TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

61. El afán de cada día.

- Vivir el hoy con plenitud y sin agobios. Filiación divina. Confianza y abandono en Dios.

- Preocupaciones estériles. Siempre tendremos las suficientes ayudas para ser fieles.

- Trabajar cara a Dios. Mortificar la imaginación para vivir el momento presente: hic et nunc.

 

I. En el Evangelio de la Misa nos da el Señor este consejo: No andéis agobiados por el día de mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. Le basta ya a cada día su propia preocupación (1).

El ayer ya pasó; el mañana no sabemos si llegará para cada uno de nosotros (2), pues a nadie se le ha entregado su porvenir. De la jornada de ayer sólo han quedado motivos -muchos- de acción de gracias por los innumerables beneficios y ayudas de Dios, y también de quienes conviven con nosotros. Algo, aunque sea poco, habremos aumentado nuestro tesoro del Cielo. También del día de ayer han quedado motivos de contrición y de penitencia por los pecados, errores y omisiones. Del día de ayer podemos decir, con palabras de la Antífona de entrada de la Misa: El Señor fue mi apoyo: me sacó a un lugar espacioso, me libró porque me amaba (3).

Mañana, "todavía no es", y, si llega, será el día más bello que nunca pudimos soñar, porque lo ha preparado nuestro Padre Dios para que nos santifiquemos: Deus meus es tu, in manibus tuis sortes meae: Tú eres mi Dios y en tus manos están mis días (4). No hay razón objetiva para andar angustiados y preocupados por el día de mañana: dispondremos de las gracias necesarias para enfrentarnos a lo que traiga consigo, y salir victoriosos.

Lo que importa es el hoy. Es el que tenemos para amar y santificarnos, a través de esos mil pequeños acontecimientos que constituyen el entramado de un día. Unos serán humanamente agradables y otros lo serán menos, pero cada uno de ellos puede ser una pequeña joya para Dios y para la eternidad, si lo hemos vivido con plenitud humana y con sentido sobrenatural.

No podemos entretenernos en ojalás; en situaciones pasadas que nuestra imaginación nos presenta quizá embellecidas; o en otras futuras que engañosamente la fantasía idealiza, librándolas del contrapunto del esfuerzo; o, por el contrario, presentándolas a nuestra consideración como extremadamente penosas y arduas. El que anda observando el viento no siembra nunca, y el que se fija en las nubes jamás se pondrá a segar (5). Es una invitación a cumplir el deber del momento, sin retrasarlo por pensar que se presentarán oportunidades mejores. Es fácil engañarse, también en el apostolado, con proyectos y aplazamientos, buscando circunstancias aparentemente más favorables. ¿Qué habría sucedido de la predicación de los Apóstoles, si hubieran aguardado unas circunstancias favorables? ¿Qué habría ocurrido con cualquier obra de apostolado si hubiese esperado unas condiciones óptimas? Hic et nunc: aquí y ahora es donde tengo que amar a Dios con todo mi corazón... y con obras.

Quizá una buena parte de la santidad y de la eficacia, en lo humano y en lo sobrenatural, consista en vivir cada día como si fuese el único de nuestra vida. Días para llenarlos de amor de Dios y terminarlos con las manos llenas de obras buenas, sin desaprovechar una sola ocasión de realizar el bien. El día de hoy no se repetirá jamás, y el Señor espera que lo llenemos de Amor y de pequeños servicios a nuestros hermanos. El Ángel Custodio deberá de "sentirse contento" al presentarlo ante nuestro Padre Dios.

 

II. No andéis angustiados... La preocupación estéril no suprime la desgracia temida, sino que la anticipa. Nos echamos encima una carga sin tener todavía la gracia de Dios para sobrellevarla. La preocupación aumenta las dificultades, y disminuye la capacidad de realizar el deber del momento presente. Sobre todo, faltamos contra la confianza en la Providencia que el Señor ejerce sobre todas las situaciones de la vida. Y en la Primera lectura de la Misa nos repite el Señor, por boca del Profeta Isaías: ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (6). Hoy, en todas las circunstancias, nos tendrá amorosamente presentes nuestro Padre Dios.

Y Jesús nos ha dicho, ¡ya tantas veces!: Tened confianza, soy Yo, no temáis (7). No podemos llevar a la vez las cargas de hoy y las de mañana. Siempre tenemos la suficiente ayuda para ser fieles en el día de hoy y para vivirlo con serenidad y alegría. El mañana nos traerá nuevas gracias, y su carga no será más pesada que la de hoy. Cada día tiene su afán, su cruz y su gozo. Todas las jornadas de nuestra vida están presididas por Dios, que tanto nos quiere. Y no tenemos capacidad sino para vivir el momento presente. Casi siempre los agobios provienen de no vivir con intensidad el momento actual y de falta de fe en la Providencia. Por eso, desaparecerían si repitiéramos con sinceridad: Volo quidquid vis, volo quia vis, volo quomodo vis, volo quamdiu vis: quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras (8). Entonces viene el gaudium cum pace (9): el gozo y la paz.

A veces podemos sufrir la tentación de querer dominar también el futuro, y olvidamos que la vida está en las manos de Dios. No imitemos al niño impaciente que en su lectura salta las páginas para saber cómo acaba la historia. Dios nos da los días uno a uno, para llenarlos de santidad. Leemos en el Antiguo Testamento cómo los hebreos en el desierto recogían el maná que Dios destinaba para su alimento del día. Y algunos, queriendo hacer acopio para el futuro, por si les faltaba, tomaban más de lo necesario y lo guardaban. Al día siguiente se encontraban con un amasijo incomestible y corrompido. Les faltó confianza en Yahvé, su Dios, que velaba por ellos con amor paternal. Pongamos con prudencia los medios necesarios para velar por el futuro, pero no lo hagamos como aquellos que sólo confían en sus fuerzas.

Debemos seguir con alegre esperanza el quehacer del día, poniendo ahí nuestra cabeza, nuestro corazón, todas nuestras energías. Este abandono en Dios -el santo abandono- no disminuye nuestra responsabilidad de hacer y de prever lo que cada caso requiera, ni nos dispensa de vivir la virtud de la prudencia, pero se opone a la desconfianza en Dios y a la inquietud sobre cosas que todavía no han tenido lugar (10): No os inquietéis, pues, por el mañana, nos repite hoy el Señor... Aprovechemos bien la jornada que estamos viviendo.

 

III. Dios sabe la necesidad que padecemos; busquemos el reino de Dios y su justicia en primer lugar, y todo lo demás se nos dará por añadidura (11). "Tengamos el propósito firme y general de servir a Dios de corazón, toda la vida, y con eso no queramos saber sino que hay un mañana, en el que no hemos de pensar. Preocupémonos por obrar bien hoy: el mañana vendrá también a llamarse hoy, y entonces pensaremos en él. Hay que hacer provisiones de maná para cada día y nada más; no tengamos la menor duda de que Dios hará caer otro maná al día siguiente, y al otro, mientras duren las jornadas de nuestra peregrinación" (12). El Señor no nos fallará. Vivir el momento presente supone prestar atención a las cosas y a las personas y, por tanto, mortificar la imaginación y el recuerdo inoportuno. La imaginación nos hacer estar "en otro mundo", muy lejos del único que tenemos para santificar: es, con frecuencia, la causa de muchas pérdidas de tiempo, y de no aprovechar grandes ocasiones para hacer el bien. La falta de mortificación interior, de la imaginación y de la curiosidad, es uno de los grandes enemigos de nuestra santificación.

Vivir el momento presente requiere de nosotros rechazar los falsos temores a peligros futuros, que nuestra fantasía agranda y deforma. También perdemos el sentido de la realidad con las falsas cruces que, en ocasiones, nuestra imaginación inventa y padecemos inútilmente, por no aceptar quizá la pequeña cruz que el Señor nos pone delante, la cual nos llenaría de paz y de alegría.

Vivir con plenitud de Amor el momento presente nos situará constantemente ante cosas en apariencia de poco relieve, en las que debemos ser fieles. Hic et nunc: aquí y ahora debemos cumplir con puntualidad el plan de vida que hemos fijado. Aquí y ahora hemos de ser generosos con Dios, huyendo de la tibieza. Aquí y ahora espera el Señor que nos venzamos en aquello que nos cuesta y procuremos avanzar en esos puntos de lucha que constituyen el examen particular. Pidamos a la Santísima Trinidad que nos conceda la gracia de vivir el momento presente en cada jornada con plenitud de Amor, como si fuera la última de nuestra vida en la tierra.

 

 

 

(1) Mt 6, 34.- (2) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 253.- (3) Sal 17, 19-20.- (4) Sal 31, 16.- (5) Ecli 11, 4.- (6) Is 49, 14-15.- (7) Mt 14, 27.- (8) MISAL ROMANO, Oración de Clemente XI para después de la Santa Misa.- (9) IDEM, Oración preparatoria de la Misa.- (10) Cfr. V. LEHODEY, El santo abandono, Casals, Barcelona 1945, p. 63.- (11) Cfr. Mt 6, 32-34.- (12) SAN FRANCISCO DE SALES, Epistolario, fragm. 131, 766.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. DOMINGO CICLO B

62. Amor de Dios a los hombres.

- Dios nos ama con amor infinito, sin mérito alguno por nuestra parte.

- Gravedad de la indiferencia ante el amor que Dios nos tiene.

- Dios nos ama con amor personal e individual, y nos ha llenado de bienes. Amor con amor se paga.

 

I. De mil formas distintas nos habla la Sagrada Escritura del amor infinito de Dios por cada hombre. En la Primera lectura de la Misa (1), el profeta Oseas, con imágenes bellísimas, expresa la grandeza sin límites del amor divino por las criaturas, de las que reclama correspondencia: Esto dice el Señor: Yo la cortejaré, la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión... Ante las infidelidades continuas del pueblo escogido, en las que están representadas nuestras flaquezas y retrocesos, el Señor vuelve una y otra vez reconquistando a su pueblo por el amor y la misericordia, como vuelve día tras día -también ahora, en este rato de oración- a buscarnos a cada uno.

En otro lugar nos asegura que, aunque una madre se olvidara del hijo de sus entrañas, Él jamás nos olvidará, pues nos lleva escritos en sus manos para tenernos siempre a la vista (2); y quien nos hace algún mal, daña a las niñas de sus ojos (3). En verdad, "el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos" (4), con un amor bien distinto del nuestro, que, aun purificado de toda escoria, "es siempre atraído por la bondad, aparente o real, de las cosas... El amor divino, en cambio, es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas" (5), con el más absoluto desinterés. Él nos ama de verdad.

El amor de Dios es gratuito, pues nada pueden darle las cosas creadas que Él no tenga ya en grado sumo. La razón de su amor es su infinita bondad, y el deseo de difundirla. No solamente nos creó: su amor llegó hasta el extremo de elevarnos al orden sobrenatural, a participar de su propia vida y felicidad, hasta exceder todas las exigencias de la naturaleza creada, y sin mérito alguno por nuestra parte: en esto consiste su amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero (6). Y fue Jesucristo quien nos reveló en toda su hondura el amor de Dios a los hombres.

Teniendo en cuenta ese amor, el Espíritu Santo nos mueve a poner nuestra confianza en Dios con abandono absoluto: Encomienda a Yahvé tus caminos y todos tus asuntos, confía en él y él actuará (7). Y en otro lugar: Encomienda a Yahvé tu futuro y todo lo que te preocupa, y él te sostendrá (8). San Pedro nos anima para que echemos sobre Él nuestros cuidados puesto que se preocupa de nosotros en todo momento (9). Es la recomendación del Señor que oyó Santa Catalina de Siena: "Hija, olvídate de ti y piensa en mí, que yo pensaré continuamente en ti". ¿Es así nuestra confianza en el amor que Dios nos tiene? "Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, Mi Dios, ¡mi Amor!" (10).

 

II. La ternura de Dios por los hombres es muy superior a cualquier idea que podamos forjarnos. Nos ha hecho hijos suyos, con una filiación real y verdadera, como nos enseña el Apóstol San Juan: Ved qué amor nos ha tenido el Padre que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos (11). Ésta es la muestra de amor más grande de Dios a los hombres. Tiene para nosotros la abnegación y la ternura de un padre, y Él mismo se compara a una madre que no puede olvidarse jamás de su hijo (12). Ese hijo tan querido es todo hombre, toda mujer. Para salvarnos, cuando estábamos perdidos a causa del pecado, envió a su Hijo para que, dando su vida, nos redimiera del estado en que habíamos caído: Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (13). Este mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo habitual, morando en el alma en gracia (14), y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo del corazón (15).

Ante tanto amor, resulta particularmente trágica la indiferencia por las cosas de Dios y, sobre todo, el afán con que se fomenta un clima general para situar al hombre como centro de todo. Deformando el pasaje de la Sagrada Escritura: el que no ama a su hermano, a quien ve, ¿a Dios, a quien no ve, cómo podrá amarle? (16), se llega a decir que sólo el hombre merece ser amado. Dios sería extraño e inaccesible. Es un nuevo humanismo blasfemo que suele presentarse bajo la apariencia de una defensa de la dignidad de la persona, y pretende suplantar al Creador por lo creado. Así destruye la misma posibilidad de amar de verdad a Dios y a los hombres, pues al dar a la criatura finita y limitada -a uno mismo- un valor absoluto, todo lo demás tendrá sólo un interés secundario, en la medida en que sea útil... La exclusión de Dios -el único ser amable en sí y por sí- no se resuelve jamás en un mayor amor a nada ni a nadie. Como demuestran algunas tristes consecuencias, sólo puede desembocar en el odio, que es el ambiente propio del infierno. Sin Dios, se apaga o se corrompe el amor a las criaturas.

El Salmo responsorial de la Misa (17) es la respuesta verdadera del hombre al amor de Dios, siempre compasivo y misericordioso: Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre.

Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios.

Cuando no correspondemos a ese hondo amor, el Señor se queja con razón: Si fuera un enemigo quien me afrenta, lo soportaría... Pero eres tú..., mi familiar y mi amigo (18), nos dice cuando no somos fieles.

Escribe San Juan de Ávila: "El fuego de amor de Ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemar lo que somos, y transformarnos en Ti, Tú lo soplas con las mercedes que en tu vida nos hiciste, y lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste" (19). En la intimidad de la oración, preguntémonos: ¿arde así mi amor a Dios?, ¿se manifiesta en la correspondencia generosa a lo que Dios me pide, a mi vocación?, ¿es toda mi vida una respuesta al compromiso de amor que me ata al Señor? "Convéncete, hijo de que Dios tiene derecho a decirnos: ¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me buscas como Luz de tu vida, como coraza..., como todo? (...)" (20).

 

III. Mediante un plan sapientísimo, el Señor decidió hacernos partícipes de su amor y de su verdad, pues aunque éramos capaces de amarle naturalmente con nuestras propias fuerzas, Él sabía que sólo dándonos su mismo Amor podríamos unirnos íntimamente a Él. Mediante la Encarnación de su Unigénito, uniendo lo divino con lo humano, restauró el orden destruido, nos elevó a la dignidad de hijos y nos reveló la plenitud del amor divino. Por último, por cuanto vosotros sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo (21), el Paráclito, el Don más grande que podía con cedernos.

Dios nos ama con amor personal e individual, a cada uno en particular, y nos ha llenado de bienes. Muchas veces nos ha hablado al corazón, y quizá nos ha dicho con claridad: meus es tu, tú eres mío (22). Jamás ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que cometimos los pecados más graves. Quizá, en estas tristes circunstancias, más atenciones hemos recibido por parte de Dios, como se lee en la Primera lectura de la Misa.

Pensemos ahora cómo debemos corresponder a ese amor: en nuestros deberes, donde Él nos espera, en el cumplimiento lleno de amor de nuestra prácticas de piedad, en el apostolado de amistad con nuestros compañeros, en la entrega generosa hasta en los más pequeños detalles que pide nuestra vocación a la santidad... Examinemos si permitimos que la tibieza se cuele quizá a través de las rendijas de un examen poco profundo, que se contenta con ver sólo el cumplimiento externo de nuestras obligaciones.

Tengamos presente que contemplar con frecuencia cómo nos ama Dios produce mucho bien al alma. Ya aconsejaba Santa Teresa "que nos acordemos del amor con que (el Señor) nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos lo mostró Dios...: que amor saca amor. Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos a amar" (23). Y, efectivamente, hemos de estar persuadidos de esta realidad espiritual: contemplar el amor de Dios saca amor de nosotros y nos despierta para amar más. Hablando del amor de Cristo, Juan Pablo II nos animaba a la correspondencia con la conocida expresión popular: "amor con amor se paga" (24).

Contemplar el amor que Dios nos tiene nos llevará además a pedirle más amor, como con audacia escribe el místico: "Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura: mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura" (25).

 

 

 

(1) Os 2, 14-15; 19-20.- (2) Is 49, 15-17.- (3) Zac 2, 12.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 84.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, I, q. 20, a. 2.- (6) 1 Jn 4, 10.- (7) Sal 36, 5.- (8) Sal 54, 23.- (9) 1 Pdr 5, 7.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 913.- (11) 1 Jn 3, 1.- (12) Is 49, 15.- (13) 1 Jn 3, 1.- (14) Cfr. Jn 14, 23.- (15) Cfr. Jn 14, 26.- (16) 1 Jn 4, 20.- (17) Sal 102, 1-4, 8, 10, 12, 13.- (18) Sal 55, 13-14.- (19) SAN JUAN DE AVILA, Audi filia, 69.- (20) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 506.- (21) Gal 4, 6.- (22) Is 43, 1.- (23) SANTA TERESA, Vida, 22, 14.- (24) JUAN PABLO II, Alocución en el Acto Eucarístico, Madrid 31-X-1982, n. 3.- (25) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 11.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. DOMINGO CICLO C

63. El triunfo sobre la muerte.

- La muerte, consecuencia del pecado. De esta vida sólo nos llevaremos el mérito de las buenas obras y el débito de los pecados.

- Sentido cristiano de la muerte.

- Frutos de la meditación sobre las postrimerías.

 

I. Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la Misa (1) que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces podremos preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado... Fue el pecado quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre ellos figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros primeros padres debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado (2), entró en un mundo que había sido concebido para la vida. La Revelación nos enseña que Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes (3).

Pero, con el pecado, la muerte llegó para todos: "lo mismo muere el justo y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales" (4). Todo lo material se acabará: cada cosa a su hora. El mundo corpóreo y cuanto existe en él está abocado a un fin. También nosotros.

Con la muerte, el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el Señor dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado? (5). Cada uno llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito de sus pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los acompañan (6). Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna, según advertía el Señor: luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar (7). Con la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia por toda la eternidad.

La meditación de nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a las cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer.

Recordamos hoy que somos barro que perece, pero también sabemos que hemos sido creados para la eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios cuerpos resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.

 

II. Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste quien la tiene bajo su dominio (8). Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos unidos a Aquel posee las llaves de la muerte (9). La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma separada de Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es menos importante y, además, provisional. Quien cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás (10). "En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor" (11).

El materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que se hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno que quienes vengan detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: No temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno (12). Éste es el santo temor de Dios, que tanto nos puede ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado.

Para toda criatura, la muerte es un trance difícil, pero después de la Redención obrada por Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta. Ya no es sólo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado como justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la entrega en manos de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al Padre (13); el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a Cristo, podremos decir con el Salmista: aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo (14). Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con sus flaquezas, a excepción del pecado (15), para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre (16). Por eso enseña San Agustín que "nuestra herencia es la muerte de Cristo" (17): por ella podemos alcanzar la Vida.

La incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener presente, y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor es un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios quien nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de mi Padre...! La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta vida. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo.

 

III. La Iglesia recomienda la meditación de los Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos frutos. El pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos que el Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en el lugar que les corresponde, y a santificar todas las realidades terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo, un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles.

El Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón en la noche (18), y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto sería un grave error. Hemos de caminar con los pies en la tierra, estamos en medio del mundo y a eso nos llama la vocación de cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes que tienen la vista en Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos vivir todos los días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen -muy deprisa- hacia el encuentro de Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él, cada tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a "cambiar de casa" (19). De todas formas, ese día "no puede estar muy lejos" (20); cualquier día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que ya no tendrían más tiempo para merecer.

Cada día nuestro es una hoja en blanco en la que podemos escribir maravillas o llenarla de errores y manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el final del libro, que un día verá nuestro Señor.

La amistad con Jesucristo, el amor a nuestra Madre María, el sentido cristiano con que nos hemos empeñado en vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad nuestro encuentro definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte, que tuvo a su lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con nuestro Padre Dios.

San Pablo se despide de los primeros cristianos de Corinto con estas palabras consoladoras con las que termina la Primera lectura. Podemos considerarlas nosotros como dirigidas a cada uno en particular: Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el Señor. Madre nuestra -acudimos, para terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima-, alcánzanos de tu Hijo la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en todos nuestros quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la eternidad: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

 

 

 

(1) 1 Cor 15, 54-58.- (2) Rom 6, 23.- (3) Sab 1, 13-14.- (4) SAN JERONIMO, Epístola 39, 3.- (5) Lc 12, 20-21.- (6) Apoc 14, 13.- (7) Jn 9, 4.- (8) 1 Cor 3, 2.- (9) Apoc 1, 18.- (10) Jn 11, 25-26.- (11) JUAN PABLO II, Homilía 16-II-1981.- (12) Mt 10, 28.- (13) Cfr. Jn 13, 1.- (14) Sal 22, 4.- (15) Cfr. Hebr 4, 15.- (16) Hebr 2, 14-15.- (17) SAN AGUSTIN, Epístola 2, 94.- (18) 1 Tes 5, 2.- (19) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 744.- (20) SAN JERONIMO, Epístola 60, 14.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. LUNES

64. El joven rico.

- Dios llama a todos. Necesidad de desprendimiento para seguir a Cristo.

- La respuesta a la personal vocación.

- Pobreza y desprendimiento en nuestra vida corriente.

 

I. Nos dice el Evangelio de la Misa (1) que salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro, le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?, recoge San Mateo (2). Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.

Jesús sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se quedó mirándolo fijamente, como sólo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo del alma. "Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta "mirada amorosa" de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...). Al hombre le es necesaria esta "mirada amorosa"; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo" (3). Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de predilección.

El Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros sueños. Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.

Dios llama a todos: a sanos y a enfermos; a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de "media entrega", con condicionamientos.

Este joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena. "Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. -Pero que no "encaja": si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.

"No te preocupes. -No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelio: "si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres" (sacrificio)... "y ven después y sígueme" (apostolado).

"El adolescente "abiit tristis" -se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia" (4). Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría sólo es posible cuando hay generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras. "Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti", le decimos en este diálogo con Él.

 

II. "La tristeza de este joven -comenta el Papa Juan Pablo II- nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo: ¡no estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor, y no a la huida! El amor verdadero es exigente (...). Porque fue Jesús -nuestro mismo Jesús- quien dijo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 14). El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización humana (...). Con la ayuda de Cristo y a través de la oración, vosotros podréis responder a su llamada (...). Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!" (5).

La llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua, porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y generosa a lo largo de la existencia. Por eso debemos ponernos con frecuencia delante del Señor -cara a cara con Él, sin anonimato- y preguntarle, como este joven: ¿Qué me falta?, ¿qué exigencias tiene hoy, en estas circunstancias mi vocación de cristiano?, ¿qué caminos quieres que siga? Seamos sinceros: quien tiene verdaderos deseos de llegar, llega a conocer con claridad los caminos de Dios. "El cristiano va descubriendo así, en medio de su vida corriente, cómo su vocación debe desplegarse a través de un tejido menudo y cotidiano de llamadas y sugerencias divinas (...), de instantes significativos, de "vocaciones" concretas, para realizar, por amor a su Señor, pequeñas o grandes tareas en el mundo de los hombres. Es en medio de este diálogo con el Señor como un hombre puede escuchar esa voz divina que le pide tomar unas decisiones definitivas, radicales (...). La palabra de Dios puede llegar con el huracán o con la brisa (1 Rey 19, 22)" (6). Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: sólo Cristo importa. Todo lo demás, en Él y por Él.

 

III. Aquel joven se levantó del suelo, esquivó aquella mirada de Jesús y su invitación a una vida honda de amor, y se marchó -todos se dieron cuenta- con la tristeza señalada en el rostro. "El instinto nos indica que la negativa de aquel momento fue definitiva" (7). El Señor vio con pena cómo se alejaba; el Espíritu Santo nos revela el motivo de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy apegado a ellos.

Después de este incidente, la comitiva emprende su camino. Pero antes, o quizá mientras recorren los primeros pasos, Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos quedaron impresionados por sus palabras. Y el Señor repitió con más fuerza: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino. Hemos de considerar con atención la enseñanza de Jesús y aplicarla a nuestra vida: no se pueden conciliar el amor a Dios, el seguirle de cerca, y el apegamiento a los bienes materiales: en un mismo corazón no caben esos dos amores. El hombre puede orientar su vida proponiéndose como fin a Dios, al que se alcanza, con la ayuda de la gracia también a través de las cosas materiales, usándolas como medios, que eso son; o puede, desgraciadamente, poner en las riquezas la esperanza de su plenitud y felicidad: deseo desmedido de bienes, de lujo, de comodidad, ambición, codicia...

Hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos valientemente en la intimidad de nuestra oración qué nos mueve en nuestro actuar, dónde tenemos puesto el corazón: si tenemos planteado un verdadero empeño por andar desprendidos de los bienes de la tierra, o bien si, por el contrario, sufrimos cuando padecemos necesidad; si estamos vigilantes para reaccionar ante un detalle que manifieste aburguesamiento y comodidad, servidos a menudo por los reclamos de la sociedad de consumo; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas necesidades de las que podríamos prescindir con un poco de buena voluntad, si nos esforzamos por no ceder en los caprichos, si cuidamos con esmero las cosas de nuestro hogar y los bienes que usamos; si actuamos con la conciencia clara de ser sólo administradores que han de dar cuenta a su verdadero Dueño, Dios nuestro Señor; si llevamos con alegría las incomodidades y la falta de medios; si somos generosos en la limosna a los más necesitados y en el sostenimiento de obras buenas privándonos de cosas que nos agradaría poseer... Sólo así viviremos con la alegría y la libertad necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.

Seguir de cerca a Cristo es nuestro supremo ideal; no queremos marcharnos como aquel joven, con el alma impregnada de profunda tristeza porque no supo desprenderse de unos bienes de escaso valor ante la riqueza inmensa de Jesús.

 

 

 

(1) Mc 10, 17-27.- (2) Mt 19, 20.- (3) JUAN PABLO II, Carta a los jóvenes, 31-III-1985, n. 7.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 807.- (5) JUAN PABLO II, Homilía en el Boston Common, 1-X-1979.- (6) P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, pp. 82-83.- (7) R. A. KNOX, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, p. 141.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. MARTES

65. Generosidad y desprendimiento.

- Necesidad de un desasimiento efectivo de los bienes materiales para seguir a Cristo.

- Jesús es infinitamente generoso en su recompensa a quienes le siguen.

- Siempre vale la pena seguir a Cristo. El ciento por uno aquí en la tierra y la vida eterna junto a Dios en el Cielo.

 

I. Después del encuentro con el joven rico que considerábamos ayer, Jesús y sus discípulos emprendieron de nuevo el camino hacia Jerusalén. En todos había quedado grabada la triste despedida de este adolescente que estaba muy apegado a sus posesiones, y las fuertes palabras de Jesús hacia aquellos que por un desordenado amor a los bienes de la tierra no son capaces -no quieren- de seguirle. Ahora, ya en el camino, probablemente para romper el silencio que ha provocado la escena anterior, Pedro dice a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (1). San Mateo recogió con toda claridad el sentido de las palabras de Pedro: ¿qué recompensa tendremos? (2). ¿Qué vamos a recibir? San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio de la Misa de hoy, nos interpela con estas palabras: "Te pregunto a ti, alma cristiana. Si se te dijese lo que a aquel rico: Vete, vende también tú todas las cosas y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sigue a Cristo, ¿te irías triste como él?" (3).

Nosotros, como los Apóstoles, hemos dejado lo que el Señor nos ha ido pidiendo, cada uno según su vocación, y tenemos el firme empeño de romper cualquier atadura que nos impida correr hasta Cristo y seguirle. Hoy podemos renovar el propósito de poner al Señor como centro de la propia existencia con un desasimiento efectivo, con hechos, de lo que tenemos y usamos para que, como San Pablo, podamos decir: Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo (4). Ciertamente, "el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para éste son basura las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni siquiera que pueda ponerse en su presencia" (5). Ninguna cosa tiene valor en comparación con Cristo.

Nosotros lo hemos dejado todo... "¿Qué has dejado, Pedro? Una navichuela y una red. Él, sin embargo, podría responderme: He dejado todo el mundo, ya que nada he guardado para mí (...). Lo abandonaron todo (...) y siguieron a quien hizo el mundo, y creyeron en sus promesas" (6), como queremos hacer nosotros. Podemos decir que lo hemos dejado todo cuando nada se interpone en nuestro amor a Cristo. El Señor exige -lo hemos considerado repetidamente, porque es un punto esencial para seguirle- la virtud de la pobreza a todos sus discípulos, de cualquier tiempo y en cualquier situación en la que los hayan colocado las circunstancias de la vida; también pide la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes materiales, y ello incluye "mucha generosidad, innumerables sacrificios y un esfuerzo sin descanso" (7), llega a decir Pablo VI; para ello es necesario aprender a vivir de modo práctico esta virtud en la vida corriente de todos los días: a la hora de ahorrar gastos inútiles evitando los caprichos personales, en el aprovechamiento del tiempo, al vivir la virtud de la generosidad en las cosas de Dios; igualmente, en el sostenimiento de obras buenas, en el cuidado de la ropa, de los muebles, de los utensilios del hogar.

También a quienes han recibido en medio del mundo y en el ejercicio de su profesión una llamada más específica al apostolado -como aquellos Doce- les puede pedir el Señor un desprendimiento total de bienes, riquezas, tiempo, familia, etc., en razón de una más plena disponibilidad en servicio de la Iglesia y de las almas.

 

II. Lo hemos dejado todo... Cuántas veces hemos experimentado, al responder con nueva generosidad ante las exigencias de la vocación cristiana, que el desprendimiento efectivo de los bienes lleva consigo la liberación de un peso considerable: como el soldado que se despoja de su impedimenta al entrar en combate para estar más ágil de movimientos. Saboreamos así, en el servicio de Dios, un señorío sobre las cosas que nos rodean: ya no se es esclavo de ellas y se vive con gozo aquello a lo que aludía San Pablo: estamos en el mundo como quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos (8). El corazón del cristiano que de esta manera se ha despojado del egoísmo se llena más fácilmente de la caridad, y con ella todas las cosas son suyas: Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (9).

Pedro recuerda a Jesús que, a diferencia del joven que acaban de dejar, ellos lo abandonaron todo por Él. Simón no mira atrás, pero parece tener necesidad de unas palabras del Maestro que les reafirme en que han salido ganando en el cambio, que vale la pena estar junto a Él, aunque no posean nada. El Apóstol se manifiesta muy humanamente, pero su pregunta expresa a la vez la confianza que le unía al Señor. Jesús se llenó de ternura ante aquellos que, a pesar de sus defectos, le seguían con fidelidad: En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna... "¡A ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!" (10). No se queda corto Jesús. Ni un vaso de agua fría -una limosna, un servicio, cualquier buena acción- dado por Cristo quedará sin su recompensa (11). Seamos sinceros al examinar cómo vivimos el desprendimiento, la pobreza: ¿podemos afirmar ante Dios que lo hemos dejado todo? Si es así, Jesús no dejará de confirmarnos en el camino. Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de las acciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de día tras día por puro amor? Quien multiplicó panes y peces para una multitud que le sigue unas jornadas, quizá sin mucha rectitud de intención, ¿qué no hará por los que hayan dejado todo para seguirle siempre? Si éstos que van en pos de Él tuvieran necesidad de una ayuda particular para seguir adelante, ¿cómo podrá olvidarse Jesús? , ¿qué nos negará nuestro Padre Dios cuando acudimos a Él ante la falta de medios? "Sólo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?" (12).

Las palabras de Cristo dieron seguridad a quienes le acompañaban aquel día camino de Jerusalén, y a cuantos a través de los siglos, después de haber entregado todo al Señor, de nuevo buscan en la enseñanza del Señor la firmeza de la fe y de la entrega. La promesa de Cristo rebasa con creces toda la felicidad que el mundo puede dar. Él nos quiere felices también aquí en la tierra: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya en esta vida, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. Y a este gozo y paz, anticipo del Cielo, hay que añadir la bienaventuranza eterna. "Son dos horas de vida y grandísimo el premio: y cuando no hubiera ninguno, sino cumplir lo que nos aconsejó el Señor, es grande la paga en imitar en algo a su Majestad" (13).

 

III. "A los hombres y a los animales, Señor -dice el salmista-, aseguráis la salud en proporción a la extensión inmensa de vuestra compasiva bondad (Sal 35, 7). Si Dios concede a todos, a los buenos y a los malos, a los hombres y a los animales, un don tan precioso, hermanos míos, ¿qué no reservará a aquellos que le son fieles?" (14). Vale la pena seguir al Señor, serle fieles en todo momento, darlo todo por Él, ser generosos sin medida. Él nos dice, a través de San Juan Crisóstomo: "El oro que piensas prestar, dámelo a mí, que te pagaré más intereses y con más seguridad. El cuerpo que piensas alistar en la milicia de otro, alístalo en la mía, porque yo supero a todos en paga y retribución... Su amor es grande. Si deseas prestarle, Él está dispuesto a recibir. Si quieres sembrar, Él vende la semilla; si construir, Él te dice: edifica en mis solares. ¿Por qué correr tras las cosas de los hombres, que son pobres mendigos y nada pueden? Corre en pos de Dios, que por cosas pequeñas te da otras grandes" (15).

No debemos olvidar que a la recompensa el Señor añade con persecuciones, porque éstas también son un premio para los discípulos de Cristo; la gloria del cristiano es asemejarse a su Maestro, tomando parte en su Cruz para participar con Él en su gloria (16). Si llegan estas pruebas, en sus formas más diversas (la persecución sangrienta, la calumnia, la discriminación profesional, la burla...), debemos entender que podemos convertirlas en un bien, parte del premio, pues permite el Señor que participemos de su Cruz y nos unamos más a Él.

Quien es fiel a Cristo tiene prometido el Cielo para siempre. Oirá la voz del Señor, a quien ha procurado servir aquí en la tierra, que le dice: Ven, bendito de mi Padre, al Cielo que tenía preparado desde la creación del mundo (17). Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya compensa todo aquello que dejamos a un lado para seguir mejor a Cristo, o lo poco que hubimos de padecer por Él. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús.

Y aunque seguimos a Cristo por amor, si llegara el momento en que todo parece costar un poco más, nos vendrá bien repetir despacio alguna jaculatoria que nos ayude a pensar en el premio: vale la pena, vale la pena, vale la pena. Saldrá así fortalecida la esperanza y se hará seguro el caminar.

Si tenemos a Jesucristo, ninguna otra cosa echaremos en falta. De la vida de Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día le dijo Nuestro Señor: "Has escrito bien de mí, Tomás, ¿qué recompensa deseas?". "Señor -respondió el Santo-, ninguna más que a Ti". Tampoco nosotros queremos otra cosa: con Jesús, cerca de Él, andaremos por la vida llenos de alegría.

Que Santa María consiga para nosotros, con su intercesión poderosa, disposiciones firmes de desprendimiento y generosidad, y de esta forma, como Ella supo hacerlo, contagiemos a nuestro alrededor un clima alegre de amor a la pobreza cristiana.

 

 

 

(1) Mc 10, 28-31.-(2) Mt 19, 27.-(3) SAN AGUSTIN, Sermón 301 A, 5 .-(4) Flp, 3, 8.-(5) CATECISMO ROMANO, IV, 11, n. 15.-(6) SAN AGUSTIN, loc. cit., 4.-(7) PABLO VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967.-(8) 2 Cor 6, 10.-(9) 1 Cor 3, 22-23.-(10) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 670.-(11) Cfr. Mt 10, 42.-(12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 309.-(13) SANTA TERESA, Camino de perfección, 2, 7.-(14) SAN AGUSTIN, Sermón 255, sobre el "alleluia" .-(15) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 76, 4.-(16) Rom 8, 17.-(17) Cfr. Mt 25, 34.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. MIÉRCOLES

66. Aprender a servir.

- El ejemplo de Cristo. Servir es reinar.

- Distintos servicios que podemos prestar a la Iglesia, a la sociedad, a quienes están a nuestro lado.

- Servir con alegría siendo competentes en la propia profesión.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) recoge la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado, probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia; por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos. Es un nuevo señorío, una nueva manera de "ser grande"; y el Señor les muestra el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos. La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos (2): ésta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo (3); y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos (4).

Pero el Señor no sólo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a los hombres, imitando al Maestro. "Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar sólo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio" (5), virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la familia, de los amigos, de la sociedad.

 

II. La vida de Jesús es un incansable servicio -incluso material-a los hombres: los atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado? La última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la toalla y se la ciñó. Después echó agua en la jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido (6). Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. "De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.

"Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres" (7). Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, "el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina" (8).

El ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no sólo como un medio de ganar lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan, lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.

La meditación frecuente de las palabras del Señor -no he venido a ser servido, sino a servir- nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos -a veces más necesarios-: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños servicios -en los que procuramos adelantarnos- son también un ejercicio constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para crecer en la vida de unión con Dios, si lo hacemos por Él. El Señor nos llama con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos, y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura humana que apenas se advierte, y que no piden ser recompensadas.

 

III. No imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos: Servid al Señor con alegría (9), nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavarlos pies a sus discípulos, afirma: si aprendéis esto, seréis dichosos si lo practicáis (10). Ésta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca motivos -a veces muy pequeños- para darse a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, "hazlo con especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia" (11). Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: "¡Jesús, que haga buena cara!" (12).

Para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: "para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección" (13).

La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarla sin esperar nada a cambio, con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece. Y, en todo caso, recordemos que Cristo es "buen pagador" y que, cuando le imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.

Examinemos hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad, de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar. Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista exclusivamente humano.

Acudimos a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad..., con aquellos que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y a María. Así nos será fácil servirles.

 

 

 

(1) Mc 10, 32-42.- (2) Cfr. Jn 15, 13.- (3) 1 Pdr 5, 1-3.- (4) Cfr. 1 Cor 9, 19.- (5) JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21.- (6) Jn 13, 4-5.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 103.- (8) IDEM, Carta 9-I-1932.- (9) Sal 99, 2.- (10) Jn 13, 17.- (11) J. PECCI-LEON XIII-, Práctica de la humildad, 32.- (12) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 626.- (13) IDEM, Es Cristo que pasa, 50.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. JUEVES

67. La fe de Bartimeo.

- La oración de Bartimeo supera todos los obstáculos. Dificultades de quienes pretenden acercarse más a Cristo, que pasa cerca de sus vidas.

- Fe y desprendimiento para seguir al Señor. Nuestra oración también ha de ser personal, directa, sin anonimato, como la de Bartimeo.

- Seguir a Cristo en el camino, también en los momentos de la oscuridad. Confesión externa de la fe.

 

I. Relata San Marcos en el Evangelio de la Misa de hoy (1) que Jesús, al salir de Jericó en su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Bartimeo "es un hombre que vive a oscuras, un hombre que vive en la noche. Él no puede, como otros enfermos, llegar hasta Jesús para ser curado. Y ha oído noticias de que hay un profeta de Nazaret que devuelve la vista a los ciegos" (2). También nosotros, comenta San Agustín, "tenemos cerrados los ojos del corazón y pasa Jesús para que clamemos" (3).

El ciego, al sentir el tropel de gente, preguntó qué era aquello"; "seguramente, tiene costumbre de distinguir los ruidos: los ruidos de las gentes que van a las faenas del campo, los ruidos de las caravanas que viajan hasta tierra lejanas. Pero un día (...) se enteró de que era Jesús de Nazaret el que pasaba. Bartimeo oyó ruidos a una hora quizá desacostumbrada y preguntó -porque no eran los ruidos con los que tenía una cierta familiaridad, eran los ruidos de una muchedumbre diferente-: "¿Qué pasa?"" (4). Y le dicen: Es Jesús de Nazaret. Al oír este nombre se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! En su alma, la fe se hace oración. "Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud" (5).

Las dificultades comienzan muy pronto para aquel hombre que busca en la oscuridad a Cristo, que pasa cerca de su vida. Quienes le rodeaban le reprendían para que callase. San Agustín comenta esta frase del Evangelio haciendo notar que cuando un alma se decide a clamar al Señor, o a seguirle, con frecuencia encuentra obstáculos en las personas que le rodean. Le reprendían para que callase: "Cuando haya comenzado a realizar estas cosas, mis parientes, vecinos y amigos comenzarán a bullir. Los que aman el sigilo se me ponen enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería, es una locura. Y cosas tales clama la turba para que no clamemos los ciegos" (6). "Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!" (7).

Bartimeo no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza, y no sabe si volverá a pasar de nuevo cerca de su vida. Y, en vez de callar, clama más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí. "¿Por qué has de obedecer los reproches de la turba y no caminar sobre las huellas de Jesús que pasa? Os insultarán, os morderán, os echarán atrás, pero tú clama hasta que lleguen tus clamores a los oídos de Jesús, pues quien fuere constante en lo que el Señor mandó, sin atender los pareceres de las turbas y sin hacer gran caso de los que siguen aparentemente a Cristo, antes prefiere la vista que Cristo ha de darle al estrépito de los que vocean, no habrá poder que le retenga, y Jesús se detendrá y le sanará" (8).

Y, efectivamente, "cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos a Jesús que va de paso" (9). La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su propósito, a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que le rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde se encontraba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender, aparentemente, su petición.

"¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!" (10).

 

II. "El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó" (11).

La comitiva se detiene y Jesús manda llamar a Bartimeo: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. "¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más deprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.

"No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora" (12).

Está ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena. El Señor le pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Él, que podía restituir la vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego? Jesús desea que le pidamos. Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas.

"El ciego contestó enseguida: Señor, que vea. No pide al Señor oro, sino vista. Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego puede tener otras muchas cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene.

"Imitemos, pues, al que acabamos de oír (13). Imitémosle en su fe grande, en su oración perseverante, en su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso en el que se inician sus primeros pasos hacia Cristo. "Ojalá que, dándonos cuenta de nuestra ceguera, sentados junto al camino de las Escrituras y oyendo que Jesús pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros con la fuerza de nuestra oración" (14), que debe ser como la de Bartimeo: personal, directa, sin anonimato. A Jesús le llamamos por su nombre y le tratamos de modo directo y concreto.

 

III. La historia de Bartimeo es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizá ha llegado ya el momento de dejar la cuneta del camino y acompañar a Jesús.

Las palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una jaculatoria sencilla para repetirla muchas veces, y de modo particular cuando nos falten luces en el apostolado, en cuestiones que no sabemos resolver; pero sobre todo en materias relacionadas con la fe y la vocación. "Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite. Grita, insiste con más fuerza. "Domine, ut videam!" -¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá" (15). En esos momentos de oscuridad, cuando quizá ya no nos acompaña el entusiasmo sensible de los primeros tiempos en que seguimos al Señor; cuando la oración se hace costosa y la fe parece debilitarse; cuando no vemos con tanta claridad el sentido de una pequeña mortificación y se ocultan los frutos del esfuerzo en el apostolado, precisamente entonces es cuando más necesitamos de la oración. En vez de recortar o abandonar el trato con Dios, por el mayor esfuerzo que nos supone, es el momento de mostrar nuestra lealtad, nuestra fidelidad, redoblando el empeño por agradarle.

Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Lo primero que ve Bartimeo en este mundo es el rostro de Cristo. No lo olvidará jamás. Y le seguía en el camino. Es lo único que conocemos de Bartimeo: que le seguía por el camino. A través de San Lucas sabemos que le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios (16). Durante toda su vida recordaría Bartimeo la misericordia de Jesús. Muchos se convertirían a la fe por su testimonio.

Muchas gracias hemos recibido también nosotros. Tan grandes o mayores que la del ciego de Jericó. Y también espera el Señor que nuestra vida y nuestra conducta sirvan a muchos para que encuentren a Jesús presente en nuestro tiempo.

Y le seguía por el camino, glorificando a Dios. Es también un resumen de lo que puede llegar a ser nuestra propia vida si tenemos esa fe viva y operativa, como Bartimeo.

Con palabras del himno Adoro te devote acabamos nuestra oración: Iesu, quem velatum nunc aspicio, // oro, fiat illud quod tam sitio; // ut te revelata cernens facie, // visu sim beatus tuae gloriae. Amen.

Jesús, a quien ahora veo escondido // te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: // que al mirar tu rostro ya no oculto, // sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.

 

 

 

(1) Mc 10, 46-52.- (2) A. Gª DORRONSORO, Tiempo para creer, Rialp, Madrid 1972, p. 89.- (3) SAN AGUSTIN, Sermón 88, 9.- (4) A. Gª DORRONSORO, loc. cit.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 195.- (6) SAN AGUSTIN, o. c. , 13.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit.- (8) SAN AGUSTIN, loc. cit.- (9) SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 2, 5.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit.- (11) Ibídem.- (12) Ibídem, 196.- (13) SAN GREGORIO MAGNO, o. c. , 2, 7.- (14) ORIGENES, Homilías sobre San Mateo, 12, 20.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 862.- (16) Lc 18, 43.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. VIERNES

68. Obras son amores: Apostolado.

- Maldición de la higuera que sólo tenía hojas. Todo tiempo, toda circunstancia, deben ser buenos para dar frutos de santidad y de apostolado.

- Obras son amores y no buenas razones. La vida interior se expresa en realidades concretas.

- El amor a Dios se manifiesta en un apostolado alegre y lleno de iniciativa.

 

I. Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros, y sintió hambre, según nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa (1). Es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la Santísima Humanidad de Cristo, que quiso estar muy próximo a nosotros y participar de las limitaciones y necesidades de la naturaleza humana para que aprendamos nosotros a santificarlas. El Evangelista nos indica que vio Jesús una higuera alejada del camino y se acercó a ella por si encontraba algo que comer, pero no halló más que hojas, pues no era tiempo de higos. La maldijo el Señor: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Volvieron de nuevo aquel día, ya tarde, de Jerusalén a Betania; probablemente Jesús se hospedaba en casa de aquella familia amiga donde era siempre bien recibido: la casa de Lázaro, de Marta y de María. Y a la mañana siguiente, cuando se dirigían a la ciudad santa, todos vieron que la higuera se había secado de raíz. Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló más que prácticas exteriores sin vida, hojarasca sin valor. También aprendieron los Apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, igual en situaciones en que se nos acumulan muchos quehaceres como cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica si el Señor la permite y en la abundancia... Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido. En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. "También tú -comenta San Beda- debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad" (2). Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida. ¿Procuramos dar fruto ahora, en el momento, edad y circunstancias en los que nos encontramos? ¿Esperamos situaciones más favorables para llevar a nuestros amigos a Dios?

 

II. Las palabras de Jesús son fuertes: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Jesús maldice esta higuera porque solamente encontró en ella hojas, apariencia de fecundidad, follaje. Realiza un gesto llamativo para que quede bien grabada la enseñanza en el alma de sus discípulos y en la nuestra. La vida interior del cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que aprovechan a los demás. "Se ha puesto de relieve muchas veces -recuerda Mons. Escrivá de Balaguer- el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior -si es que puede existir- sin obras.

"Obras son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche -locuela divina- que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote, mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús con el corazón: te amo más que éstas.

"¡Hay que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1 Jn 4, 18), con audacia, sin timideces...

"No olvidéis que, si se quiere, todo sale: Deus non denegat gratiam; Dios no niega su ayuda al que hace lo que puede" (3). Es cuestión de vivir de fe y de poner los medios que estén a nuestro alcance en cada circunstancia; no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales, que es posible que nunca se presenten, para hacer apostolado; no aguardar a tener todos los medios humanos para ponerse a actuar cara a Dios, sino manifestar con hechos el amor que llevamos en el corazón. Veremos con agradecimiento y con admiración cómo el Señor multiplica y hace fructificar nuestras siempre escasas fuerzas en relación a lo que Él nos pide.

Si es auténtica, nuestra vida interior -el trato con Dios en la oración y en los sacramentos- se traduce necesariamente en realidades concretas: apostolado a través de la amistad y de los vínculos familiares; obras de misericordia espirituales, o materiales, según las circunstancias: enseñar al que no sabe (dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno al que vacila o está desorientado...), colaborar en empresas de educación que imparten una visión cristiana de la vida, hacer compañía y dar consuelo a esos enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...

Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe expresar -de modo continuo- en obras de misericordia, en realidad de apostolado. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra intimidad con Cristo es lógico que mejor en nuestro trabajo, el carácter, la disponibilidad para la mortificación, el modo de tratar a quienes tenemos cerca en nuestro vivir diario, las virtudes de la convivencia: la comprensión, la cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad... Son frutos que el Señor espera hallar cuando se acerca cada día a nuestra vida corriente. El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.

 

III. Jesús no encontró más que hojas... No existen frutos duraderos en el cristiano cuando, por falta de vida interior, de estar metido en Dios y de considerar en su presencia la tarea apostólica, se da lugar al activismo (hacer, moverse... sin estar respaldados por una honda vida de oración), que a la postre resulta estéril, ineficaz, y es síntoma frecuentemente de falta de rectitud de intención. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición, del afán de figurar, que se puede meter en todo lo que el hombre realiza, hasta en lo de apariencia más elevada. Con razón se ha puesto de relieve el peligro del activismo: obras en sí buenas, pero sin vida interior que las apoye. San Bernardo, y después de él muchos autores, llamaba a esas obras ocupaciones malditas (4).

Pero también la falta de frutos verdaderos en el apostolado se puede dar por pasividad, por falta de un amor con obras. Y si el activismo es malo y estéril, la pasividad es funesta, pues el cristiano puede engañarse a sí mismo, creyendo que ama a Dios porque realiza actos de piedad: es verdad que los hace, pero no acabadamente, porque no mueven a hacer el bien. Estas prácticas piadosas sin frutos serían la hojarasca vacía y estéril, porque la verdadera vida interior lleva a un apostolado intenso, en cualquier situación y ambiente, a actuar con valentía, con audacia, con iniciativas, echando fuera los respetos humanos, "con alegría de vivir", con la fuerza que imprime un amor siempre joven. Hoy, mientras hablamos con el Señor en este rato de oración, podemos examinar si hay frutos en nuestra vida, ahora, en el presente. ¿Tengo iniciativas como sobreabundancia de mi vida interior, de mi oración, o pienso, por el contrario, que en mi ambiente -en la facultad, en la fábrica, en la oficina...- nada puedo hacer, que no es posible obtener más frutos para Dios? ¿Me comprometo y ayudo eficazmente en empresas apostólicas..., o "sólo rezo"? ¿Me justifico diciéndome que entre el trabajo, la familia, la dedicación a las prácticas de piedad, "no tengo tiempo"? Entonces lo normal será que el trabajo, la vida de familia.... tampoco sean ocasión de apostolado.

Obras son amores... El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. Y si el Señor nos encontrara pasivos, contentándonos con unas prácticas de piedad sin manifestación apostólica llena de alegría y de constancia, quizá podría decirnos en la intimidad de nuestro corazón: más obras... y menos "buenas razones". Son muchas las ocasiones a lo largo de un día para -de mil formas diferentes- dar a conocer a Cristo, si nuestro amor es verdadero. La vida interior sin un profundo afán apostólico se va empequeñeciendo y muere; se queda en mera apariencia. A la mañana siguiente, al pasar -anota el Evangelista-, los Apóstoles vieron que la higuera se había secado de raíz, completamente. Es la imagen expresiva de aquellos que por comodidad, por pereza, por falta de espíritu de sacrificio, no dan esos frutos que el Señor espera. Una vida apostólica, como ha de ser la de todo cristiano, es lo opuesto a esta higuera seca: es vida, iniciativa, entusiasmo por la tarea apostólica, amor hecho obras, alegría, actividad quizá callada pero constante....

Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor -que se acerca a nosotros con hambre y sed de almas- frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio alegre. En la dirección espiritual nos pueden ayudar a distinguir lo que haya en cada uno de nosotros de activismo (dónde tenemos que rezar más) y lo que haya de falta de iniciativa (dónde tenemos que "movernos" más). La Virgen, Nuestra Señora, nos enseñará a reaccionar para que jamás la vida interior, nuestro deseo de amor a Dios, se convierta en hojarasca vacía y sin valor.

 

 

 

(1) Mc 11, 11-26.- (2) SAN BEDA, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 6-V-1945, n. 44.- (4) Cfr. J. D. CHAUTARD, El alma de todo apostolado, Palabra, Madrid 1976, p. 130-131.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. OCTAVA SEMANA. SABADO

69. Derecho y deber de hacer apostolado.

- El derecho y el deber de todo fiel cristiano de hacer apostolado deriva de su unión con Cristo.

- Rechazar las excusas que impidan "meternos" en la vida de los demás.

- Jesús nos envía ahora como envió a sus discípulos de los comienzos.

 

I. Se acercaron a Jesús los sumos sacerdotes y los letrados mientras paseaba por los atrios del Templo y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante poder? (1). Quizá porque no iban dispuestos a escuchar, el Señor acaba dejándoles sin respuesta.

Pero nosotros sabemos que Jesucristo es el soberano Señor del universo, y en Él fueron creadas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles... Todo ha sido creado por Él y para Él, y el mismo Cristo reconcilió a todos los seres consigo, restableciendo la paz por medio de su sangre derramada en la Cruz (2). Nada del universo ha quedado fuera de la soberanía y del influjo pacificador de Cristo. Se me ha dado todo poder... Tiene la plenitud de la potestad en los cielos y en la tierra: también para evangelizar y llevar a la salvación a cada pueblo y a cada hombre.

Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el Cielo, para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su reino, reino de verdad y de vida, reino de santidad, reino de justicia y de paz (3): "somos Cristo que pasa por el camino de los hombres del mundo" (4), y de Él debemos aprender a servir y a ayudar a todos, metidos en el entramado de la sociedad. Para poner la vida al servicio de los demás, los fieles laicos no necesitan otro título que el de la vocación de cristianos, recibida en el Bautismo. Ya es suficiente motivo. "El deber y el derecho del laico al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado" (5). De Él viene el encargo y la misión.

Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás, porque en todos nosotros corre la misma vida de Cristo. Y si un miembro cae enfermo, o se encuentra débil, o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos del cuerpo, ya que "todos los hombres son uno en Cristo" (6). Todos, tan distintos, nos unimos en Cristo, y la caridad se hace entonces condición de vida. El derecho a influir en la vida de los demás se torna deber gozoso para cada cristiano, sin que nadie quede excluido, por muy particular que sea su situación en la vida. Él, Jesús, "no nos pide permiso para "complicarnos la vida". Se mete y... ¡ya está!" (7). Y quienes queremos ser sus discípulos debemos hacer eso mismo con los que nos acompañan en el caminar. Hemos de aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprenderemos a suscitar otras que nos den ocasión de acercar a esas almas al Señor: sugiriéndoles la lectura de un buen libro, dándoles un consejo, hablándoles claramente de la necesidad de acudir al sacramento de la Confesión; prestándoles un pequeño servicio.

 

II. En algún momento quienes están a nuestro alrededor podrían decirnos también: ¿con qué derecho te metes en la vida de los demás? ¿quién te ha dado permiso para hablar de Cristo, de su doctrina, de sus amables exigencias? O quizá somos nosotros mismos quienes podemos sentir la tentación de preguntarnos: "¿quién me manda a mí meterme en esto?". Entonces, "habría que contestarte: te lo manda -te lo pide- el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril" (8). La Iglesia nos anima y nos impulsa a dar a conocer a Cristo, sin disculpas ni pretextos, con alegría, en todas las edades de la vida. "Los jóvenes deben convertirse en los primero se inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo su apostolado entre sus propios compañeros (...). También los niños tienen su propia actividad apostólica. Según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros" (9). Los jóvenes, los niños, los ancianos, los enfermos, quienes se encuentran sin trabajo o con una tarea floreciente..., todos debemos ser apóstoles que dan a conocer a Cristo con el testimonio de su ejemplo y con su palabra. ¡Qué buenos altavoces tendría Dios en medio del mundo! Él nos dice a todos: Id al mundo entero y predicad el Evangelio... (10). ¡Nos envía el Señor! El amor a Cristo nos lleva al amor al prójimo; la vocación que hemos recibido nos impulsa a pensar en los demás, a no temer los sacrificios que lleva consigo un amor con obras, pues "no hay señal ni marca que así distinga al cristiano y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas" (11). Por eso, el afán de dar a conocer al Maestro es el indicador que señala la sinceridad de vida del discípulo y la firmeza de su seguimiento. Si alguna vez advirtiéramos que no nos preocupa la salvación de las almas, que su lejanía de Dios nos deja indiferentes, que sus necesidades espirituales no provocan una reacción en nuestra alma, sería señal de que nuestra caridad se ha enfriado, pues no da calor a quienes están a nuestro lado. No es el apostolado algo añadido o superpuesto a la actividad normal del cristiano, que tiene como manifestación natural el interés apostólico por familiares, colegas, amigos...

 

III. ¿Con qué autoridad haces esto?..., le preguntaban aquellos fariseos a Jesús. No es éste el momento oportuno para revelar de dónde proviene su potestad. Más tarde dará a conocer a sus discípulos su origen: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra (12). La autoridad de Jesús no proviene de los hombres, sino de haber sido constituido por Dios Padre "heredero universal de todas las cosas (cfr. Heb 1, 2), para ser Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del Pueblo Nuevo y universal de los hijos de Dios" (13).

De ese poder participa la Iglesia entera y cada uno de sus miembros. A todos los cristianos compete esta tarea de proseguir en el mundo la obra de Cristo, pero de modo especial a aquellos que, además de la vocación recibida en el Bautismo, han recibido una particular llamada del Señor para seguirle más de cerca. Jesús nos apremia, pues "los hombres son llamados a la vida eterna. Son llamados a la salvación. ¿Tenéis conciencia de esto? ¿Tenéis conciencia (...) de que todos los hombres están llamados a vivir con Dios, y que, sin Él, pierden la clave del "misterio" de sí mismos?

"Esta llamada a la salvación nos la trae Cristo. Él tiene para el hombre palabras de vida eterna (Jn 6, 68); y se dirige al hombre concreto que vive en la tierra. Se dirige particularmente al hombre que sufre, en el cuerpo o en el alma" (14).

Jesús nos envía como a aquellos discípulos a quienes hace ir a la aldea vecina en busca de un borrico que se encontraba atado y en el que todavía no había montado nadie. Les manda que lo desaten y se lo lleven, pues había de ser la cabalgadura en la que entraría triunfante en Jerusalén. Y les encargó que si alguno les preguntaba qué hacían con él, le dijeran que el Señor lo necesitaba (15). Actúan para el Señor y en su nombre. No lo hacen por cuenta propia, ni para obtener ellos ningún beneficio personal. Fueron aquellos dos y, efectivamente, encontraron el borrico como les había dicho el Señor. Al desatarlo, sus dueños les dijeron: ¿Por qué desatáis el borrico? Ellos contestaron: Porque el Señor lo necesita (16). Y aquellos discípulos, de quienes no sabemos los nombres pero que serían amigos fieles del Maestro, cumplieron el encargo y realizaron lo que se ha de hacer en todo apostolado: Se lo llevaron a Jesús (17). Al explicar San Ambrosio este pasaje, pone de manifiesto tres cosas: el mandato de Jesús, el poder divino con que se lleva a cabo, y el modo ejemplar de vida y de intimidad con el Maestro de quienes realizan el encargo (18). Y a este comentario añade el Siervo de Dios Mons. Escrivá de Balaguer: "¡Qué admirablemente se acomodan a los hijos de Dios estas palabras de San Ambrosio! Habla del borrico atado con el asna, que necesitaba Jesús, para su triunfo, y comenta: "sólo una orden del Señor podía desatarlo. Lo soltaron las manos de los Apóstoles. Para un hecho semejante, se requieren un modo de vivir y una gracia especial. Sé tú también apóstol, para poder librar a los que están cautivos".

"-Déjame que te glose de nuevo este texto: ¡cuántas veces, por mandato de Jesús, habremos de soltar las ligaduras de las almas, porque Él las necesita para su triunfo! Que sean de apóstol nuestras manos, y nuestras acciones, y nuestra vida... Entonces Dios nos dará también gracia de apóstol, para romper los hierros de los encadenados" (19), de tantos como siguen atados mientras el Señor espera.

 

 

 

(1) Mc 11, 27-33.- (2) Cfr. Col 1, 17-20.- (3) MISAL ROMANO, Prefacio de Cristo Rey.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 8-XII-1941.- (5) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3.- (6) SAN AGUSTIN, Comentario al salmo 39.- (7) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 902.- (8) IDEM, Amigos de Dios, 272.- (9) CONC. VAT. II, loc. cit. , 12.- (10) Cfr. Mc 16, 15.- (11) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre lo incomprehensible, 6, 3.- (12) Mt 28, 19.- (13) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 13.- (14) JUAN PABLO II, Homilía en Lisboa, 14-V-1982.- (15) Cfr. Lc 19, 29-31.- (16) Lc 19, 33-34.- (17) Lc 19, 35.- (18) Cfr. SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. .- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 672.