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SUBIÓ AL CIELO Y ESTÁ SENTADO

A LA DERECHA DE DIOS PADRE

 

1. SUBIÓ A LOS CIELOS

El Símbolo te enseña -dirá San Cirilo a los catecúmenos- a creer en quien «resucitó al tercer día, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre».

La Ascensión es la «vuelta al Padre» (Jn 13,1; 14,28; 16, 28), donde Jesús, «sentado a su derecha»1, comienza una existencia nueva en plenitud de vida y de poder. Cristo, antes de venir al mundo, estaba junto a Dios Padre como Hijo, Palabra, Sabiduría. Su exaltación consistió, pues, en el retorno al mundo celestial, de donde había venido, revistiéndose de nuevo de la «gloria que tenía antes de la creación del mundo» (Jn 6, 33-58; 3,13; 6,62). «¿Qué quiere decir subió, sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4,9-10). «Dios lo exaltó por encima de todo, y le dio el nombre sobre todo nombre» (Filp 2,9).

Resucitando y subiendo a los cielos, la gloria del Señor brilló en toda su esplendorosa magnificencia. La resurrección y ascensión del Señor coronaron la victoria sobre el diablo, siendo verdadero lo escrito: «¡Venció el León de la tribu de Judá!» (Ap 5,5). Resurrección y Ascensión constituyen «la plena glorificación de Cristo», repetirá San Agustín2.

Y San León Magno canta con exultación:

Durante todo el tiempo transcurrido desde la resurrección del Señor hasta su ascensión, la providencia de Dios procuró, enseñó y, en cierto modo, metió por los ojos y corazones de los suyos que se reconociese como verdaderamente resucitado al Señor Jesucristo: ¡Al mismo que había nacido y muerto! Por lo cual, los bienaventurados apóstoles y todos los discípulos, que se habían alarmado por la muerte en cruz y habían vacilado en la fe de la resurrección, de tal manera fueron confortados ante la evidencia de la verdad que, al subir el Señor a lo más alto de los cielos, no sólo no experimentaron tristeza alguna sino que se llenaron de una gran alegría (Lc 24,52). ¡Había ciertamente motivo de extraordinaria e inefable exultación al ver cómo, en presencia de aquella santa multitud, una Naturaleza humana subía sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, elevándose sobre los órdenes de los Angeles y a más altura que los Arcángeles! (Ef 1,3). Ningún límite tenía su exaltación, puesto que, recibida por su eterno Padre, era asociada en el trono a la gloria de aquel cuya naturaleza estaba unida con el Hijo.

La Ascensión de Cristo, por lo demás, constituye nuestra elevación, abrigando el cuerpo la esperanza de estar un día donde le ha precedido su Cabeza gloriosa. Por eso, ¡alegrémonos, exultantes de júbilo! ¡gocémonos en nuestra acción de gracias! Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del Paraíso, sino que con Cristo hemos ascendido a lo más elevado de los cielos (Ef 2,6). Así como la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría en la solemnidad pascual, así su ascensión a los cielos es causa de gozo presente, ya que recordamos y veneramos este día en el que la humildad de nuestra naturaleza se sentó con Cristo junto al Padre3.

El Señor, resucitado de entre los muertos, convocó a los apóstoles en el monte de los Olivos y, después de «enseñarles lo referente al Reino de los cielos, en presencia de ellos se elevó a los cielos», que abiertos le acogieron (He 1,3.9-11)4.

Esto mismo anunció David: «Alzaos, puertas eternas, que va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 24, 7). Las «puertas eternas» son los cielos... Y porque, maravillados, los príncipes celestiales preguntaban: ¿Quién es el Rey de la gloria?, los ángeles dieron testimonio de El, respondiendo: «El Señor fuerte y potente: El es el Rey de la gloria». Sabemos, por lo demás, que, resucitado, está a la derecha del Padre, pues en El se ha cumplido lo otro que dijo el profeta David: «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies» (Sal 110,1), es decir, a todos los que se le rebelaron, despreciando su verdad5.

Esta visión de la Ascensión, con pequeñas variantes, es común a tantos Padres. Baste citar a Orígenes:

Este Salvador, habiendo aniquilado a los enemigos con su pasión, El que es «potente en la batalla» y Señor fuerte (Sal 24,8), a causa de sus acciones gloriosas, necesita una purificación, que sólo el Padre puede dar; por eso no deja que María le toque y dice: «No me toques, porque aún no subí a mi Padre; ve donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17). Pero mientras El avanza victorioso y triunfador con su cuerpo resucitado de la muerte, algunas potencias celestes dicen: ¿Quién es éste que viene de Edón, todo vestido de rojo, tan lleno de fuerza?» (Is 63,1). Y los ángeles que lo escoltan dicen a los custodios de las puestas celestiales: «¡Príncipes, levantad vuestras puertas! Alzaos, puertas eternas, va a entrar el Rey de la gloria!»6.

«Día solemne», «ilustre y espléndido día», «santo y solemne día de la Ascensión», llaman a la fiesta de la Ascensión del Señor los santos Padres7. Y San Pablo, igualmente, nos exhorta a levantar ya el corazón «buscando las cosas de arriba», mientras caminamos en esta vida (Col 3,1-2).

 

2. ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE

Pablo nos resume la fe de la Iglesia apostólica diciendo que «Cristo murió, más aún, resucitó y está sentado a la derecha de Dios» (Rom 8,34). Esta es la misma confesión de Pedro: «Por la resurrección de Jesucristo, que está a la derecha de Dios después de haber subido al cielo» (1 Pe 3,21-22). La fe les hizo posible lo que el mismo Señor había anunciado: «Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder» (Mt 26,64p). Pues Cristo está a la derecha del Padre «por la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Sometió todas las cosas bajo sus pies y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1,19-23).

La imagen de Cristo «sentado a la derecha del Padre» está tomada del salmo 110, el salmo más citado en el Nuevo Testamento: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha» También recoge la visión de Daniel, que contempla al Hijo del Hombre que avanza sobre las nubes hasta el trono de Dios y recibe el imperio y el reino eterno8.

Una vez concluida su obra «de purificación de los pecados, Cristo se sentó a la derecha de Dios en las alturas» (Col 3,1; Heb 10,12-13), «a la derecha del trono de Dios» (Heb 12, 2), cosa que «no hizo nunca ángel alguno» (Heb 1,3.13). Cristo, pues, «está sentado en el trono de su gloria» (Mt 19,28; 25, 31), ocupando incluso «el mismo trono de Dios» (Ap 22,3)9.

 

3. EN PIE A LA DERECHA DE DIOS

Para estar sentado o en pie a la derecha de Dios Padre (Heb 10,12ss; 12,2), por encima de los ángeles (1,4-13), Cristo, Sumo Sacerdote, subió, atravesando los cielos (4,14) y penetrando detrás del velo (6,19s) en el Santuario del cielo, donde intercede por nosotros en la presencia de Dios (9,24).

Estar ante Dios en pie es la actitud del Sacerdote en el Santuario. «Como Sacerdote con sacerdocio inmutable e imperecedero, Cristo vive eternamente para interceder en favor de los que por su mediación se acercan a Dios» (Heb 7,24-25). Porque El, como Sacerdote, «ha entrado en el Santuario auténtico, del que el otro, fabricado por los hombres, no era mas que figura y promesa; El, en cambio, ha entrado en el cielo mismo para presentarse a la faz de Dios en favor nuestro (Heb 9,24). Así Cristo, con sola su presencia ante el Padre, presenta continuamente su intercesión por nosotros; por ello, «es capaz de salvar íntegra y perfectamente», pues muestra al Padre en su cuerpo glorioso las cicatrices de la pasión: sus llagas gloriosas, «para mostrar continuamente al Padre, como súplica en favor nuestro, la muerte que por nosotros había padecido»10.

Esto mismo es lo que expresa la visión del Apocalipsis, que contempla «al Cordero degollado, que se adelanta para recibir el libro» de la historia. Así, Jesucristo glorificado es constituido Señor de la historia; ésta se va desarrollando a medida que el Cordero rompe los siete sellos que cierran el libro: «porque digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la grandeza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (5,12).«Y cuando el Cordero tomó el libro, se postraron ante El los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos, cada uno con su arpa y un vaso de perfumes, y entonaron un canto nuevo: Digno eres de recibir el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de todas las razas, lenguas, pueblos y naciones» (5,8-9).

Jesucristo, el Crucificado-Glorificado, desde el cielo dirige su Iglesia, conduciéndola a través de adversidades y persecuciones, hasta llevarla a «las bodas del Cordero» (19,9), preparando a la Esposa y embelleciéndola (21,2.9), haciéndola «digna de El, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada». Desde el cielo, Jesucristo se mantiene en continuo diálogo con la Iglesia: El, santificándola y purificándola con el agua del bautismo y con la sangre de sus mártires -que es sangre del Cordero (Ap 1,5;7,14)-, y la Iglesia, invitándolo, junto con el Espíritu: «¡Ven!» y recibiendo la consoladora respuesta: «Sí, vengo pronto» (22,17.20).

En la visión de Esteban, «el testigo del Señor» (He 22, 20), Jesús aparece «en pie» como abogado, que testimonia a favor de Esteban, que le «confiesa ante los hombres», como había prometido (Mt 10,32; Lc 12,8). «¿Quién será el acusador que se levante contra los elegidos de Dios? ¿Quién osará condenarlos? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió, mejor dicho, el que resucitó, el que está a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros?» (Rom 8,33-34). Esta es la base inconmovible de nuestra esperanza: «Tenemos un Abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1):

Esteban vio a Jesús, que «estaba en pie a la derecha de Dios (He 7,55). Está sentado como Juez de vivos y muertos, y está en pie como abogado de los suyos (1Jn 2,1;Heb 7,25; 9,24). Está en pie, por tanto, como Sacerdote, ofreciendo al Padre la víctima del mártir bueno, lleno del Espíritu Santo. Recibe también tú el Espíritu Santo, como lo recibió Esteban, para que distingas estas cosas y puedas decir como dijo el Mártir: «¡Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios!». Quien tiene los ojos abiertos, mira a Jesús a la derecha de Dios, no pudiendo verle quien tiene los ojos cerrados: ¡Confesemos, pues, a Jesús a la derecha de Dios, para que también a nosotros se nos abra el cielo! ¡Se cierra el cielo a quienes lo confiesan de otro modo!11

Resurrección, ascensión y estar sentado a la derecha del Padre son la expresión de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado, la muerte y el infierno. Son la manifestación de la glorificación de Cristo por la derecha o fuerza salvadora de Dios Padre (He 2,32-33; Ef 1,19-20), que le «dio todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).

 

4. GARANTÍA DE NUESTRA GLORIFICACIÓN

La glorificación de Cristo en su ascensión a los cielos nos abrió el acceso al Padre. En El podemos llegar al Padre «estando donde El está y contemplando su gloria» de Hijo Unigénito (Jn 17,24):

Cristo Jesús, después de resucitar de entre los muertos y haberse aparecido a los apóstoles, envuelto en una nube, se elevó al cielo (He 1,9-11; Lc 24,50; Mc 16,19; Ef 4,8-10), para presentar victorioso a su Padre al hombre a quien amó, de quien se había revestido y a quien libró de la muerte... Resucitado, ha recibido del Padre pleno poder (Dn 7,14-15; Is 30,10-11; Ap 2,12-18; Mt 28,18-19) de modo que no se puede llegar a Dios Padre sino por medio de su Hijo (Jn 14,6; 10,9; Mt 12,17; Jn 3,36; Ef 2,17-18; Rom 3,23-24; 1 Pe 3,18; 4,6; 1 Jn 2,23)12.

La nube que ocultó a Jesús de la mirada de sus discípulos (He 1,9) es símbolo de la manifestación y presencia de Dios13. Al entrar en la nube, Jesús entra en el mundo de Dios, en la gloria de Dios. Pero, al mismo tiempo, esa nube manifiesta que Jesús, por haber entrado en la gloria de Dios, permanece junto a los discípulos con una presencia nueva, al modo de Dios. El Señor glorificado continúa su obra en la Iglesia y en la historia a través de su Espíritu. Está presente en su Palabra y en los Sacramentos, en la Evangelización y en el Amor que suscita entre sus discípulos, amor en la dimensión de la cruz, más fuerte que la muerte.

Los bautizados en Cristo, muertos y sepultados en las aguas con El, participan también de su resurrección y exaltación. Pues Dios «en Cristo nos hizo sentar en los cielos», otorgándonos poder sobre nuestros enemigos, asegurando al «vencedor» el poder «sentarse con El en su trono» para participar plenamente de su triunfo y juzgar a las naciones» (Mt 18,28; Ef 2,6): «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3,21). Pues los fieles han sido liberados por Dios «del poder de las tinieblas y trasladados al reino de su querido Hijo, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados». Nuestra verdadera vida «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,1ss), como «ciudadanos del cielo» (Filp 3,20):

Cristo fue el primero en ascender al « Padre y Dios» (Jn 20,17), restaurándonos aquel supremo ingreso y preparándonos aquellas mansiones celestes, a las que se refirió cuando dijo: «Voy y os prepararé un lugar» (Jn 14,2). Pues fue inmolado por nuestros pecados, según las Escrituras (1 Cor 15,3; 1 Pe 3,18), resucitó y subió al lugar inaccesible a nosotros, es decir, al cielo... Pues Cristo fue enviado de entre nosotros a la Ciudad Celeste para «presentarse ahora por nosotros ante Dios» (Heb 9,24). Así nos lo confirmó el bienaventurado Juan, al escribir: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis, pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: ¡Jesucristo, el Justo! El es víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero (1 Jn 2,1-2). Plugo, pues, a Dios que fuésemos enviados en Cristo y sanados por medio de El, que es nuestro abogado... Pues El entró en el cielo como «precursor» por nosotros, abriéndonos un camino nuevo y vivificante, que conduce al Santuario (Heb 6,20; 9,12)14.

Cristo, el «Primogénito de entre los muertos» es la primicia de la gran cosecha, que en la tierra espera su maduración para unirse plenamente a El en la gloria. Es lo que bellamente nos dice Teodoro de Mopsuestia:

Cristo fue «primicia» nuestra no sólo mediante su resurrección (1 Cor 15,20.23), sino también mediante su ascensión a los cielos (Ef 2,6; Col 3,1-4), asociándonos en ambas a su gloria. Esperamos, en efecto, no sólo resucitar de entre los muertos, sino también subir al cielo, para estar allí con Cristo nuestro Señor. Así lo dijo el bienaventurado Pablo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo; y los que murieron en Cristo resucitarán primero; después nosotros -los que vivamos-,seremos arrebatados con ellos sobre las nubes al encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,16-17). Lo mismo afirma también en otro texto: «Nuestra ciudadanía está en el cielo, de donde esperamos como Salvador a nuestro Señor Jesucristo, que transfigurará este cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo» (Filp 3,20-21).

Así mostró que seremos conducidos al cielo, de donde vendrá Cristo nuestro Señor, quien nos transformará por la resurrección de entre los muertos, nos hará semejantes a su cuerpo y nos elevará al cielo, para estar con El por toda la eternidad. Y también: «Sabemos que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, poseemos sin embargo para siempre en el cielo una casa que es de Dios, una habitación eterna no hecha por mano humana» (2 Cor 5,1).

El Apóstol añade luego: «Mientras estamos en el cuerpo permanecemos alejados de nuestro Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión; pero, llenos de confianza, esperamos salir de este cuerpo, para estar con Cristo» (2 Cor 5,6-7). Con ello nos enseña que, mientras estamos en este cuerpo mortal, somos como pasajeros alejados de nuestro Señor, porque todavía no gozamos efectivamente de los bienes futuros, habiéndolos recibido sólo en la fe; y, no obstante esto, abrigamos una gran seguridad de lo que ha de venir y, con mucho interés, esperamos ese momento, en el que nos despojaremos de la mortalidad de este cuerpo, haciéndonos inmortales por la resurrección de entre los muertos; y estaremos después con nuestro Señor, como quienes desde toda la duración de este mundo estaban alejados y esperaban unirse a El.

También dice el Apóstol que «la Jerusalén de arriba es libre y es nuestra madre» (Gál 4,27), significando con «la Jerusalén de arriba» la morada celeste, donde por la resurrección naceremos y nos haremos inmortales, gozando verdaderamente de la libertad con plena alegría. Ninguna violencia ni tristeza nos afligirá, sino que viviremos en la más inefable felicidad entre delicias sin fin.

Puesto que esperamos estos bienes, cuyas «primicias» disfrutó Cristo nuestro Señor, la Sagrada Escritura nos enseña que no sólo resucitó de entre los muertos, sino que subió a los cielos, afirmando: «También a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y delitos, os vivificó Dios por medio de Cristo. Con El nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,1-10), indicándonos así la gran comunión que tendremos con El15.

Cristo subió al cielo como Cabeza de la Iglesia y así atrae hacia El a los miembros de su cuerpo. El subió al cielo por su victoria contra el diablo: enviado al mundo para luchar contra el diablo, lo venció; por eso mereció ser exaltado sobre todas las cosas (Ap 3,21). «Quien quiso hacerse hombre y asumir la forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte» (Filp 2,6-8) y descendiendo hasta el infierno, mereció ser exaltado al cielo, al trono de Dios, pues la humildad es el camino de la exaltación (Lc 14,11; Ef 4,10). Así -concluye Santo Tomás- su ascensión nos fue útil. Subió, en efecto, para conducirnos allí, mostrándonos la senda del cielo, que ignorábamos (Miq 2,13), y asegurándonos la posesión del reino celeste (Jn 14,2). Subió, además, para interceder por nosotros (Heb 7,25; 1 Jn 2,1) y atraer a Sí nuestros corazones (Mt 6,21), a fin de que despreciemos las cosas temporales»16.

Encontrar a Cristo es acoger su palabra, que nos invita a participar con El del reino de los cielos. Es vivir con el valor de «arrebatar el reino de los cielos» (Mt 11,12) al maligno, que nos lo cerró, al llevarnos al pecado. Se arrebata el cielo con la fe (Mt 15,28), con la oración inoportuna (Lc 18,3-4), con la vigilancia (Mt 24,42p), acogiendo la gracia sobreabundante donde abundó el pecado (Rom 5,20). «La gracia es Cristo, la vida es Cristo, Cristo es la resurrección»". Acoger a Cristo, haciendo de El nuestra vida, es arrebatar el Reino de los cielos, recibiendo la adopción, la vida y la resurrección. Es la experiencia de San Jerónimo:

¿Qué dice el Evangelio: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día su cruz y sígame» (Lc 9,23). Afortunado aquel que lleva en su alma la cruz, la resurrección, el lugar del nacimiento de Cristo y el lugar de su ascensión. Es afortunado aquel que tiene Belén en su corazón, pues en este corazón nace cada día Cristo. En definitiva, ¿qué significa Belén? Casa del pan. ¡Somos también nosotros la casa del pan, del pan que desciende del cielo! (Jn 6,31ss; Sal 77, 24; Sab 16,20). Cada día Cristo es crucificado por nosotros: nosotros somos crucificados al mundo (Gál 6,14) y también Cristo es crucificado en nosotros (Gál 3,1). Es afortunado aquel en cuyo corazón Cristo resucita cada día: si cada día hace penitencia por sus pecados. Es afortunado aquel que cada día, del monte de los Olivos, sube al reino de los cielos (He 1,12), donde están los olivos frondosos del Señor, donde nace la luz de Cristo, donde están los olivares del Señor. «Pero yo, como olivo verde en la casa del Señor» (Sal 51,10). Encendamos, pues, también nosotros la lámpara de este olivo (Mt 25,1-13) y enseguida subiremos con Cristo al reino de los cielos17.

Con esta garantía de nuestra glorificación podemos repetir con San Pablo: «¿Quien acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica: ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo, que murió, resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?» (Rom 8,33-34).

 

5. EL GLORIFICADO PRESENTE EN LA IGLESIA

El Señor glorificado sigue acompañando a la Iglesia «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La acompaña «con su intercesión ante el Padre»; El, en efecto intercede por nosotros y está vivo para ello, pues «penetró en el cielo precisamente para presentarse ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Rom 8,34; Heb 7,25; 9,24), «para protegernos desde lo alto» (San Agustín). Los pecadores tenemos en Jesucristo, el Justo, un abogado permanente ante el Padre, a quien presenta en favor nuestro sus llagas gloriosas, trofeos de su pasión redentora, de las que no se ha despojado. Así «está en pie», como Sacerdote constituido en favor nuestro o como Cordero degollado por nosotros. Nos convenía (Jn 14,2-4) realmente que Jesús ascendiera al cielo.

Al mismo tiempo, Cristo, Señor Glorificado, está presente entre nosotros en la Evangelización. Con la predicación de su palabra, espada de doble filo, el Rey Mesías ejerce su poder con «curaciones, milagros y prodigios» con los que acompaña a sus apóstoles (Mc 16,20). Las armas del Rey Mesías son «la predicación de su gracia» y los «signos» de esa gracia salvadora: «Los apóstoles predicaban con parresia -libertad de palabra, franqueza, valentía, autoridad-, con confianza en el Señor, que les concedía obrar por sus manos señales y prodigios, dando así testimonio de la predicación de su gracia» (He 14,3).

Porque no es Pablo quien habla, sino «Cristo quien habla en mí» (2 Cor 13,3). Por ello, el que presta oídos a la palabra del apóstol, «a mí me escucha», dice el mismo Jesús (Lc 10,16). Lo mismo que es El quien está presente en los sacramentos. Sea Pablo o Cefas quien bautice, es «Cristo el que bautiza en el Espíritu Santo», que mediante el ministerio de un hombre nos incorpora a sí mismo (Jn 1,33; 1 Cor 1,12-13).

Este es el fundamento de nuestra esperanza, la seguridad de nuestra confianza, que nos permite vivir ya el gozo de la nueva vida, como nos exhorta San León Magno:

Alegrémonos, gozándonos ante Dios en acción de gracias. Elevemos libremente las miradas de nuestros corazones hacia las alturas donde se encuentra Cristo. Nuestras almas están llamadas a lo alto. No las depriman los deseos terrestres, ¡están predestinadas a la eternidad! No las ocupen lo llamado a perecer, ¡han entrado en el camino de la verdad! No las entretengan los atractivos falaces. De tal manera hemos de recorrer el tiempo de la vida presente que nos consideremos extranjeros de viaje por el valle de este mundo, en el que, aunque se nos ofrezcan algunas comodidades, no las hemos de abrazar culpablemente, sino sobrepasarlas enérgicamente...19

Ya ahora el cristiano vive pregustando la gloria de Cristo. El cristiano ya aquí en la tierra experimenta la comunión con Dios o el cielo, pues como dice con palabras sencillas Santa Teresa: «donde está Dios es el cielo; nuestra alma es el cielo pequeño, donde está quien hizo el cielo y la tierra». «Subir al cielos o «estar sentado a la derecha del Padre» no es otra cosa que la plena y total glorificación de Cristo que vive en la beatificante comunión eterna con Dios Padre. De ella participa el cristiano y, por ello, anhela y espera con ansia -gritando maranathá- la consumación de esta vida para entrar en la definitiva comunicación con Dios20, «en la casa del Padre», en «la Jerusalén celestial» (Ap 22).

La liturgia de la Ascensión nos hace, por ello, cantar:

Es justo dar gracias a Dios, porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, precediéndonos como Cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino. (Prefacio).

La Ascensión corporal de Cristo a los cielos -como también la Asunción de María tras El- es la garantía igualmente de la glorificación de nuestros cuerpos mortales. Cristo, el Verbo encarnado, ha sido exaltado, es decir, con El ha llegado a Dios definitivamente nuestra carne humana y Dios la ha aceptado irrevocablemente. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza.

Esto es lo fundamental. Si yo, con todo lo que soy, participo de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo, ¿qué importancia puede tener el modo como esto ocurra? Sabemos con Pablo que «se siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra algo vil y resucita glorioso; se siembra algo débil y resucita fuerte; se siembra un cuerpo terreno y resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15,35-44).

Con el Cuerpo de Cristo ha llegado ya a Dios toda la realidad. El cielo se ha unido a la tierra. En la Iglesia, cuerpo de Cristo, Dios está presente con toda su gloria en medio de la creación. Quien «vive en Cristo», vive en Dios, en su cielo. Por ello, como cuerpo de Cristo, la Iglesia en su liturgia canta con los ángeles el himno celeste: «¡Santo, Santo, Santo!» (Ap 4,8).

Verdaderamente «nos convenía» que Cristo volviese al Padre: para que El esté junto al Padre (Jn 14,28), para que nos enviara el Espíritu Santo (Jn 16,7), para prepararnos una morada (Jn 14,2-3) y para poder habitar en el corazón de los creyentes, que le aman (Jn 14,23). Así, ahora, nuestra existencia puede ser una «vida en Cristo»21.

De modo particular podemos vivir en Cristo o Cristo en nosotros «comiendo su carne y bebiendo su sangre» (Jn 6,56). Su carne y su sangre, en la Eucaristía, nos une de un modo particular con el Cordero sacrificado y viviente, pues la Eucaristía es incorporación y participación a la carne y sangre glorificadas, lo mismo que El quiso participar de nuestra carne y sangre para vencer en ellas el poder de la muerte (Heb 2,14) y con su carne y sangre vivificadas y vivificantes darnos la vida eterna (Jn 6,51-54): «El cáliz sobre el que pronunciamos la bendición, ¿no es acaso participación en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es participación en el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10,16; 11,27). Con razón la celebración eucarística se llama «mesa del Señor» (1 Cor 10,21).

De todas estas maneras está presente el Señor de los cielos. Sintiéndole vivo y confesándole glorioso, la esperanza cristiana suscita en el creyente el anhelo de «morir en el Señor» (Ap 14,13), para pasar a morar con el Señor, acabada la peregrinación de la fe, en la visión cara a cara (2 Cor 5,7-8).

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1. Mt 22,44; 26,64; Mc 16,19; He 7,55-56; Col 3,1; Heb 1,3.13; 8,1; 10,12-13; 12,2; 1Pe 3,21-22.

2. Cfr, A. del FUEYO, Sermones de San Agustín V 256-260; VII 255-257; Cfr. Serm. 261-265 dedicados a la Ascensión.

3. SAN LEON MAGNO, Homilía 73,4; 74,1-5.

4. SAN IRENEO, Adversus Haereses 1,10; 111,16.

5. SAN IRENEO, Exposición 83-85.

6. ORIGENES, Sel. in Ps. 67,19; In Jon. VI,56; XIX,21.

7. EUSEBIO DE CESAREA, SAN JUAN CRISOSTOMO y SAN AGUSTIN, respectivamente.

8. Dn 7,13-14; Mt 24,30; 26,64; 28,18; Mc 13,26; 14,62; Lc 1,33; 21,27; Jn 12,34.

9. R. BLAZQUEZ, Está sentado a la derecha del Padre, Communio 6(1984)21-39.

10. SANTO TOMAS, III q.54 a.4.

11. SAN AMBROSIO, De Fide III 17. Quizás sea en el comentario a este artículo del Credo donde es más patente la diferencia entre el realismo de los textos bíblicos y patrísticos y la «fabulación» y «mitologización» de tantas teologías modernas, pensadas en las bibliotecas, sin ningún contacto con los hombres de carne y hueso, incluso científicos actuales, a quienes conocen por sus libros y no en su vida.

12. SAN CIPRIANO, Testimonios II, 26-27.

13. Ex 13,22; Nu 11,25; Sal 18,10; Is 19,1; Lc 9,34-35.

14. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, In Levitico 3.

15. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII 6-10. 

16. SANTO TOMAS, Exposición del Símbolo Apostólico, art. 6.

17. SAN AMBROSIO, Expositio Evangelii sec. Lucam V 114-117, con otras muchas referencias.

18. SAN JERONIMO, Tractatus de Psalmo XCV 10.

19. SAN LEON MAGNO, Homilía 74,5.

20. Jn 14,1-3; 17,24; 1Tes 4,17; 5,10; 2Tes 2,1.

21. Rom 6,11; 8,1; 1Cor 1,2; 15,18.58; 16,19.24; 2Cor 2,14-17; 5,17; 13,4...

EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 117-128