ADVIENTO. TERCERA SEMANA

 

DOMINGO

15. La alegría del Adviento.

- Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús; la tristeza, perderle.

- La alegría del cristiano. Su fundamento.

- Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.

 

I. La liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor; de nuevo os lo repito, alegraos (1). Y a continuación, el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría profunda: el Señor está cerca.

Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.

El Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. "Sus misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos provocado nosotros" (2).

Alégrate, llena de gracia, porque el Señor está contigo (3), le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel ante la proximidad del Mesías (4). Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador... (5). La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.

La gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía (6).

Después de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor (7). Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas experimentaron un gozo indescriptible.

 Alegraos, nos dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo. Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los Magos, como José y María.

Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final sólo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede haberla.

Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.

 

II. Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor (8). En sus días florecerá la justicia y la paz (9).

El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y sólo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.

La alegría del mundo la proporciona lo que enajena...; nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.

No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno.

La alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (10), ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos separamos de su fuente.

Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho más alto. "¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz" (11). "¿Qué te pasa?", nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él recuperamos la paz y la alegría.

Tendremos dificultades, como las han tenido todos los hombres; pero estas contrariedades -grandes o pequeñas- no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.

El fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales, etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.

El Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto, Jesucristo (12). Sólo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten sólo fe (13), nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.

En muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la alegría; y nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en preocupación por los demás.

Dentro de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin retrasarse (14), y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra vida.

 

III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace daño. La tristeza nace del egoísmo, de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.

El olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.

Y para alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.

Por otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo (15). Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio, evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios.

En muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría verdadera, a Cristo nuestro Señor.

Preparemos la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.

 

[Adviento]

 

(1) Flp 4, 4.- (2) P. A. REGGIO, Espíritu sobrenatural y buen humor, Madrid 1966, p. 20.- (3) Lc 1, 28.- (4) Lc 2, 4.- (5) Lc 2, 10-11.- (6) Lc 13, 7.- (7) Cfr. Jn 20, 20.- (8) Is 49, 13.- (9) Sal 71, 7.- (10) Jn 16, 22.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 249.- (12) 1 Cor 3, 11.- (13) Lc 8, 50.- (14) Heb 10, 37.- (15) Gal 6, 2.

 

ADVIENTO. TERCERA SEMANA. LUNES

16. Limpieza de corazón

- La Navidad nos llama a una mayor pureza interior. Frutos de la pureza de corazón. Los actos internos.

- La guarda del corazón.

- Los limpios de corazón verán a Dios ya en esta vida, y con plenitud en la vida eterna.

 

I.  Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria. Abrase la tierra y brote la salvación (1).

La Navidad es una luz en la noche, y esta luz no se extinguirá jamás. Todo el que mire hacia Belén podrá contemplar a Jesús Niño, acompañado de María y de José; todo el que mire con corazón puro, porque Dios sólo se manifiesta a los limpios de corazón (2).

La Navidad es una llamada a la pureza interior. Muchos hombres quizá no vean nada cuando llegue esta fiesta, porque están ciegos para lo esencial: tienen el corazón lleno de cosas materiales o de suciedad y de miseria. La impureza de corazón es la que provoca la insensibilidad para las cosas de Dios, y también para muchas cosas humanas rectas, entre ellas la compasión por las desgracias de los hombres.

De un corazón puro nace la alegría, una mirada penetrante para lo divino, la confianza en Dios, el arrepentimiento sincero, el conocimiento de nosotros mismos y de nuestros pecados, la verdadera humildad, y un gran amor a Dios y a los demás.

En cierta ocasión, unos escribas y fariseos preguntaron a Jesús: ¿Por qué motivo tus discípulos incumplen la tradición de los antiguos no lavándose las manos cuando comen? El Señor aprovecha para hacerles ver que ellos descuidan preceptos importantísimos. Y les dice: ¡Hipócritas! Con razón profetizó de vosotros Isaías diciendo: Este pueblo me honra con los labios; pero su corazón está lejos de mí (3).

Jesús convocó entonces al pueblo, porque va a declarar algo importante. No se trata de una interpretación más de un punto de la Ley, sino de algo fundamental. El Señor señala lo que verdaderamente hace a una persona pura o impura ante Dios.

 Y llamando al pueblo les dijo: -Escuchadme y atended. Lo que entra por la boca no es lo que mancha al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre (4). Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que sale de la boca, sale del corazón, y eso es lo que mancha al hombre; porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias; estas cosas sí que manchan al hombre, pero comer sin lavarse las manos, eso no le mancha (5). Lo que sale de la boca, del corazón sale. El hombre entero queda manchado por lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores... Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se ofende a Dios.

A veces, sin embargo, la acción externa aumenta la bondad o la malicia del acto interno, por una mayor intensidad en la voluntariedad, por la ejemplaridad o escándalo que se siguen de dicha acción, por los bienes o daños causados al prójimo, etcétera. Pero es el interior del hombre lo que hay que conservar sano y limpio, y todo lo demás será puro y agradable a Dios.

El Señor llama bienaventurados y felices a quienes guardan su corazón. Y ésta es tarea de cada día.

 

II.  Guarda tu corazón, porque de él procede la vida (6), dice el  Libro de los Proverbios; y también proceden de él, la alegría y la paz, y la capacidad de amar, y la de hacer apostolado... ¡Con qué cuidado hemos de guardar el corazón! Porque, por otra parte, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a personas y cosas.

Entre todos los fines de nuestra vida uno solo es verdaderamente necesario: llegar hasta la meta que Dios nos ha propuesto; alcanzar el cielo, habiendo realizado nuestra propia vocación. Con tal de alcanzarlo, hay que estar dispuesto a perder cualquier cosa, a apartar todo lo que se interponga en el camino. Todo debe ser medio para alcanzar a Dios; y, si en vez de ser medio es un obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. Las palabras del Señor son claras: Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo...Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo el cuerpo sea arrojado al infierno (7).

Con la expresión ojo derecho y mano derecha expresa el Señor lo que en un momento dado puede presentarse como algo muy estimado y valioso. Sin embargo, la santidad, la salvación -la propia y la del prójimo- es lo primero.

"Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! -¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza!

"Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. -Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: "Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!"" (8).

Las cosas que habremos de quitar o cortar en nuestra vida pueden ser de naturaleza muy diversa. Unas veces pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero que se tornan desordenadas por egoísmo o falta de rectitud de intención.

Muchas veces no se tratará de cosas importantes, sino de pequeños caprichos, faltas habituales de templanza, falta de dominio del carácter, excesiva preocupación por las cosas materiales, etcétera. Cosas que hay que cortar y tirar, porque, casi siempre, son esos detalles que parecen pequeños los que dejan al alma sumida en la mediocridad. "Mira -dice San Agustín- cómo el agua del mar se filtra por las rendijas del casco y poco a poco llena las bodegas del barco, y, si no se la saca, sumerge la nave...Imitad a los navegantes: sus manos no cesan hasta secar el hondón del barco; no cesen las vuestras de obrar el bien. Sin embargo, a pesar de todo, volverá a llenarse otra vez el fondo de la nave, porque persisten las rendijas de la flaqueza humana; y de nuevo será necesario achicar el agua" (9). Esos obstáculos y tendencias que no se arrancan de una sola vez, sino que exigen una disposición de lucha alegre, nos ayudan, en gran medida, a ser más humildes.

El amor a la Confesión frecuente y el examen diario de conciencia nos ayudan a mantener el alma más limpia y dispuesta para contemplar a Jesús en la gruta de Belén, a pesar de nuestras patentes flaquezas diarias.

 

III.  Los limpios de corazón verán a Dios. "Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas" (10).

Si está limpio el corazón sabremos reconocer a Cristo en la intimidad de la oración, en medio del trabajo, en los acontecimientos de nuestra vida ordinaria. Él vive y sigue actuando en nosotros. Un cristiano que busca al Señor con sinceridad, lo encuentra; porque es el mismo Señor quien nos busca.

Si faltara pureza interior, los signos más claros no nos dirán nada y los interpretaríamos torcidamente, como hicieron los fariseos, e incluso podrían escandalizarnos. Las buenas disposiciones son necesarias para ver a Dios y las obras de Dios en el mundo.

La contemplación de Dios en esta vida nos obliga dichosamente a vivir hacia dentro, a guardar los sentidos, a no dejar las pequeñas mortificaciones que cada día ofrecemos al Señor. Este recogimiento interior es compatible con el trabajo intenso y con las relaciones sociales de una persona que ha de vivir en medio del mundo.

"¿Cómo va ese corazón? -No te me inquietes: los santos -que eran seres conformados y normales, como tú y como yo- sentían también esas "naturales" inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción "sobrenatural" de guardar su corazón -alma y cuerpo- para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.

"Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y "bien enamorada"" (11).

Esta vida contemplativa está al alcance de todo cristiano, pero es necesaria una decisión firme y seria de buscar a Dios en todas las cosas, de purificarse y de reparar por las faltas y pecados cometidos. Es siempre una gracia de Dios, que no niega a quien la pide con humildad. Es un don para pedir especialmente durante el Adviento.

Después, si hemos sido fieles, vendrá el conocimiento perfecto de Dios, inmediato, claro y total, siempre dentro de las posibilidades de la naturaleza creada y finita del hombre. Lo veremos  cuando llegue el fin, quizá para nosotros dentro de poco tiempo. Conoceremos a Dios como Él nos conoce a nosotros, directamente y cara a cara: Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (12). El hombre podrá entonces mirar a Dios, sin cegarse y sin morir. Podremos contemplar a Dios, a quien hemos procurado servir toda nuestra vida.

Contemplaremos a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Y, muy cerca de la Trinidad Beatísima, a Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.

 

[Adviento]

 

(1)  Is 45, 8- (2) Cfr.  Mt 5, 8- (3)  Mt 15, 7-8- (4)  Mt 15, 10- (5)  Mt 15, 18-20- (6)  Prov. 4, 23- (7)  Mt 5, 29-30- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER,  Camino, n. 163- (9) SAN AGUSTIN,  Sermón 16, 7- (10) SAN LEON MAGNO,  Sermón 95, Sobre las bienaventuranzas- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER,  o. c. , n. 164- (12)  1 Jn 3, 3.

 

ADVIENTO. TERCERA SEMANA. MARTES

17. Quién es Jesús

- Jesús, Hijo Unigénito del Padre.

- Perfecto Dios y hombre perfecto. Se hace Niño para que nos acerquemos a Él con confianza. Especiales relaciones con Jesucristo.

- La Humanidad Santísima del Señor, camino hacia la Trinidad. Imitar a Jesús. Conocerle mejor mediante la lectura del Santo Evangelio. Meditar su vida.

 

I. Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy (1), leemos en la Antífona de entrada de la Primera Misa de Navidad, con palabras del Salmo II. "El adverbio hoy habla de la eternidad, el hoy de la Santísima e inefable Trinidad" (2).

Durante su vida pública, Jesús anunció muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres, remitiéndose a las numerosas expresiones que se contienen en el Antiguo Testamento.

Sin embargo, "para Jesús, Dios no es solamente "el Padre de Israel, el Padre de los hombres", sino mi Padre. Mío: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque llamaba a Dios su Padre (Jn 5, 18). Suyo en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien sólo y recíprocamente es conocido (...). Mi Padre es el Padre de Jesucristo. Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza" (3).

Cuando, en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le responde: Bienaventurado tú...porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre... (4), porque sólo el Padre conoce al Hijo, lo mismo que sólo el Hijo conoce al Padre (5). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (6).

El Niño que nacerá en Belén es el Hijo de Dios, Unigénito, consustancial al Padre, eterno, con su propia naturaleza divina y la naturaleza humana asumida en el seno virginal de María. Cuando en esta Navidad le miremos y le veamos inerme en los brazos de su Madre no olvidemos que es Dios hecho hombre por amor a nosotros, a cada uno de nosotros.

Y al leer en estos días con profunda admiración las palabras del Evangelio y habitó entre nosotros, o al rezar el Ángelus, tendremos una buena ocasión para hacer un acto de fe profundo y agradecido, y de adorar a la Humanidad Santísima del Señor.

 

II. Jesús nos vino del Padre (7), pero nos nació de una mujer: Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (8), dice San Pablo. Los textos proféticos anunciaban que el Mesías descendería del Cielo, igual que la lluvia, y había de surgir de la tierra como un germen (9). Será el Dios fuerte y a la vez un niño, un hijo (10). De sí mismo dirá Jesús que vino de arriba (11), y al mismo tiempo nació de la semilla de David (12): Brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago (13). Nacerá de la tierra, de esta tierra terrena.

En el Evangelio de la Misa de la Vigilia de Navidad leeremos la genealogía humana de Jesús (14). El Espíritu Santo ha querido mostrarnos cómo el Mesías se ha entroncado en una familia y en un pueblo, y a través de él en toda la humanidad. María le dio a Jesús, en su seno, su propia sangre: sangre de Adán, de Farés, de Salomón...

El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (15); se hizo hombre, pero no por eso dejó de ser Dios. Jesucristo es perfecto hombre y Dios perfecto.

Después de su Resurrección, como se movía el Señor con tan milagrosa agilidad y se aparecía de modo tan inexplicable, quizá pensara algún discípulo que Jesús era una especie de espíritu. Entonces, Él mismo disipó esas dudas para siempre. Les dijo: Palpad y ved; porque los espíritus no tienen carne y huesos como veis que yo tengo (16). A continuación le dieron un trozo de pez asado, y, tomándolo, comió delante de ellos.

Juan estaba presente, y le vio comer, como tantas veces le había visto antes. Ya jamás le abandonó la certeza abrumadora de esa carne que hemos visto con nuestros propios ojos, que contemplamos y tocaron nuestras manos (17).

Dios se hizo hombre en el seno de María. No apareció de pronto en la tierra como una visión celestial, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de una mujer. Con ello se distingue también la generación eterna (su condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En efecto, Jesús, en cuanto Dios, es engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, sin embargo, nació, "fue hecho", de Santa María Virgen en un momento concreto de la historia humana. Por tanto, Santa María Virgen, al ser Madre de Jesucristo, que es Dios, es verdadera Madre de Dios, tal como se definió dogmáticamente en el Concilio de Efeso (18).

Miramos al Niño que nacerá dentro de pocos días en Belén de Judá, y nosotros sabemos bien que Él es "la clave, el centro y el fin de toda la historia humana" (19). De este Niño depende toda nuestra existencia: en la tierra y en el Cielo. Y quiere que le tratemos con una amistad y una confianza únicas. Se hace pequeño para que no temamos acercarnos a Él.

 

III. El Padre predestinó a los hombres a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea primogénito entre muchos hermanos (20). Nuestra vida debe ser una continua imitación de Su vida aquí en la tierra. Él es nuestro Modelo en todas las virtudes y tenemos con Él relaciones que no poseemos respecto de las demás Personas de la Santísima Trinidad. La gracia conferida al hombre por los sacramentos no es meramente "gracia de Dios", como aquella que adornó el alma de Adán, sino, en sentido verdadero y propio, "gracia de Cristo".

Fue Cristo un hombre, un hombre individual, con una familia y con una patria, con sus costumbres propias, con sus fatigas y preferencias particulares; un hombre concreto, este Jesús (21). Pero, al mismo tiempo, dada la trascendencia de su divina Persona, pudo y puede acoger en sí todo lo humano recto, todo cuanto de los hombres es asumible. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que Él no pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Jesús amó profundamente todo lo verdaderamente humano: el trabajo, la amistad, la familia; especialmente a los hombres, con sus defectos y miserias. Su Humanidad Santísima es nuestro camino hacia la Trinidad.

Jesús nos enseña con su ejemplo cómo hemos de servir y ayudar a quienes nos rodean: os he dado ejemplo, nos dice, a fin de que, como yo he obrado, hagáis vosotros también (22). La caridad es amar como yo os he amado (23). Vivid en caridad como Cristo nos amó (24) dice San Pablo. Y para exhortar a los primeros cristianos a la caridad y a la humildad, les dice simplemente: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (25).

Cristo es nuestro Modelo en el modo de vivir las virtudes, en el trato con los demás, en la manera de realizar nuestro trabajo, en todo. Imitarle es penetrarse de un espíritu y de un modo de sentir que deben informar la vida de cualquier cristiano, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida, o el puesto que ocupe en la sociedad.

Para imitar al Señor, para ser verdaderamente discípulos suyos, "hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.

"Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección" (26). Sólo así tendremos a Cristo en nuestra mente y en nuestro corazón.

En estos días, mediante la lectura y meditación del Evangelio, nos será fácil contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. Los pastores nos enseñarán la alegría de encontrar a Dios, y los Magos cómo hemos de adorarle..., y nos sentiremos reconfortados para seguir avanzando en nuestro camino.

Si nos acostumbramos a leer y a meditar con atención cada día el Santo Evangelio, nos meteremos de lleno en la vida de Cristo, le conoceremos cada día mejor y, casi sin darnos cuenta, nuestra vida será un reflejo en el mundo de la Suya.

 

[Adviento]

 

(1) Sal 2, 1.- (2) JUAN PABLO II, Audiencia general, 16-X-1985.- (3) Ibídem.- (4) Mt 16, 16-17.- (5) Mt 11, 27.- (6) Jn 14, 9.- (7) Cfr. Jn 6, 29.- (8) Gal 4, 4.- (9) Is 44, 8.- (10) Is 9, 6.- (11) Jn 8, 23.- (12) Rom 1, 4.- (13) Is 11, 1.- (14) Mt 1, 1-25.- (15) Jn 1, 14.- (16) Lc 24, 37.- (17) 1 Jn 1, 1.- (18) Dz-Sch, 252.- (19) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 10.- (20) Rom 8, 29.- (21) Hech 2, 32.- (22) Jn 13, 15.- (23) Jn 13, 34.- (24) Ef 5, 1.- (25) Flp 2, 5.- (26) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 107.

 

ADVIENTO. TERCERA SEMANA. MIÉRCOLES

18. Las señales

- El Señor se nos da a conocer con señales suficientemente claras. Necesidad de las buenas disposiciones interiores.

- Visión sobrenatural para entender los sucesos y acontecimientos de nuestra vida y de nuestro alrededor. Humildad. Corazón limpio. Presencia de Dios.

- Conversión del alma para encontrar a Jesús en nuestros quehaceres.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos presenta a dos discípulos del Bautista, que preguntan a Jesús: ¿Eres Tú el Mesías que ha de venir, o tenemos que esperar a otro? Alguna duda importante debía rondar por sus almas.

 Y en aquella ocasión Jesús curó a muchos de sus enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista. Después contestó a los enviados: Id a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan...No hay otro a quien esperar: Yo soy el Señor y no hay otro (2), nos declara también en la Primera lectura. Él nos trae la felicidad que esperamos; Él satisface todas las aspiraciones del alma. "El que halla a Jesús halla un buen tesoro...Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús" (3). Ya no hay nada más alto que buscar. Y viene como  tesoro escondido (4), como perla preciosa (5), que es necesario apreciaren lo que vale.

Oculto a los ojos de los hombres, que le esperan, nacerá en un cueva, y unos pastores de alma sencilla serán sus primeros adoradores. La sencillez de aquellos hombres les permitirá ver al Niño que les han anunciado, y rendirse ante Él, y adorarle. También le encuentran los Reyes Magos, y el anciano Simeón,  que esperaba la consolación de Israel, y la profetisa Ana. Y el propio Juan, que le señala: Este es el cordero de Dios..., y un buen número de sus discípulos, y tantos a lo largo de los siglos que han hecho de Él el eje y centro de su ser y de su obra. Muchos han dado su vida por Él. También nosotros le hemos encontrado, y es lo más extraordinario de nuestra pobre existencia. Sin el Señor nada valdría nuestra vida. Se nos da a conocer con señales claras. No necesitamos más pruebas para verle.

Dios da siempre suficientes señales para descubrirle. Pero hacen falta buenas disposiciones interiores para ver  al Señor que pasa a nuestro lado. Sin humildad y pureza de corazón es imposible reconocerle, aunque esté muy cerca.

Le pedimos ahora a Jesús, en nuestra oración personal, buenas disposiciones interiores y visión sobrenatural para encontrarle en lo que nos rodea: en la naturaleza misma, en el dolor, en el trabajo, en un aparente fracaso...Nuestra propia historia personal está llena de señales para que no equivoquemos el camino. También nosotros podremos decir a nuestros hermanos, a nuestros amigos: ¡Hemos encontrado al Mesías!, con la misma seguridad y convencimiento con que se lo dijo Andrés a su hermano Simón.

 

II. Tener visión sobrenatural es ver las cosas como Dios las ve, aprender a interpretar y juzgar los acontecimientos desde el ángulo de la fe. Sólo así entenderemos nuestra vida y el mundo en el que estamos.

A veces se oye decir: "Si Dios obrara un milagro, entonces creería, entonces me tomaría a Dios en serio". O bien: "Si el Señor me diera pruebas más contundentes de mi vocación, me entregaría a Él sin reservas".

El Señor nos da la suficiente luz para seguir el camino. Luz en el alma, y luz a través de las personas que ha puesto a nuestro lado. Pero la voluntad, si no es humilde, tiende a pedir nuevas señales, que ella misma querría también juzgar si son suficientes. En ocasiones, tras ese deseo aparentemente sincero de nuevas pruebas para tomar una decisión ante una entrega más plena, se podría esconder una forma de pereza o de falta de correspondencia a la gracia.

Al principio de la fe (o de la vocación), ordinariamente, Dios enciende una pequeña luz que ilumina sólo los primeros pasos que hemos de dar. Más allá de estos primeros pasos está la oscuridad. Pero en la medida en que correspondemos con obras, la luz y la seguridad se van haciendo más grandes. Y siempre, ante un alma sincera y humilde que busca la verdad, el Señor se manifiesta con toda claridad: Id a anunciar a Juan lo que habéis visto...

El Señor ha de encontrarnos con esa disposición humilde y llena de autenticidad, que excluye los prejuicios y permite saber escuchar, porque el lenguaje de Dios, aunque acomodado a nuestro modo de ser, puede hacerse en ocasiones difícil de aceptar, porque contraríe nuestros proyectos o nuestros caprichos, o porque sus palabras no sean precisamente las que nosotros esperábamos o desearíamos escuchar... A veces, el ambiente materialista que nos rodea puede también presentarnos falsas razones contrarias al lenguaje con que Dios se manifiesta. Escuchamos entonces como dos idiomas distintos: el de Dios y el del mundo, este último con razones aparentemente "más humanas". Por eso la Iglesia nos invita a rezar: Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina, para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria (6).

 

III.  No hay otro a quien esperar. Jesucristo está entre nosotros y nos llama. "Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar.  Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in saecula (Heb 13, 8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios" (7).

Con esa mirada turbia y falta de fe miraron a Jesús sus paisanos la primera vez que vuelve a Nazaret. Aquellos judíos sólo vieron en Jesús al  hijo de José (8), y terminaron echándole de mala manera; no supieron ver más. No descubrieron al Mesías que les visitaba.

Nosotros queremos ver al Señor, tratarle, amarle y servirle, como objetivo primordial de nuestra vida. No tenemos ningún objetivo por encima de éste. ¡Qué error tan grande si anduviéramos con pequeñeces, faltos de generosidad, en las cosas que a Dios se refieren! "¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! -nos anima Su Vicario aquí en la tierra-. Tened confianza en Él. Arriesgaos a seguirle. Eso exige evidentemente que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra prudencia, de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que habéis quizá adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primeramente debéis atreveros a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con Él todas sus dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos, sean integrados en Él o, por decirlo así, sean "Cristificados". Yo os deseo -decía el Papa- que con Cristo reconozcáis a Dios como principio y fin de vuestra existencia" (9).

Debemos desear, una vez más, una conversión, esa vuelta al Señor para contemplarle, ya cercana la Navidad, con una mirada más limpia, y nunca "con ojos cansados o turbios". Por eso imploramos con la Iglesia: Concédenos, Señor Dios Nuestro, permanecer alerta a la venida de tu Hijo, para que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza (10).

La Virgen nos ayudará en la pelea contra todo lo que nos aparta de Dios, y podremos preparar nuestra alma en estas fiestas que vamos a celebrar y guardar mejor los sentidos, que son como las puertas del alma.  Nunc coepi!: ahora, Señor, vuelvo a empezar; con la ayuda de tu Madre. Acudimos a Ella "porque Dios no quiso que tuviéramos nada sin que pasara por manos de María" (11).

Como propósito de este rato de oración, podemos ofrecer al Señor nuestro deseo de cumplir con fidelidad el plan de vida que hayamos acordado con nuestro director espiritual, aunque quizá por alguna circunstancia pueda parecer difícil. La fortaleza de nuestra Madre la Virgen ayudará nuestra debilidad, y nos hará comprobar que  para Dios nada es imposible (12).

 

[Adviento]

 

(1)  Lc 7, 19-23.- (2)  Is 45, 7.- (3) T. KEMPIS,  Imitación de Cristo, II.- (4)  Mt 13, 44.- (5)  Mt 13, 45-46.- (6) Oración del 2º Domingo de Adviento.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER,  Amigos de Dios, 127.- (8)  Lc 4, 22.- (9) JUAN PABLO II,  En Montmartre, 1-VI-1980.- (10)  Oración del Lunes de la 1º Semana de Adviento.- (11) SAN BERNARDO,  Sermón 3, en la Vigilia de Navidad, 10.- (12)  Lc 1, 37.

 

ADVIENTO. TERCERA SEMANA. JUEVES

19. Vigilantes ante la llegada del Señor.

- El Señor nos invita a estar en vela. Vigilar es amar. "Ven, Señor Jesús".

- Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas de cada día. La oración diaria, el examen de conciencia, las pequeñas mortificaciones... nos mantienen en vela.

- Purificación interior.

 

I. El Señor viene con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y a comunicarle la vida eterna (1).

Viene el Señor a visitarnos, a traernos la paz, a darnos la vida eterna prometida. Y ha de encontrarnos como el siervo diligente (2) que no se duerme durante la ausencia de su amo, sino que cuando vuelve su señor lo encuentra en su puesto, entregado a la tarea.

 Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad! (3). Son palabras dirigidas a todos los hombres de todos los tiempos. Son palabras del Señor dirigidas a cada uno de nosotros, porque los hombres tendemos a la somnolencia y al aburguesamiento. No podemos permitir que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y la embriaguez, y las preocupaciones de esta vida (4), y perder así el sentido sobrenatural que debe animar todo cuanto hacemos.

El Señor viene a nosotros y debemos aguardar su llegada con espíritu vigilante, no asustados como quienes son sorprendidos en el mal, ni distraídos como aquellos que tienen el corazón puesto únicamente en los bienes de la tierra, sino atentos y alegres como quienes aguardan a una persona querida y largo tiempo esperada.

Vigilar es sobre todo amar. Puede haber dificultades para que nuestro amor se mantenga despierto: el egoísmo, la falta de mortificación y de templanza, amenazan siempre la llama que el Señor enciende una y otra vez en nuestro corazón. Por eso es preciso avivarla siempre, sacudir la rutina, luchar. San Pablo compara esta vigilia a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender (5).

Los primeros cristianos repetían con frecuencia y con amor la jaculatoria: "Ven, Señor Jesús" (6). Y aquellos fieles, al ejercitar así la fe y el amor, encontraban la fuerza interior y el optimismo necesarios para el cumplimiento de los deberes familiares y sociales, y se desprendían interiormente de los bienes terrenos, con el señorío que da la esperanza en la vida eterna.

Para el cristiano que se ha mantenido en vela, ese encuentro con el Señor no llegará inesperadamente, no vendrá como ladrón en la noche (7), no habrá sorpresas, porque en cada día se habrán producido ya muchos encuentros con Él, llenos de amor y de confianza, en los Sacramentos y en los acontecimientos ordinarios de la jornada. Por eso la Iglesia reza: Escucha, Señor, la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al final de los tiempos, podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno (8).

 

II. Es necesario estar vigilantes contra los enemigos de Dios, pero también contra la complicidad que ofrecen nuestras malas inclinaciones: vigilad y orad para no caer en la tentación, porque si bien el espíritu está pronto, la carne es débil (9).

Estamos alerta cuando nos esforzamos por hacer mejor la oración personal, que aumenta los deseos de santidad y evita la tibieza, y cuando cuidamos la mortificación, que nos mantiene despiertos para las cosas de Dios. También reforzamos nuestra vigilancia mediante un delicado examen de conciencia, para que no nos ocurra lo que señala San Agustín, como dicho por el Señor: "Ahora, mientras te dedicas al mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte. Reprendes a los otros y note fijas en ti mismo. Acusas a los demás y tú no te examinas. Los colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda. Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte, haré todo lo contrario: te daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás" (10).

Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas que llenan el día. "Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar.-Sostienes la guerra -las luchas diarias de tu vida interior- en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza.

"Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo.-Y si llega, llega sin eficacia" (11).

Si consideramos en nuestro examen de conciencia "las pequeñas cosas de cada día", encontraremos el verdadero camino y las raíces de nuestros fallos en el amor a Dios. Las cosas pequeñas suelen ser antesala de las grandes.

Nuestra meditación diaria nos mantendrá vigilantes ante el enemigo que no duerme, y nos hará fuertes para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades. Y en esa meditación encontraremos los medios para combatir al hombre viejo, esas tendencias menos rectas que continúan latentes en nosotros.

Para conseguir esa necesaria purificación interior es precisa una constante mortificación de la memoria y de la imaginación, porque gracias a ella será posible eliminar del entendimiento los estorbos que nos impiden cumplir con plenitud la voluntad de Dios. Afinemos por tanto en pureza interior, durante estos días de espera de la Navidad, para recibir a Cristo con una mente limpia en la que, eliminado todo lo que va contra el camino o está fuera de él, no quede ya nada que no pertenezca al Señor: "Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior" (12).

 

III. Esa purificación del alma por la mortificación interior no es algo meramente negativo. Ni se trata sólo de evitar lo que esté en la frontera del pecado; por el contrario, consiste en saber privarse, por amor de Dios, de lo que sería lícito no privarse.

Esta mortificación, que tiende a purificar la mente de todo lo que no es de Dios, se dirige en primer lugar a librar la memoria de recuerdos que vayan en contra del camino que nos lleva al Cielo. Esos recuerdos pueden asaltarnos mientras trabajamos o descansamos e, incluso, mientras rezamos. Sin violencia, pero con prontitud, pondremos los medios para apartarlos, sabiendo hacer el esfuerzo necesario para que la mente vuelva a llenarse del amor y del deseo divino que dirige nuestro día de hoy.

Con la imaginación puede suceder algo parecido: que moleste inventando novelas de muy diversos tipos, urdiendo historias fantásticas que no sirven para nada. "Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo" (13). También entonces hay que reaccionar con rapidez y volver serenamente a nuestra tarea ordinaria.

De todas formas, la purificación interior no se limita a vaciar el entendimiento de pensamientos inútiles. Va mucho más allá: la mortificación de las potencias nos abre el camino a la vida contemplativa, en las diversas circunstancias en las que Dios nos haya querido situar. Con ese silencio interior para todo lo que es contrario al querer de Dios, impropio de sus hijos, el alma se encuentra dispuesta al diálogo continuo e íntimo con Jesucristo, en el que la imaginación ayuda a la contemplación -por ejemplo, al contemplar el Evangelio o los misterios del Santo Rosario- y la memoria trae recuerdos de las maravillas que Dios ha hecho con nosotros y de sus bondades, que encenderán de gratitud el corazón y harán más ardiente el amor.

La liturgia de Adviento nos repite muchas veces este anuncio apremiante: El Señor está para llegar, y hay que prepararle un camino ancho, un corazón limpio. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro (14), le pedimos. Y en nuestra oración hacemos hoy propósitos concretos de vaciar nuestro corazón de todo lo que no agrada al Señor, de purificarlo mediante la mortificación, y de llenarlo de amor a Dios con constantes muestras de afecto al Señor, como hicieron la Virgen Santísima y San José, con jaculatorias, actos de amor y de desagravio, con comuniones espirituales...

Muchas almas se beneficiarán también de este esfuerzo nuestro para preparar una morada digna al Salvador. Le podremos decir a muchos que nos acompañan por nuestros mismos senderos lo que expresa con sencillez aquella antigua copla popular: Yo sé de un camino llano / por donde se llega a Dios / con la Virgen de la mano.

A ella le pedimos que nuestra vida sea siempre, como pedía San Pablo a los primeros cristianos de Efeso, un caminar en el amor (15).

 

[Adviento]

 

(1) Antífona de entrada. Viernes de la 3ª Semana de Adviento: Cfr. Mc 13, 34-37.- (2) Mc 13, 37.- (3) Lc 21, 34.- (4) Cfr. 1 Tes 5, 4-11.- (5) 1 Cor 16.- (6) Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1981, nota Mc 13, 33-37.- (7) 1 Tes 5, 2.- (8) Oración colecta del día 21 de diciembre.- (9) Mt 26, 41.- (10) SAN AGUSTIN, Sermón 17.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 307.- (12) Ibídem, n. 173.- (13) Ibídem, n. 113.- (14) Sal 50, 12.- (15) Cfr. Ef 5, 2-5.

 

ADVIENTO. TERCERA SEMANA. VIERNES

20. La segunda venida del Señor.

- Todos los hombres se dirigirán hacia Cristo triunfante. Señales que acompañarán la segunda venida del Señor. La señal de la Cruz.

- El juicio universal. Jesús nuestro Amigo.

- Preparar nuestro propio juicio. El examen de conciencia. La práctica de la Confesión frecuente.

 

I.  Aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa (1).

El tiempo de Adviento prepara también nuestras almas a la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos; entonces el mundo verá  al Hijo del hombre venir sobre una nube con gran poder y majestad (2) para juzgar a vivos y muertos en un juicio universal, antes de que lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva donde mora toda justicia (3). Y mientras tanto, "la Iglesia peregrina lleva en sus Sacramentos e instituciones la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto al presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (Cfr. Rom 8, 1922)" (4).

Vendrá Jesucristo como el Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor de todo el Universo. Y sorprenderá a los hombres ocupados en sus negocios, sin advertir la inminencia de su llegada: como el relámpago sale del Oriente y brilla hasta el Occidente, así será la venida del Hijo del hombre (5).

Se reunirán a su alrededor buenos y malos, vivos y difuntos: todos los hombres se dirigirán irresistiblemente hacia Cristo triunfante, atraídos los unos por el amor, forzados los otros por la justicia (6).

Aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre (7), la Santa Cruz. Esa Cruz tantas veces despreciada, tantas abandonada, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (8), que había sido considerada como algo sin sentido; esa Cruz aparecerá ante la mirada asombrada de los hombres como signo de salvación.

Jesucristo, con toda su gloria, se mostrará ante aquellos que -en Él o en su Iglesia- le negaron; ante los que, no contentos con esto, le persiguieron; ante los que vivieron ignorándole. También se mostrará a quienes le amaron con obras. La humanidad entera se dará cuenta de que  Dios le ensalzó y le dio un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria de Dios Padre (9).

Entonces daremos por bien empleados todos nuestros esfuerzos, todas aquellas obras que hicimos por Dios, aunque quizá nadie en este mundo se diera cuenta de ellas. Y sentiremos una gran alegría al ver esa Cruz, que procuramos buscar a lo largo de nuestra vida, que quisimos poner en la cima de las actividades de los hombres. Y tendremos la alegría de haber colaborado como siervos fieles en el reinado de aquel Rey, Jesucristo, que aparece ahora lleno de majestad en su gloria.

 

II. El Señor enviará a sus ángeles que, con trompeta clamorosa, reunirán a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo al otro de los cielos (10). Allí estarán todos los hombres desde Adán. Y todos comprenderán con entera claridad el valor de la abnegación, del sacrificio, de la entrega a Dios y a los demás. En la segunda venida de Cristo se manifestará públicamente el honor y la gloria de los santos, porque muchos de ellos murieron ignorados, despreciados, incomprendidos, y serán ahora glorificados a la vista de todos.

Los propagadores de herejías recibirán el castigo que acumularon a lo largo de los siglos, cuando sus errores pasaban de unos a otros, siendo un obstáculo para que muchos encontraran el camino de la salvación. De la misma manera, quienes llevaron la fe a otras almas y encendieron a otros en el amor de Dios recibirán el premio por el fruto que su oración y sacrificio produjo a lo largo de los tiempos. Verán los resultados en el bien que tuvieron cada una de sus oraciones, de sus sacrificios, de sus desvelos.

Se verá el verdadero valor de hombres tenidos por sabios, pero maestros del error, que muchas generaciones rodearon de alabanza y consideración, mientras que otros eran relegados al olvido, cuando debieron ser considerados y llenos de honor. Estos recibirán entonces la paga de sus trabajos, que el mundo les negó.

El juicio del mundo servirá para glorificación de Dios (11), pues hará patente Su Sabiduría en el gobierno del mundo, Su bondad y Su paciencia con los pecadores y, sobre todo, Su justicia retributiva. La glorificación del Dios Hombre, Jesucristo, alcanzará su punto culminante en el ejercicio de Su potestad judicial sobre el Universo.

Los juicios particulares no serán ni revisados ni corregidos en el juicio universal, sino confirmados y dados a conocer públicamente. En el juicio universal cada hombre será juzgado ante toda la humanidad y como miembro de la sociedad humana. Entonces se complementarán el premio y el castigo al hacerlos extensivos al cuerpo resucitado (12).

 

III. Antes de la segunda venida gloriosa de Nuestro Señor tendrá lugar el propio juicio particular, inmediatamente después de la muerte.

"El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva de su cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte" (13). La Revelación nos enseña que la muerte es un paso, un trámite hasta la vida eterna. Y entre la vida aquí en la tierra y la vida eterna, tendrá lugar el juicio particular de cada uno, que hará Jesucristo mismo, donde cada uno será juzgado  según sus obras. Es forzoso que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o malas acciones que habrá hecho mientras ha estado revestido de su cuerpo (14).

Nada dejará de pasar por el tribunal divino: pensamientos, deseos, palabras, acciones y omisiones. Cada acto humano adquirirá entonces su verdadera dimensión: la que tiene ante Dios, no la que tuvo ante los hombres.

Allí estarán todos los pensamientos, imaginaciones y deseos...; todas esas debilidades internas que quizá ahora cueste trabajo conocer. Jesucristo  sacará a plena luz lo que está en los escondrijos de las tinieblas y descubrirá en aquel día las intenciones de los corazones (15). También las palabras que hayamos empleado unas veces al servicio de la propia excelencia; otras, como instrumento de mentira; en ocasiones, faltas de comprensión, de caridad o de justicia. Y nuestras obras. También se nos juzgará por ellas,  porque tuve hambre y me disteis de comer... (16). Cristo mirará nuestras vidas buscando cómo nos hemos comportado con Él, o con sus hermanos los hombres.

También aparecerán de modo claro todas las oportunidades que tuvimos de hacer algo por los demás. Cada día nuestro está lleno de posibilidades de hacer el bien, en cualquier circunstancia en la que nos encontremos. Sería triste que nuestra vida fuera como una gran avenida de ocasiones perdidas, de oportunidades desperdiciadas. Y todo por haber dejado que penetraran en nosotros la negligencia, la pereza, la comodidad, el egoísmo, la falta de amor.

Pero para quienes le tratamos a lo largo de la vida, Jesucristo no será un juez desconocido, porque procuramos servirle cada día de nuestra existencia terrena. Podemos ser amigos íntimos del que ha de juzgarnos, y cada día debe ser más grande esa amistad. ""Me hizo gracia que hable usted de la "cuenta" que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez-en el sentido austero de la palabra- sino simplemente Jesús".-Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo" (17).

Nos conviene meditar con alguna frecuencia sobre el propio juicio al que nos encaminamos. Cada vez nos encontramos más cerca. Y veremos la mirada de Cristo -juez y amigo- sobre nuestra vida, y nos animará a ir llenándola de pequeñas cosas que no pasan inadvertidas para Él, aunque los hombres muchas veces no las perciban ni las valoren.

El examen de conciencia diario y la práctica de la Confesión frecuente son medios muy importantes para preparar cada día ese encuentro definitivo con el Señor, que tendrá lugar dentro de un tiempo quizá no muy largo. Son también unos medios excelentes para preparar el encuentro nuevo con el Señor en la Nochebuena, que ya se acerca: Ven, Señor Jesús, y no tardes, para que tu venida consuele y fortalezca a los que esperan todo de tu amor (18).

 

[Adviento]

 

(1)  Antífona de la Comunión. Flp 3, 20-21.- (2)  Lc 21, 27.- (3)  2 Pedr 3, 13.- (4) CONC. VAT. II, Const,  Lumen gentium, 48.- (5)  Mt 24, 27.- (6) Cfr.  Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1985, nota a  Mt 24, 23-28.- (7)  Mt 24, 30.- (8)  1 Cor 1, 23.- (9)  Flp 2, 9-11.- (10)  Mt 24, 31.- (11) Cfr.  Tes 1, 10.- (12) Cfr. SANTO TOMAS,  Suma Teológica, Supl. 88, 1.- (13) CONC. VAT. II, Const.  Gaudium et spes, 18.- (14) 2 Cor 5, 10.- (15)  1 Cor 4, 5.- (16) Cfr.  Mt 25, 35.- (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER,  Camino, n. 168.- (18)  Oración del día 24.