ni siquiera hay vida?" (10).

Aunque en algunos ambientes se haya olvidado la doctrina moral de la cooperación al mal, nosotros, que deseamos ser buenos cristianos y que muchos otros lo sean, la recordaremos, con oportunidad y con espíritu positivo, a nuestros amigos y compañeros. No olvidemos que, aunque el descanso es un deber, no lo es de un modo absoluto, y que el bien del alma, propia y ajena, está por encima del bien corporal. En un cristiano que desea conducirse en unidad de vida, no quiere Dios un tiempo en el que reponerse físicamente significara para el alma quedar enferma, rota o, al menos, empobrecida. Además, con un poco de buena voluntad, siempre será posible encontrar o crear lugares y modos en los que se pueda descansar teniendo a Dios muy cerca, en nuestra alma en gracia, aprovechar el tiempo para reforzar amistades y realizar un apostolado fecundo.

 

III. "Los cristianos deben colaborar para que las manifestaciones culturales y las actividades colectivas, que son características de nuestro tiempo, se impregnen de espíritu humano y cristiano" (11). Es tarea nuestra abrir horizontes nobles y gratos a una sociedad en la que muchas personas gozan de más tiempo libre debido a la tendencia de las legislaciones a disminuir la jornada de trabajo, con fines de semana más largos, mayor tiempo de vacaciones, etc. Hemos de enseñar también el sentido esencialmente religioso que tienen las fiestas, sin el cual quedarían vacías de contenido: Navidad, Semana Santa, domingos y demás fiestas del Señor y de la Virgen. Éste es un apostolado que nos urge, pues cada vez son más los que aprovechan estos días para evadirse de los deberes cotidianos y, quizá, para alejarse más de Dios.

Las fiestas tienen una importancia decisiva "para ayudar a los cristianos a recibir mejor la acción de la gracia divina y permitirles responder a ella más generosamente" (12). La Santa Misa es "el corazón de la fiesta cristiana" (13), y en ella hemos de ofrecer todo lo que constituye el día. Nada tendría sentido si se descuidara este primer deber para con Dios, o si se relegara a una hora que sólo llenara un hueco del día, repleto de otras actividades a las que se consideraría como más importantes. Revelaría al menos poco amor de Dios en un cristiano que quiere tener a Dios como verdadero centro de su vida. Para Él ha de ser lo mejor, especialmente cuando celebramos una fiesta, aunque para eso tengamos que llevar a cabo un cambio de planes. Si somos generosos, sentiremos la alegría profunda de quien ha correspondido al amor de su Padre Dios.

Cuando Jesús se dirigió en una barca con los suyos a un lugar apartado -continúa el Evangelio de la Misa-, muchos los vieron marchar y fueron allá a pie, y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. No pudieron descansar aquel día, ni Jesús ni sus discípulos. Nos enseña aquí el Señor con su ejemplo que las necesidades de los demás están por encima de las nuestras. También nosotros, ¡en tantas ocasiones!, habremos de dejar el descanso para otro momento, porque otros esperan nuestra atención y nuestros cuidados. Hagámoslo con la alegría con que el Señor se ocupó de aquella multitud que le necesitaba, dejando a un lado los planes que había proyectado. Es un buen ejemplo de desprendimiento que debemos aplicar a nuestras vidas.

 

 

 

(1) Is 23, 1-6.- (2) Sal 22, 1-6.- (3) Mc 6, 30-34.- (4) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 470.- (5) SAN GREGORIO NACIANCENO, Oración 26.- (6) SAN AGUSTIN, Comentario sobre los Salmos, 131, 12.- (7) SANTA TERESA, Camino de perfección, 38, 6.- (8) SAN AGUSTIN, Las Confesiones, 4, 10, 15.- (9) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., n. 514.- (10) SAN AGUSTIN, Las Confesiones, 4, 12, 18; cfr. Comentario sobre los Salmos, 33, 2.- (11) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 61.- (12) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Las fiestas del calendario cristiano, 13-XII-1982, I, 5.- (13) Ibídem.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. DOMINGO CICLO C

30. El trabajo de Marta.

- En Betania recibían y atendían bien al Señor. Amistad con Jesús.

- Trabajar sabiendo que el Señor está junto a nosotros. Presencia de Dios en el trabajo.

- Trabajo y oración.

 

I. Señor, si he hallado gracia a tus ojos, no pases de largo junto a tu siervo; traeré un poco de agua, y lavaréis vuestros pies, y reposaréis debajo del árbol; después seguiréis adelante, pues habéis pasado junto a vuestro siervo (1). Son las palabras que Abrahán dirigió a Yahvé cuando se le apareció, como peregrino, en el encinar de Mambré, a la hora del calor. Abrahán le dio de comer y le dispensó una buena acogida. Nunca olvidó Dios estas muestras de hospitalidad de Abrahán.  El Evangelio de la Misa narra la llegada de Jesús con sus discípulos a casa de unos amigos en Betania (2): Marta, María y Lázaro. Por éste lloró un día el Señor (3) al enterarse de su muerte, y luego lo resucitó. Jesús va de paso hacia Jerusalén y se detiene en Betania, que está a unos tres kilómetros antes de llegar a la ciudad. En casa de aquellos hermanos, a quienes Jesús ama entrañablemente, recaló con sus discípulos para descansar después de una larga jornada; allí, entre aquellos amigos, se encuentra el Señor a gusto. Le tratan bien, y siempre es recibido con alegría y afecto. Así hemos de tratar y de acoger nosotros a Jesús, que está en el Sagrario de las iglesias. No tenemos otro amigo mejor ni más fiel. No existe persona alguna a la que debamos tratar con mayor delicadeza y confianza.

En este clima de amistad, las hermanas se desenvuelven con naturalidad y sencillez, y muestran actitudes diversas. Marta andaba afanada con los múltiples quehaceres de la casa; parece la mayor (San Lucas dice: una mujer llamada Marta le recibió en su casa), y es la que se ocupa con todo esmero de atender al Señor y a los que le acompañan; el trabajo debía de ser abundante. Atender aun grupo tan numeroso, sobre todo si se presentaron de improviso, no era tarea fácil. Y Marta deseaba hacer un recibimiento adecuado al Señor, y se ocupaba con eficacia en preparar lo conveniente. Sabemos que, en un momento determinado, pierde la paz y se agobia, porque le falta la inicial rectitud de intención. María, en cambio, estaba sentada a los pies del Señor escuchando su palabra, desentendida de los preparativos de la comida. "Marta, en su empeño por prepararle al Señor de comer, andaba ocupada en multitud de quehaceres. María, su hermana, prefirió que le diese de comer a ella el Señor. Se olvidó de su hermana y se sentó a los pies del Señor, donde, sin hacer nada, escuchaba su palabra" (4). Nosotros, con la ayuda de la gracia, tenemos que aprender la armonía de la vida cristiana, que se manifiesta en la unidad de vida -unir Marta y María- de forma que el amor a Dios, la santidad personal, sea inseparable del afán apostólico y se manifieste en la rectitud de nuestro trabajo.

 

II. La hermana mayor se dirige a Jesús con gran confianza y cierto tono de queja: Señor, ¿nada te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude. Durante muchos siglos se ha querido presentar a estas dos hermanas como dos modelos de vida contrapuestos: en María se ha querido representar la contemplación, la vida de unión con Dios; en Marta, la vida activa de trabajo, "pero la vida contemplativa no consiste en estar a los pies de Jesús sin hacer nada: esto sería un desorden, sino pura y simple poltronería" (5). En el trabajo, en el quehacer de cada uno, es precisamente el lugar donde encontramos a Dios, "el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad" (6), donde amamos a Dios mediante el ejercicio de las virtudes humanas y de las sobrenaturales. Sin un trabajo serio, hecho a conciencia, con prestigio, sería muy difícil -quizá imposible-que pudiéramos tener una vida interior honda y ejercer un apostolado eficaz en medio del mundo.

Durante mucho tiempo y con demasiado énfasis se ha insistido en las dificultades que las ocupaciones terrenas, seculares, pueden representar para la vida de oración. Sin embargo, es ahí, en medio de esos trabajos y a través de ellos, no a pesar de ellos, donde Dios nos llama a la mayoría de los cristianos para santificar el mundo y santificarnos nosotros en él, con una vida llena de oración que vivifique y dé sentido a esas tareas (7). Fue ésta una predicación continua del Fundador del Opus Dei, que enseñó a miles de personas a encontrar a Dios a través de su quehacer diario. En cierta ocasión, dirigiéndose a un numeroso grupo de personas, les decía: "Debéis comprender ahora-con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...).

"No hay otro camino (...): o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver -a la materia y alas situaciones que parecen más vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo" (8). Poner el amor de María mientras se lleva a cabo el trabajo de Marta.

Jesús responde a esta mujer en tono familiar: Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria. Así, pues, María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada. Es como si le dijera: Marta, estás ocupada en muchos menesteres, pero te estás olvidando de Mí; estás desbordada por muchas tareas necesarias, pero estás descuidando lo esencial: la unión con Dios, la santidad personal. Esa inquietud, ese ajetreo, no pueden ser buenos cuando te hacen perder la presencia de Dios mientras trabajas; aunque el trabajo en sí es bueno y necesario.

Jesús no hace una valoración de toda la actitud de Marta, ni tampoco de todo el comportamiento de María. Cambia con hondura la cuestión y apunta a algo más esencial: a la actitud interna de Marta; tan metida está en el trabajo y anda tan preocupada por él, que se llega casi a olvidar de lo más importante: la presencia de Cristo en aquella casa. ¡Cuántas veces nos podría hacer el Señor el mismo cariñoso reproche! Afanes, trabajos necesarios, que no pueden justificar nunca el olvido de Jesús presente en nuestras tareas, aun las más santas, pues, como se ha dicho, no podemos dejara un lado al "Señor de las cosas" por "las cosas del Señor"; no se puede relativizar la importancia de la oración con la excusa de que quizá estemos trabajando en tareas apostólicas, de formación, de caridad, etc. (9).

 

III. Debemos tener tal unidad de vida que el mismo trabajo nos lleve a estar en presencia de Dios y, a la vez, los ratos expresamente dedicados a hablar con el Señor nos ayuden a trabajar mejor, pues "entre las ocupaciones temporales y la vida espiritual, entre el trabajo y la oración, no puede existir sólo un "armisticio" más o menos conseguido; tiene que darse plena unión, fusión sin residuo. El trabajo alimenta a la oración y la oración "embebe" el trabajo. Y esto hasta el punto de que el trabajo en sí mismo, en cuanto servicio hecho al hombre y a la sociedad -y, por tanto, con las más claras exigencias de profesionalidad-, se convierte en oración agradable a Dios" (10).

Para lograr la presencia del Señor mientras trabajamos tendremos que recurrir a industrias humanas, cosas que nos recuerden que nuestro trabajo es para Dios y que Él está cerca de nosotros, contemplando nuestras obras; es un testigo de excepción de nuestra actividad. Muchas veces nos ayudará la consideración de que está muy cerca, quizá a pocas decenas o a unos centenares de metros, en un oratorio o en la iglesia más cercana. "Ahí, desde ese lugar de trabajo, haz que tu corazón se escape al Señor, junto al Sagrario, para decirle, sin hacer cosas raras: Jesús mío, te amo.

"-No tengas miedo a llamarle así -Jesús mío- y de repetírselo a menudo" (11).

Todas las ocupaciones, hechas con rectitud de intención, pueden ser el lugar donde cada día vivamos la caridad, la mortificación, el espíritu de servicio a los demás, la alegría y el optimismo, la comprensión, la cordialidad, el apostolado de amistad... Es el medio, en definitiva, con el que nos santificamos. Y esto es verdaderamente lo que importa: encontrar a Jesús en medio de esos diarios quehaceres, no olvidar en momento alguno "al Señor de las cosas"; menos aún cuando esos quehaceres hacen referencia más directa a Él, pues, de lo contrario, quizá terminaríamos llevándolos a cabo por nosotros mismos, buscando en ellos solamente la realización personal o la mera satisfacción de un deber cumplido, dejando a un lado la rectitud de intención, olvidando al Maestro.

Le pedimos a la Virgen, al terminar la oración, tener el espíritu de trabajo de Marta y la presencia de Dios de María mientras, sentada a los pies de Jesús, escuchaba embebida sus palabras.

 

 

 

(1) Primera lectura. Gen 18, 1-5.- (2) Lc 10, 38-42.- (3) Jn 11, 35.- (4) SAN AGUSTIN, Sermón 103, 3.- (5) A. DEL PORTILLO, Homilía 20-VII-1986, en Romana, Año II, n. 3, p. 268.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 62.- (7) Cfr. J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Palabra, 9ª ed., Madrid 1981, p. 106 ss.- (8) Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 14ª ed., Madrid 1985, n. 114.- (9) Cfr. JUAN PABLO II, Alocución 20-VI-1986.- (10) A. DEL PORTILLO, Trabajo y oración, en Revista Palabra, Mayo 1986, p. 30.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 746.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. LUNES

31. La Fe y los milagros.

- Necesidad de buenas disposiciones para recibir el mensaje de Jesús.

- Querer conocer la verdad.

- Limpiar el corazón para ver claro. Dejarse ayudar en momentos de oscuridad.

 

I. Leemos en el Evangelio de la Misa (1) que se acercaron a Jesús algunos escribas y fariseos para pedirle un nuevo milagro que definitivamente les mostrase que Él era el Mesías esperado; querían que Jesús confirmara con espectáculo lo que predicaba con sencillez. Pero el Señor les contesta anunciando el misterio de su muerte y de su Resurrección, sirviéndose de la figura de Jonás: no se dará otro prodigio que el del Profeta Jonás. Con estas palabras muestra que su Resurrección gloriosa al tercer día (tantos cuantos estuvo el Profeta en el vientre de la ballena) es la prueba decisiva del carácter divino de su Persona, de su misión y de su doctrina (2).

Jonás fue enviado a la ciudad de Nínive, y sus habitantes hicieron penitencia por la predicación del Profeta (3). Jerusalén, sin embargo, no quiere reconocer a Jesús, de quien Jonás era sólo figura e imagen. También nos dice Jesús cómo la reina del mediodía, la reina de Saba, visitó a Salomón (4) y quedó maravillada de la sabiduría que Dios había infundido al rey de Israel. Jesús está prefigurado también en Salomón, en quien la tradición veía al hombre sabio por excelencia. El reproche de Jesús cobra más fuerza con el ejemplo de estos paganos convertidos, y termina diciendo: aquí hay algo más que Jonás... aquí hay algo más que Salomón. Ese algo más en realidad es infinitamente más, pero Jesús, quizá pensando en sí mismo y con una cariñosa ironía, prefiere suavizar esa inconmensurable diferencia entre Él y los que lo habían prefigurado, que eran como sombra y signo del que había de venir (5).

Jesús no hará en esta ocasión más milagros y no dará más señales. No están dispuestos a creer, y no creerán por muchas palabras que les hable y por muchas señales que les muestre. A pesar del valor apologético que tienen los milagros, si no hay buenas disposiciones, hasta los mayores prodigios pueden ser mal interpretados. Lo que se recibe, ad modum recipientis recipitur: las cosas que se reciben toman la forma del recipiente que las contiene, reza el viejo adagio. San Juan nos dice en su Evangelio que algunos, aunque habían visto muchos milagros, no creían en Él (6). El milagro es sólo una ayuda a la razón humana para creer, pero si faltan buenas disposiciones, si la mente se llena de prejuicios, sólo verá oscuridad, aunque tenga delante la más clara de las luces.

Nosotros pedimos a Jesús en esta oración que nos dé un corazón bueno para verle a Él en medio de nuestros días y de nuestros quehaceres, y una mente sin prejuicios para comprender a nuestros hermanos los hombres, para jamás juzgar mal de ninguno de ellos.

 

II. Para oír la verdad de Cristo, es necesario escucharle, acercarse a Él con una disposición interna limpia, estar abiertos con sinceridad de corazón a la palabra divina.

Carecían de buenas disposiciones aquellos fariseos que piden al ciego de nacimiento, a quien ha curado Jesús, una nueva explicación del milagro: ¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos? Y la respuesta del ciego descubre que los prejuicios de aquellos hombres les impiden entender la verdad; quizá oyen, pero no escuchan. Él replicó: os lo he dicho ya y no me habéis escuchado. ¿Porqué queréis oírlo otra vez? (7).

Lo mismo ocurre con Pilato: oye a Jesús estas palabras: He venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz. Entonces le preguntó el procurador romano: ¿Qué es la verdad? Y como no estaba dispuesto a escuchar, dicho esto volvió a salir donde los judíos (8). Se vuelve de espaldas, sin dejar tiempo a una respuesta que en el fondo no le interesaba. A Pilato no le interesa la verdad; quiere averiguar el modo de salir de aquel asunto, que le resulta oneroso, incómodo.

Si estamos bien dispuestos, el Señor, por caminos muy diversos, nos dará abundancia y sobreabundancia de señales para seguir fieles en el camino que hemos emprendido. Tendremos la alegría de poder contemplarle en lo que nos rodea: en la naturaleza misma, en la que ha dejado huellas para que le veamos como Creador; en medio del trabajo; en la alegría; en la enfermedad... La historia de cada hombre está llena de señales. Muchas veces, la luz para verle la obtendremos en la intimidad de la oración; otras muchas, en los consejos de la dirección espiritual.

Muchos fariseos no cambiaron, no se convirtieron al Mesías a pesar de tenerle tan cerca y de ser espectadores de muchos de sus milagros, por su falta de buenas disposiciones: su orgullo los dejó ciegos para lo esencial. Incluso llegaron a decir: expulsa a los demonios por arte del príncipe de los demonios (9). Muchos hombres se encuentran hoy también como ciegos para lo sobrenatural por su soberbia, por su empeño en no rectificar su juicio cargado de suspicacias, por su apegamiento a las cosas de aquí abajo, por su desmedido deseo de confort y de bienestar, por su hedonismo y sensualidad. "Oí hablar a unos conocidos de sus aparatos de radio. Casi sin darme cuenta, llevé el asunto al terreno espiritual: tenemos mucha toma de tierra, demasiada, y hemos olvidado la antena de la vida interior...

"-Ésta es la causa de que sean tan pocas las almas que mantienen trato con Dios: ojalá nunca nos falte la antena de lo sobrenatural" (10).

 

III. Aquí hay algo más que Jonás... aquí hay algo más que Salomón. ¡Está el mismo Cristo a nuestro lado! Llama al interior del hombre -a su inteligencia y a su corazón-, no como un extraño, sino como la persona que nos ama, que desea comunicar sus sentimientos y hasta su propia vida, que quiere dar solución divina a aquello que nos preocupa o incluso nos atenaza.

Pero, de la misma manera que en las ondas sonoras se dan interferencias que impiden una buena sintonía, se pueden presentar obstáculos en el campo de la fe. En ocasiones, puede darse la oscuridad en personas que llevan años siguiendo a Cristo y que se quedan, culpablemente o no, desconcertadas y como perdidas, sin ver la alegría y la belleza de la entrega. En esos casos, se hacen precisas unas preguntas hechas con sinceridad en la intimidad del alma: ¿verdaderamente deseo ver?, ¿estoy plenamente dispuesto a querer ver, a afirmar al menos que existe una serie de razones y de sucesos que descubren la presencia de Dios en mi vida?, ¿me dejo ayudar?, ¿expongo mi situación con claridad?, ¿desvelo mi intimidad, sin hacer teorías, sin maquillajes, sin paliativos? Junto a la soberbia, que es el principal obstáculo, se pueden presentar otras dificultades: el ambiente ávido de confort, que tiende a rechazar de plano lo que suponga sacrificio y cruz, y que puede tender sutiles lazos cargados de razones humanas contrarias a lo que Dios pide en ese momento: un camino lleno de alegría, pero más arduo y empinado que el de un ambiente cargado de hedonismo. Se precisará entonces un esfuerzo, hablar con valentía en la dirección espiritual y luchar decididamente para desprenderse de toda rémora, de pasiones que tiran hacia el polvo de la tierra; es necesario purificar el corazón de amores desordenados para llenarlo del amor verdadero que Cristo ofrece, pues difícilmente podrá apreciar la luz quien tiene la mirada turbia.

La pereza y la comodidad son otros tantos obstáculos que se pueden interponer en el camino hacia Dios. Como todo amor auténtico, la fe y la vocación conllevan una entrega de la persona, que al amor nunca le parece suficiente. La pereza y la comodidad tienden a señalar un límite, a defender unos derechos mezquinos, que entorpecen y retrasan la respuesta definitiva para esa fe amorosa.

Alguna vez, el Señor puede ocultarse a nuestra vista, para que le busquemos con más amor, para que crezcamos en humildad, dejándonos llevar por quien Dios ha puesto a nuestro lado para realizar esa misión. Siempre, sin fallar nunca, se acaba descubriendo el rostro amable de Cristo, con más claridad que antes, con más amor.

La palabra fe tiene en su raíz un matiz que viene a significar dejarse llevar por otra persona que es más fuerte que nosotros, confiar en otro que nos presta su ayuda (11). Confiamos fundamentalmente en Dios, pero también Él quiere que nos apoyemos en esas personas que ha puesto a nuestro lado para que nos ayuden a ver. Dios da frecuentemente luz a través de otros.

El Señor pasa a nuestro lado con las suficientes referencias para verle y seguirle. El sacramento de la Confesión será, de manera habitual, un medio excelente para ver a Dios con más claridad en nosotros y en quienes nos rodean. Pidamos a la Virgen que nos ayude a purificar la mirada y el corazón para poder interpretar acertadamente los acontecimientos de cada día, descubriendo a Dios en ellos.

Creo, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero, pero haz que espere con más confianza; te amo, pero que te ame con más fuego (12).

 

 

 

(1) Mt 12, 38-42.- (2) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.- (3) Jon 3, 6-9.- (4) 1 Rey 10, 1-10.- (5) Cfr. SAGRADA BIBLIA, ibídem.- (6) Jn 12, 37.- (7) Jn 9, 26-27.- (8) Jn 18, 38.- (9) Mt 9, 34.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 510.- (11) Cfr. J. DHEILLY, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, voz FE, p. 445 ss.- (12) MISAL ROMANO, Acción de gracias para después de la Misa: oración del Papa Clemente XI.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. MARTES

32. La nueva Familia de Jesús.

- Nuestra unión con Cristo es más fuerte que cualquier vínculo humano. Los lazos que se originan de seguir al Señor en un mismo camino son más estrechos que los de la sangre.

- Debemos tener el necesario desprendimiento e independencia para llevar a cabo la propia vocación.

- María, la Madre de la nueva familia de Jesús, la Iglesia, es también Madre de cada uno de nosotros.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos muestra a Jesús predicando una vez más. Se halla en una casa tan abarrotada de gente que su Madre y otros parientes no pueden llegar hasta Él, y le envían un recado. Alguien le dijo entonces: Mira que tu madre y tus hermanos están fuera intentando hablarte. Y Él, extendiendo las manos hacia sus discípulos, les dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.

En otra ocasión, una mujer del pueblo, al ver las palabras llenas de vida de Jesús, exclamó en una alabanza a María: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Pero el Señor dio la impresión de querer rechazar el requiebro de aquella mujer, y contestó: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan (2).

El Papa Juan Pablo II relaciona estas dos escenas con aquella respuesta que Jesús dio a María y a José cuando le encontraron en Jerusalén, a la edad de doce años, después de una búsqueda afanosa durante tres días. Allí les dijo Jesús, con un amor sin límites y con una claridad total: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre? (3). Desde el comienzo, Jesús estuvo dedicado a las cosas de su Padre. Anunciaba el Reino de Dios y a su paso todas las cosas alcanzaban un sentido nuevo, también el parentesco. "En esta dimensión nueva, un vínculo como el de la "fraternidad" significa también una cosa distinta de la "fraternidad según la carne", que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la "maternidad" ( ...) adquiere un significado diverso" (4), más profundo y más íntimo.

Nos enseña repetidamente el Señor que por encima de cualquier vínculo y autoridad humana, incluso la familiar, está el deber de cumplir la voluntad de Dios, la propia vocación. Nos dice que seguirle de cerca, en la propia vocación, la que Él ha dado a cada hombre y a cada mujer, nos lleva a compartir su vida hasta tal punto de intimidad que constituye un vínculo más fuerte que el familiar (5). Santo Tomás lo explica diciendo que "todo fiel que hace la voluntad del Padre, esto es, que le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que cumplió la voluntad del Padre. Pero, quien no sólo obedece, sino que convierte a otros, engendra a Cristo en ellos, y de esta manera llega a ser como la Madre de Cristo" (6). Es muy fuerte el vínculo que nace de llevar la misma sangre, pero lo es aún más el que se origina del seguir a Cristo en el mismo camino. No hay ninguna relación humana, por estrecha que sea, que se asemeje a nuestra unión con Jesús y con quienes siguen a Jesús.

 

II. ¿Quién es mi madre...? "¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer por el significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo" (7). Ella es amada por Jesús de modo absolutamente singular a causa del vínculo de la sangre por el que María es su Madre según la carne. Pero Jesús la ama más, y está más estrechamente unido con Ella, por los lazos de la delicada fidelidad de la Virgen a su vocación, al perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre. Por eso la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen "acogió las palabras con las que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente" (8).

La propia vocación nos hace querer, humana y sobrenaturalmente, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Dios ensancha y afina el corazón, y a la vez nos pide la necesaria independencia y desprendimiento de cualquier atadura, para llevara cabo lo que Él quiere de cada uno: realizar la propia llamada, que es única e irrepetible, aunque alguna vez, por razones comprensibles, pueda causar dolor a quienes más queremos en la tierra. No podemos olvidar que después de la explicación de Jesús a María y a José, que llevaban tres días buscándole, ellos no comprendieron lo que les dijo (9), siendo María la llena de gracia y José justo, metido plenamente en Dios. Más tarde fueron entendiendo más -María en un orden más profundo-, a medida que los acontecimientos de su Hijo se iban desarrollando. No nos tiene que sorprender, por tanto, que a veces nuestros parientes no entiendan.

¡Qué alegría pertenecer con lazos tan fuertes a esta nueva familia de Jesús! ¡Cómo hemos de querer y ayudar a quienes están fuertemente unidos a nosotros por los vínculos de la fe y de la vocación! Entonces entendemos las palabras de la Escritura: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma (10), el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada puede contra la caridad y la fraternidad bien vivida. "¡Poder de la caridad! -Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes" (11).

 

III. Todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre. Quizá la Virgen, desde el lugar en que se encontraba fuera de la casa donde enseñaba su Hijo, oyera estas palabras, o quizá alguien se las repetiría enseguida. Ella bien sabía los lazos profundos que la unían con Aquel a quien iba a ver: vínculos de la naturaleza, y otros, más profundos aún, originados por su perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Ella sabía, cada vez de un modo más perfecto, que había sido llamada desde la eternidad para ser la Madre de esta nueva familia que se forma en torno a Jesús. Por medio de la fe correspondió a la llamada que Dios le dirigía para ser Madre de su Hijo y "en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede afirmar -enseña el Papa Juan Pablo II- que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era "la que ha creído". A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella "novedad" de la maternidad, que debía constituir su "papel" junto al Hijo" (12).

Más tarde, en el Calvario, se descorrió por completo el velo del misterio de su maternidad espiritual sobre aquellos que a lo largo de los siglos habían de creer en Él: Ahí tienes a tu hijo (13), le dijo Jesús señalando a Juan. Y en él estábamos representados todos los hombres. Esa maternidad se extiende de modo particular a todos los bautizados y a quienes están en camino hacia la fe, porque María es Madre de la Iglesia toda (14), la gran familia del Señor que se prolonga a través de los tiempos.

Se da una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del Hijo de Dios y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, y "la persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del "nacimiento del Espíritu". Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo-presente en el misterio de la Iglesia" (15). La presencia de María en la Iglesia es una presencia materna, y lo mismo que en una familia la relación de maternidad y de filiación es única e irrepetible, así nuestra relación con la Madre del Cielo es única y diferente para cada cristiano. Y lo mismo que Juan la acogió en su casa, cada cristiano ha de "entrar en el radio de acción de aquella "caridad materna"" (16).

A cada uno nos quiere como si fuera su único hijo, y se desvela por nuestra santidad y por nuestra salvación como si no tuviera otros hijos en la tierra. Muchas veces hemos de llamarla ¡Madre! Y ahora, al terminar este rato de oración, le decimos en la intimidad de nuestra alma: ¡Madre mía!, no me dejes. ¡Tú bien sabes cuánta necesidad tengo de Ti! ¡Ayúdame a estar siempre cerca de tu Hijo!

 

 

 

(1) Mt 12, 46-50.- (2) Lc 11, 27-28.- (3) Lc 2, 49.- (4) JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 20.- (5) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mc 4, 31-35.- (6) SANTO TOMAS, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 12, 49-50.- (7) JUAN PABLO II, loc. cit.- (8) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 58.- (9) Lc 2, 50.- (10) Prov 18, 19.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 462.- (12) JUAN PABLO II, loc. cit.- (13) Jn 19, 26.- (14) Cfr. C. POZO, María en la obra de la salvación, BAC, Madrid 1974, pp. 61-62.- (15) JUAN PABLO II, o. c. , 24.- (16) Ibídem, 45.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. MIÉRCOLES

33. Virtudes humanas.

- Las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales.

- En Jesucristo tienen su plenitud todas las virtudes.

- Necesidad de las virtudes humanas en el apostolado.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos enseña cómo la semilla de la gracia cae en terrenos muy diferentes: entre espinos, en el camino endurecido por el paso de las gentes, en medio de un pedregal..., en tierra buena. Dios quiere que seamos esa tierra bien preparada que acoge la semilla y a su tiempo da una crecida cosecha. Las virtudes naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales. Muchos que, quizá por ignorancia, viven alejados de Dios, pero han cultivado esas disposiciones nobles y honradas, están bien dispuestos y preparados para recibir la gracia de la fe, porque el comportamiento humano recto compone como el punto de apoyo del edificio sobrenatural.

La vida de la gracia en el cristiano no está superpuesta a la realidad humana, sino que la penetra, la enriquece y la perfecciona. "De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no sólo de las virtudes teologales, sino también de las morales y humanas; y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma" (2).

El orden sobrenatural no prescinde del orden natural, ni mucho menos lo destruye: "por el contrario, lo levanta y lo perfecciona, y cada uno de los órdenes presta al otro un auxilio, como un complemento proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo" (3).

Aunque la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que requiera las virtudes humanas, pues ¿cómo podría arraigar, por ejemplo, la virtud cardinal de la fortaleza en un cristiano que no se venciera en pequeños hábitos de comodidad o de pereza, que estuviera excesivamente preocupado del calor o del frío, que se dejara llevar habitualmente por los estados de ánimo, que estuviera pendiente de sí mismo y de su comodidad? ¿Cómo podría vivir el optimismo ante las más diversas circunstancias, consecuencia de su vida de fe, si fuera pesimista y malhumorado en su convivencia ordinaria? "No se puede mutilar nada de la esencia ni de las cualidades buenas de la naturaleza humana. Despersonalizarse en aquello que de bueno tiene el hombre -que es mucho- es lo más ruinoso que puede hacer un cristiano. Desarrolla tu naturaleza, tu actividad humana; desarróllala hasta el infinito. Todo lo que empequeñece, lo que contrae y estrecha, lo que nos ata por el miedo, eso no es Cristianismo. Hay que emplear otra palabra que no sea despersonalización para designar la total purificación del pecado y malas inclinaciones que el hombre, con la ayuda de Dios, ha de realizar" (4). El Señor nos quiere con una personalidad definida, cada uno la suya, resultado del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que hemos puesto por cultivar estos dones personales.

La tierra bien dispuesta -las virtudes naturales- permite que la semilla divina arraigue, crezca y se desarrolle con facilidad, a impulsos de la gracia y de la personal correspondencia. Y, al mismo tiempo, mejora el terreno en el que cayó la buena simiente cuando crece en él la semilla. La vida cristiana perfecciona las condiciones humanas, al darles una finalidad más alta; el hombre es más humano cuanto más cristiano.

 

II. El Señor quiere que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad, el orden, la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la veracidad... En primer lugar, porque debemos imitarle a Él, perfecto Dios y Hombre perfecto. En Él tienen su plenitud todas las virtudes propias de la persona y, siendo Dios, se manifestó profundamente humano. "Vestía al uso de la época, tomaba los manjares corrientes, se comportaba según las costumbres del lugar, raza y época a que pertenecía. Imponía las manos, ordenaba, se enfadaba, sonreía, lloraba, discutía, se cansaba, sentía sueño y fatiga, hambre y sed, angustia y alegría. Y la unión, la fusión entre lo divino y lo humano era tan total, tan perfecta, que todas sus acciones eran, a la vez, divinas y humanas. Era Dios, y gustaba llamarse Hijo del Hombre" (5). Cristo mismo exigió a todos la perfección humana encerrada en la ley natural (6), formó a sus discípulos no sólo en las virtudes sobrenaturales sino en el comportamiento social, en la sinceridad, en la nobleza (7), les instó a que fueran hombres de juicio ponderado (8)... Él mismo echó de menos la gratitud de unos leprosos a los que había curado (9), y las muestras de cortesía y de urbanidad (10) propias de gentes educadas. Tanta importancia dio Jesús a las virtudes humanas que llegó a decir a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales? (11).

Si en lo humano procuramos ser sencillos, leales, trabajadores, comprensivos, equilibrados..., estaremos imitando a Cristo, que es también el Modelo en nuestro comportamiento, y nos dispondremos a ser la buena tierra donde las virtudes sobrenaturales echan con facilidad sus raíces. Para eso debemos contemplar muchas veces al Maestro y ver en Él la plenitud de todo lo humano noble y recto. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos parecer.

 

III. El cristiano en medio del mundo es como una ciudad puesta en lo alto de un monte, como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve; el ejemplo de personas íntegras, leales, honradas, valientes..., es lo que arrastra. Por eso, las virtudes propias de la persona -todas las condiciones naturales buenas- se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios: el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad..., pueden disponer a las almas para oír con atención el mensaje de Cristo. Las virtudes humanas son necesarias en el apostolado, porque si nuestros amigos no ven éstas, difícilmente entenderán las sobrenaturales. Si un cristiano no fuera veraz, ¿cómo podrían confiar en él sus amigos? ¿Cómo daríamos a conocer el verdadero rostro de Cristo, si falláramos en lo elemental, en lo humano? Las virtudes humanas han de ser como el monte en el que está puesta la ciudad, como el candelero en el que se coloca la luz de Cristo. Muchos apreciarán la vida sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.

Hemos de dar a conocer que Cristo vive, con la alegría habitual, a través de la serenidad en circunstancias quizá difíciles y penosas, en el trabajo bien acabado, en la sobriedad y la templanza, en una amistad siempre abierta a todos. Una vocación cristiana vivida en su integridad debe informar todos los aspectos de la existencia. Todos aquellos que de alguna manera nos tratan y nos conocen han de percibir, la mayoría de las veces sólo por el comportamiento, la alegría de la gracia que late en el corazón. "Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama" (12), porque es generoso con su tiempo, porque no se queja, porque sabe prescindir de lo superfluo...

El mundo que nos rodea está necesitado del testimonio de hombres y mujeres que, llevando a Cristo en su corazón, sean ejemplares. Quizá nunca se ha hablado tanto de los derechos del hombre y de logros humanos. Pocas veces la humanidad ha sido tan consciente de sus propias fuerzas. Pero quizá nunca se han dejado más claramente de lado los valores propios de la persona, que son aquellos que posee en cuanto imagen de Dios.

De los cristianos espera el mundo esta enseñanza fundamental: que todos hemos sido llamados a ser hijos de Dios. Y para alcanzar esta meta, hemos de vivir en primer lugar como hombres y mujeres cabales, desarrollando todos los valores naturales que el Señor nos ha dado. Así, con sencillez, mostramos que, para imitar a Cristo, es necesario ser muy humanos; y que, siendo plenamente humanos, llevamos camino -porque la gracia nunca falta- de ser plenamente hijos de Dios.

 

 

 

(1) Mt 13, 1-9.- (2) A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 30.- (3) PIO XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929.- (4) J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, Rialp, 29ª ed., Madrid 1984, p. 61.- (5) F. SUAREZ, El sacerdote y su ministerio, p. 131.- (6) Mt 5, 21 ss.- (7) Mt 5, 37.- (8) Jn 9, 1-3.- (9) Lc 17, 17-18.- (10) Lc 7, 44-46.- (11) Jn 3, 12.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 122.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. JUEVES

34. Cisternas agrietadas. El pecado.

- El pecado es el mayor engaño que puede sufrir el hombre y el único y verdadero mal.

- Los efectos del pecado.

- La lucha contra las faltas veniales. Amor a la Confesión.

 

I. El pueblo judío, después de su experiencia en el desierto, conocía bien la importancia del agua. Encontrar agua en medio del desierto era hallar un tesoro, y se guardaban los pozos más que las joyas, pues de ellos dependía la vida. La Sagrada Escritura habla de Dios como de la fuente de las aguas vivas; el justo es como un árbol plantado junto al borde del agua viva (1), que produce frutos incluso en tiempo de sequía (2).

En el coloquio con la mujer samaritana, Jesús manifestó que Él es la fuente capaz de saciar a las almas con agua viva (3). En la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, en la que los judíos recordaban su paso por el desierto acampando en tiendas, Jesús se presenta como el único que puede apagar la sed de las almas. En el último día -escribe San Juan-, el día más solemne de la fiesta, estaba allí Jesús y clamó: Si alguno tiene sed, venga a Mí, y beba quien cree en Mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva (4). Sólo Cristo puede calmar la sed de eternidad que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón, sólo Él puede hacer que nuestra vida sea fecunda. Muchos Santos Padres han visto en el costado abierto de Cristo, del que brota sangre y agua, el origen de los sacramentos (5), que dan la vida sobrenatural.

En este contexto nos suenan con especial fuerza hoy en la oración las palabras del Profeta Jeremías al hablarnos del abandono de su pueblo y, en un sentido más amplio, del pecado de los hombres, de nuestros pecados: Espantaos, cielos, horrorizaos y pasmaos... Porque dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a Mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes agrietados, que no pueden contener el agua (6).

Todo pecado es separación de Dios. Se abandona por nada el agua viva que salta a la vida eterna; intento frustrado de apagar la sed en otras cosas, y muerte. Es el mayor engaño que puede sufrir el hombre, es el auténtico mal, puesto que arrebata la gracia santificante, la vida de Dios en el alma, que es el don más precioso que hemos recibido. El pecado es siempre "el derroche de nuestros valores más preciosos. Ésta es la auténtica realidad, aun cuando parece, a veces, que precisamente el pecado nos permite obtener éxitos. El alejamiento del Padre lleva consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia" (7). El pecado convierte al alma en verdadero pedregal en el que es imposible que crezca la gracia y se desarrollen las virtudes; tierra seca, endurecida, llena de espinas, como nos mostraba el Evangelio de la Misa de ayer y volveremos a considerar mañana. El pecado -el abandono de la fuente de las aguas vivas para construir aljibes agrietados- significa la ruina del hombre.

 

II. Fuera de Dios, el hombre sólo encontrará infelicidad y muerte; el pecado es un vano intento de guardar agua en un aljibe roto. "Ayúdame a repetirlo al oído de aquél, y del otro..., y de todos: el pecador, que tenga fe, aunque consiga todas las bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y desgraciado.

"Es verdad que el motivo que nos ha de llevar a odiar el pecado, aun el venial, el que debe mover a todos, es sobrenatural: que Dios lo aborrece con toda su infinidad, con odio sumo, eterno y necesario, como mal opuesto al infinito bien...; pero la primera consideración, que te he apuntado, nos puede conducir a esta última" (8): la soledad que deja en el alma el pecado nos debe también mover a alejarnos de él. No sin razón se ha dicho que con mucha frecuencia "el camino del infierno es ya un infierno".

El pecado endurece el alma para las cosas de Dios. En el Evangelio de la Misa (9) dice Jesús, citando al Profeta Isaías: Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón... Basta echar una mirada a nuestro alrededor para ver, con pena, cómo estas palabras del Señor son también una realidad en muchos que han perdido el sentido del pecado y están como embrutecidos para las realidades sobrenaturales.

El pecado mortal aparta al hombre radicalmente de Dios, porque priva al alma de la gracia santificante; se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras realizadas y deja al alma incapacitada para adquirir otros nuevos; queda en cierto modo sujeta a la esclavitud del demonio; disminuye la inclinación natural a la virtud, de tal manera que cada vez le es más difícil realizar actos buenos; en ocasiones tiene efectos también sobre el cuerpo: falta de paz, malhumor, desidia, voluntad floja para el trabajo...; se provoca un desorden en las potencias y afectos; produce un mala toda la Iglesia y a todos los hombres y una separación de ellos, aunque externamente quede inadvertido: de la misma manera que todo justo que se esfuerza por amar a Dios eleva al mundo y a cada hombre, todo pecado "abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana" (10).

Todo pecado está íntima y misteriosamente relacionado con la Pasión de Cristo. Nuestros pecados estuvieron presentes y fueron la causa de tanto dolor; ahora, en cuanto está de nuestra parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios (11). "¡Cómo nos ama, y cuántos sacrificios, cuántas penas pasó por salvarnos, desde el pesebre hasta la cruz! ¿Qué nos dicen los misterios dolorosos del Rosario, las estaciones del Vía crucis, la Cruz, los clavos y la lanza, las heridas? Por nosotros, por cada uno de nosotros ha sufrido todo esto, solamente para abrirnos el acceso al Padre (Ef 2, 18), para obtenernos el perdón de los pecados y el derecho a la posesión de la vida eterna. Nosotros, en recompensa, pecamos y despreciamos todos sus sacrificios. Éste fue su dolor más agudo durante la agonía en Getsemaní: previó con clarividencia divina con qué íbamos a corresponderle" (12).

Con la ayuda y la misericordia divina, porque nadie está confirmado en gracia, el cristiano que sigue de cerca a Cristo no cae habitualmente en faltas graves. Pero el conocimiento de la propia debilidad ha de llevarnos a evitar con esmero las ocasiones de pecar, aun las más lejanas; a practicar la mortificación de los sentidos; a no fiarnos de la propia experiencia, de los años quizá de entrega, de una formación esmerada... Y hemos de pedir al Señor aborrecer todo pecado y toda falta deliberada, la finura de conciencia para detectar incluso las faltas leves y desear purificar el alma en la frecuente Confesión, para no perder el sentido del pecado, esa tremenda realidad que parece ajena a una buena parte de la sociedad a la que pertenecemos, porque ha dado la espalda a Dios.

Le decimos a Jesús: "¡Ayúdanos a vencer nuestra indiferencia y nuestro torpor! Danos el sentido del pecado. Crea en nosotros, Señor, un corazón puro, y renueva en nuestra conciencia un espíritu firme" (13).

 

III. Para entablar una lucha decidida contra el pecado es preciso reconocer sin excusas ni disculpas nuestros errores diarios, llamándolos por su nombre, sin buscar justificaciones que impedirían el dolor y la contrición y la lucha por evitarlos: omisiones en nuestros deberes profesionales, en la fraternidad, en el trato con Dios; juicios negativos sobre los demás; ambiciones menos nobles o desordenadas: de ser el centro de los demás, de mandar, de tener más de lo que se necesita; movimientos de envidia, malhumor que se vierte en los demás; pocas atenciones en la vida de familia; deseos consentidos de ser servidos en vez de servir... Son verdaderos pecados veniales, porque la voluntad se resiste a secundar el querer de Dios, prefiriendo el propio capricho o el juicio propio en algo contrario a la voluntad de Dios, aunque no suponga una ruptura con Él. No se compagina el empeño por estar cada día más cerca de Jesucristo con admitir cosas que separan de Él. Cada falta venial deliberada es un paso atrás en nuestro camino hacia Dios; es entorpecer la acción del Espíritu Santo en el alma.

A nosotros, que estamos sedientos de Dios, que queremos dejar a un lado y aborrecer de verdad todo aquello que nos separa o retrasa, nos dice el mismo Jesús: Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba...

Esta agua viva que promete el Señor no se puede guardar en vasijas rotas por el pecado mortal o agrietadas por los pecados veniales. La Confesión restaura el alma, la purifica y la llena de gracia. Vayamos a este sacramento con contrición verdadera. Que podamos decir con el Salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos porque no observaron tu ley (14).

Le pedimos a Nuestra Madre Santa María, Refugio de los pecadores, que nos conceda la gracia de aborrecer todo pecado venial y un gran amor al sacramento de la Misericordia divina. Examinemos al terminar este rato de oración con qué frecuencia acudimos a este sacramento, con qué amor nos acercamos, qué empeño ponemos en los consejos recibidos.

 

 

 

(1) Sal 1, 3.- (2) Jer 17, 5-8.- (3) Jn 4, 10-15.- (4) Jn 7, 37-38.- (5) Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de la Misa del Sagrado Corazón de Jesús.- (6) Primera lectura. Año II. Jer 2, 12-13.- (7) JUAN PABLO II, Homilía 16-III-1980.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1024.- (9) Mt 13,10-17.- (10) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,2-XII-1984, 16.- (11) Cfr. Heb 6, 6.- (12) B. BAUR, En la intimidad con Dios, p. 68.- (13) JUAN PABLO II, Homilía en la inauguración del Año Santo, 25-III-1983.- (14) Sal 118, 136.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. VIERNES

35. La virtud de la Templanza.

- Dignidad del cuerpo y de todo lo creado. Necesidad de esta virtud.

- La templanza humaniza más al hombre y posibilita también su plenitud. Desprendimiento de los bienes. Dar ejemplo.

- Algunas manifestaciones de templanza.

 

I. La Iglesia ha reconocido siempre la dignidad del cuerpo humano y en todo lo creado. En el relato de la creación, el autor sagrado señala cómo Dios se complació en cuanto había creado (1); cuando fue creado el hombre, vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho (2), y lo constituyó cabeza de toda la creación, y todo lo humano adquirió una particular dignidad después que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la naturaleza humana y realizó la redención del hombre y del universo material. No es doctrina cristiana la oposición radical entre el alma y el cuerpo, pues todo el hombre, en cuerpo y alma, está llamado a alcanzar la vida eterna. Nadie como la Iglesia ha enseñado la dignidad y el respeto que se debe al cuerpo: ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo (3).

Sin embargo, a causa del desorden que introdujo el pecado en el mundo, el hombre ha de esforzarse y luchar para no verse prisionero y esclavo de los bienes que Dios creó para él, para que también a través de ellos pudiera alcanzar el Cielo. Especialmente en nuestros días, parece que muchos tratan de poner como fin lo que Dios puso como medio, y dejan a un lado las leyes divinas, sin darse cuenta de que caen bajo un tirano cada vez más exigente, desfigurando profundamente la imagen de Dios que existe en todo hombre y, con ella, la misma dignidad humana. La templanza, por el contrario, "hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano" (4), el lugar que Dios les señaló.

Quienes no están habituados a negarse nada, quienes abren la puerta a todo lo que piden los sentidos, quienes buscan en primer término agradar al cuerpo y sólo se afanan en buscar las mayores comodidades, difícilmente podrán ser dueños de sí mismos y alcanzar a Dios. Están como embotados, incluso embrutecidos, para lo divino, y también para muchos valores humanos, que no entienden y para los que se encuentran incapacitados. Son mal terreno para que la semilla de la gracia divina prenda en ellos. El mismo Señor nos dice en el Evangelio de la Misa que lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril (5). En un clima en el que lo importante es el cuerpo, su salud, su cuidado, su presentación, es imposible que la vida cristiana arraigue y dé frutos. Los bienes se convierten así en males, en duros espinos que sofocan lo más noble del hombre y la misma vida eterna, que se inicia ya aquí en el alma en gracia: "Con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto" (6).

Debemos estar atentos para no dejarnos llevar por ese afán desmedido de bienestar que está presente en muchos sectores del mundo actual, en los que se piensa que la cima de la vida y del triunfo consiste en tener más y en la ostentación de lo que se posee. El verdadero éxito está en ser fieles a aquello que Dios quiere de nosotros y alcanzar la vida eterna. Nosotros sabemos que nuestro corazón sólo puede saciarse de Dios, que está hecho para lo eterno y que las cosas terrenas lo dejarán siempre insatisfecho y triste.

 

II. Nuestra Madre la Iglesia nos ha recordado continuamente la necesidad de la templanza, que, en lo humano, exige dominio de sí y, con el sacrificio y la mortificación, impide que quede sofocada la semilla sembrada en el corazón. Hemos de estar vigilantes, pues si examinamos "la orientación que va tomando nuestra cultura moderna, comprobaremos que conduce a un cierto hedonismo, a la vida fácil, a un cierto empeño por eliminar la cruz de nuestros afanes" (7). Y esa tendencia amenaza a muchos.

La templanza humaniza más al hombre, porque, abandonado éste a la satisfacción de los propios instintos, se parece a un tren que descarrila: se desquicia, sale de sus raíles y queda incapacitado para seguir adelante. Entonces, lo más noble del hombre, inteligencia y voluntad, queda sometido a lo que es menos: al instinto y a las pasiones. Vivir esta virtud no es represión, sino moderación, armonía. Es un hábito que se adquiere a través de muchos pequeños actos que ordenan los placeres, incluso los lícitos, y dirigen los bienes sensibles al fin último del hombre. Quien vive esta virtud "sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

"La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes" (8).

Vivir bien esta virtud supone andar desprendidos de los bienes, darles la importancia que tienen y no más, no crearse necesidades; no realizar gastos inútiles; tener moderación en la comida, en la bebida, en el descanso; prescindir de caprichos...

Nos pide el Señor dar ejemplo de templanza en medio del mundo, sin dejarnos llevar por una falsa naturalidad de ser como los demás. Transigir en este punto sería dificultar o incluso impedir la posibilidad de seguir a Cristo como uno de sus íntimos. Con nuestra vida hemos de enseñar a muchos que "el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene" (9), y hemos de hacerlo con el ejemplo de una vida sobria y templada. De modo particular, los padres han de enseñar y de ayudar a los hijos a crecer "en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero" (10), y todos hemos de esforzarnos en mantener el señorío sobre los sentidos.

 

III. La virtud de la templanza ha de impregnar toda la vida del cristiano: desde las comodidades del hogar hasta los instrumentos de trabajo y los modos de divertirse. Para descansar, por ejemplo, no es preciso -de ordinario- realizar grandes gastos ni largos desplazamientos. Da ejemplo de templanza quien sabe hacer un uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de confort que ofrece la técnica, sin estar excesivamente pendiente de su propio bienestar. Muchos parecen vivir exclusivamente para esto: para pasar la vida con el mayor bienestar posible. En nuestros días, también se puede decir de ciertas personas que su dios es el vientre (11), por el afán que ponen en la comida y en la bebida, campo también principal de la templanza. La persona sobria, por el contrario, es aquella que modera el uso de los alimentos: evita comer a deshora y por capricho; no busca los alimentos más exquisitos, con gastos desproporcionados; no consume cantidades excesivas... "De ordinario comes más de lo que necesitas. -Y esa hartura, que muchas veces te produce pesadez y molestia física, te inhabilita para saborear los bienes sobrenaturales y entorpece tu entendimiento.

"¡Qué buena virtud, aun para la tierra, es la templanza!" (12).

Aunque muchas de estas manifestaciones de gula no son pecados graves, sin embargo son ofensas a Dios, que debilitan la voluntad y provocan el rechazo de esa vida austera, alegre y desprendida que el Señor pide. Son los espinos que ahogan la buena simiente; llevan a una vida de tibieza y de desgana ante los bienes espirituales y especialmente los divinos.

Para crecer en esta virtud necesitamos ser mortificados en la comida y en la bebida, y prescindir a veces de gustos y placeres lícitos. La Iglesia da a la sobriedad un valor y sentido más alto cuando presenta los alimentos como un don de Dios y aconseja la bendición de la mesa y la acción de gracias después de la comida. Santo Tomás señala (13) que, aunque la sobriedad y la templanza son necesarias a todos, lo son de modo particular a los jóvenes, más inclinados frecuentemente a la sensualidad; a las mujeres; a los ancianos, que deben dar ejemplo; a los ministros de la Iglesia; y a los gobernantes, para poder ejercer sus cargos con sabiduría.

La templanza hace referencia también a la moderación de la curiosidad, del hablar sin medida, del porte externo, de las bromas... "Pienso -afirmaba el Papa Juan Pablo II- que esta virtud exige también de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en la naturaleza humana. Yo diría la "humildad del cuerpo" y la "del corazón"" (14), que tan bien se compagina con el rechazo de la ostentación y de la necia vanidad.

La templanza es una gran defensa frente a la agresividad de un ambiente volcado en los bienes materiales, dispone para recibir, como tierra buena, las mociones del Espíritu Santo, y es un medio indispensable para realizar un apostolado eficaz en medio del mundo.

 

 

 

(1) Cfr. Gen 1, 25.- (2) Ibídem 1, 31.- (3) 1 Cor 6, 19-20.- (4) JUAN PABLO II, Sobre la templanza, 22-XI-1988.- (5) Mt 13, 22.- (6) SAN PEDRO DE ALCANTARA, Tratado de la oración y de la meditación, II, 3.- (7) PABLO VI, Alocución 8-IV-1966.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 84.- (9) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 35.- (10) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 37.- (11) Flp 3, 19.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 682.- (13) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 149, a. 4.- (14) JUAN PABLO II, Sobre la templanza, 22-XI-1988.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOSEXTA SEMANA. SABADO

36. La Nueva Alianza.

- La alianza del Sinaí y la Nueva Alianza de Cristo en la Cruz.

- La renovación de la Alianza: la Santa Misa.

- Amar el Sacrificio del altar.

 

I. Leemos en el libro del Éxodo (1) que cuando Moisés bajó del Sinaí dio a conocer al pueblo los mandamientos que había recibido de Dios. Los israelitas se obligaron a cumplirlos y Moisés los puso por escrito. A la mañana siguiente edificaron un altar en la parte más baja de la montaña y alzaron doce piedras, en memoria de las doce tribus de Israel. Inmolaron unas víctimas con cuya sangre ratificaron la Alianza que Yahvé realizaba con su pueblo. Mediante este pacto, los israelitas se comprometían a cumplir los preceptos divinos recibidos por Moisés en el Sinaí, y Yahvé, con amor paternal, velaría por su pueblo, elegido entre todos los pueblos de la tierra. El rito se realizó a través de la sangre, símbolo de la fuente de la vida. Se roció sobre el altar, que representaba a Dios, y después de leer Moisés solemnemente y en voz alta el "libro de la Alianza", roció al pueblo. La aspersión con la sangre expresaba esta unión especial de Yahvé y su pueblo (2).

Tan importante es este acontecimiento que ha de ser recordado y renovado en muchas ocasiones (3). El pueblo romperá incontables veces el pacto, pero Dios no se cansa de perdonar y de amar; no sólo perdona: anuncia por los Profetas, una y otra vez, la nueva Alianza en la que mostrará su infinita misericordia (4). Por la Sangre de Cristo, derramada en la Cruz, se sellará el nuevo y definitivo pacto anunciado, que une estrechamente a Dios su nuevo pueblo, la humanidad entera, llamada a formar parte de la Iglesia. El sacrificio del Calvario fue un sacrificio de valor infinito que estableció unas relaciones completamente nuevas e irrevocables de los hombres con Dios.

"¿Deseas descubrir (...) el valor de esta sangre?, pregunta San Juan Crisóstomo. Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma Cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya Jesús, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del Bautismo; sangre, como figura de la Eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro allí el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada" (5). Esta riqueza la encontramos cada día en la Santa Misa, donde el cielo parece unirse con la tierra, ante el asombro de los mismos ángeles, y allí nos unimos con Cristo en una intimidad real y verdadera; el antiguo pueblo elegido jamás pudo imaginar algo semejante. "Te suplico, dulcísimo Jesucristo -le decimos al Señor con una antigua oración para la acción de gracias de la Misa-, que tu Pasión sea la virtud que me fortalezca, proteja y defienda; tus llagas sean para mí manjar y bebida con las cuales me alimente, embriague y deleite; la aspersión de tu sangre me purifique de todos mis delitos; tu muerte sea para mí vida permanente, tu Cruz sea mi eterna gloria..." (6).

 

II. Vienen días, palabra de Yahvé, en los que Yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando los saqué de la tierra de Egipto... (7). En la Ultima Cena, el Señor anticipó lo que más tarde llevaría a cabo al morir. En aquella acción mostró a sus discípulos lo que quería hacer e hizo en la Cruz: la entrega de su Cuerpo y de su Sangre por todos. La Cena es la anticipación del sacrificio de la Cruz (8). Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía (9), palabras del Señor que recoge San Pablo en la primera Carta a los Corintios, escrita unos veintisiete años después de aquella noche memorable, y que se guardaban en el seno de la Iglesia como un tesoro.

La palabra conmemoración recoge el sentido de la palabra hebrea que se utilizaba para designar la esencia de la fiesta judía, como recuerdo o memorial de la salida de Egipto y de la Alianza hecha por Dios en el Sinaí (10). Con estos ritos, los israelitas no sólo recordaban un acontecimiento pasado, sino que tenían conciencia de actualizarlo o revivirlo, para participar en él a lo largo de todas las generaciones. Cuando Nuestro Señor manda a los Apóstoles haced esto en conmemoración mía, no les dice simplemente que recuerden aquel momento único de la Cena memorable, sino que renueven su sacrificio del Calvario, que está ya anticipadamente presente en aquella Cena.

Ahora, cada día, en todo el mundo, se renueva esta Alianza siempre que se celebra la Santa Misa. En cada altar se representa, es decir, se vuelve a hacer presente, de modo misterioso pero real, el mismo sacrificio de Cristo en el Calvario: se realiza en el presente, aquí y ahora, la obra de nuestra Redención que Cristo realizó allí y entonces, como si desapareciesen los veinte siglos que nos separan del Calvario. El carácter de Nueva Alianza del Sacrificio Eucarístico se pone particularmente de manifiesto en el momento de la Consagración (11). En esos instantes hemos de expresar, de modo más consciente, nuestra fe y nuestro amor.

Un autor antiguo daba estas recomendaciones al sacerdote que celebra, y que, con la oportuna acomodación, nos pueden ayudar a todos a vivir con más intensidad de fe y de amor ese momento tan grande. Una vez pronunciadas las palabras que hacen presente a Cristo sobre el altar, "penetra con los ojos de la fe en lo que se esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote entonces, mira con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el abismo. En la elevación, contempla a Cristo elevado en la Cruz, y pídele que traiga a Sí todas las cosas. Haz actos intensísimos de las diversas virtudes, ora unos, ora otros, de fe, de esperanza, de amor, de adoración, de humildad..., diciendo con la mente: "¡Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí! Señor mío y Dios mío. Te amo, Dios mío, y te adoro con todo mi corazón y sentimientos". Puedes también renovar la intención por la que celebras y ofrecer lo ya consagrado según los cuatro fines. Pero de modo especial, cuando elevas el cáliz, acuérdate con dolor y lágrimas de que la sangre de Cristo fue derramada por ti y de que con frecuencia tú la has despreciado; adórale en compensación por los desprecios pasados" (12).

Nuestra fe y nuestro amor han de quedar fortalecidos particularmente en esos momentos de la Consagración.

 

III. ¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor (13). ¡Con qué amor y reverencia hemos de acercarnos a la Santa Misa! Allí está el manantial sublime de las gracias siempre nuevas, al que deben venir todas las generaciones que van sucediéndose en el tiempo para encontrar la fortaleza en el largo camino hacia la eternidad (14). Allí encontramos la gracia, y al Autor mismo de toda gracia (15).

Cuando nos preparemos para celebrar o para participar del Santo Sacrificio del altar, hemos de hacerlo de un modo tan intenso y tan activo que estrechamente nos unamos con Jesucristo, Sumo Sacerdote, según lo que nos indica San Pablo: Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesús en el suyo (16), y ofrezcamos el Santo Sacrificio juntamente con Él y por Él, y con Él nos ofrezcamos también nosotros mismos (17). Y para cuidar esa íntima unión con Jesucristo en la Santa Misa nos ayudará mucho el esmero en la participación exterior en la Liturgia, que ha de ser consciente, piadosa y activa, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina (18). Prestaremos delicada atención a los diálogos y a las aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los breves silencios previstos, pediremos a la Santísima Virgen que nos enseñe a estar particularmente vigilantes, con la vigilancia del amor, en el momento de la Consagración, al recibir en nuestra alma a Jesús... No echaremos en olvido el valor de la puntualidad, delicada atención para con el Señor y para con los demás, el modo de vestir, con sencillez pero con la dignidad que tal acción requiere, pues "no ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también, que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del altar" (19).

La acción de gracias después de la Misa completará esos momentos tan importantes del día, que tendrán una influencia decisiva en el trabajo, en la vida familiar, en la alegría con que tratamos a los demás, en la seguridad y confianza con que vivimos la jornada. La Misa, así vivida, nunca será un acto aislado, sino alimento de nuestras acciones; les dará unas características peculiares, las que corresponden y definen a un hijo de Dios que vive como tal en medio del mundo, corredimiendo con Cristo.

Procuremos encontrar a Nuestra Señora en la Santa Misa, que es como una prolongación del Calvario, donde Ella acompañó a su Hijo en el dolor, ofreciéndose al Padre. Ofrezcamos a Jesús, y nosotros con Él, por medio de Santa María, que de un modo muy particular se halla presente en el Santo Sacrificio: "¡Padre Santo! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas" (20).

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Ex 24, 3-8.- (2) Cfr. B. ORCHARD y otros, Verbum Dei, vol. I, in loc.- (3) Cfr. 2 Sam 7, 13-16, 28, 69; Jos 24, 19-28.- (4) Cfr. Jer 31, 31-34; Ez 16, 60; Is 42, 6.- (5) SAN JUAN CRISOSTOMO, Catequesis bautismales, III, 19.- (6) Preces selectae, Adamas Verlag, Colonia 1987, p. 20.- (7) Jer 31, 31.- (8) Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VI, p. 244.- (9) 1 Cor 11, 25.- (10) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA, Pamplona 1984, nota a 1 Cor 11, 24.- (11) Cfr. B. ORCHARD y otros, loc. cit.- (12) CARD. J. BONA, El sacrificio de la Misa, pp. 145-146.- (13) Salmo responsorial. Año II. Sal 83, 2-3.- (14) Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 131.- (15) Cfr. PABLO VI, Instr. Eucaristicum Mysterium, 25-III-1967, 4.- (16) Cfr. Flp 2, 5.- (17) Cfr. PIO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947.- (18) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 92.- (20) P. M. SULAMITIS, Ofrenda del Amor Misericordioso, Salamanca 1931.