PASCUA. SEGUNDA SEMANA


DOMINGO

54. La Fe de Tomás.

- Aparición de Jesús a los Apóstoles estando ausente Tomás. Le comunican que Jesús ha resucitado. Apostolado con quienes han conocido a Cristo, pero no le tratan.

- El acto de fe del Apóstol Tomás. Nuestra fe ha de ser operativa: actos de fe, confianza con el Señor, apostolado.

- La Resurrección es una llamada a manifestar con nuestra vida que Cristo vive. Necesidad de estar bien formados.

 

I. El primer día de la semana (1), el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano (2), cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche, muy tarde (3), cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea con vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no estaba con los demás Apóstoles; no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras.

Este Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con él (4). Y en la Ultima Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino? (5) Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (6). Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor! Tomás pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros: para muchos hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada día, que orienta y da sentido a nuestra vida.

De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor (7).

 

II. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (8).

La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio.

Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de creer en Él. "¿Es que pensáis -comenta San Gregorio Magno- que aconteció por pura casualidad que estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección" (9).

Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús. Pero, en ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás. Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el apostolado, ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de vista sobrenatural, en momentos de oscuridad, que Dios permite para que crezcamos en otras virtudes...

La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. "Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre" (10).

Meditemos el Evangelio de la Misa de hoy. "Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20, 27); y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre -con tu auxilio- voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad" (11).

¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente presente en la Hostia Santa.

 

III. El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído (12). "Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros -dice San Gregorio Magno-, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree" (13).

La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo.

En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los barrios, en los mercados, en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo, las familias sean el cauce para la transmisión de la fe.

Para confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con claridad y precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié a lo largo de los siglos en el estudio del Catecismo, donde, de una manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de conocer para poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto de recibir el Bautismo: "Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la vigilia, si Dios quiere, habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo aprendéis, después, en la iglesia, no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo bien, decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a dormiros, dad vuestro símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena repetir para no olvidar. No digáis: "Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien grabado en la memoria". Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo donde te mires. Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las verdades que de palabra dices creer, y regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tu riqueza; sean a modo de vestidos para el aderezo de tu alma" (14). ¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han olvidado lo esencial del contenido de su fe! Jesucristo nos pide también que le confesemos con obras delante del os hombres. Por eso, pensemos; ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no tendríamos que ser más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el ambiente que nos rodea: ¿se nos conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en el apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe? Terminamos nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de los Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive.

 

(1) Jn 20, 1.- (2) Mc 16, 2.- (3) Jn 20, 19.- (4) Jn 11, 16.- (5) Jn 14, 5.- (6) Jn 20, 25.- (7) Hech 5, 14.- (8) Jn 20, 26-27.- (9) SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7.- (10) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 145.- (12) Jn 20, 29.- (13) SAN GREGORIO MAGNO, loc. cit., 26, 9.- (14) SAN AGUSTIN, Sermón 58, 15.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. LUNES

55. La imaginación.

- Necesidad de la mortificación interior para tener vida sobrenatural.

- Mortificación de la imaginación.

- El buen uso de la imaginación en la oración.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos relata el diálogo entrañable de aquella noche entre Jesús y Nicodemo. Este hombre se siente removido por la predicación y por los milagros del Maestro y experimenta la necesidad de saber más. Muestra con Jesús gran delicadeza: Rabbí, Maestro mío, le llama.

Nicodemo le pregunta por su misión, quizá todavía con la duda de si es un profeta más o si es el Mesías: sabemos -le dice- que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él. Y el Señor le responde de una manera insospechada; Nicodemo le pregunta por su misión, y Jesús le revela una verdad asombrosa: es preciso nacer de nuevo. Se trata de un nacimiento espiritual por el agua y el Espíritu Santo: es un mundo completamente nuevo el que se abre ante los ojos de Nicodemo.

Las palabras del Señor constituyen también un horizonte sin límites para el adelantamiento espiritual de cualquier cristiano que se deje llevar dócilmente por las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Porque la vida interior no consiste sólo en adquirir una serie de virtudes naturales o en guardar determinadas formas de piedad. Es una transformación completa y un nacer de nuevo, lo que el Señor nos pide: Tenéis que despojaros del hombre viejo según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada (2), anunciaba San Pablo a los fieles de Éfeso.

Esta transformación interior es ante todo obra de la gracia en el alma, pero requiere también nuestra colaboración a través de una mortificación de la inteligencia, de los recuerdos, de la imaginación..., cuyo fruto es la purificación de nuestras potencias, necesaria para que la vida de Cristo se desarrolle plenamente en nosotros. Muchos cristianos no avanzan en su trato con Dios, en la oración, por haber descuidado esta mortificación interior, sin la cual la mortificación externa pierde su apoyo.

La imaginación es indudablemente una facultad muy útil, porque el alma, que está unida al cuerpo, no puede pensar sin imágenes. El Señor hablaba a la gente por medio de parábolas, expresando en imágenes las verdades más profundas, y hemos visto que también sigue este camino en la conversación con Nicodemo. Del mismo modo, la imaginación puede ser una gran ayuda en la vida interior, para la contemplación de la vida del Señor, de los misterios del Rosario... "Pero para que sea provechosa y útil, la imaginación ha de ir dirigida por la recta razón esclarecida por la fe. De lo contrario, podría convertirse, como se la ha llamado, en "la loca de la casa"; nos separa de la consideración de las cosas divinas y nos arrastra hacia las cosas vanas, insustanciales, fantásticas y aun prohibidas. En el mejor de los casos nos lleva al ensueño, de donde nace el sentimentalismo tan opuesto a la verdadera piedad" (3).

Dada nuestra condición después del pecado original, el sometimiento de la imaginación a la razón sólo puede conseguirse habitualmente con mortificación, "haciendo que así deje de ser la loca de la casa y se concrete a su fin propio, que es servir a la inteligencia iluminada por la fe" (4).

 

II. Dejar suelta la imaginación supone, en primer lugar, perder el tiempo, que es un don de Dios y parte del patrimonio que el Señor nos ha dado. "Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo" (5), nos aconseja el autor de Camino. Además, la imaginación perdida así en sueños fantásticos y estériles, es un campo abonado para que en él aparezcan un buen número de tentaciones voluntarias, que convierten los pensamientos inútiles en verdadera ocasión de pecado (6).

Cuando no hay esa mortificación interior, los sueños de la imaginación giran frecuentemente alrededor de los propios talentos, de lo bien que se ha quedado en una determinada actuación, en la admiración -quizá también irreal- que se despierta ante unas determinadas personas o en el propio ambiente... Y así, lo que comenzó siendo un pensamiento inútil deriva hasta llegar a perder la rectitud de intención que se había mantenido hasta entonces, y la soberbia, siempre al acecho, toma cuerpo de lo que en un principio parecía algo inocente. Luego, la soberbia, si no se le pone freno, tiende a destruir lo que de bien encuentra a su paso. De modo particular destruye una buena parte de la atención que merecen los demás, impidiéndonos caer en la cuenta de sus necesidades y ejercer la caridad. "El horizonte del orgullo es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos" (7).

Otras veces, cuando la imaginación se entretiene juzgando el modo de actuar de otros, se emiten fácilmente juicios negativos y poco objetivos, porque cuando no se ve a los demás con comprensión, con deseos de ayudarles, se tiene de ellos una visión injustamente parcial. Cuando se examina a alguien sin la caridad de la comprensión, se juzga con frialdad su conducta, sin tener en cuenta los motivos que haya podido tener esa persona para actuar, o se le atribuye gratuitamente, sin fundamento, lo malo o lo menos bueno. Sólo Dios penetra en las cosas ocultas, lee la verdad de los corazones, da el verdadero valor a todas las circunstancias. Por ligereza culpable, estos pensamientos inútiles llevan al juicio temerario, que nace de un corazón poco recto, en el que falta la presencia de Dios. La mortificación interior en los pensamientos inútiles hubiera evitado esta falta interna de caridad, que aleja de Dios y de los demás. "La causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos como cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, se pueden cometer pecados graves" (8).

Frecuentemente, si no estamos atentos para cortar con los pensamientos inútiles y ofrecer al Señor esa mortificación, la imaginación rodará alrededor de uno mismo, creando situaciones ficticias, poco o nada compatibles con la vocación cristiana de un hijo de Dios, que ha de tener su corazón puesto en Él. Estos pensamientos enfrían el corazón, alejan de Dios, y luego se hace más costoso ese clima de diálogo con el Señor en medio de nuestras ocupaciones.

Examinemos hoy en nuestra oración cómo llevamos esa mortificación interior que tanto ayuda a mantener la presencia del Señor en nuestra vida, y que evita tantos inconvenientes, tentaciones y pecados. Vale la pena que lo meditemos seriamente, con hondura y deseos de sacar propósitos eficaces.

 

III. La mortificación de la imaginación trae innumerables bienes al alma; no es tarea puramente negativa, no está en la frontera del pecado, sino en el terreno de la presencia de Dios, del Amor. En primer lugar, purifica el alma y la dispone para vivir mejor la presencia de Dios, hace que aprovechemos bien el tiempo dedicado a la oración, pues es la imaginación con sus fantasías la que impide con frecuencia el diálogo con el Señor, la que distrae cuando más atentos deberíamos estar, como es en la Santa Misa y en la Comunión... La mortificación de la imaginación nos permite aprovechar mejor el tiempo en el trabajo, haciéndolo a conciencia, santificándolo...; en el terreno de la caridad, nos facilita estar pendientes de los demás en lugar de estar ensimismados, metidos en ensueños.

Por otra parte, la imaginación purificada mediante una constante mortificación, desechando a tiempo los pensamientos inútiles, debe ocupar un lugar importante en la vida interior, en el trato con Dios: nos ayuda a meditar las escenas del Evangelio, acompañando a Jesús en sus años de Nazaret junto a José y a María, en su vida pública, seguido de los Apóstoles. De modo particular, nos prestará una gran ayuda para contemplar frecuentemente la Pasión de Nuestro Señor y los misterios del santo Rosario.

"Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento -aconsejaba Mons. Escrivá de Balaguer-. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perennidad actual del Evangelio" (9).

"Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús (Jn 12, 20-22). ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor (...).

"Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones" (10).

Así imitaremos a la Santísima Virgen, que guardaba todas estas cosas -los sucesos de la vida del Señor- y las meditaba en su corazón (11).

 

(1) Jn 3, 1-8.- (2) Ef 5, 22.- (3) R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Palabra, Madrid 1975, vol I, p. 398.- (4) Ibídem, p. 399.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 13.- (6) Cfr. IDEM, Surco, n. 135. - (7) S. CANALS, Ascética meditada, p. 87.- (8) SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre el juicio temerario.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 216.- (10) Ibídem, 252-253.- (11) Lc 2, 19.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. MARTES

56. Primeros cristianos. Unidad.

- La unidad entre los cristianos, querida por Cristo, es un donde Dios. Pedirla.

- Lo que rompe la unidad fraterna.

- La caridad une, la soberbia separa. La fraternidad de los primeros cristianos. Evitar lo que pueda dañar la unidad.

 

I. La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (1). Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles son como un resumen de la profunda unidad y del amor fraterno de los primeros cristianos, que tanto llamó la atención de sus conciudadanos. "Los discípulos daban testimonio de la Resurrección no sólo con la palabra sino también con sus virtudes" (2). Brilla entre ellos la actitud -nacida de la caridad- que busca siempre la concordia.

La unidad de la Iglesia, manifestada desde sus mismos comienzos, es voluntad expresa de Cristo. Él nos habla de un solo pastor (3), pone de relieve la unidad de un reino que no puede estar dividido (4), de un edificio que tiene un único cimiento (5)... Esta unidad se fundamentó siempre en la profesión de una sola fe, en la práctica de un mismo culto y en la adhesión profunda a la única autoridad jerárquica, constituida por el mismo Jesucristo. "No hay más que una Iglesia de Jesucristo -enseñaba Juan Pablo II en su catequesis por España-, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es un don de Dios. No es solamente ni sobre todo unidad exterior; es un misterio y un don (...).

"La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro" (6).

La unidad de fe era entre los primeros cristianos el soporte de la fortaleza y de la vida que se desbordaba hacia afuera. La misma vida cristiana es vivida desde entonces por gentes muy diferentes, cada una con sus peculiares características individuales y sociales, raciales y lingüísticas. Allí donde hubiese cristianos, "participaban, expresaban y transmitían una sola doctrina con la misma alma, con el mismo corazón y con idéntica voz" (7).

Los primeros fieles defendieron esta unidad llegando a afrontar persecuciones y el mismo martirio. La Iglesia ha impulsado constantemente a sus hijos a que velen y rueguen por ella. El Señor la pidió en la Ultima Cena para toda la Iglesia: Ut omnes unum sint... que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros (8).

La unidad es un inmenso bien que debemos implorar cada día, pues todo reino dividido contra sí no permanecerá y toda ciudad o casa dividida contra sí no se mantendrá (9). Y comenta San Juan Crisóstomo: "La casa y la ciudad, una vez divididas, se destruyen prontamente; y lo mismo un reino, que es lo más fuerte que existe, siendo la unión de los súbditos la que afirma los reinos y las casas" (10). Unidad con el Papa, unidad con los obispos, unidad con nuestros hermanos en la fe y con todos los hombres para atraerlos a la fe de Cristo.

 

II. "Lo uno -enseña Santo Tomás- no se opone a lo múltiple, sino a la división, y la multitud tampoco excluye la unidad; lo que excluye es la división de cada cosa en sus componentes" (11). Divide lo que separa de Cristo: cualquier pecado, aunque esa separación sea más tangible en las faltas de caridad que aíslan de los demás y en las faltas de obediencia a los pastores que Cristo ha constituido para regir la Iglesia. A la unidad no se opone la variedad de caracteres, de razas, de modos de ser... Por eso la Iglesia puede ser católica, universal, y ser una y la misma en cualquier tiempo y lugar. Es "esa unidad interior -afirmaba Pablo VI- (...) lo que le confiere la sorprendente capacidad de reunir a los hombres más diversos respetando, aún más, revalorizando, sus características específicas, con tal de que sean positivas, es decir, verdaderamente humanas; lo que le confiere la capacidad de ser católica, de ser universal" (12).

Los Apóstoles y sus sucesores hubieron de sufrir el dolor que provocaban quienes difundían errores y divisiones. "Hablan de paz y hacen la guerra -se dolía San Ireneo-, se tragan el camello y cuelan el mosquito. Las reformas que predican jamás podrán curar los destrozos de la desunión" (13).

Los primeros cristianos estaban persuadidos de que si su fe "gozaba de buena salud, no tenían nada que temer" (14). Debemos pedir mucho la unidad para toda la Iglesia: que todos seamos uno, que seamos fieles a la fe recibida, que sepamos obedecer prontamente los mandatos y las indicaciones del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él.

La unidad está estrechamente ligada a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos a Cristo. "Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda la Iglesia (...), si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida" (15).

La unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como punto central a la Sagrada Eucaristía, que es "signo de unidad y vínculo de amor" (16). El alejar las discordias y pedir por la unidad "nunca se hace más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ofrece el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino" (17).

 

III. San Pablo hace frecuentes llamamientos a la unidad: Os ruego -pide a los cristianos de Éfeso- (...) que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.

 A continuación hace referencia a una antigua aclamación, posiblemente usada en la liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la Iglesia y son causa de su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado (18). Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos (19).

 San Pablo enumera diversas virtudes: humildad, mansedumbre, longanimidad..., manifestaciones diversas de la caridad, que es el vínculo de la unidad en la Iglesia. "El templo del Rey no está arruinado, ni agrietado, ni dividido; el cemento de las piedras vivas es la caridad" (20). La caridad une, la soberbia separa.

Los primeros cristianos pusieron de manifiesto su amor a la Iglesia mediante la caridad, que superó todas las barreras sociales, económicas, de raza o cultura. El que tenía bienes materiales los compartía con quienes carecían de ellos (21), y todos rezaban unos por otros, animándose a perseverar en la fe de Cristo. Uno de los primeros apologistas, en el siglo II, describía así el proceder de los primeros cristianos: "se aman unos a otros, no desprecian a las viudas y libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene, da sin envidia al que no tiene..." (22).

Sin embargo, la mejor caridad se dirigía a fortalecer en la fe a los hermanos. Las Actas de los Mártires recogen casi en cada página detalles concretos de esta preocupación por la fidelidad de los demás. Verdaderamente "fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido" (23). Amor a los hermanos en la fe y amor a los paganos. También nosotros llevaremos nuestro mundo a Dios, si sabemos imitar a los primeros cristianos en nuestra comprensión y cariño por todos, aunque en ocasiones no sean correspondidos nuestros desvelos y nuestras atenciones por los demás. Y fortaleceremos en la fe a quienes flaquean, con el ejemplo, con la palabra y con nuestro trato siempre amable y acogedor: El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada, enseña la Sagrada Escritura (24).

Por amor a la Iglesia, pondremos los medios para no dañar, ni de lejos, la unidad de los cristianos: "Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...: evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos" (25). Por el contrario, fomentaremos siempre todo aquello que es ocasión de entendimiento mutuo y de concordia. Si alguna vez no podemos alabar, callaremos (26). Y la liturgia pide al Señor: Que sepamos rechazar hoy el pecado de discordia y de envidia (27).

Para aprender a vivir bien la unidad dentro de la Iglesia acudimos a nuestra Madre Santa María. "Ella, Madre del Amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, "Madre de la unidad", en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser "uno" y para convertirnos en instrumentos de unidad entre los cristianos y entre todos los hombres" (28).

 

(1) Primera lectura de la Misa. Hech 4, 32.- (2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 11.- (3) Cfr. Jn 10, 16.- (4) Cfr. Mt 12, 25.- (5) Cfr. Mt 16, 18.- (6) JUAN PABLO II, Homilía en la parroquia de Orcasitas. Madrid, 3-XI-1982.- (7) SAN IRENEO, Contra las herejías, 1, 10, 2.- (8) Jn 17, 21.- (9) Mt 12, 25.- (10) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 48.- (11) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 30, a. 3.- (12) PABLO VI, Alocución, 30-III-1965.- (13) SAN IRENEO, Contra las herejías, 4, 33, 7.- (14) TERTULIANO, De praescr. haert., 2.- (15) JUAN PABLO II, Mensaje para la Unión de los Cristianos, 23-I-1981.- (16) SAN AGUSTIN, Trat. sobre el Evangelio de San Juan, 26.- (17) SAN FULGENCIO DE RUSPE, Liturgia de las Horas. Martes 2ª Semana de Pascua. Segunda lectura. - (18) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986, p. 100.- (19) Ef 4, 1-6.- (20) SAN AGUSTIN, Comentario sobre el salmo 44.- (21) Cfr. Hech 4, 32 ss.- (22) ARISTIDES, Apología XV, 5-7.- (23) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 172.- (24) Prov 18, 19.- (25) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 918.- (26) IDEM, Cfr. Camino, n. 443.- (27) Preces de laudes. Martes 2ª Semana de Pascua.- (28) JUAN PABLO II, Homilía, 24-III-1980.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. MIÉRCOLES

57. Amor con obras.

- El Señor nos amó primero. Amor con amor se paga. Santidad en los quehaceres de cada día.

- Amor efectivo. La voluntad de Dios.

- Amor y sentimiento. Abandono en Dios. Cumplimiento de nuestros deberes.

 

I. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga la vida eterna (1).

Con estas palabras del Evangelio de la Misa se nos muestra cómo la Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a quien más quiere, al que es objeto de sus complacencias (2): su propio Hijo. Nuestra fe "es una revelación de la bondad, de la misericordia, del amor de Dios por nosotros. Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4, 16), es decir, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y todo lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Gal 2, 20)" (3).

El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. Dios detuvo el brazo de Abraham cuando estaba a punto de sacrificar a su hijo único, pero no detuvo el brazo de quienes clavaron a su Hijo Unigénito en la Cruz. Por eso exclama San Pablo, lleno de esperanza: El que no perdonó a su propio Hijo (...), ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (4) La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (5), y Dios es Amor (6). Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; sólo cuando ama puede ser feliz. Y Dios nos quiere felices, también aquí en la tierra. El hombre no puede vivir sin amor.

La santificación personal no está centrada en la lucha contra el pecado sino en el amor a Cristo, que se nos muestra profundamente humano, conocedor de todo lo nuestro. El amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios es un amor de mutua amistad. Y una de las características propias de la amistad es el trato. Para amar al Señor es necesario conocerlo, hablarle... Le conocemos meditando su vida en los Santos Evangelios. En ellos se nos muestra entrañablemente humano y muy cercano a la vida nuestra. Le tratamos en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Sagrada Eucaristía.

La consideración de la Santísima Humanidad del Señor -especialmente cuando leemos el Evangelio y cuando consideramos los misterios del Rosario- alimenta continuamente nuestro amor a Dios y es enseñanza viva de cómo hemos de santificar nuestros días. En su vida oculta, Jesucristo quiso descender a lo más común de la existencia humana, a la vida cotidiana de un trabajador manual que sustenta a una familia. Y así le vemos durante casi toda su vida trabajando día a día, cuidando los instrumentos del pequeño taller, atendiendo con sencillez y cordialidad a los vecinos que llegaban para encargarle una mesa o una viga para la nueva casa, cuidando con gran cariño de su Madre... Así cumplió la Voluntad de su Padre Dios en esos años de su existencia. Mirando su vida, aprendemos a santificar la nuestra: el trabajo, la familia, la amistad... Todo lo verdaderamente humano puede ser santo, puede ser cauce de nuestro amor a Dios, porque el Señor, al asumirlo, lo santificó.

 

II. Saber que Dios nos ama, con amor infinito, es la buena nueva que alegra y da sentido a nuestra vida, y es la extraordinaria noticia que Cristo resucitado nos envía a anunciar a todos los hombres. Nosotros también podemos afirmar que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene (7). Y ante este amor nos sentimos incapaces de expresar lo que nuestro corazón tampoco acierta a sentir: "¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?" (8).

Cuanto el Señor ha hecho y hace por nosotros es un derroche de atenciones y de gracias; su Encarnación, su Pasión y Muerte en la Cruz que hemos contemplado en estos días pasados, el perdón constante de nuestras faltas, su presencia continua en el sagrario, los auxilios que a diario nos envía... Considerando lo que ha hecho y hace por los hombres, nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor.

La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. En este sentido Jesús nos enseña mostrando sus deseos infinitos de hacer la Voluntad del Padre, y nos dice que su alimento es hacer el querer del que le envió (9). Yo he guardado los mandamientos de mi Padre -dice el Señor- y permanezco en su amor (10).

La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. Ahí encontramos lo que Dios quiere para nosotros. Y en su cumplimiento, realizado con honradez humana y presencia de Dios, encontramos el amor a Dios, la santidad.

El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles, aunque el Señor los pueda dar para ayudarnos a ser más generosos. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. Por eso debemos preguntarnos con frecuencia: ¿hago en este momento lo que debo hacer? (11) ¿Ofrezco mi quehacer a Dios al comenzarlo y durante su realización? ¿Rectifico la intención cuando se intenta introducir la vanidad, "el qué dirán"...? ¿Procuro trabajar con perfección humana? ¿Soy fuente habitual de alegría para quienes viven o trabajan junto a mí? ¿Les acerca a Dios mi presencia diaria en medio de ellos? "Amor con amor se paga", pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumplir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir "cuesta arriba". "En lo que está la suma perfección claro está que no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos (...) -escribía Santa Teresa-, sino en estar nuestra voluntad tan conforme a la Voluntad de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiera, que no la queramos con toda nuestra voluntad" (12).

El amor debe subsistir incluso con una aridez total, si el Señor permitiera esa situación. Es en estas ocasiones donde, habitualmente, el trato con el Señor se purifica y se hace más firme.

 

III. En el servicio a Dios, el cristiano debe dejarse llevar por la fe, superando así los estados de ánimo. "Guiarme por el sentimiento sería dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. Lo malo no es el sentimiento sino la importancia que se le concede (...). Las emociones constituyen en ciertas almas toda la piedad, hasta tal punto que están persuadidas de haberla perdido cuando en ellas desaparece el sentimiento (...). ¡Si esas almas supieran comprender que ése es precisamente el momento de comenzar a tenerla!... " (13).

El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de nuestra existencia, en una verdadera unidad de vida; lleva a "meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, resultan insípidas. Una persona piadosa, con piedad sin beatería, procura cumplir su deber: la devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso -aunque cueste- del deber de cada día... hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano. El trabajo profesional, las relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr -codo a codo con nuestros conciudadanos- el bien y el progreso de la sociedad son frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma" (14). La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano. No se traduce en un mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás.

El cumplimiento de la voluntad de Dios en los deberes -las más de las veces pequeños- de cada jornada es la más segura guía para el cristiano que ha de santificarse en medio de las realidades terrenas. Estos deberes pueden realizarse de modos muy diferentes: con resignación, como quien no tiene más remedio que hacerlos; aceptándolos, lo que supone una adhesión más profunda y meditada; con conformidad, queriendo lo que Dios quiere porque, aunque no se vea en ese momento, el cristiano sabe que Él es nuestro Padre y quiere lo mejor para sus hijos; o bien con pleno abandono, abrazando siempre la Voluntad del Señor, sin poner límite alguno. Esto último es lo que nos pide el Señor: amarle sin condiciones, sin esperar situaciones más favorables, en lo ordinario de cada día y, si Él lo permite, en circunstancias más difíciles y extraordinarias. "Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas -a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos- no salen a tu gusto... Porque habrán "salido" como le conviene a Dios que salgan" (15).

Con palabras de una oración que la Iglesia nos propone para después de la Misa, digámosle al Señor: Volo quidquid vis, volo quia vis, volo quómodo vis, volo quámdiu vis (16): quiero lo que quieres, quiero porque lo quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras.

La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel hágase en mí según tu palabra (17), nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios.

 

(1) Jn 3, 15.- (2) Cfr. Mt 3, 17.- (3) PABLO VI, Homilía en la fiesta del Corpus Christi, 13-VI-1975.- (4) Rom 8, 32.- (5) Cfr. Gen 1, 27.- (6) 1 Jn 4, 8.- (7) 1 Jn 4, 16.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 425.- (9) Cfr. Jn 15, 10.- (10) Jn 15, 10.- (11) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 772.- (12) SANTA TERESA, Fundaciones, 5, 10.- (13) J. TISSOT, La vida interior, Herder, Barcelona 1963, p. 100.- (14) J. Escrivá de Balaguer, In memoriam, Eunsa, Pamplona 1976, pp. 51-52.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 860.- (16) MISAL ROMANO, Oración del Papa Clemente XI .- (17) Lc 1, 38.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. JUEVES

58. Hacer el bien y resistir al mal.

- Resistencia de los Apóstoles a obedecer mandatos injustos. Firmeza en la fe.

- Todas las realidades, cada una en su orden, deben estar dirigidas a Dios. Unidad de vida. Ejemplaridad.

- No se puede prescindir de la fe a la hora de valorar las realidades terrenas. Resistencia al mal.

 

I. A pesar de la severa prohibición del sumo sacerdote del Sanedrín de que no volvieran a predicar y a enseñar de ningún modo en el nombre de Jesús (1), los Apóstoles predicaban cada día con más libertad y entereza la doctrina de la fe. Y eran muchos los que se convertían y bautizaban. Entonces -nos lo narra la Primera lectura de la Misa-, fueron llevados de nuevo al Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó: ¿No os habíamos mandado expresamente que no enseñaseis en ese nombre? Pero vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina... Pedro y los Apóstoles respondieron: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (2). Y siguieron anunciando la Buena Nueva.

La resistencia de los Apóstoles a obedecer los mandatos del Sanedrín no era orgullo ni desconocimiento de sus deberes sociales con la autoridad legítima. Se oponen porque se les quiere imponer un mandato injusto, que atenta a la ley de Dios. Recuerdan a sus jueces, con valentía y sencillez, que la obediencia a Dios es lo primero. Están convencidos de que "no hay peligro para quienes temen a Dios sino para quienes no lo temen" (3), y de que es peor cometer injusticia que padecerla.

Los Apóstoles demuestran con su conducta la firmeza en la fe, lo hondo que han calado las enseñanzas del Señor después de haber recibido el Espíritu Santo, y también lo que pesa en sus vidas el honor de Dios (4).

Hoy también pide el Señor a los suyos la fortaleza y la convicción de aquellos primeros, cuando, en algunos ambientes, se respira un clima de indiferencia, o de ataque frontal, más o menos velado, a los verdaderos valores humanos y cristianos. La conciencia bien formada impulsará al cristiano a cumplir las leyes como el mejor de los ciudadanos, y le urgirá también a tomar posición respecto a las normas contrarias a la ley natural que pudieran alguna vez promulgarse. El Estado no es jurídicamente omnipotente; no es la fuente del bien y del mal.

"Es obligación de los católicos presentes en las instituciones políticas -enseñan los obispos españoles- ejercer una acción crítica dentro de sus propias instituciones para que sus programas y actuaciones respondan cada vez mejor a las aspiraciones y criterios de la moral cristiana. En algunos casos puede resultar incluso obligatoria la objeción de conciencia frente a actuaciones o decisiones que sean directamente contradictorias con algún precepto de la moral cristiana" (5).

La protección efectiva de los bienes fundamentales de la persona, el derecho a la vida desde la misma concepción, la protección del matrimonio y de la familia, la igualdad de oportunidades en la educación y en el trabajo, la libertad de enseñanza y de expresión, la libertad religiosa, la seguridad ciudadana, la contribución a la paz internacional, etcétera, forman parte del bien común, por el que deben luchar los cristianos (6).

La pasividad ante asuntos tan importantes sería en realidad una lamentable claudicación y una omisión, en ocasiones grave, del deber de contribuir al bien común. Entrarían dentro de esos pecados de omisión de los que -además de los de pensamiento, palabra y obra- pedimos perdón cada día al Señor al comienzo de la Santa Misa. "Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales..., abandonadas a sí mismas, o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia.

"Tú, por cristiano -investigador, literato, científico, político, trabajador...-, tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero -escribe el Apóstol- está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios" (7).

 

II. Se mueve a nuestro alrededor un continuo flujo y reflujo de corrientes de opinión, de doctrinas, de ideologías, de interpretaciones muy diferentes del hombre y de la vida. Y esto, no ya a través de libros para especialistas, sino a través de novelas de moda, revistas gráficas, periódicos, programas televisivos al alcance de grandes y pequeños... Y en medio de esta confusión doctrinal, es necesaria una norma de discernimiento, un criterio claro, firme y profundo, que nos permita ver todo con la unidad y coherencia de una visión cristiana de la vida, que sabe que todo procede de Dios y a Dios se ordena.

La fe nos da un criterio estable que orienta, y la firmeza de los Apóstoles para llevarlo a la práctica. Nos da una visión clara del mundo, del valor de las cosas y de las personas, de los verdaderos y falsos bienes... Sin Dios y sin el conocimiento del fin último del hombre, el mundo deja de entenderse o se verá desde un ángulo parcial y deformado. Precisamente, "el aspecto más siniestramente típico de la época moderna consiste en la absurda tentación de querer construir un orden temporal sólido y fecundo sin Dios, único fundamento en el que puede sostenerse (8).

El cristiano no debe prescindir de su fe en ninguna circunstancia. "Aconfesionalismo. Neutralidad. -Viejos mitos que intentan siempre remozarse.

"¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católicos, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?" (9). Esa actitud equivale a decir -en la política, en los negocios, en el modo de descansar o divertirme, cuando estoy con mis amigos, cuando elijo el colegio para mis hijos...-: aquí, en esta situación concreta, nada tiene que ver Dios; en estos asuntos no influye mi fe cristiana, todo esto ni viene de Dios ni a Dios se ordena.

Sin embargo, la fe ilumina toda la existencia. Todo se ordena a Dios. Pero esa ordenación ha de respetar la naturaleza propia de cada cosa. No se trata de convertir el mundo en una gran sacristía, ni los hogares en conventos, ni la economía en beneficencia... Pero, sin simplificaciones ingenuas, la fe debe informar el pensamiento y la acción del cristiano porque jamás, en ninguna circunstancia, en ningún momento del día se debe dejar de ser cristiano, y de conducirse y de pensar como tal.

Por eso, "los cristianos ejercerán sus respectivas profesiones movidos por el espíritu evangélico. No es buen cristiano quien somete su forma de actuar profesionalmente al deseo de ganar dinero o alcanzar poder como valor supremo o definitivo. Los profesionales cristianos, en cualquier área de la vida, deben ser ejemplo de laboriosidad, competencia, honradez, responsabilidad y generosidad" (10).

 

III. Un cristiano no debe prescindir de la luz de la fe a la hora de valorar un programa político o social, o una obra de arte o cultural. No se detendrá en la consideración de un solo aspecto -económico, político, técnico, artístico...- para dar por buena una realidad. Si en ese acontecimiento político o social o en esa obra no se guarda la debida ordenación a Dios -manifestada en las exigencias de la Ley divina-, su valoración definitiva no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sea el valor parcial de otros aspectos de esa realidad.

No se puede alabar esa política, esa ordenación social, una determinada obra cultural, cuando se transforma en instrumento del mal. Es una cuestión de estricta moralidad y, por tanto, de buen sentido. ¿Quién alabaría un insulto a su propia madre, porque estuviese compuesto en un verso con gran perfección rítmica? ¿Quién lo difundiría, alabando sus perfecciones, aun advirtiendo que eran sólo "formales"? Es manifiesto que la perfección técnica de los medios no hace más que agravar la maldad de la cosa en sí desordenada, que de otra manera quizá pasaría inadvertida o tendría menos virulencia.

Ante crímenes abominables, como calificaba el Concilio Vaticano II a los abortos, la conciencia cristiana rectamente formada exige no participar en su realización, desaconsejarlos vivamente, impedirlos si es posible y, además, participar activamente por evitar o subsanar esa aberración moral en el ordenamiento jurídico. Ante esos hechos gravísimos, y otros semejantes que también se oponen frontalmente a la moral, nadie puede pensar que no puede hacer nada. Lo poco que cada uno puede hacer, debe hacerlo: especialmente participar con sentido de responsabilidad en la vida pública. "Mediante el ejercicio del voto encomendamos a unas instituciones determinadas y a personas concretas la gestión de asuntos públicos. De esta decisión colectiva dependen aspectos muy importantes de la vida social, familiar y personal, no solamente en el orden económico y material, sino también en el moral" (11). En las manos de todos, de cada uno, si actúa con sentido sobrenatural y sentido común, está la tarea de hacer de este mundo, que Dios nos ha dado para habitar, un lugar más humano y medio de santificación personal. Si nos esforzamos en cumplir los deberes sociales, vivamos en una gran ciudad o en un pueblecito perdido, con un cargo importante o humilde en la sociedad, aunque pensemos que nuestra aportación es minúscula, seremos fieles al Señor, también si un día el Señor nos pide una actuación más heroica: Quien es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho (12).

 

(1) Cfr. Hech 4, 18.- (2) Hech 5, 27-29.- (3) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 13.- (4) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, p. 108 ss.- (5) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos de Dios vivo, 28-VI-1985, n. 64, e).- (6) IDEM, Los católicos en la vida pública, 22-IV-1986, nn. 119-121.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 311.- (8) JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 72.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 353.- (10) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos de Dios vivo, n. 63.- (11) IDEM, Los católicos en la vida pública, n. 118.- (12) Lc 16, 10.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. VIERNES

59. Medios humanos y medios sobrenaturales.

- Hacer lo que esté en nuestras manos, aunque sea muy poco. El Señor pone el incremento.

- Optimismo sobrenatural: contar con el Señor y con su poder.

- De la conjunción de los medios humanos y de los sobrenaturales dependen los frutos del apostolado. Somos instrumentos del Señor para hacer obras que superan nuestra propia capacidad.

 

I. Leemos en el Evangelio de la Misa (1) que Jesús se retiró a un lugar solitario con sus discípulos, a la otra parte del lago de Tiberíades. Pero, como sabemos por otros relatos evangélicos, cuando las muchedumbres se dieron cuenta, le siguieron. El Señor acogió a estas gentes que le buscan: les hablaba del Reino de Dios, y daba la salud a los que carecían de ella (2). Jesús se compadece del dolor y de la ignorancia.

Empezaba a declinar el día (3). El Señor se ha detenido largamente, desvelando los misterios del Reino de los Cielos, dando paz y consuelo. Los Apóstoles, inquietos por la hora avanzada y la lejanía del lugar, se ven en la necesidad de advertir al Maestro: Despide a la muchedumbre, para que vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto (4).

El Señor les sorprende con su pregunta: ¿Con qué compraremos panes para que coman éstos? Les hace ver la falta de medios económicos: Felipe le contestó: Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo (5). Pero los Apóstoles hacen lo que pueden: encuentran cinco panes y dos peces. No poseen más medios. Y había unos cinco mil hombres. Demasiada gente para lo que habían conseguido.

A veces, también nos hace ver Jesús a nosotros que los problemas nos superan, que podemos poco o nada ante la situación que tenemos por delante. Y nos pide que no nos fijemos demasiado en los recursos humanos, porque nos llevarían al pesimismo, sino que nos apoyemos más en los medios sobrenaturales. Nos pide ser sobrenaturalmente realistas; es decir, contar con Jesús, con su poder.

Quiere el Señor que huyamos tanto de pensar en el esfuerzo humano como única ayuda, como de la pasividad, que bajo pretexto de un abandono total en las manos de Dios convierte la esperanza en una pereza espiritual disimulada.

El Señor utiliza lo que hay: unos pocos panes y unos pocos peces; lo único que habían podido recoger los Apóstoles. Él puso lo demás. Pero no quiso prescindir de los medios humanos, aunque fueran pocos. Así hace el Señor en nuestra vida: no quiere que, por ser insuficientes o escasos los instrumentos con que contamos, nos quedemos sin hacer nada. Nos pide Jesús fe, obediencia, audacia y hacer siempre lo que esté en nuestras manos; no dejar de poner ningún medio humano a nuestro alcance y, a la vez, contar con Él, conscientes de que nuestras posibilidades son siempre muy pequeñas. "También el agricultor, cuando camina surcando el campo con el arado o esparciendo la semilla, padece frío, soporta las molestias de la lluvia, mira el cielo y lo ve triste, y, sin embargo, continúa sembrando. Lo que teme es detenerse considerando las tristezas de la vida presente y que después pase el tiempo y no encuentre nada que segar. No lo dejéis para más tarde, sembrad ahora" (6), aunque parezca que el campo no va a dar fruto. No esperemos a tener todos los medios humanos, no esperemos a que desaparezcan todas las dificultades. En lo sobrenatural, siempre hay fruto: el Señor se encarga de ello, el Señor bendice nuestros esfuerzos y los multiplica.

 

II. Cuando Jesús envía a sus discípulos en su primera misión apostólica, les dice: No llevéis oro, ni plata, ni dinero en vuestras fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, porque el que trabaja merece su sustento (7). Les urge para que salgan sin demora al cumplimiento de su labor. Y para que, desde el principio, aprendan a apoyarse en los medios sobrenaturales, les quita toda ayuda humana.

Salen así los Apóstoles -sin nada- para que se vea que no son suyas las curaciones, las conversiones, los milagros que realizan; que sus cualidades humanas no bastan para que las gentes se dispongan a recibir el Reino de Dios. No deben preocuparse por carecer de bienes materiales y de cualidades humanas extraordinarias; lo que falte, Dios lo proveerá en la medida necesaria.

Esta audacia santa se repite una y otra vez en todo apostolado. ¡Cuántas cosas grandes se han acometido sin disponer de los medios humanos más imprescindibles! Así han obrado los santos. Ellos han conocido bien que "Cristo, enviado por el Padre, es la fuente y origen de todo apostolado en la Iglesia" (8). Cuando el cristiano está persuadido de lo que Dios quiere, se ha de detener sólo en lo imprescindible para hacer un recuento de los medios de que dispone. "En las empresas de apostolado está bien -es un deber- que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2..." (9).

La misma enseñanza podemos sacar de la Primera lectura de la Misa de hoy, que recoge las palabras de Gamaliel, el maestro de San Pablo, al Sanedrín, aconsejándoles lo que han de hacer con los Apóstoles. Después de recordar algunos ejemplos de iniciativas puramente humanas -las insurrecciones de Teudas y Judas el Galileo-, fracasadas con la muerte de sus promotores, añade: En el caso presente, mi consejo es éste: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si este designio o esta obra es cosa de hombres, se dispersarán; pero si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios (10). Nuestra seguridad y optimismo al trabajar por Dios se fundamentan en que Él no nos abandona. Si Deus pro nobis, quis contra nos? -Si Dios está con nosotros, ¿quien contra nosotros? (11) Contar siempre con Dios en primer lugar, es buena señal de humildad. Los Apóstoles lo aprendieron bien y lo pusieron en práctica en su tarea evangelizadora, después de la Resurrección. ¿Quién es Apolo? ¿Quién Pablo? Ministros de Aquel en quien habéis creído. Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien ha dado el incremento (12), dirá San Pablo.

No obstante, el Señor también nos pedirá que pongamos todos los medios humanos a nuestro alcance, como si de ello dependiera todo el éxito de la empresa.

 

III. En la primera misión apostólica, el Señor les indicó expresamente: no llevéis bolsa, ni alforja... Comprendieron en aquella primera salida apostólica que Jesús es quien daba la eficacia: las curaciones, las conversiones, los milagros no se debían a sus cualidades humanas, sino a la fuerza divina de su Maestro.

Antes del último viaje a Jerusalén, Jesús complementa la enseñanza de la primera misión apostólica. Y les pregunta: Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni calzado, ¿acaso os faltó algo? Nada, le respondieron. Entonces les dijo: Ahora, en cambio, el que tenga bolsa, que la lleve; y del mismo modo alforja; y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada (13). Siendo los medios sobrenaturales lo primero en todo apostolado, quiere el Señor que utilicemos todas las posibilidades humanas a nuestro alcance. La gracia no suplanta la naturaleza, y no podemos pedir ayudas extraordinarias del Señor cuando, por los conductos ordinarios, ha puesto Dios en nuestras manos los instrumentos que necesitamos. Una persona "que no se esforzara por hacer lo que está de su parte, esperándolo todo del auxilio divino, tentaría a Dios" (14), y la gracia de Dios dejaría de actuar.

De ahí la importancia de cultivar las virtudes humanas, soporte de las sobrenaturales y medio necesario en el afán de acercar a los demás a Dios. ¿Cómo vamos a presentar de modo atrayente la vida cristiana si no somos alegres, trabajadores, sinceros, buenos amigos...? "Hay algunos que, cuando hablan de Dios, o del apostolado, parece como si sintieran la necesidad de defenderse. Quizá porque no han descubierto el valor de las virtudes humanas y, en cambio, les sobra deformación espiritual y cobardía" (15).

Al hacer apostolado hemos de utilizar también los medios materiales, que son buenos porque los hizo Dios para servicio del hombre: Todas las cosas son vuestras -nos dice San Pablo-: el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro (16). Y, a la vez, tendremos presente que perseguimos un efecto que supera, con distancia infinita, la capacidad de estos medios: llevar los hombres a Cristo, que se conviertan y comiencen una vida nueva.

Por esto, no esperaremos a tener todos los medios (quizá no lleguemos a tenerlos nunca), ni dejaremos de hacer ciertos trabajos, o de empezar otros nuevos. "Se comienza como se puede" (17). Y el Señor nos bendecirá, especialmente al ver nuestra fe, la confianza en Él, y el interés y esfuerzo para tener disponible todo lo necesario. Dios, si quisiera, podría prescindir de estos medios, pero cuenta, sin embargo, con nuestra voluntad deponerlos a su servicio.

"¿Has visto? -¡Con Él, has podido! ¿De qué te asombras?

"-Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios -¡confiando de veras!-, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado" (18).

 

(1) Jn 6, 1-15.- (2) Lc 9, 11.- (3) Lc 9, 12.- (4) Ibídem .- (5) Jn 6, 5-7.- (6) SAN AGUSTIN, Comentario sobre el Salmo 125, 5; PL 36, 164.- (7) Mt 10, 9-10.- (8) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 471.- (10) Hech 5, 38-39.- (11) Rom 8, 31.- (12) 1 Cor 3, 5-6.- (13) Lc 22, 35-36.- (14) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 53, a. 4 ad 1.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 37.- (16) 1 Cor 3, 22.- (17) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 488.- (18) IDEM, Surco, n. 123.

 

 

PASCUA. SEGUNDA SEMANA. SABADO

60. Permanecerá hasta el fin de los tiempos.

- Indefectibilidad de la Iglesia, a pesar de las persecuciones, de las herejías, de las infidelidades.

- Los ataques a la Iglesia nos llevarán a amarla más, a desagraviar.

- Tampoco en nuestra vida faltarán momentos de oscuridad, de tribulación y de prueba. Seguridad junto al Señor. Ayuda de la Virgen.

 

I. Inmediatamente después de la multiplicación de los panes y de los peces, y cuando la multitud se hubo saciado, Jesús mismo la despidió y ordenó a sus discípulos que embarcaran. La tarde estaba ya muy avanzada.

Narra el Evangelio de la Misa (1) que los Apóstoles se dirigieron hacia la otra orilla, hacia Cafarnaún. Y había oscurecido y Jesús no estaba con ellos. Por el Evangelio de San Mateo sabemos que se despidió también de ellos y subió a un monte a orar (2). El mar estaba agitado por el fuerte viento que soplaba (3), y la barca estaba batida fuertemente por las olas, por tener el viento en contra (4).

La tradición ha visto en esta barca la imagen de la Iglesia (5) en medio del mundo, zarandeada a lo largo de los siglos por el oleaje de las persecuciones, de las herejías, de las infidelidades. "Aquel viento -comenta Santo Tomás- es figura de las tentaciones y de las persecuciones que padecerá la Iglesia por falta de amor. Porque como dice San Agustín, cuando se enfría el amor aumentan las olas... Sin embargo, el viento, la tempestad, las olas y las tinieblas no conseguirán que la nave se aparte de su rumbo y quede destrozada" (6). Desde los primeros momentos tuvo que afrontar contradicciones de dentro y de fuera. También en nuestros días sufre esos embates nuestra Madre la Iglesia, y con ella sus hijos. "No es algo nuevo. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia (...).

"Cuando oímos voces de herejía (...), cuando observamos que se ataca impunemente la santidad del matrimonio, y la del sacerdocio; la concepción inmaculada de Nuestra Madre Santa María y su virginidad perpetua, con todos los demás privilegios y excelencias con que Dios la adornó; el milagro perenne de la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, el primado de Pedro, la misma Resurrección de Nuestro Señor, ¿cómo no sentir toda el alma llena de tristeza? Pero tened confianza: la Santa Iglesia es incorruptible" (7).

Nos hacen sufrir los ataques a la Iglesia, pero a la vez nos da una inmensa seguridad y una gran paz que Cristo mismo esté dentro de la barca; vive para siempre en la Iglesia, y por eso las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (8); durará hasta el fin de los tiempos. Todo lo demás, todo lo humano pasa; pero la Iglesia permanece siempre tal como Cristo la quiso. El Señor está presente, y la barca no se hundirá, aunque a veces se vea zarandeada de un lado para otro. Esta asistencia divina fundamenta nuestra inquebrantable fe: la Iglesia, frente a todas las contingencias humanas, siempre permanecerá fiel a Cristo en medio de todas las tempestades, y será el sacramento universal de salvación. Su historia es un milagro moral permanente en el que podemos fortalecer siempre nuestra esperanza.

Ya en tiempos de San Agustín los paganos afirmaban: "La Iglesia va a perecer, los cristianos ya han terminado". A lo cual respondía el Santo Doctor: "Sin embargo, yo os veo morir cada día y la Iglesia permanece siempre en pie, anunciando el poder de Dios a las sucesivas generaciones" (9).

¡Qué poca fe la nuestra si se insinúa la duda, porque ha arreciado la tempestad contra Ella, contra sus instituciones o contra el Romano Pontífice y los obispos! No nos dejemos impresionar por las circunstancias adversas, porque perderíamos la serenidad, la paz y la visión sobrenatural. Cristo está siempre muy cerca de nosotros y nos pide confianza. Está junto a cada uno, y no debemos temer nada. Hemos de rezar más por su Iglesia, ser más fieles a nuestra propia vocación, hacer más apostolado entre nuestros amigos, desagraviar más.

 

II. La indefectibilidad de la Iglesia significa que ésta tiene carácter imperecedero, es decir, que durará hasta el fin del mundo, e igualmente que no sufrirá ningún cambio sustancial en su doctrina, en su constitución o en su culto.

El Concilio Vaticano I dice de la Iglesia que posee "una estabilidad invicta", y que, "edificada sobre una roca, subsistirá firme hasta el fin de los tiempos" (10).

La razón de la permanencia de la Iglesia está en su íntima unión a Cristo, que es su Cabeza y Señor. Después de subir a los cielos envió a los suyos el Espíritu Santo para que les enseñase toda la verdad (11), y cuando les encargó predicar el Evangelio a todas las gentes, les aseguró que Él estaría siempre con ellos todos los días hasta el fin del mundo (12).

La Iglesia da muestras de su fortaleza resistiendo, inconmovible, todos los embates de las persecuciones y de las herejías. El Señor mismo mira por ella, "ya sea iluminando y fortificando a la jerarquía para que cumpla fiel y fructuosamente su cargo, ya sea -en circunstancias muy graves sobre todo- suscitando en el seno de la Madre Iglesia, hombres y mujeres insignes por su santidad, a fin de que sirvan de ejemplo a los demás cristianos para acrecentamiento de su Cuerpo místico. Añádase a esto que Cristo desde el cielo mira siempre con particular afecto a su Esposa inmaculada, que sufre en el desierto de este mundo, y, cuando la ve en peligro, por sí mismo o por sus ángeles o por Aquella que invocamos como auxilio de los cristianos y por otros abogados celestiales, la libra de las oleadas de la tempestad y, una vez calmado y apaciguado el mar, la consuela con aquella paz que sobrepuja todo entendimiento (Flp 4, 7)" (13). La fe nos atestigua que esta firmeza en su constitución y en su doctrina durará siempre, hasta que Él venga (14).

"En ciertos ambientes, sobre todo en los de la esfera intelectual, se aprecia y se palpa como una consigna de sectas, servida a veces hasta por católicos, que -con cínica perseverancia- mantiene y propaga la calumnia, para echar sombras sobre la Iglesia, o sobre personas y entidades, contra toda verdad y toda lógica.

"Reza a diario, con fe: "ut inimicos Sanctae Ecclesiae -enemigos, porque así se proclaman ellos- humiliare digneris, te rogamus audi nos!". Confunde, Señor, a los que te persiguen, con la claridad de tu luz, que estamos decididos a propagar" (15).

Los ataques a la Iglesia, los malos ejemplos, los escándalos nos llevarán a amarla más, a pedir por esas personas y a desagraviar. Permanezcamos siempre en comunión con Ella, fieles a su doctrina, unidos a sus sacramentos, dóciles a la jerarquía.

 

III. Cuando ya los Apóstoles habían remado unas tres millas, Jesús llega inesperadamente caminando sobre las aguas, para robustecer su fe débil y para darles ánimos en medio de la tempestad. Se acercó y les dijo: Soy yo, no temáis. Entonces ellos quisieron recibirle en la barca; y al instante la barca llegó a tierra, a donde iban (16).

En nuestra vida personal quizá no falten tempestades -momentos de oscuridad, de turbación interior, de incomprensiones...- y, con más o menos frecuencia, situaciones en las que deberemos rectificar el rumbo, porque nos hayamos desviado. Entonces, procuremos ver al Señor que viene siempre entre la tormenta de los sufrimientos, sepamos aceptar las contrariedades con fe, como bendiciones del cielo, para purificarnos y acercarnos más a Dios.

Soy yo, no temáis. Quien reconoce la voz tranquilizadora de Cristo en medio de los sinsabores, del tipo que sean, encuentra enseguida la seguridad de llegar a tierra firme: ellos quisieron recibirle en la barca; y al instante la barca llegó a tierra, a donde iban, a donde quería el Señor que fueran. Basta estar en su compañía para sentirnos seguros siempre. La inseguridad nace cuando se debilita nuestra fe, cuando no acudimos al Señor porque parece que no nos oye o que se despreocupa de nosotros. Él sabe bien lo que nos pasa, y quiere que acudamos a Él en demanda de ayuda. Nunca nos dejará en un apuro. ¡Qué confianza deben darnos las palabras de Jesús que hoy recoge la Antífona de comunión!: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy... (17).

Puede parecer, en algunos tiempos más o menos largos, que Cristo no está, como si nos hubiera abandonado o no escuchara nuestra oración. Pero Él nunca abandona. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles... -escucharemos en el Salmo responsorial-, para librar sus vidas de la muerte (18).

Si permanecemos cerca del Señor, mediante la oración personal y los sacramentos, lo podremos todo. Con Él, las tempestades, interiores y de fuera, se tornan ocasiones de crecer en fe, en esperanza, en caridad, en fortaleza... Quizá con el paso del tiempo comprendamos el sentido de esas dificultades.

De todas las pruebas, tentaciones y tribulaciones por las que hemos de pasar, si estamos junto a Cristo, saldremos con más humildad, más purificados, con más amor a Dios. Y siempre contaremos con la ayuda de nuestra Madre del Cielo. "No estás solo. -Lleva con alegría la tribulación. -No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad.-Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? -No estás solo: María está junto a ti" (19). Está en todo momento, pero particularmente cuando, por los motivos que sean, lo pasamos mal. No dejemos de acudir a Ella.

 

(1) Cfr. Jn 6, 16-21.- (2) Cfr. Mt 14, 23.- (3) Cfr. Jn 6, 18.- (4) Cfr. Mt 14, 24.- (5) Cfr. TERTULIANO, De Baptismo, 12.- (6) SANTO TOMAS, Comentario sobre San Juan, in loc.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972.- (8) Mt 16, 18.- (9) Citado por G. CHEVROT, Simón Pedro, p. 116.- (10) Dz 1824.- (11) Cfr. Jn 14, 16.- (12) Cfr. Mt 28, 20.- (13) PIO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943.- (14) Cfr. 1 Cor 11.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 936.- (16) Jn 6, 20-21.- (17) Jn 17, 24.- (18) Sal 32.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 900.